Entrevista realizada por ANTONIO MARÍN ALBALATE Un escritor con nombre Patricio Peñalver Ortega (Espinardo, Murcia, 1953) es periodista y escritor. Se inició en la década de los 80 como columnista y reportero del desaparecido Diario 16, continuando después con colaboraciones habituales en La Opinión, La Verdad, ABC, EFE, Onda Regional de Murcia, y la televisión autonómica Canal 7. Vinculando su trabajo profesional con dos de sus pasiones reconocidas, la cultura y el conocimiento, ha escrito crónicas, artículos, entrevistas y críticas. Ha hecho un especial seguimiento informativo durante más de 30 años del Festival Internacional del Cante de las Minas de La Unión, entidad que le ha otorgado el premio Carburo de Oro (2009) y, en la modalidad de periodismo, el trofeo Pencho Cros (2015). Aún así, es la literatura, y su dedicación como escritor, la que concentra su interés. Ha publicado, hasta la fecha, siete libros: Una novela sin nombre (Nausícaä, 2000); El murmullo de las estaciones (Nausícaä, 2002); Tiempo de transición (Huerga & Fierro, 2013); La muerte del minotauro (Renacimiento, 2017); Personajes murcianos de fin de siglo (Tres Fronteras, 2021); ¡Apunten! ¡Fuego! ¡Viva la República! (Renacimiento, 2023) y Aunque parezca mi autobiografía tal vez sea la tuya (La Fea Burguesía, 2024). Al igual que el gran Pepe Hierro, Peñalver Ortega se deja caer en su bar favorito —bares, esos lugares— rodeado de rubias de salvaje espuma para, rugiéndole a la musa, sentir cómo cae su pensamiento, calamar hecho tinta de escritura sobre el absorbente papel de las servilletas. Da igual si hay gente o no. Patricio escribe y escribe. Y es que, para fortuna de sus lectores, no sabe hacer otra cosa. Conozco a Patricio desde el siglo pasado. Siempre vi en él a un tipo inteligente y cercano. Me precio de tenerle como amigo. Vaya por delante mi gratitud por haber pensado en mi persona para sus presentaciones cartageneras. Una en 2013, con motivo de Tiempo de transición, en la librería Ler y, la más reciente, en 2024 y en La Montaña Mágica, a propósito de su última obra, que ya es de todos, Aunque parezca mi autobiografía tal vez sea la tuya. El poeta y sin encargo amigo Juan de Dios García, sabiendo de mi querencia por el bueno de Patri, me invita a preparar una entrevista para publicarla en la estupenda revista virtual El coloquio de los perros. Vaya por delante mi gratitud a ambos amigos y sin encargo escritores. Ciertamente leída y anotada en sus márgenes esta Autobiografía, he sentido por momentos que viene a ser la mía. Aunque no tuviera yo un Dyane 6, sino un 600, por decir algo. Ni, desde luego, haya viajado en coche más allá de Albacete o Alicante. ¿Y qué más da? Viene a ser la mía por muchas similitudes, en cuanto a infancia se refiere y, sobre todo, por la música que suena en todas sus páginas. Leyendo este libro he pisado París, como Budapest, porque de alguna manera uno llega a sentirse protagonista de cuanto cuenta. —EL COLOQUIO DE LOS PERROS: Según narras en tu Autobiografía, de un Dyane 6 pasaste a un Simca 1000. ¿Sobrevivieron al paso del tiempo? —PATRICIO PEÑALVER: Bueno, el único coche que tuve fue aquel Dyane 6 con el que siempre me sentí acoplado, lo compré de segunda mano en la concesionaria, tenía el morro pintado de negro, y fue como un amor a primera vista, nunca me fue infiel. Me sentía a bordo de un Pegaso en el que volaba sin sobresaltos de manera alada. Un verano de amores despechados mi amigo el escultor Pedro Noguera me sugirió la idea de viajar por Europa, sin rumbo fijo. Y aquel fue un viaje iniciático, yo sólo conocía el sur de Francia por una vendimia, y de pronto nos vimos por carreteras y autopistas recalando en ciudades y en lugares que nos atrapaban, como a Ulises, y que nos invitaban a interrumpir el viaje más de lo debido, por esos más de catorce países que transitamos; sólo teníamos un compromiso: visitar a un amigo de Pedro en el profundo sur italiano; nuestro amigo no estaba allí y fuimos a buscarlo hasta San Remo. Desde allí regresamos, como Ulises, a nuestra particular Ítaca. Después, ese Dyan me acompañó durante dos años por las carreteras de Blanca y Abarán, los martes, y Jumilla y Yecla, los jueves. Mi Dyan ya formaba parte de mi vida, también de mi vida amorosa. Una noche, con una amiga que nos mirábamos mucho, al salir de una discoteca, el Dyan tomó el camino del monte y desde ahí, contemplando abajo las luces de la ciudad como si fueran estrellas, sonaba y sonaba ‘Tubular bells’ de Mike Oldfield, hasta que se agotó la batería del coche. Con mi Dyan podría decir que «he visto cosas que vosotros no creeríais». Hasta que llegó una de esas etapas de ruina, en la que quedé sin un euro. Y ahí, en la puerta de mi casa, se quedó mucho tiempo. ¡Ay, mi santa madre lo que sufrió! Lo del Simca 1000, en realidad, era el coche de mi amigo José Luis, y con dos amigos más nos decidimos a recorrer en verano las fiestas del Norte, y pasamos de los San Fermines a las de la Romería de El Carmín de Asturias; del Festival de Ortigueira en la costa de Coruña hasta las fiestas de Bilbao. No sé si era difícil hacer el amor en un Simca 1000, en cambio sí puedo garantizar que era imposible dormir. —ECP: Me sonrío cuando en las primeras páginas de esta obra recuerdas al vecino aquel que sacaba la televisión a la calle (en aquellos tiempos no todo el mundo podía tener la cosa-visión esa) para que la viesen sus amigos. Algo parecido viví yo. El niño que fui se acuerda del primero del barrio que tuvo una tele; en verano la sacaba a la calle. Al principio de gratis. Luego, cuando vio que podía ser rentable, cobraba una peseta por persona, aun cuando la gente llevara su propia silla. Realmente aquello era lo más parecido a un mini cine. Hablando del séptimo arte, dices que sueles ver una película antes de acostarte. ¿Cuál es tu género preferido en esta materia? —PP: Recuerdo esa España sombría en blanco y negro, de la leche en polvo americana en los colegios públicos. En mi barriada ningún vecino pudo comprar un televisor, sí en otro barrio que llamábamos el de abajo, y sí recuerdo haber visto la televisión desde la puerta de alguna casa. El primer televisor de mi barrio llegó al Centro Social y los partidos de fútbol entre el Real Madrid-Barça eran apoteósicos, con alguna que otra bronca. Por esa época me inventé unos números de circo en el patio de mi casa y les cobraba dos reales a los vecinos. También recuerdo las verbenas improvisadas en mi calle, en la puerta de un emigrante que regresaba de Alemania y se había traído un tocadiscos, con aquellas canciones que recuerdo de «mi amor entero es de mi novia Popotitos» o «Marina, Marina, contigo me quiero casar». Mi relación con el cine viene de muy lejos, tal vez desde mis nueve años; junto a mi casa había un cine de verano que funcionaba desde mayo a octubre, con sesión doble, la primera película la volvían a repetir; aunque no había dinero para entrar cada día, se establecía una cierta connivencia con los porteros. Todas las noches asistía y cuando me quedaba dormido venía a recogerme mi padre. Con respecto a los géneros, siempre he sido muy heterodoxo, cuando comencé a ver aquellas magníficas del neorrealismo me quedé impresionado con aquella escena del padre y el hijo, cuando le roban la bicicleta, en aquella famosa película de Vittorio De Sica. En esa etapa mi padre tenía una bicicleta, que utilizaba para ir a trabajar, y que para él era como un Mercedes; después, más de una vez me la dejó para ir a la pedanía de Los Garres, con otros amigos, para ir a ligar. A pesar de que junto a un cine nos guardaban las bicicletas, yo siempre estaba preocupado por si le pasaba algo. La imagen del ladrón de bicicletas se me había grabado. Obviamente, he visto mucho cine de todos los géneros. Ahora, por ejemplo, vuelvo a ver películas de Ingmar Bergman y me vuelven a maravillar; lo mismo me pasa, de manera distinta, con Alfred Hitchcock. El cine francés de la nouvelle vague siempre me encantó. Desde siempre regresó una y otra vez a las fascinantes propuestas de François Truffaut. También me gusta el cine militante y reflexivo de Kean Loach, frente a esas cursilerías de las americanadas con esas gentes de grandes casas y de cochazos. Actualmente me siguen interesando mucho Andrei Tarkovski, Wim Wenders, David Lynch, Aki Kaurismäki o Paolo Sorrentino. Por supuesto que sigo el cine español: clásico y actual. Como te decía al principio, suelo ser muy heterodoxo con los géneros y, sí, suelo ver dos películas, casi todos los días. Por ejemplo, ayer volví a ver Noches blancas de Visconti y el otro día me acerqué a la filmoteca regional Paco Rabal de Murcia para ver el estreno del corto Coliflor, y otro dos más: Valores y Avería del director murciano Dany Campos, y me gustaron mucho, me sorprendieron. —ECP: Años cincuenta y sesenta, tiempos sombríos aquellos. Aun así, la infancia siempre se recuerda como una etapa donde todo está por descubrir; donde el asombro, ante cualquier cosa nueva, es constante. El niño que fuiste, tan hambriento de cultura, leía todo lo que caía en sus manos. Me gustaría preguntarte si fue el leer lo que te llevó, posteriormente, a disponer palabras en un papel. Dicho de otro modo: ¿cuándo sentiste la pulsión de escribir? —PP: No sé exactamente cuándo se produce exactamente esa pulsión y por qué me puse a escribir, lo que sí sé es que comencé a una edad muy prematura. Mi abuelo era belenista y las figuras para su transporte las liaba en papel de periódicos. Aún recuerdo la montaña de ABCs y las revistas Blanco y Negro almacenadas en una habitación; ahí me metía y hojeaba entre tantas páginas al azar. Después, leía todas las tardes en voz alta y mi abuelo me escuchaba y me corregía sonriendo. Cuando llegaban mis primos, que eran 6 años mayores, les decía que si no les daba vergüenza que un crío ya supiera leer. Lo cierto es que, al modo cervantino, yo tenía la costumbre de leer cualquier papel que me encontrara por la calle. Después me inicié con la lectura intensa de tebeos, en la papelería de Miguel de los Tebeos, de Espinardo, se podían cambiar varios por 20 o 30 céntimos de peseta. Más tarde, en la adolescencia, llegó la pasión de leer novelas y yo creo que más tarde llegó esa pulsión de escribir. —ECP: Música y palabras deben ir siempre de la mano. Eso creo. Luego está también la música de las palabras, cuando al escritor, ya con voz propia, se le reconoce por el sonido de su escritura. En este libro (como ya me advertiste) hay mucha música, de todos los géneros posibles. ¿Cómo definirías la música de tus palabras? —PP: No sé definir de manera precisa la musicalidad en lo que escribo, sin embargo, sí tengo muy claro que la música forma parte de todo lo que escribo. En casi todos los libros hay referencias musicales y en la autobiografía especialmente hay mucha. Al hacer un recorrido por casi toda mi vida, desde la niñez hasta la adolescencia, hago mención a las letras de muchas canciones de los guateques. Además, cuando escribo mis textos, suelo escuchar música. He escuchado tanto a David Bowie como a Lou Reed o las Variaciones Goldberg de Bach, que me concentran mucho y por momentos me inspiran. —ECP: ¿Qué es para ti la música y cuáles son tus géneros preferidos? —PP: Para mí la música es vida y no concibo la vida sin música. De adolescente quise ser músico y mis primeros dos trabajos laborales los perdí por cuestiones de horarios para ensayar. Mi vida giraba en torno a la música y a las chicas; era muy enamoradizo. Llegué a cantar en las fiestas de mi pueblo. No sé ni cómo me atreví al ‘Proud Mary’ de los Creedence Clearwater Revival. En lo que respecta a los géneros, soy muy heterodoxo. Dependiendo del momento lo mismo escucho clásica que jazz; rhythm and blues que rocanrol, algún que otro grupo indie o canción de autor. —ECP: ¿Qué supone el flamenco en tu vida? —PP: El flamenco es una forma de vivir, de sentir. Uno no sabe ni cómo ni por qué, de pronto se instalan esas enigmáticas cadencias musicales, y ese desgarro o alegría le pellizca el alma. La historia del flamenco se puede estudiar y escuchar, al margen de los directos. Hoy tienes, por suerte, casi todas las grabaciones en YouTube. Si uno se adentra en esa historia del flamenco, escuchando discos, leyendo libros, puede llegar tranquilamente, cada vez, a saber menos, o al modo socrático, concluir: «Sólo sé qué no sé nada». A esa conclusión llegué yo hace ya un tiempo. No me interesa, por lo general, lo que escriben los profesionales del flamenco, aunque sean necesarios. Prefiero olvidarme de las teorías y sentir de pronto una ráfaga de emoción durante una actuación o en la escucha de un disco que de manera azarosa te llegue a la mente, en mitad de la noche o recién levantado. A mí la chispa del flamenco me llegó de niño. Vivía en una barriada obrera, de perdedores, en la que convivían un grupo de gitanos. Y tengo un recuerdo muy nítido de aquellas hogueras para pasar el frío y de aquellos bailes y cantes al compás de las palmas en torno a las circunferencias de esos braseros, por tangos o bulerías. También recuerdo en aquel bar de Perico los calichazos de coñac y anís que se bebían los obreros, mientras en la máquina de discos se escuchaba a Juanito Valderrama, Rafael Farina, El Mejorano, Canalejas del Puerto Real o Antonio Molina. Así que, para mí, el flamenco siempre está ahí, de manera especial cuando tengo necesidad de escucharlo. —ECP: Según dijo Ramoncín, Francisco Umbral, a quien tú y yo admiramos, hoy seguramente estaría prohibido. ¿Lo crees así también? ¿Qué opinas de este tiempo tan políticamente correcto? —PP: Yo recuerdo aquellos tiempos del franquismo en el que se prohibía todo, obviamente menos ser franquista, fascista, falangista o nazi. Más de tres reunidos en la calle ya era manifestación ilegal y si repartías octavillas contra el régimen te podían caer como mínimo 18 meses de cárcel. De hecho, el Tribunal de Orden Público duró hasta el 4 de enero 1977. Y, efectivamente, recuerdo haber visto en algunos bares del barrio chino o en algunas barberías los famosos carteles de: “Se prohíbe cantar”. En estos tiempos políticamente correctos observo un serio macarreo en el lenguaje por parte de las fuerzas reaccionarias con la intención de confundir o deteriorar instituciones democráticas. Y de eso de la batalla cultural, ya no digo nada, entre bulos, difamaciones y reescrituras de la Historia. —ECP: Desde que Facebook entró en nuestras vidas, has utilizado esta red para ir posteando en tu muro, por entregas, tus obras. ¿Con qué fin lo haces? —PP: Sinceramente, para vender mi literatura, como pescado fresco, que es capaz de llegar al instante al otro lado del Atlántico. Gracias a este mecanismo he llegado a contactar con otros escritores y lectores. También para divertirme, a ratos intentando usar la ironía. Facebook es como una antigua corrala, y ahí puedes encontrar todo tipo de gente, cada uno con sus cosas y sus manías, que no tienen que ser menos importantes que las de uno. —ECP: Para aquellos lectores que aún no conozcan tu ya larga y consolidada obra, se me ocurre plantearte unas preguntas breves para sendas respuestas también breves o bravas, según veas tú. ¿Por qué Una novela sin nombre? —PP: Yo siempre utilizo la frase de Umbral: «Yo aquí he venido a hablar de mi libro». Cuando lo cierto es que no me gusta monologar sobre mis libros. Yo creo que Una novela sin nombre era una necesidad de explicar, a través de un profesor de instituto de Filosofía, en provincias, desde un punto de vista existencial, qué estaba pasando en ese fin del siglo que terminaba y en el nuevo milenio que nos llegaba. Recuerdo, por entonces, que un profesor ya mayor veía obscenidades en mis personajes en el trato entre profesores y alumnos y entre los diversos estudiantes. Ay, si viera esas relaciones ahora en 2024. Como nota curiosa te diré que fue la primera novela que publiqué, pero la tercera de las que ya tenía escritas. —ECP: ¿Cómo sucede El murmullo de las estaciones? —PP: Los libros para mí son como hijos. Y este ya se hizo mayor de edad y yo creo que hasta voló de mi casa. El murmullo de las estaciones fue la segunda novela publicada y aquí sí coincide en que fue la segunda novela que escribí. ¿Cómo sucedió? Como un ciclón, como un divertimento. Por cierto, un crítico de El Cultural la puso a parir. Recuerdo que el profesor Victorino Polo, que había estudiado con el crítico en Salamanca, una vez riendo me dijo: «¿pero tú le has violado a su hija?». Lo mejor llegó cuando unos días después un crítico del ABC la puso muy bien. —ECP: ¿Estamos todavía en Tiempo de transición? —PP: Bueno, visto con cierta distancia nos vendieron una Transición modélica. Obviamente, con aquella Ley de Amnistía del 1977 ya no se iban a investigar los cientos de miles de tropelías cometidas durante el franquismo. La transformación democrática de la sociedad la hicieron los trabajadores en las fábricas, los estudiantes y los jóvenes profesores, sin menospreciar a ciertos liberales o conservadores del régimen que intuían que había que pactar. Los militantes de la derecha democrática, por provincias, cabían en un taxi. Así que seguimos en Tiempo de transición. Desde el libro se cuenta de manera amable ese desencanto y me alegro que esta obra se haya estudiado en alguna Facultad de Derecho. —ECP: ¿Cómo es La muerte del minotauro? —PP: La muerte del minotauro narra los días de un torero español durante su campaña americana, de hotel en hotel, de país en país y de plaza en plaza. Él «mata las horas con la lectura de Cien años de soledad, mientras su chófer intenta escribir una novela y el mozo de espadas, siempre en busca de bares de ambiente, ignora que será secuestrado. En la trama también intervienen una cantaora, Lucía Vargas, con quien el torero había mantenido una relación amorosa; una cálida admiradora francesa y un compañero de ruedos, José Delgado, con quien el protagonista comparte una profunda enemistad. La acción se sitúa en Bogotá, en Colombia, pero también en Macondo. —ECP: ¿Qué Personajes murcianos de fin de siglo te han calado más hondo? —PP: Te he decir que, como profesional, me entregué a cada uno con la misma intensidad periodística. Tal vez los que más trabajo me dieron fueron los amigos, que, durante las entrevistas, entre copas y copas, se iban por las ramas y después tenía material para escribir, en vez de una página, un periódico entero. —ECP: ¡Apunten! ¡Fuego! ¡Viva la República! Un libro muy a tener en cuenta. ¿Cómo te imaginas a España de no haber triunfado aquel golpe de estado?
