Entrevista realizada por Juan de Dios García El Yeguas y Walter Benjamin Forma parte de esa generación —no sabría cómo etiquetarla, pero arriesgaré con ‘Generación del 75’, por aquello de ser un conjunto de narradores nacidos alrededor del año de la muerte del dictador Franco— que ha vivido su infancia durante lo que los historiadores contemporáneos han llamado “felipismo”, la España plural de los ochenta, con una educación retransmitida desde el programa televisivo de Lolo Rico La bola de cristal. Aunque ha llovido algo desde su debut con Intento de escapada, Miguel Ángel Hernández sigue teniendo un conflicto entre su vida como académico universitario dedicado al estudio e investigación del arte, que lo ha paseado por muchísimos escenarios internacionales, y su faceta como novelista, que le proporciona diferentes esfuerzos y placeres de otra intensidad, también internacional. Tiene en común con algunos miembros de esa citada generación de narradores —Javier Moreno, Juan Soto Ivars, Ginés Sánchez, Leonardo Cano, Irene Jiménez, Diego Sánchez Aguilar, José Óscar López, José Manuel Jiménez, Alejandro Hermosilla, Pedro Pujante, Rubén Castillo, Antonio Parra, Alfonso García-Villalba, Basilio Pujante, Enrique Rubio, etc— el haberse criado en la Región de Murcia. El dolor de los demás es su novela pimentonera por excelencia y merece protagonizar esta entrevista. —EL COLOQUIO DE LOS PERROS: Si leo las expectativas de cualquier revista o suplemento que recomiende El dolor de los demás, me provoca la atracción propia de leer una novela criminal al estilo Puerto Hurraco en la huerta profunda de Murcia, a una novela de intriga... Pero no es así. Y, en ese sentido, tiene algo de novela trampa, ¿no? Porque realmente no es una novela de intriga... ¿O sí? —MIGUEL ÁNGEL HERNÁNDEZ: Es una falsa novela de intriga. De hecho, la novela es muchas falsas novelas. Fernando Marías, tras leerla, me escribió: «No sé si te habrás dado cuenta de que esto es una falsa novela policíaca». A priori, parece que el camino que va a tomar el escritor va a ser el de dar las claves para saber quién perpetró un crimen, saber qué es lo que pasó. Esa premisa es lo que mueve esta falsa novela policíaca: un detective que intenta resolver un crimen que quedó en el olvido. Pero la novela luego va hacia otro lado, empieza a ser una especie de crónica, casi una antropología de la huerta, de sus lugares, de sus vecinos, una especie de falsa crónica también, de falsa antropología. Al mismo tiempo, es una novela donde el narrador y el autor coinciden —lo que se llama autoficción—, pero luego el narrador hace cosas que en realidad no existen, como en Soldados de Salamina, donde narrador y autor coinciden pero como si fuese un avatar; tú los pones ahí y con ello construyes algo que no existe. Aquí todo lo que se cuenta, salvo alguna cosa, es verdad; en ese sentido es autobiográfico, pero también es una falsa autobiografía, porque no es una memoria. Entonces, son muchas cosas al mismo tiempo que se juntan y que forman una novela, que es lo único que en realidad es. No es ni crónica, ni estudio antropológico, ni memoria, ni novela policíaca... Por eso sale en la colección gris de Narrativas Hispánicas de Anagrama y no en la colección verde de Memorias. Al final, es una novela porque está construida con la tensión y las herramientas de la novela. —ECP: La tensión es esencial. —MAHN: Efectivamente. La idea de empezar con una premisa muy de novela negra es una técnica narrativa para mantener la tensión del lector. Te presento a alguien que busca algo y que luego, a diferencia de las novelas policíacas, no lo encuentra, sino que encuentra otra cosa que no sabe que estaba buscando. Mi mujer siempre dice que no diga más en las entrevistas lo de que es una especie de serendipia. —ECP: ¡Pero es que es una especie de serendipia! —MAHN: Claro. Donde uno encuentra aquello que no estaba buscando, que es de lo que va la novela. Yo empiezo a escribir sobre esa