Entrevista realizada por JUAN DE DIOS GARCÍA Construyendo Babel En 2004 se publicó en la editorial Tropismos Construyendo Babel de Hilario J. Rodríguez (Santiago de Compostela, 1963). Uno le sigue la pista a este autor desde hace un lustro, por eso no había puesto la atención merecida a este monumento de la literatura autobiográfica, perdido entre la montaña rusa y el caos que comporta la velocidad mortal de la industria libresca. El azar y las buenas intenciones de la editorial Contraseña quisieron reeditarlo en 2023, añadiendo un capítulo nuevo y revisando en profundidad el texto. ¡Aleluya! Construyendo Babel se nutre de un cosmopolitismo sensato; redefine la palabra biblioteca; nos regala personajes indelebles como la yugoslava Lyudmila; cuenta decenas de pequeñas, tiernas o tremendas historias docentes, de familia, de ladronzuelos de libros, de boxeadores trágicos, de tabaco, de asesinatos ficticios, del Holocausto, de la verdad y la desnudez artística... Exploremos un poco esta mina. —EL COLOQUIO DE LOS PERROS: Construyendo Babel, si se pudiese etiquetar, podría hacerse como libro de memorias. ¿En las memorias se calla más de lo que se cuenta? ¿O hacemos caso a la advertencia inicial de que «Hilario J. Rodríguez no existe» y listo? —HILARIO J. RODRÍGUEZ: Hay una frase de Michel de Certeau que me parece pertinente para comenzar a contestar esta pregunta: «aquello que el mapa corta el relato lo atraviesa». Si convertimos al Hilario J. Rodríguez del libro en el mapa de un ser humano, podemos utilizar el relato para ampliar sus fronteras e ir más allá de donde lo ha colocado la vida. Como él, en el fondo aspiramos a que la ficción acabe compensándonos por las limitaciones e inconsistencias de la realidad, a sacarnos del mapa e introducirnos en un relato con algo de épica y sentido. Yo diría que el porcentaje de verdad en el libro es de un 10%, frente a un 90% de invención, más o menos. Ni siquiera todos los libros y escritores mencionados son reales. Quizás por eso entiendo Construyendo Babel como una ficción, no como unas memorias. Puede leerse y entenderse como una sucesión de imágenes construidas con palabras. Es una sucesión a veces ingobernable, imprevisible y en constante cambio, hacia delante y hacia atrás, como si no tuviese un principio y un final sino solamente lo que ocurre en medio de ambos. Al igual que la Naturaleza, renuncia a lo acabado, a lo definido, a lo absoluto, porque aspira a no morir víctima de un contexto que pasado mañana resulte anticuado y prefiere renovarse con cada lector, con cada época. Quiere fijar su atención en padres que mueren y regresan constantemente a la vida, en frágiles y breves amores de juventud que atraviesan toda una vida, y en paisajes cotidianos que de repente se convierten en escenarios del crimen que a diario perpetra el olvido. Trata sobre el choque entre la Historia con mayúscula y nuestras diminutas historias, sobre las cosas que determinan cómo pensamos y experimentamos el mundo, cosas que antes a muchos nos llegaban a través de los libros, convertidos en mensajes lanzados desde orillas y tiempos muy distantes para que alguien los interceptase, leyese, analizase, interpretase y contase. —ECP: No son muy habituales las reediciones en un mundo editorial tan contagiado ya de vértigo mercadotécnico. ¿A qué debemos tus lectores esta suerte de reedición de Construyendo Babel en Contraseña? —HJR: Cuando apareció por primera vez, en 2004, fue leído por pocos, pero esos pocos lo saludaron como un libro renovador en la literatura española y lo aplaudieron. En el suplemento cultural del diario ABC Juan Ángel Juristo dijo que era «uno de los libros más bellos» aparecidos aquel año y Care Santos en el cultural del diario EL MUNDO, que era «un magnífico debut en la novela». Sus lectores fueron, en su mayoría, muy generosos y supieron ver su apuesta formal. El libro lo editó Tropismos, de corta pero intensa trayectoria, y ahora ha vuelto a ver la luz gracias a Contraseña y al entusiasmo de Alfonso Castán, uno de sus editores. Se ha hecho una profunda revisión y corrección del texto, además de incorporarse nuevas secciones y suprimirse una de la primera edición. En algunos momentos, durante la fase de corrección, me pareció que el trabajo del equipo editorial estaba convirtiendo poco a poco a sus miembros en coautores del libro, con un trabajo exigente, generoso y bastante exhaustivo que para sí quisieran muchos escritores actuales. —ECP: Menudo despliegue de amor por la lectura, las bibliotecas y los viajes haces en el capítulo titulado ‘Infancia’, y en el libro en general. ¿Es una biblioteca el viaje inmóvil perfecto? —HJR: Construyendo Babel sugiere que los libros son los mejores efectos especiales para visualizar lo nunca visto. Basta con perderse en los intrincados pasillos de una biblioteca para proponer la aventura más fascinante; al menos eso es lo que la novela intenta sugerir siguiendo el trayecto de varios libros desde que los encuentra su protagonista hasta que finalmente ocupan lugares concretos en su biblioteca particular. Sus páginas, en estado de guerra total contra todo lo que nos borra, quieren describir un viaje como el de los grandes viajeros, lleno de siniestros presagios y sugerentes fantasías, en busca de la eternidad. Mi madre quería saber qué hacía mi padre cuando lo veía tumbado en el sofá, con un libro en las manos, como si en lugar de leer estuviera haciendo otra cosa. Pero ¿cuál? Quizás él sólo se iba de viaje durante un rato y mi madre reclamaba su atención para que no llegara demasiado lejos. En la vida diaria se dice «pasar página» cuando uno quiere dejar zanjado un asunto para siempre; para un lector pasar las páginas es un impulso irrefrenable si desea saber qué le aguarda al final de una historia o un poema o un ensayo. Todos tenemos que «pasar página» o «pasar las páginas», porque todos necesitamos zanjar asuntos y llegar al final de nuestras lecturas. Somos marinos inquietos, a los que las bondades de tierra adentro, tan ajenas a lo inesperado, nos reconcomen. Necesitamos acción y aventuras, perder pie aunque luego pidamos auxilio. Y cada uno de nosotros sigue su propia travesía, por mucho que vivamos en los mismos sitios o leamos los mismos libros. —ECP: Cuentas una triste anécdota sobre la violencia social contra el que hablara gallego en la ciudad. ¿No crees que, pasado el tiempo, algunas tornas socio-políticas se han dado la vuelta y el galleguismo idiomático juzga ahora los porcentajes de identidad en Galicia? —HJR: Si no te importa, prefiero no contestar esta pregunta de forma directa y tomaré un desvío narrativo. A punto de acabar la educación primaria, uno de mis profesores en el Colegio Altamar asignó a cada estudiante de mi clase una disciplina para que investigásemos y luego redactásemos textos para una enciclopedia que él proyectaba publicar sobre Vigo. A mí me tocó la Botánica. ¿Qué sabía yo al respecto en aquella época? Más bien poco, aunque era capaz de entrar en un bosque y distinguir entre carballos (robles) y castaños, o entre pinos y eucaliptos. Quien más parecía saber de la familia era mi abuela materna, que tenía un poco de meiga porque siempre nos preparaba infusiones con plantas raras, contra el catarro, la inapetencia o la falta de sueño. Pero quien de verdad me ayudó fue mi padre. En aquella época Álvaro Cunqueiro para mí solo era un nombre, por eso cuando mi padre me lo presentó en la Biblioteca Penzol no mostré el asombro y la veneración que habría sentido ahora. Tampoco sabía que aquella biblioteca fue y sigue siendo la mejor que existe para temas relacionados con Galicia. Mi padre iba allí con regularidad para trabajar en su tesis. Recuerdo la primera frase que me dijo Álvaro Cunqueiro como si me la estuviese diciendo ahora mismo: «Para saber lo que hay es preciso saber lo que hubo, porque así se puede prever lo que habrá y podemos prevenirnos contra lo que podría no haber, por si en algún momento lo necesitásemos». También recuerdo sus palabras al describir la Botánica como un asunto mágico, que en Galicia había estado durante siglos en manos de druidas y meigas. Lo que más me impresionó fue escucharle decir frases en latín mientras leía una página de uno de los diez o doce libros que me había cogido de diferentes estanterías, para que investigase. Luego me enteré de que leer latín en voz alta fue durante décadas algo normal entre los estudiantes de los colegios e institutos gallegos relacionados con la Iglesia. Mi padre estuvo varios años interno en uno donde incluso aprendió a hablarlo para las cosas más simples, como dar los buenos días o las buenas noches. Álvaro Cunqueiro me aclaró que saber leer o hablar latín no te convertía en un habitante del Imperio Romano, tan solo en un traductor más fiel que quienes pretendían hacerlo comprensible escribiéndolo en gallego, castellano o cualquier otra lengua. En Europa, según él, todos éramos más traductores que hablantes. No decimos las cosas como quisiéramos sino más bien como creemos que a otros les gustaría escucharlas, para así entendernos y contestarnos. El problema con el latín es que ya era entonces, cuando comencé mi investigación sobre la botánica viguesa, una lengua muerta y por lo tanto no era posible traerla de vuelta a la vida, ni siquiera leyéndola en voz alta como hizo aquel primer día Álvaro Cunqueiro. Observando años después la escritura jeroglífica en las paredes de las tumbas del Valle de los Reyes en Egipto me sorprendí al pensar que lo que yo observaba como un feliz misterio, fue contemplado antes por quien lo había escrito (dibujado), y quizás entonces él y yo, sin saberlo, nos contemplábamos, nos escuchábamos, nos hablábamos, como si el dial de una radio hubiese registrado nuestras frecuencias al mismo tiempo, en ese territorio donde todavía puedo ver y oír con claridad a Álvaro Cunqueiro... Y a mi padre. Te cuento esto para decirte que, en el fondo, el gallego para mí es la lengua que ahora mismo me permite hablar con los muertos, por eso no la hablo con mis hermanas, aunque ellas la usen habitualmente, porque siguen viviendo en Galicia. Siento que si hablase con ellas en gallego, algo que con mi hermana mayor no volví a hacer desde los cinco años y con mi hermana pequeña jamás hice, las convertiría en extrañas. Claro que seguramente son ellas las que me ven a mí como un extraño cuando les hablo en castellano. —ECP: Guardas mucho interés por la literatura escrita en inglés. Dentro de ese idioma, parece que tienes cierta querencia por autores irlandeses. ¿Qué tiene la Irlanda literaria que te atrae tanto? —HJR: En su discurso de aceptación del Premio Nobel (que en España publicó Mondadori con el título La maleta de mi padre), Orhan Pamuk contaba cómo durante su adolescencia, al leer las novelas de Dickens o Flaubert, le daba la sensación de que en Turquía nunca sucedía nada parecido a las maravillosas historias que contaban los escritores occidentales y que, por si fuera poco, hasta la lengua turca estaba en desventaja ante la modernidad del inglés o el francés. Por eso al principio tuvo la sensación de ser un escritor disminuido frente a los clásicos rusos y El Quijote, hasta que se dio cuenta de que en realidad lo que había aprendido de todos aquellos libros majestuosos sobre los que hablaba el mundo entero y que cruzaban las fronteras del tiempo y el espacio, no era precisamente una lección sobre su marginalidad periférica sino sobre su posible fortaleza si recordaba todas sus enseñanzas y con ellas proponía algo nuevo, ajustado a su propia cultura y a su propia lengua, con armas similares a las de los grandes clásicos y ofreciendo una alternativa a ellos, en otro idioma, desde un lugar que nos ayudase a quienes vivimos en el centro a ver más allá de nosotros mismos, sobre todo cuando ya no somos capaces de renovar nuestros discursos y proponer nuevas posibilidades, cuando dejamos de entendernos o de entender la limitada idea del mundo que tenemos. Cuando la Universidad de Galway me contrató para dar clases de español, en agosto de 1988, dos de mis héroes literarios eran James Joyce y Samuel Beckett. Así que fui a Irlanda en busca de ellos, pero allí a quienes encontré fueron Patrick Kavanagh, Flann O’Brian o Brian Friel, que son mucho más vernáculos y pequeños como escritores, más irlandeses. Joyce y Beckett fueron lo último que descubrí en Irlanda porque Irlanda tenía muy poco que decirme sobre ellos; en su lugar descubrí a los soldados de la literatura que libran batallas solo en sus países y de quienes a veces nadie, ni siquiera en sus lugares de nacimiento, parece acordarse. Son ese tipo de escritores que se juega el anonimato total de su obra en los concursos provinciales o en revistas de las que rara vez se ha oído hablar. Podríamos considerarlos los desaparecidos de la literatura, a menudo tratados como locos o tullidos o delincuentes de cuyas huellas deberíamos olvidarnos, según vienen a decirnos las historias oficiales pero de quienes se ocupan escritores como Enrique Vila-Matas, Roberto Bolaño, Orhan Pamuk, J. M. Coetzee, Gerald Murnane o Pierre Michon. Irlanda es un país muy pequeño que ha dado escritores muy grandes, y su historia es un relato muy breve con unas implicaciones muy grandes y especialmente significativas para los españoles (entre otras cosas para entender algunos aspectos del nacionalismo vasco). De su dependencia del Imperio Británico y de su peculiar idiosincrasia rural y mágica han salido escritores muy variopintos. Los ha habido más y menos expansivos, más y menos irlandeses. Más o menos palurdos. Como sucede hoy en día con esos escritores que, en lugar de conformarse con escribir de manera libre y extemporánea, aseguran estar analizando el presente o la tecnología u otra cualquiera de las regiones del presente mientras el tiempo literario de verdad (que nada tiene que ver con los relojes o los calendarios) se les escapa; los irlandeses pueden elegir entre ser ellos mismos o ser algo más. No hace falta decir que quienes se arriesgan son los que finalmente acaban resultándonos familiares y cuyas ideas se adecuan de un modo u otro a nuestra forma de pensar... Te cuento todo esto porque en realidad no sé explicarme de otra manera. Hasta ahora he vivido mi vida para darme cuenta de lo difícil que es expresar el amor. Cuando algo me gusta de forma especial, me cuesta mucho hallar las palabras apropiadas para verbalizar mis sentimientos. A Samuel Beckett, por ejemplo, llegué a través de una representación universitaria de Esperando a Godot, seguramente amateur, pero para mí decisiva, porque me empujó a leer a continuación el texto de su obra en una vieja edición argentina y en adelante devorar sus ensayos, cartas, piezas teatrales, novelas y demás miscelánea. Todo. Durante una larga temporada de mi vida sólo hablaba de Samuel Beckett. No sé muy bien qué decía por aquel entonces, pero sé que no se trataban de interpretaciones sobre su obra o cosas así. Me gustaba, eso sí, declamar algunos de sus poemas y fragmentos de sus novelas, seguro de estar entregando a quien me escuchase una especie de fórmula mágica para algo. He visto muchísimas representaciones de sus obras, atesoro una caja de dvds con las películas que dirigieron David Mamet, Karel Reisz, Atom Egoyan y algunos de los cineastas más interesantes de las últimas décadas a partir de las diferentes piezas teatrales de Beckett, viví y di clase en Irlanda dos años, donde escribí y escenifiqué una obra beckettiana... Pero jamás he escrito nada sobre Beckett, más allá de citarlo o referirme a él de manera transversal, como estoy haciendo ahora. Mi mejor comentario o crítica sobre él ha sido mi hijo, que se llama Samuel en su honor y en honor también a Irlanda. —ECP: Las sentencias de Lyudmila Pronek, tu efímera compañera de piso en Londres, salpican todo el libro. Escribes: «No le parecíamos lectores: le parecíamos verdugos». Atendiendo al contexto de juventud y pasión, ¿cuánto de razón tenía Lyudmila? —HJR: La juventud es exagerada e injusta y yo quería introducir en el libro a un personaje que fuera joven, pero que de alguna forma hubiese perdido su juventud y que tuviese un protagonismo muy breve en la novela y aun así nunca dejase de aparecer indirectamente, como si su papel real fuese recordar todo el rato que lo que buscamos en la vida fue algo que quizás perdimos desde el comienzo: el amor verdadero, una enseñanza decisiva, un rumbo... Había una parte en la primera edición de Construyendo Babel que suprimí en la segunda, donde Lyudmila, hablando sobre literatura rusa con Hilario, explica que ella a los libros de Tolstoi, como a las enciclopedias y la mayoría de los ensayos, siempre iba de visita; a los de Chejov, como a los álbumes de fotos, iba porque vivía en ellos. Con eso no quería decir que desdeñase a Tolstoi, tan solo que el tamaño colosal de su obra y su persona, la admiración que suscita y los rótulos institucionales que lo reclaman para cualquier canon, la invitaban a dejarlo en las buenas manos de las academias, que sabrían qué hacer con él. Lyudmila prefería a Chejov porque lo veía menos como un producto de la tradición y más como un invento de otros escritores y lectores diminutos o casi anónimos, que lo habían convertido en su héroe secreto. Según ella, algunas frases de Tolstoi (como esa de «todas las familias felices») podían utilizarse para argumentar algo ante los representantes de la ONU, las de Chejov, sin embargo, las veía más para las cartas de amor. Tolstoi fue grande y perfecto, aunque a veces tuviera ocurrencias propias de un chorlito; Chejov era enamoradizo, inseguro, atribulado, y murió joven y de torpe manera. Con todo esto, yo quería decir que Tolstoi era el típico descubrimiento de las edades tempranas (que suelen ser grandilocuentes) y que Chéjov era el típico descubrimiento de las edades tardías (cuando las pasiones se atemperan y uno aprende a valorar cosas menos obvias, más sutiles, como el estilo y los argumentos de Chéjov). Lyudmila en el libro es siempre un contrapeso, para que el tiempo no avance demasiado aprisa, para evitar argumentos demasiado contundentes y para mantener viva la llama del amor aunque de él ya solo quede el recuerdo. —ECP: Has residido tiempo en EEUU. ¿Simplemente por una cuestión laboral, sentimental o ese país te ha ofrecido algo especial para el desarrollo de tu escritura? —HJR: Primero tendríamos que hablar sobre mi pasión por el wéstern (eso que normalmente llamamos películas del Oeste), porque fue lo que me empujó a vivir muchos años en diferentes sitios de Estados Unidos. Al buscar mis lazos culturales, no los encontré en la historia española sino en el cine, sobre todo en los westerns, y en coches recorriendo interminables carreteras y atravesando desiertos con la música puesta. Luego tendría que recordar que cuando comienzas a escribir, te sientes como un niño pequeño mientras aprende a caminar. Los adjetivos se te resisten, los adverbios te traicionan y los verbos te lanzan al espacio exterior aunque tú solo intentes mantener los pies en el suelo. Pero esa especie de fragilidad no se disipa en cuanto comienzas a tener cierto control sobre el lenguaje, se mantiene viva porque sigues sin saber muy bien hacia dónde dirigirte. A mí fue Sam Shepard quien me proporcionó una dirección. Con sus libros entendí que en los westerns no era la acción lo que me gustaba sino el paisaje. Me gustaba por su limpieza, por el viento soplando y por las plantas rodadoras (o capitanas) dejándose llevar de acá para allá, sin echar raíces nunca, en una parte del Universo sin fronteras, como si estuvieses en el espacio exterior y no en la Tierra. Cuando leí Crónicas de motel lo experimenté como un terremoto que te sacude por dentro. Me dije a mí mismo que algún día, si tenía la fuerza y el talento necesarios, me gustaría escribir algo así, un centro cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna. Para conseguirlo, no obstante, era consciente de que tenía que irme a Estados Unidos. —ECP: Tu vida y tu trabajo han estado vinculados al cine. ¿Cómo nació tu pasión por el cine y de qué manera se ha mantenido firme a lo largo de los años? —HJR: El cine es la culminación del proyecto hegeliano de integrar todas las experiencias de todas las artes en una sola. El cine fue quizás el mayor vehículo de conocimiento del siglo XX, transformó la forma de ser de los seres humanos como la literatura nunca lo había hecho. Cambió nuestra visión del cuerpo, nuestra ideología, nuestra manera de observar el futuro, nuestra manera de observar y sopesar el pasado... Lo cambió todo. Me cambió a mí y —supongo— a mi generación. Yo el mundo he aprendido a verlo ante todo gracias a las películas. Antes, siempre que le enseñaba a alguien un álbum de fotografías de mis viajes a Italia, solía decirle que allí, en aquellas imágenes, estaban mis mejores críticas de las películas neorrealistas y el cine que luego hicieron Bernardo Bertolucci, Pier Paolo Pasolini o Luchino Visconti. En la entrada de un garaje en los bajos de un edificio de cuatro plantas en Roma, al comprobar la cara de sorpresa de quien estuviese viendo conmigo aquella fotografía, yo aclaraba que allí los nazis habían torturado al cura que interpreta Aldo Fabrizi en Roma, ciudad abierta. A la puerta del número 15 de vía del Corso, también en Roma, donde nadie notaría nada especial, yo insistía en que no se trataba de una puerta cualquiera sino de una puerta capaz de ayudarte a entrar en otra dimensión temporal porque de allí había salido, hacía muchos años, Monica Vitti en una película de Michelangelo Antonioni y nunca se la veía regresar, como si se la hubiera tragado la tierra. La mayoría de mis álbumes, con fotos hechas en diferentes países, eran en realidad tomos de una especie de historia del cine secreta. Y cada fotografía era en realidad una especie de crítica cinematográfica, más allá de palabras inútiles y expresiones de gusto. A mí rara vez se me ve en alguna, porque sé que, aunque no son el tipo de crítica que uno espera de los demás y por consiguiente son fracasos, al menos funcionan como un autorretrato y me definen mejor que cualquier selfie. Siempre he pensado que, si en una película un espacio elegido detenidamente define a los personajes que lo atraviesan, a quien le guste esa película de manera especial deberá buscar ese espacio para ver si en el cruce entre la realidad y la ficción algo puede definirlo también a él. —ECP: Los capítulos ‘Secretos inconfesables’ y ‘Las ínsulas extrañas’ son semblanzas familiares profundamente emotivas. ¿Podemos considerarlos capítulos-cremallera, en cuanto a las pretensiones de cerrar/curar para siempre algo?