—PP: Lo peor fueron esas matanzas de miles y miles de republicanos en los primeros años de la posguerra, con juicios sumarísimos, y aquellos campos de concentración, el más cercano el de Albatera. Nos dejaron en el atraso unos cuarenta años con respecto a Europa y la mayoría de artistas e intelectuales y científicos tuvieron que abandonar El País. Ya con imaginarme que eso no habría pasado tengo bastante. Sin embargo, el tema da para escribir una gran ucronía. —ECP: Aunque parezca mi autobiografía tal vez sea la tuya es un libro que me ha enganchado de principio a fin. ¿Lo has pasado tan bien escribiéndolo como yo al leerlo? —PP: Lo pasé fenomenal, quería escribir un texto nada ampuloso con un estilo directo en el que primara el ritmo. Todas las tardes tomaba un café en el Zalacaín y, mientras tanto, iba pensado. Como ahí no podía escribir porque los amigos me entretenían, con lo ya pensado, y en cierto modo escrito ya en la cabeza, me iba al bar Ítaca y ahí escribía sobre un par de servilletas de papel que a la mañana siguiente pasaba al ordenador.
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Entrevista realizada por ANTONIO MARÍN ALBALATE De un verbo llamado “amandar” María Esteban Becedas es a Amanda Sorokin, como Alberto Caeiro o Álvaro de Campos era/es a Fernando Pessoa o, salvando las distancias, Juan Cartagena y Tonino Albalatto (entre otros) a quien esto suscribe. María, Amanda de aquí en adelante, es una salmantina nacida en 1995 que (según leemos en la sinopsis de su ópera prima) estudió Filología Románica entre «Salamanca, Coventry, Barcelona y Madrid, antes de embarcarse en una tesis doctoral sobre poesía y canción de autor extremadamente interesante y que no convence a casi nadie. Ha trabajado como azafata de congresos, actriz de doblaje, traductora literaria, correctora ortotipográfica, curadora de canciones y librera de viejo. Habla cinco lenguas vivas y dos muertas, pero no ha aprendido a sujetar bien el lápiz. Tampoco toca la guitarra. Abandonó el tiro con arco. Las alas de las polillas (2021), escrito durante su estancia en Barcelona y unas breves vacaciones en Siracusa, es su primer libro editado». Tras Las alas de las polillas, justo un año después, Amanda recibirá el IV Premio de Poesía de la Facultad de Filología de la UNED por Los restos de la fiesta (2022), un libro del que Guillermo Laín Corona, prologuista del mismo y director de su tesis, asegura que es «un poemario de amor y juventud, o sea, de amor a secas, porque el amor, cuando es amor, ocurre en un pueblo con mar y con veinte años, antes de llegar a la treintena tuberculosa, que aboca al suicidio becqueriano. Según confiesa su yo lírico en uno de los poemas, Amanda tiene “veinticientos”, con pretensión de juventud arrugada por los muchos desamores [...]». Cabe destacar que ese mismo año de 2022, Amanda quedó finalista del Premio Adonáis con De Revolutionibus, un libro todavía inédito. Sin “veinticientos”, con veintiocho años (¡qué edad tan bonita!) ahora, en 2023, Amanda publica sus Dinosaurios de pelo rosa en la editorial Reino de Cordelia, de la mano de Luis Alberto de Cuenca, quien asegura en su prólogo que este libro «es un cancionero amoroso». Aunque su autora no esté muy de acuerdo con él en esto, al final acaba convenciéndose de que sí porque sabe que, en el fondo, el amor es un taladro eléctrico del que salimos, indemnes o no, como un queso emmental con temblor puntual de reloj suizo. No en vano escribe Amanda: «Hace un segundo o veinte años que tengo frío. / Tirito / como los rinocerontes en la selva de tu hijo. / Y un taladro me ha volado la cabeza. [...] Y pienso que a veces el amor es eso: / una broca reventando la materia». Y todo para que florezcamos desde los pies hasta el desmayo. De Amanda, por si alguien no lo sabe, viene el verbo “amandar”, cuyo presente de indicativo, con el que me quedo, lo dice todo: “Yo amando”. He tenido el placer de charlar con ella y sus dinosaurios en La Montaña Mágica, la librería de nuestro amigo Vicente Velasco Montoya. Gracias, Amanda Sorokin, por acercarte a este parnaso de perros descalzos ladrándole al taladro que les vuela la cabeza. Y bienvenidos todos a la fiesta de hace un segundo o veinte años mientras buscamos contigo un nuevo sistema expresivo. —EL COLOQUIO DE LOS PERROS: Amanda Sorokin. ¿De dónde viene su procedencia? —AMANDA SOROKIN: Digamos que la primera parte del nombre me encontró a mí, no la elegí; la segunda es una declaración de intenciones de la que hablaré más adelante. Cuando me mudé a Barcelona, varias personas que no se conocían entre sí me llamaron Amanda por error. A la cuarta o quinta vez empezó a resultar inquietante, porque Amanda y María tampoco son nombres tan parecidos. Guardo incluso un autógrafo en un disco de un grupo que escuchaba mucho entonces, Antílopez, dedicado «para Amanda, con cariño». Al año siguiente me trasladé a Madrid y volvió a sucederme, aunque con menor frecuencia que en Barcelona. Decidí que, si alguna vez necesitaba cambiar de identidad, aunque fuera solo como juego literario, no podría llamarme de otra manera. En cuanto al apellido, Sorokin es una ciudad ucraniana y creo que significa “urraca”, pero no me lo puse por eso. —ECP: ¿Cuánto hay de Amanda en María? —AS: Todo, me temo. En un primer momento concebí a Amanda como un heterónimo. Tiene mucho que ver que en esa época yo cursaba una asignatura monográfica sobre Pessoa en la UB, impartida por Elena Losada. Me gustaba la idea de inventarle a Amanda una biografía que transcurriera en paralelo a lo que realmente me sucedía, un carácter que fuera una deformación del mío, incluso una caligrafía propia, y escribir desde el personaje, dejar que Amanda tomara sus propias decisiones y se equivocara menos (o más) que yo. Explorar esas posibilidades que de alguna manera derivan de mí, sin pertenecerme realmente. Creo que por eso Las alas de las polillas es un libro tan extraño. Con el tiempo, la idea del heterónimo se volvió insostenible (un poco por pereza; un poco porque publicar perdía la gracia si tenía que ocultar mi identidad real), y terminó deviniendo un simple pseudónimo. Mi foto está en la solapa de mis libros. Es decir, que hay de Amanda en María cuanto de mi yo poético hay en mí. —ECP: De Las alas de las polillas, tras Los restos de la fiesta, llega Dinosaurios de pelo rosa. Tres libros en tres años consecutivos no está nada mal. ¿Desde cuándo escribes poesía y cómo llegas a ella? —AS: Empecé tarde, en primero o segundo de carrera. Mi primer poema fechado es de 2014; lo escribí en una cafetería de Salamanca, en una cuartilla cuadriculada de las que usábamos en el colegio y luego aproveché para tomar apuntes en la universidad. Todo muy escolar. Antes había escrito páginas sueltas, sin mayor pretensión que el desahogo. Para mí, el verdadero cambio tiene lugar cuando decides convertir aquello que sientes o te sucede y que te impulsa a escribir en algo que merezca la pena leerse. Muchas veces lo haces porque otro te lo dice, alguien en cuyo criterio confías te sugiere que sigas escribiendo, que trabajes los textos, que compongas un libro, que intentes publicar. Y ello implica dejar de lado toda autocomplacencia; y por supuesto entender cuanto antes que a nadie le importa tu vivencia personal. La literatura no tiene nada que ver con los sentimientos íntimos; y no creo que exista una definición universal, pero sí tengo claro que, entre otras cosas, consiste en trascender la anécdota. Para evitar caer en el adanismo, solo cabe leer hasta que el cuerpo aguante y escuchar buenas canciones. Si uno se sobreexpone a la verdadera literatura en sus diferentes formas, sabrá reconocer cuándo ha escrito algo decente. O eso quisiera pensar. —ECP: Dinosaurios de pelo rosa es un sugerente título para dar rienda suelta a nuestra imaginación. ¿De qué sáurico sueño toma nombre tu libro? ¿Por qué de pelo rosa? —AS: En efecto, es un libro muy onírico, aunque este peluche rosa pertenece a la realidad material. Los dinosaurios pueblan nuestro imaginario en su versión más realista y terrible, y también en forma de galletas o juguetes de gesto afable, y me parecen una buena metáfora de muchas cosas. No sé por qué nos gustan tanto los dinosaurios. Nos recuerdan nuestra vulnerabilidad (¡eran los reyes del mundo, tan inmensos y monstruosos, y desaparecieron sin más...!); o quizá es que son lo único que se salvó entre todos aquellos seres fantásticos que nos fascinaban de niños y resultaron ser invenciones de los adultos. Con cuatro o cinco años, mis padres me regalaron un tiranosaurio de peluche (este marrón) que guardo con cariño en mi casa madrileña. Muchos años después, compré en la tienda de recuerdos de la National Gallery un utahraptor de colores imposibles (entre ellos el rosa fosforito) para el hijo de una persona a la que quería impresionar; y me divirtió la idea de que el amor puede tomar formas tan peregrinas como esa, un lagarto prehistórico peludo y suavecito. De ahí el título de Dinosaurios de pelo rosa. Uno de los temas es precisamente ese, las infinitas formas del amor. Luis Alberto de Cuenca no está tan desencaminado en su lectura del libro como cancionero amoroso. Si es que siempre tiene razón, el desgraciado. —ECP: En las aclaraciones y dedicatoria de tus Dinosaurios leemos: «‘El último ídolo’ es para Luis Alberto de Cuenca, porque comprende la necesidad del mito, resiste toda tentativa de desmitificación, y mi admiración y cariño hacia él alcanzan dimensiones sáuricas». ¿Con qué libro llegas a su escritura? —AS: No fue con un libro, sino con un disco de Loquillo, Su nombre era el de todas las mujeres, en una reproducción aleatoria en YouTube. El soneto ‘A Alicia, disfrazada de Leia Organa’ me fascinó. Eran las metáforas más originales que había escuchado, tan plásticas, tan certeras, así que busqué a quién narices se le habría ocurrido aquello del vacío y las naves invasoras, o de los cerebros amados que se funden, o del cuerpo de reina esclavizada. Y me topé con el nombre de LAC. Yo acababa de terminar segundo de Bachillerato, y él formaba parte de mi temario de Selectividad, perdido en una nómina amplísima de autores en los que apenas habíamos podido detenernos, así que pude identificarlo vagamente. Fui a la Biblioteca Pública de la Casa de las Conchas y saqué en préstamo todos los libros suyos que encontré (eran ediciones en Renacimiento, de esas con rayitas de colores en la cubierta), y los leí del tirón esa noche. Fue un deslumbramiento como llegan pocos en la vida, con una resaca que duró varios días. Recuerdo que la pregunta que me venía a la cabeza era algo como: «Ah, pero... ¿Esto podía hacerse? ¿Se podía escribir así?». Fue un punto de partida. Creo que es lo que les sucede a muchos autores incipientes cuando descubren a su poeta, a aquel que les entrega el mapa del tesoro, como le oí decir a Javier Ruibal en la mejor metáfora posible. Stephen King defiende que siempre escribimos para alguien. Yo siempre escribí para que LAC me leyera. Y ahora que lo hace, no sé dónde meterme. —ECP: ¿Cómo y cuándo le conoces personalmente? —AS: A lo largo de los años fui a numerosos recitales suyos en Madrid, y presentaciones de libros ajenos, sin atreverme jamás a saludarle o a desplegar mi modo fan. En una ocasión, llegué a llevarle un ejemplar de Las alas de las polillas preparado para entregárselo, cuando acababa de publicarse, considerando que así tenía una excusa sólida para acercarme a hablar con él. Tuve la prudencia de no fechar la dedicatoria, por si en el último momento me faltaba valor, como efectivamente sucedió. Me volví con el libro para casa. El caso es que el destino y las redes orquestaron que, en febrero del año pasado, nuestro querido librero Vicente Velasco me contactara para participar en un ciclo de lecturas online, donde los poetas recitan al poeta que más los haya inspirado, y no escoger a LAC sería faltar a la verdad. Al término del recital, Vicente me pidió permiso para facilitarle mi contacto a LAC en el caso de que él se lo pidiera cuando viera el vídeo; yo acepté segura de que aquello quedaría en nada, como mucho en un breve agradecimiento mutuo. Un par de semanas después encontré un mensaje suyo en la bandeja de spam de mi correo electrónico, a puntito de eliminarse y desaparecer para siempre. Desde ese momento preciso hasta la publicación de Dinosaurios, pasando por los tres recitales que hemos compartido, no tengo demasiado claro qué ha pasado (aunque LAC lo explica detalladamente en el prólogo). Hay por ahí, en alguna cuerda temporal, una María de dieciocho años que aún no se ha recuperado del susto. —ECP: Siguiendo con el citado poema ‘El último ídolo’, añades: «El cierre del poema mejoró con la contribución generosa de Alexis Díaz-Pimienta». Ciertamente hay que decir que se nota, y es bueno, el toque cubano de Alexis, con quien también compartimos admiración y amistad, lo que lleva a repetir la pregunta anterior: ¿cómo y cuándo llegaste a este cubano repentista de oralitura tanta? —AS: La historia es tan pintoresca que parece que la estuviera decorando, pero es completamente cierta, y los protagonistas no me dejarán mentir: allá por mayo de 2019, pasé una noche por el Café Libertad 8 en busca de un conocido (Balta Cano) que acababa de terminar un concierto allí, al que yo no había podido asistir, para darle un abrazo y excusar mi ausencia. Ya no encontré a mi amigo, pero sí a un grupo de cantautores de altísimo nivel que rodeaban a un repentista cubano en plena oleada improvisadora. Quise acercarme más. Pero alguien me dio un empujón sin querer (el Libertad estaba muy concurrido esa noche) y acabé clavando el tacón de mi sandalia en un pie aparentemente anónimo, que también llevaba sandalias. Perdí el equilibrio y me caí. Cuando levanté la mirada, descubrí que la persona a la que había pisado y que ahora me ayudaba a incorporarme era Jorge Drexler. Debió de verme apurada por la escena y me dio conversación, me integró en el círculo que rodeaba al repentista. Así fue como conocí a Pimienta y a Drexler simultáneamente, y con el tiempo nos haríamos amigos. En los meses siguientes coincidimos varias veces, fui descubriendo más sobre sus artes. En ese momento yo cursaba un título propio de la Complutense, Estudios Avanzados de Voz y del Habla Artística, interesantísimo y que tristemente existió solo ese curso. Buscaba un tema para mi TFM, que quería orientar hacia las literaturas orales, y decidí investigar la labor “polinizadora” de Alexis (en palabras de Raúl Rodríguez) sobre los cantautores. Posteriormente le dedicaría mi tesis doctoral, en la que todavía ando inmersa. —ECP: Sin salirnos de la página ya mencionada nos salen al encuentro nombres de cantautores como el uruguayo Jorge Drexler o el gaditano Javier Ruibal, lo que indica que la canción de autor está muy presente tanto en tu poética como en tu vida. Desconociendo cuánto de eclecticismo musical hay en ti, ¿qué más cantantes y/o bandas sueles escuchar al margen o no de la cantautoría?
