Entrevista realizada por ANTONIO MARÍN ALBALATE De un verbo llamado “amandar” María Esteban Becedas es a Amanda Sorokin, como Alberto Caeiro o Álvaro de Campos era/es a Fernando Pessoa o, salvando las distancias, Juan Cartagena y Tonino Albalatto (entre otros) a quien esto suscribe. María, Amanda de aquí en adelante, es una salmantina nacida en 1995 que (según leemos en la sinopsis de su ópera prima) estudió Filología Románica entre «Salamanca, Coventry, Barcelona y Madrid, antes de embarcarse en una tesis doctoral sobre poesía y canción de autor extremadamente interesante y que no convence a casi nadie. Ha trabajado como azafata de congresos, actriz de doblaje, traductora literaria, correctora ortotipográfica, curadora de canciones y librera de viejo. Habla cinco lenguas vivas y dos muertas, pero no ha aprendido a sujetar bien el lápiz. Tampoco toca la guitarra. Abandonó el tiro con arco. Las alas de las polillas (2021), escrito durante su estancia en Barcelona y unas breves vacaciones en Siracusa, es su primer libro editado». Tras Las alas de las polillas, justo un año después, Amanda recibirá el IV Premio de Poesía de la Facultad de Filología de la UNED por Los restos de la fiesta (2022), un libro del que Guillermo Laín Corona, prologuista del mismo y director de su tesis, asegura que es «un poemario de amor y juventud, o sea, de amor a secas, porque el amor, cuando es amor, ocurre en un pueblo con mar y con veinte años, antes de llegar a la treintena tuberculosa, que aboca al suicidio becqueriano. Según confiesa su yo lírico en uno de los poemas, Amanda tiene “veinticientos”, con pretensión de juventud arrugada por los muchos desamores [...]». Cabe destacar que ese mismo año de 2022, Amanda quedó finalista del Premio Adonáis con De Revolutionibus, un libro todavía inédito. Sin “veinticientos”, con veintiocho años (¡qué edad tan bonita!) ahora, en 2023, Amanda publica sus Dinosaurios de pelo rosa en la editorial Reino de Cordelia, de la mano de Luis Alberto de Cuenca, quien asegura en su prólogo que este libro «es un cancionero amoroso». Aunque su autora no esté muy de acuerdo con él en esto, al final acaba convenciéndose de que sí porque sabe que, en el fondo, el amor es un taladro eléctrico del que salimos, indemnes o no, como un queso emmental con temblor puntual de reloj suizo. No en vano escribe Amanda: «Hace un segundo o veinte años que tengo frío. / Tirito / como los rinocerontes en la selva de tu hijo. / Y un taladro me ha volado la cabeza. [...] Y pienso que a veces el amor es eso: / una broca reventando la materia». Y todo para que florezcamos desde los pies hasta el desmayo. De Amanda, por si alguien no lo sabe, viene el verbo “amandar”, cuyo presente de indicativo, con el que me quedo, lo dice todo: “Yo amando”. He tenido el placer de charlar con ella y sus dinosaurios en La Montaña Mágica, la librería de nuestro amigo Vicente Velasco Montoya. Gracias, Amanda Sorokin, por acercarte a este parnaso de perros descalzos ladrándole al taladro que les vuela la cabeza. Y bienvenidos todos a la fiesta de hace un segundo o veinte años mientras buscamos contigo un nuevo sistema expresivo. —EL COLOQUIO DE LOS PERROS: Amanda Sorokin. ¿De dónde viene su procedencia? —AMANDA SOROKIN: Digamos que la primera parte del nombre me encontró a mí, no la elegí; la segunda es una declaración de intenciones de la que hablaré más adelante. Cuando me mudé a Barcelona, varias personas que no se conocían entre sí me llamaron Amanda por error. A la cuarta o quinta vez empezó a resultar inquietante, porque Amanda y María tampoco son nombres tan parecidos. Guardo incluso un autógrafo en un disco de un grupo que escuchaba mucho entonces, Antílopez, dedicado «para Amanda, con cariño». Al año siguiente me trasladé a Madrid y volvió a sucederme, aunque con menor frecuencia que en Barcelona. Decidí que, si alguna vez necesitaba cambiar de identidad, aunque