noche que para mí es un trauma que separa mi vida en dos, pero al final del crimen del que hablo no es del crimen que cometió mi amigo, sino del que cometí yo con mi pasado. Sin embargo, cuando empecé a escribir mi novela no sabía que eso es lo que estaba buscando. —ECP: Recuerdo que te pregunté en una fiesta en casa de un amigo común qué estabas escribiendo y me respondiste resumidamente lo del crimen de tu amigo con su hermana y su posterior suicidio. ¿Entonces ya sabías la deriva que iba a tomar tu novela? —MAH: No. Por entonces no lo sabía. Tenía los mimbres para desarrollar una novela criminal en un entorno rural. Ni siquiera se me había ocurrido tirar por otro lado. Mi idea era revisitar A sangre fría de Truman Capote en versión huertana. La broma que gastábamos era hacer un A sangre “frita”. Empecé a hacerlo a lo Capote y no me salía, entonces quise hacerlo al estilo El adversario de Emmanuel Carrère; eso implicaba contar lo que pasó, reconstruir el crimen. En Capote el protagonista va al lugar de los hechos, pero él no sale. Yo tenía que salir porque me tocaba muy de cerca y pensé que, como hace Carrère en El adversario, contar el proceso de escritura iba a ser muy importante. Pronto me di cuenta de que en ambos casos, tanto Capote como Carrère habían ido a buscar la historia y en el mío la historia me había despertado a las cinco de la madrugada, cuando mi padre le dice a mi madre: «Han entrado en la casa de la Rosi, la han matado y se han llevado al Nicolás». Entonces, yo no podía quitarme de en medio como Capote, pero tampoco podía pretender ser objetivo y no juzgar como Carrère. Era una historia donde lo que yo estaba contando —y de esto me di cuenta mucho más tarde— no era tanto lo que pasó, sino cómo lo que pasó me afectó. Por tanto, más que una historia sobre un crimen, era una historia sobre cómo yo lo había experimentado. Y poco a poco me fui dando cuenta de que eso era lo que realmente me interesaba. Casi que me fui alejando del crimen conforme avanzaba en la novela. —ECP: De hecho, es una novela plagada de preguntas. —MAHN: La novela en realidad tiene dos preguntas esenciales a las que se ha de responder. Una es la técnica, no sabía cómo escribir la novela y desde el principio fui probando formas, una reflexión constante sobre el proceso de escritura, convirtiéndose la novela en un “making off” de cómo escribir una novela o de cómo fracasar escribiendo una serie de novelas que no van a ningún lado. Algunos amigos escritores me decían que El dolor de los demás sirve casi como lección de cómo no escribir una novela, porque voy interrogándome sobre los modos de hacerlo. La otra pregunta es ética, tiene que ver con la relación de lo que se cuenta con la verdad. ¿Por qué escribir la novela y por qué no escribirla? ¿Esto tenía que haberse quedado en el olvido? ¿Le voy a hacer daño a cierta gente que aparece, sobre todo a la familia de mi amigo y su hermana? Y esa pregunta ética va articulando un poco la otra, la de la técnica. Entonces, la técnica y la ética, el cómo escribir y el por qué escribir eso van poco a poco haciendo que salga El dolor de los demás, que es un fracaso como novela y como acto épico. —ECP: Y ese fracaso es su esplendor. —MAH: Es una novela que no sé escribir, el resultado son estas 310 páginas. Y la respuesta a la pregunta ética de por qué la escribo es que al final la he escrito. Punto. Ya está publicada. Así que, si se ha hecho mal, ya está hecho. Y si lo he escrito mal, ya está escrito también. Es un fracaso ético y técnico, pero evidenciado. —ECP: La estás vendiendo muy bien, eh. —MAH: ¡Jajajajajajajaja! —ECP: ¿Y en cuanto al lenguaje? Con las dos novelas anteriores parecía que tenías asegurado el aplauso del lector moderno, intelectual, el lector más talibán estilísticamente hablando. Sin embargo, con El dolor de los demás, empleando un lenguaje más desnudo, directo, sin afinamiento lírico, ¿tenías miedo de que ese perfil de lector rechazase esta tercera