Entrevista realizada por JULIO MONTEVERDE «NECESITO UNA PALABRA, COMO EL AMOR, QUE NOS HAGA VULNERABLES» Para eso nace el pájaro / Lo comprenderás si lo escuchas Hadewijch de Amberes Esther Peñas (Madrid, 1975) es muchas cosas, —periodista, ensayista, novelista— pero sobre todo poeta, y acaba de sacar nuevo libro de poemas. Su título es Historia de la lluvia, y lo edita Chamán. Se trata de un libro admirable que supone la confirmación más expresiva de una voz poética en toda su amplitud y profundidad. Su palabra, precisa, elegante y compleja, es un don que nos hace llegar con total sencillez, como si fuera algo que hubiéramos perdido y ella se limitase a devolvérnoslo. Pero en realidad, y esto es sin duda lo más característico de obra, su poesía es una parte de nosotros que ella crea. Si todo acto poético es un acto de unión, en este libro Esther nos ofrece, a través del lenguaje, ese amor vinculante en forma de lluvia, en forma de canto, en forma de convocación a la que debemos responder. —EL COLOQUIO DE LOS PERROS: Hay una frase que aparece citada en tu libro y que sé que te gusta repetir. Se trata de «Dios está en la lluvia», que si no recuerdo mal —corrígeme si me equivoco— aparece en V de vendetta. Personalmente siempre entendí esa frase como una referencia a la posible vinculación de lo separado, es decir: la lluvia como la transparencia que vincula lo que está arriba con lo que está abajo, materializando el todo. En este sentido creo que tu verso «corazón capaz de lluvia» supone la confirmación de esa capacidad poética para vincular la realidad a través del amor, que vendría de este modo a ser una disposición, una facultad que el poeta ejercita. ¿Entiendes tu poesía como ese trabajo de vinculación de lo separado? —ESTHER PEÑAS: Hay muchos remiendos en la pregunta. Hago mío el principio hermenéutico de la correspondencia: «como es arriba, es abajo», que se enraíza con el versículo según el cual Dios crea al hombre «a su imagen y semejanza». Si damos por bueno ese principio, sustentado en la fe, lo que haría las veces de tegumento, de vaso comunicante, de vínculo, es el amor, en sus distintas intensidades, matices, naturaleza. No solo para el poeta. Para el hombre que toma consciencia de que lo otro, el otro, siempre es eso mismo, algo separado de lo uno que únicamente con amor puede ser religado. Lo otro distinto, no siempre entendido, más sí recibido. Sólo dejando que brote el amor, y cultivándolo, comienza a florecer el frágil injerto de la vida. Para amar hay que encontrar un lugar metafísico en donde lo real nos estalle, un lugar metafísico en el que el tiempo y el espacio se suspendan, un lugar para habitar con brújula, no con mapa, siempre abierto («el amor nos hace abiertos»), ubicado en el claro del bosque, en la intemperie, para que nos encuentre, el amor, sin máscaras, sin dobleces, sin contención ni reserva alguna. Con desnudez de origen. Siguiendo este razonamiento, el lenguaje es, por tanto, otro espacio de amor, de comunión. Un lenguaje que se escribe a sí mismo, que no es conducido por un propósito exacto y sólo así se cumple. Un lenguaje donde ni la voluntad de quien escribe ni la voluntad del tema ahoguen la palabra. Una escritura que haga crecer islas inexistentes en las cartografías. Una escritura de intuición de mundos. Un lenguaje que convoca el asombro porque el mundo se ha vuelto demasiado explícito y nada ha quedado por des-velar. El lenguaje como espacio en donde lo sagrado aún nos hable. Una escritura como abismo del disloque, del extrañamiento, del asombro. —ECP: Parece claro que el papel de los vínculos es determinante en este libro, que puede ser entendido, en mi opinión, como un intento una y otra vez culminado por establecer puentes entre lo que te sucede y los seres en los que tú sucedes. Esto en poesía, o más bien, en el mundo de los poetas, es extremadamente raro, ya que se suele buscar en el otro poco más que un admirador. ¿Cómo nació en ti