—HJR: Susan Sontag, en Ante el dolor de los demás, describe su reacción a las imágenes que vio del Holocausto por primera vez. No se sintió culpabilizada pero sí responsabilizada por aquellas imágenes, como si la hubiesen convertido en su guardiana. Una condena similar la sentí yo al ver los álbumes familiares, donde había muchos espacios en blanco, con fotos desaparecidas y otras que alguien había atravesado con unas tijeras, borrándole los ojos a un primo o a un tío. Durante años busqué un modo de narrar nuestro pasado, de fijarlo para que ciertas cosas no se repitiesen nunca, para que sirviesen de ejemplo a los demás o simplemente para dejar claro que hemos existido; por desgracia, me resultó muy difícil. La objetividad no bastaba. Tampoco la realidad. Como recuerda Andrew Graham-Yooll en Memoria del miedo al hablar sobre la dictadura militar que sumió Argentina en el terror durante los años setenta, «sólo la ficción puede contar estas historias, porque impresas como testimonios parecen falsas». Quizás yo lo que estaba buscando era una forma de ficción real que le sirviese a los lectores para curar sus posibles heridas. —ECP: ¿Lees las críticas de tus libros? Mi criterio no sirve porque no soy crítico, pero yo situaría Construyendo Babel, sin dudarlo, entre los mejores libros españoles de memorias de lo que llevamos de siglo XXI. —HJR: Hace unos cien años, las primeras cámaras fotográficas compactas permitieron que cada familia crease su propio relato. En una misma página, dos imágenes contiguas podían llevarnos de Alicante a Estambul o mostrarnos a nuestro padre con diez añitos al lado del adulto a quien conocimos al nacer y gracias a quien habíamos llegado a la vida. La cronología y el orden eran caprichosos porque en la mayoría de los casos seguían un orden íntimo al que desde fuera no resultaba fácil acceder. Casi siempre aparecían personas sonrientes y bien avenidas, aunque algunas imágenes fueran preludios de muerte y disolución. Consideremos, pues, al álbum una guerra y a cada imagen una batalla. Nuestra historia, parecen decir los álbumes y las fotografías, es una lucha contra el caos del tiempo y contra el olvido. Miles de álbumes familiares dispersos por todo el mundo dan forma a la misma historia, a la misma lucha contra el caos del tiempo, contra el olvido, y lo hacen de una forma en apariencia incoherente, que muy pronto nadie sabrá siquiera interpretar, no digamos continuar. Quedarán, si no hacemos algo al respecto, como ruinas sobre las cuales ya no se construirán otros relatos. Para mí, Construyendo Babel es solo un relato posible, que me sorprende que la gente entienda como unas memorias. Me conmueve que le guste a alguien y que alguien como tú lo tenga en tan alta consideración. —ECP: Es una pregunta repetida, pero necesaria. Hay que hacerla para los que te admiramos, más aún siendo tú un autor prolífico. ¿Tienes ya alguna idea de lo que será tu próximo proyecto? —HJR: En un mes o dos aparecerá un libro que he escrito sobre El año pasado en Marienbad, en él transformo la crítica cinematográfica en literatura de viajes y a las películas en países con límites y fronteras. Ahora mismo trabajo en una novela sobre un dromomaníaco (que es alguien que pierde el control sobre sí mismo, comienza a caminar y puede ir de Francia hasta Siberia sin darse cuenta) y un ensayo literario sobre varios viajes que hice a los Balcanes. Y mientras todo esto sucede, en mi cabeza se entremezclan momentos de dos viajes que hice, uno el año pasado por el sur de África y otro este mismo año por el sur de América, y no sé cuáles puedan llegar a ser las consecuencias de estas ensoñaciones.
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Entrevista realizada por JUAN DE DIOS GARCÍA Anti-folk Por diversas circunstancias que no tienen justificación alguna, esta entrevista se realiza al autor de Anti-folk (La Garúa, 2021) tres años después de su publicación. Adrián Bernal, alicantino adoptado por la musa Barcelona, ha aprendido a tomarse con calma la velocidad de la poesía y sus cauces. Bajó a Albox (Almería) la pasada primavera con motivo del galardón Martín García Ramos y tuvimos un encuentro en el que casi me meto debajo de una mesa por postergar tanto esta conversación. Al final, perdí la vergüenza y le pregunté si aún estaba dispuesto a responderme algunas preguntas sobre Anti-folk, a pesar del tiempo transcurrido. La serenidad que le ha dado su experiencia vital se refleja en su cara y me contestó afirmativamente. Como dice el refrán popular, nunca es tarde... Gracias de verdad, Adrián. —EL COLOQUIO DE LOS PERROS: No te habría hecho esta entrevista ya si las inquietudes sobre Anti-folk no siguieran vigentes. El hecho de que la poesía esté tan alejada de la urgencia periodística, ¿lo ves, a la larga, como una ventaja? —ADRIÁN BERNAL: En realidad lo veo como algo inherente a la práctica artística. La creación literaria requiere tiempo, dedicación, reflexión... Sin duda, se puede escribir rápido —y bien—, mucha gente es capaz de hacerlo, pero hay libros que imponen su propio ritmo, y Anti-folk fue uno de esos libros. Coincido contigo en que ese tempo particular del discurso poético, que permite cierto distanciamiento de la actualidad, se puede entender en parte como una ventaja respecto a otros géneros más condicionados por la inmediatez del presente. La poesía, al contrario que el periodismo, no busca proporcionar respuestas; más bien se encarga, si es que se encarga de algo, de plantear preguntas nuevas. Y pienso que ahí reside precisamente su urgencia: en su capacidad para decir lo que no se ha dicho, para articular lo inesperado, para rechazar el lenguaje del poder como lenguaje cotidiano. Tampoco escapa la poesía, por otro lado y a pesar nuestro, a otro tipo de urgencia, la que impone el mercado y la dictadura de la novedad. Si la mayoría de libros de poesía pasan fugazmente (si es que pasan) por librerías y medios especializados, es bastante difícil que esas preguntas de las que hablábamos antes, esas inquietudes que el poemario genera, como dices tú, por muy vigentes que sean, encuentren interlocutores. —ECP: ¿La poesía, en este sentido, llama al sosiego o a la sublevación? —AB: La poesía nunca apacigua. Quizás no subleve en el sentido, digamos, revolucionario de la palabra, pero para mí la poesía es por definición una negación del estado de las cosas; una negación que a menudo se representa como una relación de ausencias, de un diálogo con nuestros fantasmas. De un tiempo a esta parte me interesa mucho eso que Jacques Derrida bautizó como hauntología, que vendría a ser una filosofía de lo espectral, es decir, de lo que ya no está, pero aun así, de algún modo, persiste. Y me interesa especialmente la interpretación que han hecho del concepto críticos culturales como Mark Fisher o Simon Reynolds, que vieron en determinadas propuestas musicales británicas de inicios de siglo una nostalgia sonora colectiva, pero más que una nostalgia del pasado —consustancial a eso que se ha venido llamando posmodernidad y que no deja de ser una sentimentalidad impostada y reaccionaria al servicio del mercado— es una nostalgia de lo que no fue, un recordatorio de los futuros posibles, cancelados por un capitalismo que se proclama no ya el único sistema posible, sino el único imaginable. Creo que la poesía es siempre hauntológica (o casi, en el Estado español ha sido precisamente esa sentimentalidad reaccionaria la que ha dominado durante las últimas décadas la producción, nunca mejor dicho, poética, pero ese es otro tema). Toda poesía convoca a nuestros fantasmas --Anti-folk, al menos, está lleno de ellos—, a nuestros vencidos, para recordarnos que mientras haya memoria nada está perdido. Volviendo a la pregunta, entonces, concluiría que sí, que en esencia toda poesía subleva o, como escribió Juan Gelman, que toda poesía es hostil al capitalismo. ¿Acaso no sigue siendo un fantasma, aquel que recorría Europa, el mayor miedo del capitalismo? —ECP: Antes de entrar propiamente en el libro, el lector halla un buen saco de citas —nueve en total— que van de Dante a Patti Smith, todas elegidas argumentativamente con mucha precisión. Parecen una especie de mapa del tesoro, ¿no? —AB: Yo las veo más bien como pistas. En los primeros borradores, Anti-folk se presentaba como un manuscrito encontrado. Finalmente descarté la idea, pero mantuve algunos indicios que le dan al texto cierta atmósfera policíaca, implícita en la tradición poética que va del flâneur al detective salvaje («¿no es cada rincón de nuestras ciudades el lugar de un crimen?», se preguntaba Walter Benjamin a propósito de las fotografías de Eugène Auget). De todos modos, me gusta mucho esta comparación que propones con el mapa del tesoro, que no deja de ser, como el manuscrito encontrado, un recurso literario, popularizado en el caso del mapa por la novela de aventuras romántica y posromántica. Además, el mapa del tesoro es en realidad una especie de antimapa, lo contrario de lo que un mapa suele ser. Históricamente, los mapas han sido dispositivos mediante los cuales el poder ha resignificado en su beneficio el territorio. El mapa del tesoro, en cambio, se basa en la subjetividad compartida, en la conspiración entre iguales y a menudo en el simple azar. Anti-folk aspira a ser esa clase de antimapa, aunque cuando lo escribía no pensaba tanto en los piratas como en los situacionistas y en eso que, con algo de sorna, llamaron psicogeografía: la ciudad como un mapa emocional que se interpreta desde los espacios de vida y resistencia. Y como ocurre con toda experiencia vital, nuestro estar en el mundo está mediado por lo que leemos, escuchamos o vemos; por la cultura, que es la leyenda de ese mapa. Sin embargo, ¿qué sentido tienen los mapas, incluso aquellos trazados para la conspiración, en la época de Google Maps? Hemos pasado, como afirmaba Gilles Deleuze, de las sociedades disciplinarias a las sociedades de control: somos nuestros propios carceleros y le indicamos a la máquina en cada momento, con sus herramientas, en su lenguaje, dónde encontrarnos. Supongo que por eso —y digo supongo porque no lo había considerado hasta ahora— el protagonista de Anti-folk se mueve por la ciudad sin teléfono móvil, escribiendo poemas a mano, traduciendo las calles en citas y canciones, siendo testimonio de una forma de entender la ciudad que está siendo obligada a desaparecer, pero no desde esa nostalgia reaccionaria de la que hablábamos, sino desde la rabia, el rencor de clase y el deseo de traer de vuelta a los muertos que nos asedian, a los fantasmas que nos recuerdan (en un dialecto «que solo entienden los poetas / muertos y los cantantes de rock & roll») lo que pudo haber sido, lo que todavía podría ser. —ECP: ¿Qué clase de viaje es Anti-folk? ¿Un viaje por la noche? —AB: Es literalmente el clásico descenso a los infiernos —la Comedia es el referente principal y evidente del poemario—, pero a la vez es un viaje a la ciudad interior, un inner city blues a la manera de Marvin Gaye. Un viaje por los barrios empobrecidos, la especulación urbanística y los desahucios; un viaje a los lavados de cara institucionales, a las políticas del olvido, a la brutalidad policial. Quería mostrar en ese mapa imposible que mencionábamos antes los fuegos que, como los herejes que describe Dante, continúan ardiendo incluso tras su muerte, a pesar del esfuerzo incesante de la distopía liberal por absorberlos o destruirlos. Ese es el infierno de Anti-folk, el nuestro: uno que no entiende de alegorías ni metáforas; que todo lo convierte en mercancía; que castiga la pobreza como el peor de los pecados; que no se adentra en la tierra, sino que se expande, expulsando a una periferia sin fin todo lo que su algoritmo no es capaz de procesar. —ECP: Hay cierto coqueteo con la prosa. Yo he tenido la sensación, habiendo leído tu obra anterior, de que tu predisposición creativa para este libro era más flexible, menos rígida. ¿Fue así? —AB: Siempre me han interesado las posibilidades rítmicas y plásticas de la prosa, pero siendo un poeta que en general abusa del verso libre y el versículo (que ya facilitan la experimentación en la escritura) mis incursiones habían sido relativamente puntuales. En cambio, en Anti-folk predomina el endecasílabo, un metro que acompaña bastante bien el tono y la intención del libro, pero que en ocasiones me resultaba demasiado rígido. Necesitaba, por tanto, un contrapunto; aquí entra la prosa, que equilibra el conjunto no solo formalmente, también a través del contenido, ya que los textos en prosa (que pretenden ser una especie de cara B de los poemas en verso) juegan con diferentes registros, que van desde lo poético en sentido más o menos estricto a lo ensayístico y lo metaliterario, pasando por borradores o simples anotaciones. Sí hay una voluntad de —por expresarlo de algún modo— romper el poema, pero también es verdad que en Anti-folk hay un trabajo previo muy intenso sobre la estructura, ya que cada uno de los diez cantos que lo conforman es, simultáneamente, un círculo del Infierno, un distrito de Barcelona y una canción de un presunto disco de versiones (que, de hecho, da título al poemario). Hasta que estas correspondencias no estuvieron definidas, y eso me llevó bastante tiempo, no me centré en la redacción del libro como tal. O sea, que el proceso de creación no fue nada flexible, pero a pesar de ello —o quizá gracias a ello— el resultado sí lo ha sido. —ECP: En el ‘Canto cuarto’ juegas con la intertextualidad con resultado mágico y mortal. No solamente es en este canto, pero querría preguntarte por eso, por cómo planteas el ensamblaje de voces. —AB: Para mí, escritura e intertextualidad son dos cosas inseparables, aunque es verdad que antes de este libro la intertextualidad aparecía en mi poesía de una manera casi refleja, como una influencia más o menos tácita de mis lecturas y filias. En Anti-folk hay un tratamiento mucho más consciente y meditado, al servicio del poemario, de la relación entre textos. Fundamentalmente por todas esas capas (literarias, musicales, urbanas) de significado que se van acumulando, pero más allá de estos subtextos fáciles de reconocer y que constituyen la base del libro (la Comedia, los barrios de Barcelona, las versiones...) quería lograr una polifonía que reinterpretase el periplo de Dante y Virgilio por el Infierno. Me explico: si en la Comedia los condenados se van relevando para sorprender al narrador con el relato de sus penas, en Anti-folk los espectros se comunican (en un sentido doblemente fantasmagórico: el dantesco y el hauntológico) a través del MP3 del protagonista y de las citas que, como decíamos, la ciudad le sugiere a este. Para conseguir esto me centré en el montaje —«el arte de citar sin comillas», que decía Benjamin—, un poco al estilo, tan demodé como aún modernísimo, de las sinfonías urbanas cinematográficas, pero sobre todo quería que las referencias funcionasen como samples. Por eso las citas (excepto en los epígrafes iniciales, que buscan enmarcar el libro temática y estéticamente, como comentaba antes) no están acreditadas, solo marcadas con cursiva, no tanto para identificarlas como para imitar esa textura diferente que el sample aporta a una grabación. El caso concreto del ‘Canto cuarto’, de todos modos, es un poco distinto, ya que, a pesar de encajar muy bien y de contribuir a la pluralidad de voces, ‘Tannhäuser Blues’ era inicialmente un texto independiente —un conato de poemario, de hecho— que acabó integrado en el corpus de Anti-folk como una de esas caras B. Por eso, para subrayar esa separación, decidí que este texto estuviera específicamente firmado por el protagonista del libro. —ECP: ¿Podría escribir Anti-folk alguien que no fuese músico?