propuesta? —MAH: Tienes razón en lo del lenguaje. Las dos novelas anteriores, efectivamente, eran novelas de modernos, basadas en el mundo del arte; la segunda situada en Williamstown, con unas sutilezas y unas pajas mentales —y de las otras, las manuales, que de eso siempre hay en mis novelas— para los cuatro modernos que, como se dice en la huerta, “habemos” en España, que son al final un público bastante cerrado. Pero también eran falsas novelas de modernos. Quien las haya leído sabrá que tienen unos momentos más ensayísticos, pero las novelas van de otra cosa: una novela de formación o una novela de amor. Lo que pasa es que aparece Walter Benjamin. Cuando empecé a escribir El dolor de los demás tenía ese miedo. Me decía: “A ver si pierdo a los modernos, que son los únicos que tengo, y me quedo sin lectores”. Y luego importaba también el contexto, porque ahora ya está publicada, la leemos y nos reímos con lo de que salga el merendero El Yeguas y la huerta, pero cuando me puse a escribirla, escribir de El Yeguas y de la huerta como si eso fuese literatura me resultaba muy difícil, ya que uno está acostumbrado a que las historias pasen en Manhattan, en Missouri, en Barcelona, en Madrid... Escribir de algo tan cercano costaba. Sobre todo pensando que esto pudiera gustar a los modernos, aunque luego a muchísimos modernos, en el fondo, les encante esto. Entonces, al final estaba contando mis “mierdas” y las de mi alrededor, y creí realmente que eso no le iba a interesar a nadie. Esas reticencias de escritura tenían que ver con eso, con el contexto, e incluso con el lenguaje, el intento de poner el habla de la huerta en el terreno literario. Después de haber creado en mis obras anteriores a personajes hablando de Heidegger y de Benjamin, me parecía un salto muy grande, pero al mismo tiempo no podía hacerlo de otra manera, era la novela que quería escribir. Sin saberlo. Y, curiosamente, al final ha llegado la novela a los dos extremos: a los lectores de Agustín Fernández Mallo y a mi vecina Julia. Mi vecina Julia se lee los libros con una estampita de la Virgen de marcapáginas y mi novela la ha entendido perfectamente. —ECP: Un personaje entrañable tu vecina Julia, por cierto. A ella está dedicada la novela. —MAH: «A Julia, la Julia, por toda la vida». Julia es como si fuese mi segunda madre. Es una señora mayor que no tuvo hijos y a mí me “adoptó” a base de bollicaos y de zapatos de chocolate, que yo devoraba cuando iba a su casa. De mis kilos, la mitad o un 90% se los debo a los dulces de la Julia. Cuando le llevé el libro le indiqué que leyera la dedicatoria impresa, esperando que se emocionara. E insistió en que yo se lo dedicara, aparte, a bolígrafo. Es curioso porque a ella le llevé hasta el manuscrito con letra grande para que lo pudiera leer bien. Y la Julia, después de haberla leído varias veces, me dice: «Hijico, tal mismo pasó. Eso sí, eres mu cochino. ¿Esas partes cochinas, tú no las podrías quitar?». [...] A veces creemos que las cosas difíciles hay que hacerlas difíciles, y yo creo que puede dárseles una forma fácil, abierta. Para mí El dolor de los demás es más teórico que El instante de peligro, incluso más benjaminiano, aunque Benjamin sólo salga en una página. —ECP: Al menos en una página tenía que salir. —MAH: Voy a leerte un fragmento de El dolor de los demás que describe un poco todas las novelas que he escrito: «Entro ahí con los ojos aún hinchados de haber trasnochado y el bullicio me despabila. Cuando cruzo la puerta de aluminio y la persiana de tirillas, tengo la sensación de estar viajando al pasado. Como en los pasajes parisinos que tanto hicieron reflexionar a Walter Benjamin, en El Yeguas permanecen los latidos de un mundo que hace tiempo comenzó a extinguirse, los estertores de un modo de vida que nunca más volverán». Cuando yo revisé este párrafo y vi que en una misma frase, tras el nombre propio de Walter Benjamin, iba seguidamente el de El Yeguas, me dije: “Ya