Entrevista realizada por DOMINGO LLOR El nudo Diego Sánchez Aguilar es de esas personas que pasan desapercibidas en colectivo, el típico ausente ensombrecido por los oropeles de los reyes de la pista de baile, pero que poco a poco va destacando según vas descubriendo sus valores. Durante años he podido comprobar, en primera persona, cómo crecía y crecía a base de grandes gestos, a veces épicos, en el terreno personal y de hazañas en el ámbito literario. Discreto y elegante, este poeta con escora narrativa, este narrador que destila lirismo, ha ido construyendo un interesantísimo currículum del que podríamos destacar méritos como haber puesto en escena —rescatado de cierto ostracismo— a Roberto Juarroz con la edición antológica de su Poesía vertical para Cátedra en 2012; haber ganado el Premio Setenil por sus Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino (Balduque, 2014), o haber publicado recientemente la novela Los que escuchan (Candaya, 2023), que actualmente tiene visos de obra cumbre y señera en el podio de la alta literatura, y que posiblemente el paso del tiempo confirmará su excelencia. Tras una interesante estela poética, ahora tenemos entre manos El nudo, una elegía, un cántico, un giro claramente manriqueño, unas modernas Coplas a la muerte de su padre con motivo de la concesión del premio Antonio González de Lama del Ayuntamiento de León, y que ha sido publicado por Eolas hace apenas unos días. He podido disfrutar este poemario antes del pistoletazo de salida de su distribución, pero ya está disponible en librerías. —EL COLOQUIO DE LOS PERROS: Diego, si yo hubiera pasado por el trance de escribir esas quinientas treinta y nueve páginas de esmerada orfebrería que supone Los que escuchan y luego su correspondiente campaña de promoción —te has recorrido la península sin apenas pisar tierra como aquellas ardillas de leyenda histórica— estaría ahora ingresado en cuidados intensivos. ¿Cómo haces para mantener el tipo y tener esa pinta tan saludable? —DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR: ¡Jajajaja! Imagino que el truco es hacer algo que te gusta. «Palos con gusto no duelen», dice el refranero. La escritura de la novela fue agotadora, pero maravillosa: casi dos años encerrado en jornadas de escritura de ocho o diez horas, algo que nunca había podido hacer antes, cuando compaginaba la literatura con la docencia. Pero esa experiencia fue también una absoluta desaparición: pasaba semanas sin hablar con nadie salvo con mi mujer, María Luisa; muchas veces pensaba que era un fantasma, que no tenía existencia efectiva fuera del mundo de la novela. Por otro lado, la gira, con todo lo agotadora que ha sido (que está siendo, porque sigue habiendo actos promocionales), es lo opuesto a la escritura: salir al mundo, convertirme en protagonista, ser el centro de atención, es algo que no me suele gustar, que me genera un rechazo pero que, tras tanto tiempo de ostracismo, he sobrellevado con mejor ánimo porque he conocido a mucha gente maravillosa y generosa, he hablado y compartido experiencias después de tanto tiempo de silencio. Tal vez es ese equilibrio entre dos extremos lo que hace soportable lo peligroso de ambos excesos. —ECP: ¿Qué dice de todo esto María Luisa, tu particular Penélope? ¿Te ha estado enviando tuppers desde vuestra residencia londinense a cada escala? —DSA: Los tuppers se los dejo yo a ella cuando me voy de gira, ¡jajajaja! Al fin y al cabo, mi principal labor aquí en Londres, cuando no estoy escribiendo, es la de amo de casa: cocinar y limpiar. Ella está, por supuesto, muy contenta, no sólo por mis habilidades culinarias, que se están perfeccionando aquí; sobre todo, la hace feliz saber que esta aventura que fue venir a Londres, pedir la excedencia en mi instituto, está teniendo un resultado tan bueno. —ECP: Este poemario parece estar escrito justo en el duelo como un ejercicio catártico. Aún recuerdo el abrazo que te di, de esos abrazos que no se olvidan, cuando me comunicaste la noticia. Fue en la boda de Alberto Chessa, estábamos de celebración en la terraza de El Batel y me descerrajaste a bocajarro aquel «mi padre ha fallecido». No pude más que abrazarte, cerrar la boca para impedir esas torpes expresiones que suelen brotar en esas ocasiones, y tirarme el resto de la tarde mirándote de cerca y en la lejanía como si así pudiera velar tu dolor. ¿Andabas ya escribiendo estos poemas? —DSA: No. No sólo no andaba escribiéndolos, sino que ni se me pasó por la cabeza en ningún momento escribir un libro como este. Todos mis libros anteriores, tanto en narrativa