—AS: Soy muy, pero que muy dylaniana, y también me encantan ciertos cancionistas italianos, franceses y portugueses. Los escuchaba para aprender el idioma y eso acabó siendo secundario. Pero de un tiempo a esta parte solo escucho música en español. El término cantautor es confuso, limitado por ciertas connotaciones políticas y estéticas, y ni Drexler ni Ruibal encajan plenamente en la etiqueta, si nos salimos de la definición más literal: aquel que canta lo que compone. Para eso, los franceses son fantásticos: su equivalente a la figura del cantautor es el ACI (Auteur-Compositeur-Interprète). En lo musical soy muy desprejuiciada. Puede gustarme todo, mientras sea bueno; y con bueno no me refiero necesariamente a grandes melodías o a letras refinadas e ingeniosas. Las canciones que escuchamos en la infancia y la adolescencia conforman el sustrato más básico de nuestra educación sentimental y hasta lingüística. A mí, con diez años, nada me había hecho experimentar lo que sentí al escuchar por primera vez el disco Esta mañana y otros cuentos, de Coti. Era un sentimiento nuevo, como canta Battiato, el más nuevo de los sentimientos nuevos, porque era el primero y no inducido. Estoy segura de que eso ha tenido más peso en mi escritura que casi todo lo que ha venido después, y eso que no hago otra cosa que leer poesía y escuchar canciones. Por eso me puse el apellido de [Coti] Sorokin. —ECP: A pesar de tus veintipocos años, sin decir nombres, ¿se te ha caído ya algún mito viviente? —AS: Casi todos, aunque me empeño en reflotarlos. De ahí mi poema ‘El último ídolo’, donde le ruego al último mito superviviente que permanezca, que me quede al menos uno, o los años que me falten y que a priori deberían ser muchos se me van a hacer muy arduos. —ECP: ¿Qué ha sido de tu libro finalista del Adonáis? —AS: Ahí sigue el pobre mío, en el cajón virtual de mi carpeta de poemarios en el ordenador. Antes del no-Adonáis estuvo encaminado a publicarse en una editorial que, en un capítulo desagradable y aún por aclarar, cortó relaciones conmigo pocos días antes de la salida prevista del libro. Quiero pensar que De revolutionibus sigue inédito después de dar tantas vueltas porque hace honor a su nombre, y porque la fortuna le tiene reservado algo bueno. Llegará su momento, espero. Es el primer libro que escribí, hace ya casi diez años, pero sigue pareciéndome defendible. —ECP: El libro Dinosaurios de pelo rosa lo abre el poema ‘Horror vacui’: «Estoy en edad de explotar la imprudencia. / Se me ha concedido el don efímero de la temeridad / y lo disfruto en la medida en que la educación me lo permite, / aunque lo mío sean las maldades pequeñas, las frugales transgresiones». Este último verso me lleva a preguntarte por esas maldades y transgresiones: ¿son confesables? —AS: Todos tenemos mezquindades y contradicciones; a veces inexplicables, siempre muy humanas. A mí suelen resultarme simpáticas en los demás, y no me molesta gran cosa detectarlas en mí. La envidia, por ejemplo, no me parece mala en sí misma; lo es si te dejas llevar por ella hasta el punto de odiar a quien te la provoca. Manías, pequeñas deslealtades... Todos tenemos un punto cabroncete; y reconocerlo me parece lo más inteligente. Nadie es plenamente coherente y monolítico, y es casi reconfortante que sea así. —ECP: ¿Crees que el mundo es buen un lugar para inspirarse? —AS: Tampoco tenemos otra cosa. —ECP: Háblanos un poco de esa tesis doctoral sobre poesía y canción de autor en la que andas sumergida. —AS: Quise bucear por el asunto desde el momento en que detecté pruritos dentro del mundo académico (y en las conversaciones cotidianas) con la concesión del Nobel de Literatura a Bob Dylan en 2016. Para mí, que la canción sea un género literario (paralelo a la poesía, aunque con permanentes confluencias e intercambios) y por tanto tenga cabida en un premio con ese apellido (Nobel de Literatura; no de Poesía; ni de Música) era una obviedad, algo que nunca había tenido que cuestionarme. Y, de repente, tanta gente a la que yo consideraba válida, talentosa, afín a mis ideas en otros tantos debates se indignaba por la concesión de un galardón a un tipo que, por lo demás, está por encima de cualquier reconocimiento. Creo que fue Cohen el que dijo que Dylan engrandece al Nobel, no al revés; la concesión honra más al premio que al premiado. Quise entender por qué tanta polémica, y encontrar argumentos sólidos para defender mi postura. Y me encontré con cuestiones que nunca me había planteado, como esa dictadura de lo escrito frente a lo oral; los prejuicios hacia lo popular como algo frívolo... Y tuve mucha suerte, porque los tres autores principales que seleccioné para ilustrar esos puntos de encuentro entre poesía y canción (Alexis Díaz-Pimienta, Jorge Drexler y Javier Ruibal), a los que apenas conocía en el momento de embarcarme con la tesis, son los mejores objetos de estudio que podría haber elegido. Bucear en sus obras es el viaje más gratificante que puedo realizar desde el escritorio de mi casa, y gracias a ellos estoy conociendo a gente maravillosa, que de otra manera se hubieran quedado en simples nombres, y sumando a mi bagaje experiencias que también revierten en mi escritura. Un doctorado implica, entre otras muchas cosas, constancia, que siempre será más sólida si parte de la admiración y la gratitud que de la obligatoriedad. Y llámese síndrome de Estocolmo, pero, si el amor puede ser un dinosaurio de peluche, también es una tesis doctoral. Entrevista realizada por ANTONIO MARÍN ALBALATE Diario de un confinado y otras estampas José Juan Morcillo ha sido profesor en la Universidad de St. Andrews (Escocia), en la Pontificia de Salamanca y en la de Castilla-La Mancha. Es autor de dos poemarios y de varios relatos que no quieren ver la luz. Hace cinco meses la editorial albaceteña Chamán publicó su Diario de un confinado y otras estampas. Sin duda, esta maldita pandemia ha dado mucho de sí para quienes nos ocupamos en el ejercicio de la palabra. Al comienzo del libro, el autor le desea al lector que esta obra le sea deleitable y provechosa. Yo debo decir que sus páginas me emocionan y se hacen cómplices de los ojos que las devoran. Todo lo cotidiano que habita en ellas se llena de trascendencia y pasa a ser un sentimiento universal. —EL COLOQUIO DE LOS PERROS: Ha pasado un año largo desde aquel día 1 del confinamiento y todavía andamos, entre vacunas y desquicies varios, sin poder relajarnos. Es decir que, aunque un poco mejor, todavía nos queda trayecto para ver eso que se dice de “la luz al final del túnel”. José Juan, ¿qué te llevó a escribir este Diario durante sesenta días de dureza confinada? —JOSÉ JUAN MORCILLO: Yo era consciente de que empezábamos a vivir un momento histórico cuyo devenir nos era a todos totalmente desconocido. Como se lee en el colofón del libro, la obra fue naciendo «entre la incertidumbre, el miedo y la consternación de un pueblo agotado de confinamientos, muertes y otras pérdidas» y, de esa crisálida oscura y frágil, apareció este libro como «testimonio de este año pandémico, enfermo y cruel». Publico semanalmente una columna de opinión y le pedí al director del periódico que me concediese la libertad de escribirlas como fragmentos de un diario. Con ello pretendía no solo dar un testimonio a tiempo real de lo que estaba sucediendo, sino también compartir mi soledad y mis experiencias de confinado con los lectores para que se sintieran más acompañados. Por esta razón, durante el confinamiento volqué sobre la prosa emociones auténticamente íntimas y, en ocasiones, líricas. Cuando Chamán me abrió las puertas para editar el libro, junté todas las columnas y, tras algunos retoques y correcciones mínimos, se convirtió en un diario. El diario es un género literario al que, por desgracia, pocos escritores acuden, y hay obras maestras: La tentación del fracaso, de Julio Ramón Ribeyro, o, sobre todo, las de mis maestros Azorín (Diario de un enfermo) y Paco Umbral (Diario de un escritor burgués). Es más: hoy en día parece que algunos compañeros se están animando a publicar sus diarios, como Andrés Trapiello. —ECP: En el quinto día escribes que llevas dos sin enchufar el televisor, algo necesario si tenemos en cuenta el daño psicológico que puede acarrear la visión de tanta nefasta noticia. ¿Cómo viviste esos días de angustia y cuál fue tu punto de fuga para ponerte a salvo de ella? —JJM: El «ruido tóxico» que emitía el televisor se me hizo insoportable. Así que me refugié en la lectura, en la investigación y en la escritura. Y poco a poco fui descubriendo y amando algo que hasta ese momento yo desconocía por completo: el silencio. Al principio, el silencio dolía y me era ajeno, pero fui conociéndolo y acostumbrándome a él. Por primera vez en mi vida, mis sentidos se armonizaron con el pulso de la Naturaleza, descubrí que nosotros, los seres humanos, formamos parte de este pulso universal. Mi casa está junto al mar y al lado de un pinar: sentir la voz de las olas, el canto de las aves, la lluvia cayendo y golpeándose contra el agua y el suelo, esa soledad sonora de los árboles y de las flores al brotar... Fue en ese momento cuando entendí el panteísmo del que tanto hablaba Baudelaire en sus poemas, esa alma que está en todo lo que está a nuestro alrededor y que fascinó a Azorín o a Miró, la esencialidad que se percibe en tantos versos de Antonio Machado. —ECP: ¿Te provocó catarsis la escritura? —JJM: Por supuesto. Desde adolescente, la lectura y la escritura han sido mi tabla de salvación cuando sentía que me hundía en el océano de mi casa, del instituto, de la vida en general. La escritura es la mejor de las terapias para sanar las dolencias del espíritu. Esto se lo digo siempre a mis alumnos: cuando necesitéis abrir las compuertas de lo que os asfixia, escribid, simplemente escribid, y enseguida notaréis el alivio. —ECP: En el día 49 derramas tu lirismo de poeta en una prosa magnífica sobre lo que vivimos. Por ejemplo, la irresponsabilidad de las mareas humanas cuando se les permitió hacer deporte, cientos de personas sin mantener distancia de seguridad y, a veces, sin mascarilla. Esto, lógicamente, le hace atribularse y regresar a casa. Yo a veces he pensado que habría que poner un policía detrás de cada individuo. ¿Por qué crees que somos tan irresponsables? —JJM: Las grandes pasiones nos empujan a cometer acciones irracionales e irresponsables. El pánico y la euforia son dos claros ejemplos. Si se desboca el pánico en un foro que acoge a miles de personas, la tragedia está servida. Y lo mismo con la euforia: el día que nos concedieron la libertad para poder practicar deporte al aire libre, todos salimos a los paseos y avenidas para aprovechar el poco tiempo del que disponíamos sin ser conscientes del peligro que corríamos. —ECP: ¿Qué piensas de los llamados “negacionistas”? —JJM: Sus argumentos son insostenibles. Deberían pasar unos días en varias ucis para que comprendieran con qué gravedad ataca este virus a muchos pacientes; deberían acompañar a los empleados de las funerarias todas las noches sacando los cadáveres de las casas y de los hospitales, por las noches, sí, porque de haberlo hecho por el día el pánico social habría sido mucho mayor. De cualquier manera, su vehemencia negacionista les ha quitado la razón en algunas cuestiones que merecerían un análisis. De adolescente, yo era muy impetuoso y quería imponer mi punto de vista a todos y por la fuerza, y, claro, nadie quería oírme. —ECP: Chema Nieto, el ilustrador de tu diario, deja unas imágenes de inequívoca, y a veces dramática belleza... Miro, por ejemplo, mientras escribo estas líneas, el primer dibujo de los doce incluidos: un par de cuervos posándose en la cruz de una farmacia que marca las 18:30. ¿Qué nos puedes decir de este artista al que llamas hermano?
—JJM: Chema (JM Nieto) es el otro autor de este libro, no lo olvidemos. Aceptó al momento el proyecto de ilustrarlo. Admiro a JM Nieto como maestro del trazo y de la palabra y adoro a Chema como amigo. Decía Kapuściński que para ser un buen periodista había que ser una buena persona. Chema es para mí un ejemplo de honestidad, de fidelidad, de coherencia vital y de un humanismo desbordante; y este ser humano extraordinario cuya amistad comparto desde hace ya más de treinta años se refleja en el gran profesional que el mundo conoce como JM Nieto. Sus ilustraciones, de una originalidad y de una emoción portentosas, enriquecen, sin duda alguna, las páginas del diario. En la profesionalidad del maestro JM Nieto veo al amigo que tanto quiero y admiro. —ECP: Se nota el buen oficio del columnista que, acotado por un número exacto de palabras, sabe cómo disponerlas para hacernos reflexionar al tiempo que gozamos de su lectura. Desde ‘Tiempos’, primera columna fechada el 2 de enero de 2019, hasta ‘De difuntos’ (10 de junio de 2020) oscilas entre el análisis, la ironía y el humor, tan necesario. A propósito de columnas y periodismo, Paul Johnson dijo que «la mejor columna es la que responde a la novedad, la vincula con el pasado, la proyecta al futuro y expone el tema con ingenio, sabiduría y elegancia». ¿De dónde surge, en tu caso, el ingenio para tus periódicas columnas? —JJM: La estampa literaria escrita como columna periodística es un género que me apasiona porque la prosa se funde con la lírica y con la dificultad añadida de un espacio acotado y no demasiado extenso. El Diario de un confinado y otras estampas es un libro que a mí me habría gustado encontrarlo en una librería y leérmelo, no solo por lo que he comentado antes, sino por lo que tiene de experimentalismo. Umbral, quizás mi gran maestro (Delibes dijo de él en más de una ocasión que era el mejor escritor español de la segunda mitad del siglo XX) confesó amar «el experimentalismo literario, pero no el experimentalismo hacia el hermetismo, sino el experimentalismo hacia la libertad». Vila-Matas es otro de estos grandes escritores que caminan a la flor del berro, y su prosa se siente libre de bridas y de corsés genéricos. No me seducen los escritores que no innovan. Las estampas periodísticas que acompañan al Diario fueron escritas antes del comienzo de la pandemia y encajan como piezas de puzle con algunos fragmentos de este. Es el lector quien debe ensartar cada estampa con lo leído en el Diario. Columnas literarias o estampas periodísticas: se llamen como queramos llamarlas, nacen de la observación y de la comprensión. En la contraportada cito a otro de mis maestros, a Ortega y Gasset: «Saber mirar es saber amar». Saber mirar lo que nos rodea, saber contemplarlo, es saber amarlo (amor intellectualis lo llamó Ortega), es decir, es saber comprenderlo. Pero vuelvo a Umbral y termino. Él confesó que le fascinaban los géneros breves «para leerlos y para practicarlos» y que le gustaban «casi todos los articulistas de periódico, porque saben escribir corto cuando quieren, aunque también escriban largo. [...] El artículo, la glosa el relato corto, la estampa, la impresión, la prosa lírica. Creo que esos géneros, por breves, son más densos, tienen más espesor, más clima». Así lo entiendo yo también. —ECP: Eres autor de la edición y estudio lingüístico de los dos primeros Abecedarios espirituales de Francisco de Osuna. ¿Qué te llevó a investigar en este ascético escritor? —JJM: Fue por casualidad. Le propuse a mi admirado profesor José Antonio Pascual, que ahora es académico de la RAE, que me dirigiera la tesis doctoral, que yo quería que fuese la edición crítica de la Diana de Jorge de Montemayor. Aceptó. Pero a las dos semanas me dijo que no podía ser porque en la Universidad de Sevilla ya estaban trabajando en ello. Me recomendó, entonces, que entrara en un grupo de investigación, dirigido por la profesora María Jesús Mancho, que consistía en la edición y estudio lingüístico de los seis Abecedarios espirituales de Francisco de Osuna. Demostramos que el escritor y teólogo sevillano fue el primero en sistematizar en castellano el lenguaje místico, y que su prosa, su léxico, sus metáforas y su simbolismo influyeron en escritores posteriores como San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús. De hecho, la escritora abulense recuerda en su libro Vida que el Tercer Abecedario Espiritual de Osuna fue el que le marcó el camino para vivir el Recogimiento y, posteriormente, perfeccionarse en las tres vías místicas. —ECP: Tu Diario lo abre una cita de Azorín extraída de ‘Un poeta’, artículo publicado en El Progreso el 5 de marzo de 1898. Dice así: «Tienen alma las cosas, y los grandes artistas saben verla y trasladarla a sus versos o a su prosa». ¿Cómo definirías tú esa alma? —JJM: Como he comentado antes, es el panteísmo del que hablaba Baudelaire, es la esencialidad del paisaje que sabía interpretar Antonio Machado, es el simbolismo literario que magistralmente supieron ver y trasladar a sus obras Azorín y Miró. Lo que hizo Azorín no se había hecho nunca antes en literatura, y Miró, alicantino también, lo siguió. Azorín dijo de él que alcanzó la perfección en esta técnica de detener el tiempo, de hacerlo eterno y de permitir al lector saborear, por un momento, el alma de ese instante. Prosa poética, la misma que hallamos en un Juan Ramón Jiménez o en un Ignacio Aldecoa, por citar algunos. —ECP: Por tu prosa, y también porque lo has demostrado con la escritura de dos poemarios, eres poeta. ¿Qué es para ti la poesía? —JJM: Es el género mayor, el género literario por excelencia. Un gran poeta es un ser tocado por la divinidad, es como un sumo sacerdote del idioma, que es capaz de descubrirte un mundo oculto a los ojos de la gran mayoría. Todos los géneros deben rendirle pleitesía, deben arrodillarse ante la poesía, aprender de ella, alimentarse de ella. Los escritores que no pueden alcanzar este estado de gracia literaria no deben olvidarse de ella. Cervantes escribió fragmentos en prosa del Quijote en endecasílabos para lograr el ritmo literario que quería, e, incluso, aprovechaba la ocasión para, directamente, incluir sonetos u otras composiciones en sus libros narrativos. Umbral y otros escritores hicieron lo mismo. La prosa y el teatro deben nutrirse de la poesía, deben madurar gracias a ella. Mis poemarios no quieren ser publicados porque sienten que aún no es el momento. Y, como sus versos no envejecen, de momento no tienen prisa. —ECP: ¿Cuánto de inédito hay en el disco duro de tu ordenador? —JJM: Mucho. Cientos de páginas literarias y no literarias. En el disco duro y en libretas. Quisiera releer todo lo que tengo escrito desde hace años para corregirlo, rehacerlo o, simplemente, borrarlo. Mi próximo proyecto de publicación, que quizás se haga realidad este mismo año, es una investigación ya registrada en la Propiedad Intelectual sobre el Lazarillo de Tormes: género literario y autor. Dará mucho que hablar. Entrevista realizada por ANTONIO MARÍN ALBALATE Vivir de alquiler Markel Hernández Pérez (Arrigorriaga, 1997) es graduado en Filología Hispánica por la Universidad de Salamanca y máster de Estudios Literarios y Teatrales por la Universidad de Granada. Ha colaborado con diversos grupos de teatro en Bilbao, Salamanca y Granada, y en las tres ciudades ha podido estrenar varios de sus textos dramáticos de pequeño formato: La noche de los sueños imposibles, Las voces pervertidas y Como si fuera una obra de teatro. También destaca en su microteatro la pieza Tabú: las cosas que nunca dijimos. En 2020 su obra Vivir de alquiler ganó el LV Premio Kutxa Ciudad de San Sebastián en su modalidad de teatro en castellano, que acaba de ver la luz en la editorial Algaida. —EL COLOQUIO DE LOS PERROS: Naciste el año en que a Dario Fo le concedieron el Premio Nobel de Literatura. Bonito año, por tanto. Markel, ¿qué ha supuesto para ti recibir este galardón Ciudad de San Sebastián? —MARKEL