está. Yo me hice escritor para conseguir escribir esto, para meter en la misma frase El Yeguas y Walter Benjamin”. —ECP: Me acabas de dar el título de esta entrevista. —MAH: Es que en esa frase se resume perfectamente la tensión de los mundos, porque la novela va de un crimen, va de por qué alguien lo comete, del monstruo, del pensar cómo puede afectar la novela, de una reflexión ética, etc, va de todas esas cosas, pero sobre todo va de la colisión de dos universos: el de lo más terreno, de la huerta, del origen, y el mundo de la intelectualidad y de la cultura. Yo recuerdo, por ejemplo, cómo leía de pequeño La historia interminable metido debajo de la colcha del sofá, como hacía el protagonista Bastian Baltasar Bux, pero utilizando la linterna que mi padre utilizaba para regar en las noches de tanda. La novela es un conflicto y una especie de reencuentro al final, es una novela de “reclasamiento” de alguien que se ha ido de donde ha nacido, ha estado lejos, y luego vuelve, pero no vuelve como si fuese un paraíso el sitio del que se ha ido, sino como algo mucho más lleno de claroscuros. Y eso ha sido lo que en el fondo creo que ha conectado con lectores de muchísimos sitios de fuera de la huerta, del País Vasco, de Galicia, de Barcelona... Esa gente ha tenido una experiencia parecida. Parece que casi todo el mundo que ha querido salir del sitio que era su origen, después se ha preguntado por qué se fue de allí y ha vuelto tras un largo camino recorrido. —ECP: Pero es porque vuelves de visita, ¿no? No vuelves para quedarte. —MAH: Claro, claro. A mí la huerta no... —ECP: Creo que ahora deberíamos abordar el tema de la religión católica y el concepto de culpa. Fuiste monaguillo en tu pueblo. Supongo que has sido una persona creyente, practicante, de una religiosidad muy activa hasta la adolescencia. Sin embargo, no cumples el perfil clásico de autor anticlerical que por sus traumas de cuando era monaguillo hoy se revuelve constantemente contra el clero. Más bien te has ido hacia un vacío, casi más incómodo que el anticlericalismo. —MAH: La relación con la iglesia católica es trasversal en toda la novela, pero se hace evidente en dos o tres momentos. La relación que yo tengo con mi amigo Nicolás es estar la mayoría del tiempo ambos de monaguillos en la ermita, aunque nunca hablásemos de nada. La relación con la iglesia, en mi caso, fue más de contexto. Tampoco es que fuera muy creyente. He leído precisamente un libro de Carrère, El reino, donde él cuenta la historia de San Pablo y San Lucas y de los primeros días de los apóstoles al mismo tiempo que cuenta su momento de fe. Carrère iba a misa todos los días, era muy creyente. En mi caso lo de ir a misa y ser creyente era una inercia y que no sabía cómo decirle a mi madre que no quería levantarme y abrir la ermita todos los domingos a las nueve de la mañana. Era una especie de rutina evidente y otra rutina menos evidente, como los virus del pecado, la culpa, las emociones del catolicismo que se te van inoculando. También las buenas: el sacrificio, la piedad, y esas no se borran nunca. Y creo que algo de eso sí está en la novela. Aparece de modo evidente cuando se habla de la relación con el sexo —que se relaciona con todo lo malo en la novela— y creo que está también en mis dos anteriores novelas, la idea de la relación contradictoria con lo sexual, vinculada con el pecado, con el repudio de la carne. —ECP: El proceso de escritura de El dolor de los demás te ha costado varias pesadillas nocturnas, incluso tras su publicación, cuando se supone que los fantasmas que la han creado deben desaparecer. ¿Esos fantasmas son solamente psicológicos?, ¿esa culpa no es fruto del catolicismo inoculado? —MAHN: La relación de la culpa con las pesadillas tiene más que ver con la cuestión de “estoy haciendo algo que no debería hacer” a personas reales. Justo cuando empecé a plantearme la idea de la novela la veía muy lejos y no tenía tanta culpa, aunque me infundiera respeto meterme donde no me sentía llamado. Pero cuando empecé a escribir vi que esto podía publicarse y el remover una mierda del pasado hace daño probablemente a una serie de personas. Y eso empezó a generarme una especie de culpabilidad. Me preguntaba: “¿Por qué tengo que hacer eso?”