«La envidia es quizás el pecado más amargo y más triste que hay» Entrevista realizada por MONTSE FERNÁNDEZ CRESPO Entrevistamos a Juan Manuel de Prada (Baracaldo, 1970) a propósito de su última novela, El castillo de diamante (Espasa, 2015), que al escribir estas líneas va ya por su quinta edición. Desde la aparición en 1995 de su primer libro, Coños, con el que se dio a conocer en el ámbito literario, son varias las obras de ficción escritas por nuestro autor; entre las más destacadas está La tempestad (1997), que recibió el Premio Planeta y lo lanzó definitivamente al gran público. Sus títulos más recientes son Me hallará la muerte (2012) y Morir bajo tu cielo (2014). A su actividad literaria habría que añadir la de articulista, pues colabora de forma asidua en periódicos y revistas de ámbito nacional, además de trabajar como tertuliano en varios programas de radio. Esta labor lo ha llevado a la publicación de algunos volúmenes recopilatorios de artículos y de entrevistas que realizó a otros escritores. En el medio televisivo fue también presentador y director de un espacio de debate cultural que se llamó Lágrimas en la lluvia, entre 2010 y 2013. Fruto de su quehacer periodístico, en el cual sus afirmaciones no suelen estar exentas de un estimulante aliento provocador, son los diferentes galardones que ha ido acumulando, entre ellos el “Julio Camba” (1997), el “César González-Ruano” (2000), el “Mariano de Cavia” (2006) o el “Joaquín Romero Murube” (2008). En El castillo de diamante Juan Manuel de Prada narra la conflictiva relación que mantuvieron dos importantes personajes históricos: Ana de Mendoza, Princesa de Éboli -perteneciente a una de las familias más poderosas de la época-, y Teresa Cepeda y Ahumada, más conocida como Santa Teresa de Jesús. Si bien se trata de un relato ficticio, la novela se basa en ciertos hechos reales. —EL COLOQUIO DE LOS PERROS: Juan Manuel, ¿qué le hizo interesarse por estas dos mujeres, una de las cuales -Ana de Mendoza- es mucho menos conocida por el gran público que la otra? —JUAN MANUEL DE PRADA: Bueno, la razón por la que me incliné por esta historia es porque leyendo algún libro sobre Santa Teresa vi que se hablaba de su relación con la Princesa, y me llamó la atención que a un tema tan jugoso literariamente hablando no se le hubiera sacado todo el partido que merecía. A fin de cuentas, lo que narra una novela es un conflicto humano, y el conflicto que se planteaba entre estas dos mujeres me resultaba muy atractivo. Como también lo era la personalidad de ambas, pues seguramente fueron las dos mujeres más importantes que hubo durante el reinado de Felipe II: una en el plano político y mundano, y la otra en el religioso. De alguna manera, su enfrentamiento era un símbolo de algo mucho más profundo que no solamente las implicaba a ellas, sino que implicaba a toda la España de la época. —ECP: ¿Cómo fue el proceso de documentación, necesario para dar vida a las protagonistas y para recrear el ambiente de una época tan extraordinaria en lo político, lo cultural y lo espiritual como fue el siglo XVI? —JMdP: Sobre Santa Teresa hay muchísima documentación, es el personaje femenino con más bibliografía de toda la historia de España. Evidentemente la distancia en el tiempo dificulta la posibilidad de conocer determinados aspectos, pero la realidad es que existe una tradición literaria muy fuerte en torno a ella: desde la propia Santa Teresa, que escribió mucho —no solamente tenemos sus libros, sino también sus cartas—, pasando por todos los amigos con los que tuvo trato y que escribieron sobre ella. Y a partir de ahí hay una abundante bibliografía que se extiende a lo largo de los siglos. En el caso de Ana de Mendoza sucede lo contrario: es una persona importantísima en su época pero que, por haber caído en desgracia durante la última parte de su vida, no tuvo palmeros ni agasajadores, ni fue tampoco una mujer que dejara abundantes testimonios sobre ella. En ese sentido —al contrario que Santa Teresa— es un personaje que le permite al novelista mucha más libertad de movimiento. Aunque también hay algunas pocas fuentes sobre la princesa —nos han quedado cartas y testimonios sobre su figura—, la verdad es que resulta un personaje mucho más nebuloso. Por ejemplo, te diré que no está demostrado que fuera una mujer tuerta, en el sentido que le damos hoy en día a la palabra: persona a la que le falta un ojo. En aquella época “tuerta” era la persona que miraba torcido —de ahí viene la palabra—; es decir, el “bisojo” o “bizco”, que decimos hoy. Y es muy probable que la princesa, más que sufrir una amputación, fuese más bien bizca. —ECP: ¿Se conocen bien las razones de su enfrentamiento? —JMdP: Creo que la causa última de su enfrentamiento tiene que ver con que eran dos