fuera solo como juego literario, no podría llamarme de otra manera. En cuanto al apellido, Sorokin es una ciudad ucraniana y creo que significa “urraca”, pero no me lo puse por eso. —ECP: ¿Cuánto hay de Amanda en María? —AS: Todo, me temo. En un primer momento concebí a Amanda como un heterónimo. Tiene mucho que ver que en esa época yo cursaba una asignatura monográfica sobre Pessoa en la UB, impartida por Elena Losada. Me gustaba la idea de inventarle a Amanda una biografía que transcurriera en paralelo a lo que realmente me sucedía, un carácter que fuera una deformación del mío, incluso una caligrafía propia, y escribir desde el personaje, dejar que Amanda tomara sus propias decisiones y se equivocara menos (o más) que yo. Explorar esas posibilidades que de alguna manera derivan de mí, sin pertenecerme realmente. Creo que por eso Las alas de las polillas es un libro tan extraño. Con el tiempo, la idea del heterónimo se volvió insostenible (un poco por pereza; un poco porque publicar perdía la gracia si tenía que ocultar mi identidad real), y terminó deviniendo un simple pseudónimo. Mi foto está en la solapa de mis libros. Es decir, que hay de Amanda en María cuanto de mi yo poético hay en mí. —ECP: De Las alas de las polillas, tras Los restos de la fiesta, llega Dinosaurios de pelo rosa. Tres libros en tres años consecutivos no está nada mal. ¿Desde cuándo escribes poesía y cómo llegas a ella? —AS: Empecé tarde, en primero o segundo de carrera. Mi primer poema fechado es de 2014; lo escribí en una cafetería de Salamanca, en una cuartilla cuadriculada de las que usábamos en el colegio y luego aproveché para tomar apuntes en la universidad. Todo muy escolar. Antes había escrito páginas sueltas, sin mayor pretensión que el desahogo. Para mí, el verdadero cambio tiene lugar cuando decides convertir aquello que sientes o te sucede y que te impulsa a escribir en algo que merezca la pena leerse. Muchas veces lo haces porque otro te lo dice, alguien en cuyo criterio confías te sugiere que sigas escribiendo, que trabajes los textos, que compongas un libro, que intentes publicar. Y ello implica dejar de lado toda autocomplacencia; y por supuesto entender cuanto antes que a nadie le importa tu vivencia personal. La literatura no tiene nada que ver con los sentimientos íntimos; y no creo que exista una definición universal, pero sí tengo claro que, entre otras cosas, consiste en trascender la anécdota. Para evitar caer en el adanismo, solo cabe leer hasta que el cuerpo aguante y escuchar buenas canciones. Si uno se sobreexpone a la verdadera literatura en sus diferentes formas, sabrá reconocer cuándo ha escrito algo decente. O eso quisiera pensar. —ECP: Dinosaurios de pelo rosa es un sugerente título para dar rienda suelta a nuestra imaginación. ¿De qué sáurico sueño toma nombre tu libro? ¿Por qué de pelo rosa? —AS: En efecto, es un libro muy onírico, aunque este peluche rosa pertenece a la realidad material. Los dinosaurios pueblan nuestro imaginario en su versión más realista y terrible, y también en forma de galletas o juguetes de gesto afable, y me parecen una buena metáfora de muchas cosas. No sé por qué nos gustan tanto los dinosaurios. Nos recuerdan nuestra vulnerabilidad (¡eran los reyes del mundo, tan inmensos y monstruosos, y desaparecieron sin más...!); o quizá es que son lo único que se salvó entre todos aquellos seres fantásticos que nos fascinaban de niños y resultaron ser invenciones de los adultos. Con cuatro o cinco años, mis padres me regalaron un tiranosaurio de peluche (este marrón) que guardo con cariño en mi casa madrileña. Muchos años después, compré en la tienda de recuerdos de la National Gallery un utahraptor de colores imposibles (entre ellos el rosa fosforito) para el hijo de una persona a la que quería impresionar; y me divirtió la idea de que el amor puede tomar formas tan peregrinas como esa, un lagarto