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EL COLOQUIO DE LOS PERROS

ENTREVISTAS

PERSISTIENDO

LOLA NIETO

15/1/2022

1 Comentario

 
Entrevista realizada por RAÚL QUINTO

«HAY QUE PROCURAR HACER CON LAS PALABRAS LO QUE LAS PALABRAS IMPIDEN»

Lola Nieto (Barcelona, 1985) es una de las poetas más singulares del actual panorama, dueña de una dicción única a la que somete a todas las transformaciones y destrucciones verbales y materiales que su horizonte poético pueda reclamarle. Ha publicado libros de poemas hermosos, extraños y radicales como Alambres (Kriller71, 2014), Tuscumbia (Harpo, 2016) o Vozánica (Harpo, 2018), además de copilotar la revista Kokoro [www.revistakokoro.com], junto a Laia López Manrique y Antonio F. Rodríguez, que ha sido uno de los puntales vanguardistas en esta red de redes durante los últimos diez años. A medio camino entre la literatura y el arte conceptual, sus puestas en escena la han llevado a participar en festivales internacionales y a ser considerada una de los referentes de lo que podríamos llamar La Nueva Poesía del Acontecimiento junto a otras poetas tan diversas como Ángela Segovia, María Salgado o Sara Torres, por citar tres. En 2021 RIL Editores publicó su último adentramiento en el terreno de la poesía: Caracol. Y nos ha parecido una buena excusa para profundizar un poco más en los mecanismos y pensamiento que hay detrás de su forma de entender el arte poético.

—EL COLOQUIO DE LOS PERROS: Cuando hablamos de Lola Nieto es inevitable pensar en las performances que estructuran sus piezas poéticas. Entiendo que son un ejercicio dialéctico en busca de una síntesis que partiendo de lo puramente literario choque o crezca o simplemente mute al contacto con lo corporal, una forma de extender el alcance del poema y su poder de transformación sensitiva. ¿Dónde se establece el límite de la poesía, o de la literatura (si es que algo así existe o tiene sentido), y entran en juego otros sistemas de re-creación del mundo?
 
—LOLA NIETO: En Japón, al norte de la isla de Honshū, cerca de Aomori, en la falda del monte Osore-san, viven las itako. Apenas son, hoy en día, veinte mujeres ciegas que hablan con los muertos. Su origen parece tan antiguo como el surgimiento de la civilización en el archipiélago nipón. Cada año, durante cuatro días, aparecen. Reciben en el templo Entsuji a quienes quieren comunicarse con una persona fallecida. Una itako se viste de seda blanca. Se sienta. Pregunta edad, vínculo, el nombre no importa. Mueve una caja que oculta el cráneo de un perro. Aprieta un collar de huesos de zorro o ciervo, dientes de oso, garras de águila o caracolas. Canta sutras y ruega a su kami (¿espíritu?, ¿dios?, ¿dáimon?, ningún concepto occidental podrá dar cuenta de su sentido) que halle al muerto y permita el encuentro. Lo que me interesa es que, durante todo este tiempo, la itako se balancea. Las manos tiemblan. No deja de cantar. Y, de pronto, cambia su voz. Los visitantes no entienden los sonidos, pero saben que esa transformación es la marca: la itako habla con otro reino. En voz foránea, pronuncia las melodías del mundo muerto. Más tarde, transcurrido el trance, el canal se cierra. El kami guía de vuelta al difunto y la itako enmudece, deja de moverse.
Las itako, en tanto que chamanas, hacen de su cuerpo un receptáculo para las voces y las convierten en tierra íntima: su propia piel. Las itako anulan el límite entre la voz y el cuerpo. No hay diferencia entre el ritmo de la carne que tiembla y la vibración de la voz que canta. Ambos cauces se transforman, por movimiento, en otra cosa: la chamana pierde su voz para que, en esa desaparición, brote una voz muerta; cede su cuerpo para que, durante un breve tiempo, otro ser resucite. Es ella y no es ella. Ni es ella ni no es ella. Ese entrevero es lo que busco.
Por supuesto, es absurdo pensar que la poesía hoy sea un ritual chamánico. Nos acercamos a ella como objeto de consumo, deglutiendo incluso a su autor/a antes que su obra. Pese a esto, considero que cuando un poema se dice se abre un acontecimiento. El poema facilita que el cuerpo y la voz se arrojen desde lo más radicalmente frágil y vulnerable. Quien presencia esa orfandad encarnada en una piel tan cerca tiembla y se precipita también. Ese contacto es la ternura.
Un poema escrito, en el papel, puede emocionar. Puede sobrecoger y, también, horrorizar, disgustar. Pero no puede abrir un acontecimiento. La performance es un desplazamiento de la emoción al acontecimiento. En la emoción el yo se reafirma; en el acontecimiento, desaparece. Un poema puede ser dicho de muchos modos. Las posibilidades de pronunciación suponen un acto de comunicación en el que las palabras, sin prestar atención a su sentido, se hacen vehículo de contacto y quienes están suceden a la vez.
 
