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EL COLOQUIO DE LOS PERROS

ENTREVISTAS

PERSISTIENDO

EDUARDO MOGA

30/1/2023

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Entrevista realizada por ANTONIO AGUILAR RODRÍGUEZ

Hombre solo
Me atrevo a lanzar unas preguntas a Eduardo Moga, autor de Hombre solo, publicado por Huerga & Fierro en su colección El Rayo Azul. Se las lanzo en un sentido casi literal, porque lo hago a través de las redes digitales y con la connivencia de Juan de Dios García, uno de los perros que vela por esta casa. Y esto es lo que responde, incluso con un pequeño ‘zasca’ al encontrar dos preguntas similares. Poco más debería añadir. Y, a modo de spoiler, me queda señalar que al leer sus respuestas sobre Hombre solo pienso lo hermoso que hubiera sido hacer la entrevista cara a cara.

—EL COLOQUIO DE LOS PERROS: ¿Se está volviendo Eduardo Moga un poeta popular en el sentido en el que él mismo lo afirmaba de José Agustín Goytisolo en una reseña donde expresaba que nunca quedaba claro si era un elegido o un reproche y que era una especie de dorada medianía: alguien al alcance de los menos educados, pero a quien los cultos no rechacen?
 
—EDUARDO MOGA: Todo escritor quiere ser más leído, es decir, leído por más gente, y el que diga otra cosa (aunque lo racionalice: la inmensa minoría; con un lector me basta, o con ninguno; yo solo escribo para mí; etc...) miente. Yo no soy una excepción. Sin embargo, también me gusta, y quizás prefiero, ser bien leído, es decir, que esos lectores que me lean, pocos o muchos, me lean bien. No me interesa, pues, un público masivo (que la poesía, por otra parte, difícilmente tiene), sino un buen público, compuesto por buenos lectores; y si es numeroso, pues mejor. Si me convirtiese en un autor “popular”, siempre tendría la sospecha de haber hecho algo mal.
 
—ECP: Con la lectura de Hombre solo tengo la sensación de pasear por una gran avenida, por un paisaje urbano a última hora del día o primerísima hora, cuando aún la luz no imprime un halo de esperanza. ¿Qué importancia tiene el paisaje, el medio, en su poesía? ¿O tal vez, se me ocurre, sea tan solo una especie de espejo velazqueño en el que se mira o necesita mirarse?
 
—EM: Muchos de los poemas de Hombre solo han nacido —en la mente, en la sensibilidad; la escritura viene luego— en largos paseos dados en la ciudad donde vivo a última hora de la tarde, con el ocaso o la primera noche. Ha sido siempre mi hora preferida del día. Constituye el marco adecuado para el ejercicio de la melancolía, la busca de consuelo o la liberación del yo, cosas que a menudo, en mi caso, van juntas. El paisaje siempre es fundamental en mi poesía —un paisaje cósmico o local: da igual el tamaño—, porque conjuga la existencia objetiva del mundo con la existencia subjetiva del yo. El paisaje son las cosas de la realidad, pero también las cosas de la conciencia. El ser se proyecta, en él, en todos los seres, y yo me siento abrigado por lo que veo y por lo que eso que veo me hace sentir. El paisaje me proporciona estímulos y me aporta certidumbres en las que apoyarme, aunque sean pasajeras: no soy solo la nebulosa de la interioridad, con su amalgama de sentimientos y fulguraciones, sino algo cierto, vecino del pájaro que pasa o del árbol que también pasa, algo material, tangible, que me ayuda a sobrevivir a los fantasmas interiores. Cuando paseo al atardecer, o en cualquier otro momento, me afirmo en el ser, pero, a la vez, me desprendo del yo, como de la piel de una serpiente.
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—ECP: «Insisto en vivir. Y en morir». ¿De qué manera se integra la muerte en la vida?
 
—EM: Ya los estoicos supieron ver que la vida no es sino un morir constante, que la muerte está ínsita en la vida, y que la determina. Los existencialistas del siglo XX elevaron esa certidumbre a axioma. Desde el primer aliento estamos muriendo, y vivir es aprender a despedirse, hasta que llega la gran despedida, la despedida irreversible, la madre de todas las despedidas: la nuestra. Pero, si solo nos quedamos con esto, por determinante que sea, no disfrutaremos de la oportunidad que la muerte, no la vida, nos da: la de disfrutar todo lo que podamos del tiempo que se nos conceda; la de gozar del cuerpo, de la palabra, del arte. Y estas cosas son valiosas porque son finitas.
 
—ECP: ¿Qué hay de consuelo en articular el dolor? ¿O no hay consuelo?
 
—EM: Por supuesto que hay consuelo. El dolor articulado es menos dolor. Y la primera articulación consiste en decirlo: el dolor dicho es menos dolor. Y, para decirlo, antes hace falta pensarlo, aunque sea inconsciente o irracionalmente. El pensamiento es un bálsamo: identifica las realidades (a menudo a tientas, tropezando, equivocándose) y las desgaja de la confusión en que vivimos, de la confusión que somos. Ese solo acto sosiega. Ver las cosas fuera de nosotros, aunque sigan siendo nuestras, atenúa el peso del yo. Y ser menos yo es un gran alivio.
 
—ECP: En esa desposesión que se aventura en el libro no sólo encontramos un vacío, una nada metafísica, por un lado, y física, por otro, con las alusiones a la edad y al paso del tiempo, sino también social, me parece leer, una exposición de la corrupción social. ¿Puede ser así o estoy intentando ver más de lo que hay?
 
—EM: La dimensión social está siempre presente en mi poesía. No deja de ser un aspecto del paisaje al que aludía antes. Soy incapaz de percibir lo que me rodea (y lo que bulle dentro de mí) sin atender a la imbricación de intereses contrapuestos que refleja (y, por lo tanto, de desequilibrios, de carencias, de injusticias) y sin formular un juicio ético sobre el ejercicio del poder. Aunque ese juicio ético no puede ser tético, es decir, no puede estar en la superficie del poema, como una bandera, sino que ha de subyacer en él, tiene que ser implícito. Tal como yo la entiendo, la poesía no puede desentenderse de la vida colectiva. Esa vida también forma parte de la que debemos exprimir antes de morirnos: también nos define, también nos condiciona, también somos nosotros; y también nos aporta infinidad de estímulos que asimilar y sobre los que reflexionar. Por desgracia, muchas de las cosas que nos llegan desde fuera son lamentables: demostraciones de la rapacidad y la estupidez del ser humano.
 