—AB: Al contrario, pienso que alguien que de verdad fuese músico no necesitaría escribir poesía. Yo escribo porque no sé cantar y apenas soy capaz de aporrear algunos instrumentos. Mis aproximaciones a la literatura —como autor, especialmente, pero también como lector— persiguen esos destellos, esos temblores que en ocasiones se vislumbran en la música; usando una expresión de Fisher, «la anticipación de un mundo radicalmente transformado». En ese sentido, sí, alguien que no entienda así la música, y la poesía, no podría haber escrito, para bien o para mal, algo parecido a Anti-folk. —ECP: Tu ‘Canto sexto’ me provoca, de nuevo, el dilema de si la lucha social debiera tener, al menos, un barniz de alegría. Entonces, Adrián, dime. La protesta... ¿Con baile o sin baile? —AB: Pues lo cierto es que yo tampoco lo tengo claro. De hecho, ese canto es un texto construido a partir de una traducción bastante libre (y tirando a regulera, porque el traductor soy yo) de la letra de ‘Dancing in the street’ de las Vandellas, y de fragmentos de diversos artículos de prensa sobre los disturbios que sucedieron al desalojo del centro social okupado Can Vies en 2014. El poema se debate, creo que sin llegar a ninguna conclusión, entre esa visión tan soul de la protesta como fiesta, por un lado, y las consecuencias de la violencia institucional, por el otro. Generacionalmente, mi educación política pasa por el movimiento antiglobalización de finales de los noventa y principios de los dos mil, para el cual lo insurreccional y lo carnavalesco van de la mano, pero en ocasiones no deja de resultar frívolo ese enfoque lúdico de las luchas sociales. ¿Quién va a tener ganas de ponerse a bailar ante los feminicidios, ante las muertes en el Estrecho, ante el genocidio del Estado de Israel en Palestina? Incluso si, en otros contextos o por el motivo que sea, nos sentimos interpelados al baile, ¿tiene sentido siempre hacerlo? Pienso que a menudo aquella famosa frase atribuida a Emma Goldman se formula desde el escapismo, y que podría leerse también al revés: si no es nuestra revolución, quizá no deberíamos bailar. —ECP: ¿Podría decirse que Robert Johnson, Langston Hughes y John Coltrane forman la Santísima Negritud de esta comedia divina que es Anti-folk? —AB: Si hay que darle forma de trinidad, veo más a Little Richard como el Hijo. Langston Hughes sería, probablemente, uno de los evangelistas. En cualquier caso, hablando de fantasmas y de músicos muertos, ¿qué otra cosa es el Espíritu, The Holy Ghost, sino esa presencia invisible que recorre la música afroamericana, y por extensión toda la música popular, desde el blues hasta el rap y más allá? Volviendo por enésima vez a Walter Benjamin, en Sobre el concepto de historia se dice que sin la teología, sin un impulso mesiánico que repare las injusticias presentes y pasadas, que reconozca a nuestros muertos (¿no es esto, también, hauntología?), la perspectiva del materialismo histórico (a saber: la historia no como historiografía, sino como memoria de los vencidos) está condenada al fracaso. En el blues veo ese mismo impulso mesiánico, que arrastra y renueva generación tras generación la promesa de redención; el definitivo ajuste de cuentas con los vencedores, porque, ya lo sabemos: «ni siquiera los muertos estarán seguros si el enemigo vence. Y ese enemigo no ha cesado de vencer». —ECP: Despides el ‘Canto séptimo’ de esta manera: «así que corremos hacia el infierno, / pero ya estamos en el infierno, / así que corremos hacia el diablo / y su oferta y su cruce de caminos». ¿Es la frontera una condena? —AB: Las fronteras son una condena terrible para las personas que las cruzan a un coste altísimo, para quienes mueren en el intento, para quienes se quedan atrás. Es cierto que los espacios fronterizos pueden ser, han sido, a veces, zonas de mestizaje y de transformación; lugares, como decíamos líneas arriba respecto de la poesía, donde se articula lo inesperado. «Vivir en los bordes», señala Gloria Anzaldúa, «no es cómodo, pero es el hogar». En nuestro caso, no obstante, desde nuestro privilegio de individuos no atravesados por la frontera, desde esta Europa neofascista de Frontex y Mare Mortum, la única poesía que puede ofrecernos la frontera es la de su disolución. Entrevista realizada por JUAN DE DIOS GARCÍA Pues con solo ver tu pequeña capa estoy contenta Cuando uno se especializa en la lectura de poesía, es fácil caer en la presunción de que nada nuevo puede sorprenderle, hasta que el día menos esperado sale al escaparate un poemario como Pues con solo ver tu pequeña capa estoy contenta (Deliciosas, 2023) y desarma tu petulancia. Que esté editado por una asociación cultural feminista es una mera herramienta, no es hoy, en España, un hecho contracultural ni garantía de calidad literaria. Entonces, ¿qué distingue este libro de otros?, ¿cuál es su particular veneno?, ¿qué llama la atención: su rareza en el enfoque lírico, su ciencia anatómica, su experimentación sabiamente elaborada? He tenido el privilegio de hablar con la doctora Salomé Ballestero y este ha sido el resultado. —EL COLOQUIO DE LOS PERROS: Pues con solo ver tu pequeña capa estoy contenta tiene una estructura algo extraña. Entre prosas y versos, hay páginas con fondo negro, juegas con las negritas y las cursivas, parecen disiparse o recargarse (según se mire) los miembros de este cuerpo textual... ¿Por qué esta especie de caos organizado? —SB: Yo no hablaría tanto de caos, sino de puzle o de collage. Me siento hija de la postmodernidad, y entre sus rasgos está el empleo de recursos como la apropiación, la hibridación, la ironía, y por supuesto, el collage. Me valgo de esta técnica para escribir, juego con diversos materiales que dialogan entre sí y con el contexto generando extrañeza. Y lo hago porque veo que este mundo es muy extraño y un hospital lo es aún más. Dentro de un libro de anatomía o de ginecología también hay poesía. Yo sé, y eso me libera mucho, que lo mío no es la poesía “formal”. Es verdad que en el libro hay condensación, paradojas, ruptura del lenguaje, un intento de mirar de otra manera, pero, como dice Berta García Faet en la contraportada, el poemario es raro. Según la RAE, “raro” es lo poco común, lo escaso en su especie, como una enfermedad rara, con tan baja prevalencia y alto nivel de complejidad que requiere un abordaje interdisciplinar. Y eso me gusta, encaja bien con el poemario. —ECP: ¿Cada conquista, cada visibilidad socio-cultural de la mujer deberíamos dedicársela a las silenciadas de la Antigüedad como Edith de Sumeria? —SB: Edith, nombre supuesto de la mujer de Lot, es un mito que habla de las mujeres enmudecidas. Me interesan esos arquetipos de la mujer “curiosa”, que pregunta, investiga, como Dríope, como Pandora o Eva, y a las que ha que castigar, convertirlas en piedra, en sal, en plantas, o demonizarlas. Según Levi-Strauss, los mitos cumplen una función en la expresión de los problemas sociales y por eso, en palabras de Anne Carson, «necesitamos nuevas formas de pensar los iconos femeninos, nuevas formas de transformar la versión masculina tradicional». Entonces no se trata de hacer homenajes sin consecuencias, sino de reapropiarnos y resignificar esos mitos que nos acompañan desde hace siglos, incluso crear otros nuevos. —ECP: «No van a salir prostitutas ni gordas ni bonitas en este poema», escribes en “Miembro superior o torácico”. Entiendo que, saltando del campo literario al moral o judicial, si de ti dependiera, abolirías definitivamente la prostitución, ¿no? —SB: Yo creo que este problema es complejo y requiere un análisis complejo y un espacio distinto al de un poemario. Cuando escribía ese verso, lo que pasaba por mi mente era un tipo de escritura que normaliza la prostitución, un tipo de escritura con una mirada muy masculina, y yo puedo escribir de tiendas de cómics, un espacio bastante masculino, y sentirme cómoda, pero lo otro no. Y por eso quise ponerlo ahí, como una llamada de atención o un grito, algo muy necesario. —ECP: ¿Hasta qué punto tu conocimiento y práctica de la Medicina te sirven para mirar poéticamente el mundo? —SB: Yo creo que, si la ciencia debe crecer hermanada con la filosofía y con todas las humanidades, ¿por qué no también con la poesía? Como investigadora yo caminaba sobre el filo árido de la ciencia. Ahora, desde otro lugar, me permito volver los ojos a lo científico con más libertad, pero sin perder el rigor. Y de paso me curo un poco del síndrome de la impostora porque, al habitar fuera de la filología y de las ciencias del lenguaje, siento que me explico mal y por eso me es más fácil decir que simplemente me detengo ante el silencio de un gato para comprender que ahí está todo. Y si no me explico mejor no importa. Lo importante ya lo ha dicho el poema. —ECP: ¿Crees que el uso de palabras propias del lenguaje técnico sanitario ofrece cierta frescura a tu obra? —SB: He dedicado mucho tiempo a la investigación y, para escribir, me sirvo de las mismas herramientas, la sorpresa, la curiosidad, la intuición. Comparten mucho la investigación y la poesía. Como autora me identifico con la mirada de médico de William Carlos Williams, que va de lo particular multifactorial al diagnóstico general. Como médico me gustaría observar el funcionamiento de los órganos silenciosos que no se hacen notar, y no dejo de maravillarme ante los inventos que hemos desarrollado para repararlos, incluidas las herramientas del exocerebro como el arte, la poesía o la mitología. —ECP: Si no me equivoco, eres una autora de publicación tardía. ¿Consideras que eso ha supuesto una ventaja para la mejor definición de tu universo poético? —SB: En este caso especialmente sí, porque el poemario es una manera sincera de expresar el duro aprendizaje de la enfermedad y la muerte, y lo hace desde una actitud que a mí me ha dado la edad. Como se dice en el poemario «El bebé que va a morir madura en pocas horas. Madura un poco más lento el adulto de sesenta. Todos maduran a su tiempo, los demás ahí vamos. Tardamos en comprender, pero en el último instante comprendemos todo. El sufrimiento está y enseña. ¿Qué enseña?, eso ya es otra cosa. Se trata de dejarse traspasar, de hacerse vulnerable a la experiencia, que la experiencia sea la que tenga que ser». Pero, además, la edad te hace comprender que siempre somos aprendices. Y eso me tranquiliza mucho. —ECP: ¿Es la poesía un veneno? Como experta te pregunto, claro. —SB: Para mí lo ha sido y lo sigue siendo. Un veneno adictivo, un veneno dulce al que te enganchas y no puedes dejar de acudir. ¿Por qué? Creo que porque habla todo el rato de cosas que no sabemos y porque abre universos. Hay poetas con los que se me va el santo al cielo y cuando regreso no sé el tiempo que ha pasado ni a qué mundo regreso. Te puedo citar a William Carlos Williams, Luz Pichel, Olga Novo, Hugo Mugica, Berta García Faet, Juan Ramón Jiménez, Inger Christensen, Dante, y podría seguir y seguir y seguir. Y seguir envenenándome sin remedio ni ganas de curación. —ECP: ‘En el libro dorado del padre’ termina siendo una teoría de la creación poética en dos páginas y media. Empieza así: «Un verso equivale a un párrafo o a siete capítulos. Fuera del verso el personaje no es muy polisémico». Los que califican la novela como el género literario más libre podrían rasgarse las vestiduras ante semejante defensa de la apertura de miras de la poesía, ¿no crees? —SB: Bueno, a mí me encantan las novelas raras e híbridas, fíjate en El Quijote, en la Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy, en el Ulises de Joyce o su Finnegans Wake. Me preguntaba una librera en qué estante situaría yo mi Mosaico de barr(i)o movedizo, mi anterior libro, que es medio teatro, medio poesía. Yo le contesté que me alegraba no ser librera para no tener que clasificar los libros. Los géneros saltaron por los aires y eso está muy bien. Lo que pasa es que la poesía, a diferencia de la novela, es lenguaje que mira el lenguaje. Y por eso es tan juguetona, y yo disfruto más. Además, es condensación, y yo en la brevedad me manejo mejor con los hilos que tejen el texto. Cuestión de personalidad sin más. —ECP: ¿Es, entonces, el cuerpo humano poesía en movimiento, doctora Ballestero?