mujeres con personalidades muy parecidas. Generalmente las personas que mejor se complementan son aquellas que resultan muy distintas, mientras que aquellas que poseen un carácter semejante o que destacan en las mismas cosas suelen llevarse mal. Y yo creo que la Princesa y Santa Teresa tenían características bastante similares. A esto habría que añadir, naturalmente, las tensiones políticas y religiosas de la época, que son mucho más complejas de lo que habitualmente se cree. —ECP: Además de la Princesa de Éboli y de Santa Teresa, en el libro aparecen otras figuras históricas, como Ruy Gómez de Silva --marido de la Princesa--, Antonio Pérez --secretario de Felipe II-- o doña Catalina de Cardona, quien concebía la santidad, con sus extremas penitencias, de manera muy distinta a como lo hacía Santa Teresa. ¿Con cuál de estas figuras se ha permitido mayores licencias literarias? —JMdP: Sin duda alguna con Antonio Pérez. Tengo que reconocer que es un personaje al que le tengo bastante inquina. Me parece un hombre brillante, pero de un modo empalagoso y cargante, que no me agrada. Aparte, claro, fue el hombre que labró la perdición de la Princesa. En la novela digamos que me vengo y lo convierto en un pelele de ella, en una especie de perrito caniche a sus órdenes. Aunque lo más probable es que en realidad fuese él quien arrastrase a la Princesa a su caída. Con respecto al personaje de Ruy Gómez, en mi novela presento un matrimonio feliz entre él y la Princesa, con sus naturales disensiones y enfados, claro. Pero todos los indicios que tenemos —entre ellos las propias cartas de Ana de Mendoza— nos hablan de un matrimonio muy bien avenido y enamorado, y así es como yo lo muestro. Por tanto, con Ruy Pérez no tengo conciencia de haberme tomado grandes licencias, más allá de las que exige un relato novelesco. En el caso de doña Catalina de Cardona, al igual que en el de algunos personajes secundarios (ermitaños, beatas, visionarias, etc.), digamos que están un poco esperpentizados. Pero es que efectivamente eran personajes muy extremos; como María Jesús de Yepes, otra monja carmelita que aparece en la novela y que también quiso hacer una reforma, y que de hecho llegó a fundar un monasterio en Alcalá de Henares que sigue abierto y que, además, es un convento pujante. Son personajes que vivían su espiritualidad de una forma muy exagerada, que hoy en día nos resulta un poco chocante. La propia Santa Teresa siempre dio importancia a la penitencia y a la mortificación, y también tuvo una época de espiritualidad un tanto exagerada, pero luego cambió y se dio cuenta que eso no era lo más importante. —ECP: La narración comienza y termina en Sevilla, en 1575, con la declaración de Ana de Mendoza ante el tribunal del Santo Oficio. En las primeras páginas ya se nos advierte de los sentimientos encontrados que la Princesa alberga hacia la Santa: una admiración que las más de las veces suele ir acompañada de esa “pasión ruin” que es la envidia, cuando no de odio en los momentos en que Teresa no sigue sus designios. Estas emociones son las que la llevan a denunciar a la Santa ante los inquisidores. La envidia planea asimismo en el ánimo de Felipe II en relación con su hermanastro Juan de Austria, o en la rivalidad entre la casa de Mendoza y la de Alba, al menos por parte de Ana. ¿Hasta qué punto piensa que la envidia, una de las pasiones más básicas del ser humano, considerada por la Iglesia como un pecado capital, mueve el mundo y la Historia? —JMdP: La envidia es quizás el pecado más amargo y triste que hay. En un sentido teológico, la envidia es no aceptar el reparto divino de los dones. Unamuno decía que la democracia había convertido el pecado de la envidia en virtud cívica. Claro, hay algo terrible y es que Dios no es democrático, no es igualitario; las personas nacemos distintas: unas nacen guapas y otras feas, unas nacen listas y otras tontas. Generalmente la habilidad o la sabiduría humana está en saber potenciar los dones que uno ha recibido —que a veces son pocos y modestos—, puesto que normalmente, cuando eres capaz de explotar tus dones, puedes llegar muy alto. El problema es cuando te fijas en los dones del prójimo y quieres ser como él. Ese es quizás el gran drama del hombre moderno. Es la historia de Caín y Abel. Y es verdad que es un misterio terrible, que en el no creyente toma la forma de nihilismo o de orgullo destructivo, pues confirma que el mundo no tiene sentido. Por muy igualitarios que queramos ser o por mucha igualdad que impongamos a través de leyes, siempre va a haber gente que destaque más que nosotros. Y al creyente le hace muchas veces flaquear y pensar que Dios es injusto. Esta es una herida abierta a lo largo de la historia que ha afectado incluso a los hombres más grandes, como