—ECP: ¿Ha encontrado al final de la escritura de este Hombre solo la nada plena que formula en ‘Pero no pasa nada’?
 
—EM: Esa nada no se encuentra: se posee. La arrastramos cada día. Vive con nosotros, en nosotros. Yo intento (d)escribirla para enajenarla y, por lo tanto, para dominarla, al menos lo suficiente para vivir sin angustia, o con una angustia tolerable.
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—ECP: Una curiosidad de lector-escritor, ¿cómo escribe estos poemas enormes, extensos, sin caer en el prosaísmo y guardando siempre esa musicalidad tan devastadora y tan del lado de la poesía?
 
—EM: A mí me gustan los poemas fluyentes, que te arrastran como un río, y en cuya deriva puedes contemplar un paisaje cambiante, un mundo múltiple. Pero fluir no quiere decir carecer de forma: el río discurre por un cauce, entre orillas. Como he dicho muchas veces, el poema ha de ser un río, pero también una casa. Para escribirlo, me sumerjo en la conciencia (una tarea que no resulta nunca fácil) y me desplazo por sus parajes, por sus meandros, por sus ramificaciones, y con ellos edifico el poema: sumándolos, como estratos o eslabones. Necesito que los poemas me den margen —espacio y tiempo— para decir lo que siento —lo que descubro, porque la palabra tira de la idea— que he de decir. El poema corto supone, para mí, una coacción intolerable (que, no obstante, he practicado alguna vez, con actitud que puede calificarse de masoquista). Para que el poema largo que suelo escribir no se desparrame, no pierda cohesión, es fundamental, entre otras medidas, la música o, más concretamente, el ritmo. El ritmo estructura y unifica. A falta de metro, rima y estrofa, es esa pauta vocal, recurrente y sutil, la que lo abraza y endereza. El ritmo, además, mantiene la tensión, un concepto para mí esencial en el verso. Y la tensión es el sinónimo elocutivo de la pasión: de la pasión por vivir (y por eludir la muerte ineludible). El verso ha de trepidar siempre, aunque sea largo, aunque haya muchos.
 
—ECP: ¿El lenguaje hace el dolor más tolerable o más comprensible?
 
—EM: Esta pregunta es muy parecida a la cuarta, y mi respuesta ha de serlo también. En la medida en que decimos el dolor, el dolor se mitiga. Decirlo es sacarlo de nosotros y esa alienación es curativa. El lenguaje nos permite deslindar lo que nos hace daño, o lo que no entendemos, y deslindarlo lo vuelve asequible.
 
—ECP: Ese dolor no encuentra el pudor en este libro. Las alusiones al sexo son explícitas y se agradecen, las alusiones a los seres queridos también. ¿Un hombre solo es un hombre concreto? ¿Y qué puede enseñarnos a los demás hombres concretos?
 
—EM: El pudor es un gran enemigo de la literatura. El sexo, no solo como fuente de placer, sino como conjuro contra la soledad y reconciliación con uno mismo, siempre ha sido otro de los polos de mi literatura. Y los seres queridos son la realidad, nuestra realidad, sobre todo cuando desaparecen: una ruptura sentimental, el fracaso de una amistad o la muerte de alguien amado te hace dolorosamente consciente de eso que nos esforzamos en todo momento por ignorar, pero que nos constituye: nuestra soledad, nuestra fragilidad y nuestra finitud. En nuestra concreción —en la de cada uno— está todo eso, y la radical incertidumbre de existir. Pero enseñar —en el sentido de adoctrinar— es difícil y acaso inconveniente. Quizá lo único que puede hacer la literatura es mostrar. Mostrar, con verdad, lo que nos une, que es justamente lo que nos separa, lo que hace de nosotros entes sin conexión posible, que flotan a la deriva, encerrados en sí mismos, y chocan con los demás, como bolas de billar en un tapete cósmico. Esa separación radical define a cada hombre y a todos los hombres.
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fulgencio antonio lópez agüera

27/1/2023

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Entrevista realizada por DAVID LÓPEZ SANDOVAL

Del tiempo y su miseria

Fulgencio Antonio López Agüera, Pencho para quien tiene la suerte de conocerlo, es cartagenero, de Tallante, y forma parte de la quinta del 75, que, como todos saben, es la mejor hornada que haya visto el siglo XX. Es profesor de Lengua Española y Literatura y (a pesar de ello, como diría aquel) poeta. Un poeta que debuta por todo lo alto ganando el Premio Villa de Cox y siendo fichado por la editorial Pre-Textos. Miento. En realidad ya había debutado en dos concursos de poesía ganados antes, a cuya entrega de premios acudió de incógnito. Él es así; la humildad es su credo y no puede evitarlo. Tal vez haya sido esta proclividad al anonimato, este gusto por el segundo plano, lo que le haya permitido escribir un libro como Del tiempo y su miseria, y, sobre todo,  hacerlo tan bien. Sea como fuere, al final el destino ha querido que el mundo se entere de que Pencho es uno de los poetas más hondos y más auténticos del panorama literario reciente. Yo ya lo sabía porque tuve el privilegio de ver cómo el libro iba cociéndose lentamente. Por eso, y porque lo conozco desde hace tiempo. De hecho, no solo es uno de mis mejores amigos. Es mi compadre.

—EL COLOQUIO DE LOS PERROS: En cierto modo, y comparado con otros escritores de tu generación, tú llegas tarde a la escritura. ¿Qué es lo que te lleva a escribir Del tiempo y su miseria? ¿Ha habido siempre una proclividad (hasta ahora secreta) hacia la escritura, o tú también, como muchos de los que te conocen, estás sorprendido con este debut?
 
—FULGENCIO ANTONIO LÓPEZ AGÜERA: Pues supongo que, ante todo, un placer por la lectura de ciertos poetas y de ciertos textos y un deseo de intentar aportar algo, de intentar entablar una suerte de diálogo entre la tradición y mi propia sensibilidad como lector, con la esperanza de que en ese diálogo participen futuros lectores. Todo empezó siendo un juego: el juego de encajar versos, pero poco a poco se fue convirtiendo en un aprendizaje, en un oficio que intento desempeñar con esfuerzo y pasión.
 