como en poesía, tienen una característica: la ficción. En poesía, mi estilo siempre se ha caracterizado por lo épico, por la creación de mundos y personajes sin relación biográfica conmigo. El nudo se me impuso de una forma inesperada cuando terminé Los que escuchan. En ese vacío que quedó al terminar la novela, el recuerdo de mi padre se manifestó de una forma casi sobrenatural e imperativa. En cierto modo, este libro se ha escrito contra mí, contra mi forma habitual de concebir la poesía. Fue un proceso de escritura sorprendentemente rápido y sencillo. Creo que no tardé más de tres meses en tener terminada la primera versión del libro. Y las correcciones que fui haciendo después no fueron sustanciales porque, de alguna forma, el libro defendía su esencia contra mis intenciones. Yo intentaba llevar esa materia prima hacia “mi estilo”, hacia algo más universal, distanciado y ficcional, pero el elemento biográfico y sentimental desde el que nacieron los poemas no se dejaba alterar. En cierto modo, más que escribir el libro, me rendí ante él. —ECP: La estructura del libro me parece muy sugerente, hasta necesaria. Esos tres estadios traducidos a tres capítulos: “Cuidados paliativos”, “Velatorio”, “La casa del fantasma”. Otra muestra más de que estamos ante un autor absolutamente concienzudo. —DSA: Como he dicho antes, casi nada fue laboriosamente premeditado, pese a lo que pueda parecer al lector. Los tres estadios son tres fases del duelo y de la experiencia de la muerte. Desde lo puramente orgánico de una agonía, hasta lo inmaterial del recuerdo, del fantasma. Es también un proceso desde la oscuridad del dolor hasta la luz que emanaba del recuerdo de mi padre, una luz benefactora, una ausencia que se convierte en presencia continua y amorosa en la memoria. —ECP: Aparece reiteradamente entre los trazos que conforman el retrato de tu padre su carácter silencioso. En el poema ‘El padre del escritor, ‘Horario de visitas’ o en el titulado ‘Cuerdas vocales’: «Tu idioma era el silencio. / Yo lo heredé; / y lo guardé en aquel cajón oscuro / donde nada ni nadie / donde toda la noche, / donde todos los años [...]». Apenas conocí a tu padre. Su presencia imponía. Tuve también un padre silencioso, esto me facilita la compresión de esa relación con el prócer hermético que quizá apruebe con un gesto o te derribe con una mirada de desaprobación y que parece sobrevolar este poemario. A veces estar en silencio con alguien es placentero, reconfortante, una implacable prueba de conexión. ¿Le echabas de menos aún estando junto a él? —DSA: Creo que es algo muy generacional, ese hecho del padre silencioso. Las generaciones actuales están educadas en otro tipo de relación, mucho más comunicativa, en la que no se concibe el amor si este no se expresa de forma verbal. Mi padre no era hablador, ni me decía cosas como “te quiero”. Pero jamás eché de menos esas manifestaciones explícitas del amor o del cariño. En cierto modo, el libro reivindica ese silencio cargado de amor. Nunca extrañé a mi padre cuando estaba presente. El suyo no era un silencio de censura o de juicio, sino una forma de ser y de estar en el mundo con modestia, sin imponer su presencia o buscar un protagonismo egocéntrico. En esa actitud me identifico. Lo que más me cuesta de los actos promocionales de mis libros, de entrevistas como esta, es precisamente ser el centro de atención, tener que imponer mi presencia y convertirme en protagonista. —ECP: Hay un poema que no puedo resistirme a volcar aquí íntegramente, se titula ‘Etimología’ y me gusta por ser absolutamente tangencial, su vuelo se escapa del contexto del libro: «Si las palabras tienen una raíz, / tu cuerpo sedado es el árbol; / yo soy la hoja que tiembla. // Si las palabras tienen una raíz, / tu silencio es el barro donde beben, / y mi garganta entonces el sarmiento / donde sin ruido estallan las flores. // Si las palabras tienen una raíz, / mis dedos son el tallo que se quiebra / cuando poso mi mano en tu corteza». Me parece glorioso, descomunal. En él se refleja —como la presencia de alguien que fotografía un escaparate— el perfil del autor en el reflejo, un filólogo excavando en el origen, en la esencia de las palabras. No sé si pedirte algún comentario sobre el mismo, sus aperturas me parecen maravillosas y quizá le cortaríamos las alas, lo estropearíamos. —DSA: Todo el libro está atravesado de juegos etimológicos. La etimología es el estudio de la raíz y la evolución de las palabras, es decir, de la filiación, la herencia que explica los cambios en el significante y el significado de las