esa necesidad de volcarte en otros seres en tu trabajo poético? —EP: Creo que uno es sí mismo en cualquier cosa que haga, sea escribir un poema, un artículo, escuchar al otro, cocinar o vestirse. Los otros han estado presentes desde mi infancia. La casa de mis padres ha sido, desde que tengo memoria, una suerte de hospedería constante: tíos, amigos de mis padres, familiares que venían del pueblo a buscar trabajo, o a tratarse de una enfermedad, desconocidos que traían referencias, mis sobrinas... Todo aquel que lo necesitara tenía las puertas abiertas de la casa de mi infancia, fuera un día, diez o años. La mujer que me cuidó de pequeña, Mari, vivió con nosotros hasta su muerte. Era una más de la familia. Salir de uno es caminar, y caminar es la apertura al mundo. También cuando se escribe. Historia de la lluvia es eso mismo, un hogar. —ECP: Algo que he visto siempre muy claro en tu obra, no solo en este libro sino también en otros como La vida, contigo, es que para ti el amor tiene un papel determinante como sutura, por medio de todos esos pespuntes en la realidad que acercan y cosen un mundo que ahora mismo parece por completo desmembrado. Así por ejemplo, en un punto de tu libro afirmas: «se ama lo que se nombra». Y parece entonces como si el amor te sirviera para reunir el mundo en los seres que amas a través del lenguaje. ¿Crees que tu poesía es un acto de amor en las palabras? —EP: Estamos en el mundo a través de las historias que oímos y que contamos, y sobre todo de las historias de las que somos parte. Por eso la palabra hace mundo, no sólo lo narra o convoca. Escribir es simplemente ser. Contar... O cantar. Todas las palabras, las de otros, las de antes, se suspenden en el aire jugando a ser cogidas. Cualquiera de ellas puede ser un don. Si lo es, un trueno la estalla para sellar su silencio. La poesía (es decir, la vida misma, tal y como la entiendo) se resume en una apuesta por templarse con, en una apuesta por la escucha (ponernos en relación con), y con el intento de comprender (de incorporar una verdad ajena a la nuestra). La poesía trata de habitar el mundo como una totalidad sin ninguna autoridad orgánica, donde todo es vinculante y necesario. Así me gusta pensar Historia de la lluvia. —ECP: En este libro aparecen también toda una serie de personas concretas a quienes van dedicados ciertos poemas. Pero más que destinatarios parecen generadores, o en todo caso, estar unidos a tus propias palabras que brotan en ti a partir de ellos. Y no hablamos solo de amor como tal, que por supuesto está claramente presente, sino también y muy en especial de amistad. En cualquier caso, no parece que exista una distinción esencial entre las palabras que utilizas para hablar de las personas que consideras tus amigos y las personas con las que la relación amorosa es más explícita. ¿Cómo concibes tú esta relación entre esos seres concretos en tu vida y tus palabras? —EP: En Historia de la lluvia trato de convocar una escritura que brote, que no haya que ir a buscarla, ni buscar nada en ella. Si nada se busca, la libación será siempre imprevisible e ilimitada. Una escritura que regrese de lo indecible. Eso vuelve a colocarnos en la geografía del amor, una geografía que habito con brújula, más que con mapa. Hay una celebración de personas que he tenido la fortuna de conocer; con algunas de ellas, el propio vínculo inspiró el poema. La realidad no es, crea. Con la mayoría, el poema brotó y, tras una lectura posterior, un nombre quedó anudado a él. En el caso de la persona amada, creo que el exceso que preside todo lo abre. Es la diferencia sutil pero radical entre un «te quiero» y un «te amo». La palabra en ofrenda de lo amado nos coloca en el borde siempre de ir todavía más allá de lo que ya se ha ido. Una palabra que da sentido al mundo, como se lo da quien ama. Una palabra que sea raíz, como radical es el amante. Una palabra que certifique, como quien ama atestigua la cosmogonía de