Entrevista realizada por JUAN DE DIOS GARCÍA Diario de pensamiento De vez en cuando uno se asombra y se deleita llevándose a la boca un primoroso pastel literario de cuya calidad y larga elaboración no tenía noticia. Es el caso de Antonio Moreno (Murcia, 1966) y su obra Diario de pensamiento, recientemente publicada por la editorial Balduque. Su hojaldre está diseñado e insertado en la entrañable colección Sudeste, y su relleno tiene casi 550 páginas, pero puedo asegurar que su textura, sabor y aroma provocan una excelente digestión en el espíritu de quien lo consuma. —EL COLOQUIO DE LOS PERROS: Este libro no lo ha escrito ningún principiante, desde luego. Le felicito. Está cargado de talento, madurez y sabiduría. Me choca que, viviendo en la misma región, cuando he preguntado entre escritores de Murcia por el Antonio Moreno de Diario de pensamiento lo desconocieran o creyeran que me refería al nuevo libro del poeta alicantino Antonio Moreno. ¿Es usted pájaro solitario?, ¿no frecuenta los círculos literarios de su entorno? —ANTONIO MORENO: Realmente, se podría decir de mí que soy un escritor casi secreto, un solitario, uno de esos que vive aislado de su entorno, alejado de los círculos, revistas y escuelas literarias. Y eso tiene mucho que ver, desde luego, con mi temperamento natural y con mi pensamiento sobre las personas y las cosas. Como esos árboles de maduración lenta, he preferido esperar, no romper el aislamiento hasta tener algo que ofrecer, algo que he percibido que es verdadero y útil, lo que, tras muchos años de experiencias y vida callada, discreta, entre libros inteligentes, he logrado comprender y captar. —ECP: ¿Por qué empieza en 2009? ¿Es la fecha en que se propone pensar con intención literaria o responde simplemente a una decisión numérica para no engrosar el libro? ¿Hay Diario de pensamiento anterior a 2009? —AM: Antes de esa fecha hay también lecturas y notas, páginas sueltas de comentarios guardadas aquí y allá, pero es sólo a partir de 2009 cuando surge la idea de recoger esos pensamientos en un cuaderno con el fin de fijarlos mejor, y quizá también de perpetuarlos, de anotarlos para siempre. Cada pensamiento, cada sentimiento tienen, por así decirlo, su cénit, y es en ese momento, cuando más fuerza y claridad tienen en nosotros, cuando debemos intentar retenerlos, fijarlos. Pero ¡cosa curiosa!, la idea de hacerlo de esta forma me vino de la manera más peregrina: en las Navidades de 2009 mis hijos me regalaron una preciosa Moleskine amarilla. “¡Ea, pues, vamos a darle un buen uso!”, me dije. Y así comenzó Diario de pensamiento... —ECP: Las entradas de su diario bailan de un acontecimiento cotidiano a anotaciones de un viaje o de lecturas profundas, pero siempre desembocan en la reflexión fluida. ¿El conocimiento crea adicción? —AM: ¡Ya lo creo! Y ¿cómo no podría ser así? Los buenos libros son como los buenos alimentos: no conozco a nadie que, una vez probados, no sienta la tentación de atiborrarse de ellos al pasar por las cristaleras de una librería. Sin embargo, no siempre es fácil dar con el libro bueno, de manera que uno siempre corre el riesgo de alimentarse mal. La vida es breve. Si leemos una cosa, no podemos leer otra. Hay libros buenos para pasar la hora, novelas, relatos, libros de viajes, ensayos brillantes, y hemos de estar eternamente agradecidos a las personas que los han escrito, pero no deben consumir toda nuestra lectura, ocupar enteramente el lugar que corresponde a los libros de todo tiempo, a los libros gracias a los cuales entablamos conversación con aquellos que han logrado elevarse más. Y entre estos últimos, no debemos buscar únicamente la compañía de los autores con los que, de entrada, nos sintamos más afines por nuestras convicciones, sino buscar también la de aquellos con que discordamos y que nos hacen sentir extraños y hasta molestos con su significado. Para Wittgenstein, la dieta unilateral era la causa de esa peculiar enfermedad de la inteligencia que es la intolerancia. Y toda intolerancia es falta de lucidez, por descontado. —ECP: Por momentos su libro me retrotrae moral y estéticamente a los diarios íntimos de Amiel, los de Unamuno o los de Luis Oyarzún. Quizá no es casualidad que los tres fuesen profesores. ¿Bebe usted directamente de estos monumentos de la literatura confesional? —AM: He bebido, sí, de los dos primeros. A Luis Oyarzún, en cambio, no lo he incluido todavía en mi círculo de lecturas, y le doy las gracias por haberlo nombrado y hacer que, en este mismo instante, surja en mí, como en el perro aquel al oír la campanilla, el apetito por leerlo. En Amiel encuentro una mezcla de estoicismo y cristianismo, y el esfuerzo continuo por pulirse. Su lectura mejora mi ánimo. Siempre salgo