Entrevista realizada por FLORENTINA CELDRÁN Un hombre desnudo Un día antes de la pasada Nochebuena, al narrador Ignacio Borgoñós (Cartagena, 1975) se le ocurrió presentar su novela Un hombre desnudo, recién publicada por la editorial valenciana Cuadranta. Yo tuve el honor de ser su escudera en dicho acto, celebrado en un lugar privilegiado: el auditorio del Teatro Romano de su ciudad natal. Estaba a rebosar. Hubo gente que se quedó de pie. A los que le hemos tratado no nos sorprende ese lleno de asistencia: Ignacio no sólo es un brillante contador de historias, sino que es una figura de la intelectualidad local tangible y universalista, nada distante, una voz humanista que baja al barro social, moral, y a la que da gusto leer, escuchar y, por supuesto, aprender. Aproveché la ocasión para entrevistarle y que los lectores de El coloquio de los perros supieran que cuando se habla de la obra de Borgoñós se tocan temas incómodos, que no deberían serlo en una sociedad occidental sin tabúes. Veamos, pues. —EL COLOQUIO DE LOS PERROS: «Después de aquel incidente que habría de cambiarle la vida, fue al parque y comenzó a quitarse la ropa hasta quedar totalmente desnudo. Esa es la única certeza». Este es el inquietante inicio de tu última novela, Un hombre desnudo, ¿pero cómo nos la resumirías, sin rompernos la magia? —IGNACIO BORGOÑÓS: Se trata de una novela existencialista, donde un hombre que se dedica al curioso trabajo de escribir las frases que solemos encontrar en los sobres de azúcar cuando acudimos a una cafetería sufre un encuentro fortuito que voltea su vida por completo. Ese hecho le hace tomar la decisión de desnudarse para llamar la atención de los demás, sin embargo, nadie lo ve así: desnudo. Y es esa extrañeza la que recorre todo el libro como una gran metáfora de lo desapercibidos que podemos pasar para los demás, incluso para los más cercanos. —ECP: Existe un debate entre los escritores sobre cuando un escritor tiene agarrada una novela. Pilar Adón nos dice que ella la tenía cuando tenía claro el final. Jesús Perona cuando algo en la actualidad le sacude con fuerza. De Javier Marías se ha dicho que, si tenía una primera frase, tenía el libro entero. En tu caso, ¿cuándo agarra Ignacio Borgoñós una novela? —IB: Pues cuando tengo una imagen. Para mí eso es lo primero. Para tener la certeza de que esa imagen es lo primero hay que deconstruir la novela, esto es: imaginemos un libro cualquiera con su cubierta, sus páginas; antes de eso está la edición, la corrección, el proceso de escritura, las notas y, antes, el folio en blanco. Pero yo me pregunto qué hay antes de ese folio en blanco, y es cuando veo con más claridad la respuesta a esta pregunta que me haces. Veo una imagen. Es un pensamiento, una fotografía mental. Esa imagen te lleva a otras imágenes, te lleva a crear una trama y entonces ya tienes ahí el germen de la novela, del cuento o de lo que escribas. Has llegado al núcleo de todo esto. —ECP: Un hombre desnudo es lo que se suele tipificar como una novela corta. La acción trascurre en dos días y se estructura en 16 capítulos, que no tienen un orden cronológico y donde hay un elemento —el lector tendrá que descubrirlo— que funciona como la clave de bóveda de su estructura. ¿Cómo se decide un esquema tan preciso? —IB: Bueno, empecemos por eso de novela corta, que lo acepto, que incluso me gusta, porque vivimos en un mundo donde todo tiende al reduccionismo, donde nadie tiene tiempo para nada y por eso la concisión es importante; pero veo un afán denodado por etiquetar todo, incluso las novelas: cortas, históricas, románticas... En el fondo solo son novelas. Y si hubiera que hacer una distinción, me gustaría hacerla en el sentido de si son buenas o no lo son. Es más, si pienso en uno de mis libros favoritos, La metamorfosis de Franz Kafka, entra en esa tipificación y, sin embargo, es uno de los mejores libros de todos los tiempos. Lo que quiero decir es que no importan las etiquetas ni la distancia recorrida con más o menos palabras, sino