. Esa es la pregunta ética que atravesaba la novela. Y quizá es una pregunta religiosa. Lo que sigue presente es la responsabilidad. El dolor de los demás es un libro que a mí me cuesta celebrar, porque es como celebrar que tu amigo ha matado a su hermana. Entonces, muchas veces, después de las presentaciones, después de que salga una reseña positiva, después de un rato alegre, por la noche... Mi mujer, Raquel, sabe que los primeros días de estar recién publicada la novela me inflaba a llorar, porque eran emociones muy condensadas y sabía que esto no es inocuo. El día que salió la novela, el dos de mayo, me hicieron una entrevista en 7RM y recuerdo que el periodista introdujo la entrevista diciendo «un joven de la huerta mata a su hermana y se tira por un barranco, así comienza la nueva novela de Miguel Ángel Hernández». En ese momento inmediatamente pensé en la noticia de 1995 y en que los padres y hermanos de Rosi y Nicolás estuviesen viendo ese día las noticias regionales. [...] Yo me meto en lo novela, soy un suicida de mí mismo. Y toda la gente que meto que no ha pedido estar (mi cuñada, mis hermanos, mi prima, amigos) no sé cómo se lo va a tomar. Si la novela se lee en Wisconsin, me da lo mismo, pero yo tengo que volver de vez en cuando a desayunar a El Yeguas y tengo miedo de encontrarme a cierta gente. Ayer mismo almorcé con mi hermano y me senté al lado del policía que aparece en la novela. Es en ese momento donde se funde la ficción creada por mí con los recuerdos de la gente implicada y, por ejemplo, mi cuñada ya cuenta las cosas como se dice en la novela, y no como ocurrieron de verdad. Me da un poco de cosa que las pistas de ficción sobre el crimen con las que yo he jugado en la novela pasen a ser la versión oficial de lo ocurrido. Además, otro juego que hago en la novela es que los momentos del presente están contados en pasado y los momentos del pasado están contados en presente. En el fondo, lo que quiero exponer es mi interpretación de los hechos, no los hechos mismos, pero me resulta curioso cómo se convierte en la versión oficial. Eso habla del peligro que tienen los libros y de la responsabilidad que a veces tiene un autor sobre la influencia de interpretación de unos hechos objetivos. —ECP: Y de las maneras de esconder o exhibir una verdad. —MAHN: Exista el personaje o no, el escritor se va a desnudar igualmente, pero cuando el tema elegido te quema, duele de modo diferente. Yo no lo he pasado tan mal en mi vida escribiendo una novela como ésta. Con Intento de escapada acabé exhausto, pero me lo pasaba bien escribiendo, porque estás dominando un mundo. Con El instante de peligro sucedió lo mismo, pero con El dolor de los demás fue todo una pesadilla, padecí una tirantez física, miedo. Había noches en que estaba escribiendo y mi ventana daba a un descampado, por la noche refleja, y de vez en cuando, mientras escribía sobre mi amigo, miraba de lado y daba muy mal rollo, hasta tener que levantarme. Tuve que ir al fisioterapeuta cada dos semanas con tensión. Era como llevar una bomba de relojería de un lado a otro. Por eso te digo que sí importa que sean reales los personajes de los que estás hablando. Nicolás es el hijo de alguien, el hermano de alguien, el primo de alguien, y con ese material yo podía hacer más daño, convertir mi novela en un artefacto truculento y morboso. Quería contarlo sin que hiciese más daño del que tiene que hacer, siendo todo lo morboso que es desde la primera línea. Ojalá la próxima novela me salga una comedia hilarante. —ECP: Tu trabajo cotidiano es investigar imágenes y casi toda la novela, incluyendo el final, es un canto consciente al lenguaje sobre la imagen.