—SB: Justamente hace poco escribí un artículo para la revista Agua en el que entrevistaba a Poliana Lima, bailarina, coreógrafa y maestra. En él decía que poesía y danza integran emoción-mente-cuerpo-tiempo-espacio. Entre la danza y la poesía hay una relación simbiótica. «Pulsos y ritmos, comas y respiraciones: equivalencias. El espacio y el tiempo generando ritmos, plegándose y desplegándose como rizomas con huecos por donde emerge la energía: equivalencias. Lo que hace un verso-lo que hace un movimiento: Equivalencias». Para Valery: «La poesía es la palabra que danza». Bueno, ya contesta él mejor que yo. —ECP: ¿Es este un libro que “dice bonito” el amor y la muerte? —SB: Mis amigos poetas dicen bonito cosas muy duras; yo también trato de trasmitir cosas difíciles con humor, el humor como arma de guerrilla para atravesar las defensas de los que escuchan, como arma de los pobres para desvelar injusticias. Además, los temas nos persiguen sin que lo queramos o sepamos. Y mientras escribía la segunda parte yo leía a Blanca Varela, el Diario de una enfermera de Isla Correyero, el Hospital de cardiología de Pedro Guzmán. Para Octavio Paz «toda poesía debe enfrentarse con la muerte, ser una respuesta a ella». De eso va la segunda parte, que es, me parece a mí, menos velada, tal vez más terapéutica, una manera de hacer duelo, una manera de buscar consuelo. —ECP: No es casualidad que la última palabra de Pues con solo ver tu pequeña capa estoy contenta sea «incertidumbre», ¿verdad, hermana? —SB: Me gustan las palabras de la duda. Con los años una se vuelve menos vehemente, más comprensiva. Ya hemos pisado terrenos movedizos y sabemos que lo incierto es nuestro terreno de juego. Y eso está bien. Muy bien. Aunque en sentido estricto el libro acaba con un verso que dice «y la risa toda sobre la Tierra», o sea, acaba con humor. Entrevista realizada por JUAN DE DIOS GARCÍA Brocal y voraz Brocal y voraz (La Garúa, 2023) no es exactamente el debut literario de Mª Carmen Ruiz Guerrero (Murcia, 1976), pero es como si lo fuera, ya que su primer libro-caja, Sólo esto. (2019), diseñado por Cristóbal Sánchez e ilustrado por Enrique Escolar, fue una publicación íntima, de corto alcance. En realidad, la autora se estrena de la mano de una editorial, La Garúa, que lleva años batiéndose el cobre en verso desde Barcelona. Brocal y voraz es una llamada de atención que se justifica sola; un libro al que hay que echarle no sólo un vistazo para tomarle el pulso a una poeta “emergente”, sino que hay que reseñarlo y valorarlo como lo que es: el fruto de una voz que se abre paso sin alboroto, porque ya tiene madurez y no necesita sazonarse más. Está en su punto. Disfrutémoslo. —EL COLOQUIO DE LOS PERROS: En Sólo esto hay un poema en el que, mientras te duchas, lanzas esta pregunta sobre lo que tu cuerpo silencia: «¿Cómo es posible que se arremolinen / aquí tantos proyectos, / tantas inquietudes, tantos / cataclismos, sueños y desesperanzas? / Un cuerpo pequeño, finito, / tan insignificante / comparado con la energía que encierra...». ¿No estarías anunciando, sin saberlo, la “explosión” que vendría con Brocal y voraz? —Mª CARMEN RUIZ GUERRERO: Sólo esto nace desde la necesidad de recoger y dar forma a todo ese caos poético que andaba dando vueltas durante veinte años, y no podía ser de otra forma que desde el desorden, que es el subtítulo del libro (Sólo esto. Poesía en des-orden). De alguna manera se convierte en una llegada y un punto de partida, como poner a cero el cuentakilómetros para tomar impulso. Creo que es mi forma de actuar y de relacionarme con el mundo en el día a día. Cada cierto tiempo tengo que parar y reorganizar, porque suelo tender al caos sin proponérmelo. No sé si tengo demasiados intereses para tan poco tiempo, se me arremolinan las inquietudes y hay que meterlas en vereda. Por otra parte, entre Sólo esto y Brocal y voraz hay otro libro de poemas que se ha quedado guardado. Quizá la carga negativa de esos poemas, que al mismo tiempo juegan con la ingenuidad de una voz que descubre que la realidad es oscura —ingenuidad también en la forma—, lo ha obligado a estar en silencio. Brocal y voraz en ese sentido sí es un estallido, pero mucho más controlado. —ECP: Se divide Brocal y voraz en “Lo hondo”, “Nivel del espejo de agua” y “La boca”. ¿Cuánto de necesaria era esta verticalidad en la estructura tripartita del libro? —MCRG: La metáfora del pozo me ha interesado siempre. Es una fuente de vida y un elemento mágico en muchos imaginarios, pero no puedes fiarte de poder salir. En el centro del patio del colegio “de los pequeños”, en El Esparragal, teníamos un pozo. Mi recuerdo, que no sé si es imaginación, lo pinta de verde. Atraía poderosamente nuestra atención, porque además no estaba permitido acercarse. ¿Viviría dentro el demonio? —nos lo preguntábamos constantemente—. Luego me fui dando cuenta de que allí pueden esconderse sentidos que no encontramos fuera. La verdad no está siempre en lo que vemos, la mirada hacia lo oculto es necesaria. El poema por el que me preguntabas antes parte de un punto de vista parecido. La complejidad de la realidad no la vemos cuando no miramos bien, y aquí la he representado en esa verticalidad-profundidad, que de todas formas no es un camino de un solo sentido; en muchos poemas hay referencias también a la horizontalidad. Y si te das cuenta, en ningún momento se sale completamente del pozo. No hay un salto al exterior. Además, después del desorden de Sólo esto, quería hacer un esfuerzo por reordenarme, una especie de desafío poético. —ECP: ¿Puede ser la oscuridad un lugar confortable? En “Lo hondo” así lo parece. —MCRG: Incluso necesaria. Ofrece tibieza y silencio. La oscuridad aterroriza a los niños, a mí también cuando era pequeña. Sin embargo, un día empecé a sentirla como fuente de paz, una cómplice de la necesidad perentoria de parar cada cierto tiempo. En Brocal y voraz, y en otros poemas que no están en el libro, esa oscuridad está ligada a la naturaleza, al hueco del árbol, por ejemplo. —ECP: ¿Debe uno aceptar la imperfección para empezar a “cantar”? —MCRG: Si no la aceptas, estás continuamente rebelándote contra ella, y no dejas espacio para ese canto. Es inevitable que las relaciones se estropeen, que falten personas de las que no querías separarte, que muchos deseos no se cumplan. Están ahí y no sirve de nada ponerse una venda en los ojos. Puedo cantar porque lo sé. También es verdad que hubo un momento previo a toda esa imperfección en el que el canto era mucho más inocente. Ahora es un canto desde la consciencia. Existe lo irreparable, aunque no nos guste. De todas formas, aceptar la imperfección no significa aceptar la injusticia o las desigualdades. Eso también quiero que quede claro. Estar viva y consciente implica la rebelión, porque hay muchas cosas que sí se pueden arreglar. —ECP: El comienzo de “Nivel del espejo del agua” es un poema de rotunda belleza sobre la experiencia traumática de un aborto y la contemplación de dos hijos que sí crecen sanos. ¿Por el dolor a la alegría, como el lema de Beethoven o el verso de José Hierro? —MCRG: Ese poema de José Hierro es de mis preferidos. De hecho, es una de las citas que aparecen en Sólo esto. Creo que Hierro lo toma de Goethe. Es que el dolor es inevitable, y además es un rumor que una vez que llega no termina de irse nunca. Pero a la alegría no estoy dispuesta a renunciar. Es un grito de rebeldía y un camino de relación con el otro, que también lleva sus dolores a cuestas. El poema de Carmen Martín Gaite ‘Mi ración de alegría’ se ha llegado a convertir en ocasiones en un mantra. —ECP: «Parece que rezo, pero no tengo Dios». ¿Llegas al ateísmo por desengaño o por convicción? —MCRG: Creo que llego al ateísmo por rabia al principio, por la instrumentalización del miedo y del dolor que veo en las religiones tantas veces, y por convicción absoluta después. —ECP: Sales al balcón, doblas barrotes de una jaula, derrumbas paredes... Todos son actos escritos en “La boca”. ¿La liberación personal coincide con la liberación poética? —MCRG: Creo que derribo más paredes en la poesía de las que se dejan derribar en la vida real. Hay un deseo irreprimible de romper fronteras que sólo nos encierran. Estaría bien que algún poema sirviera de ariete. —ECP: Aparte de a tu hermana Leo, el libro está dedicado «a quienes eligen escuchar». ¿Quiénes son los que eligen no escuchar? —MCRG: Demasiadas personas. Tengo la sensación de que nos hemos convertido en sujetos que mantienen monólogos, apenas nos paramos a escuchar a quienes tenemos cerca. No sé si el motivo es la sobreocupación del tiempo, las redes sociales —en las que nos capuzamos y ya no somos capaces ni de asomarnos fuera—, que no nos interesa lo que otros puedan contarnos. Escuchar supone un esfuerzo que estamos dejando de valorar. Soy consciente de que a mí también me pasa y quiero estar alerta. En nuestras disputas políticas está asimismo muy presente. Tenemos un punto de vista y ponemos una barrera, agresiva o muy agresiva a menudo, ante lo que viene del “lado contrario”. Escuchar supone siempre aceptar una responsabilidad, al igual que ver, y no somos más inocentes por hacer oídos sordos a los problemas ajenos, cercanos o globales. Siguen existiendo a pesar de nuestra sordera, que se convierte por desgracia en una nueva frontera. —ECP: ¿Sientes que, al “descoagular” tu presencia poética con Brocal y voraz, vives un frenesí de lectura y escritura?
—MCRG: Vivo en un frenesí de lectura y escritura desbordante. Me da ansiedad no poder leer todo lo que voy descubriendo y que me maravilla. Acumulo libros y después voy a la biblioteca y me llevo más a casa. No significa que me guste todo lo que cae en mis manos, pero hay tanta buena poesía por ahí, dentro y fuera de la región, que me falta el tiempo por todas partes. Te iba a empezar a decir nombres propios, pero la lista sería larguísima, y sería injusto dejarme poetas sin nombrar. Disfruto leyendo y aprendo cada día de su concepción de la poesía, de su postura ética y estética, con tantas diferencias y, por el mismo motivo, tan enriquecedoras. —ECP: Queda bastante obra de Mª Carmen Ruiz Guerrero que ofrecer en el futuro al lector, ¿no? —MCRG: Tengo varios archivos con un buen puñado de poemas que están incluidos en tres posibles libros, el que te comentaba antes, anterior a Brocal y voraz —que probablemente se quede bien guardadico—, y un par a los que di forma prácticamente al mismo tiempo que a este último. Luego, escribo siempre. No siempre al mismo ritmo, pero sí con bastante continuidad. Es mi forma de estar en el mundo, y de no explosionar o implosionar cuando menos se lo esperen quienes están cerca. Qué rumbo tomarán, lo veremos. Entrevista realizada por JUAN DE DIOS GARCÍA Venero Nares Montero, madrileña de 1982, publicó el pasado otoño un libro que merece la atención de nuestra mirada cervantista y canina. Aunque está escrito en forma versal, lo cierto es que cada poema parece el pecio lírico del diario de una náufraga que quiso dejar negro sobre blanco un profundo camino de dolor, cincelado, eso sí, de manera exquisita. Porque el dolor es salvaje, y hay que tener talento para canalizarlo, escribirlo y sabiduría en el manejo de un idioma para retorcerlo y exhibirlo con la expansión, la elegancia y la pericia requeridas. El libro lleva por título Venero y ha sido publicado por la editorial hispano-chilena RIL. Adentrémonos en sus aguas. —EL COLOQUIO DE LOS PERROS: Recién terminada la lectura de Venero, hay dos símbolos, agua y flor, que sobrevuelan en el ambiente. Son, creo, los vocablos más repetidos en el libro y están colocados en el lugar adecuado de cada poema. ¿Simboliza el agua en Venero vida o simboliza muerte? ¿Y las flores, con tan buena prensa siempre? Hablas varias veces de su muerte también. —NARES MONTERO: Efectivamente, en el poemario hay una serie de vocablos y de conceptos que se repiten sirviendo de hitos de sentido. El agua es en sí misma la sustancia del libro y su valor es el discurrir, el mismo tránsito. Las flores emergen salpicadas como aquello que surge en las orillas. Existe en su presencia un impulso de detención, de arrobamiento, como en los vínculos que se producen con quienes te encuentras en la vida. Pero todo ha de seguir, y las relaciones, como las flores y a quienes quieres, mueren sin que nada pueda evitarlo. Además de agua y flores también hay muchas “manos” en Venero, todos elementos necesarios para el rito. —ECP: ¿Se podría decir que —por desgracia, por poeta, por mujer o por las tres cosas— eres especialista en dolor? —NM: Soy humana, esa es mi condición. Espero no ser especialista en dolor por ninguna circunstancia. Soy, eso sí, testigo del daño y doy testimonio del dolor que provoca. El dolor y su construcción cultural me interesan, al principio como motor intuitivo y más tarde como cimentador de imaginarios y creencias. Creo que hay circunstancias innegables que condicionan la existencia de cada cual, y dependiendo del entorno y la cultura se construye una idea de dolor y de sufrimiento, aunque también considero que existe la posibilidad de hacerse cargo del dolor, y que nada es más sanador que la idea de reparación y restitución de la propia autoestima y de la dignidad colectiva. —ECP: La partición de Venero son “Nacedero”, “Escorrentía”, “Curso subterráneo” y “Hontanar”. ¿Por qué hay cuatro estaciones en esta navegación y no tres o cinco? —NM: La respuesta corta es que el poemario así lo pedía. Quiero decir que no es una decisión planeada de antemano, si no que, en la construcción y agrupación de los poemas, poco a poco, se fue definiendo la estructura del libro. A este poemario le llevó mucho tiempo ser el que es, su periodo de escritura fue largo, pasó por varios títulos y otras disposiciones hasta que encontró la manera de sujetarse en esas cuatro estaciones que lo llevan a decir exactamente lo que dice. —ECP: Has escogido ocho citas de escritoras que robustecen Venero: Tsvetáyeva, López Mondéjar, Carolina Coronado, Chacel, Mercedes Cebrián, Paca Aguirre, Simone Weil y Mercè Marçal. Es evidente tu posición feminista que reclama, que vindica, que reivindica... ¿Querrías matizar tu postura? Lo digo por la confusión, no sé si inducida, que últimamente rodea a la causa. —NM: Soy feminista, tú lo has dicho. Existe un compromiso político en lo que hago y en cómo lo hago. Mi postura es evidente y explícita. Trato de no dejarme llevar por la confusión o las modas. No resulta fácil ni cómodo pero el feminismo es un faro que apunta en una dirección inequívoca y justa: acabar con todas las violencias que sufren las mujeres a causa del patriarcado en todos los rincones del mundo. Esa es la brújula y me sirvo de ella y de referentes de autoridad como las mencionadas, tal y como se ha hecho a lo largo de toda la historia humana, para sostener lo que hago y lo que pienso. —ECP: Juegas a menudo con el léxico, con las reglas gramaticales, en algunos poemas incluso con la grafía. Esta inclinación recuerda al estilo que ha hecho célebre a Berta García Faet. ¿Reconoces su influencia o, al menos, vuestra conexión? —NM: Admiro el trabajo de Berta, es una poeta magnífica que ha hecho de su particular juego con el lenguaje un estilo inconfundible. Berta es algo más joven que yo y aunque eso no implica que no pueda ser una gran referencia poética conocí su escritura después de comenzar a escribir este libro. Además, pienso que el trabajo de los poetas y de los escritores es precisamente aprender los fundamentos del lenguaje y jugar con ellos, no necesariamente en ese orden. En este sentido no conozco ningún poeta que no lo haga y no que trate de hacerlo a su manera habiendo aprendido antes de quienes les precedieron. —ECP: Una de las imágenes más conseguidas para mí es aquella en la que humanizas a unas flores domésticas que «sólo miran / los pájaros de afuera». ¿Es el hogar en Venero un trauma? —NM: Tal como dice Lola Nieto en el texto de la contraportada, Venero tiene reminiscencias de veneno. Una palabra que al principio designaba cualquier poción o bebedizo, bueno o malo, para la salud. Sólo con el tiempo adquirió su significado tóxico o perverso. Todo veneno animal genera una respuesta inmunológica y es de esta respuesta desde donde se debe elaborar el antídoto. A veces el daño o el trauma, que en su etimología es herida, es inevitable, pero como ya he dicho antes nos queda la reparación, la vacuna, la respuesta espontánea que da la supervivencia. —ECP: En tu caso, ¿te salva la escritura? —NM: Con el tiempo me desprendo de ciertos romanticismos. No sé si la escritura me ha salvado de algo alguna vez. Como dice Lola López Mondéjar en El factor Munchausen, la salida creadora es una gran herramienta para el sujeto herido. La capacidad creativa de reconstruir, transformar y elaborar un nuevo sentido se puede asociar con la idea de rescate o, de una manera más pragmática, como salva un buen zurcido a un viejo calcetín. —ECP: La culpa asoma también interrumpidamente en Venero. ¿Crees que alguien podría erradicar ese sentimiento, tan ligado a la creencia religiosa? —NM: La culpa es humana. No sabemos de otros animales que expresen culpa, aunque a menudo interpretemos sus comportamientos en base a nuestras premisas. Y es que la culpa es un mecanismo de reacción vinculado a la conciencia moral y de él se sirve cualquier sistema que quiera imponer sus normas. La familia, la publicidad o el capitalismo inoculan culpa todo el tiempo de maneras evidentes y sutiles. Y se sirven de ella para conseguir sus propósitos: perpetuarse. No creo que se pueda erradicar un sentimiento (y dudo que se deba) pero sí creo que debemos conocerlo, saber qué lo provoca y cómo hacernos cargo de él. También hay mucho de creencia religiosa en consultar el tarot, el I Ching, o encomendarse a los antepasados como una suerte oráculo. Las creencias religiosas también son humanas y sirven para calmar la incertidumbre, el vértigo de no saber percibiendo, sin embargo, la medida de quienes somos como algo insignificante, sin poder ni control verdaderos, en el devenir completo de lo que llamamos existir. No creo que haya que erradicar lo que sentimos, creo que hay que conocerlo y aceptarlo para poder hacer de ello algo bueno si está en nuestra mano. —ECP: En la dedicatoria final guardas un agradecimiento especial para Lola Nieto y Ana Martín Puigpelat, por sus ánimos, dedicación y apoyo. ¿Podrías detallar en qué zonas de Venero se nota más la mano consejera de una u otra mentora?