es el caso de Felipe II, que has mencionado. Felipe II siente envidia de su hermano porque ve que posee un atractivo personal que él no tiene —y que nunca va a tener— y que es un hombre que provoca auténtico entusiasmo en el pueblo. Y esto a Felipe II le remueve las tripas. Con esto te quiero decir que los grandes hombres no se han visto inmunes a este pecado, vicio o lacra, como lo queramos llamar. El único remedio que existe es transformarla en lo que Cervantes, en el prólogo del Quijote, llama “envidia santa”; es decir, el afán de emulación. Claro que para ello hay que tener la grandeza de reconocer que alguien es superior a ti y, a partir de ahí, en vez de envidiarlo, intentar emularlo en aquello en lo que nos supera. —ECP: Eso sería lo ideal. Pero no siempre nos quedamos ahí, en la admiración, en el deseo de emulación. —JMdP: Hay que ser una persona con mucha grandeza de ánimo, lo que no siempre es fácil. También he de decir que la envidia, a pesar de que es el elemento central de la novela, es una libertad que me he tomado, ya que no consta en modo alguno que la Princesa sintiera envidia hacia Santa Teresa. Del mismo modo que no se sabe exactamente en qué consistió y cuáles fueron las razones de que la Princesa denunciara a Santa Teresa ante la Inquisición. Es decir, se sabe que la denunció, pero no ha quedado constancia de cuál fue su denuncia, bien porque se han perdido los documentos, bien porque sus declaraciones fueran secretas, como a veces se hacía cuando la denunciante era de elevada alcurnia. —ECP: Al margen de esta denuncia, ¿existen otras evidencias de la mala relación entre ambas? —JMdP: Que se llevaban mal es un hecho. Santa Teresa se refiere a este episodio muy sucintamente y apenas hace referencia a él. Primero dice que se resiste mucho a acceder al ofrecimiento de la Princesa de fundar un convento en Pastrana. Después, que la Princesa le pedía cosas contrarias a su religión, a la regla que ella había impuesto a sus monjas y que, por eso, tuvo que marcharse de Pastrana. Eso es lo único que comenta, porque es muy discreta. También hay algún colaborador de Santa Teresa que aporta algún detalle más, como por ejemplo que ella le dio a la Princesa, después de que ésta le insistiera mucho, un ejemplar del Libro de la Vida, pero con la condición de que no se lo diese a leer a nadie más, y que la Princesa incumplió esta petición. Hay pocos datos, pero ciertamente se llevaron mal. A nivel político, Santa Teresa, como reformadora, fue una mujer beneficiada sobre todo por la Casa de Alba, que era enemiga de la de Éboli. Evidentemente la Casa de Éboli acude a Santa Teresa porque sabían que patrocinándola iban a ganar puntos ante el rey Felipe II, que era un impulsor de la reforma carmelita. Otras de las razones serían las que tienen que ver con las distintas visiones religiosas que tienen. A pesar de que se ha dicho —y esto demostraría una vez más que las categorías ideológicas son siempre un poco grotescas— que los Éboli representarían el partido liberal, frente a la Casa de Alba, que sería el partido más intransigente dentro de la corte, la realidad es que mientras que ésta era mucho más abierta a la reforma religiosa, la Casa de Éboli tenía una visión un poco anticuada de la espiritualidad. Por ejemplo, hay documentación donde se ve que la Princesa no entiende el asunto de la oración mental; o donde se resiste a que Santa Teresa impida la entrada en el claustro a nobles o a gente cercana a la Casa de Éboli. Es decir, que desde el punto de vista religioso la Princesa era retrógrada. Pero, más allá de que hubiera enfrentamientos religiosos y políticos, yo creo que el conflicto de fondo, como dije, es un conflicto de personalidades: las de dos mujeres que quieren imponer su voluntad, que tienen unos planes prefijados y que no están dispuestas a renunciar a ellos. —ECP: La novela muestra asimismo, como telón de fondo, las interferencias del poder político y económico en el religioso, y a la inversa. De igual manera, evidencia la corrupción y el fariseísmo religioso —«el peor de los vicios de la religión»— existente en todas las esferas: desde algunas de las ciento cincuenta monjas que conviven con Teresa en el abarrotado monasterio abulense hasta obispos, pasando por frailes, confesores, capellanes “medio letrados”, etc. Santa Teresa tuvo que enfrentarse con esto a lo largo de toda su vida; lo que no le impidió, sin embargo, realizar su reforma de la orden del Carmelo. Es más, en ocasiones incluso utiliza a “esos palillos de romero seco” que son las autoridades mundanas —a las que nunca se sometió-- en beneficio propio para llevar adelante su labor como fundadora y reformadora. ¿De qué manera Felipe II favoreció esa tarea reformadora de Santa Teresa, cuyo objetivo era devolver la