—ECP: El libro ha merecido el Premio Villa de Cox y ha sido publicado por la editorial Pre-Textos, uno de los sellos más prestigiosos del país. Sé que es difícil ser objetivo cuando se trata de hablar de la obra de uno mismo, pero seguro que te has preguntado qué ha visto el jurado en el poemario para haberlo elegido como ganador del certamen. Si es así, ¿qué te has respondido?
 
—FALA: Creo que el jurado habrá visto en el poemario un intento de comunicar algo verdadero, desde la humildad y con el máximo respeto a la tradición literaria, la cual homenajeo y reivindico. Este es mi primer poemario y soy consciente de que he tenido mucha suerte. Aprovecho para agradecer al jurado del premio y a la editorial Pre-Textos por la confianza que han depositado en mis versos. Espero no decepcionar.
 
—ECP: El título está extraído de un verso del poeta Joan Margarit. Para mí es una doble declaración de intenciones: por un lado expones, de primeras, el espíritu que anima la mayoría de los poemas del libro, y, por otro, confiesas la influencia no solo de un grandísimo poeta sino de una manera de escribir poesía. ¿Cómo es esa influencia?
 
—FALA: Llegué a la obra de Joan Margarit a través de mi amigo Ino y fue a partir del poemario Joana cuando descubrí una voz profundamente bella y conmovedora que de algún modo está presente en mi libro, o al menos ese es mi deseo. Si mis versos sirven para que los lectores descubran o vuelvan a frecuentar la obra de Joan Margarit, para mí sería un orgullo. En este sentido, me gustaría recomendar el monográfico que la revista El coloquio de los perros dedicó en 2007 al maestro, titulado “Joan Margarit. Uno de los nuestros”, un magnífico trabajo que yo he disfrutado y del que he aprendido mucho.
 
—ECP: Sigamos con las huellas de otros maestros. El libro está dividido en cinco partes cuyos títulos son un homenaje a dos poetas muy presentes también: José Hierro y Claudio Rodríguez. Alguna vez me has comentado que ambos han sido descubrimientos relativamente recientes. ¿Qué hay aquí de cada uno de ellos?
 
—FALA: Ambos están presentes, pero sobre todo Claudio Rodríguez es para mí una influencia fundamental. Su libro Don de la ebriedad es un prodigio insuperable de hondura y de precocidad. En cuanto a José Hierro, su influencia es más sutil, pero también está presente. Ambos poetas me han transmitido una forma de entender la realidad honda y luminosa que yo nunca hubiera sospechado y que está ahí, latiendo en lo humano y en lo sencillo y que solo ellos saben transmitir y ofrecer en sus versos, con generosidad. En ellos siento la poesía como descubrimiento, como intuición, como certeza, como «ebria persecución, claridad sola / mortal como el abrazo de las hoces, / pero abrazo hasta el fin que nunca afloja»; o como «una música imposible / como un ser vivo. Prodigiosa / como un presente eternizado / en su cénit. Oí sus ondas / candentes. Rocé con mis dedos / la palpitación de su forma». De nuevo, me gustaría invitar al lector a que mi poemario sea la excusa para descubrir o releer a esos maestros.
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—ECP: Cada una de las partes del libro está dominada semánticamente por una idea fuerza: luz, agua, sueño, muerte, tiempo. Estas ideas nos embarcan, a su vez, en un viaje que parte de una suerte de celebración del instante poético a un momento último donde se ajustan cuentas con la vida. De hecho, en ‘El cadáver del héroe’, uno de los poemas del final, escribes: «La vida es, con la edad, el cadáver de Héctor / que humildemente ansiamos sepultar». Yo aquí veo otra influencia, pero no de unos autores concretos, sino de una forma de concebir la existencia y la poesía. Me refiero al estoicismo barroco de los clásicos de la literatura hispánica. La única diferencia que encuentro es que, para ellos, en la meta de ese trayecto degradante que es la vida, hay esperanza, y para ti no. ¿Me equivoco?
 
—FALA: Yo creo que la esperanza reside en el modo que tenemos de afrontar ese trayecto degradante que es la vida y el tiempo discurrido que nos condena irremisiblemente a la vejez y a la muerte. Tanto Don Quijote, como Lear, Monk, Antígona o Príamo no se resignan y perseveran con terquedad en una actitud vital que, a mi juicio, los dignifica y que tal vez tenga que ver con aquella maravillosa cita de Dostoyevski, «Tengo un proyecto: volverme loco», que yo desde aquí reivindico como un modo de continuar, empujando, como Sísifo, la roca en la pendiente y encontrando de alguna manera en la cima una suerte de consuelo, de misteriosa felicidad, aunque la roca acabe rodando y haya que recomenzarlo todo una y otra vez. Misteriosamente feliz es el título de un poemario de Joan Margarit. Me gusta también su concepto de poesía como último refugio, como casa de misericordia, como consuelo. «No hay nada más. La poesía es hoy / la última casa de misericordia».
 
—ECP: En torno al eje conceptual del libro, que es ese viaje hacia la oscuridad, giran otros temas no menos importantes. Empecemos hablando del tiempo, de la memoria. En el poema que cierra la cuarta parte, una bellísima seguidilla, podemos leer: «Y los recuerdos / son la sola limosna / que merecemos». Explícanos qué importancia tiene la biografía personal en el poemario. ¿Es Del tiempo y su miseria poesía de la experiencia?
 
—FALA: No sé escribir sin reconocerme en mis versos, por tanto, escribo desde la experiencia, desde mis vivencias, pero seleccionando aquellas que puedan ser compartidas, que puedan servir a otra persona de alguna manera. Siempre he entendido la poesía como un acto de generosidad, como un espacio en común donde quien escribe intenta darse desde lo más hondo, ofreciendo desde la claridad y la sencillez, tal vez alguna certeza. Pero por otro lado, intento guardar distancia como una manera de respeto hacia el lector y como intento de objetivar esa experiencia personal, para que pueda llegar a quien me lea, para poder compartirla con él y, quién sabe, para que esos versos sean capaces de comunicarle algo, de tocarlo de alguna manera.
 
—ECP: Otro de los temas presentes es, en realidad, un pretexto formal: los comentarios pictóricos y musicales, que, unidos a las múltiples referencias a la literatura de la Antigüedad, completan un hermoso homenaje a la cultura occidental. Homenaje que, por supuesto, conserva reminiscencias borgianas y kavafianas, a mi modo de ver, otras dos influencias importantes en tu poética. ¿Puede la poesía renunciar (u obviar, como parece que hace en los últimos tiempos) a esa herencia? ¿Es el momento histórico presente tan novedoso que por fin estamos en disposición de quemar los museos y las academias, como diría el fascista Tommaso Marinetti?
 