—NM: Ambas han sido imprescindibles en el proceso final del poemario. A Lola le envié el manuscrito en un brote de atrevimiento mientras pasaba por un periodo de inseguridad especialmente agudo. Su respuesta fue muy valiosa porque me infundió el arresto que necesitaba para enviar el poemario al editor. Después, cuando el libro estaba en fase de maquetación, le pedí que escribiera el texto para la contra, mientras que le hacía una petición similar a Sandra Jiménez (@miradademujercollage) para que se encargara de la imagen de portada. Recibí el texto de Lola y la imagen de Sandra el mismo día y al ver lo bien que se comunicaban entre sí comprendí que el libro tenía la capacidad de llegar claro a otras personas. Eso me llenó de alegría. En cuanto a Ana Martín Puigpelat, ella ha sido mi ojo de halcón en la última corrección del poemario. La conocí primero gracias a las alabanzas que hacía de ella un amigo en común y después en la Fundación Centro de Poesía José Hierro. Es una poeta formidable con una trayectoria menos reconocida de lo que se merece, quizá por estar apartada de lo mediático y las redes sociales, pero solvente y generosa como pocas. Su contribución, como la de los buenos traductores, resulta invisible para los lectores, pero invaluable para quienes hemos tenido la suerte de contar con su apoyo. Detecta las asonancias y las rimas internas al vuelo, tiene una capacidad de síntesis envidiable y consigue mejorar cualquier imagen floja con una naturalidad y pericia que ya quisieran muchos. Es un gran privilegio haber contado con ellas en este proceso y les estoy muy agradecida. —ECP: «Cuando miento no duele nada». ¿Hasta qué punto crees necesaria la mentira, Nares? —NM: La mentira es un asunto complejo y lo debemos tratar como tal. Supone una solución cortoplacista que exime de la responsabilidad momentáneamente, o al menos tan momentáneamente como se sea capaz de sostener. Resulta simple y muy asequible polarizar la opinión sobre ella y decir que es dañina o necesaria según convenga. La mentira tapa, pero no repara. La mentira simplifica y busca atajos. Según se mire, la mentira puede ser una amiga cómplice ante una verdad cruel que te deja expuesto y vulnerable. Soy amiga de no usar, y por supuesto no abusar, en lo posible de ningún tipo de mentira, ni piadosa, ni perversa, ni para huir ni para obtener. Hay ámbitos como en la política y la gestión de lo público en los que creo que debería sancionarse hacer un uso ilegítimo. Pero no pecaré de querer hacer de ella un absoluto y acabar lapidada por mi propia moral. Como dice otra amiga poeta, «todo está en todo» y en nuestra mano está cómo usarlo o qué interpretar. Entrevista realizada por JUAN DE DIOS GARCÍA Vaciad la tierra Cuando se anuncia la incursión narrativa tardía de un poeta, suele ocurrir que las alarmas defensivas del lector curtido se activan y todo son sospechas. Más aún si se trata de un debut novelístico. ¿Será una “novela lírica”, en el peor sentido de ese sintagma? ¿Estará llena de descripciones contemplativas que aburren a un rebaño de cabras? ¿Cuántos endecasílabos camuflados se podrán contar en sus páginas? ¿Qué grado de densidad metafísica mantendrá? Todas estas interrogaciones se desvanecen conforme avanzamos en la lectura de Vaciad la tierra (Pre-Textos, 2022) porque, con tantos prejuicios a la contra, su autor, Agustín Pérez Leal, se las ha arreglado para salir exitoso de una novela cuyo protagonista es Ósip Mandelstam y cuya sustancia argumental es que lo acompañemos en su proceso de tortura y desaparición en la Rusia estalinista. Todavía aplaudiendo el resultado, decidimos entrevistarlo para que nos explique la fórmula. —EL COLOQUIO DE LOS PERROS: Sabemos de lo especial que fue la figura de Ósip Mandelstam, tanto en el plano poético como en el humano, pero me gustaría saber qué lo distingue de otros grandes escritores contemporáneos para que haya atraído tanto tu atención y dedicarle un libro a su larga agonía. —AGUSTÍN PÉREZ LEAL: La razón principal es que no lo acabo de entender. No concibo un ser humano como él, me resulta muy difícil de comprender, de asumir. Intentaré explicarme: cuando en 1934 Ósip Mandelstam escribe y difunde su famosísimo Epigrama contra Stalin sabe de sobra que lo que está haciendo provocará su entrada en prisión y, muy probablemente, su condena a muerte. Sabe que se está jugando la vida y sabe que, enfrentándose al gran poder de Stalin, a su paranoia y su ilimitada ambición, no puede ganar. Está quemando todas sus naves a conciencia. Otros escritores consagrados de su generación intentaron desesperadamente esquivar las balas que les enviaba constantemente el Kremlin. Él no. Él acude al encuentro de la bala. Es un nuevo Miguel Servet camino de Ginebra con la intención de ser condenado a la hoguera por Calvino. Y eso es, precisamente, lo que creo tan difícil de entender. Su instinto de supervivencia ha de estar clamando dentro de él para que no escriba esa enormidad contra el tirano y, sobre todo, para que no la difunda de un modo tan temerario. Pero también dentro de él ha de haber otra voz que lo impulsa a denunciar la situación de terror en que vive Rusia y erigirse en portavoz de ese miedo para combatirlo, y tal vez para mostrar que es posible escapar de él. Y decide seguir lo que es, a todas luces, una ruta suicida: la más justa y la más peligrosa. Que Mandelstam tuviese la entereza moral, la coherencia y la valentía suficientes como para hacer lo que hizo fue el primer impulso que me movió a convertirlo en protagonista de mi relato. Quise entender sus motivos y acercarme tanto como me fuese posible a su visión del mundo y a su decisión. Me sentí conmovido y concernido porque, además, quien había decidido actuar tan en contra de su propio bienestar era y es una de las voces poéticas más puras, delicadas, hondas y emocionantes que yo haya leído nunca. —ECP: Aunque el ritmo de la novela es, digamos, épico, inunda la mayoría de sus páginas una atmósfera alucinatoria. ¿Podríamos calificar a Vaciar la tierra de novela poética? —APL: No sé si me atrevería a tanto, o si será ese prejuicio el que ha podido alejarla de algún lector. En el fondo creo que le puede valer tanto la etiqueta de novela poética como la de novela de aventuras, existencial, histórica, política, biográfica o experimental. Puede contener trazas poéticas (al fin y al cabo, el protagonista es un poeta reconocido como una de las cimas de la literatura rusa del pasado siglo), y yo hice todo lo que pude para amoldar la narración a una prosa viva, rítmica, que tuviera algo de musical y se acercase en lo posible al lenguaje poético; pero siempre pretendí escribir una novela y nada más. La traducción del epigrama que hago en la primera parte del libro, así como las versiones que incluyo de algunos otros poemas de Ósip, las transcribí en prosa para no romper la continuidad de la lectura... Pero también hice tanto como supe para escribir una novela puramente narrativa, seca, con descripciones breves y un ritmo cambiante que no entorpeciera la lectura ni la interrumpiese con largas parrafadas reflexivas ni con un exceso de información que habría lastrado el resultado final. —ECP: ¿En qué momento se te ocurre crear la presencia de Parnok y qué importancia le das respecto al ritmo narrativo en Vaciad la tierra? —APL: Parnok es un personaje que Ósip creó como un alter ego para El sello egipcio, una de sus narraciones. Según cuenta en Contra toda esperanza Nadiezda Mandelstam, la viuda del poeta, el origen de la invención fue el gran parecido físico existente entre Ósip y el músico Valentin Parnak, uno de los introductores del jazz en la Rusia anterior a la revolución (existe un retrato a lápiz de Parnak firmado por Picasso que ha dado lugar a más de una divertida confusión). Parnok fue también fundamental en mi novela cuando entendí que no podía abordar el relato salvo desde el punto de vista de su protagonista, pero que ese punto de vista me resultaba insuficiente si el protagonista tenía que ir perdiendo poco a poco la cordura. Fue la idea de desdoblar a Ósip en su propio alter ego, y que fuese el propio Parnok quien asumiese la tarea de narrar lo que le (o les) sucede, lo que me permitió comenzar la redacción del libro con un mínimo de confianza. Además, ese desdoblamiento de voces me ayudó mucho a caracterizar al personaje y a mostrar su evolución mediante esos diálogos alucinados Ósip-Parnok que salpican el texto. —ECP: En las notas finales de agradecimiento dices que, para trabajar en esta novela, te resultaron esenciales los relatos de Mandelstam ‘El sello egipcio’ y ‘El rumor del tiempo’. ¿Por qué? —APL: Ambos relatos son, en muchos aspectos, el autorretrato de Ósip anterior a su pasión y muerte. En el primero de ellos crea a Parnok, y a través de su personaje se retrata a sí mismo como artista adolescente, con su punto de nostalgia y de ingenuidad; pero con una profundidad introspectiva, centrada sobre todo en detalles familiares, objetos cotidianos y aparentes minucias, que me sirvieron mucho para caracterizar al personaje y darle toda la vida y la pasión que necesitaba. —ECP: La novela se divide en tres partes: “Matadero”, “Despiece” y “Despojos”. Se pretende una animalización total, ¿no? —APL: Así es. En algún pasaje de la novela se describe el terror provocado por la dictadura estalinista como una picadora de carne que, una vez puesta en marcha, ya no se puede parar. Los testimonios que conocemos del terror soviético son estremecedores, y en ellos abundan las metáforas que vinculan a las víctimas de Stalin con animales: corderos o reses llevados al matadero (la imagen tiene raíz bíblica) que son conscientes de su destino y no pueden hacer nada para evitarlo. Al mismo tiempo, esas tres partes hablan del proceso de desmembramiento y descomposición de Ósip (quien, en una cita de las cuatro que encabezan el libro, habla de que «El destino futuro de la novela no será otro que la historia de la atomización de toda biografía como forma de existencia individual. Es más: incluso seremos testigos de la pérdida catastrófica de la biografía») y le acompañan sucesivamente por los tres escenarios esenciales de la novela: la cárcel moscovita, el tren y el campo de tránsito. —ECP: ¿Hay algún instante o escena de la novela donde te haya podido la emoción mientras la escribías? —APL: Tuve que interrumpir la redacción de la novela (y la interrupción me duró varios años) porque al contar la muerte de uno de los personajes en el tren me di cuenta de que me había quedado sin fuerzas, lleno de dudas y con un dolor emocional que me impedía continuar. Por un lado, me preocupaba caer en el morbo y ser injusto con la voz del narrador; por el otro, un exceso de laconismo podía ser interpretado como falta de empatía... El equilibrio entre ambos excesos me resultaba muy difícil de alcanzar, y me temía que podía acabar con más de un lector abandonando la novela si detectaba algo postizo en el tono de la narración. Además, no me veía capaz de abordar la inevitable muerte del protagonista: por nada del mundo quería yo que Ósip muriese. Retomar años después la redacción me supuso un esfuerzo grande: me recluí en un monasterio aragonés durante quince días para revisar lo que ya tenía escrito, recopilar toda la información necesaria para continuar sin contradecirme y abordar el final del relato. Pero mejor te respondo de otro modo. La escena de la navaja de afeitar (que en una primera versión abría la novela) me dio miedo, y hay pasajes que los escribí temblando. Y cuando escribí la escena con la que comienza la tercera parte estuve llorando durante todo el rato. —ECP: La aplicación del sistema soviético queda retratada como ejemplo de totalitarismo destructor, un gran error de la historia. Supongo que te mueves en círculos culturales donde hay bastantes compañeros que ven el comunismo o el socialismo soviético con buenos ojos. ¿No has temido en ningún momento el posible reproche, señalamiento o silencio excluyente de esa “intelligentsia” española al publicar Vaciad la tierra?
—APL: No he temido ni he sufrido reproches ni señalamientos, la verdad. Debe de ser que mis amigos son gente tolerante, amigable, dialogante y curiosa, y que la novela apenas ha logrado traspasar ese círculo amistoso, a veces casi familiar. Silencio sí he notado, pero vete tú a saber a qué es debido: lo mismo puede deberse a algún apriorismo ideológico que al poco interés de mi propuesta. Esta es una novela que nació de una obsesión mía por comprender a Ósip Mandelstam, y las obsesiones no suelen ser fáciles de compartir. Me quedo con que todos los que han leído la novela y me han hablado de ella la han considerado digna de ser publicada y leída, porque estimo demasiado mi tiempo de lectura como para andar jugando con el de los demás. Entrevista realizada por JUAN DE DIOS GARCÍA Días del indomable Lo que siempre me ha llamado la atención de Alfredo Rodríguez es su nivel de apasionamiento en la intensidad con la que vive no sólo la lectura poética, sino su aprendizaje, la aceptación total del hecho poético. Cuando se plantea una excursión de invierno, una estancia veraniega familiar o un paseo por las montañas, lo primero en que piensa es en lo relacionado que va a estar dicha excursión, estancia o paseo con la poesía. Si se embarca en realizar una antología de algún autor que venere, en compendiar un libro de entrevistas o en la creación de un poemario propio, la palabra esfuerzo no existe. Su entusiasmo anula cualquier idea de sacrificio para convertirlo en placer. Y con ese carácter están escritos los textos de este Diario del indomable, recién publicado por la editorial Los Papeles de Brighton. Alfredo se abre en canal e “infecta” al lector de títulos, paisajes culturales y argumentos ante los que no podemos quedar indiferentes. —EL COLOQUIO DE LOS PERROS: Cuéntame qué te motiva a trasladar a un libro en papel textos que ya habían sido publicados en tu bitácora literaria digital. —ALFREDO RODRÍGUEZ: Bueno, en primer lugar, que esa bitácora o blog que, por cierto, se llamaba El botín del mundo, ya no existe. Lo hice desaparecer hace tiempo de la Red. Lo mantuve, como bien sabes, durante unos años, desde 2010, y creo que llegó a tener alguna repercusión y un seguimiento bastante amplio de público: digamos que fue creciendo poco a poco desde la nada, hasta tal punto que llegaron incluso a aparecer por allí en un momento dado algún que otro hater haciendo de las suyas. Eso era buena señal... El caso es que me daba pena que todos aquellos viejos textos se perdieran en el olvido porque a mucha gente le habían gustado mucho en su día, y vi la posibilidad de seleccionar bastantes de ellos para formar un libro que los reviviera. —ECP: Supongo que fuiste tú el que decidió convertir en siglas los nombres propios de todos los autores que citas en el libro. ¿Se te ha quejado alguien por lo incómodo que puede resultar eso a veces en la lectura? —AR: Esto ha traído tela. Sí, fue idea mía tomada, claro está, de muchos diarios que he leído —soy un lector voraz de diarios, sobre todo de poetas—, y es algo que a algunos no les ha gustado, pero que a mí me encanta cuando me lo encuentro en algún diario ajeno. Ese misterio, ese reto de tener que descubrir quién está detrás de esas siglas, a mí me enciende, me activa, me pone. Efectivamente, he tratado de prescindir de nombres propios de personas durante todo el texto. Solo aparecen los títulos de sus obras. Así que los nombres han sido sustituidos por sus iniciales. No por nada, no se dice nada malo de nadie en concreto —sí de colectivos—, sino por darle un toque de misterio al libro, y por hacer trabajar un poco al lector. Siempre he buscado para mis libros un lector inquieto, con inquietudes culturales a ser posible. De todos modos, creo que casi todos esos nombres son perfectamente localizables en internet. Y los que no lo son es porque no necesitan serlo. La mayoría de esos nombres escamoteados son objeto de gratitud y amistad y otros son protagonistas de ciertas anécdotas que se cuentan. —ECP: Dices que España olvida a sus mejores hijos y premia a los bastardos. ¿Podrías decirme qué gran poeta, de todos los que registras en Días del indomable, es a día de hoy el más olvidado? —AR: Hombre, más que olvidado, yo diría no reconocido lo suficientemente y como merece la altura y grandeza de su obra. Y ahí, sin duda, la mayor injusticia se ha cometido en este país contra José María Álvarez. Esto es algo que sigo teniendo muy claro a día de hoy. Pero hay otros muchos, no sé..., que yo recuerde ahora, José Pérez Olivares, el poeta pintor al que conocí en Murcia en 2004, es un gran desconocido, pero también lo es el mítico Salvador Espriu —¿quién lee hoy a Espriu?—, o el granadino José Gutiérrez, un poeta extraordinario, o Juan Manuel González, el de Tras la luz poniente, o José Luis Giménez-Frontín, o el maestro Fernando de Villena, el del maravilloso Los siete libros del Mediterráneo. En fin, la lista sería interminable. —ECP: ¿Sostienes aún que el deporte y el arte son casi incompatibles? —AR: Pues no recordaba esa aseveración. Pero bueno, hay que tener en cuenta que los textos de este libro están escritos en una época mía en que vivía la poesía, y en general el arte y otras cosas del espíritu, de una forma muy pero que muy intensa, como si casi me fuera la vida en ello. Uno por entonces podía decirse que era poeta las veinticuatro horas del día: veinticuatro/siete, como se dice ahora. De bastantes cuestiones que se apuntalan alegremente en Días del indomable hoy me desdeciría. Y esta del deporte es, sin duda, una de ellas. Además este libro es hijo del momento concreto que estaba viviendo, abarca una etapa muy concreta de mi vida: los años 2010 y 2011, en que viví bajo unas circunstancias determinadas: la larga convalecencia en casa tras una gravísima enfermedad renal que me tuvo a las puertas de la muerte, y de la que pude salir con bien. —ECP: Retratas con coraje y bastante decepción la escena poética navarra contemporánea. ¿Vives aislado voluntariamente en tu Pamplona natal o todavía disfrutas de alguna camaradería literaria en sociedad?