Iglesia a “los rigores de la primitiva regla del Carmelo”? —JMdP: Felipe II fue un defensor a ultranza de la reforma religiosa, no solo de la de Santa Teresa, sino también de la de otros reformadores de la época, como por ejemplo San Pedro de Alcántara, de la orden franciscana. Y también de las nuevas órdenes religiosas —como la Compañía de Jesús— frente a las órdenes tradicionales, que estaban más maleadas, más corrompidas y que tenían una mayor dependencia de Roma, factor este muy importante. Hay una razón política muy evidente: del mismo modo que Carlos V luchó contra la nobleza y la derrotó en la Guerra de las Comunidades, digamos que el gran poder fáctico que seguía manteniendo su estatus durante el reinado de Felipe II eran las órdenes religiosas, que en aquel momento eran propietarias de una gran parte de las tierras de los reinos de Castilla y Aragón. Y que, además, tenían un poder enorme sobre muchas almas, especialmente sobre las que vivían en las tierras que eran de su propiedad. Felipe II en ningún momento se planteó nada parecido a una desamortización, por supuesto, pero sí consideraba que las órdenes religiosas —precisamente porque eran un poder muy fuerte— estaban plantando batalla arrimándose al Papa, que en aquella época no era sólo una autoridad espiritual, sino también una autoridad política. Así pues, Felipe II, que siempre fue un gran detractor del poder temporal del papado, que incluso llegó a guerrear contra él en algún momento en que éste se alió con Francia, se dio cuenta de que una de las maneras de romper ese vínculo tan fuerte entre el papado y las órdenes religiosas era potenciar reformas, o impulsar órdenes de reciente creación. Recordemos que el Concilio de Trento fue impulsado por su padre, el emperador Carlos, y ejecutado por él. Es una obra eminentemente española y, en contra de lo que la leyenda negra pretende, lo que trató es de purificar a la Iglesia y despojarla de dependencias mundanas. Felipe II es, pues, un gran impulsor de la reforma y un gran partidario de Santa Teresa de Jesús, con la que se intercambió cartas y a la que apoyó siempre. —ECP: ¿Qué hay de cierto en la pretendida acusación que la Inquisición lanzó contra Santa Teresa? —JMdP: Esto es un delirio, porque el tribunal de la Inquisición —según prerrogativa de los reyes de España— era un tribunal de dependencia del rey, a diferencia de los tribunales de la Inquisición de todos los demás países, que eran tribunales de dependencia de Roma. De este modo, un tribunal que dependía del rey, ¿cómo iba a perseguir a Santa Teresa de Jesús, que estaba recibiendo su ayuda? De hecho, la única investigación que se le abre a Santa Teresa en Sevilla se plantea precisamente para liberarla de todas las sospechas y acusaciones que están recayendo sobre ella. —ECP: Justamente esta investigación del Santo Oficio parece ser que tuvo como resultado blindar a Santa Teresa. —JMdP: La blindó, efectivamente, frente a todos los ataques de sus enemigos. ¿Santa Teresa recibió ataques desde el mundo eclesiástico? Sin duda, pero siempre fue por parte de los sectores más corrompidos y farisaicos de la Iglesia de la época. Las grandes personalidades —pensemos en un San Francisco de Borja, por ejemplo, en San Pedro Alcántara o en los mejores teólogos de la época, como el dominico Domingo Báñez— fueron grandes promotores de la causa de Santa Teresa y la apoyaron en los momentos más difíciles. Sí es verdad que tuvo grandes enemigos, sobre todo en su propia orden. La orden carmelita era quizás la más corrompida dentro de la enorme corrupción que existía en aquel momento. Los carmelitas, sobre todo en los conventos de Andalucía —que tenían mancebas en el convento, tierras a su nombre, etc—, sí que promueven una guerra a muerte contra Teresa debido a que ella consigue una cosa inesperada; y es que, después de todas las prohibiciones que le había impuesto la orden, consigue fundar gracias a que saca a su convento de la disciplina carmelita y la pone bajo la disciplina del obispo de Ávila mediante una autorización papal. Y luego, en una visita que hace el superior de los carmelitas —que viene desde Roma precisamente asustado ante los excesos y la corrupción que hay en los conventos españoles—, lo convence y él le da licencia para poder fundar todos los conventos que quiera en Castilla sin pedir permiso a nadie. Es entonces cuando Teresa sale de las fronteras castellanas y va a Andalucía; y cuando los carmelitas se revuelven contra a ella y convencen al superior para que se sume a ellos contra Santa Teresa. Ahí es donde Felipe II, de forma evidentísima, destruye el complot. Por tanto, Santa Teresa sufrió persecución desde ámbitos eclesiásticos, pero siempre fue por los sectores más deteriorados y lamentables de la Iglesia. —ECP: Siguiendo con Felipe II, ¿podríamos decir que este monarca abogó por una aristocracia basada en los méritos? Si esto fuera así, la idea denotaría cierta “modernidad” en comparación con la Princesa de Éboli, que representaría la vieja aristocracia, defensora del linaje de sangre. —JMdP: El caso de Ana de Mendoza es muy interesante porque ella pertenecía, efectivamente, a una familia que formaba parte de las grandes familias de la nobleza de Castilla: la familia de Mendoza, seguramente la que ostentaba más poder, después de la de Alba, en aquel momento. Pero, además, digamos que ella, a través del matrimonio, emparenta con la nueva nobleza que están potenciando los Austrias, que ya no es la de la sangre sino la de los méritos. Carlos V había empezado ya a favorecer una nueva aristocracia y Felipe II lo estaba haciendo también. De esta manera, la Princesa representa también a esa nueva aristocracia —representaría como un engarce entre dos épocas— a través de su matrimonio con Ruy Gómez, quien se convirtió más tarde en el hombre de confianza por excelencia de Felipe II. Y, de hecho, yo creo que esto también fue su perdición, porque precisamente por haber logrado superar ese obstáculo que los Austrias pusieron a la vieja nobleza, y haber conseguido que su familia siguiera siendo poderosa, quizás la ensoberbeció. Aunque no conocemos a ciencia cierta las razones por las que cae en desgracia Ana de Mendoza, siempre se suelen asociar a su alianza o asociación con Antonio Pérez, quien indudablemente tuvo mucho que ver. Pero no sabemos exactamente por qué el rey decide ser severo con ella. —ECP: Severo hasta el punto de mandarla encerrar durante dos años en el torreón de Pinto y en el castillo de Santorcaz y, más adelante, en su palacio de Pastrana, como se explica en el Apéndice de su novela. —JMdP: Siempre se ha dicho que es a raíz de la huida de Antonio Pérez que el rey descarga sus iras sobre ella, pero esto me parece un poco insatisfactorio. Al parecer la Princesa trató de casar a alguna de sus hijas con miembros de la familia de Braganza, que era la que le disputaba el trono de Portugal a Felipe II. Es muy posible que esta fuera la auténtica razón. El caso es que era una mujer de gran ambición que quería seguir haciendo valer sus prerrogativas con la Casa de Mendoza, esto es indudable. —ECP: Centrándonos ahora en la espiritualidad de la época, una de las manifestaciones de la fe religiosa es la que en aquellos años profesaron los denominados “alumbrados”, cuyos ritos, cada vez más degenerados, observaba Ana de Mendoza de pequeña, escondida detrás de una tinaja. ¿Qué importancia tuvo esta corriente espiritual en el siglo XVI? —JMdP: Se llamó así a una serie de personas con una sensibilidad espiritual muy próxima a lo que posteriormente iban a ser los luteranos o los protestantes. Surge en Castilla y, fundamentalmente, lo que querían los alumbrados era suprimir la mediación de la Iglesia. Creían que para la salvación del hombre no hacía falta la mediación de los curas y, por tanto, querían suprimir los sacramentos y las celebraciones litúrgicas. Postulaban también formas de oración al margen de la tradición de la Iglesia, abominaban de las devociones a los santos, de las imágenes, etc. Más tarde, efectivamente, los alumbrados van degenerando poco a poco. Por ejemplo, hubo casos de clérigos lujuriosos —digámoslo así— que potenciaban formas de devoción presuntamente espiritual pero que en realidad buscaban el refocile carnal. Hay escándalos muy graves ya en el reinado de Felipe II; y en los de Felipe III y Felipe IV se descubren conventos en los cuales los confesores mantienen tratos carnales con monjas, etc. Hay muchos fenómenos de este tipo ya a finales del XVI y muchos más en el XVII. A pesar de que este aspecto extraño de simbiosis entre lo espiritual y lo carnal tuvo protagonismo, no se dio en todos los alumbrados. Lo que ocurre es que en esta época el término “alumbrado” se le asignaba a cualquier persona herética, o simplemente a cualquier impostor religioso. Por ejemplo, en la novela se cuenta el caso de una monja —creo que se llamaba Magdalena de la Cruz— que fingió tener llagas y no alimentarse más que de la hostia, y que enloqueció totalmente al quedarse embarazada y proclamar que había concebido por obra del Espíritu Santo. Hubo muchos casos de este tipo, era una época de religiosidad muy intensa. Por lo demás, el término “alumbrado” se siguió usando mucho en España para referirse a todo tipo de herejes o de prácticas religiosas heterodoxas, incluso cuando ya la reforma se había consolidado. Fue una palabra que se mantuvo durante siglos. —ECP: Ana de Mendoza llegó a acusar a Teresa de pertenecer a esta secta. —JMdP: Santa Teresa forma parte de un nuevo tipo de espiritualidad que estaba