Traducción y nota final: MANUEL ÁNGEL GÓMEZ ANGULO Estas declaraciones fueron grabadas con mi magnetófono en el domicilio de Céline, en marzo de 1959. En el curso de este diálogo, mi único deseo era el de recoger un testimonio, un recuerdo de su voz; mis preguntas, mis intervenciones no tenían, pues, la intención de transformar nuestra conversación en una entrevista. En consecuencia, habremos de tomarlas por lo que son, sin buscar en ellas un propósito periodístico. Como de todas maneras no se puede reproducir con fidelidad al escrito el texto sonoro que integra esta grabación (a saber, aparte las palabras, los murmullos, las pausas, etc...), opté por reordenar ligeramente nuestro discurso recíproco, sin rebajar por ello su carácter oral y familiar. Marc Hanrez —MARC HANREZ: Quisiera preguntarle por distintas cuestiones en lo referente al aspecto místico de su obra, ciertos aspectos que no han sido tratados aún por la crítica. Para mí, se desprende una concepción mística de la vida de algunos de los pasajes más mágicos del Voyage au bout de la nuit [Viaje al fin de la noche], de Mort à Crédit, [Muerte a plazos], si los comparamos con el resto de sus libros... —LOUIS-FERDINAND CÉLINE: No hemos llegado al meollo de la cuestión, si me permite la expresión. Yo veo la cosa más bien de manera distinta. Todos anhelamos penetrar el misterio al que usted se refiere, aquel que los pintores y los dibujantes abordan con múltiples recursos. En su universo existe una línea, la famosa línea: algunos la hallan en la naturaleza, en los árboles, en las flores, en los misterios nipones... De modo que es preciso que a todos nosotros nos haya rozado la naturaleza. Yo, debo confesarlo, no estoy muy orgulloso de ello, me he ocupado mucho del cuerpo humano, por mi enfoque de anatomista, de diseccionador. Me encanta la disección. Ni la he inventado, ni soy el primer individuo al que haya apasionado la disección... Pero no es eso todo: las formas vivas también me interesan, lo cual ha hecho que toda mi vida la haya perdido... No, no la he perdido... He pasado mucho tiempo en compañía de bailarinas, porque me mantenían cercano a las líneas y a los cuerpos que buscaba (algo que expuse en L'Église y en Féérie). La búsqueda de esa línea abstracta: un movimiento de danza me arrebata. Valéry ya lo expuso, pero de manera tosca. Hay gente que carece de olfato. Yo lo he afinado mucho a ese respecto. Era pobre y mi madre trabajaba con encajes antiguos. Teníamos clientas; me impresionaba su belleza física y me atraían mucho, en nuestra desgracia (¡pues solo Dios sabe cuánto trabajábamos!). A mí no me incitaron por ese camino. Mi padre, en cambio, que fue dibujante, tuvo cierta tendencia a explorar las líneas... Por regla general, todo esto despide un olor a depravación, así de sencillo. Hay en ello una parte de erotismo, lo cual no es inexacto. Lo que ponemos en marcha es el instinto de reproducción (no nos engañemos, no vamos a aspirar a la pureza), pero hay más que eso. Por el contrario, las desgracias y los defectos físicos me alejan del cuerpo humano, de las personas... —MH: En una obra que no es suya, Entretiens [Entrevistas], de Robert Poulet, afirma usted que la mayoría de los hombres con los que se ha codeado le parecen muertos. ¿Qué entiende usted por ahí? —LFC: Se dedican a episodios groseramente alimenticios o aperitivos: beben, fuman y comen de tal manera, que se han marchado de la vida —por encima de la vida—. Digieren. La digestión es una función muy complicada (cuyo mecanismo conozco) que todo lo absorbe: sus cerebros, sus cuerpos... Y no les queda nada, no son más que sebo. Siéntese en una terraza, observe a la gente: desde el primer vistazo va usted a sorprenderse con todo género de distrofias, de invalideces groseras. ¡Es repulsiva, lamentable de ver! Y es fea, en todos los países (porque he frecuentado muchos países: he viajado en misión para el departamento de higiene de la Sociedad de Naciones por el mundo entero). De modo que la veo totalmente absorta en sus funciones meramente digestivas. Estamos tratando del instinto de conservación (hay dos instintos en el hombre: el de conservación y el de reproducción...). Engulle diez veces más y bebe diez veces más de lo que se precisa; no es ya sino un aparato digestivo. Con gran apuro, podría usted tropezarse, en los posos de