—ECP: ¿Dónde queda la comunicación en tus procesos poéticos? ¿Dónde el extrañamiento? ¿Dónde lo animal?
 
—LN: Com-mun-icar. Com: cerca de, junto a; munus: lo que realiza su función; icare: convertir algo, tender a. Convertir en común, hacer que algo realice su función de comunidad. Quizás este origen etimológico es falso o no del todo preciso. Me da igual. Es el sentido que me complace. Y para que ello suceda hay que procurar hacer con las palabras lo que las palabras impiden. Frente al significado recto, estable, que dice esencias e identidades, en un acto de comunicación, una palabra debería mostrar, no las diferencias, sino en las diferencias lo compartido. Y para ello, el significado, por ser conceptual, una idea, debe ser desechado. Se trataría de decir sin código. Hablar sin que todo lo aprendido hablase en las palabras. ¿Es posible algo así? Sin duda, un mensaje tal no se entendería desde el plano lingüístico: las palabras abrirían otra percepción. ¿Cuál? Quien consiguiera escribir desde ese espacio comunicaría lo animal. Quizás. No he leído nada así. Admiro, no obstante, la escritura de algunos humanos que procuran cercar el reducto que convierte las palabras en un devenir bestia. Esa inclinación —inútil, imposible, honesta— me atrae.
 
—ECP: Hay una constante en tu obra escrita, desde tu primer libro hasta Caracol, que es una exacerbada conciencia de la materialidad de la palabra en todas sus variables, algo que llevas también al campo gestual en tus performances, la palabra como significado, como sonido, como signo, como etimología e historia, como puerta, muro o abismo. ¿Qué es la palabra? ¿Qué nos dicen las palabras?
 
—LN: Cuando escribí Alambres quise hacer de las palabras un juego infantil, amable y perverso a la vez, como todos los juegos. Usé la maleabilidad de los filamentos y su potencialidad para herir. Supongo que, por eso, surgieron diminutivos y neologismos. Palabras que acarician y atraviesan. Quería, en todo caso, que la punzaba fuera de una vez, de ahí que los poemas sean pequeños amasijos de hierro lanzados al centro de la página. La materialidad está ahí. Escribía y al mismo tiempo confeccionaba estructuras con alambres, como si fueran hermanas de las letras. Escribía y en las manos conservaba arañazos, también la frialdad suave del metal.
Con Tuscumbia, las palabras empezaron a expandirse, en concreto, a desdoblarse. Cada palabra siempre se comunica con otra. Son siamesas, literalmente. Tienen dos cuerpos que son el mismo y uno distinto. Intenté decirlo todo dos veces, de dos modos, a dos voces, pensando que el mundo era la carne de dos mujeres unidas por una lengua propia y para sí.
Luego, empecé a escribir Vozánica y el reto que me impuse fue llevar la escritura a un exceso. Quería ver de qué modo al sobreestimular el sonido, al generar sencillamente ruido semántico, podía surgir un significado nuevo. Por eso las palabras se contorsionan siguiendo un ritmo a veces desquiciado, otras operístico y ritual, pero siempre exagerado, un gesto lingüístico dramático con maquillaje de mueca, una risa, un soplo saltimbanqui. Cuando se incita y se provoca de este modo a las palabras, el cauce en el que estas aparecen también se resiente. Por eso la página puede convertirse en un tablero de juego, un cúmulo de columnas o incluso incluir enlaces que señalan el fuera de campo del texto, un espacio ajeno al libro donde los poemas tienen otra vida: en cuerpo de voz, en forma de vídeo, etc.
Por último, está Caracol. Procuré que las palabras actuaran sobre la realidad y la modificaran. Entendí que, si concentraba toda la fuerza de mi cuerpo en una palabra, algo, lo que más íntimamente deseaba, sucedería. Escribí para que otro cuerpo, muerto, regresara. Supongo que es el sentido del conjuro. No sucedió nada.
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1 Lola Nieto en el centro cultural Crisi © Laura Rosal
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2 Lola Nieto en el centro cultural Crisi © Laura Rosal
—ECP: ¿Qué entiendes por compromiso poético? ¿De qué manera crees que tu obra incide en el mundo?
 