surgiendo y que tenía algunas concomitancias con la de los alumbrados, fundamentalmente en lo que se refiere a la oración mental. De hecho, en aquel momento hubo muchos autores religiosos plenamente ortodoxos a quienes en un principio la Inquisición miró con lupa. El caso más famoso es el de Fray Luis de Granada, autor de La guía de pecadores. Y ahí está también el caso del franciscano Francisco de Osuna, autor del Abecedario espiritual. Estos libros se retirarían de la lectura, siendo restablecidos algunos años más tarde. Santa Teresa está muy influida por este tipo de autores, que son los que preconizan la oración mental y otras prácticas piadosas no establecidas por la tradición y que en ese momento despertaban muchas sospechas. Esta es la razón fundamental por la cual Santa Teresa fue mirada con recelo durante años antes de iniciar la reforma. Pero no por la Inquisición, como dije antes, sino por determinados miembros del estamento religioso, sobre todo en Ávila. Cuando recibe las denuncias ante la Inquisición todo el mundo la vuelve a acusar de alumbrada. Pero realmente quedó exonerada, nunca fue castigada de forma oficial. También conocía la práctica de lo que ella llamaba “el don de lágrimas”, que era llegar a emocionarse a través de la oración y del coloquio con Dios, algo que de igual manera era mirado con recelo desde determinados ámbitos teológicos. —ECP: A la par que mística, Santa Teresa fue una persona aventurera que en su primera juventud combinaba la lectura de libros sobre vidas de santos o mártires con otros de caballería, sentimentales o cancioneriles. En El castillo de diamante hay cuantiosas referencias literarias, sobre todo a héroes o pasajes que pertenecen a famosas novelas caballerescas, incluido el Quijote. Usted afirma incluso que con su libro ha intentado escribir una «novela de caballerías a lo divino». ¿Cree que Don Quijote y Santa Teresa tienen personalidades o vidas que de algún modo se asemejan? —JMdP: A mí este es el aspecto que más me interesa de Santa Teresa, a pesar de que en realidad no sea el más tratado ni el más destacado. Hay que recordar que, a pesar de que las tuvo durante toda su vida, el apogeo de las experiencias místicas de Santa Teresa coincide con la época de sus últimos años de estancia en el convento de la Encarnación, cuando ocurre su transformación de monja mediocre a la Santa que luego se iba a hacer famosa. En los últimos veinte años de su vida, desde que ella decide iniciar la reforma hasta su muerte, su principal actividad fue la fundación de conventos y la supervisión de su reforma. Y a mí lo que más me apetecía destacar en la novela era esta Santa Teresa fundadora, más que la Santa Teresa mística. Es aquí donde me esforcé más a la hora de configurar el personaje. Y, efectivamente, yo le vi muchas similitudes con los caballeros andantes. Ella fue una gran lectora de libros de caballerías en su juventud y es evidente que en su visión de la reforma interviene mucho el elemento caballeresco: es decir, esa mujer que sale a los caminos, que duerme en ventas, que tiene que estar trapicheando con los arrieros, etc. Don Quijote y Santa Teresa tienen muchas similitudes, incluso cronológicamente. Si te das cuenta, Don Quijote también era un hidalgo de vida mediocre hasta que casi frisando los cincuenta decide convertirse en caballero andante. Y Santa Teresa es casi con cincuenta años cuando decide convertirse en “caballera” andante, a una edad que era prácticamente la vejez de la época. Esto es lo que quise destacar en la novela: presentar la reforma religiosa de Santa Teresa con un ingrediente de caballería andante a lo divino. De hecho, en la novela hay constantes homenajes al Quijote. —ECP: Así como al género picaresco en personajes como María Jesús de Yepes o Alonso de Andrada. —JMdP: Porque cuando uno mira la vida de Santa Teresa, con quien realmente le gustaba estar era con este tipo de personas, que tenían mucho de pícaros a lo divino. De alguna manera no deja de hacer lo mismo que Jesucristo, quien cogió a sus discípulos entre gente marginal. —ECP: Otro de los rasgos destacables del carácter de la Santa abulense es que era una mujer alegre, dicharachera, poseedora de un gran sentido del humor, irónico y luminoso, en contraposición al de Ana de Mendoza, más sarcástico y cruel. De hecho, casi todos los personajes de El castillo de diamante mueven a la sonrisa, desde los principales a otros más secundarios, como pueden ser fray Pedro de Alcántara (hombre santo y alegre, muy estimado por Santa Teresa), el padre Mariano, fray Juan, etc. ¿Le ha sido difícil dar ese tono jocoso e ingenioso al texto, mezcla, como usted dice, de esperpento valleinclanesco y humor cervantino? —JMdP: En primer lugar quería que la novela fuese un homenaje a la