el mensaje. Puedes leer un tocho y quedarte impasible, y leer una novela de pocas páginas y cambiar para siempre tu postura ante el mundo. Con respecto al esquema preciso de mi novela, eso lo hacen los años escribiendo. Empecé con diecisiete y no he parado. Algo habré aprendido del oficio, digo yo. He aprendido a no leer de una manera inocente, sino fijándome en cómo lo hacen los demás, en qué técnica emplea cada escritor, asomándome a las estructuras internas de sus escritos. Digamos que así juntas un buen puñado de herramientas literarias que después puedes poner en práctica. Lo que está claro es que hay un trabajo previo al tecleado frente a la pantalla del ordenador, donde hay un puñado de papeles pintarrajeados, con flechas, con notas, con números para decir que esto va delante y esto otro va detrás. Un pequeño lío que a veces no entiendo ni yo mismo. Pero en todo ese proceso se va clarificando la idea que luego tecleas y ya se parece mucho al resultado final. No me interesaba hacer una novela plana, sino una que funcionara como fotogramas que pudiera recortar y así hacer dos tramas que finalmente se tocan. —ECP: Nuestro protagonista no tiene nombre y en el título utilizas el indeterminado “un” en lugar del determinado “el”. ¿Por qué esta decisión? —IB: La decisión es porque se trata de un “universal”, esto es, porque pienso que lo que le sucede al protagonista le puede suceder a cualquier persona. Nos vale a todos. Cualquiera de nosotros puede aparecer desnudo ante los demás y sentirse ninguneado, extrañado de que nadie vea sus problemas, sus vergüenzas. A mí me interesan los seres innominados, ahí es donde están los verdaderos héroes y no en Marvel. —ECP: En algunas de tus novelas anteriores --Hotel Mandarache con Cartagena o Recitando a Petrarca con Budapest y Toledo—, las ciudades han sido un protagonista más de la novela. Sin embargo, en esta la ciudad es Madrid, pero no tiene un gran protagonismo. —IB: La sitúo allí porque Madrid es una gran ciudad y yo necesitaba el espacio de una gran ciudad para desarrollar toda la trama. Suelo visitarla a menudo y poco a poco voy conociendo más aspectos de ella. Cuando viajo allí levanto la cabeza, veo, y claro, sin querer se va erigiendo el escenario de mis novelas. La he utilizado muchas veces, incluso en cuentos. Me encanta como ciudad, sus avenidas, sus museos, sus bares y librerías. Es como un grandísimo escenario de cine. Sus posibilidades son infinitas, como el Nueva York de Woody Allen. Por eso, escribir historias con Madrid de fondo es muy fácil. No hace falta que trate de darle protagonismo porque por sí misma sobresale. —ECP: Toda la obra está llena de guiños literarios, como el perro Chesterton, que nos hablan del gran lector que es Ignacio Borgoñós. ¿Nos cuentas cuáles son tus gustos, tus influencias? —IB: Tres escritores han influido en mí de manera definitiva, estando curiosamente dos de ellos a tiro de piedra. Son Baroja, Pedro García Montalvo y Miguel Sánchez Robles. La lectura de El árbol de la ciencia de Baroja fue el que me hizo acercarme a la literatura. Si no hubiera leído ese libro, quizás jamás hubiera escrito. Los libros de García Montalvo fueron la reafirmación literaria, escribir conforme su estilo, imitándolo, me dio mucha seguridad y los primeros premios literarios. Sin duda, está en mi formación como escritor. Y Miguel Sánchez Robles es la actual cima, leerlo es apasionante, me ha enseñado muchísimo. Lo admiro y él lo sabe. Eso con respecto a mi formación como escritor. Con respecto a mis gustos, yo destacaría a Francisco Umbral como el mejor prosista en español. Leerlo es embrujador, tiene una facilidad para leerse y una maestría que me pasman. Todo ello aderezado de unas frases demoledoras que están impregnadas de certeza y literatura. Sin ir más lejos, por lo que decíamos antes de Madrid, él escribía: «Madrid huele a tarde de toros, a la mierda del animal muerto, a fumador piorreico y, un poco, a Anís del mono». Guau. Y me encanta la poesía de Manuel Vilas, que es