—FALA: Yo no creo en la quema de museos y de academias, sino en todo lo contrario: en el homenaje y la reivindicación de una forma de hacer poesía a la que ni siquiera el paso del tiempo le ha restado un ápice de vigencia y actualidad y que, a día de hoy, nosotros, lectores, aún frecuentamos, con misteriosa devoción. Todo intento de ruptura con la tradición responde, a mi juicio, a un mero juego que quizá haya ayudado a encauzar o a modelar una determinada voz poética, pero que más tarde o más temprano acaba abrazando a todas las voces del pasado que, como si de un eco infinito se tratara, la justifican y la sustentan.
 
—ECP: En la magnífica presentación que Diego Sánchez Aguilar hizo en Murcia, dijo que las figuras de tus padres son algo así como el bajo continuo que articula el libro. Yo no solo estoy de acuerdo, sino que añadiría que poemas como ‘Esas cosas que la muerte apaga’, ‘Ropa recién tendida’ o ‘Jugar a ser Dios’ son de lo mejor del poemario. ¿En qué medida Diego y yo estamos en lo cierto?
 
—FALA: Como he dicho antes, yo parto, en mis versos, de la experiencia y en ese sentido, la familia y las personas que quieres son parte fundamental en la educación sentimental no sólo mía, sino de cualquiera de nosotros. El poemario Joana, al que me he referido con anterioridad, fue en mí una influencia fundamental a la hora de afrontar estos temas, desde la distancia y el respeto, pero con la valentía de tratarlos desde la emoción. Encontrar ese equilibrio es dificilísimo y el maestro lo consiguió y yo desde aquí lo reivindico.
 
—ECP: Pasemos, por último, a tratar algunas cuestiones de la forma. Sonetos, octavas reales, décimas, seguidillas, romancillos... El libro es, además de todo lo dicho anteriormente, un no muy disimulado manifiesto poético que reivindica la métrica y el ritmo. Resúmenos tu opinión al respecto.
 
—FALA: He aprendido o he creído aprender el ritmo en poesía a través de la práctica de estructuras métricas tan exigentes como la décima, el soneto, la octava real... Es ahí donde comienza todo si uno quiere desentrañar la misteriosa cadencia de un poema. Por otro lado, reivindico la vuelta a la métrica clásica, tan fuera de moda últimamente. No olvidemos que probablemente los más bellos poemas de nuestra literatura han sido sonetos, romances, liras... Con sus rimas y sus sílabas tan encorsetadas, pero al mismo tiempo, con una naturalidad que te hace olvidar esa métrica tan exigente. Todo un reto y todo un prodigio.
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Entrevista 'canina' con Fulgencio López Agüera
—ECP: Las formas orientales están también muy presentes. Me refiero al haikú y al tanka, estrofas que se caracterizan por la concisión y la sugerencia ¿Qué aportan a tu poética?
 
—FALA: Cultivar formas poéticas tan breves es un reto tan apasionante como complejo. Es muy fácil caer en lo superficial con formas métricas tan a priori asequibles. Concentrar una emoción en tres o en cinco versos requiere un ejercicio de síntesis y depuración que casi se parece a un milagro. Yo comencé a hacer tankas y haikús imitando a Luis Alberto de Cuenca y a Borges. He escrito muchos y solo he tolerado los que figuran en el poemario. Acaso no estén a la altura, pero confieso que he disfrutado mucho pergeñándolos.
 
—ECP: Y ya, para terminar, permíteme que, dadas las circunstancias, adapte un tópico que no puede faltar en ninguna entrevista literaria como esta: ¿qué consejo darías a los poetas que empiezan a escribir [...] cuando están a punto de cumplir el medio siglo?
 
—FALA: Que sean pacientes y no se dejen seducir por la vanidad y la inmediatez y, por supuesto, que lean a los clásicos, que intenten dialogar con ellos, que los imiten, que los adapten a su sensibilidad y a su tiempo, desde el respeto y el esfuerzo y, a partir de ahí, que encuentren en ellos su propia voz.
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ANI GALVÁN

20/1/2023

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Entrevista realizada por RUBÉN BLEDA

Educación de una cortesana

Cuando me puse en contacto con Ani Galván para acordar los detalles de esta entrevista, me contestó: «Nene, que me estoy haciendo las uñas, ¿vale?».
La autora de Educación de una cortesana (Torremozas, 2022) no titula en balde sus libros. Se diría incluso que los sigue escribiendo o inscribiendo en su propia vida y en su propio cuerpo. Ani es (parafraseo unos versos de su poema ‘Cantiga de amiga’) la mujer con remordimiento por no ser del todo mujer o de haber aprendido a serlo demasiado. ¿Le sucederá lo mismo como poeta? Quizá tenga esos momentos de duda, de miedo, de pudor, de sentir que flaquea bajo sus pies la tierra de los libros leídos, de verse insuficiente el peso del bagaje (el único peso que nos solemos encontrar insuficiente), de no verse reflejada en los filólogos espejos de los versificadores acérrimos, de dedicarse con tanto tesón a su carrera académica que los versos le queden como escritos a escondidas, en interiores de armario; quizá tenga esos momentos tan millenial de experimentar el síndrome del impostor por todo, de no creerse autorizada en nada, en los que sufra acaso el remordimiento de no ser del todo poeta. Pero también aprendió a serlo demasiado, creo yo, si demasiado significa aparecer desnuda en el poema y ser invisible sin embargo. Aparecer desnuda y tener la consistencia de una ráfaga. Nombrar lo que se oculta es oficio de poetas; ocultarse en lo que nombra es el arte de una poeta que aprendió a serlo demasiado. 
En Educación de una cortesana Ani Galván despliega todas las gracias posibles del lenguaje y la cultura, todas las sutilezas de la lírica y sus inimaginables ensalmos para ofrecernos una colección de poemas muy depurados, aunque muy vestidos, de verso largo y hasta frondoso, con cadencias bíblicas y silencios que respiran. Como la cortesana en cuyo lucimiento no queda huella del esfuerzo gastado en maquillaje, elección de vestuario y de maneras. Tan invisibles la poeta y la cortesana en sus respectivas puestas en escena; tan invisibles las exactas cirugías de la palabra como las secretas artes del encanto. El cuerpo y el poema: escenarios ambos de una análoga disciplina, de un paralelo juego de revelación y misterio.