literatura del Siglo de Oro. Y por otra parte me apetecía que fuera una novela que mostrase una imagen alegre, en su pobreza, de la España de la época, frente a esa otra imagen oscura, tenebrosa y cruel que se suele transmitir. La mentalidad protestante nos ha inculcado de forma lamentable que la alegría de los pueblos tiene que estar relacionada con su riqueza. Esto es una cosa grotesca que llega hasta el presente, en el que todos estamos encabronados porque no somos ricos como nos habían prometido. Yo quería que el elemento bienhumorado fuera palpable y, claro, para lograr esto la mejor manera era rendirle homenaje a la literatura española. Cuando leemos el Quijote, el Lazarillo, o incluso la gran poesía de la época, nos damos cuenta de que es una literatura donde aparece reflejada la pobreza, por supuesto, porque están los hidalgos que tienen que espolvorearse migas para aparentar que han comido opíparamente, etc. Pero también está siempre presente el sentido del humor, y este ambiente era el que yo quería que apareciese en la novela. —ECP: Es un punto de vista curioso que, por otra parte, se agradece. —JMdP: Tampoco era un elemento forzado, porque yo creo que si hay un rasgo distintivo en Santa Teresa es el sentido del humor. Era una mujer que siempre estaba haciendo bromas, a su costa muchas veces, riéndose de sí misma, de sus enemigos, de sus amigos. Esto se aprecia en todo su epistolario y en las anécdotas que nos han llegado de sus amigos más cercanos, quienes siempre insisten en este elemento. Para mí fue una cosa muy natural convertir a Santa Teresa en un personaje chispeante, con una vis cómica constante. Y al mismo tiempo quería reflejar el mundo en el que ella se desenvuelve; por una parte, un mundo en el que tiene que camelar a los poderosos y, por otra, un mundo en que ella siente esa atracción irresistible hacia los parias. El humor es uno de los rasgos principales de la novela. No obstante, mucha gente la lee en una clave equivocada, como si fuera una novela apologética, de defensa de la religión, o incluso una novela histórica. —ECP: Las dos protagonistas de El castillo de diamante tienen en común que son mujeres inteligentes, decididas, desenvueltas, con dotes de mando. Mujeres que luchan, en medio de una sociedad que pretende acallarlas, por llevar una vida acorde a sus aspiraciones; aspiraciones que en el caso de Ana de Mendoza tienen que ver, como hemos dicho, con la vida terrenal --quiere para su linaje la mayor supremacía-- y, en el caso de Teresa, con la vida espiritual --no se conforma, en su afán por agradar a Dios, con llevar una vida de monja mediocre—. Personalmente creo que la mayor inteligencia del ser humano siempre va unida a la bondad, o al menos a la carencia de maldad. Desde esa perspectiva, en mi opinión, Santa Teresa debió de ser una mujer mucho más inteligente que la Princesa. —JMdP: Esto sin duda. Más allá de lo que juzguemos que sea la inteligencia, es evidente que el triunfo de Santa Teresa, o la capacidad para adecuar sus anhelos a la realidad, fue mucho mayor que en el caso de la Princesa. Yo también pienso, al igual que tú, que la bondad es una expresión de la inteligencia. Creo que la maldad, en contra de lo que mucha gente opina, está asociada a la mediocridad que urde, que maquina, que calcula alevosamente; esto hace que a veces parezca cobrar aspecto de inteligencia. Pero no es cierto, la inteligencia es algo espontáneo, natural, mientras que la inteligencia del malvado suele ser una inteligencia muy premeditada, muy recocida en los alambiques del odio. En este sentido, salta a la vista que Santa Teresa era una mujer inteligentísima. Hay una frase suya, que yo reproduzco o parafraseo en mi novela, en la que ella aconseja a sus monjas que siempre se adapten a la forma de ser de su interlocutor. Esto es de una extraordinaria inteligencia. —ECP: Esa es precisamente una de las frases de Santa Teresa que me han hecho reflexionar y que he subrayado en el libro. —JMdP: Es lo que hoy llamamos de forma cursi “inteligencia emocional”, que no es sino la virtud de la prudencia, que consiste en adaptarse al medio para poder desarrollar tu labor. Fue una mujer que supo cautivar a personas poderosísimas e implicarlas en su reforma, y que supo salir de aprietos enormes. En la novela cuento, por ejemplo, cómo cuando llega a Toledo se le cierran todas las puertas y, en un principio, no puede fundar. Y a pesar de que el administrador apostólico de Toledo sabe que si le concede licencia va a meterse en un lío, Teresa consigue finalmente arrancarle la autorización. Sabía ganarse a sus interlocutores, o al menos aprovechar las rendijas que le dejaban sus enemigos. —ECP: Para ir acabando, quisiera referirme a la faceta de Santa Teresa como escritora. Su formación la