HERNÁNDEZ PÉREZ: Siempre me ha gustado esa coincidencia, aunque lo cierto es que no me interesa tanto el Fo dramaturgo (con siempre Franca Rame detrás) como el Fo actor, con toda la recuperación de la tradición de la comedia del arte que llevó a cabo. Recomiendo mucho su Manual mínimo del actor. El premio me ha ayudado a (paradójicamente) ayudar a pagar los gastos del alquiler. Fuera de eso, me ha permitido comprar todos los libros que quiera sin tener que cuidar su precio y, a la hora de crear, ha supuesto la satisfacción tan buscada durante largo tiempo, esa palmadita en la espalada que me dijera «sigue así, vas bien, no desistas». —ECP: Vivir de alquiler transcurre dentro de una casa. Una casa que, como leemos en “Nota sobre el espacio”, puede no serlo. El periodista Adri Fauro dice que «Vivir de alquiler es la historia de un silencio». ¿Qué papel juega el silencio en esta pieza? —MHP: Confieso que no valoré tanto el peso de este elemento hasta que otros leyeron la obra y lo señalaron como central; para mí sencillamente era una pieza más. El silencio es el motor de arranque. Es una criatura bicéfala: por un lado, está el silencio relacional entre los personajes; por otro, el silencio físico en la casa. Si se materializara, está claro que sería una bestia creciente, de escena a escena va naciendo desde los intersticios y termina por devorarlo todo a su paso. Hay que tener mucho cuidado con el silencio. —ECP: Esta historia de perdedores es un fiel reflejo del drama de los desahucios. Los bancos, amparados en las leyes de un sistema de capitalismo salvaje, se adueñan de quienes hipotecaron su vida y su casa tratando de seguir adelante en una sociedad cada vez más deshumanizada e insolidaria. ¿Qué habría que cambiar para que historias como la que cuentas dejaran de ser una realidad tan dramática? —MHP: No pienso que mi obra sea una historia de perdedores o, desde luego, no es eso lo que pretendía. ¿Por qué intentar sobrevivir al sistema actual es ya una batalla perdida? Hay muchas victorias en la vida cotidiana que ni el capitalismo puede arrebatar. La realidad de los desahucios es (y no hay otra palabra) una mierda. Incluso en la crisis de la pandemia se han llevado desahucios por todo el país, sin piedad pero con mascarilla. ¿Quién teme al coronavirus si tienes a la policía en la puerta de tu casa para sacarte de ella? La rueda ha seguido girando hasta que Podemos no exigió el cese de los desahucios hasta el fin del estado de alarma. Lo único que se podría hacer es que salga adelante de una vez la Ley de Vivienda. —ECP: ¿Cómo nace Vivir de alquiler en tu imaginación dramatúrgica? ¿Cómo la concibes teatralmente? —MHP: Empecé a escribir la obra cuando el casero de hace un año nos comunicó a los del piso que tendríamos que abandonarlo el próximo curso porque lo convertiría en un apartamento turístico. Esa imposibilidad de habitar el lugar estalló en mí. Mi cabeza conectó este hilo con otro, uno más antiguo: la relación de dos personas de mi familia. La dramaturgia empezó a encajar. Entré en una rutina de escritura a la que desgraciadamente no he vuelto. Me levantaba pronto por las mañanas y escribía durante horas, comenzaba líneas que después no me convencían, me quedaba en blanco y, aun así, seguía. Entonces, otros acontecimientos históricos reclamaron mi atención: la exhumación de Franco y el Procés. ¿Podría encajarlo en la obra? Probé. Clack. Como un guante. Hablar de la historia de los lugares te lleva a hablar de la vida de las personas que los habitan y eso te lleva a hablar de la historia, es inevitable. Si algo sabía con certeza, es que quería escribirlo más allá de la convención de que la literatura dramática tenga que materializarse en el teatro. ¿Y qué si jamás se representaba? Tenía que buscar la fórmula para que pudiera funcionar en el formato libro o que se leyera (casi) como una novela. Su teatralidad responde a mi idea de teatro: sin ningún aparataje operístico, posmodernismo teatral (¿qué es eso de seguir produciendo obras que podrían no exceder a la mitad del siglo XX?), retiré las acotaciones tan molestas, las didascalias servirían para la visualización, mezclar lenguajes y distintos niveles de ficción, estructuras dramáticas diversas... —ECP: Los doce capítulos de esta obra están precedidos por citas de poetas. En el primero hallamos a Ada Salas y en el último a Antonio Gamoneda. Y ambos escribiendo acerca del silencio. Salas dice: No creía posible este silencio. / No hay nada aquí. / Una extensión abierta donde todo / podría consumarse. Y Gamoneda afirma: Ahora / se abre ante mí un silencio que se excede; es ciertamente / un silencio excesivo; es perfecto en su especie. Toda una poética para darle más solidez, si cabe, al argumento de esta obra. ¿Te obsesiona el silencio?
—MHP: Quería crear un vestíbulo a cada escena, encontrar los versos o frases que pudieran condensar su esencia. Creo que la que más resume el argumento de la obra no son los relacionadas con el silencio, sino la inicial de Sergio Blanco (¿Por qué estamos acá? / Por eso mismo. Porque nada es cierto. / Porque todo es mentira. Porque nada es verdad.), que reitera la teatralidad de la ficción. El silencio me obsesiona, sí, quizá más en aquel momento de creación que ahora, cuando ya he aprendido que hay silencios con los que estamos obligados a convivir. Nada puede hacerse. —ECP: Te mueves entre la narrativa, la dramaturgia y la poesía. ¿Tienes preferencia por alguna en concreto o las tres te llenan por igual? ¿Eres un escritor “todoterreno”? —MHP: Ese todoterreno tendría un par de ruedas pinchadas. Siempre he combinado la prosa y la poesía, según lo que me interese escribir en un instante, pero en ninguna he llegado a trascender. Encontré en el molde dramático una cantera de posibilidades literarias y realmente me sorprendió tener éxito ahí. Desde la concesión del premio, he centrado casi toda mi creatividad (y mis lecturas) en el teatro y he dejado un poco de lado las otras. —ECP: ¿Qué autores teatrales en español o en otras lenguas han sido tus maestros? —MHP: No llamaría maestro a nadie, he aprendido más de lo que no me gusta que de lo que me gusta. En cualquier caso, por decir algunos: el teatro de Lorca (o sea, el bueno: El público, Así que pasen cinco años, Comedia sin título), Gracia Morales, Jaime Chabaud, la primera Liddell y el primer Mayorga, Pablo Remón, Lola Blasco; y en dirección teatral: Miguel del Arco, Ramón Barea o Ricardo Iniesta. Más allá de nuestra lengua: Bernard-Marie Koltès, Shakespeare, Artaud, Sarah Kane, Dorota Masłowska, Brook, Eurípides, Wajdi Mouawad, Beckett o Ionesco. —ECP: ¿Has vivido de cerca algún desahucio o has estado evitándolo en primera línea de protesta? —MHP: No. —ECP: Paralelamente al desahucio de esta familia acontece el de la momia de Franco y sus nostálgicos manifestándose en ese monumento al horror llamado el Valle de los Caídos. En el capítulo ‘Los restos’ el personaje de Sergio dice: «España no lo sé, pero Franco al menos sí está muerto». Y Juani le recuerda: «No, hijo. Franco está más vivo que nunca». ¿Cómo se entiende, si es que puede hacerse, que gente joven como tú —no es tu caso, afortunadamente— apoye el golpe militar que diera en su día un dictador asesino que todavía sigue teniendo una fundación que lleva su nombre? —MHP: Me decepciona profundamente lo fuerte que ha arraigado la ideología facha en la gente joven. Me da miedo. Pienso en la cantidad abrumadora de jóvenes que se dejan llevar por el odio, los valores tradicionales, la xenofobia, la supremacía económica, todo eso sin cuestionamiento crítico. Pienso en la superestrella del fascismo, Isabel Peralta. Hoy en día existe una infinita facilidad para estar informados, donde nosotros escogemos qué nos interesa saber y qué ignoramos, pero esto no es una cuestión de ignorancia. Hay fachas intelectuales y son precisamente ellos quienes han conseguido institucionalizar su discurso. —ECP: ¿En qué proyectos teatrales andas metido ahora? —MHP: Estoy pendiente de que me confirmen la fecha para poder estrenar Vivir de alquiler, a pesar de que es complicado organizar una actividad cultural en un futuro próximo con el riesgo de que pueda cancelarse por la pandemia. Nada me gustaría más que verla sobre un escenario, pero en estos tiempos es difícil. Si no eres nadie (como yo), los gestores culturales arriesgan lo mínimo. Por lo demás, estoy terminando de escribir otro proyecto con el que llevo trabajando desde verano, creo que merece la pena, y si no, al menos me ha divertido. A este le espera lo de siempre: el insidioso ciclo de presentar la obra a un concurso, esperar el resultado, fracasar, repetir el proceso. Entrevista realizada por ANTONIO MARÍN ALBALATE “De lo terrible” Ana Martínez Castillo (Albacete, 1978) es profesora de Lengua Castellana y Literatura, oficio que compagina con su faceta de narradora, poeta, crítica literaria, colaboradora de diversas revistas digitales y coordinadora de la editorial InLimbo. En narrativa destacan Hadas que muerden (Palabras de agua, 2013) y el álbum ilustrado Cómo cocinar princesas (NubeOcho, 2017), que sería traducido al inglés, italiano y coreano, así como la colección de relatos Reliquias (Eolas, 2019). Ha aparecido antologías poéticas como El llano en llamas (Fractal, 2011) o El peligro y el sueño. La Escuela poética de Albacete (Celya, 2016). Ha publicado los poemarios Bajo la sombra del árbol en llamas (La Isla de Siltolá, 2016); La danza de la vieja (La Isla de Siltolá, 2017); Me vestirán con cenizas (Versátiles, 2019) y, recientemente, De lo terrible (Chamán, 2020), motivo de nuestra entrevista, un libro del que, en su contraportada, leemos que esta autora «regresa a una poesía de corte visionario que hace de la metáfora dios verdadero. [...] En los versos que componen De lo terrible, la autora reafirma sus convicciones estéticas, el descenso a la parte trágica de la vida, la certeza de la muerte y lo sublime como refugio». Dejándonos llevar por cómo está dispuesto el índice (arranca con el poema titulado ‘Cuarenta’ hasta llegar al ‘Uno’), podríamos decir que este libro está concebido como una escalera de palabras para bajar hasta donde «se acaba todo», un descenso en el que, peldaño a peldaño, partimos de “La gran música”, primera parte, hasta llegar a “Átropos”, la segunda y última. Ya la gótica imagen de la cubierta, un cuervo posado sobre el pecho de una mujer hermosa en su muerte, anuncia la oscura belleza De lo terrible que se reafirma con la cita de Rilke: «Porque lo bello no es nada / más que el comienzo de lo terrible...». Así Ana, con lo terrible por bandera, nos lleva a “La gran música” «aquí, aquí y ahora», «como si estuviéramos huérfanos y hambrientos, como si tuviéramos muchos sitios a los que huir y no pasara nada», para ser al fin «el perro, la arena, el surco o el abismo, la belleza terrible que nos derrumba», «y después ser viejos ya, y angulosos, condescendientes ancianos hechos de cáñamo, encogidos, sibilantes ancianos que atesoran las cenizas que sobraron», y también, «para estar al margen de los idiotas y los bárbaros». Bajando del peldaño ‘Veintiuno’, llegamos a “Átropos” donde la atormentada y melancólica Pizarnik nos habla de «un espejo de cenizas» para que Ana nos sitúe, contemplándolo no sin temblor, ante «el padre enfermo que muere loco, abiertos los ojos en mitad del grito, mandíbula negra hasta la raíz del hueso, hasta la raíz misma del hueso», hasta la raíz del grito que muere a manos de la luz, «hasta que se hizo paz y luz el hueco entre las tumbas» dentro de esa «añoranza de la nieve que no se conoce, o del mar, o de la bruma perfecta sobre las cumbres» y todo «para ver de cerca la cóncava oscuridad de las tinajas». Todo para que, desde la certitud del verso hecho carne, sintamos el ruido de la escritura de Ana con su bellísimo y preciso ruego: «Cuando muera, dile a mi hija que tuve una vez cabeza de insecto, que fui toda alas, que tuve en las manos la posibilidad del trino, que me deshice como la luz al mediodía, pero que lo intenté, intenté la trascendencia cada hora. Dile que quise ser racimo y fruta, vivir única y libre, insecto añejo en la madera, que quise ser carcoma, respirar en agujeros, hacer de la verdad algo ficticio, de la ficción semilla. Dile a mi hija, cuando muera, que pasé mucho tiempo desenterrando mi voz, construyendo diminutos peces de voz, imposibles ramilletes de voz, pero dile --a mi hija dile— que en la vida, lo único de verdad que hice fue quererla, sobre todo quererla». Para saber un poco más de este libro y otros asuntos nos citamos con Ana Martínez Castillo, agradeciéndole de antemano su buena disposición. —EL COLOQUIO DE LOS PERROS: Ya a los dieciocho años, en 1996, fuiste galardonada con el premio de relatos Los nuevos de Alfaguara. ¿Qué supuso para ti este reconocimiento? —ANA MARTÍNEZ CASTILLO: Sí, por aquellos años yo comenzaba a escribir y me presenté al concurso Los nuevos de Alfaguara, que consistía en la selección de diez relatos (en aquella convocatoria fueron siete) para figurar en un volumen de la serie roja juvenil. Era Alfaguara y parecía una gesta imposible, por mucho que el concurso fuera dirigido a jóvenes. Pero me seleccionaron y apareció mi cuento (que era de ciencia ficción muy influido por Ray Bradbury) en aquel volumen, y fui a Madrid a la entrega del premio, a un acto en la Biblioteca Nacional, donde pude conocer al jurado, grandes personalidades de la literatura entre los que estaba Andreu Martín, uno de mis referentes. Anduve hiperventilando varios días. Aquella experiencia supuso una confirmación: sí, escribía bien. Y sí, podía una salir a la luz, ser leída, publicada, todo merecía la pena. Sin embargo, a los dieciocho años una todavía está verde y quedaba mucho camino que recorrer. Y en eso estoy aún, recorriéndolo. —ECP: En tu página web leemos: «Mi obra se reparte entre cuatro pasiones: literatura infantil y juvenil, poesía, narración de relatos de género y crítica literaria». Si tuvieras que escoger una, ¿cuál sería? —AMC: La poesía. Seguida de cerca por la narración de relatos. A lo largo de los años he hecho de todo, he escrito reseñas, pequeños ensayos, literatura infantil, incluso un guion para un videojuego. Pero esas otras facetas se van quedando atrás porque, básicamente, ya no me da la vida para tanto. De modo que me centro en lo que siempre estuvo ahí: la narrativa de género y la poesía. —ECP: Tu primera entrega poética, Bajo la sombra del árbol en llamas, fue un incendiario título de inequívoca marca surrealista. ¿De qué manera influyó en tu escritura esta corriente? —AMC: Cuando comencé a leer poesía y, después, a escribirla, mis referentes eran Sobre los ángeles de Rafael Alberti, La destrucción o el amor de Aleixandre y El sueño oscuro de Blanca Andreu. El lenguaje de corte surrealista me abofeteó con fuerza, quedé totalmente alucinada por toda esa potencia, con las posibilidades que se abren en un verso de imágenes intrépidas, esas metáforas y asociaciones libres que enturbian el mensaje. Supe que eso era también yo, no podía concebir la poesía de otra manera. —ECP: El siguiente poemario, La danza de la vieja, nos recuerda por su título, a los Poemas de la vieja de Leopoldo María Panero. ¿Cuánto de este poeta palpita en tu lírica? —AMC: Hay mucho de Panero en mi obra. Cuando lo descubrí, lo leí enfebrecida. Tenía que quedar su impronta sí o sí en cada uno de los poemas que escribiera. Porque Panero era salvaje, era auténtico y poseía unas imágenes tan brutales que una no podía más que leerlo y caer muerta al suelo, entre estertores. Leer a Panero es como dar pequeños sorbos de veneno, como dejarse aniquilar por una droga dura. El único pensamiento puro que te viene tras uno de sus versos es “pero qué grandísimo hijo de puta”. Así que en mi lírica palpita él, totalmente. —ECP: Siguiendo el orden de publicaciones, llegamos a Me vestirán con cenizas, donde está presente Alejandra Pizarnik. Recordemos el poema ‘Sombras de los días por venir’, de donde viene el título de tu libro: «Mañana / me vestirán con cenizas al alba, / me llenarán la boca de flores. / Aprenderé a dormir / en la memoria de un muro, / en la respiración de un animal que sueña». Sombra eterna de sombría Alejandra cuando, insistiendo en la certeza de la ceniza, afirmara: «Afuera hay sol / yo me visto de cenizas». Y tú citándola al inicio de la segunda parte de este libro, «en la noche / un espejo para la pequeña muerta / un espejo de cenizas», para que ahora yo alce mi copa por todas las exiliadas de la vida que voluntariamente pasaron a ser ceniza o, por decirlo con versos tuyos, a «morir como mueren las niñas, con dulces venas sucias». Yo, como una manera de salir de este pizarnikiano laberinto, te pregunto si crees que hay belleza en el suicidio. —AMC: La hay, la hay. Literaria y estéticamente hablando, hay belleza en toda caída, en toda degeneración, en toda muerte. Pizarnik y sus cenizas han de ser a la fuerza bellas, elevan la desgracia a la categoría de arte. Nos adentramos en las regiones del tormento existencial y ahí hay que entrar con los ojos abiertos, como Alicia en el país de lo ya visto porque no se ha de salir indemne. Encuentro hermosura en lo que se aparta, en lo que se envenena, en lo que habita marginal aislado de la luz. Me parece preciosísima la ruina y el derrumbe. Y Pizarnik, que murió a manos de la poesía, se me antoja una de las damas más terribles. —ECP: En “La gran música”, primera parte de De lo terrible, se entra con una cita de Luis Miguel Rabanal (¡Que llueva siempre, poeta!) que dice: «Sobre tu mano la mano onerosa / del que regresa para escribir su farsa». Acertados versos para que tú nos sitúes en el «aquí y ahora» donde «están el cielo y la mano y la turbia oquedad de la boca». ¿Cómo de oscura y pesada, o no, es la mano que así escribe? —AMC: La mano que vive es diáfana y clara, pero la mano que escribe es oscura. Tiene una su colección privada de turbiedades, caídas y derrumbes y una especial predilección por lo que se malogra. A veces da la sensación de que en este mundo de felicidad impuesta tiene una la obligación moral de compensar. Allá donde haya frases positivas y rosas pondré yo un hermoso cuerpo muerto; allá donde se imponga lo fácil y literal, colocaré yo un verso audaz. Conspiro contra todo lo que es bueno y puro y luminoso. Y aspiro al contagio. —ECP: En el poema que abre este libro ya aparece Átropos, «la madeja y la anciana», para que intuyamos «el bosque y la vejez». Al menos, así lo veo yo. La vejez que nos lleva, sin remedio, a la muerte que, según aseguras en el poema treinta y nueve, nos hace más hermosos. La belleza de la muerte a la que siempre aludiría Panero. De Geras a Tánatos hay toda una literatura. Al margen de ella, ¿cómo ves tú, todavía joven, el proceso de la decrepitud? —AMC: Como algo inevitable y horrendo. Una muestra más de que la existencia humana es abyecta. Porque, como escribí en un verso de Me vestirán con cenizas: «lo que fuiste da igual, ya nadie lo recuerda». Quedará en la retina de todo el mundo tu parte anciana, demente, trascenderá el goteo, la orina y la baba. El olor a pañal sucio. Serás, al final, un ser molesto. Átropos corta el hilo cuando ella considera, así que hemos de aprovechar mientras aún podemos. —ECP: ¿Qué te llevó a escribir De lo terrible? —AMC: Lo escribí durante una época de especial tortura existencial. Andaba yo cayendo en pozos oscuros, muy poco hermosamente. Lo escribí como un refugio, como una reacción contra la tragedia, como una reafirmación frente a los idiotas y los bárbaros, que son muchos y muy variados. Fue también un momento de decir “aquí estoy yo y aquí está mi estética”, y la estética, como siempre, supuso un nido cálido donde quedarse y sobrevivir. —ECP: ¿De qué autores eres deudora?