—EL COLOQUIO DE LOS PERROS: ¿Qué hace Ani Galván con las uñas que se hace? ¿Las exhibe o las saca?
 
—ANI GALVÁN: ¿Tiene que ser excluyente? Creo que en la confesión hay algo de exhibición, pero también de reivindicación. Confesar no únicamente para reclamar tu experiencia, sino para dar testimonio de una historia colectiva. Escribo, en parte, para buscar al otro. Y ese componente comunitario de lo confesional puede ser profundamente político; una voluntad de encontrar la universalidad en la pequeña historia de cada uno.
 
—ECP: Tu poemario Educación de una cortesana ha ganado el XXXIX Premio Carmen Conde de Poesía de Mujeres; has participado en varios ciclos de poesía joven; recientemente fuiste invitada a un coloquio con María Sánchez-Saorín, dentro del festival poético Deslinde, bajo el sorprendente epígrafe de “Carne fresca”… ¿Te sientes cómoda con estas etiquetas? ¿Qué hay de necesario y/o de innecesario en premios destinados a mujeres o ciclos específicos de poesía joven?
 
—AG: En algunos autores jóvenes sí reconozco ciertas inquietudes y temáticas comunes; no obstante, también encuentro poéticas muy diversas. Me sucede lo mismo en el caso de la literatura escrita por mujeres. No creo que esas “etiquetas” traten de segregar, sino más bien de reivindicar, celebrar u homenajear espacios, redes o genealogías que han sido invisibilizadas, omitidas... Imagino que los proyectos que orbitan en torno a esas categorías caminan en ese sentido. En cualquier caso, con este tema me surgen más preguntas que respuestas concluyentes. ¿Existirían proyectos en torno a determinados colectivos si hubieran tenido las mismas opciones reales en certámenes, publicaciones, en el acceso a ciertos espacios, en su momento? A lo mejor esa es la pregunta: hasta qué punto la etiqueta pudo impulsar la visibilidad, ofrecer vías alternativas y/o específicas para ciertas obras, poéticas, creadoras...
 
—ECP: Las mujeres de clase alta que se dedicaban a la prostitución en épocas pasadas recibían el apelativo de “cortesanas”. Por otro lado, cortesano o cortesana también se asocia a la persona que antiguamente formaba parte de la corte y estaba al servicio del rey. ¿Quién es o qué simboliza la cortesana que protagoniza el libro?
 
—AG: El título del poemario surgió a partir de un seminario al que asistí en Inglaterra y en el que nos hicieron leer fragmentos de El cortesano de Castiglione. En este libro renacentista se trazaban las virtudes que debía cultivar el perfecto cortesano, no sólo para generar agrado, sino para remarcar una imagen de respetabilidad y autoridad; en suma, de poder. Esa fue la idea en torno a la cual empezó a orbitar mi escritura: la educación de una mujer en cuyo aprendizaje de comportamiento, maneras, afectos, etc, va estableciendo una relación con su identidad y la ajena, delimitando los términos y el alcance de su libertad.
Curiosamente, la séptima acepción de la RAE para cortesana es «mujer de costumbres libres». En esa definición que ligaba la sexualidad con la libertad en el marco “mujer”, algo hizo clic. Por tanto, hay una educación física en el libro, pero también una educación sentimental que aborda la relación del deseo con la mirada y el cuerpo, el diálogo amoroso, la ruptura con el ideal...
 
—ECP: Me consta que han transcurrido unos cuatro años desde que concebiste la idea de este poemario hasta que ha sido premiado y publicado. ¿Podrías contarnos ese largo periplo y sus vicisitudes? ¿Cómo nació, creció, se reprodujo y alcanzó la temporal inmortalidad de hacerse libro?
 
—AG: Creo que fue un simple darme cuenta de que casi todo lo que estaba escribiendo estaba muy ligado a la experiencia amorosa. Ya intuía cosas que me inquietaban y me generaban preguntas (el extrañamiento del cuerpo, la relación entre la mirada y el deseo, el amor como un problema del lenguaje...). Y lo vivía, lo escribía, pero también lo encontraba en la obra de otros autores, en las personas con las que hablaba... Había allí algo que aún me fascina, un universo lleno de grises, y quise explorarlo. También hubo lecturas maravillosas que me acompañaron durante el proceso: los Fragmentos de un discurso amoroso de Barthes, la obra de Adrienne Rich, los diarios de Anaïs Nin... Supongo que vi un hilo del que tirar y todo empezó a ir encajando.
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Ani Galván © Laura del Valle
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—ECP: Los poemas que componen el libro muestran una gran variedad de recursos literarios, estructuras internas, estilos, longitudes, versificación... No obstante, hay una rotunda coherencia en la voz poética y una especie de elegancia en el recorrido de la obra. ¿Te ha preocupado lograr esa unidad? ¿Has trabajado a posteriori los poemas para conseguirla? ¿Bajo qué criterio has establecido la secuencia de los poemas?
 
—AG: Suelo empezar tomando notas. A veces se desarrollan de forma inmediata y otras pasan meses volviendo a los poemas para retomarlos. Aunque la estructura del libro la vi clara casi desde el inicio: un aprendizaje cronológico dividido en una educación física (el aprendizaje de un cuerpo) y una educación sentimental (el aprendizaje de la relación entre ese cuerpo y la figura del amante). Quería abrir cada parte aludiendo a la herencia recibida y que los poemas, en general, abordaran dilemas de la experiencia amorosa como el deseo, la ausencia, el diálogo o la confrontación. Intento aproximarme a un concepto o un problema para explorarlo desde distintos ángulos; el aspecto formal acaba gestándose en consecuencia. Los ritmos, figuras o recursos van surgiendo del ensayo y el error, el descarte, la ocurrencia... Hay un placer en esa experimentación con la lengua viva que me hace querer buscar, descubrir referencias o palabras; en suma, aprender.
Escribir como un niño juega, sin saberlo todo pero palpando, adivinando; una especie de cadáver exquisito que una empieza sin saber cómo acabará. Entiendo la escritura así, como algo orgánico e intuitivo: las palabras te muestran el sendero del poema, los poemas te muestran el sendero del libro. Sucede de una forma similar cuando te tatúas: parece que el cuerpo te indica, con sus formas y sus movimientos, cuál es el sitio perfecto para cada tatuaje.
 