constituyen unas pocas lecturas: las Confesiones de San Agustín, el Tercer abecedario de Francisco de Osuna o las obras de Laredo y fray Luis de Granada, entre otras. No le hizo falta mucho más para que su prosa, de gran originalidad, alcanzase una calidad excepcional, a la altura de otro importantísimo místico con el que trabó amistad, San Juan de la Cruz. Escribe con sencillez, con sinceridad y entusiasmo para explicar el gozo sus experiencias místicas y, en sus creaciones de carácter didáctico, para indicar el camino que debe seguir el Carmelo femenino descalzo o para servir de guía espiritual a sus monjas. E insiste con ellas en que escribe solo por obediencia, no por aparentar ser una persona sabia o letrada. —JMdP: Es evidente que no era una mujer culta en el sentido que tenía la palabra en la época: tener una cultura greco-latina, saber leer como mínimo en latín. Pero me atrevería a decir que probablemente era una mujer mucho más formada que la mayoría de las mujeres y varones de su época. La idea de una mujer ingenua que, sin cultura, se pone a escribir es de una falsedad tremenda. De hecho, se ha estudiado la cantidad de deudas que existen en su obra respecto de otros autores de la época o inmediatamente anteriores a ella, a quienes había leído con gran aprovechamiento. La novedad que introduce Santa Teresa es que es una literatura no retórica, más allá de que utilice símiles o figuras de estilo tomadas o inspiradas en otros libros. Su lenguaje transmite el espejismo de que estás leyendo algo que parece que es oral, con el fin de hacerse entender por sus monjas, que eran el destinatario natural de sus obras. Porque no olvidemos que los libros de Santa Teresa no se publicaron hasta después de su muerte, y que en vida solo circulaban en copias manuscritas. Paradójicamente, yo diría que ahora mismo Santa Teresa, precisamente porque su lenguaje es poco retórico, resulta una autora más difícil de leer que muchos de sus contemporáneos. Y me atrevería a decir que su lectura es más compleja que el Quijote, por ejemplo, que parece coser y cantar al lado de cualquier obra de Santa Teresa. O incluso más compleja que San Juan de la Cruz, por decir un estricto contemporáneo suyo. Yo destacaría de Santa Teresa esa capacidad para hablar de lo más sublime con una llaneza y una desenvoltura que verdaderamente te dejan perplejo. —ECP: Resulta curioso que un lenguaje marcadamente coloquial la haga hoy en día más complicada de leer, si bien es un interesante testimonio del uso de ese registro del castellano de aquella época. —JMdP: Ser una escritora que renuncia a la retórica clásica la hace mucho más moderna. Pero esa visión de una mujer ingenua, que escribe como se habla, que no tiene ningún tipo formación y que, por lo tanto, no tiene conciencia de ser escritora me parece una visión un poco grotesca y, en el fondo, un poco paternalista. Es como decir: mira esta monjita, pobrecita… —ECP: Por último, en la novela se señala que la escritura teresiana es rápida, fluida, suelta, que la carmelita no solía volver atrás sobre sus palabras para retocar las frases. ¿Ese sería tal vez el motivo de que a veces incurra en anacolutos u otro tipo de errores gramaticales?
—JMdP: Eso es verdad, y es una de las complicaciones de Santa Teresa. Escribía sin corregir o corrigiendo muy poco, no solía volver sobre lo escrito. A lo mejor abandonaba lo que estaba hablando y metía un inciso o una digresión que se alargaba durante folios. Es un rasgo que, más que de una persona que no escribe con mentalidad literaria, yo me atrevería a calificar como de alguien que no escribe con la publicación en la cabeza, una cosa que hoy en día es rara porque hoy cuando escribimos es con la idea de que sea publicado. Ella considera que su público era muy reducido, muy constreñido, básicamente sus monjas. Ponemos punto y final a esta charla advirtiendo que Juan Manuel de Prada ha entregado ya a sus editores una nueva novela que será publicada probablemente antes de que finalice 2016: Mirlo blanco, cisne negro, de temática totalmente distinta a El castillo de diamante. Título este último, por cierto, que hace referencia al castillo como símbolo del alma utilizado por Santa Teresa en su obra Las Moradas: «Antes que pase adelante os quiero decir que consideréis qué será ver este Castillo tan resplandeciente y hermoso, esta perla oriental, este árbol de vida que está plantado en las mesmas aguas vivas de la vida, que es Dios». Las mismas aguas de la vida llevadas al cauce de la literatura de la mano de uno de los mejores representantes de la novela contemporánea española, Juan Manuel de Prada.
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El Coloquio de los Perros. CABEZAS, ISMAEL
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