prehistórico peludo y suavecito. De ahí el título de Dinosaurios de pelo rosa. Uno de los temas es precisamente ese, las infinitas formas del amor. Luis Alberto de Cuenca no está tan desencaminado en su lectura del libro como cancionero amoroso. Si es que siempre tiene razón, el desgraciado. —ECP: En las aclaraciones y dedicatoria de tus Dinosaurios leemos: «‘El último ídolo’ es para Luis Alberto de Cuenca, porque comprende la necesidad del mito, resiste toda tentativa de desmitificación, y mi admiración y cariño hacia él alcanzan dimensiones sáuricas». ¿Con qué libro llegas a su escritura? —AS: No fue con un libro, sino con un disco de Loquillo, Su nombre era el de todas las mujeres, en una reproducción aleatoria en YouTube. El soneto ‘A Alicia, disfrazada de Leia Organa’ me fascinó. Eran las metáforas más originales que había escuchado, tan plásticas, tan certeras, así que busqué a quién narices se le habría ocurrido aquello del vacío y las naves invasoras, o de los cerebros amados que se funden, o del cuerpo de reina esclavizada. Y me topé con el nombre de LAC. Yo acababa de terminar segundo de Bachillerato, y él formaba parte de mi temario de Selectividad, perdido en una nómina amplísima de autores en los que apenas habíamos podido detenernos, así que pude identificarlo vagamente. Fui a la Biblioteca Pública de la Casa de las Conchas y saqué en préstamo todos los libros suyos que encontré (eran ediciones en Renacimiento, de esas con rayitas de colores en la cubierta), y los leí del tirón esa noche. Fue un deslumbramiento como llegan pocos en la vida, con una resaca que duró varios días. Recuerdo que la pregunta que me venía a la cabeza era algo como: «Ah, pero... ¿Esto podía hacerse? ¿Se podía escribir así?». Fue un punto de partida. Creo que es lo que les sucede a muchos autores incipientes cuando descubren a su poeta, a aquel que les entrega el mapa del tesoro, como le oí decir a Javier Ruibal en la mejor metáfora posible. Stephen King defiende que siempre escribimos para alguien. Yo siempre escribí para que LAC me leyera. Y ahora que lo hace, no sé dónde meterme. —ECP: ¿Cómo y cuándo le conoces personalmente? —AS: A lo largo de los años fui a numerosos recitales suyos en Madrid, y presentaciones de libros ajenos, sin atreverme jamás a saludarle o a desplegar mi modo fan. En una ocasión, llegué a llevarle un ejemplar de Las alas de las polillas preparado para entregárselo, cuando acababa de publicarse, considerando que así tenía una excusa sólida para acercarme a hablar con él. Tuve la prudencia de no fechar la dedicatoria, por si en el último momento me faltaba valor, como efectivamente sucedió. Me volví con el libro para casa. El caso es que el destino y las redes orquestaron que, en febrero del año pasado, nuestro querido librero Vicente Velasco me contactara para participar en un ciclo de lecturas online, donde los poetas recitan al poeta que más los haya inspirado, y no escoger a LAC sería faltar a la verdad. Al término del recital, Vicente me pidió permiso para facilitarle mi contacto a LAC en el caso de que él se lo pidiera cuando viera el vídeo; yo acepté segura de que aquello quedaría en nada, como mucho en un breve agradecimiento mutuo. Un par de semanas después encontré un mensaje suyo en la bandeja de spam de mi correo electrónico, a puntito de eliminarse y desaparecer para siempre. Desde ese momento preciso hasta la publicación de Dinosaurios, pasando por los tres recitales que hemos compartido, no tengo demasiado claro qué ha pasado (aunque LAC lo explica detalladamente en el prólogo). Hay por ahí, en alguna cuerda temporal, una María de dieciocho años que aún no se ha recuperado del susto. —ECP: Siguiendo con el citado poema ‘El último ídolo’, añades: «El cierre del poema mejoró con la contribución generosa de Alexis Díaz-Pimienta». Ciertamente hay que decir que se nota, y es bueno, el toque cubano de