—ECP: Abundan en tu libro las referencias al mundo clásico: el gineceo, la amazona, la princesa jónica, la nobleza del laurel, la espalda de Apolo, la virgen de la Antigua Roma... Te refieres a la pantalla del ordenador como un «pontos de cristal líquido», metáfora que me llama especialmente la atención, ya que es en este el medio donde ocurren las microodiseas modernas, los instantáneos, pero también a veces largos, erráticos y peligrosos viajes de las palabras entre emisores y receptores. ¿Hasta qué punto son conscientes y deliberadas estas referencias? ¿Cómo percibes tu propio estilo en relación con el panorama actual?
 
—AG: Me gusta pensar en la escritura como una conversación, no sólo con el lector, sino con la tradición, la cultura, el tiempo... Adoro la idea de que en el poema puedan convivir tradiciones, registros, ideas, incluso lenguas, como quizá no puedan hacerlo en el mundo. De hecho, en este poemario, el tema del idioma es recurrente. Algunos poemas hacen referencias directas al aprendizaje de una lengua como acto de amor; también se referencia el deseo como un idioma que se aprende y no sólo abarca lo dicho, sino también lo que se susurra, lo que se mira, lo que se calla... Una tensión entre silencio y palabra que corre paralela a la tensión entre el entendimiento y la discordia, el amante y el amado.
Podría responder, por tanto, que es una elección consciente, pero quizá también fruto de ver todo un flujo de registros, idiomas, vocablos y expresiones diariamente en mi pantalla. A internet le debo parte de esa conciencia de la permeabilidad que percibo en el acto de hablar, e incluso acaba influyendo en la forma en la que me comunico día a día. Esa variación en el lenguaje propio que suscita nuestra relación con los demás y con el mundo es algo que me gustaría seguir tanteando.
 
—ECP: En varias ocasiones aparece el altar, la idea de lo sagrado. Cito unos versos muy significativos: «no era un rostro lo que yo quería / sino un credo». ¿Habla esto de la sacralidad del amor, de la sacralidad del sexo? ¿Es la propia poesía la que sacraliza el terreno que pisa? En este sentido, ¿qué relación guardaría tu poemario con la tradición de la poesía mística femenina?
 
—AG: Si hay un matiz religioso en el libro, está profundamente vinculado a lo amoroso. Creo que la cortesana se acerca a lo sagrado con cierta ambivalencia: en un sentido, es capaz de elevar lo ordinario; en otro, es algo que necesita ser destruido para acceder al amor desde la libertad. Creo que en el poemario existe una tensión entre el credo (esa guía dada a la cortesana, a veces autoimpuesta, para construirse) y la fe (una llama propia, personal e intransferible, que acaba siendo el combustible de su emancipación). La cortesana se inclina ante el altar del credo pero busca, en realidad, el altar de la fe. Así, finalmente concluye: que caiga el ídolo (una imagen concreta, dogmática) y despierte la arcilla (una creencia que renuncia a una forma total y es moldeable en el error y la imaginación).
 
—ECP: Escribes que «mujer» es «palabra polisémica». En el mismo poema sugieres que las mujeres son educadas en el miedo a los hombres y en la desconfianza hacia las demás mujeres, pero la cortesana desoye estas instrucciones. Hay un escorzo de desobediencia que atraviesa todo el libro; sin embargo, es evidente que ciertas disciplinas de la cortesana tienen su anclaje en imperativos de género. ¿Qué hay de educación, deseducación y reeducación en la figura de la cortesana?
 
—AG: Lo que atraviesa todo el libro es un acto de desobediencia frente a esas advertencias. Y la mayor desobediencia de todas tal vez sea el aprendizaje; no sólo de la libertad, sino también de la contradicción. La rebeldía de la cortesana topa con un límite, y es en la negociación con él (aun con la esperanza de destruirlo en el futuro) en la que se funda su madurez. Ese es su camino: poner en tela de juicio los consejos de su educación temprana (la prudencia, el recelo, la contención) y, mientras, tomar conciencia de su propia naturaleza, que puede alinearse con los límites a combatir.
 
—EPC: Has trazado en tu libro un camino a veces oscuro, pero emancipador y esperanzador a la postre. No obstante, ¿hay algo de la educación de la cortesana que la cortesana desearía no haber aprendido?
 
—AG: Diría que para esta cortesana, toda experiencia (incluso aquellas en su momento dolorosas) se hace necesaria en el terreno del poema. Diría, no obstante, que este no es un libro que aborde la herida de un trauma o una violencia irreparable. Más bien la herida derivada de un amor cotidiano, descubierto, celebrado y compartido por los amantes, pero no exento de desajustes. Una herida semejante, diría, a la de un roce en el zapato: puede generar fricción pero también sanar con el tiempo, protegerse, endurecerse y, en los peores casos, pasará por encontrar zapatos mejores.
Esa es la herida de la cortesana, y por ello acaba el libro en un canto conciliador. Hay una toma de conciencia no sólo de las heridas recibidas, sino de las que ella es capaz de infligir. Ese será uno de los frutos de su educación: la cortesana reconoce al amante como compañero y hermano en la capacidad de amar, pero también en la de sufrir; y es en ese reconocimiento en el que comienza a vislumbrar el equilibrio.
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JAVIER MORALES

15/1/2023

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Entrevista realizada por PACO PAÑOS GARCÍA

Monfragüe

Javier Morales Ortiz nació en Plasencia (1968). Este escritor, periodista y profesor de escritura creativa estudió Periodismo, Derecho y Literatura en Madrid. Ha publicado ensayos, novelas y libros de relatos. Los últimos títulos son Monfragüe, Las letras del bosque, La moneda de Carver y El día que dejé de comer animales. Colabora con varios medios y desde hace años mantiene una columna de libros, cultura y ecología en El Asombrario.
Monfragüe (Tres Hermanas, 2022) es brillante, intensa, conmovedora y fascinante. Es una novela autorreferencial (término que le he escuchado a Luis Landero y que me gusta mucho más que el tan traído y llevado autoficción) que tiene como punto de partida un viaje al pasado a través de la memoria del narrador que para convocar los fantasmas del ayer viaja al Parque Nacional de Monfragüe, muy próximo a Verania (Plasencia), el pueblo en el que vivió durante su infancia y adolescencia. El motivo de esta entrevista es la publicación de esta novela.