un nuevo mundo. Una palabra que, al igual que el amor, no nos haga originales sino originarios, que no divague, sino que penetre. Una palabra, como el amor, que nos haga vulnerables. Pero que nos cumple. —ECP: Siempre me ha llamado la atención tu gusto por ciertas palabras en desuso o expresiones arcaicas —alfaguara, enaguas, membrillo— que recuperas con evidente satisfacción. Se trata de ciertas palabras descuidadas que tú pareces adoptar, o de las que te haces cargo. Palabras que amas y que en tu boca o tus poemas parecen acariciadas, envueltas en cariño. En este sentido, tu uso de ese lenguaje arcaico, muy inactual, parece convocar el recuerdo del poeta como trabajador, como miembro de la tribu. ¿Crees que es necesario que el poeta se haga cargo del lenguaje? Y si es así, ¿para qué? ¿Con qué finalidad? —EP: Salen, las hago mías desde lo inconsciente, bailo con ellas. Acaso el secreto esté en cantar esas palabras con asombro y ternura allí donde otros las usan con costumbre o impostura. Ósculo, convocar, amartelar, folgar, amada, triscar... Creo que cada cual (sea o no poeta) tiene su propio campo semántico, una estirpe lingüística y gramatical (en mi caso estructuras como «te soy», «te me entrego», etc.) que lo nombran. Y que asoman con la delicadeza del encuentro. —ECP: En ocasiones tus poemas terminan de forma abrupta con un corte seco que detiene la corriente. A veces parece como si te vieras en la necesidad de salir del poema, como si percibieras un riesgo de llegar a cierto punto de no retorno del que quizá ya no pudieras volver... Otras veces en cambio parece una necesidad o impaciencia por retornar a la vida transformada que el poema ha creado al surgir, y que era su objetivo desde el principio —«Termina el texto... queda todo en suspenso», dices en un punto del libro—. En todo caso, parece percibirse una lucha. ¿A qué crees que responde esa necesidad o gozo por detener el poema? —EP: Lo que me sale responder es aquello que me dijo una vez mi madre de que «nací demasiado tarde». El poema se canta a pesar del poeta. Mahoma no es el autor del Corán, le fue revelado por el arcángel san Gabriel; Homero no escribió la Ilíada, rezó a la musa para que se la cantara; Moisés no escribió los mandamientos, sino Yahvé; no fue Parménides, sino la Diosa, quien pronunció el logos del «camino del ser»... Del mismo modo que reconozco que no soy mi única dueña y señora, tampoco embrido lo que sucede en el poema, final incluido. —ECP: En tus libros de poemas, que ya van acumulándose en nuestro favor, hay ciertos versos que se repiten de uno a otro y que dan a tu obra un sentido de unidad, como si toda ella no fuera más que un único y largo poema. Pero del mismo modo, se percibe claramente una evolución en los temas, y cada libro posee su propio carácter y especificidad, sobre todo en los símbolos generadores que escoges y que sitúas en el centro de cada uno a modo de eje —pienso por ejemplo en la talaria de tu libro El paso que se habita—. ¿Cómo percibes esta dialéctica en tu trabajo? —EP: Siento una querencia mayúscula por los símbolos. Son síntesis infinitas que nos permiten interpretar la realidad, dejando que el misterio prevalezca, que ensanchan la experiencia vital, le dan sentido, que nos ayudan a asomarnos allí donde todo está oscuro, y filtran un rayo de luz (acaso el que cantara Cohen) que intuye. Lo ungido, es decir, lo que se inviste de sagrado; la penumbra, como zona limítrofe; las talarias, en tanto que entrega y oráculo y, por último, la lluvia. Esos serían los símbolos generadores, como los denominas. Pero una vez más, me escogen y yo, que tengo vocación intrínseca, obedezco. —ECP: Hablando de esos símbolos generadores que utilizas, en Historia de la lluvia me ha conmovido especialmente esa gacela insomne que atraviesa al trote todo el poemario, y que parece salida directamente del Cantar de los cantares. Aunque siempre, y esto es lo que más me gusta de este símbolo, lo