—AR: Bueno, hablo de la escena poética navarra porque es la que me ha tocado en suerte vivir, pero seguramente sería lo mismo si hubiera nacido y vivido toda mi vida en Burgos o en Orense o en Ciudad Real. Al final, es la vida de un poeta cualquiera de provincias de lo que se tercia en las páginas de este libro, esa negra provincia de Flaubert como diría mi paisano, el genial Miguel Sánchez-Ostiz. Pero sí, cada vez vivo más apartado de cenáculos literarios y camarillas adocenadas. Apenas conservo ya una o dos amistades verdaderas de toda aquella época. —ECP: Aunque vives la lectura y la escritura de la poesía como una entrega casi sagrada, frecuentas en el libro la queja por el ego de los escritores. ¿Crees que les servimos en bandeja la burla a aquellos que señalan la bufonería de tantos poetas? —AR: A ver, hay una cosa muy clara que sostiene José Luis García Martín y que es lo más cierto que puede decirse sobre este tema: la vanidad es la enfermedad profesional de los poetas. Se trata de un mundillo de egos exacerbados hasta casi lo extremadamente ridículo. Algunos casos son verdaderamente graves, yo he sido testigo. Y lo peor es que muchos de ellos no se dan cuenta, quiero decir, no son conscientes de su gigantesco y grotesco ego. Ven la paja en el ojo ajeno, eso sí, pero no ven la viga en el suyo. —ECP: Siendo el mayor admirador de Álvarez, me ha chocado que en Los días del indomable haya más páginas dedicadas a Colinas que a tu poeta favorito del Sur. ¿Se puede amar al mismo nivel a dos poetas y no estar loco? —AR: ¿Ah sí? Pues no me había percatado. Quizá la explicación pueda estar en que durante aquellos largos días de hospital leí mucho a Antonio Colinas, sus Tratados de armonía, que me sanaron profundamente el alma. Él mismo me dijo en una ocasión que algún amigo psicólogo suyo solía recomendar la lectura de esos libros a sus pacientes. En cuanto a José María Álvarez, sí, claro, es mi padre espiritual, está nutriendo siempre la belleza de su obra mi corazón, me ha formado como poeta y como persona, pero su poesía tiene un lado, digamos, más canalla. Hay que leerla siempre con una copa de Oporto bien fría en la mano, como apunto en las páginas de este diario. Así que podría decirse que sus obras han sido siempre el yin y el yang a lo largo de mi vida como lector y amante de la poesía. Entonces, mi yin sería Colinas y mi yang Álvarez. —ECP: Si hay algo que desprende este libro —me consta que en persona transmites esa misma vibración— es entusiasmo a raudales, pasión absoluta por la pulsión artística de la vida. Imagino que ese vitalismo, esa energía contagiosa, ha sido fruto de una epifanía. ¿O fue tallándose en tu educación familiar? —AR: Procedo de una familia humilde pero muy trabajadora, a la que no le ha regalado nadie nada y me han transmitido siempre la cultura del esfuerzo. En mi casa no había libros, ni estaban para bellezas ni poesías. Me da mucha envidia cuando leo las memorias de algunos poetas que cuentan que empezaron a leer en la biblioteca de sus padres o de sus abuelos. Ya me hubiera gustado a mí. Así que he tenido que ir creciendo como lector y como poeta poco a poco y por mis propios medios. Escribo y leo poesía desde mi más temprana adolescencia y siempre digo, cuando algún amigo poeta hoy día para hacerme rabiar me llama “antólogo”, que soy poeta desde que me parió mi madre, que en paz descanse. —ECP: ¿Qué doma podría aplacar a Alfredo Rodríguez a estas alturas de la vida? —AR: Creo que ya estoy más que domado y domesticado. Soy otro distinto a aquel que escribió los textos y entradas de este libro. Otro más escéptico, más estoico, más desengañado, más decepcionado sobre todo con todo este mundillo a veces tan gregario y mediocre de la poesía. Pero hay algo aún que permanece: lo que para mí tiene todo su sentido es escribir. Seguir escribiendo. Porque lo considero un honor, además de un grato placer, el ejercicio de la palabra, compartiéndolo con los lectores que sean, aunque sean tres o cuatro. Alguien dijo que escribimos tal vez para dejar algo entre nosotros y la muerte. Que así sea, pues, también conmigo. Entrevista realizada por JUAN DE DIOS GARCÍA El arte del autorretrato Hace un año que en el puerto de Almería se escucharon aplausos tras la botadura de la editorial Papeles del Náufrago, proyecto —mejor dicho, proyectil— concebido contra todo afán mercantilista. Estamos hablando de dos devoradores de poesía con pedigrí que coinciden en el espacio que Valente llamó la ciudad celeste y que dispusieron todas las herramientas a su alcance para armar lo que les dictase su espíritu romántico y zarpar desde el mar de Alborán a donde el ‘sturm und drang’ levantino les llevase. El coloquio de los perros ladra con ellos para que nos cuenten cómo va yendo su travesía. —EL COLOQUIO DE LOS PERROS: ¿En qué contexto nace Papeles del Náufrago y quién pilota la editorial? —PAPELES DEL NÁUFRAGO: La editorial nace en el contexto de la amistad y el vicio de leer poesía compartido por los editores: Aníbal García y Antonio Lafarque. Una cosa llevó a la otra. Una tarde de 2016 surgió la pregunta: ¿por qué todavía no habíamos montado una editorial? De alguna manera nos autorecriminábamos por no haber abordado un proyecto editorial a esas alturas de nuestras vidas. Antonio tenía la idea guardada desde hacía mucho tiempo, tanto que estaba oxidada salvo el nombre: Papeles del Náufrago. Dicho, pues, en 2016 y hecho en 2022. Nos gusta tomarnos las cosas con calma. Inicialmente queríamos imprimir a la vieja usanza, con tipos de plomo sobre papel verjurado. En España apenas quedan imprentas que tengan una Minerva o una Monopole y un puñado de tipos. No sé si en la actualidad llegan a la media docena. El coste nos hizo desistir del romántico empeño, así que pusimos los pies en el suelo y decidimos probar con la impresión digital porque el tradicional offset también se nos iba de presupuesto. Es lo malo de ser pobres. El resultado nos sorprendió favorablemente y apostamos por lo digital, eso sí, cuidando los detalles hasta la paranoia, mimando cada página, declarando la guerra a la errata, a sabiendas de que la muy traicionera apuñala por la espalda. Lo dice uno de los poetas de cabecera del 50, José Manuel Caballero Bonald: «Ya el tiempo acecha / como una errata al borde de una página en blanco». Editar es salir a cazar erratas (y algo más). Sobre el piloto responsable de la nave, sólo podemos decir que ningún capitán maneja el timón. La tripulación la componen tres marineros: Antonio Lafarque, Aníbal García y Jesús Carretero Cassinello. Las decisiones editoriales son asunto de Antonio y Aníbal. Jesús se encarga de diseñar y maquetar bajo nuestra supervisión. Tenemos repartidas las tareas, una señal de confianza en el trabajo mutuo que permite avanzar día a día. —ECP: ¿Cuál sería la filosofía de Papeles del Náufrago? —PDN: Disfrutar editando para ofrecer un producto poéticamente atractivo que invite a leer. Desde hace demasiados años la literatura sufre del mal de la prisa. Parece que se aborda la lectura como si se tratara de una competición, cuando por su naturaleza es un ejercicio de aprendizaje y placer. Sólo hay que fijarse en los cambios de hábitos lectores. En narrativa se ha hecho un hueco considerable el microrrelato. Hace un par de décadas, los haikus coparon los escaparates y mesas de novedades de las librerías relegando a una esquina a la poesía tradicional. Y entre la narrativa y la poesía se ha colado el aforismo. La brevedad de los textos es la norma que actúa de guía para un porcentaje importante de lectores. Parece evidente que si las editoriales apuestan por los microrrelatistas, los haijin y los aforistas es porque existe un público que demanda esta clase de literatura basada en el consumo rápido de textos que suelen caer con facilidad en el olvido, ya sea por la excesiva oferta o por la baja calidad de esta. En más ocasiones de las deseables, el microrrelato deriva en gracieta, el haiku se limita a repetir su consabida disposición estrófica y el aforismo es un reservorio de ocurrencias que dan la espalda al espíritu del verdadero pensamiento. No somos más listos y más guapos que nadie, de hecho adoramos a las clásicas editoriales españolas de poesía, pero apostamos por editar por puro placer para que los destinatarios lean por puro placer. Confiamos en la poesía como vaso comunicante de emociones y actitudes empáticas. El proyecto es muy modesto: tiradas cortas (120 ejemplares) de carácter no venal y periodicidad cuatrimestral, que se distribuyen entre poetas y amigos de la poesía. Nuestros libros tienen un tamaño llevadero (18 x 11) y son livianos (64 páginas). En contadísimas ocasiones, “vendemos” unos poquísimos ejemplares si recibimos alguna petición insistente. Llamamos “vender” a expedir libros previo pago de una determinada cantidad resultante de sumar la tarifa oficial vigente de Correos para envíos certificados y el precio del sobre acolchado. Regalamos los libros, no los gastos de envío a particulares no incluidos en la lista de protocolo de la editorial. De momento, sólo publicamos una colección llamada Calcomanías. Como el nombre trata de indicar, se trata de un repertorio de autorretratos. Creemos que es una novedad, al menos en España. El primer título, Mi nombre es K, de Karmelo C. Iribarren, fue sufragado por los dos editores. Entonces, Aníbal tiró de amistades y convenció a una serie de patrocinadores, pequeñas empresas de Almería que entienden que su responsabilidad social encaja con la filosofía de Papeles del Náufrago. Ellas cubren los gastos de impresión y difusión y sus aportaciones dejan un pequeño remanente que queremos invertir en traer a los autores a Almería para que presenten sus libros. Nuestros mecenas son La Dulce Alianza (confitería), Arte 21 (galería de arte), Asesoría Antonio Pérez (gestoría administrativa), Amelia Artés (clínica dental), El Faro de Recóndito (librería) y La Parada (café pub). La lista aumentará en breve. Estos apoyos nos aportan además energía emocional, muy importante para afianzar el modelo editorial. Asimismo, contamos desde el primer momento con la colaboración desinteresada de algunos amigos. Ferran Fernández, propietario y director de la exquisita editorial Luces de Gálibo, diseñó el logo de Papeles del Náufrago, y Javier Huecas, pintor y escultor, nos regaló la viñeta de la colección Calcomanías. Y, the last but not the least, los poetas, que a medida que conocen el proyecto nos muestran su apoyo y manifiestan su deseo de formar parte de la colección. No hay estímulo más intenso que este. —ECP: ¿Cómo seleccionáis a los autores que vais a publicar? ¿Hay un perfil estético? ¿Hay intenciones de conseguir un catálogo unitario? —PDN: Se puede decir que la selección para Calcomanías se hace sola o casi. Por la naturaleza de la colección recurrimos a poetas cuya dilatada trayectoria permite seleccionar los aproximadamente 42 poemas que componen cada título. La selección de los autores es responsabilidad compartida por los dos editores y de las antologías se encarga Antonio. Al autor le pedimos que escriba un prólogo de unos 1.100 caracteres con espacios. Cuando se trabaja con formatos reducidos fijar estos límites es innegociable. No tenemos definido un perfil estético, ni trabajamos con el objetivo de lograr un catálogo unitario, entendiendo por tal un conjunto de obras que puedan englobarse en los estrechos márgenes de un canon. El eclecticismo es una de nuestras señas de identidad. Hasta la fecha hemos publicado a Iribarren, como dijimos antes, a Felipe Benítez Reyes y a Luis Alberto de Cuenca. Para octubre o noviembre, Carlos Marzal. Luego, Aurora Luque, Luis García Montero, Eloy Sánchez Rosillo... También contaremos con los que ya no están con nosotros: Joan Margarit y Ángel González, por ejemplo. Poco a poco iremos dando paso a poetas más jóvenes. —ECP: Supongo que no tiene sentido preguntaros cuál ha sido hasta el momento vuestro título más vendido. —PDN: Los tres títulos publicados se agotaron en menos de 15 días, algo de lo que muy pocas editoriales pueden presumir (risas, no vaya a ser que alguien se mosquee). Ya en serio, si somos incapaces de regalar 120 ejemplares ya me dirás qué pintamos en el mundo editorial. —ECP: Contadme alguna anécdota. —PDN: Felipe Benítez Reyes dio noticia en redes sociales de la aparición de su libro. Al post de Facebook lo tituló, con la mejor voluntad, “Libro de regalo” al tiempo que proporcionaba nuestra dirección electrónica ([email protected]). La avalancha de peticiones nos mantuvo ocupados durante un par de semanas. Nos hizo una propaganda formidable. —ECP: ¿Qué es lo mejor del trabajo que hasta ahora habéis recorrido como editores?
—PDN: El trato con los autores, el cariño con el que reciben la propuesta y su entrega a la causa. Lo comentamos antes y lo repetimos: son lo mejor, dicho sea en sintonía con el muy admirable Mario Muchnik que, como sabéis, tituló Lo peor no son los autores su primer volumen de memorias. —ECP: ¿Por qué esa letra, ese tamaño de vuestros libros, ese diseño, esos colores de las tapas? Resumidme esas decisiones hechas en la cocina editorial que no se pueden ver. —PDN: Tiene que ver con la idea matriz: publicar libros atractivos interior y exteriormente, fáciles de transportar en bolsos, mochilas y bolsillos de una chaqueta, por ejemplo. Durante el proceso de composición del primer título trabajamos a destajo todas estas características que mencionas (cubierta, lomo, cita de contracubierta, información de solapa y contrasolapa, contenido de la página de créditos y la portadilla, cuerpo del texto y de los títulos de los poemas, colores...) y a medida que avanzamos vamos introduciendo ligeros cambios, quizás imperceptibles para el lector, que entendemos que mejoran el aspecto final. Como sabes, en esta tarea la imprenta es un factor decisivo. La primera que elegimos falló estrepitosamente. Ahora trabajamos con Estugraf y estamos muy satisfechos del resultado, lo que no significa que nos hayamos acomodado. —ECP: Convenced al lector de El coloquio de los perros de las virtudes que tiene vuestra última publicación: Hecho viruta de Luis Alberto de Cuenca. —PDN: Nuestro argumento es único, pero contundente: poesía de calidad. Los nombres que hemos dado avalan la editorial. —ECP: ¿Cuál es vuestra apuesta fundamental para el 2024? —PDN: Nos hemos constituido en asociación cultural sin ánimo de lucro para gestionar, de cara a la Agencia Tributaria, las donaciones de los patrocinadores que mencionamos antes. Si no lo haces así, te pueden freír en impuestos. Un episodio que retrata el valor que se concede a este tipo de iniciativas lo encontramos a la hora de abrir una cuenta donde depositar el importe de los patrocinios. No hay una entidad bancaria que dispense trato de favor a entidades culturales sin ánimo de lucro. Te tratan como si fuera una pequeña empresa y te masacran con comisiones de apertura, de mantenimiento de cuenta, de operaciones, etcétera. Y eso que nuestra cuenta es digital. Capitalismo en su más pura expresión. Y con el beneplácito del Banco de España. Queremos seguir creciendo como editorial y como asociación. Como editorial con la apertura de nuevas colecciones. Tenemos un par de ideas que pueden cuajar a corto plazo. Como asociación estamos trabajando en un ciclo de recitales poético-musicales a desarrollar a partir de enero 2024. La acogida de esta propuesta ha sido muy favorable por parte de Cajamar, Junta de Andalucía, Diputación, Ayuntamiento y universidad de Almería. La idea es retomar el espíritu de las muy exitosas, pero lamentablemente desaparecidas Dulces Tardes Poéticas en tres espacios diferentes de Almería, emblemáticos los tres. También nos ronda la idea de un premio de poesía joven. Entrevista realizada por JUAN DE DIOS GARCÍA Música que escucharé cuando hayas muerto Suele ocurrir que en toda trayectoria literaria surge un libro que se convierte —quizá no voluntariamente— en hito para el autor. Es lo que creo que ha pasado con Música que escucharé cuando hayas muerto (La Garúa, 2021) de Ismael Cabezas, una figura a la que esta casa “coloquial” le ha prestado siempre atención y con esta última entrega poética no iba a ser menos. El escritor de La Línea de la Concepción, por circunstancias personales, se encuentra “atrapado” en su faceta de cuidador familiar y eso, creemos, ha influido en su concepción existencial y estética del vivir, le ha envuelto en una melancolía gruesa que, por momentos, ofrece una personalidad única en el marco lírico de la España contemporánea. Ahondemos en esa música post mortem. —EL COLOQUIO DE LOS PERROS: ¿Crees, como yo, que en Música que escucharé cuando hayas muerto hay un salto cualitativo? Aparte de los libros que te queden por publicar y sin menospreciar los que has escrito hasta ahora, intuyo que este libro tiene algo de definitivo, de cierre de etapa. ¿Lo notas tú así? —ISMAEL CABEZAS: Música que escucharé cuando hayas muerto supone un punto de inflexión en lo que han sido mis diferentes incursiones en la escritura poética porque ha sido escrito en torno a los cincuenta años, cuando ya se tiene más pasado que futuro y es un ajuste de cuentas con lo que hasta ahora ha sido mi vida; es el libro donde más tono de reflexión moral y confesional se puede encontrar, aunque piense que hasta la autobiografía es un género de ficción, porque los recuerdos no están fijados inmutables en el tiempo en la memoria, sino que son “plásticos”, van cambiando y mutando con nuestro propio cambio personal a medida que envejecemos. Creo que un poeta no tiene temas, tiene obsesiones, en las que va profundizando más y más conforme pasan los años y se va tomando conciencia, y aumenta la lucidez sobre ciertos hechos muy definitivos de nuestras vidas. Suelo publicar un libro de poemas cada cinco años, pero de hecho, el libro en el que trabajo ahora, Nunca besé a Montgomery Clift y Música que escucharé cuando hayas muerto, se pueden leer como un solo libro, las obsesiones que los atraviesan son las mismas. —ECP: En ‘Ciudad natal’ retratas muy bien la elección de la vida en la provincia y su veneno destructor, ¿pero quién nos destruye, Ismael, la provincia o nuestra elección? —IC: Yo lo único acertado que he hecho con mi vida ha sido consagrarla a la escritura poética, lo demás es un encadenamiento de error tras error. El lugar donde vivo tiene una capacidad de destrucción del individuo que no hay que menospreciar, lo que ocurre, es que un hombre acaba adaptándose a casi todo, y la cincuentena es una época de la vida de aceptación de tus circunstancias, y más te vale que sea así, porque de otra manera, puedes acabar muy mal. En La Línea los temporales de levante que se suceden año tras año, sin descanso, sin dar tregua, no sólo corroen hasta la destrucción todo lo que contenga hierro, sino que es capaz de destruir el interior, el corazón de un hombre. —ECP: ¿Y el viento constante que se da en tu tierra? ¿Aumenta el estado de melancolía o es una herramienta neorromántica más? —IC: El viento de levante es un viejo dios al que ya nadie reza. Yo tengo una predisposición hacía la melancolía, hacia el tono de elegía, pero eso es un rasgo de mi personalidad. Supongo que alguien puede ser muy feliz haciendo surf en mitad de un temporal de levante, a mí me hace rememorar el tiempo pasado, y a todos esos muertos, a los que quizás, amo demasiado. —ECP: En el autorretrato que es ‘Apuntes para un final’, ¿hay autocrítica o te ensañas demasiado contigo mismo? Parece una visión aniquiladora. —IC: Yo tengo una natural tendencia al melodrama. De hecho, en un viejo poema me definí como «encantador neurótico con grave tendencia al melodrama», que creo que es una visión bastante acertada de lo que soy. En un poema tienen que suceder cosas para lograr emocionar al lector. En mi caso, son hechos dramáticos de los que soy consciente al escribir, los cuales intensifico en la construcción del poema para lograr determinado efecto en quien lo lee. De todas maneras, en Música que escucharé cuando hayas muerto hay poemas que celebran la vida, como ‘Flores’, que es el descubrimiento de la belleza en lo diminuto, en lo que pasa siempre desapercibido a la mirada. Escribir poesía es una forma de mirar el mundo, al menos en mi caso. En ese sentido, la poesía y la pintura tienen bastantes elementos comunes. —ECP: Veo un aumento de las referencias culturales en este poemario. En tu caso, ¿se hace prácticamente imposible una escritura no metacultural? —IC: Yo no puedo concebir mi vida sin las canciones de The Smiths, los poemas de Jaime Gil de Biedma o la pintura de Francis Bacon. Es como una segunda piel para mí. Eso no es culturalismo, eso es afirmar que no existe separación ninguna entre el arte y la vida, ambas son la misma cosa, el mismo magma. El culturalismo fue un movimiento poético que consistía en una compilación hasta el cansancio de referentes culturales de toda índole por parte de toda una serie de poetas que al terminar sus estudios de Filología se dedicaban a estudiar chino, en vez de a preparar oposiciones. Me hubiera gustado ver su terrible ansia y vocación por la escritura poética si hubiesen sido hijos de un mecánico de motos. —ECP: Hay una cosa que ya te he visto hacer en obras anteriores y que haces magníficamente: la biografía en verso de algún personaje anónimo de tu zona. Aquí lo haces con ‘El relojero’. ¿Tu poesía es necesariamente “narrativa”? Lo pregunto por el antiguo e infructuoso debate entre poetas épicos, épico-líricos y líricos ortodoxos. —IC: Los elementos narrativos son bastantes importantes en mi forma de construir un poema. A mí me preocupa lo que un poema dice, no cómo suene un poema, los poemas de Juan Luis Panero, por citar a algún poeta, suenan fatal si los lees en voz alta. Por otro lado, a mi sólo me interesan un tipo de personajes, los perdedores, los marginados, los outsiders, que en realidad todos y cada uno de ellos —y hay varios en el libro, y pienso ahora no sólo en ese poema que citas, sino también en ‘Actriz’, ‘Travesti’ o ‘Lecciones de literatura española’— son todos, en mayor o menor medida, una proyección de mi propia personalidad, diferentes alter egos que transitan por lugares a los que la mayoría de la gente no le gusta mirar. Yo, simplemente, lo que hago es darles voz. Y también querría apuntar que desconfío bastante de la prosa que no tenga un barniz poético o de la poesía que no posea ciertos rasgos narrativos. Lo único que existe es literatura, y por supuesto, junto con ésta, la vida. Nada más, es algo bastante simple y sencillo. —ECP: En varios poemas apuntas un enjambre familiar con las heridas abiertas aún. Bajo el prisma de este libro, ¿qué supone para ti la familia? —IC: Los mayores dramas de la condición humana se gestan y se desarrollan entre las cuatro paredes de la intimidad de un hogar. Es en la familia donde brotan todas las neurosis, donde existen los conflictos vitales realmente importantes y que marcan a un hombre de por vida. En ese sentido, la literatura es una forma de resolver esos conflictos, que en la vida real permanecen sin solución hasta incluso llegada la muerte de sus protagonistas. —ECP: Por encima de otros géneros musicales me llama la atención que el rock —cierto tipo de rock, mejor dicho— es una continua fuente de inspiración para tu escritura. Yo hablaría hasta de salvación, ¿no? —IC: Bueno no sólo el rock, el arte salva, la búsqueda de la belleza salva, ha salvado a muchos hombres y mujeres a lo largo de la historia, el empeño en construir una obra artística, el desesperado anhelo de belleza. —ECP: «...Todos esos hombres desgraciados / cuya única posesión en el mundo / es un puñado de gastadas palabras, / en lo inútil que fue su vida entera / y en la atroz soledad en la que morirán». ¿Podríamos concluir que los sustantivos “soledad” y “muerte” son las dos columnas sobre las que se sostiene el edificio de este libro?