—EL COLOQUIO DE LOS PERROS: Monfragüe es un libro pequeño, apenas 115 páginas, pero como todos los buenos libros, pequeños o grandes, contiene tantas cosas interesantes e importantes que no tendrían cabida en una entrevista como esta. Empezamos, si te parece, por los recuerdos, esos recuerdos especiales que nos asaltan durante toda la vida: «Pero escribir es mirar atrás, es convocar al pasado». ¿En qué momento decides escribir Monfragüe? ¿Cómo convocas lo que nos cuentas en el libro y por qué?
 
—JAVIER MORALES: Por un lado, Monfragüe es un espacio muy importante en mi biografía y llevaba mucho tiempo queriendo escribir una especie de homenaje a este entorno que ha sido fundamental en mi vida. Pero quizás el desencadenante fue un episodio escolar sufrido por alguien muy cercano. Este hecho, junto a mi propio recuerdo de la infancia, en la que de alguna manera participé como agresor y víctima de acoso, me dio pie a empezar a escribir la historia.
 
—ECP: Tu mirada al pasado, a esas etapas iniciales de la adolescencia, es a veces una mirada afectuosa y jovial, pero siempre es una mirada crítica en lo personal y en lo social. «Se mira a los portugueses desde la roña emocional y el complejo del pobre que desprecia a otro pobre, del que se compara en la miseria y no en las causas de la miseria». ¿Es una mirada política?
 
—JM: Fíjate que yo creo que nuestra mirada, apelando a lo que nos enseñó Aristóteles, es siempre política de una manera u otra. Incluso cuando omitimos cosas. En esa frase que rescatas hay una crítica a la suficiencia con la que en muchos lugares próximos a la frontera portuguesa se veía a los vecinos. Esa mirada de superioridad era ridícula, además, pues todos sabemos que Extremadura, donde nací y viví hasta los dieciocho años y un lugar al que regreso siempre que puedo, siempre ha sido una comunidad pobre en nivel de renta, que no en otras cosas.
 
—ECP: En el libro se narra un viaje al Parque nacional de Monfragüe en el presente, durante el que se convoca otro viaje, una excursión a la misma zona, pero en junio de 1982, por tanto y también, un viaje al pasado a través de la memoria. ¿Es, de alguna manera, un libro de viajes?
 
—JM: No es solo un libro de viajes, pero sí que también es un libro de viajes, estoy de acuerdo. Creo que la buena literatura, la que al menos a mí me interesa, es siempre un viaje personal, ¿no? A veces ese viaje personal se solapa a uno más físico, si quieres, como ocurre en mi novela. Digamos que hay dos viajes, uno al parque de Monfragüe y otro al pasado del protagonista. Un viaje a través de la escritura que trata de cerrar una herida.
 
—ECP: La literatura es importante en la novela. Citas a Hidalgo Bayal, Kafka, Coetzee, César Aria, Hesse, Camus, Stevenson, Beckett, Melville, Orwell, Berger... ¿Escribir es también convocar lecturas y escritores?
 
—JM: Siempre lo es. Uno escribe porque otros miles lo han hecho antes. Escribir es un diálogo con los muertos, los escritores que nos han precedido y de quienes hemos aprendido y disfrutado. Yo no sería yo sin las lecturas que llevo, los libros que me han influido y gracias a los que he aprendido a mirar el mundo.
 
—ECP: Tu gran amor por la naturaleza, los animales, los árboles, el paisaje, es una constante en el libro y creo que en la mayoría de lo que has escrito. Háblanos un poco es esto.
 
—JM: Supongo que haber nacido en Extremadura, una de las regiones con más riqueza natural de España, ha influido en todo eso. No me imagino sin ese paisaje de infancia que luego me ha ido acompañando a lo largo de los años. Quizás ahí está el origen de toda esa necesidad. Pero a todo esto se añade la crisis ecológica que vivimos, con el calentamiento global como una gran amenaza que va a suponer la extinción de millones de seres vivos, de la vida tal y como la hemos conocido hasta ahora. No puedo evitar eso que se llama la ecoansiedad, mirar un paisaje del que he disfrutado tanto y pensar que en el futuro tal vez ya no exista.
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Javier Morales © Lisbeth Salas

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—ECP: Como dije al principio, Monfragüe es un libro breve, pero con muchos temas importantes. Creo que, en una parte significativa, es un homenaje a los buenos maestros. En la página 37 escribes: «Un buen maestro puede cambiar una vida». ¿Te ha ocurrido a ti como alumno o docente?
 
—JM: Sí, tengo una gran confianza en los maestros, los que son vocacionales. Es una gran suerte encontrarse con ellos, no solo en la escuela, también en otros ámbitos. Hubo un maestro en lo que entonces era EGB que jugó ese papel, que me descubrió muchos mundos, que era posible vivir de otra manera, el valor de la cultura y el disfrute de los libros también. También tuve otro maestro en el bachillerato, un profesor de Filosofía, Javier, a quien siempre le estaré agradecido. Como docente, no podría hablar, je, je, eso tendrán que decirlo los escritores con los que trabajo.

—ECP: Hay escritores que cuando escriben sobre un yo del pasado utilizan la segunda persona, estableciendo así un distanciamiento con el yo actual. En Monfragüe utilizas siempre la primera persona para ambos personajes. Ambos se cuentan a sí mismos. Si bien hay una mirada crítica al pasado, no hay conflicto con el yo adolescente, más bien identificación. ¿Ha sido esa tu intención o es solo algo a lo que, como lector, he dado una trascendencia y una intención que no tiene?
 
—JM: Lo que apuntas me parece fundamental, Paco, y no todos los grandes lectores tienen tan en cuenta el punto de vista, algo que para mí también me parece de vital importancia. Me gusta la segunda persona para distanciarnos de nuestro propio pasado, como hace por ejemplo Edna O’Brien en En un lugar pagano. Yo la he utilizado alguna vez también. Pero aquí quería que ambos, el hombre adulto y el niño, se confundieran un poco en esa primera persona. Sí, ha sido buscado.
 
—ECP: Otro aspecto importante de tu novela es cómo entreveras los tiempos narrativos. El pasado y el presente no están separados en capítulos ni en apartados diferenciados. Puede ocurrir que el lector, tras un momento de distracción, no sepa en qué momento está, si en el pasado acompañando al niño o en el momento actual con el escritor que vuelve a Monfragüe, y tiene que volver la mirada, esta vez más atenta, unas líneas arriba. Me ha parecido un gran acierto la utilización de esa técnica narrativa en tu novela. Creo que el sentido de toda la historia queda mejor reflejado de esta manera. Aparte de la complejidad técnica que acarrea, ¿por qué la utilizas, cuál es la intención del escritor?
 