—AMC: De los ya mencionados Alberti surrealista, Vicente Aleixandre, Blanca Andreu, Leopoldo María Panero, Alejandra Pizarnik. Y también de Sylvia Plath, Luis Miguel Rabanal, Antonio Gamoneda, Olga Orozco... Por supuesto, de Ray Bradbury, Bram Stoker, Edgar Allan Poe, Richard Matheson que, aunque son narradores y son de género (para más inri), hay en ellos mucho de poesía. Al final, la poesía es un todo y las influencias son dispares. Todo lo que se lee deja impronta y configura un imaginario sólido, un mundo construido que llena de baba todo lo que toca. —ECP: ¿Nos salva de algo la escritura? —AMC: Nos salva y nos destruye, de igual manera que la luz no se concibe sin la sombra. Al final la escritura es un choque de trenes. —ECP: Pienso en las Hadas que muerden y en Cómo cocinar princesas —cuánta belleza convulsa sus títulos— y me acuerdo de Javier Krahe y su crucifijo al horno. Y, detenido en la página 95 de tu libro terrible, pienso en las pescaderías como tristes tanatorios, para llorar en silencio «la muerte escurridiza de los peces». Pienso en tu escritura como una navaja abierta por el topónimo Albacete, leo su brillo y su vuelo, y acudo al principio de tu poema último, «y así se acaba todo», no sin antes preguntarte por tus proyectos más inmediatos. —AMC: Ahora estoy centrada en mi próxima aniquilación, esa locura que es haber creado InLimbo Ediciones, una editorial tradicional enfocada a publicar poesía de ruptura y narrativa inquietante. Estoy muy empeñada en dedicar mi vida a difundir el mundo de la revolución y de las sombras y en conformar una plataforma para ello. De modo que sigo escribiendo, pero todas mis energías van dedicadas ahí, a InLimbo y todo lo que hay detrás, ese conspirar contra la realidad, asesinarla y enterrarla en el patio. Entrevista realizada por ANTONIO MARÍN ALBALATE «Me llamo Rafa Cervera, nací en Valencia en 1963. Soy periodista, guionista y escritor. Debuté en 1982 haciendo un fanzine llamado Estricnina donde publiqué mis primeras entrevistas: Alaska, Almodóvar, Derribos Arias, Glutamato Yeyé, Ana Curra... He colaborado en muchas publicaciones pero quizá, a nivel de revista especializada, la cabecera con la que más se me identifica es con la de Ruta 66. Desde 1993 escribo para El País en varias de sus secciones y suplementos. Actualmente colaboro habitualmente en GQ y Valencia Plaza. Formé parte del equipo del programa Grafitti en Canal 9 y ahora dirijo Col·lecció de vinils para la radio de À Punt Mèdia. Desde hace algunos años intervengo como profesor en másters y cursos sobre música, moda y periodismo. He escrito varios libros sobre música; Alaska y otras historias de la movida (Plaza & Janés, 2002) es mi favorito. En 2017 se publicó mi primera novela, Lejos de todo (Jekyll & Jill). Ahora mismo estoy perfilando el borrador de la que vendrá después». Así se presentaba Rafa Cervera a finales de 2018 en la web Revista Beat Valencia que dirige Víctor López Heras para una entrevista de éste al escritor que nos ocupa. Es de justicia añadir que la palabra impresa de Cervera también ha brillado con luz propia en medios como Fotogramas, Vogue, Rolling Stone o Diario 16. En la actualidad escribe en varias secciones de El País, y en revistas especializadas como Cuadernos Efe Eme. En 2018 recibiría el Premio de la Crítica Literaria Valenciana por su novela Lejos de todo. Han pasado dos años y aquel borrador que Rafa perfilaba es ahora esta necesaria y estupenda novela titulada Porque ya no queda tiempo que, al igual que la anterior, ha visto la luz en la zaragozana Editorial Jekyll & Jill. Un libro con un latido poético que me recuerda al mejor Francisco Umbral, un libro donde su autor pone toda la carne en el fuego para descubrirnos secretos, recuerdos de una vida mo-vida, por la música o el sexo (algo que viene a ser lo mismo) y además haciéndolo con elegancia. Porque ya no queda tiempo y todo se mueve demasiado, recomiendo encarecidamente su lectura. —EL COLOQUIO DE LOS PERROS: En la contraportada de Porque ya no queda tiempo se lee: «Es una novela sobre su propio autor, un álbum de fotos que cuenta diferentes historias que a su vez van construyendo la narración principal. ¿Rafa, de donde nacen esas historias? —RAFA CERVERA: Todo está basado en hechos reales, pero está contado para escribir una novela. Los episodios y los personajes escogidos están ahí en función a la historia que quería contar, pero también lo están en función a cómo quería contarla. He usado la realidad para crear una ficción, y no es que esto sea ninguna novedad, en todo caso, la única novedad posible al respecto es el estilo que se aplica a una tarea semejante. La gente dio por sentado que Lejos de todo era autoficción. Esta es mi autoficción. Sé que hay quienes recelan de este tipo de historias que giran en torno al autor. Mi formación como escritor proviene esencialmente de la práctica del periodismo, de la objetividad, de contar historias ajenas. Ahora quiero contarme a mí mismo y a la vez conseguir que quien me lea pueda identificarse con lo que escribo. —ECP: «Los recuerdos suelen / contarte mentiras», canta Serrat. «Los recuerdos están hechos del mismo material que las mentiras», escribes tú. ¿Cuánto de mentira hay en Porque ya no queda tiempo? —RC: Te prometo que desconocía ese verso de Serrat, así que me enorgullece mucho ver que he sido capaz de escribir algo que coincida, aunque sea en cinco palabras, con uno de los autores más admirables de la música española. Mediterráneo es otro de los discos que escuchaba una y otra vez en el coche de mi padre cuando era un crío. Me lo sabía de memoria. Pero contestando a tu pregunta, todo lo que hay en esta novela es verdad y, a la vez, mentira. Porque, como bien dice Serrat, cuando uno recuerda se miente a sí mismo y, por consiguiente, a los demás. Recordar es mentir con mentiras piadosas. Los recuerdos siempre son una versión de lo que realmente vivimos o experimentamos. Las únicas verdades posibles sobre los recuerdos están en las fotos o las películas. Todo lo demás está manipulado por nuestra mente. Exacerbamos lo bueno y lo malo, vamos manipulando los hechos hasta adaptarlos a la versión que necesitamos tener de aquello que fue. El amor, la infancia, lo que sea. Yo me he valido de las fotos y de material acumulado en mi trayectoria como periodista para poder escribir algunos de estos capítulos. Las fotos, los recuerdos físicos, las casetes con conversaciones. Todo eso me daba pie para enfrentarme con el pasado desde la realidad. A partir de ahí, la fantasía y la escritura hacen su trabajo. —ECP: En la deliciosa foto de la portada apareces sujeto por tu madre y la tía Feli, niño con tierno aire de punk otorgado por las gafas oscuras que cabalgan tu diminuta nariz, como una premonición de lo que vendría luego. A propósito de la imagen dices, y hago mías tus palabras: «Cuanto más viejo me hago, más creo en la extravagancia como estrategia de supervivencia». La estética de lo extravagante versus el gris apagado de lo corriente. ¿Cómo de friki te consideras? ¿Nivel mínimo, máximo o intermedio? —RC: Más que friki, que es un término que nunca he terminado de aceptar tal y como se suele aplicar en España (porque iguala a Dalí o a Warhol con Leonardo Dantés) y que apenas guarda relación con el freak de Todd Browning o el freak of the week de Funkadelic, prefiero verme a mí mismo como estrambótico. Es una palabra que usaba mucho mi madre y creo que me hace más justicia. En apariencia, soy un tipo de lo más corriente. Soy educado, sonrío con facilidad, intento ser un buen vecino. Pero más allá de las leyes de convivencia, que creo que hay que cumplir para que este mundo sea mínimamente habitable, soy un tipo extravagante y estrambótico, me gustaría pensar que también sicalíptico. Porque ya no queda tiempo levanta acta al respecto. Hace mucho que dejó de importarme la normalidad. Es una quimera. Un constructo social que sólo sirve para crear inconvenientes. Ser normal, ¿con respecto a qué? Uno de los grandes hallazgos de mi vida fue aceptar que soy como soy desde pequeño, e intentar encajar en lo que otros han decidido que he de ser no es algo que me plantee, al contrario. Soy un periodista musical al que le aburre cada vez más leer y escribir sobre música. Soy un aficionado a la música al que no le gusta nada la experiencia colectiva de los conciertos. Políticamente me sitúo a la izquierda, pero la política me interesa en lo esencial. Soy un solitario convencido que cree que la vida, sobre todo a partir de la madurez, es insoportable sin amor. Soy un homosexual tardío que estaría incompleto sin su etapa heterosexual. Soy un escritor que siempre contará con la condescendencia de un sector de la literatura y su crítica porque en sus libros saca a Lou Reed y David Bowie. Y la única manera que tengo de canalizar, destilar y metabolizar todo eso es escribiendo. —ECP: En Porque ya no queda tiempo hay todo un callejero musical que va desde Lou Reed a la mitificada Movida madrileña, pero pasando primero por Barcelona porque, como bien dices, «todo lo que importa ocurre en Barcelona». Barcelona, mediados de los 70 en adelante, su Rambla canalla, el rollo, la muerte del dictador, Ocaña, la liberación sexual, la Transición, las Jornadas Libertarias, Sisa, Pau Riba, la sala Zeleste, revistas de cómic como El Carajillo Vacilón. Barcelona, su multiculturalidad mediterránea... ¿Cuándo descubres por primera vez la magia de esa ciudad y qué te sedujo de ella? —RC: Barcelona era la ciudad de mis sueños cuando era adolescente. Antes de que existiera la movida, antes de que Madrid resultara atractiva, Barcelona ya estaba ahí. Las discográficas, las revistas, los cómics, los críticos que me interesaban. Anagrama sacaba ensayos de Warhol y libros de Bukowski, Star Books traducía a Burroughs, a Jim Morrison, a Alfred Jarry. Y sin embargo, y a pesar de que cultural y geográficamente Barcelona está muy cerca de Valencia, he tardado mucho en entablar una relación física con la ciudad, algo que comenzó hace unos diez años. Por una parte, lamento haber tardado tanto, pero soy especialista en hacer cosas que carecen de lógica. Por otra parte, haber descubierto Barcelona en esta etapa de mi vida es como haber sacado del armario un regalo que en su día no supe valorar y que ahora resulta que es una parte esencial de mi vida. Porque es una ciudad maravillosa, porque allí tengo a algunos de mis mejores amigos, y porque es un territorio a explorar que tiene lo mejor de Madrid y Valencia y a la vez sigue siendo un lugar con una personalidad enorme, deslumbrante. —ECP: «De joven yo no quería ser yo, quería ser Lou Reed» escribes. A lo largo de la narración podemos observar de qué manera te atrapó su música y toda la estética de la Velvet Underground con Andy Warhol, su mentor internacional, a la cabeza. Posteriormente, por tu profesión, llegarías a entrevistar a Lou. ¿Qué te fascinó más del que fuera animal del rock, polifacético artista y tantas cosas más? —RC: Lo primero que me llamó la atención fue su imagen. Las gafas negras y el pelo rubio muy corto. Un compañero de clase me grabó Berlin, la versión original sin censurar. La conexión fue inmediata. Todavía no sé explicar qué fue lo que vi en aquel disco tan desesperado, tan poco rockero, tan decadente, pero es evidente que, fuese lo que fuese, me atrapó y a partir de ahí mis catorce años comenzaron a tener sentido. Saber sobre Lou Reed se convirtió en el objetivo primordial. La información era escasa, pero cuanta más tenía, más ramificaciones surgían: Warhol, Nueva York, Patti Smith. Pero, además, estaban las letras, letras de las que apenas entendía algo, y en muchas ocasiones malinterpretaba a causa de la endiablada pronunciación neoyorquina de Reed. Me daba igual. Esas letras contenían información cifrada que era preciso descifrar. Cuando escucho las canciones de Velvet Underground y todo lo que grabó Reed en los setenta, me veo a mí mismo creciendo, aprendiendo, sufriendo, aceptando sin saberlo la inspiración para ser escritor. —ECP: Lou Reed, David Bowie... En un imaginario trébol de cuatro hojas, ¿cuáles serían para ti los dos que faltan? —RC: John Cale, Nico. Pero no puede faltar Warhol. ¿Y qué hacemos con Patti Smith? Más que hojas de un trébol imaginario, son plantas creciendo en el mismo pequeño jardín. —ECP: «Los cuadernos son el salvoconducto para combatir la desesperanza. Nada está completamente perdido mientras escribes un diario o tomas notas». Seguro que en ellos se halla el germen de futuras obras. ¿Tienes ya perfilado algún borrador de la siguiente? —RC: El borrador ya está escrito. A mano. Escribir a mano es fundamental para mí, y sin embargo es algo que apenas puedo aplicar a mi trabajo porque no resulta práctico. Con la ficción no es que pueda, es que es necesario. Aunque al final he de acabar tecleando en el ordenador, escribir a mano me ofrece una sensación de intimidad y libertad que la tecnología no puede darme. A mano escribes sin darle demasiadas vueltas a nada. No edito, no corrijo. Dejo que lo que quiero decir brote y que incluso me sorprenda a mí mismo. Es como un trance, hay una conexión sagrada entre el pensamiento y la expresión que, tal y como escribió Lou Reed, son conceptos que pueden estar separados por una vida entera. Yo sé lo que es eso y ahora también sé cómo revertir eso. Escribir a mano es maravilloso, es muy erótico, como todo lo que hoy en día hacemos de un modo no virtual. Es algo real. Así que en cuanto comenzó el confinamiento, mientras todavía me escuchaba a mí mismo decir que tardaría mucho en volver a escribir ficción, por el agotamiento que esto conlleva, abrí una libreta y comencé a escribir lo que quería que fuera la siguiente novela. Porque tenía la tranquilidad de haber hecho lo que quería con Porque ya no queda tiempo. Y la satisfacción de saber que al fin había conseguido canalizar y modular mi voz literaria me empujó a seguir escribiendo, y de paso, poder alejarme cada día durante unas horas de la incertidumbre que se cernía sobre todos nosotros. —ECP: A los trece años quedaste marcado por ‘I feel love’ para «atravesar el umbral» porque, según tus propias palabras, «no es solamente una canción. Es una experiencia. Es el agujero en el cielo por el que entra y sale el amor». Hay mucho lirismo en tu voz e imagino versos tuyos, o acaso letras de canciones, que alguna carpeta guarda. ¿Es así? —RC: En mis libretas los versos y letras de canciones son siempre de otros. Yo aporto aforismos y reflexiones que se me van ocurriendo. El lirismo del que hablas proviene de escuchar una y otra vez las canciones que me han marcado, ser sensible a versos de Patti Smith o Lou Reed, a acostumbrarme a la musicalidad. Todo eso lleva tanto tiempo macerándose en mi interior que acaba saliendo de la misma manera que salen el gas o el agua cuando se abre la espita de una tubería. Lo cual no quiere decir ni mucho menos que solamente por eso yo disfrute del nivel de excelencia de mis referentes. Creer que quizá algún día lo logre es una de las poleas invisibles que tira de mí para que escriba. —ECP: Al hilo de la pregunta anterior, entre los muchos nombres reales que viven en tu novela, aparece el de Pablo Sycet, ese imprescindible letrista, pintor, fotógrafo, responsable de muchas exitosas canciones de la movida. Me viene a la memoria, por ejemplo, ‘La soledad es un mar de lava’ que en Las canciones del limbo interpretó el irrepetible Germán Coppini. En una entrevista que le haces, a propósito de la poesía, Pablo, con muy buen criterio, hace una defensa de la letra de una canción en cuanto al alcance de ésta, algo que, salvo excepciones, nunca