—IC: Bueno, creo que el libro tiene múltiples lecturas; hay poemas que arrojan la primera luz de la primavera y otros que son como la más oscura de las noches. «Estamos siempre solos», escribió Leopoldo Panero, y creo que es cierto, vivimos en soledad incluso cuando estamos acompañados por quienes nos aman, hay una parte de nosotros que incluso en compañía permanece en soledad. Creo que saber convivir con la propia soledad es algo muy importante y a lo que nadie nos enseña. La soledad tiene mala prensa y en realidad, sólo si no es deseada, es muy enriquecedora, vitalista, podemos hacer un ejercicio de introspección y ahondar en nuestro pensamiento y en nuestro corazón. Mi soledad está llena de libros de poemas, de películas que adoro, de canciones que llevan acompañándome media vida. —ECP: ¿No nos salva algo, aunque sea en instantes sueltos, la contemplación de belleza? Tú la elogias en el pórtico de tu libro. —IC: Quise que el poema ‘Elogio de la belleza’ abriese mi nuevo libro de poemas, porque es un poema en el que creo profundamente en lo que enuncia. La luz que brota en una pintura de Caravaggio, un puñado de versos que nos acompañan desde los diecinueve años, esa canción que te hace recordar una noche de una perdida y lejana juventud: todo eso salva, justifica una vida entera. «Jamás olvides de qué noches indignas el arte te defiende, / pues más de una vez evitó que colgases / de una sucia cuerda el cansado peso de tu cuerpo». Esos versos son mi credo, mi razón de vida. Entrevista realizada por JUAN DE DIOS GARCÍA La Papiroflexia se hace sin banderas Hay que decirlo alto y claro pero sin gritar, que aquí somos gente elegante o, al menos, con modales: Papiroflexia (Fórcola, 2022) es una de las publicaciones más jugosas de este año que termina; es una obra con la suficiente dinamita cultural concentrada para dejar reflexionando a unos cuantos lectores que van de sobrados y que hace tiempo que no se cuestionan el estado de las cosas, que no es leve, precisamente. Aprovecho la entrevista al coincidir con el periodista y escritor granadino en el IX Encuentro de Poesía, Música y Plástica celebrado en Puente Genil, pueblo luminoso, flamenco, aceitero y cuna nacional de la industria del membrillo. Cada otoño el Ayuntamiento convoca a su gente en el Teatro Circo y otros espacios a disfrutar de lecturas, conciertos, representaciones, charlas o exposiciones. Busutil condujo este año la gala-homenaje al programa literario de radio La estación azul. Estamos a las puertas del Día de Todos los Santos y se goza de una temperatura y un bienestar que parece primavera. Buscamos acomodo en la plaza Emilio Reina y conversamos largamente sobre esta alhaja escrita desde un cráneo privilegiado y puesta a punto en la colección Singladura con cubierta del artista Cayetano Romero, titulada ‘El lector’. Al final, Papiroflexia es un homenaje exhaustivo al libro en papel, la última bala ante la liquidez que ha inundado por completo y para siempre al mundo. Pero dejemos que el mismo Guillermo Busutil nos lo desgrane. Pedimos algo de beber y picar en la terraza del acogedor restaurante Maruja Limón, saco el teléfono del bolsillo y pulso el botón de “grabar”. —EL COLOQUIO DE LOS PERROS: Papiroflexia se divide en cinco capítulos como tiempos verbales (presente de indicativo, imperativo, presente de subjuntivo, futuro perfecto y futuro). ¿Me explicas este pentagrama temporal? —GUILLERMO BUSUTIL: Quería hacer un juego didáctico. La lectura sigue siendo la asignatura pendiente de la educación. En PISA a los españoles nos dan calabazas en comprensión lectora y hábito de lectura. Entonces, se me ocurrió hacer esa recreación de una cartilla escolar sobre la conjugación del verbo, pero siempre desde el optimismo, por eso no está el pretérito, solo el presente y el futuro. No quería decir “yo leía”. Y, aparte de didáctico, este ejercicio es una crítica: hay que seguir yendo a la escuela a conjugar. —ECP: Nuria Barrios, en su prólogo, califica tu libro como pequeño e infinito. ¿Papiroflexia tiene vocación de infinitud? —GB: Sí. La idea era hacer un libro-objeto, un libro-joyero. A veces lo catalogo de caja de bombones rellenos de poesía, que hay que comer de uno en uno para no confundirse. También lo veo como una caja de caracolas o un libro de horas. La propia portada de Cayetano Romero, que es ‘La lectora’ —porque es un libro muy femenino también—, corrobora esa idea muy querida por mí del libro como objeto de arte. Es un libro pensado para regalar, para llevar en el bolsillo, no solo para leer sino para mirarlo o para esconderte dentro. Y es infinito porque intenté trabajarlo con esa cualidad, como esa imagen plástica del que lanza una piedra (en este caso una palabra) y esa palabra crea una onda, que a su vez crea otra onda, y que es el lector quien debe completar ese juego de ondas, que es el que te va a dejar en tu sensibilidad y en tu memoria que cada aforismo sea infinito. —ECP: En la lectura hay un acto de contagio o reproducción. Un libro lleva a otro, se cruzan, se encadenan. ¿«El lector poliniza libros», como dices? —GB: Claro. Tú lees, por ejemplo, Seda de Baricco y ya quieres leer todo lo que hay de Baricco, estás encadenándote a él. Cuando te deslumbras con un autor solo quieres estar con ese autor intensamente. De joven descubrí la literatura japonesa con Kawabata —antes que con Mishima, porque yo siempre he ido por otros márgenes— y durante dos años casi todo lo que leía era Kawabata o literatura japonesa del siglo XX. Ese juego de polinización lectora es lo que he querido hacer en Papiroflexia, un canto de amor al ecosistema del libro: la lectura, la escritura, la palabra, la poesía, los escritores... —ECP: ...Y la papiroflexia. —GB: Lo de la papiroflexia viene porque con el lenguaje podemos enhebrar esa realidad que constantemente se nos rompe a nivel emocional, social, generacional... Podemos hacerle el dobladillo a esa realidad con la imaginación. La papiroflexia hace que podamos convertir palabras en cometas. Se puede coger un pensamiento y convertirlo en poesía: doblar un ángulo y, sin pegamento ni tijera, crear una figura que sea ingrávida, breve, concisa y contundente a un tiempo. —ECP: «Los libros son un escondite donde nadie te busca». Ahí puede parecer que resaltas las bondades de la evasión al leer, algo que siempre se ha visto desde la rancia intelectualidad como algo negativo. —GB: No... No es evasión refugiarte dentro de un libro, habitarlo. Veo a gente que lee novelones evasivos. Respeto esa decisión, pero a mí no me interesa eso. Yo le pido a la literatura —el arte es diferente, porque es muy difícil que haya arte de evasión— una calidad de imagen, de página, de historia y de discurso. Más que evadirme, me gusta que me zarandeen, que me abran ventanas, que me propongan nuevos horizontes, que me enseñen a leerme a mí mismo, a explorar cosas que no sé que están ahí. —ECP: Esa es la aventura, ¿no? —GB: Es el espíritu en sí mismo de la lectura. Hay un aforismo que dice: «De la vida la lectura lo anticipa casi todo». La lectura nos ayuda a ser capaces de ser aquello que no sabemos, pero que la literatura nos propone: el héroe, el que viaja a lo desconocido, el que se adentra a sus propios abismos, el que tiene que lidiar con la culpa... Todo eso no es evasión, es formación, es construcción de la identidad y del mundo emocional. Otra cosa diferente es que la lectura en la infancia, en la adolescencia y en la madurez nos sirva para huirnos del mundo y habitar otros, para escondernos del ruido. Cuando yo era pequeño, leía debajo de las sábanas con una linterna de explorador; se suponía que debía estar durmiendo, pero me gustaba mucho explorar. También me gustaba subirme a los árboles a leer, que era un escondite doble: el árbol en sí y la lectura. Pero eso no es evadirse. —ECP: «Los libros son una habitación para dos». ¿La lectura es un diálogo mental en pareja? —GB: El autor tiene la obligación de seducir al lector con la historia que le plantea y el buen lector debe seducir al texto que le brinda el autor con su propia lectura, por eso me gusta, aunque ha sido criticado por algunos estudiosos, aquello de la “deriva del lector”, porque a veces encontramos cosas en la lectura que el mismo autor no sabe que están ahí. Pasa eso también con el pintor y el espectador. —ECP: Eso es un enriquecimiento maravilloso. —GB: Claro. Si eso no existe, no has completado el ciclo de la lectura. Papiroflexia es una habitación para dos porque es un libro de seducción, escrito al oído del lector, por la musicalidad, la atmósfera que he intentado darle al lenguaje. Además, puede leerse en la cama, en el sofá, en la arena... Lectores me cuentan que se han llevado el libro a la playa y han leído dos o tres aforismos con sus compañeros de sombrilla, los contrastan, los comentan... Como ves, cada lectura es diferente, nunca se hace la misma. —ECP: Un libro como habitación ya no para dos, sino para un trío. —GB: ¿Por qué no? Y como terapia de pareja, incluso. Imagínate una pareja que no se comunica. Pues Papiroflexia es una “alcoba” para que empiecen a hacerlo. —ECP: «El diálogo es impaciente, la lectura una escucha atenta», escribes en la página 19. La lectura requiere lentitud, concentración. Parece como si la lectura (lo permanente) tuviese siempre ventaja sobre el diálogo (la oralidad efímera). —GB: En general la gente dialoga poco y, cuando lo hace, dialoga mal. El paroxismo de eso es la política, donde se dialoga con sordera. Son soliloquios vacíos, ni siquiera son monólogos dramatizados. También ocurre en la educación: muchas veces se da un pacto impositivo o consensuado entre un profesor que habla y un alumnado que le escucha pero que debe preguntar poco, es molesto si saca de los márgenes del discurso a su profesor. Yo fui un alumno así de chaval. —ECP: Pero... Casi no existe hoy en día el buen diálogo... —GB: El buen diálogo necesita esa escucha activa y al mismo tiempo pasiva, pero por lo general predomina la escucha pasiva ruidosa. Pasiva porque importa un bledo lo que estás diciendo y ruidosa porque tenemos en la cabeza otras cosas y te estoy oyendo pero no escuchando. En cambio, en la lectura tiene que haber una escucha: la historia que te cuentan, la manera en que te la cuentan, el tono con la voz narrativa, con el grado de temperatura, de intimidad, de agitación, de profundidad, de timbre... Un libro es como un concierto musical. Si es un texto plano, es un libro malo. Ahí tiene que haber una orquesta: ahora entra el violín, ahora los timbales, un adagio, después un molto vivace... Eso tiene que estar en la estructura literaria del texto, sea poesía, novela o ensayo. —ECP: ¿Y qué me dices del periodismo y su velocidad, su urgencia? —GB: Aunque he practicado el periodismo efímero cuando me ha tocado hacerlo, no me interesa. Yo vengo del Nuevo Periodismo, el norteamericano, el de Capote, Talese... Defiendo que cuando hay buen periodismo en artículos, columnas, reportajes o entrevistas se puedan convertir en libro para que ese material perdure en el tiempo. Un ejemplo es La cultura, querido Robinson. He intentado, dentro del hilo de la actualidad, darle esa huella literaria que haga que ese texto se fije en el tiempo y pueda ser leído en cualquier momento, aunque sea la crítica de una obra teatral que se estrenó en 1997 o en 2010. —ECP: «A cierta edad, el lector padece crisis de género», dices. ¿No hallamos alta poesía en los párrafos de ciertas novelas? ¿No hay con frecuencia una prosa de oro en el diálogo dramático? Cuando envejecemos o evolucionamos como escritores no hacemos tanto caso a los géneros. ¿Por qué cuando se es joven sí se hace? ¿Por la radicalidad de la juventud? —GB: Conforme uno va cumpliendo años lectores hay mucha gente que va abandonando la ficción y se acerca al ensayo, porque tiene una madurez existencial y de pensamiento o una necesidad de búsqueda y de comprensión de un mundo nuevo en contraste con el que viene, con el que ha conformado su identidad cultural, y necesita encontrar esas respuestas en el ensayo porque no se las da la novela. Es muy raro que haya gente joven que lea ensayo y luego se pase a la novela. El ensayo es una crisis de género que se produce en la edad intermedia o en la edad madura. Luego, uno, conforme va cumpliendo años, borra de una manera más nítida los géneros. Hay un ejemplo en España muy paradigmático: Muñoz Molina empieza con novela de género (Invierno en Lisboa), deriva a una novela de autor (El jinete polaco), donde explora nuevos conceptos narrativos y rompe el discurso lineal, juega con la memoria, hace saltos temporales, introduce la autoficción con el padre, con Mágina..., etc, y luego se desplaza al ensayo con Ventanas de Manhattan o la novela ensayística (Sefarad)... Y llega a la edad madura en la que nos ha regalado libros estupendos, que son Ese andar solitario entre las gentes —rescata el flâneur de Granada que fue de joven comentado desde la perspectiva adulta, el de Madrid, y ese mismo flâneur descubre otro ruido de la ciudad—, Tus pasos en la escalera —con un juego de trampantojo a raíz de la compra en la casa de Lisboa— y el diario del confinamiento Volver a dónde. Eso se produce, como digo, porque hay una edad. La gente joven, al contrario, cree siempre en el género, pero quizás ahora menos, porque vienen de la posmodernidad. —ECP: Bueno, vienen ya de la hipermodernidad. —GB: Y, además, vienen con un adanismo brutal. Muchos creen haber descubierto lo que ya descubrió la Generación Nocilla. —ECP: Sí. Y también hacen mucha pedagogía —en el peor sentido de la palabra— estos millennials, incluso los de la Generación Z. Tú afirmas: «No solo de educación vive la lectura». No todo tiene que ser rosseauniano, ¿no? —GB: El todo por el todo no me va. El todismo, en lo que se ha convertido la sociedad del siglo XXI, esa mezcla entre millennial menos cinco, el adanismo... Si me compro unos zapatos, quiero que estén bien cosidos y la suela esté bien pegada, quiero que un pescado esté en su punto, que la paella lleve un tiempo de cocción... Todo en la vida necesita un tiempo de cocción. El sexo, por supuesto, también. Pues en la lectura ocurre lo mismo. Eso de “leo por leer” o “vivo por vivir”, “quiero porque quiero”, eso es devaluar la calidad de las cosas. Un problema de la sociedad contemporánea es que jugamos mucho con la prisa. En los planes educativos ocurre igual. En España hay que hacer dos cosas primordiales: la primera es que no se puede idiotizar a los niños, la segunda es que no se puede exigir a los niños que con catorce años lean El Quijote. En España hay una tradición de cuentistas como Iwasaki, Hipólito G. Navarro, Mercedes