—JM: Como te comentaba, esa superposición de voces ha sido intencionada. Me interesaba hacer una reflexión sobre la identidad, sobre quiénes somos y en qué nos convertimos. La mirada infantil, esa ingenuidad con la que observamos el mundo, no nos abandona nunca, aunque la ocultemos con un montón de capas, desgraciadamente. La voz adulta me permitía el diálogo con ese niño que fue el narrador y también con su amigo muerto.
 
—ECP: Me ha llamado la atención el uso reiterado del verbo ‘entreverar’. Es un verbo muy en desuso, pero tú lo empleas aquí con profusión. ¿Qué importancia das como escritor a la elección de las palabras que vas a utilizar?
 
—JM: Es un verbo que me encanta por las posibilidades que da. Al final, y volviendo a lo que es la escritura, no hacemos otra cosa que entreverar historias, ¿no? Propias y ajenas, como si las tejiéramos. La materia prima del escritor es el lenguaje, las palabras, y eso las convierte en una base sobre la que se sustenta todo. No solo se trata de buscar la más precisa, también la que suene mejor, la que tenga un sentido dentro del texto. No concibo que un escritor no esté atento al uso de las palabras.
 
—ECP: «Pienso (...) en las heridas que no se han cerrado, en las grietas emocionales de las que nacen las historias. Nuestro viaje a Monfragüe fue una de esas grietas, Marcos. Para que las heridas cicatricen hay que restañarlas con palabras, inventarse una ficción, un regreso, un viaje de vuelta. Regresar a ese momento, al abrazo». En este párrafo, creo, está condensado todo el libro, toda su filosofía y toda su belleza. ¿Puedes comentarnos un poco más esta forma de ver la escritura?
 
—JM: Creo que la escritura nace siempre de una herida, más o menos profunda. No tiene por qué ser algo necesariamente muy dramático para los demás, pero sí para nosotros. Está ahí, supura, nos remueve. Y si bien la escritura no cura esas heridas, sí creo que sirve como paliativo, amortigua el dolor que podamos sentir al permitirnos sacar fuera eso que nos inquieta, taladra o conmueve. Escribir es también una forma de autoconocimiento. A veces escribir sin saber muy bien qué queremos contar. Solo después de haber escrito la historia acabamos de entender un poco más.
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    ENTREVISTAS

    El Coloquio de los Perros.
    Revista de Literatura.
    ISSN 1578-0856

    3SPADA
    ACERETE, ALBERTO
    ALBARRACÍN, JAM
    ALCOLEA, MARINA
    ARBILLAGA, IDOIA
    ARMENTA MALPICA, LUIS
    BATRES, IZARA
    BEATRIZ, JUAN [de]
    BELLIDO, ÁLVARO
    BELTRÁN VERDES, ESTEBAN
    BERMÚDEZ OLIVARES, JOSÉ JOAQUÍN
    BLANDIANA, ANA
    BOCANEGRA, JOSÉ
    BORGOÑÓS, IGNACIO
    BORGOÑÓS, IGNACIO
    [Un hombre desnudo]

    BUSUTIL, GUILLERMO
    CABEZAS, ISMAEL
    [Música que escucharé cuando hayas muerto]

    CABEZAS, ISMAEL

    CAMARASA, RAFAEL

    CARBAJOSA, NATALIA

    CÉLINE

    CEREZUELA, ANA

    CERVERA, RAFA

    CHEJFEC, SERGIO

    CHEJFEC, SERGIO
    [5]

    CHESSA, ALBERTO

    CHESSA, ALBERTO
    [Anatomía de una sombra]


    CHICO, ÁLEX

    CISNERO, ALBERTO

    COMAN, DAN

    CONTRERAS, NADIA

    CRUZ, GINÉS

    DELGADO, DESIRÉE

    DÍEZ, JOSÉ MANUEL

    DOMINIQUE A

    ELENA PARDO, CRISTINA

    ESPEJO, JOSÉ DANIEL

    FONT, VIOLETA

    GALÁN, JULIO CÉSAR

    GALÁN MOREU, SALVADOR

    GALINDO, BRUNO

    GALVÁN, ANI

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    GARCÍA, CONCHA

    GARCÍA, DIEGO L.

    GARCÍA JIMÉNEZ, SALVADOR

    GARCÍA LÓPEZ, ERNESTO

    GARCÍA MELLADO, ISABEL


    GARCÍA-VILLALBA, ALFONSO

    GARRIDO PANIAGUA, RODRIGO

    GASS, CARLOS

    GINÉS, ANTONIO LUIS

    GINÉS, ANTONIO LUIS
    [Antonov]


    GÓMEZ, MACARENA

    GÓMEZ BLESA, MERCEDES

    GÓMEZ RIBELLES, ANTONIO

    GÓMEZ RIBELLES, ANTONIO [QUIROMANTE]


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    GROZO, DANIEL

    GUERRA NARANJO, ALBERTO

    HENDERSON, DAIANA


    HERNÁNDEZ, GALA

    HERNÁNDEZ, JULIO

    HERNÁNDEZ, MIGUEL ÁNGEL

    HERNÁNDEZ, MIGUEL ÁNGEL
    [EL DOLOR DE LOS DEMÁS]


    HERNÁNDEZ, MIGUEL ÁNGEL
    [ANOXIA]


    HERNÁNDEZ BUSTO, ERNESTO

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    LÓPEZ, PABLO

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    LÓPEZ MONDÉJAR, LOLA

    LÓPEZ MONDÉJAR, LOLA
    [Qué mundo tan maravilloso]


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    RODRÍGUEZ, ALFREDO

    RODRÍGUEZ, ALFREDO
    [URRE AROA]


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    RODRÍGUEZ PAPPE, SOLANGE

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    SÁNCHEZ, GINÉS

    SÁNCHEZ, GINÉS [2096]

    SÁNCHEZ, GINÉS [MUJERES EN LA OSCURIDAD]

    SÁNCHEZ AGUILAR, DIEGO

    SÁNCHEZ AGUILAR, DIEGO [FACTBOOK]

    SÁNCHEZ AGUILAR, DIEGO
    [LA CADENA DEL FRÍO]


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