esa bullabesa alcohólica y fumadora, con un ser humano... Carece de interés: está usted tratando con un monstruo. —MH: Es decir que el individuo pierde su consciencia. —LFC: Absolutamente. Ya sean blancos, negros, amarillos o pieles rojas, el instinto de conservación los absorbe. Forman parte de una maraña, nada más... Con alguna que otra cháchara, farfolla, crasas vanidades, un decorado, academias, se sienten satisfechos. Satisfechos, hasta cierto punto... No dejan, a fin de cuentas, de sentirse atraídos por el circo romano. Estarían encantados de asistir a unos cuantos combates en los que corriera la sangre, de presenciar la tortura en sus narices. A menudo, he declarado que la totalidad de las obras de teatro, el cine incluso, aburren. A la gente no le gusta el cine, no le gusta el teatro; aburren en mayor o menor medida. Se dice que una obra es buena cuando aburre menos que otra, pero no divierte. Lo que divertiría sería que, a la salida del teatro hubiera un circo romano abierto, con mirmidones y gladiadores que se matasen entre ellos, que se abrieran en canal. Eso sí que sería espectáculo, y eso es lo que esperan, ¡de verdad!... —MH: Con motivo de un encuentro anterior, me habló usted de que en la actualidad el mundo occidental carece de fe. ¿Cuál sería a su parecer la fe que podríamos re-encontrar o que podríamos re-crear? —LFC: Ese asunto está resuelto, zanjado. Hemos perdido la fe porque somos demasiado viejos. El mundo occidental está consumido, por las guerras, por la charlatanería, por el alcohol. Desde que se plantaron viñedos, es decir, cuatro o cinco siglos antes de Jesucristo, se puede considerar que la historia de Europa está acabada... ¡Antes de los druidas! La historia dejó de existir. —MH: ¿Cuál es el pueblo o el conjunto de pueblos que en lo sucesivo escribirá la historia? —LFC: Difícil de decir. Será aquel que consiga abstenerse de beber, de tragar... Serán los ascetas. Pero cuestiono la llegada de esos ascetas. Buda es enorme; un comisario político chino tiene un trasero gordo, igual que un arzobispo. Los comisarios políticos, arzobispos o ministros empiezan por tener un trasero gordo, mofletes caídos, papadas, sobrantes por todas partes. Engullen... ¡Lo que llamaríamos «buena ceba»! A partir de ahí, son capaces de cualquier cosa. [...] Cuando un jefe de estado sustituye a otro jefe de estado, cuando un general... Cuando un presidente de la República se entrevista con otro presidente de la República, elaboran un menú y ese menú se publica en los periódicos. El público lo mira y exclama: «¡Ah! ¡Esa sí que es una caca digna de admiración!». Yo le echo un vistazo: pulpeta de ternera, guisantitos salteados... ¡Ah! ¡Qué cacas, qué cacas! Comprende usted, es concederle a la digestión —al instinto de conservación, por consiguiente— una importancia enorme y eso es lo que acaba con ellos. El mismo instinto de conservación al que incita la medicina, que no para de hacer avances día tras día, como usted sabe, en cirugía, etc. Está contando usted con gentes ineptas, que no imagino convirtiéndose en ascetas. —MH: Según su opinión, ¿la raza futura de la humanidad sería una raza de ascetas? —LFC: ¡Sí! Únicamente una raza de ascetas, ascetas que seguirían una cura espantosa para suprimir toda esa predisposición hacia los mondongos... De otra manera, se convertirán en monstruos. Si intentáramos criar cerdos del mismo modo que criamos seres humanos, ¡nadie querría a esos cerdos alcohólicos! Nos crían peor que a los cerdos, que a los patos o a que a las gallinas... No hay especie viviente que pueda resistir el régimen que llevan los humanos. —MH: Habla usted de ese instinto de conservación que todos llevamos al límite y que nos destruye, pero que está vinculado a pesar de todo al instinto de reproducción, pues para reproducirnos por fuerza tenemos que conservarnos. —LFC: En eso, el instinto de reproducción se las apaña solito, no nos necesita realmente. Conque el hombre tenga una erección, conque descargue sus dos centímetros cúbicos de esperma —y eso, siendo generosos— consigue reproducirse. Todo ocurre sin más. Es tan fácil. En cuanto a la mujer, basta con que ella se preste... Y ya está... Puede hacer niños sin que se ocupen de ella, sin que se dé cuenta. Se ven madres de familia que han cumplido con su deber conyugal y luego se acabó lo que se