percibes como una belleza frágil que en todo caso no remite directamente a un amor divino, sino a uno que alcanza lo divino a través de lo profano, del cuerpo mismo, que de esta forma deviene sagrado. Así, llegas a decirle al ser amado: «Te rezo en cántico solemne», pero a la vez existe esa carnalidad, esa materialidad abrumadora que poseen tus poemas y que despliegas como erotismo fulgurante —«Tú lo sabes, la vulva es un nenúfar, estás dentro»—. No sé si podrías explicarnos un poco cómo funciona para ti este tránsito hacia lo sagrado a través del erotismo. —EP: A lo sagrado se llega a través de lo humano. No hay otro camino posible. San Agustín hablaba del «ordo amoris», es decir, el mundo en pleno viene del amor y está orientado al amor. Acaso la experiencia más cercana a la mística sea la experiencia del éxtasis amoroso; amor y erotismo en fragua única de la que deviene el abandono de sí, la entrega al otro, la comunión de dos cuerpos que no pierden, a pesar de ello, su individualidad. Me viene a la cabeza, perdón por lo pedante, la palabra «solenoide», que refiere un campo magnético casi homogéneo de enorme intensidad en su interior y débil en el exterior. Dos cuerpos que se aman crean ese campo. Están a punto de estallar de goce, de alegría, de plenitud, y el mundo (lo externo) desaparece. El deliquio de amor, el éxtasis carnal, un placer tan último que lo ocupa todo. Si lo de arriba es lo de abajo, y viceversa, como empezamos la conversación, el extremo de lo humano no deja de ser el extremo de lo divino. En última instancia, una oblación. Fieramente humana, claro. —ECP: Este libro se cierra con un poema titulado ‘La hermandad de los conmovidos’, un emocionante poema que en la reciente presentación que realizaste en la librería Enclave de Madrid pudimos escuchar leído a varias voces por muchas de las personas que aparecen en este libro. Y en este sentido, es muy bello pensar que tus palabras, o tú misma, has conseguido materializar esa hermandad de facto a través de tus poemas; una hermandad que ya estaba implícita pero que tú has logrado materializar a través de tu trabajo. ¿Eres consciente de esa comunidad poética que se ha organizado a tu alrededor, y de la que yo mismo puedo dar fe de que en ningún caso es solo metafórica? —EP: Agradezco en lo profundo lo bello de lo que dices. Suponiendo que sea así, lo cual sería hermosísimo, lo que sí que intento es relacionar a quienes conozco, de manera que surjan nuevos vínculos que ya no tenga que pasar necesariamente por mí. Es como las ondas que se producen en un estanque, llegan más lejos los afectos, se convierten en generadores. Y otra de las cuestiones que hace de argamasa, me parece, es la gratuidad, el nulo cálculo del rédito que uno pueda obtener por lo que hace, la alegría (que se contagia y se expande, es otro tejido que une y vincula), estar en la celebración; esto permite que las relaciones se ensanchen, en todos los sentidos, y creen hermandad, que siento como una comunidad de afectos. De conmovidos ante el milagro de la vida. ECP: Por último, no puedo dejar de pregúntate, a ti, que tantas veces has entrevistado a los poetas, que tantas veces los has puesto en aprietos por la exigencia y la elegancia de tus preguntas, y que les has motivado a elevarse por encima de sí mismos para estar a tu altura, ¿qué te ha parecido esta pequeña entrevista? ¿Consideras que hay algo que añadir o eliminar en ella?
—EP: Que te hayas tomado el trabajo de pensar las preguntas, de pensarme, de alguna manera, es un regalo para mí, querido amigo. Gracias por la atención prestada a esta Historia de la lluvia. Las preguntas me han resultado estimulantes y amorosas, me han colocado allí donde uno se pone en juego. Si hubiera que eliminar algo, la poda quedaría del lado de las respuestas, sin duda.
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El Coloquio de los Perros. CABEZAS, ISMAEL
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