auténtico rock and roll; porque a pesar de ser narrador soy lector de poesía: Whitman, Joan Margarit, Szymborska, Adam Zagajewski... Y si de lo que hablamos es de libros de mi predilección, pues El palacio de los sueños de Kadaré; La metamorfosis, que cité antes; El callejón de los milagros de Naguib Mahfuz; Los detectives salvajes de Bolaño; el cuento ‘Casa tomada’ de Cortázar; Luces de bohemia de Valle; las Meditaciones de Marco Aurelio, casi todo lo que he leído Philip Roth, Memorias de Adriano de Yourcenar; me encanta Houellebecq, hay cuentos y poemas de Borges que me han dejado de una pieza, en fin, podría estar así hasta el infinito. Es un privilegio poder leer así, salvaje. —ECP: En tu anterior novela, Un hombre analógico, con la que ganaste el premio José Luis Castillo Puche, el protagonista elaboraba crucigramas. En ésta hace las frases para los sobres de azúcar. ¿Nos quieres forzar a ver todo aquello que, aunque cotidiano, nos pasa desapercibido? —IB: Insisto en que en lo innominado está la heroicidad. Hay mucha gente interesante que no sale del anonimato. Me atrevería a decir que los mejores escritores seguro que no están publicados. Me planteo aquí cuántas escritoras habrán quedado en el olvido a lo largo de la historia e incluso en el anonimato por el hecho de haber sido mujeres en un mundo machista. Por eso en mis últimas novelas los personajes no tienen nombre y hacen cosas cotidianas pero a la vez extraordinarias. Hay, quizás, una obsesión por la normalidad alcanzada por éstos y los azarosos acontecimientos que voltean por los aires esa ansiada normalidad. Entonces, si lo que ansiamos es esa cotidianidad, es que en ella está la virtud. Pasar desapercibido en ocasiones se parece a la felicidad. Hay demasiado ruido en la sociedad actual, que nos distrae de lo esencial. Como en el libro, hay muchas personas desnudas a quienes no hacemos ni caso. —ECP: En una entrevista anterior dijiste que con tus obras querías manifestarte «para no morir de frío, ya que escribir me da calidez y me reconforta», pero el panorama editorial es duro, complicado. ¿Cómo ves la situación en la actualidad? ¿Escribirías, aunque no pudieses publicar? —IB: En una ocasión, el escritor leonés Julio Llamazares hizo una distinción entre los escritores que escriben solo si van a publicar con cierto grado de éxito y los que seguirían escribiendo aunque supieran que jamás van a publicar. Yo me encuadro en este segundo grupo. Es lo único que sé hacer. Es donde realmente me siento yo mismo. Cierto es que me encanta hacer mía esa frase del escritor gallego Manuel Rivas que dice «escribo para no morir de frío», que me pareció preciosa y que resumía perfectamente el asunto. Pero en realidad toda mi obra gravita en torno a una frase de Umbral: «Un aviso dejo, la muerte del libro y la herida en la idea». Así pues, escribo para evitar que se dé esa situación tan horrible sobre la que nos previene Umbral. No podemos tener en la feria del libro a Luis Landero en una caseta y en la de al lado a Mario Vaquerizo, porque no, porque el libro se muere entonces, porque nos vale todo y confundimos formato con interior. Y “la herida en la idea”, porque si solo leemos para ver quién es el asesino, o si nuestros modelos son los que roban bancos, los de la mafia, los vikingos o romanos de turno o los que van a hacer las bravuconadas más grandes, ¿dónde está la idea que aportan esos libros? ¿Dónde está el mensaje? En cambio hay un fuego literario sagrado que se inició con Homero y que ha ido pasando de mano en mano hasta los escritores actuales. Ése es el modelo que hay que seguir, bajo mi punto de vista. Así el libro no morirá ni la idea estará herida. Cuanto escribo va en ese sentido. Todo lo demás que nos venden es puro entretenimiento. Hay más profundidad en un libro de Albert Camus que en todo Netflix. Y claro que tiene que haber un espacio para todos los gustos, pero para el libro que aporte una idea también, no sólo un monopolio del entretenimiento. —ECP: Creemos, no sabemos si estarás