de su Diario con gratitud, con una mirada más humilde, más confiado en el bien de la vida. Y en cuanto a Unamuno, le debo muchísimo, entre otras cosas, el haberme espoleado hacia una formación más vasta, el no haberme dejado ser, únicamente, un especialista en la materia propia de mi oficio (él era, como es de sobra conocido, pero sólo entre otras tantas cosas, catedrático de griego). —ECP: Usted es profesor de Derecho Constitucional. ¿Vive la escritura creativa como una evasión del mecanismo exigido en su trabajo docente? —AM: Si quisiese describir mi dedicación a la literatura, el uso de una palabra como “evasión” sería muy susceptible de ser malentendido. El tipo de confusión que conllevaría es, evidentemente, pensar que con la lectura y la escritura he tratado de desentenderme de mi oficio de profesor y de mis clases, o que he tratado de evitar un daño, el malestar diario que todo eso me causa. Más acertado me parece, por ello, emplear la palabra “comprensión”. ¿Cómo habría que leer nuestra Constitución? ¿Cuál es el modo correcto de leer, por ejemplo, la norma en que garantiza la libertad de expresión de toda idea? Si nos referimos al juicio constitucional de un caso, pongamos, de apología de la violencia, el modo correcto de hacerlo pasaría por haber comprendido primero, tanto como se pueda, toda la moral pragmatista a que responde una norma como ésa, por haber aprendido a construir juicios de valor relativo, como los que enseña la Ética de G. E. Moore. Sólo así adquiere todo su sentido esa norma constitucional, puesto que el modo correcto de aplicarla a esa clase de expresiones ofensivas o hirientes es no perder de vista las circunstancias, la ocasión en que se dicen, los efectos directos e indirectos que en ese concreto marco significativo tuvo el discurso. Por lo tanto, ambas actividades se ayudan mutuamente, una impulsa a la otra. Mi trabajo en la Universidad me exige la mayor comprensión sinóptica de cada cuestión humana o política, y eso es lo que me da la literatura; y la literatura me exige claridad y utilidad, que es justamente lo que logro con mi trabajo en la Universidad. —ECP: El conflicto de horizontes entre el ateísmo y la creencia es un motivo recurrente. No puedo evitar también la comparativa con Cautivado por la alegría de C. S. Lewis, donde el británico expuso su proceso de conversión al cristianismo. ¿Es acertada? —AM: En C. S. Lewis asistimos a una conversión, abrupta en su caso —Lewis llega incluso a fijar una fecha, la famosa festividad de la Trinidad, día en que se arrodilla y comienza a rezar—, al paso de una convicción a otra, a la transformación de quien ha sido ateo durante muchos años. Creer es un estado del alma, una especie de disposición del que cree. Por lo tanto, si Lewis dice que ahora cree en Dios, hemos de pensar que su estado ha cambiado, y que, a partir de ese momento, su disposición hacia nosotros y las cosas también va a ser diferente, que asistiremos a un cambio radical en su conducta y en sus palabras, casi como un río que, de pronto, ante nuestros propios ojos, cambiase de cauce, y no simplemente de caudal... Al verlo deberíamos poder decir: “Así era Lewis ateo... Pero ¡vaya si ha cambiado!”. Ahora bien, ¿cómo es la cosa conmigo? En mi caso, yo no hablaría de conversión, mi disposición fundamental ante la vida y el mundo sigue siendo la misma, y cuando pongo atención en mí, descubro un proceso tortuoso de aclaración y quizá de fortalecimiento. En ese sentido, me parece que la comparativa más acertada sería con el Tolstói de Confesión. —ECP: ¿Quién es su ateo universal favorito? ¿Camus? Se le advierte querencia por la obra “camusiana”. —AM: Sí, por supuesto, Camus es uno de ellos. Camus es para mí un hermano muy querido, con el que discrepo en lo esencial, pero al que no consentiría que se le ridiculizase por nada del mundo. Si vas en busca de la visión clara, nunca te defrauda, porque su obra está hecha con seriedad, con honestidad, y, como adversario en la idea, te conoce mejor que tú mismo. Hay en él una pasión poderosa, una necesidad de escribir, quiere gritarnos la verdad que le abrasa. Camus nos ofrece lo mejor de sí, lo que cree haber visto y conocido. Algunas de esas cosas nadie puede decírnoslas mejor y más claramente que él. Pero también quiero mucho a Stuart Mill. De Mill tampoco puedo decir únicamente: “¡Qué pensador tan admirable! ¡Qué ideas tan interesantes!”, porque, a pesar de que tengo diferencias con él, mi afecto es enorme y mi deuda muy grande. Sencillamente, Mill me ha ayudado a roturar mi mente, a no sembrar en un cardizal. —ECP: ¿Y el pensador cristiano que más feliz le ha hecho en sus lecturas? Por la cantidad de veces que lo cita, parece que san Agustín podría ganar la partida.