sucederá con un libro de poemas, por muy bueno que sea. Y concluía, un tanto socarronamente, que si la poesía es un arma cargada de futuro, como dijo Celaya, a veces el tiro salía por la culata. Y luego estaba la mención a su amigo Gil de Biedma, ese referente poético que tanto influyó en generaciones como la de los Novísimos, y sigue influyendo. No sé si tuviste la suerte de conocer a Jaime. En cualquier caso... ¿Llegaste también a «atravesar el umbral» leyéndole? —RC: Sospecho que al haber oído asiduamente música con una fuerte naturaleza literaria, hizo que mi interés por la poesía tardara en manifestarse. Más allá de lo evidente, de esos poemas de Miguel Hernández que mi padre nos leía cuando éramos pequeños o de intentar acercarme a Baudelaire o a Rimbaud, he tardado en leer poesía. Como decía antes, soy todo un experto en comportamientos que carecen de lógica. La importancia de la poesía literaria ha estado muy presente en mi vida por medio del personaje de Leivas, Esteban Leivas en la vida real. Él, que también tiene libretas llenas de versos y notas, ha sido siempre una brújula en ese aspecto. Valente, Hierro, Gil de Biedma, Peri Rossi, Vilariño, son poetas que conocí observando las estanterías de su casa y escuchándole hablar de ellos y de muchos otros escritores latinoamericanos y españoles. Cuando alguien habla de lirismo y poesía en lo que escribo me siento muy halagado y, a la vez, me siento una vez más como un extraño recorriendo una casa que no es la suya. —ECP: Este libro se terminó de imprimir el 3 de marzo de 2020, cumpleaños de Lou Reed —habría cumplido 78 años— y de la canaria Roberta Marrero, autora de libros como We can heroes (Una celebración de la cultura LGTBQ+) o El bebé verde (Infancia, transexualidad y héroes del pop). Roberta es una luchadora por los derechos de un colectivo que sigue sufriendo la brutalidad más perversa de los intolerantes de toda la vida. Por cierto, ¿que opinión te merece la histórica feminista Lidia Falcón, expulsada de IU por oponerse a la Ley Trans, que califica a estas personas como “seres extraños”? —RC: Lidia Flacón ha sido una mujer fundamental para este país. La primera vez que oí hablar de feminismo fue a ella, en la televisión, rodeada de señores, creo que en uno de los programas de José María Iñigo. Ha estado en la cárcel y ha sido torturada por el miserable de Billy El Niño. El otro día Edurne Portela hacía más o menos esta reflexión en Twitter. Dicho todo esto, no entiendo cómo alguien con su trayectoria puede terminar pensando así. Creo que, hoy en día, uno de los objetivos de la izquierda es preocuparse por los colectivos desfavorecidos y marginados, y olvidarse de dogmas que ya no tienen ningún sentido. Lo contrario favorece el discurso del odio, que es con el cual la ultraderecha alimenta a sus votantes. Que la ultraderecha acabe posicionándose en las redes con Falcón es, simple y llanamente, demencial. Los transexuales no son seres extraños, son ciudadanas y ciudadanos que han de enfrentarse a una serie de problemas que les impiden gozar de eso que llamamos una existencia normal. Cualquier acto de segregación juega en contra de sus derechos legítimos. —ECP: ¿Qué sería de tu escritura sin el rock & roll? —RC: No existiría. No habría escritura. Yo escribo no porque haya leído, escribo porque quería ser como las estrellas del rock que me iluminaban de joven. La diferencia es que ellos se metían en un cuartucho y ensayaban y componían y yo no, yo he tenido que descubrir que mi camino estaba en la escritura. La literatura me ha dado las claves y me ha enseñado a escribir, la energía y la pasión para hacer esto, pero la ambición literaria, más allá de los casos evidentes relacionados con la música, se sostiene en los libros y los autores que me han marcado. Ambas son muy importantes, pero soy consciente de que ambas son disciplinas muy diferentes y no quiero que al colocarlas en paralelo esté frivolizando la literatura. Cada tanto intento regresar a libros que en su día leí, convencido de que ahora quizá descubra en sus páginas cosas que en su día no supe apreciar simplemente porque era joven, que es algo que Pablo Sycet también dice en Porque ya no queda tiempo. Entonces me doy cuenta de que he sido un lector que se ha guiado siempre por el instinto, nunca por las modas o por las obligaciones académicas. En mis estanterías están Carver, Gifford, Highsmith, McEwan, Dickens, Fresán, Cortázar, Banville, Bradbury, Halfon, Martín Gaite, Tomeo, Umbral, Salter, Vila-Matas, Tizón, Tom Spanbauer, Anne Tyler, Eva Baltasar... También está Foster Wallace, pero por más libros suyos que he comprado y leído no he conseguido que me guste. Será cuestión de volver a intentarlo. —ECP: ¿De dónde viene tu pasión por los sintetizadores Moog? —RC: Viene de quedarme electrizado en el salón de casa siendo un niño, al escuchar la sintonía de Estudio abierto, el programa de entrevistas de José María Íñigo. Yo no sabía qué era eso, sólo sabía que me producía un cortocircuito en la cabeza. El tema ‘Psyche rock’ de Pierre Henry es una auténtica locura, una apoteosis musical acuchillada por los sonidos de un Moog. Es una combinación apoteósica. Esos pequeños dérèglements que te dejan marcado para siempre, que cuando suceden las primeras veces no sabes bien qué son o de dónde proceden, pero que te alteran de una manera tan rotunda que se convierten en una adicción. Hoy sigo escuchando el tema en mi iPhone cada tanto, para ilustrar momentos o sensaciones muy concretas. También recurro a ‘I feel love’, cómo no. —ECP: «Las fotografías son el músculo de la memoria. Sobreviven a la fragilidad de los recuerdos, sobreviven prácticamente a todo». ¿Cómo llevas el paso del tiempo? —RC: Mi relación con el tiempo se convierte en algo intelectual a partir de que leo, con catorce o quince años, lo que cuenta Stephen Koch en Andy Warhol Superstar sobre la película Empire. Filmar el Empire State desde una ventana durante horas me pareció un hallazgo poético brutal. Convertir en sujeto de una película al rascacielos más famoso del mundo —entonces lo era— y que la única acción sea el paso del tiempo. Creo que fue a partir de ahí que empecé a pensar en el tiempo como una posibilidad filosófica. Y supongo que eso me llevó a empezar a preocuparme por él y a intentar conocerlo. Leonora Carrington dijo que el tiempo le daba miedo porque no lo entendía. A mí me ocurre algo similar. A medida que me hago mayor, lo único que sé es que hay que tener cuidado con el tiempo, no hay que menospreciarlo. Creerse en posesión del tiempo es un error fatal, pero de eso nadie nos avisa nunca. —ECP: Háblanos de Ignatius. ¿Cómo te llevas con él?
—RC: No me di cuenta de que yo tenía algo de Ignatius hasta que un compañero de trabajo y amigo, que leyó La conjura de los necios a la vez que yo, cuando se publicó en España a mediados de los ochenta, empezó a llamarme Ignatius. Al principio me cabreaba, pero hace unos años volví a leer el libro y me di cuenta de que tenía razón. Mi visión de las cosas oscila entre el pesimismo de Woody Allen y la paranoia exacerbada de Ignatius Reilly. Pero Ignatius, por ridículo, es mucho más divertido. La parte Woody Allen se circunscribe más a cuando me duele algo y en menos de cinco minutos ya me he visto saliendo del médico sentenciado, haciendo testamento para ver quién se ocupa de mis cosas. La de Ignatius está más presente, cada vez más. Es la parte de mí que desconfía, que siempre piensa lo peor, que quiere disuadir al panoli que llevo dentro. Y es también el que me da la libertad de pensar cosas que en público no puedo decir porque sólo tienen sentido en mi cabeza, que es donde su naturaleza descabellada y absurda tiene sentido y me evita aparecer como un cretino ante los demás. En definitiva, Ignatius es la celebración de una sensación que a veces parece lucidez y otras, mera estupidez. Porque, chistes aparte, estoy con Harold Brodkey cuando escribió que cuando se posee un cierto grado de lucidez se hace muy difícil habitar este mundo. —ECP: Lejos de todo... Cerca de nada... Porque ya no queda tiempo, Rafa... Porque el poco que queda no lo aprovechamos... Porque la velocidad de la vida nos pone contra las cuerdas... Porque el combate está perdido desde el mismo instante de salir expulsados a este mundo... Y porque todo es inútil salvo la belleza de un momento eléctrico de eternidad en el cuerpo del amor... ¿Qué nos queda más allá del sexo y el rock & roll? —RC: Vivir. Leer. Escribir. Pensar. No dejarnos atrapar por la molicie que nosotros mismos vamos legitimando. Nos queda guardar el móvil en un cajón y salir a caminar sin él. Cuando hago eso, Ignatius y Woody Allen dicen que entonces me dará un ictus en la playa y moriré por no poder llamar al 112. Pero cuando hago eso, tengo libertad para ser yo, y cada vez que ejercito eso, soy el amo de un universo que me espera para ser creado. De todos modos, no subestimemos la importancia del sexo. Lydia Lunch dijo que el placer era la última subversión que nos quedaba y estoy con ella. El sexo es una transgresión constante. Incluso en esta era en la que puedes ver cualquier tipo de práctica sexual en tu móvil. Yo me refiero a practicar el sexo, a ejercitar la fantasía y el deseo. Por nuestra salud y porque, como decía uno de los personajes de Iris Murdoch en Amigos y amantes refiriéndose al acto sexual, a este hay que llamarlo sacrilegio, «se trata de una actividad humana de gran importancia». Entrevista realizada por ANTONIO MARÍN ALBALATE LA ENFERMEDAD DE LOS ESCRITORES DE RAZA Ignacio Borgoñós (Cartagena, 1975) es Licenciado en Filosofía y Letras por la UMU y Máster en Periodismo por la UPV. Pero, sobre todo, es un escritor de los de verdad; con esto quiero decir que no hay nada de impostado en su lenguaje y que, en su manera de disponer las palabras, se nota un camino ya recorrido. Un narrador vocacional que lleva haciéndolo, ininterrumpidamente, desde los 17 años. Es autor de Tríptico toledano (2003); Hotel Mandarache (Corbalán, 2005 / Malbec, 2016); Ánimos sombríos (Tres Fronteras, 2006); Recitando a Petrarca (Alfaqueque, 2009); La enfermedad de las niñas rubias (Alfaqueque, 2011) y Dóberman (La Montaña Mágica, 2018), motivo por el que emprendemos esta entrevista. Tuve conocimiento de Ignacio, Nacho para los amigos, en 2005, cuando recibió el Primer Premio del V Certamen Literario del Ayuntamiento de Benferri (Alicante), donde coincidimos. Desde entonces, en silencio, he seguido la huella de sus pasos, el rastro de su palabra que, pernoctando en un hotel de Cartagena, no sin cierto ánimo sombrío a veces, vuela libre con Petrarca, recitándolo, mientras busca el oro de todo un siglo de esplendor en la enfermedad de las niñas rubias, junto a un callado y vigilante dóberman. Creo en Borgoñós como un escritor enfermo de contagiosa belleza que, contaminándolo todo, muestra su indiscutible raza de literato. —EL COLOQUIO DE LOS PERROS: Empiezo felicitándote porque Hotel Mandarache, tu primera novela, sea llevada al teatro en 2019 por el grupo de actores ‘Los Modernistas de Cartagena de Levante’. ¿Cómo surgió la idea de llevarla a los escenarios? —IGNACIO BORGOÑÓS: Todo comenzó en una conversación con Paco Franco, cronista oficial de Cartagena, en Cabo de Palos, estando también presente José Antonio Martínez, de la Asociación Cultural Modernista Cartagena de Levante. Allí me indicaron la posibilidad de llevar Hotel Mandarache al teatro. José Antonio ya me había adelantado la disponibilidad de la asociación, de tal forma que teníamos la obra y los actores. Faltaba la adaptación, pero Paco Franco dio en el clavo proponiendo para ello a la doctora en Filología Hispánica Belén Piñana. Se hizo el pertinente casting, Belén hizo su adaptación y comenzaron los ensayos. La idea es estrenar a mediados de 2019 y, además, me ronda por la cabeza destinar los beneficios de la representación a la Asociación Española Contra el Cáncer, para contribuir modestamente a la causa. Todo esto incide en el concepto que tengo de la literatura como fiesta, como regalo, como algo positivo en cualquier caso, pese a que en ocasiones parta del dolor más profundo. Pero el hecho de compartir, de escribir para alguien, ya lo positiva todo. Lo he dicho en muchas ocasiones, la literatura me ha dado mucho más a mí que yo a ella. Mi secreto es que la primera vez que escribí algo en serio me presenté a un premio y lo gané, así que el idilio es grande y para siempre, al igual que el agradecimiento. Por lo tanto, voy a la literatura con deseo, con ánimo de hacer lo que me gusta. Llevar Hotel Mandarache al teatro incide en ello, en esa alegría de que se conozca lo que escribo, de que le valga al prójimo para algo, para reflexionar sobre una época, para desarrollar la faceta artística de algunos ciudadanos, para intentar una vez más hacer de esta novela un referente del Modernismo o para contribuir a una causa solidaria. En cualquier caso, como se puede ver, es motivo de alegría. —ECP: Acordándome del universal Rubén Darío, reflexiono acerca de la reivindicación de aquella gloriosa época de finales del XIX como una manera de combatir la estulticia del lamentable lenguaje actual, propiciado por los sms y whatsapp que, con su idioma de códigos y palabras a medio escribir, denigran el maravilloso idioma de Cervantes en detrimento, claro, de quienes usan así esas aplicaciones de la telefonía móvil, o sea, de los más jóvenes, es decir: del futuro. ¿Qué piensas tú de todo esto? —IB: ¡Ufff, menuda pregunta! De esas que si te salen de madrugada en una calle solitaria apretarías el paso. Me vienen a la cabeza multitud de asuntos con los que poder responder. Viene al caso el famoso artículo de Juan Goytisolo en El País titulado ‘Vamos a menos’, donde reflexionaba sobre el descrédito de la literatura actual. Yo lo veo así también. Antes, como en el XIX, por ejemplo, había otros valores, valores literarios también, que no ha llevado consigo la evolución, alcanzándose un estatus de progreso sin ellos, lo que resulta lamentable. Esto incide en los premios concedidos de antemano, en los pelotazos literarios con obras pésimas y, también, claro está, en el detrimento del lenguaje. La lengua de Cervantes alcanza niveles astronómicos de usuarios en la era de la comunicación y, en cambio, se ve más amenazada que nunca. Aquí la imposición del idioma inglés tiene mucho que ver. Nos lo quieren imponer. Y claro que es positivo aprender idiomas, pero sin perder la perspectiva. Si nosotros mismos no defendemos lo nuestro, pues acabaremos escribiendo novelas en inglés porque así lo dicta el mercado y su locura, como ahora hay grupos musicales españoles que utilizan el inglés para sus canciones. Es algo generacional. Y se pierde, claro está. Se pierde capacidad de correcta expresión, se pierde conocimiento de la lengua española y se pierde identidad. Así que estamos perdidos en la órbita gravitacional de la evolución sin cabeza ni sentido, aborregados ante lo que nos dicen que hagamos. Montamos en patinete eléctrico mientras que consultamos el móvil y el reloj de la manzanita a la que le falta un trozo nos toma las constantes vitales. Es ridículo. Al menos yo no pienso participar de eso, soy más de bicicleta, de llamar por teléfono y procuro poner los signos de interrogación al principio y al final. Es una invasión idiomática, una invasión que nos esclaviza. Insisto en el concepto de que el progreso no ha cogido los valores mejores y los ha llevado con él, sino que los ha despreciado porque no son cambiantes y no significan dinero. Ahora es todo cambiante, rápido. Y el lenguaje no es ajeno a ello, en la RAE no deben dar abasto. No quiero