—LN: Bashō dijo que para escribir sobre un bambú había que aprender de él y aprender quería decir ser un bambú. Bambuarse es, para mí, el compromiso más radical y fiero, no solo poético, sino social, político y vital. Será poético si, además, esa experiencia se escribe. Puede parecer naíf, pero en los últimos años las violencias han crecido. Habitar el espacio público es sinónimo de agresión, a veces, verbal y otras muchas, demasiadas, de ataques físicos. Occidente se decanta hacia una extrema derecha burda, ignorante y dañina, que no solo perjudica a los humanos sino especialmente a los animales no humanos y al planeta en su conjunto. Por eso, hablar de compasión me parece apuntar a un término que hoy implicaría una revolución, un cambio de paradigma, un mundo que desconocemos. Y si acaso merecemos salvarnos, sería lo único que lo permitiría.
 
—ECP: En las presentaciones de Caracol te transmutas en fantasma japonés y desde ahí intentas conectar con los muertos, ¿sirve el poema para hablar con lo que no existe?
 
—LN: La primera vez que me teñí los dientes de negro para la presentación en Barcelona de Caracol, constaté algo: nunca había percibido de manera tan intensa mis propios dientes. Cuando retiré la pintura dejé de sentir esa presencia. Ennegrecer los dientes para que desaparezcan provoca justo lo contrario. En ese momento es cuando más están. Con Caracol trato de que el cuerpo muerto sea como los dientes. Mostrar el espacio de la ausencia es el modo más tangible de que aparezca lo que no está. Esto, que parece un vaivén entre la presencia y la ausencia, o una forma de mostrar la distancia, como en la carta, donde la destinataria no está y se le habla a un fantasma, lo entiendo más bien como un modo desdoblado de acercarme a la materialidad.
En Japón, entre los siglos X y XIX, el ohaguro era la costumbre de tintar los dientes con limaduras de hierro y vinagre, una pasta negra. Las mujeres lo usaban como signo de belleza. Quise tomar este elemento y situarlo en nuestro contexto cultural, en general, y en el contexto de la performance, en particular, para suscitar otro efecto: señalar la fealdad, lo monstruoso, el pánico al vacío. Entendí, sin embargo, que, si se concedía el tiempo necesario, ese agujero negro en la boca podía desplazar la sensación inicial. Los dientes teñidos dejarían de ser feos para convertirse en un espacio libre de resignificación: ni feos ni bellos, proponen una comprensión desde otra categoría que escapa a lo aprendido.
Asimismo, no muestran un hueco ni un vacío sino otra forma de la materia. Esto lo experimenté cuando vi una representación de butoh. El bailarín descendió colgado de una escalera, se quitó muy lentamente la ropa y cuando tuve delante de mí su cuerpo blanco y desnudo supe que esa era la primera vez que veía un fantasma. Lo toqué. Lo que sucedió después no tuvo que ver con el arte. En Occidente el fantasma es un hueco designado por la marca de la ausencia: la sábana blanca que cubre el agujero. El fantasma reaparece, porque su única identidad es la repetición de un gesto que lo ancla al mundo. No se puede tocar porque tras la sábana no hay nada. En Japón, los fantasmas comen, ríen, tienen hijos, trabajan, lloran, se emocionan, desean que les cuiden, aman. Un fantasma radica en la pura sensorialidad. Ser un fantasma es otro modo de estar vivo. Así quería entender la ausencia en Caracol.
 