de acuerdo, que eres un perturbador profesional, en esta novela por ejemplo afirmas: «Solo son dignas de amor verdadero aquellas personas que están dispuestas a empujar tu silla de ruedas. Todo lo demás es mentira». Fuera de un plumazo el amor romántico al uso... —IB: Me gusta eso de perturbador. Por el contrario, no me gusta que en cuestiones serias como en el amor nos limitemos a ver pasar gente por nuestra vida. Utilizaré de nuevo una cita literaria para explicarme, ahora toca un libro maltratado por encasillarlo en un género, porque en realidad es una gran historia de amor, como es Drácula de Bram Stoker, cuando allí se dice eso de: «El hombre más afortunado del mundo es aquel que encuentra el amor verdadero». El verdadero carisma y la nobleza de una persona se ven cuando vienen los reveses, ahí te das cuenta del significado de las palabras “te quiero” o de la gran mentira que has vivido. La posibilidad de la silla de ruedas siempre está ahí, lo que hay que ver es el coraje que tendremos para empujarla si nos toca hacerlo. —ECP: Los antiguos griegos crearon el mito de Pandora para hablarnos de los peligros de la curiosidad, pero en esta obra a ese tema se le da una vuelta de tuerca. ¿Es el azar, la curiosidad, lo que cambiará la vida a nuestro hombre o, como en la cita de Carrère del inicio, el problema es mucho más complejo que la mera curiosidad?
—IB: Desde que leí por primera vez a Paul Auster supe que el azar iba a ser determinante en todo cuanto fuera a escribir en adelante. El componente que tiene el azar en nuestras vidas es muy importante y casi siempre definitivo. Así que no puedo obviar eso en mi obra. En cuanto a la curiosidad, en Un hombre desnudo resulta determinante. El protagonista quedará indefenso en cuanto empiece a interesarse, a curiosear, tras su encuentro fortuito con un hombre que parece saber mucho de él, que le proporciona datos como si se conocieran de toda la vida, cuando sin embargo él no lo reconoce, no sabe quién es, pero le habla de una mujer de su pasado que quiere volver a contactar con él. Y, mientras, nuestro protagonista muerto de curiosidad y pasmado a la misma vez al saber que todo cuanto dicen de él es mentira. Aquí se abre quizá el aspecto más interesante del libro, cuando ante el lector se generan las dudas y tiene que inclinarse por apoyar al protagonista o empezar a pensar mal de él. Ahí es donde entra la cita inicial de Carrère. Este libro es como la vida, llevo la duda al límite. —ECP: Julio Llamazares dijo en una ocasión que los escritores siempre escribían la misma obra. ¿Estás de acuerdo con esta afirmación, son siempre los mismos temas los que rondan tu obra? —IB: Cuando un lector sabe apreciar el trabajo de un escritor espera más o menos lo mismo de su siguiente libro. De lo contrario se sentiría traicionado. Pero pasa lo mismo en cualquier disciplina artística, ya sea música, pintura. Eso desde el punto de vista del consumidor. Desde el punto de vista del creador estimo que lo más acertado que se puede hacer es crear un tono literario propio, esto es, sería bien fácil detectar un libro de Umbral entre una montaña de libros con solo leer una líneas de él. ¿Por qué? Pues porque tiene un estilo propio, salta a la vista. Por eso parece lógico que los escritores seleccionemos temas similares, que en el fondo son obsesiones que se liberan cuando trabajamos sobre ellas. Es más, acertamos explorándolas, llevándolas al papel, y el lector responde porque son auténticas y le llegan. Así pues, era acertado que García Márquez escribiera de ese inframundo de los más desfavorecidos, que Onetti lo hiciera de los que siempre parecen cansados, que Auster lo haga del azar, que Saramago lo hiciera de una manera ensayística y novelada a la vez. No sé si será la misma novela, lo que sí sé es que se escribe sobre las mismas obsesiones y por eso se marca un estilo propio.
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El Coloquio de los Perros. CABEZAS, ISMAEL
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