ser demasiado pesimista, pero esto no pinta bien. Habría que saber compaginar un correcto uso y aprendizaje de la lengua española con el mundo tecnológico. Espero que no sea demasiado tarde. Pero ya hay universitarios españoles que no saben escribir correctamente en su idioma. —ECP: ¿Dónde hallas la inspiración para tus historias? —IB: En lo que me rodea, en lo que tengo más a mano. Cuando digo esto me acuerdo de Hannibal Lecter y la solución que le proponía a la agente Starling para resolver los casos de asesinato en El silencio de los corderos, algo así como que el asesino codiciaba lo que tenía a su alrededor. Pues eso, el escritor, salvando las distancias, se fija en lo que tiene a su alrededor para contar sus historias. En cuestiones sencillas que encierran sentimientos universales. He escrito cuentos viendo una simple figura en un escaparate, novelas al contemplar unos versos clavados con una chincheta en la pared, levantando la cabeza para contemplar la belleza de un edificio o al recordar el lugar donde vivían unas tías de mi padre. La inspiración está, digámoslo así, en lo más sencillo. —ECP: ¿Nunca te ha tentado escribir poesía, o acaso lo haces en la intimidad? —IB: La verdad es que me encantaría escribir un poemario. Soy lector de poesía. La aprecio y valoro. Me ayuda a escribir mejor y me resulta un milagro su concreción. Lo último que he leído, en cuanto a poesía se refiere, es La sucia piel del mundo de Miguel Sánchez Robles. Una pasada. Así que no, de momento me quedo con la prosa. Le tengo demasiado respeto a la poesía como para intentar escribir algo en ese sentido. En su día hice unos versos, pero enseguida vi que eso no era lo mío y me centré en el cuento y en la novela. En cambio me encanta conversar con amigos poetas, ir a recitales o comprarme algún poemario. —ECP: ¿Cuáles son tus referentes literarios? —IB: Vamos por partes. En el mundo del cuento me quedo con Cortázar y su ‘Casa tomada’. Tal vez, El nadador de Cheever. En la media distancia nada como La metamorfosis de Kafka. Y ya en la novela, me caí de culo al leer Cien años de soledad. Pero, evidentemente, hay mucho más. Mi interés por la literatura lo despertó Baroja y aquel título: El árbol de la ciencia. Donde aprendí a escribir fue leyendo los libros de Pedro García Montalvo. Aprendí a valorar la poesía para siempre leyendo a Luis García Montero junto al Museo Guggenheim en Bilbao, mientras cursaba un máster de Periodismo allí. Leí con fruición a Umbral y quedé fascinado con la poesía de Gonzalo Rojas, también con La lluvia amarilla de Julio Llamazares, con El callejón de los milagros de Naguib Mahfuz, o con El pan a secas de Mohamed Chukri. Y últimamente me he acercado a la obra del albanés, Ismael Kadaré, y a la de Bolaño. —ECP: Alguna vez has afirmado que los libros son buenos o malos, sin término medio, como debe ser. Bien sabes que actualmente se publican en España unos 50.000 títulos al año. Esto me lleva a parafrasear al poeta David Trashumante al preguntarte si no crees que hay mucho árbol muerto y pocas hojas con savia. —IB: Totalmente. Lo de la Literatura con L mayúscula no es una crisis, es un genocidio. 50.000 títulos sólo significa que publicamos más, pero va en detrimento de la calidad. En las ferias del libro igual te encuentras a un primer espada que a Belén Esteban. Algo estamos haciendo mal. El leonés Julio Llamazares dice que «hay dos tipos de escritores, los que seguirían escribiendo aunque no publicaran y los que dejarían de escribir si no pudieran publicar. Los primeros son escritores y los segundos, gente que escribe. Para el escritor, la literatura es una forma de estar en el mundo y de entenderlo». No hay más. Lo suscribo letra por letra. Para mí, si el escritor no es de raza, auténtico, no me interesa. Las modas, los chanchullos de los agentes literarios con las editoriales, los fuegos de artificio, las cifras de ventas o los premios Planeta como regalo navideño; eso es el cáncer de la literatura. Sencillamente es otra cosa. Pero por suerte la literatura goza de buena salud y se mantendrá a salvo, aunque sea en reductos, proscrita, en la resistencia. ¡Algún día llegará la hora de los barbudos de la literatura y tomaremos nuestra particular Sierra Maestra! —ECP: Con Dóberman ganaste, en 2014, el XLII Premio Nacional de Cuentos José Calderón Escalada. Cuatro años después ha sido publicado en la colección de la librería "La Montaña Mágica", que regenta nuestro amigo Vicente “Gigante” Velasco. Dóberman es un intenso relato corto, magníficamente ilustrado por Luis del Caso, que nos hace reflexionar sobre la soledad del ser humano, sobre todo la que se ceba en los ancianos, con lo que conlleva el paso del tiempo y la tragedia del olvido donde, con seguridad, acabaremos habitando todos. Dura imagen la de este implacable dóberman, ¿verdad? Háblanos un poco de este relato. ¿Cómo y por qué surgió? —IB: Dóberman no ha parado de darme alegrías desde que lo escribí. Premio, dinero y ahora me lo publican ilustrado por Luis del Caso como primer número de la colección de La Montaña Mágica. El cuento surgió de la remembranza. Siendo un niño visité la casa trasnochada de unas tías de mi padre y aquel mundo añejo y a la deriva me dejó boquiabierto. Aquellas tres señoras sólo tenían dos camas, no tenían ducha sino tina, no tenían taza del váter sino retrete, no tenían interfono sino una cuerda que recorría el pasamano y abría la puerta de un tirón. Dóberman habla de eso, de un mundo bello que se nos va, como una Venecia engullida por las aguas y el turismo. Un mundo pletórico de valores que sucumbe ante las tablets, ante Instagram, ante los seguros de amortización y la televisión de pago. La señora de cuento abre la puerta de su piso y le entra en casa un dóberman, así, sin más. Y ahora qué demonios hace: ¿se acojona?, ¿busca ayuda?, ¿intenta hacerse amiga del perro? Además, esa sensación de agobio se incrementa al saber el lector que la anciana debe abandonar el piso porque así lo ha decidido su hijo. El problema que tiene es gordo. Pero a nadie le importa, ¿a quien le importa una anciana? Esta misma situación en otra sociedad, como la oriental, no tendría lugar porque hay mucho respeto por los mayores, a quienes se les considera venerables. Son esos valores los que aquí convoco. Apelo a un mundo que progrese, pero llevando consigo la honestidad, la tradición y los valores de nuestros antepasados. —ECP: Has sido galardonado en numerosos certámenes de narrativa, quedando finalista en muchos otros. ¿Qué importancia le das a los premios? —IB: Cuando son limpios, mucha. Al igual que detesto todos esos amaños de los agentes y las editoriales que nos toman por gilipollas. Los premios son mi manera de vivir la literatura. Presentarme y aguardar esa llamada que me proporcionará una alegría tremenda es mi forma de desenvolverme en el mundo de las letras. Ganar un premio es como sacar el número uno en una oposición. Que unas personas que no te conocen de nada y que viven en el otro pico de España valoren tu trabajo es la leche. Además, qué salida le queda a un escritor como yo. A los agentes literarios les gustan las historias de templarios, de asesinos y detectives. Todo ello con el fin de contentar a un gran público que consume esto, un público al que respeto, pero en cuyo juego no entro, porque creo que consume lo que le ponen delante y así no se fomenta el pensamiento crítico. Creo que si Joyce o Juan Carlos Onetti volvieran a nacer, lo tendrían dificilísimo para publicar. Por lo tanto, si mi literatura no entiende de etiquetas, sino que apela a la de raza, a la de toda la vida, los premios son lo único que me queda. Claro que me gustaría ser un autor publicado por una gran editorial y leído por miles de lectores, pero los agentes y los editores pasan por alto la calidad y, por el contrario, sólo piensan en la rentabilidad. Escribir es un arte y, por lo tanto, nada tiene que ver con el mercantilismo. Son dos asuntos distintos. Los premios son una manera de entender esto de escribir y si no fíjate en la vida que llevó Bolaño. Sin ir más lejos, el anteriormente citado Miguel Sánchez Robles es para mí uno de los mejores escritores españoles vivo y no ha publicado en grandes editoriales, mientras que está cuajado de premios hasta arriba. —ECP: ¿Crees en la escritura como una manera de catarsis?
—IB: Sí. Cómo no. Hay que purificar, tenemos que liberarnos de la tragedia de la vida de alguna forma. Escribir es terapéutico. Cuando escribo el mundo permanece en silencio. Me pongo a los mandos, trato de arreglarlo, de contar alguna experiencia que le valga de algo a otro ser humano. Pero es que igual sucede con la lectura. Son maneras de estar solo, al modo de Pessoa o de Eloy Sánchez Rosillo. Digamos que en la olla a presión de la vida, la literatura es la válvula por donde sale el vapor. —ECP: Cartagenero y cartagenerista hasta la médula, nunca has caído, con tu escritura —eso te honra— en lo baladí que a veces conllevan ciertos localismos mal entendidos. ¿Cómo ves el panorama cultural de Cartagena? —IB: El cartagenerismo lo llevo por bandera. El razonamiento es bien sencillo, vivo aquí y quiero que me gobiernen desde aquí, y no desde Murcia ni desde Madrid. Es el municipalismo, es la primera instancia. No quiero que las decisiones de mi casa las tomen otros. Porque esa vieja cantinela de los grandes partidos nacionales de que ya llegará el dinero y el progreso, no se la cree nadie. Nos llegan migajas desde San Esteban. O luchas por lo tuyo o no esperes que nadie lo vaya a hacer por ti. Respecto al panorama cultural destacaría el “boom” de la poesía en la ciudad. Aquí hay mucha calidad: Juan de Dios García, Joaquín Piqueras; tú mismo, Antonio Marín Albalate, José Alcaraz y muchos otros; es acojonante. Pero si miramos a otras artes, como la pintura, pienso en Charris, en Tomás Mendoza. La calidad está en consonancia con una ciudad de más de 214.000 habitantes. Sin embargo hay mucho por hacer. Falta inversión, faltan galerías, falta una feria del libro, unas nuevas instalaciones para el conservatorio, ayudas al teatro, una filmoteca permanente… —ECP: ¿Qué es el Mediterráneo para ti? ¿Podrías vivir lejos de él, tierra adentro? —IB: El mar es importante para mí. Soy sureño, del Mediterráneo. Me costaría vivir lejos de él. El Mediterráneo lo es todo, es el origen, el que nos da singularidad, nuestra tradición. He vivido en Bilbao y aunque tengo muy buenos recuerdos, me angustiaba. Mira cómo los ingleses con pasta se vienen cagando leches a La Manga Club. Algo tendrá esta zona. Estamos bendecidos por el clima y la geografía. Me encanta viajar y conocer otros sitios, pero sin duda el Mediterráneo me da la paz que busco. —ECP: ¿En qué proyecto andas metido ahora? —IB: La novela corta. He escrito un par de ellas y me estoy haciendo a esa distancia. Me interesa. Estoy aprendiendo. En un mundo en lo que todo tiende al reduccionismo, me interesa explorar la novela corta. Acabo de terminar la segunda de ellas y estoy muy contento con el resultado. Un día vi un artículo de prensa en el diario El País sobre un pintor que vivía sólo en un edificio de varias plantas, donde sufría acoso por parte de un especulador para que dejara el piso y éste pudiera venderlo, y así hacer un edificio nuevo. Esa historia me resultó fascinante, muy jodida para el pintor pero muy literaria a la vez. Ahí está de nuevo ese mundo bello, como la pintura, que sucumbe en este caso ante la especulación inmobiliaria, y ese héroe cotidiano, como la anciana de Dóberman, que va a pelear hasta el final. Muy grandes, sí señor. —ECP: Gracias, Nacho, por acercarte a este cánido coloquio. —IB: Gracias a vosotros, cómo no, por dejar que mi Dóberman ladre aquí. Entrevista realizada por JUAN DE DIOS GARCÍA Era de justicia que El coloquio de los perros entrevistase ya a nuestro paisano Antonio Marín Albalate. Poeta y dinamizador literario en la ciudad de Cartagena, pájaro libre para la polémica política, social y moral, veterano en guerras antológicas, ha sobrevivido a treinta y ocho poemarios y a muchísimas ediciones sobre los músicos y escritores a los que ama y homenajea. Y lo que queda, compañero. Hay cuerda para rato, pero hacemos este alto para dar un repaso profundo a su trayectoria, aprovechando la salida de Infierno y nadie. Antología poética esencial (1978-2014), publicada por la editorial castellonense Unaria. —EL COLOQUIO DE LOS PERROS: Las palabras más utilizadas en toda tu trayectoria poética son “nieve” y “barro”. Hay mención frecuente a los elementos de la naturaleza, pero esos dos son imprescindibles para conectar con los fundamentos de tu obra. ¿Por qué esa obsesión con la nieve y el barro? Autoanalícese un poco, maestro. —ANTONIO MARÍN ALBALATE: Aunque aparentemente sean elementos contrarios entre sí, no lo son en mi escritura, ya que metafóricamente representan su nada final, cuando los estados se diluyen hasta extinguirse. Empecé hablando de la nieve cuando me di cuenta un día —el espejo no miente— de que mi cabeza estaba sepultada por un alud, acaso para que yo diga ahora, con Alberti, «mi cabeza cana, los años perdidos». Luego derivé hacia el barro, más que como elemento bíblico, que también, como metáfora de lo que seremos un día. […] Al hilo de esto debo decir que tengo un libro —inédito, como debe ser— que he dado en llamar Entre la nieve y el barro, algo dijeron de mí; recoge reseñas, prólogos y entrevistas acerca de cuanto he publicado. —ECP: Imposible un título más adecuado para ese futuro libro recopilatorio. Y, hablando de recopilación, cuéntame cómo se gestó la gruesa antología Infierno y nadie que acaba de publicarse. —AMA: La culpa de este Infierno y nadie, tan dignamente publicado por Unaria, es de mi querido y admirado amigo el profesor José Luis Abraham López que, dicho sea de paso, es uno de los investigadores más tenaces y lúcidos que conozco. Para mí ha sido un honor y un lujo encontrarle en el camino. Él era un crío cuando le conocí. He visto su entrega al trabajo, su pasión por la poesía, su constante evolución y cómo Cartagena, ciudad de mis filias y fobias, lo ninguneó institucionalmente cuando andaba de becario en el Archivo Municipal. Al final salió ganando cuando tomó plaza como docente en un instituto de Córdoba. Y ahí le tenemos, inasequible al desaliento, gestando nuevas propuestas editoriales y publicando su personal obra. […] José Luis me planteó en su momento hacer una antología comentada de toda mi trayectoria. Por supuesto, le dije que sí. Esta ha sido mi única implicación en la antología. Por lo demás, suya es la selección de los poemas, los comentarios y las notas. […] Quienes me conocen saben lo mucho que detesto mis primeras publicaciones —al igual que desteto los egos de tanta gente imbécil que va de poeta por la vida. Poeta… ¿poeta de qué?