Abad, yo mismo, hay un montón de gente del cuento que sirve para que la gente se introduzca en la lectura. Nadie le mete mano a eso. Hacemos campañas absurdas con lemas como “El placer de leer”. Mire usted, no. El placer de leer lo tiene el lector veterano. La lectura es una disciplina que hay que educar, hay que salirse del tiempo, renunciar a otras cosas más inmediatas y buscar el espacio para leer. Nadie se atreve a decir que hay libreros que venden libros como si fueran patatas y libreros que te enseñan que cada libro tiene su recorrido. No se puede caer en el juego del escaparatismo, en la dictadura de los libros más vendidos o la novedad de los grandes grupos editoriales olvidándose de los libros de fondo. En el mundo de la música se aprecia muy bien esto que te digo: en la radio se pincha la música que la discográfica X ha pagado para que se ponga. En los grandes periódicos generalistas los fines de semana nos cuentan las películas que pagan las grandes productoras. Y a todo esto, el libro, que debería estar abierto a un diálogo inclusivo y libre, cada vez está más cercano a grupos de poder, a pandillas donde se autocitan, donde se hacen su propio archipiélago. También ocurre con los festivales literarios. Se los cocinan entre cuatro, diciéndose entre ellos lo guapos y listos que son y no hay ni una voz discrepante. A veces observo y me pregunto: ¿por qué en este festival no hay voces veteranas o voces jóvenes en este otro?, ¿por qué no hay otras voces además de las de siempre? El libro y la literatura debería ser lo contrario, pero nadie se atreve a decir estas cosas. Si las dices como las digo yo, eres tachado de ser un pirata sin bandera. Y como soy un hombre sin bandera, no tengo ningún problema en decirlo. —ECP: Sigo con otra cita de Papiroflexia: «84 Charing Cross Road, el amor en los tiempos del libro». Esto parece una microreseña. —GB: Hago homenajes aforísticos a autores que me han marcado, un tatuaje en mi memoria lectora. —ECP: Y otra: «Virginia Woolf escribía para salvarse de las olas». —GB: Son juegos metaliterarios. Papiroflexia es un libro mestizo o, mejor dicho, fronterizo, porque hay aforismos en forma de microcuento o microreseñas. Quería hacer un brindis al mundo cultural que compone mi imaginario de lector. Está también la pintura, cuando digo: «Goya pintaba como si fuera a ser leído». —ECP: Hay aforismos que son casi un poema o un verso. —GB: Yo diría que Papiroflexia, en cierto modo, de manera voluntaria, es un poemario. Heterodoxo, pero un poemario. Se puede leer como un libro de poemas perfectamente. —ECP: ¿Y París? Dices que «es un libro que se lee con zapatos». ¿Esa mitomanía parisina es fruto de una generación francófila? —GB: Llegué a una francofilia generacional por venir de la izquierda ilustrada. Los nacidos entre los años 50 o 60 nos empapamos de lecturas como los moralistas franceses, Proust, La comedia humana... Nuestra primera mirada cultural al mundo fue francesa. También nuestra educación fue francesa, no inglesa, ya que el segundo idioma del programa en el que nos educamos era francés. Con la EGB y el BUP eso cambió. Y luego está la ciudad de París, que descubrí primero leyendo a Balzac, Montaigne o Gide. Baudelaire es una lectura primordial en mi vida, la figura del flâneur, el spleen de París... Cuando fui por primera vez con 17 años, un amigo que era español pero llevaba tiempo viviendo allí, me dijo: «¡Qué raro, Guillermo! Caminas por París como si la conocieras de toda la vida!». —ECP: Y es que, de alguna manera, era así. —GB: ¡Claro! Yo ya había “andado” por París. Hoy es como mi segunda casa. Llego a París y me transformo. Es una ciudad que conozco muy bien, la he explorado a fondo: en sus barrios, a través de Cortázar, del boxeo francés, de los museos, de sus músicos y sus filósofos. —ECP: Fíjate que hay un aforismo en el que no llego a asentir del todo: «En la lectura se prohíbe el zapping». A muchos nos encanta releer ociosamente de una forma aleatoria páginas sueltas de nuestras bibliotecas particulares. —GB: Pero yo en ese aforismo me refiero sobre todo al zapping que se da mucho en la crítica literaria, y no digamos en los programas culturales. Hay gente que hace crítica de libros habiendo hecho una lectura americana. Ha echado un vistazo al inicio, una cata por la mitad y algo por el final y ya considera que se ha leído el libro. Ellos creen que disimulan, pero se nota mucho que no lo han leído. Los dos únicos zapping que me gustan con la lectura son el de tanteo, cuando estás en una librería y lo pruebas para intuir la calidad de lo que lleva dentro, y el zapping de la melancolía, el de ese día que estás en tu despacho, empiezas algo, te acuerdas de repente de un fragmento de Jack London o unos versos de Mª Victoria Atencia, lo encuentras, lo abres y lees un párrafo o un par de poemas. El otro zapping, el que detesto, es el zapping del tahúr, donde se nota en seguida que tiene la carta escondida del no lector. —ECP: Entre los nombres propios de Papiroflexia abundan los nombres de mujer. ¿Prestas atención al sexo del autor al leer o lees por género con intención reivindicativa? —GB: Soy contrario a la moda de mirar el sexo del autor y de jugar a la máscara y a la estrategia de los géneros. Me ha interesado siempre la literatura que tiene una sensibilidad o, como dijo Woolf, un lenguaje de lo femenino. Yo he leído siempre autoras: clásicas como Safo, las arábigo-andaluzas del siglo XII, algunas autoras del medievo u otras que en mi época nadie leía, como Clarice Lispector. He leído a casi todas las cuentistas norteamericanas: Dorothy Parker, Flannery O’Connor... He tenido una predisposición innata a lo femenino porque vengo de un matriarcado, he tenido más jefas mujeres que hombres y es un mundo, el femenino, muy natural para mí. En mi propia juventud me movía en cierta ambigüedad por mi aspecto físico, mi propia cultura... Elegí una carrera donde había más compañeras que compañeros, empecé a militar en política en una época en la que había muchas mujeres implicadas... Yo he rendido un homenaje a voces literarias que me gustan, femeninas o masculinas. Punto. No están, eso sí, todos los que son, porque si no el libro se convertiría en otra cosa. Simplemente elegí autores que, en un momento dado, me han encantado. Hay gente que leo y no está citada y se ha molestado. Y también he hecho guiños a escritoras con las que no tengo ningún tipo de relación. Y es más, hay algunos con los que tengo una pésima relación, que no me interesan como personas, no me tomaría ni una copa siquiera con ellos, pero que me interesa su obra y la leo. —ECP: Eso dice una cosa muy buena de ti.
—GB: Hay algo que, modestia aparte, me caracteriza y es que creo que soy una persona generosa. Creo que no somos una isla en el tiempo, sino piezas dentro de una telaraña, un caleidoscopio, y a mí me interesa siempre en mis artículos, en mis libros, hablar de compañeros, colegas y no colegas contemporáneos que me rodean y cuya visión del mundo —poética, política, periodística, narrativa— me interesa. En La cultura, querido Robinson, al final, escribí una distinción por los periodistas culturales. No mucha gente hace eso, no es lo habitual en el mundo de la cultura. Es un mundo muy cainita, excluyente, de pandillas cerradas. En cambio, yo practico la generosidad. —ECP: Se percibe en seguida que esa virtud forma parte de tu personalidad y, lógicamente, se refleja en tu obra. Citas, elogias. Eres un maestro del elogio, de hecho. —GB: Vicente Luis Mora lo dijo en la presentación: «Conozco poca gente tan generosa en el mundo literario y de la cultura como Guillermo Busutil». Y creo que es verdad. Porque, por lo general, no hay una honestidad ética en el elogio. Si hablo de este libro o de este autor no es por un interés personal, sino porque me parece que debe ser conocido y celebrado. —ECP: Por otro lado, reconoces que leer es un acto a contracorriente, casi marginal. —GB: Papiroflexia es un canto al ecosistema del libro. Dentro de ese ecosistema hay una mirada también crítica, aunque yo sea un tipo escépticamente optimista. Pero, a día de hoy, leer es un acto de resistencia. Si cogemos las estadísticas, nos están golpeando continuamente. La gente cada vez no es que lea menos, es que no crece mucho el número de lectores y, si metemos un poco más el escarpelo del forense o la linterna del detective, hay lecturas muy malas, mucha literatura de consumo basura, literatura como la comida rápida. —ECP: Libros llenos de letras, pero vacíos. —GB: Exactamente. Estuve hace poco en la Feria del Libro de Cádiz y había una cola brutal por un best-seller, le eché un ojo y me dije: “Esto es un libro de tren, para abandonarlo al llegar al destino. No es un libro que recomendaría a nadie ni vaya a guardar en mi biblioteca”. Leer es una revolución silenciosa. El ser humano, como persona y ciudadano, ha dejado de combatir, lo hemos dejado anestesiarse con las pantallas, que son un poco como el soma. La pastilla azul es internet. Se ha tirado mucho la toalla, nos conformamos, nos lo comemos todo. Hay gente que se rige apenas por las noticias falsas que le llegan al móvil. Se critica mucho en la barra del bar, en las redes, pero cuando tienes que dar un paso adelante y seguir a la Marianne con el pecho descubierto, son siempre los mismos. Mejor se quedan en casa viendo un partidito de fútbol. —ECP: Quiero terminar diciéndote que es admirable tu maestría metaliteraria, porque Papiroflexia no es un libro pedante, teniendo todos los mimbres para que lo pudiese haber sido. No das una argumentación extendida y machacona sobre lo estupendo que es leer, sino que es breve a propósito, hiperbreve con frecuencia, y sentencioso, pero abierto. —GB: Yo soy filólogo, como tú. Me maravillan Roland Barthes, Foucault, Benjamin, Wallace Stevens... Soy un gran amante de los teóricos de la literatura. Los he leído, los amo. Y creo que he sabido hacer de esas lecturas un poso e incorporarlas a mi lenguaje, como si las hubiese deconstruido. Papiroflexia sería como El Bulli del ensayo metaliterario. [...] Yo escribo siempre para llegarle a cuanta más gente mejor. A mí no me interesa ser un escritor de culto ni hermético. Tengo un tipo de lenguaje y un estilo concreto, al cual no renuncio, pero lo que trato es de acercarle a la gente la literatura, el arte o la fotografía con un conocimiento, intento que suban un escalón, pero no cinco. |
ENTREVISTAS
El Coloquio de los Perros. CABEZAS, ISMAEL
CAMARASA, RAFAEL CANO, LEONARDO CARBAJOSA, NATALIA CARBAJOSA, NATALIA [traducir... poesía] CARIDE, ALBERTO CARRILLO, MARÍA ENCARNACIÓN CARRILLO, VIRIDIANA CASTRO, JUANA CÉLINE CEREZUELA, ANA CERVERA, RAFA CHEJFEC, SERGIO CHEJFEC, SERGIO [5] CHESSA, ALBERTO CHESSA, ALBERTO [Anatomía de una sombra] CHICO, ÁLEX CISNERO, ALBERTO COMAN, DAN CONTRERAS, NADIA CORTINA, ÁLVARO CRUZ, GINÉS DELGADO, DESIRÉE DÍAZ, ANA CLAUDIA DÍEZ, JOSÉ MANUEL DOMINIQUE A ELENA PARDO, CRISTINA ELKOURI, RIMA ESPEJO, JOSÉ DANIEL ESPEJO, JOSÉ DANIEL [Perro fantasma] FONT, VIOLETA GALÁN, JULIO CÉSAR GALÁN MOREU, SALVADOR GALÁN MOREU, SALVADOR [No fall] GALINDO, BRUNO GALLARDO, JOSÉ MANUEL GALLUD, EVA GALVÁN, ANI GAMBOA, JEYMER GARCÍA, CONCHA GARCÍA, DIEGO L. GARCÍA JIMÉNEZ, SALVADOR GARCÍA LÓPEZ, ERNESTO GARCÍA MELLADO, ISABEL GARCÍA-VILLALBA, ALFONSO GARRIDO PANIAGUA, RODRIGO GASS, CARLOS GERANIOS, ANA GINÉS, ANTONIO LUIS GINÉS, ANTONIO LUIS [Antonov] GÓMEZ, MACARENA GÓMEZ BLESA, MERCEDES GÓMEZ RIBELLES, ANTONIO GÓMEZ RIBELLES, ANTONIO [QUIROMANTE] GONZÁLEZ LAGO, DAVID GRACIA, ÁNGEL GROZO, DANIEL GUERRA NARANJO, ALBERTO HENDERSON, DAIANA HERNÁNDEZ, GALA HERNÁNDEZ, JULIO HERNÁNDEZ, MIGUEL ÁNGEL HERNÁNDEZ, MIGUEL ÁNGEL [EL DOLOR DE LOS DEMÁS] HERNÁNDEZ, MIGUEL ÁNGEL [ANOXIA] HERNÁNDEZ, MIGUEL ÁNGEL [TIEMPO POR VENIR] HERNÁNDEZ, MIGUEL ÁNGEL [YO ESTOY EN LA IMAGEN] HERNÁNDEZ BUSTO, ERNESTO IRIBARREN, KARMELO C. JORGE PADRÓN, JUSTO JUAN, MIGUEL (de) KASZTELAN, NURIT LADDAGA, REINALDO LAYNA RANZ, FRANCISCO LEZCANO, YULEISY CRUZ LINAZASORO, KARLOS LLOR, DOMINGO LOBATO, FLORA LÓPEZ, PABLO LÓPEZ AGÜERA, FULGENCIO ANTONIO LÓPEZ BRETONES, JOSÉ LUIS LÓPEZ KOSAK, ANDREA LÓPEZ MONDÉJAR, LOLA LÓPEZ MONDÉJAR, LOLA [Qué mundo tan maravilloso] LÓPEZ POMARES, ALEJANDRO LÓPEZ SANDOVAL, DAVID LÓPEZ SORIA, MARISA LOUZAO, ALICIA MACHUCA, LUIS MAESTRO, JESÚS G. MALAVER, ARY MANUELA, ADRIANA MARGARIT, LUCAS MARÍN, MARÍA MARÍN, MARÍA [Lo que se hunde] MARÍN, MARIO MARÍN ALBALATE, ANTONIO MARQUARDT, ANJA MART, BLANCA MARTÍ VALLEJO, MAITE MARTÍN, RUBÉN MARTÍN GIJÓN, SUSANA MARTÍN IGLESIAS, VÍCTOR MARTÍNEZ CASTILLO, ANA MENDOZA, NURIA MESA, SARA MICÓ, JOSÉ MARÍA MIGUEL, LUNA MIRALLES, INMA MOGA, EDUARDO MOLINO, SERGIO (DEL) MONTEVERDE, JULIO MONTEVERDE SÁNCHEZ, CONCEPCIÓN MOR, DOLAN MORALES, JAVIER MORANO, CRISTINA MORENO, ANTONIO MORENO, ELOY MORENO, JAVIER MORENO, SEBASTIÁN MORENTE, ESTRELLA MOYA, MANUEL MUÑOZ, MIGUEL ÁNGEL NAVARRO, ÓSCAR NETO DOS SANTOS, MANUEL NIETO, LOLA NORDBRANDT, HENRIK NUÑO, SIHARA OLMOS, ALBERTO OREJUDO, ANTONIO ORTIZ, DEMIAN ORTIZ ALBERO, MIGUEL ÁNGEL PALOMEQUE, AZAHARA PAPELES DEL NÁUFRAGO [Antonio Lafarque y Aníbal García] PARDO VIDAL, JUAN PARRA SANZ, ANTONIO PEÑA DACOSTA, VÍCTOR PEÑALVER, PATRICIO PEÑAS, ESTHER PÉREZ CAÑAMARES, ANA [Querida hija imperfecta] PÉREZ CAÑAMARES, ANA [Las sumas y los restos] PÉREZ LEAL, AGUSTÍN PÉREZ MONTALBÁN, ISABEL PERONA, JESÚS PICÓN, EMILIO PRADA, JUAN MANUEL DE PRUDENCIO, JESÚS PUJANTE, BASILIO PUJANTE, MANUEL QUIJANO SÁNCHEZ, EDUARDO RÍOS, BRENDA RIVAS GONZÁLEZ, MANUEL ROBLES, SALVA RODRÍGUEZ, ALFREDO RODRÍGUEZ, ALFREDO [Urre Aroa] RODRÍGUEZ, ALFREDO [Días del indomable] RODRÍGUEZ, HILARIO J. RODRÍGUEZ JIMÉNEZ, ANTONIO RODRÍGUEZ PAPPE, SOLANGE ROMERO MORA, J.D. ROMERO MORA, J.D. [En el desvarío] ROSADO, JUAN JOSÉ ROSSELL, MARINA RUDEL, JAUFRÉ RUIZ, MIGUEL ÁNGEL RUIZ GUERRERO, Mª CARMEN SALSE BATÁN, ALEJANDRO SÁNCHEZ, GINÉS SÁNCHEZ, GINÉS [2096] SÁNCHEZ, GINÉS [MUJERES EN LA OSCURIDAD] SÁNCHEZ AGUILAR, DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR, DIEGO [El nudo] SÁNCHEZ AGUILAR, DIEGO [FACTBOOK] SÁNCHEZ AGUILAR, DIEGO [LA CADENA DEL FRÍO] SÁNCHEZ AGUILAR, DIEGO [LOS QUE ESCUCHAN] SÁNCHEZ GÓMEZ, MARISOL SÁNCHEZ MARTÍN, LUIS SÁNCHEZ MARTÍN, LUIS [Pastillas debajo de la lengua] SÁNCHEZ MENÉNDEZ, JAVIER SÁNCHEZ ROBLES, MIGUEL SÁNCHIZ, ANTONI SANTOS, ABEL SCHWEBLIN, SUSANA SEÑOR, RUBÉN SERRANO, PABLO SORIANO, ADA SUANE, SAÚL TRIGUEROS, SARA J. ÚBEDA, ANABEL URÍA, JUAN MANUEL VAL, FERNANDO DEL VALDÉS, ANDREA VALERO, MANUEL VALLÈS, TINA VARAS, VALENTINA VEGA, MIGUEL VERA FIGUEROA, ALBA VICENTE, TERESA VICENTE CONESA, FRANCISCO VILA-MATAS, ENRIQUE Hemeroteca
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