—MAH: La novela está llena de imágenes, empezando por el spoiler de la foto de portada hasta una serie de fotografías y descripciones. Al final, cuando dicen que las otras dos novelas son de arte y esta no lo es, no llego a entenderlo, porque en El dolor de los demás el protagonista es un historiador del arte, que soy yo, y el modo de percibir el mundo está mediado por la relación con la imagen. Cuando veo el barranco desde el que se tiró mi amigo, aparece la foto y me dije: “¡Ostras, un Friedrich!”. ¡Y es que es el caminante frente al mar de niebla! Y muchas de las imágenes que se describen son como fotogramas de una película. La parte del pasado son flashes, descripciones. Está, por un lado, la pulsión del historiador del arte de describirlo todo como imagen, pero también, poco a poco, la toma de conciencia de que hay cosas que la imagen no dice y que las palabras a lo mejor pueden llegar a decir, no sólo las que se escriben, sino también las que se dicen al oído. —ECP: Admirable defensa de la palabra. —MAHN: El lenguaje falla, pero es lo único que tenemos, por eso escribir es una frustración muchas veces. Es como la petanca... —ECP: Joder, Miguel Ángel, ibas tan bien... ¿Y ahora me sales con la petanca? Resuélvelo, por favor. —MAHN: O te quedas muy cerca o muy lejos. Nunca llegas del todo, pero te puedes acercar. Está uno ahí, intentando ponerse muy cerca, tocarlo, no romper la cosa, y siempre te quedas con la sensación de fracasar. Y eso lo podemos traducir al modo literario. Entre la novela que tienes en la cabeza y la mierda que te sale hay una distancia grandísima. Eso también nos pasa cuando tenemos a la persona que amamos al lado y queremos decirle “lo siento” o “te quiero”. En mi cabeza lo sé, pero no sé cómo explicártelo, verbalizarlo. Siempre nos falla algo. Por eso muchas veces uno se pone a abrazar o a llorar en vez de a hablar. Para representar el dolor de los demás el lenguaje es insuficiente, pero es lo único que tenemos. Se resume en: “Tú, lector, nunca vas a sentir cómo me siento yo, autor”. La única manera de conseguirlo es intentar transportarlo al dolor que hemos sentido. Por ejemplo, si alguien ha perdido un hijo, yo no he perdido un hijo, pero he perdido a mi padre y a mi madre, entonces, puedo, llevando al lector a mi terreno, entender la pérdida del hijo del otro. Para eso, el otro, ciertamente, tiene que ser un prójimo. De hecho, el título El dolor de los demás está copiado del libro de Susan Sontag Ante el dolor de los demás, donde ella habla de por qué hoy no nos impactan las imágenes de la tragedia, por qué seguimos comiendo cuando vemos al niño Elián en la playa. Primero nos generan un morbo y después no nos afectan del todo. Ella viene a decir que nos generan morbo por el contexto en que han sucedido esos hechos. Te ponen a Elián e inmediatamente después los resultados de la jornada de fútbol y unos segundos después un festival de cocina en San Sebastián, todo ello narrado por el locutor con la misma cara. Son imágenes que no nos afectan porque están en un contexto que no nos afecta. Y luego, sobre todo, dice ella, porque no tienen historia, no son el hijo de alguien, el hermano de alguien. Son otros, que están muy lejos. Por eso a los españoles nos afectan más los atentados en Barcelona o en París que los atentados en Irán, ya que te dices “¡Hostia, me podía haber pasado a mí o lo mismo conozco a alguien”. La única manera de que el dolor de los demás nos afecte es si los demás son prójimos, así, en el sentido cristiano: próximo/prójimo, es decir, quiere al prójimo como a ti mismo. Ponerse en el lugar del otro, al fin y al cabo. Y eso es más fácil con la proximidad. Identificar qué de ti puedes proyectar sobre el otro. En el fondo, El dolor de los demás es una novela sobre mi dolor. —ECP: Resuelto. Gracias por ladrar con El coloquio de los perros una vez más y enhorabuena.
1 Comentario
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20/9/2022 07:48:28 am
Buenos días señor / señora,
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ENTREVISTAS
El Coloquio de los Perros. CABEZAS, ISMAEL
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