—ECP: Es muy palpable tu interés por Oriente, e incluso rastreable en tu obra: desde la filosofía al folclore o incluso el anime y el manga. ¿Qué tiene Oriente que enseñarnos? ¿Qué ha aportado a tu mirada tu estudio sobre Oriente?
 
—LN: Mi acercamiento se ha producido siempre desde la anarquía de la curiosidad. He visto todo el cine oriental que he podido, especialmente de China, India, Tailandia y Japón. He leído traducciones de poesía, novela, textos clásicos de budismo, cualquier obra que ha caído en mis manos ha sido engullida con fruición. No poseo un marco de estudio riguroso sino simples destellos que me han sobrecogido y en los que he hallado otro modo de entender lo poético.
Cuando viajé a Japón descubrí el shinto, y es algo en lo que ahora estoy adentrándome. El shinto no es una religión. Carece de textos fundacionales y apenas cuenta con algunas prácticas. Se cree que surgió con los primeros habitantes del archipiélago y sigue vigente hoy. Entiende que todo está vivo, porque todo se transforma y es efímero. Una montaña vive porque se transforma. Una piedra vive porque cambia. Una cascada está viva porque viaja. Nada permanece en su estado. La perspectiva humana nos limita e impide que percibamos esos cambios, pero suceden. Creo que en Occidente nos vendría bien redefinir el concepto de vida. Entender que los humanos somos iguales a una cascada o una montaña o una piedra. Del mismo modo, nos transformamos, no permanecemos. El shinto, además, cuida desde el respeto a los antepasados. Un árbol florece porque antes florecieron otros y de sus semillas brotarán los próximos. El vínculo es íntimo y se toca. Nada es especial. No existe la vida como individualidad, sino como conjunto. Todo es sagrado, pero lo sagrado no es trascendente. Lo sagrado reside en los sentidos: se huele, se ve, se saborea, se palpa, se oye en el bosque. Se come si es un animal o una planta. Lo sagrado devora a lo sagrado para que siga el ciclo de las transformaciones.
Este modo de entender la relación con todo lo otro que está vivo y por eso mismo se le debe respeto y cuidado es algo que me conmueve. Y no solo eso. Me parece un gesto político fundamental. En un pequeño pueblo de Japón, los carteros decidieron levantar un túmulo para ofrecer sus respetos a las cartas que se perdieron y no llegaron a sus destinatarios. En otra aldea, nombraron a una gata callejera jefa de ferrocarriles para sortear la ley y que pudiera vivir en la estación, evitando así que quedara de nuevo abandonada. En un documental, escuché el testimonio de un anciano que trabajaba en un vivero de cerezos y consideraba que esos árboles, cuando alcanzan los cien años, son habitados por un dios y es así como los troncos se convierten en guarida de espíritus que ansían una casa. Cuando alguien debe deshacerse de un objeto que le ha acompañado durante años, como unas gafas, por ejemplo, en los santuarios shinto hay rituales para agradecer al utensilio los servicios prestados y los años pasados juntos. Para Occidente puede resultar estúpido y hasta infantil. Desde mi punto de vista, es un modo de descreernos en la cúspide de una pirámide inventada, darle un manotazo al antropocentrismo, reivindicar otras formas de sabiduría que admiten la ignorancia, el cuidado del misterio que tenemos al lado porque lo tocamos y está tibio.
 
—ECP: Traza un mapa de tu genealogía poética-artística. ¿Sin quién no serías?
 
—LN: Sin duda, sin Chantal Maillard. Por muchos motivos.
 
—ECP: Traza un mapa del futuro.
 