daba. —MH: A propósito de la mujer: en su obra, ella ocupa un lugar relativamente importante, pero el amor y en especial el amor sentimental apenas ocupa su espacio. ¿Es sencillamente porque usted lo rechaza? ¿O porque estima que no añade nada a la novela, que debe permanecer implícito en el relato? —LFC: No niego ese lugar, al contrario. El acercamiento entre dos seres es muy respetable y muy normal, para hacer frente a las adversidades de la vida, que son incontables. Es cordial, placentero, pero no creo que merezca en justicia una literatura. Son historias que encuentro groseras y también cargantes: ¡Te quiero! es una expresión abominable, que en lo que me concierne jamás he empleado, pues no tenemos por qué expresarla, la sentimos y ya está. Un poco de pudor no viene mal. Todo eso existe, pero quizá lo expresemos una vez al año o cada siglo... Y no a lo largo del día, como si se tratara de una canción. —MH: En el Viaje al fin de la noche se advierte que el protagonista siente hacia la mujer una gran afección (pienso en las diferentes mujeres con las que se topa y en particular con dos americanas), pero una afección que —como acaba usted de decir— no se expresa por medio de palabras tales como te quiero u otras. ¿Estima usted que esta afección ha de encontrarse en la base del amor, pero que no debe expresarse? —LFC: Es que no le veo la razón. Se trata de un sentimiento, de un acto, Dios mío, ¡bastante animal! —¡y por su naturaleza, es preciso que sea animal!—. Adornarlo con florecillas me parece grosero. El mal gusto consiste precisamente en poner flores en aquel lugar en el que no hacen ninguna falta. Son cosas que uno puede imaginar, pero que no son esenciales. Se adentra usted en un delirio (el coito es un delirio) y ese delirio, racionalizar ese delirio con artificios verbales precisos, me parece bastante bobo. —MH: ¿Considera usted el coito como el acto supremo, como la consumación total del amor? —LFC: El amor es un cliché: estamos tratando del acto de la reproducción. No hay más historia, nos lo entregan. Es una prima que la naturaleza ofrece al coito y a la reproducción; a la persona se le ofrece un delirio de unos segundos que lo acerca a ella [a la naturaleza]. —MH: Como para ciertas creencias hindúes, ve usted en el momento del delirio una comunicación mística con la naturaleza. —LFC: Evidentemente... Místico, no lo sé. Procurar una prima al individuo para que se sienta divinamente traspuesto a un mundo que desconoce, al mundo de la naturaleza... —MH: ¿Cree usted que existen otros medios, aparte el delirio del coito, para alcanzar ese conocimiento, esa especie de acoplamiento con la naturaleza? —LFC: Es tan intenso. No hay nada que reprocharle a la naturaleza. Es suprema, puesto que nos coloca en ese punto, puesto que nos redime. Quiero decir que los hombres tienen un destino difícil y muy doloroso, porque en definitiva la naturaleza juega con ellos. Como dijo La Rochefoucauld: «No se sienten nacer, sufren por morir y esperan vivir». Eso es; esperan vivir, pero jamás viven de verdad... Sienten que mueren y sufren la mayor parte del tiempo (99%). Esperan la jubilación, esperan un ascenso, esperan la graduación, esperan siempre algo. Esperan al ser amado, luego tienen unos meses de ensueño, cierto frenesí con el coito, y después regresan a la vida de las numerosas obligaciones. Estimo que son grandísimos desgraciados, más desgraciados aún cuando se ocupan de los demás, incluso de ellos mismos, tan egoístas. ¡Su destino no tiene ninguna gracia! —MH: Existiría, pues, entre los hombres la impotencia para atrapar el instante, para gozar de la vida tal como se presenta en un momento dado. —LFC: Sí. El hombre no es animal, dado que conoce su futuro. Por lo tanto, siente miedo, fundadamente, de lo que le espera. El animal ignora todo eso; le llega su destino y sufre, pero no anticipa o escasamente (el caballo olfatea en cierta manera el matadero). El animal al que sacrificamos siente, pero brevísimamente, mientras que el hombre es capaz ya, con sesenta años de antelación, de hacerse una idea clara de lo que lo aguarda. Los estudios de medicina nos ilustran admirablemente acerca de la vida. Son cosas que lo llenan de sombras. Adultera entonces su pensamiento lúcido con el alcohol y con las comilonas, además de los viajes, los coches, todas aquellas