— y saben también el descontento que algunos de mis poemas más recientes me producen. Y no es falsa modestia. […] Tras ver este artefacto publicado y comprobar la labor y el esfuerzo del antólogo, debo decir que, de alguna manera, me reconcilio con mi obra. —ECP: Si te parece, vamos a recorrer ese tren antológico. De 1978 son Apocalipsis en mí menor para bajo, a una sola voz y Con el dedo en la llaga, tus dos primeros trabajos. Tenías veintitrés años entonces, pero se advierte ya una tristeza y un sufrimiento desbordantes: «Porque en estos tiempos que corren es / indecente escribir bonito y elevado, / forzosamente hay que hacerlo / a ras de suelo, ásperamente auscultando / las raíces del pueblo en su dolor». ¿Es pose juvenil, rabia propia de la estética de la Transición o simplemente se debe al fruto creativo de tus primeras lecturas y experiencias vitales? —AMA: Como tantos jóvenes de la Transición, luchaba por cambiar los estigmas de una reciente dictadura con el arma de la palabra. En aquellos tiempos, tan sombríos, yo leía mucho a Gabriel Celaya, a la vez que escuchaba, entre otros cantautores, a Paco Ibáñez. La poesía, entonces, debía ser «un arma cargada de futuro». Aunque nunca tuve carné de militante, simpatizaba mucho con partidos de izquierda como la ORT y cosas así. El PSOE, aunque más tarde llegase a votarlo, me pareció un partido muy “descafeinado”… Nunca me gustó el Nadiusko —así llamaban a Felipe González en aquellos años—, su verborrea me producía gonorrea, como tantas putas en aquel Molinete de entonces. […] Lo cierto es que aquella estética de la Transición me llevó, como a muchos, al panfleto. Era muy difícil no caer en su trampa. En los mítines te invitaban a leer y tú tenías que jugar con el lenguaje directo para llegar al pueblo. Con el dedo en la llaga, por cierto, publicado con el alter ego de Josep Tapies Segundo, era un horrendo e infumable panfleto. Apocalipsis en mí menor fue una publicación que tampoco me convenció. Hice quinientos ejemplares, vendí unos pocos, y cuando fui consciente de la porquería impresa, me dediqué a destruir el resto. Era, como ahora, muy crítico con lo mío. Lo que no sé todavía es cómo cojones pude publicar aquello. Locuras de juventud, supongo. —ECP: Pues el arrebato de destruirlos, sin quererlo, habrá convertido ese Apocalipsis en mí menor en pieza de coleccionista literario. Al menos, de coleccionista local. —AMA: No sé… Lo dudo. Me río mucho cuando alguien me recuerda que todavía conserva un Apocalipsis. ¡Qué cosas! —ECP: Bueno… En la siguiente década publicas poco, tan sólo dos libros: Poemas urbanos (1980) y Una triste melena de invierno con Mahler de fondo (1985). ¿Por qué? —AMA: Poemas urbanos es otro de esos libritos que prefiero olvidar, es otro infumable panfleto. Una triste melena de invierno con Mahler de fondo fue premio Murcia Joven 1984, es un poemario lleno de surrealismo, muy hermético y bastante ininteligible a ojos de los otros, pero que a mí en aquel momento me llenaba de satisfacción. No creo equivocarme si afirmo que en esos ochenta, en mi interior esencial, habitaba el poeta que yo creía ser entonces. Eso sí, sin hacer alarde de ello. Nunca me gustó. Lo que me he reído siempre de ciertos poet-astros que se imprimen tarjetas de visita poniendo al pie de su nombre cosas tan patéticas como “poeta” o “escritor”. ¡Serán imbéciles! […] Pero, respondiendo a tu pregunta, debo decir que nunca tuve el prurito de publicar. No sé, es algo que viene dado por las circunstancias del momento… Quiero decir, depende de si, con suerte, recibes un galardón y te publican o si tienes pasta para hacerlo. —ECP: Se empieza ya a vislumbrar la gran influencia que la música iba a tener en tu verso. Mahler te inspira un libro; citas y dedicas un poema a Jim Morrison; más tarde editarás libros en homenaje a Serrat, Aute, Pablo Guerrero; escribirás Cebollas azules para un blues; un poemario dedicado a Ramoncín; letras para Los Trogloditas… ¿Qué te ofrece la música, Antonio? —AMA: Para los legos en música clásica, como es mi caso, a Mahler lo puso de moda Alfonso Guerra; solía citarlo en entrevistas. Cuando se edita Una triste melena, el PSOE estaba en todo lo suyo y a mí me caía bien Guerra y sus maneras de actuar; además, escribía poesía. Digamos que el título es un guiño a él. No soy, bien que lo siento, un erudito en música clásica, pero algunas obras conozco. En cualquier caso, como casi todos los jóvenes, lo mío era el pop y el rock y, sobre todo, la cantautoría. […] La música me ofrece la posibilidad de seguir pensando, como canta Pablo Guerrero, que «los sueños son posibles». Actualmente me divierto mucho tratando de ponerle letra a una música ya construida. —ECP: Vaya si son posibles esos sueños. […] En los noventa te desatas. Publicas In memoriam, Oscura voz, La peligrosa magia de las nínfulas, Barcaiar, Estación de la nieve, Opúsculo, El humo de las palabras, Hasta encontrarme a mí, Escalera de palabras para bajar, La memoria del viento, Un mal día lo tiene cualquiera y Donde acaba el horizonte… y un poema. ¡Doce libros en diez años! —AMA: Sí, bueno, la verdad es que siempre he tenido mucha producción inédita. En esos diez años me soplaron buenos vientos y todas esas publicaciones venían avaladas por su premio correspondiente. —ECP: En muchos de ellos el erotismo suaviza un poco la tristeza y la furia. ¿Me equivoco? —AMA: No, no te equivocas, dices bien. El erotismo es algo que a mí siempre me ha llevado a escribir. —ECP: ¿Eros es más, como decía Juan Antonio González Iglesias? —AMA: ¡Claro que Eros es más, es todo! Sin erotismo la vida sería un baile de zombis, o sea, no habría vida y, por tanto, tampoco escritura. Al menos para mí. Así ha sido desde siempre y lo seguirá siendo. En su momento fui un coleccionista compulsivo de los libros de La sonrisa vertical, hay ahí verdaderas obras maestras de autores que son la polla o el coño, según. —ECP: Admiro mucho la colección de La sonrisa vertical. ¿Qué títulos te gustaron más? —AMA: Pues… Entre los que más me impactaron estaban El cipote de Archidona de Cela, Las tres hijas de su madre de Pierre Louys, La pequeña María de Sylvain Saulnier, Bestia rosa de Umbral, El hombre sentado en el pasillo de Margarite Duras, Historia de O de Pauline Réage, El coño de Irene de Louis Aragon, Justine de Sade… —ECP: Apetecibles todos. […] Bueno, y por si eran pocas las publicaciones de los noventa, entre 2000 y 2010 te marcas nada menos que dieciséis poemarios: Toda la nieve en la palabra, Ángel de tierra, Hebra de viento tibio, Serrat en set cançons, En suma considerando, Que nada importa, Cebollas azules para un blues, La nieve toda, Bajo whisky, En claro oscuro, La bella y la palabra, Del humo de los días, Sombra de lo siniestro, Caligrafía de la nieve, Yo tampoco y tú sin embargo y Yo poema esconde una canción de Ramoncín. Esta productividad es un desparrame, Antonio. ¿Tienes algún favorito entre todos tus partos de esta década? —AMA: Sin lugar a dudas, Ángel de tierra, un libro que escribí cuando mi padre, ya mayor, se daba cuenta de cómo avanzaba hacia el abismo. A mí me entristecía mucho verle así. Cuando terminé de escribirlo, lo envié a un certamen en León y, casualidades del destino, el día que mi padre falleció me comunican que había sido finalista. Luego, saldría publicado en la colección Provincia. Hice una segunda edición, con prólogo de Pedro Guerrero y frontispicio de Antonio Gamoneda, ese inmenso poeta a cuya palabra acudo cuando la tristeza aprieta, que, con tu permiso, podría recordarlas de memoria ahora. —ECP: Permiso concedido. Faltaría más. Adelante. —AMA: Le digo a Antonio Marín Albalate: Advierto entre líneas la suavidad de tus pasos. Tú has visto el invierno en los ojos de tu padre y ahora tu pensamiento está indeciso entre el invierno y la música. Pero también, más allá del silencio, escuchas el gemido del mar: en su repetición insomne se deslizan el blues y la virtud de las palabras lejanas. Canta el mar y responde César Vallejo. ¿No es así? Pon sobre tu corazón la boina de tu padre. —ECP: En la segunda década de este siglo llevas publicados Enclave de barro, Leopoldo María Panero, poema que llama al poema, Invierno y nadie, Panero, dame la mano que tengo miedo, Con todo el barro de la vida y Poemas de cuerpo presente. ¿Panero es un referente que has ido descubriendo progresivamente y ahora has profundizado o te cautivó desde el principio? —AMA: Descubrí a Leopoldo María Panero hace mucho, y claro que me cautivó desde el principio. Los primeros libros que cayeron en mis manos fueron Narciso en el acorde último de las flautas, publicado por Visor en 1979 y Last River Together por la Editorial Ayuso en 1980, ambos reeditados por Huerga y Fierro en 2013 y 2014 respectivamente, y de cuya edición y palabras previas (para bien o para mal) soy responsable. A partir de esos libros, en la medida en que los iba encontrando, me hice con casi toda su obra. Aunque sea irregular, en algunos libros últimos, el conjunto de su obra es brutal, salvajemente hermosa. Fue un poeta verdadero, sin imposturas, que odiaba la etiqueta de maldito, un ser que sufrió mucho y quizá por ello escribió así de bien. Le conocí en 2011 gracias al amigo Antonio J. Huerga, durante la madrileña feria del libro. Panero en la caseta de Huerga y Fierro firmaba ejemplares de, entre otros libros suyos, una antología que me encargó Antonio: Sobre la tumba del poema. Antología esencial. Conocerle personalmente me impactó hasta el punto de escribirle los poemarios que ya has citado: Leopoldo María Panero, poema que llama al poema, con prólogo del propio Leopoldo y Panero, dame la mano que tengo miedo, que es un guiño a su libro de narrativa Papá, dame la mano que tengo miedo (Cahoba, 2007) y que recomiendo encarecidamente; al igual que Rosa enferma, libro póstumo publicado en 2014 por Huerga y Fierro, cuyo prólogo nuevamente me confió Antonio, que fue escrito al dictado por Evelyn De Lezcano, poeta de Las Palmas de Gran Canaria, gran amiga de Leopoldo María, a la que admiro y quiero. Acerca de la familia Huerga y Fierro quiero decir que nadie como ellos, en Madrid, ha tratado mejor a Panero. Doy fe. —ECP: Junto con la Asociación Diván has editado dos antologías de jóvenes poetas locales: Siete menos veinte (Huerga y Fierro, 2014) y Siete menos veinticinco (Raspabook, 2017). Cuando yo empezaba a escribir en Cartagena también me aconsejaron: “Para moverte por aquí, en poesía, tienes que conocer a Albalate”. Y aquí sigues, dos décadas después, apoyando a la gente de tu ciudad y contagiándote de sangre fresca. ¿Hasta el final con esto, Antonio? —AMA: Puede que sea como dices. No me tengo yo por alguien “necesario” para la cosa local y eso… Siempre me he divertido con esto de la poesía y, desde luego, siempre estaré del lado de las voces emergentes, porque sin ellas no hay futuro. Si todavía sigo maquinando antologías jóvenes, no te quepa duda, es para contagiarme de su frescura. Soy un vampiro ávido de sangre fresca. Ya está bien de carcamales y voces octogenarias que sólo saben leerse y copiarse a sí mismas. Sí, amigo, hasta el final. —ECP: Eres el letrista de casi todas las canciones de Canciones del otro lado, el primer disco de Antonio Fidel y Los Navegantes. Te veo profundizando cada vez más en esta faceta. No puedes dejar el rock and roll, ¿verdad?
—AMA: Formar parte como letrista de Los Navegantes de Antonio Fidel es un lujo y un honor que jamás pensé. Toda mi vida admirándolo de lejos para que ahora, a estas alturas de la película, me vea formando parte de estas Canciones del otro lado es algo que me ha llenado de ilusión. Tanto el rock and roll como la canción de autor han viajado conmigo a lo largo de mi vida. Voy del rock a la canción de autor y viceversa. Siempre digo, un poco en broma, que me estoy quitando de la poesía. Y es que, esto lo digo en serio, cada vez soporto menos ese mundo de egos, envidias y falsedades que se da en el mundillo de la lírica local, provinciana y, por lo visto, nacional e internacional. Además, con esto de las canciones, he descubierto un mundo donde me siento muy a gusto. —ECP: ¿Tienes algún verso propio con el que te gustaría ser recordado? —AMA: ¡Coño! ¡Sí! Es uno que figura en el disco de Antonio Fidel, al pie de mi foto, y que dice así: «Navegante vosotros digo: soy un polizón». También, creo, aparecerá reproducido en vinilo, junto a otros, en la calle de Santa Quiteria, futuro Barrio de las Letras de Murcia. Ya soy “inmortal”. ¡Jajajajaja! |
ENTREVISTAS
El Coloquio de los Perros. CABEZAS, ISMAEL
CAMARASA, RAFAEL CARBAJOSA, NATALIA CARIDE, ALBERTO CARRILLO, VIRIDIANA CÉLINE CEREZUELA, ANA CERVERA, RAFA CHEJFEC, SERGIO CHEJFEC, SERGIO [5] CHESSA, ALBERTO CHESSA, ALBERTO [Anatomía de una sombra] CHICO, ÁLEX CISNERO, ALBERTO COMAN, DAN CONTRERAS, NADIA CORTINA, ÁLVARO CRUZ, GINÉS DELGADO, DESIRÉE DÍAZ, ANA CLAUDIA DÍEZ, JOSÉ MANUEL DOMINIQUE A ELENA PARDO, CRISTINA ELKOURI, RIMA ESPEJO, JOSÉ DANIEL ESPEJO, JOSÉ DANIEL [Perro fantasma] FONT, VIOLETA GALÁN, JULIO CÉSAR GALÁN MOREU, SALVADOR GALÁN MOREU, SALVADOR [No fall] GALINDO, BRUNO GALLARDO, JOSÉ MANUEL GALLUD, EVA GALVÁN, ANI GAMBOA, JEYMER GARCÍA, CONCHA GARCÍA, DIEGO L. GARCÍA JIMÉNEZ, SALVADOR GARCÍA LÓPEZ, ERNESTO GARCÍA MELLADO, ISABEL GARCÍA-VILLALBA, ALFONSO GARRIDO PANIAGUA, RODRIGO GASS, CARLOS GINÉS, ANTONIO LUIS GINÉS, ANTONIO LUIS [Antonov] GÓMEZ, MACARENA GÓMEZ BLESA, MERCEDES GÓMEZ RIBELLES, ANTONIO GÓMEZ RIBELLES, ANTONIO [QUIROMANTE] GONZÁLEZ LAGO, DAVID GRACIA, ÁNGEL GROZO, DANIEL GUERRA NARANJO, ALBERTO HENDERSON, DAIANA HERNÁNDEZ, GALA HERNÁNDEZ, JULIO HERNÁNDEZ, MIGUEL ÁNGEL HERNÁNDEZ, MIGUEL ÁNGEL [EL DOLOR DE LOS DEMÁS] HERNÁNDEZ, MIGUEL ÁNGEL [ANOXIA] HERNÁNDEZ, MIGUEL ÁNGEL [TIEMPO POR VENIR] HERNÁNDEZ BUSTO, ERNESTO IRIBARREN, KARMELO C. JORGE PADRÓN, JUSTO KASZTELAN, NURIT LADDAGA, REINALDO LAYNA RANZ, FRANCISCO LEZCANO, YULEISY CRUZ LINAZASORO, KARLOS LLOR, DOMINGO LOBATO, FLORA LÓPEZ, PABLO LÓPEZ AGÜERA, FULGENCIO ANTONIO LÓPEZ KOSAK, ANDREA LÓPEZ MONDÉJAR, LOLA LÓPEZ MONDÉJAR, LOLA [Qué mundo tan maravilloso] LÓPEZ POMARES, ALEJANDRO LÓPEZ SANDOVAL, DAVID LÓPEZ SORIA, MARISA LOUZAO, ALICIA MACHUCA, LUIS MAESTRO, JESÚS G. MALAVER, ARY MANUELA, ADRIANA MARGARIT, LUCAS MARÍN, MARÍA MARÍN, MARIO MARÍN ALBALATE, ANTONIO MARQUARDT, ANJA MART, BLANCA MARTÍ VALLEJO, MAITE MARTÍN, RUBÉN MARTÍN GIJÓN, SUSANA MARTÍN IGLESIAS, VÍCTOR MARTÍNEZ CASTILLO, ANA MENDOZA, NURIA MESA, SARA MICÓ, JOSÉ MARÍA MIGUEL, LUNA MIRALLES, INMA MOGA, EDUARDO MOLINO, SERGIO (DEL) MONTEVERDE, JULIO MONTEVERDE SÁNCHEZ, CONCEPCIÓN MOR, DOLAN MORALES, JAVIER MORANO, CRISTINA MORENO, ANTONIO MORENO, ELOY MORENO, JAVIER MORENO, SEBASTIÁN MORENTE, ESTRELLA MOYA, MANUEL MUÑOZ, MIGUEL ÁNGEL NAVARRO, ÓSCAR NETO DOS SANTOS, MANUEL NIETO, LOLA NORDBRANDT, HENRIK NUÑO, SIHARA OLMOS, ALBERTO OREJUDO, ANTONIO ORTIZ, DEMIAN ORTIZ ALBERO, MIGUEL ÁNGEL PALOMEQUE, AZAHARA PAPELES DEL NÁUFRAGO [Antonio Lafarque y Aníbal García] PARDO VIDAL, JUAN PARRA SANZ, ANTONIO PEÑA DACOSTA, VÍCTOR PEÑALVER, PATRICIO PEÑAS, ESTHER PÉREZ CAÑAMARES, ANA [Querida hija imperfecta] PÉREZ CAÑAMARES, ANA [Las sumas y los restos] PÉREZ LEAL, AGUSTÍN PÉREZ MONTALBÁN, ISABEL PERONA, JESÚS PICÓN, EMILIO PRADA, JUAN MANUEL DE PRUDENCIO, JESÚS PUJANTE, BASILIO PUJANTE, MANUEL QUIJANO SÁNCHEZ, EDUARDO RÍOS, BRENDA RIVAS GONZÁLEZ, MANUEL ROBLES, SALVA RODRÍGUEZ, ALFREDO RODRÍGUEZ, ALFREDO [Urre Aroa] RODRÍGUEZ, ALFREDO [Días del indomable] RODRÍGUEZ JIMÉNEZ, ANTONIO RODRÍGUEZ PAPPE, SOLANGE ROMERO MORA, J.D. ROMERO MORA, J.D. [En el desvarío] ROSADO, JUAN JOSÉ ROSSELL, MARINA RUDEL, JAUFRÉ RUIZ GUERRERO, Mª CARMEN SALSE BATÁN, ALEJANDRO SÁNCHEZ, GINÉS SÁNCHEZ, GINÉS [2096] SÁNCHEZ, GINÉS [MUJERES EN LA OSCURIDAD] SÁNCHEZ AGUILAR, DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR, DIEGO [El nudo] SÁNCHEZ AGUILAR, DIEGO [FACTBOOK] SÁNCHEZ AGUILAR, DIEGO [LA CADENA DEL FRÍO] SÁNCHEZ AGUILAR, DIEGO [LOS QUE ESCUCHAN] SÁNCHEZ GÓMEZ, MARISOL SÁNCHEZ MARTÍN, LUIS SÁNCHEZ MARTÍN, LUIS [Pastillas debajo de la lengua] SÁNCHEZ MENÉNDEZ, JAVIER SÁNCHEZ ROBLES, MIGUEL SÁNCHIZ, ANTONI SANTOS, ABEL SCHWEBLIN, SUSANA SEÑOR, RUBÉN SERRANO, PABLO SORIANO, ADA SUANE, SAÚL TRIGUEROS, SARA J. ÚBEDA, ANABEL URÍA, JUAN MANUEL VAL, FERNANDO DEL VALDÉS, ANDREA VALERO, MANUEL VALLÈS, TINA VARAS, VALENTINA VEGA, MIGUEL VERA FIGUEROA, ALBA VICENTE, TERESA VICENTE CONESA, FRANCISCO VILA-MATAS, ENRIQUE Hemeroteca
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