Alexis, con quien también compartimos admiración y amistad, lo que lleva a repetir la pregunta anterior: ¿cómo y cuándo llegaste a este cubano repentista de oralitura tanta? —AS: La historia es tan pintoresca que parece que la estuviera decorando, pero es completamente cierta, y los protagonistas no me dejarán mentir: allá por mayo de 2019, pasé una noche por el Café Libertad 8 en busca de un conocido (Balta Cano) que acababa de terminar un concierto allí, al que yo no había podido asistir, para darle un abrazo y excusar mi ausencia. Ya no encontré a mi amigo, pero sí a un grupo de cantautores de altísimo nivel que rodeaban a un repentista cubano en plena oleada improvisadora. Quise acercarme más. Pero alguien me dio un empujón sin querer (el Libertad estaba muy concurrido esa noche) y acabé clavando el tacón de mi sandalia en un pie aparentemente anónimo, que también llevaba sandalias. Perdí el equilibrio y me caí. Cuando levanté la mirada, descubrí que la persona a la que había pisado y que ahora me ayudaba a incorporarme era Jorge Drexler. Debió de verme apurada por la escena y me dio conversación, me integró en el círculo que rodeaba al repentista. Así fue como conocí a Pimienta y a Drexler simultáneamente, y con el tiempo nos haríamos amigos. En los meses siguientes coincidimos varias veces, fui descubriendo más sobre sus artes. En ese momento yo cursaba un título propio de la Complutense, Estudios Avanzados de Voz y del Habla Artística, interesantísimo y que tristemente existió solo ese curso. Buscaba un tema para mi TFM, que quería orientar hacia las literaturas orales, y decidí investigar la labor “polinizadora” de Alexis (en palabras de Raúl Rodríguez) sobre los cantautores. Posteriormente le dedicaría mi tesis doctoral, en la que todavía ando inmersa. —ECP: Sin salirnos de la página ya mencionada nos salen al encuentro nombres de cantautores como el uruguayo Jorge Drexler o el gaditano Javier Ruibal, lo que indica que la canción de autor está muy presente tanto en tu poética como en tu vida. Desconociendo cuánto de eclecticismo musical hay en ti, ¿qué más cantantes y/o bandas sueles escuchar al margen o no de la cantautoría?
—AS: Soy muy, pero que muy dylaniana, y también me encantan ciertos cancionistas italianos, franceses y portugueses. Los escuchaba para aprender el idioma y eso acabó siendo secundario. Pero de un tiempo a esta parte solo escucho música en español. El término cantautor es confuso, limitado por ciertas connotaciones políticas y estéticas, y ni Drexler ni Ruibal encajan plenamente en la etiqueta, si nos salimos de la definición más literal: aquel que canta lo que compone. Para eso, los franceses son fantásticos: su equivalente a la figura del cantautor es el ACI (Auteur-Compositeur-Interprète). En lo musical soy muy desprejuiciada. Puede gustarme todo, mientras sea bueno; y con bueno no me refiero necesariamente a grandes melodías o a letras refinadas e ingeniosas. Las canciones que escuchamos en la infancia y la adolescencia conforman el sustrato más básico de nuestra educación sentimental y hasta lingüística. A mí, con diez años, nada me había hecho experimentar lo que sentí al escuchar por primera vez el disco Esta mañana y otros cuentos, de Coti. Era un sentimiento nuevo, como canta Battiato, el más nuevo de los sentimientos nuevos, porque era el primero y no inducido. Estoy segura de que eso ha tenido más peso en mi escritura que casi todo lo que ha venido después, y eso que no hago otra cosa que leer poesía y escuchar canciones. Por eso me puse el apellido de [Coti] Sorokin. —ECP: A pesar de tus veintipocos años, sin decir nombres, ¿se te ha caído ya algún mito viviente? —AS: Casi todos, aunque me empeño en reflotarlos. De ahí mi poema ‘El último ídolo’, donde le ruego al último mito superviviente que permanezca, que me quede al menos uno, o los años que me falten y que a priori deberían ser muchos