prácticas que consigan falsear su lucidez... Se le acabó la lucidez. Ingresa en la academia, va al teatro. Se le trastorna la cabeza, al contrario de lo que intentan hacer los religiosos. Estos no paran de repetirse: «¡Cuidado! ¡No es eso, la realidad es la muerte!». El hombre envejece en su tumba. (Su lugar, sin duda, es el de acostarse en su propio ataúd cada noche). —MH: Así pues, a su parecer, un pensamiento lúcido es un pensamiento escatológico, en esencia. —LFC: En esencia. No nos queda otra que aceptar nuestro destino, pensar en nuestro padre, nuestra madre, nuestros hermanos, nuestros primos... —MH: Es un tema que formula usted al inicio de Muerte a plazos, cuando aborda la muerte de su conserje. Se advierte, por otro lado, en todas sus obras, que ahí radica para usted el problema más importante. —LFC: Es el principal problema de los seres humanos. —MH: No obstante, hay dos maneras, creo, de considerar el problema de la muerte: bien como una parálisis de la acción y del pensamiento, bien como un estímulo. Hay gente que, en su manera de enfrentar la muerte y su perspectiva, llegan a inhibirse, no se atreve ya a actuar. Supongo que usted no es de esos... —LFC: Yo era de temperamento muy médico; mi vocación no era literaria. A su edad e incluso más joven, tenía vocación médica (en mi miseria, puesto que era muy pobre), que consiste básicamente en hacerle la vida más fácil y menos dolorosa a los demás. Mi práctica, si usted quiere, es una mística —la única que existe—, ¡y no se me ha dado bien!... Es una especie de ideal «monjita», que poseía con firmeza: entregarme por entero al alivio de las enfermedades. —MH: Durante su juventud, ¿fue usted educado desde un punto de vista cristiano? —LFC: Hice mi primera comunión, como la hacemos todos a esas edades; luego, a los once años, de aprendiz en casa de los patronos, eso se terminó. No puedo decir que estuviera poseído por la religión; lo estaba por la medicina. No era un desesperado. Por otra parte, no vemos la vida de la misma manera: cuando se tienen veinte, quince o trece años, uno ve y cree mandar la muerte al diablo. No se piensa en ella. Se piensa en la vida inmediata y uno quiere hacerla más fácil... Yo era un buen muchacho, nada más. Me ocupaba principalmente de la medicina, que era lo que me interesaba; y, luego, llegué a esto de la literatura que ustedes conocen... Como un accidente. —MH: Pero es un accidente que, no obstante, se ha tomado usted en serio. —LFC: Porque me impidieron el ejercicio de la medicina. Uno no puede escribir libros y, luego, al mismo tiempo, puedan tomarlo en serio. Ahora, todo ha cambiado, finalmente. Un médico generalista, como era mi caso, ya no significa nada. Se es especialista o no se es nada. Pero, en mis tiempos, había bastantes... ¡Un tipo que escribe libros!... Un sujeto que se sienta a una mesa y luego garabatea grandes ideas siempre me pareció un farsante. Lo considero completamente abusivo, inmodesto e impúdico. Esa manera de observar la historia no la considero seria y, sin embargo, insisto en ella... Y, además, qué importancia tiene eso ya. No se preocupe. Se acabó. Louis-Ferdinand CÉLINE (Courbevoie, 1894 - Meudon, 1961) se llamaba en realidad Louis-Ferdinand DESTOUCHES. El hombre de los cien oficios, el soldado gravemente herido en la Gran Guerra que regresa desengañado a casa para finalizar sus estudios de medicina, el incansable viajero, el panfletario antisemita, el polemista amargado, el resentido anticomunista, el médico de los pobres, el feroz anarquista autor de una obra revolucionaria que dinamitó con su argot y su frase puntillista la inacabable frase proustiana, el admirado y admirable genio creador de una obra mayor, el aborrecido personaje colaboracionista que huyó a Sigmaringen, el descreído de la política que sufrió prisión y represalias, el novelista lírico de sus comienzos, el amargado caricaturista del final, el hombre que más que una mina de ideas fue un artista del estilo al que hubo que enterrar en la más absoluta reserva... Se dejó entrevistar poco antes de su fallecimiento por el escritor y periodista Marc Hanrez, que incluyó este diálogo en su obra biográfica Céline (1961).
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ENTREVISTAS
El Coloquio de los Perros. CABEZAS, ISMAEL
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