palabras. Puesto que este libro está escrito desde un “yo” que se define exclusivamente por ser “hijo” de un “padre”, es decir, de una filiación, de una herencia, me pareció que era imprescindible que esa veta etimológica atravesara todo el libro. La etimología revela que en cada palabra hay un recuerdo, una ausencia de una palabra anterior, desaparecida, muerta, que deja no obstante su huella, su presencia invisible, en la palabra-hija. Este libro habla de esa presencia de mi padre en mí, en mis silencios y en mis palabras. Es un libro esencialmente etimológico, por lo tanto, habla de raíces, de herencias, de hilos que en silencio se atan y se desatan. —ECP: Te despides con un guiño a Magritte, con un penúltimo poema titulado ‘Esto no es un poema’ y con ‘Huérfano’ en los que parece planear la eterna inseguridad que padecemos los que nos tomamos en serio cuanto hacemos. ¿Deberíamos ser ‘Absolute beginners’ como propone Bowie? —DSA: Hay un rechazo a la literatura en cada poema, sí. Hay una tensión entre el hecho de estar escribiendo poemas (es decir algo insignificante, irrelevante) frente a algo tan contundente, inapelable y trascendente como la muerte. Hay también una vergüenza personal: mi padre, como muchos de su generación de posguerra, no pudo estudiar y, puesto que mis libros son “difíciles”, escritos para lectores formados, “intelectuales”, mi padre no pudo, por lo tanto, disfrutarlos. Hay un sentimiento de culpa en este libro por eso: por saber que nada de lo que yo escribí pudo nunca ser plenamente entendido por mi padre. Esto, en cierto modo, convierte en más ridícula aún la literatura y acentúa la vergüenza y el rechazo de ese “yo” del poema a todo lo que escribe, al mismo hecho de estar escribiendo. —ECP: La influencia de Manrique es ineludible en este ajuste de cuentas (en el mejor sentido de la palabra). El poema ‘Nuestras vidas son los ríos’ hace evidente de manera casi grosera este hecho, por si se le hubiera escapado el concepto a algún despistado. ¿Nos podrías hablar de otros referentes que detectas o reconoces en esta obra?
—DSA: Manrique es un gigante y su elegía es un monumento de la literatura universal y, desde el momento en que comencé el libro, me acompañó, porque las palabras no sólo son etimología lingüística, sino también literaria. Podría decirse que Manrique es el “padre literario” en cuya filiación se reconocen estos poemas como herederos. Pero, mientras que Manrique consiguió convertir la muerte de su padre en algo universal, histórico, en una reflexión sobre la vida, la muerte y la sociedad de su época, este librito se reconoce “hijo tonto” de aquel, pues apenas logra limitarse a lo personal y emocional, y asume su fracaso de convertirse en algo universal. Las demás influencias las dejo a los lectores; podría señalar apenas a Vallejo, que siempre me acompaña, especialmente cuando hay que enfrentarse a la violencia de la muerte y el amor, y a Juan Gelman, que con tanta belleza expresó la ausencia de su hijo y a quien he robado el verbo “hijear”. —ECP: Este artefacto está dedicado a Fina, tu encantadora madre. Supongo que estará orgullosa; celebrando, como todos los que te queremos, esta racha de éxitos que sinceramente espero no acabe, porque la mereces por muchos motivos. No contento con dedicarle un libro, le construyes un homenaje en ‘Así cosía’, un poema plagado de hermosos símbolos. ¿Ariadna ya no tiene un hilo para recuperar a Teseo? ¿Es ella, Dédalo, la que construye el laberinto? —DSA: Más que un laberinto, este libro es un tapiz de los hilos de la filiación. La voz que habla es la del hijo y, por lo tanto, pese a que la figura central es la ausencia del padre, el hijo lo es de madre y padre. Mi madre (y esto también es, creo, generacional) era la voz, la palabra, que suplía o acompañaba o completaba el silencio de mi padre. Mi madre (y esto también es generacional) cosía, y este hecho biográfico tenía un encaje perfecto en la simbología del libro. Su hilo fue siempre el de las palabras que anudaban o cosían los silencios de mi padre y los míos. —ECP: Este libro es otra joya en tu haber. Gracias por esto y por tanto, Diego. —DSA: Gracias siempre a ti, Domingo.
1 Comentario
Fina Aguilar Ferrer muy orgullosa y muy agradecida a mi
5/2/2024 01:36:49 am
Muy orgullosa y muy agradecida a mi hijo porque aparte de ser un buen escritor, ha sido un buen hijo que es lo más importante para una madre y un padre naturalmente.
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El Coloquio de los Perros. CABEZAS, ISMAEL
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