se me van a hacer muy arduos. —ECP: ¿Qué ha sido de tu libro finalista del Adonáis? —AS: Ahí sigue el pobre mío, en el cajón virtual de mi carpeta de poemarios en el ordenador. Antes del no-Adonáis estuvo encaminado a publicarse en una editorial que, en un capítulo desagradable y aún por aclarar, cortó relaciones conmigo pocos días antes de la salida prevista del libro. Quiero pensar que De revolutionibus sigue inédito después de dar tantas vueltas porque hace honor a su nombre, y porque la fortuna le tiene reservado algo bueno. Llegará su momento, espero. Es el primer libro que escribí, hace ya casi diez años, pero sigue pareciéndome defendible. —ECP: El libro Dinosaurios de pelo rosa lo abre el poema ‘Horror vacui’: «Estoy en edad de explotar la imprudencia. / Se me ha concedido el don efímero de la temeridad / y lo disfruto en la medida en que la educación me lo permite, / aunque lo mío sean las maldades pequeñas, las frugales transgresiones». Este último verso me lleva a preguntarte por esas maldades y transgresiones: ¿son confesables? —AS: Todos tenemos mezquindades y contradicciones; a veces inexplicables, siempre muy humanas. A mí suelen resultarme simpáticas en los demás, y no me molesta gran cosa detectarlas en mí. La envidia, por ejemplo, no me parece mala en sí misma; lo es si te dejas llevar por ella hasta el punto de odiar a quien te la provoca. Manías, pequeñas deslealtades... Todos tenemos un punto cabroncete; y reconocerlo me parece lo más inteligente. Nadie es plenamente coherente y monolítico, y es casi reconfortante que sea así. —ECP: ¿Crees que el mundo es buen un lugar para inspirarse? —AS: Tampoco tenemos otra cosa. —ECP: Háblanos un poco de esa tesis doctoral sobre poesía y canción de autor en la que andas sumergida. —AS: Quise bucear por el asunto desde el momento en que detecté pruritos dentro del mundo académico (y en las conversaciones cotidianas) con la concesión del Nobel de Literatura a Bob Dylan en 2016. Para mí, que la canción sea un género literario (paralelo a la poesía, aunque con permanentes confluencias e intercambios) y por tanto tenga cabida en un premio con ese apellido (Nobel de Literatura; no de Poesía; ni de Música) era una obviedad, algo que nunca había tenido que cuestionarme. Y, de repente, tanta gente a la que yo consideraba válida, talentosa, afín a mis ideas en otros tantos debates se indignaba por la concesión de un galardón a un tipo que, por lo demás, está por encima de cualquier reconocimiento. Creo que fue Cohen el que dijo que Dylan engrandece al Nobel, no al revés; la concesión honra más al premio que al premiado. Quise entender por qué tanta polémica, y encontrar argumentos sólidos para defender mi postura. Y me encontré con cuestiones que nunca me había planteado, como esa dictadura de lo escrito frente a lo oral; los prejuicios hacia lo popular como algo frívolo... Y tuve mucha suerte, porque los tres autores principales que seleccioné para ilustrar esos puntos de encuentro entre poesía y canción (Alexis Díaz-Pimienta, Jorge Drexler y Javier Ruibal), a los que apenas conocía en el momento de embarcarme con la tesis, son los mejores objetos de estudio que podría haber elegido. Bucear en sus obras es el viaje más gratificante que puedo realizar desde el escritorio de mi casa, y gracias a ellos estoy conociendo a gente maravillosa, que de otra manera se hubieran quedado en simples nombres, y sumando a mi bagaje experiencias que también revierten en mi escritura. Un doctorado implica, entre otras muchas cosas, constancia, que siempre será más sólida si parte de la admiración y la gratitud que de la obligatoriedad. Y llámese síndrome de Estocolmo, pero, si el amor puede ser un dinosaurio de peluche, también es una tesis doctoral.
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El Coloquio de los Perros. CABEZAS, ISMAEL
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