—AM: Mi formación inicial se la debo a san Agustín. El san Agustín de las Confesiones es uno que siente que el reino de los cielos está dentro de él, que ha comprendido la esencia de la doctrina de Cristo y que quiere seguirla. Es un espíritu puesto en pie, en lucha por perfeccionar su corazón, y que llora y se lamenta de no lograrlo. Ha comprendido que la vida es una aproximación continua a esa perfección, y es tan serio que, aun sabiéndola inalcanzable (lo cual es perfectamente justo), ni abandona el esfuerzo, ni mucho menos tergiversa o rebaja la exigencia. Y al vivir así, con esa visión de la vida, incluso al invocar a Dios en medio de su deber, Agustín no está en un error, pues, en ética, el error sólo se comete cuando se levantan teorías... Pero también debería citar a Emmanuel Mounier y, en especial, a Tolstói, pues me han sido muy necesarios. Para mí son amigos. Ahora bien: ¿y qué hacemos con Wittgenstein? ¿Fue o no fue Wittgenstein un pensador cristiano? Si la verdadera fe consiste en estar seguros, no de lo que ha sucedido y de lo que sucederá, sino sólo de lo que cada ser humano debe hacer, entonces se puede decir que Wittgenstein, aunque empleara expresiones distintas, o más bien hiciese un esfuerzo por callar, tuvo una fe muy cercana a la cristiana. —ECP: ¿Cree que podrá superarse alguna vez el poderío ético y estético del realismo ruso decimonónico? —AM: Me parece verdaderamente imposible... ¡Eso sí que fue un genuino siglo de oro! Pocas veces en la historia humana han compartido la misma porción de luz solar y tierra una cohorte de genios de esa magnitud. Todo lo que hacían, lo bueno y auténtico que escribieron, nos parece lo mejor para nosotros. Es difícil que otros escritores se atrevan a medirse con ellos. Al morir Dostoievski, Tolstói escribió una carta a un íntimo amigo contándole la profunda pena que le causaba no haber tenido una relación personal con él, pues él, Dostoievski, le parecía, sencillamente, el más cercano, el más querido y el más necesario de los seres humanos... ¿Y acaso no es un milagro el que todos ellos estén a nuestro alcance y su obra esté abierta para nosotros y podamos entrar en ella siempre que queramos o lo necesitemos? —ECP: ¿Es casi imposible vivir con importantes inquietudes humanísticas y no convertirse en un ser humano melancólico? —AM: Concuerdo plenamente con esa apreciación, siempre que no acabemos pensando que el pesimismo es el rasgo esencial del sentir humanístico. Porque hay y debe haber un humanismo melancólico, mas no abatido, triste, apagado; un humanismo de espíritus en lucha contra ese estado de ánimo. Gente feliz con lágrimas, me parece la forma más hermosa de describirlos. Y también: estos son los que están siempre en apuros, mas no desesperados; derribados, pero no destruidos. —ECP: ¿Qué es más importante para usted: la bondad o la inteligencia? —AM: Sin duda alguna, la bondad. Lo mismo que a las hierbas, que en cualquier momento mueren, pero florecen y dan fruto, a ninguno nos ha de juzgar nunca la vida por otra cosa que por la bondad que hayamos logrado reunir en su camino.
1 Comentario
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20/9/2022 06:18:57 am
Buenos días señor / señora,
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