—LN: Una casa pequeña. Ir muriendo en calma y dejar el mínimo rastro de dolor en los otros. Escribir o no. Da igual. Dos gatas. Tocar el calor del pelaje, esa ternura.
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DAVID LÓPEZ SANDOVAL

14/1/2022

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Entrevista realizada por PENCHO LÓPEZ AGÜERA
En carne vivo
Nuestro admirado David López Sandoval ha dado a la imprenta un nuevo libro: En carne vivo (Reino de Cordelia, 2021). Esta vez, el autor nos deleita con un poemario de sesenta y nueve sonetos de amor, ofreciéndonos una memoria apasionante y apasionada de una educación sentimental que rinde tributo a los clásicos cancioneros petrarquistas.
En carne vivo es reivindicación de una forma métrica clásica y actual, clara en su línea e inteligible para el lector, siendo, en suma, una defensa de estilo, una reinterpretación de la poesía a través de los clásicos que se hacen carne desde la memoria vital del autor.
En esta entrevista, David López Sandoval dará luz a los entresijos, secretos y curiosidades que encierra este poemario, cuya presentación tendrá lugar en Murcia, en el Hemiciclo de la Facultad de letras, el día 20 de enero, a las 19:15. ¡Estáis todos invitados!

—EL COLOQUIO DE LOS PERROS: La primera pregunta es obligada: ¿por qué un libro de sonetos en los tiempos que corren? ¿Crees que el soneto tiene cabida en la poesía de hoy en día, tan alejada de rimas consonantes, endecasílabos, terceros encadenados...?
 
—DAVID LÓPEZ SANDOVAL: El soneto es la reina de las estrofas, el santo grial de la poesía en español. Los más bellos poemas en nuestro idioma han utilizado esa estrofa como soporte. Aunque, en verdad, el soneto es más que un soporte, porque condiciona tanto la expresión que creo que es un género en sí mismo. Quizá esté yendo demasiado lejos con lo que voy a decir, pero, cuanto más lo pienso, más convencido estoy de que existen la narrativa, el teatro, el ensayo, la poesía... Y el soneto.
Respecto a tu segunda pregunta, he de confesarte que hace un par de años, cuando empecé a escribir los primeros sonetos de En carne vivo, te habría dado otra respuesta porque, la verdad, no tenía mucha idea de en qué consistía este aparente resurgir de lo lírico en el mercado editorial, pero ahora que me he tomado la molestia de ponerme un poco al día, te puedo responder con algo parecido a un lema publicitario: la métrica es el nuevo punk, y por eso no tiene cabida en lo que tú denominas «poesía de hoy en día». Siempre he considerado la métrica como una herramienta personal que limita la expresión, que pule lo que quiero decir, que lo limpia de toda esa escoria que suele aparecer cuando se escribe de primeras, según viene el verso a la cabeza. Ya cuando concebía los poemas de Náufragos, mi primer libro, me daba cuenta de que, en esa labor de purga expresiva estaba también la experiencia lírica y, si me aprietas, parte del proceso de la inspiración. Y, desde entonces, valoro aquella poesía en la que se vislumbra un trabajo, una voluntad de higiene que, en realidad, es uno de los caminos para llegar a la belleza. Insisto, esto a mí me lo ofrece la métrica, pero entiendo que otros poetas no la tengan en cuenta. De hecho, hay poesía escrita en verso libre que me encanta. Sin embargo, en la poesía que hoy día se consume, en los libros más vendidos de Amazon o de la Casa del Libro, por ejemplo, no observo que haya ni una pizca de eso que he llamado “voluntad de belleza”. Están, eso sí, el verso epatante, el aforismo, la palabra (o el conjunto de ellas) que se sabe que será tenida en cuenta porque ofrece al lector un sabor que este ya conoce, una fórmula de éxito que ya ha aparecido en publicaciones de redes sociales, en canciones de moda o incluso en otros libros de poesía. Y, claro, si en lo único que te esfuerzas es en quedar bien ante el lector, al final, no solo no cuidarás la expresión, sino que dirás exactamente lo mismo que dice todo el mundo y, lo que es peor, lo que todo el mundo quiere oír. Serás una voz convencional en un mundo que se ha empeñado en hacer de lo convencional cultura. Por eso, la métrica es el nuevo punk.
 
—ECP: ¿Cuáles son tus influencias literarias (las obvias y las más ocultas), artísticas, musicales o de otro tipo en este cancionero? ¿Hay alguna referencia u homenaje a algún autor murciano?
 
—DLS: Mis influencias son tantas que no sabría por dónde empezar. Bueno, sí. Empezaré diciéndote que, en vez de llamarlas “influencias”, me gusta llamarlas “modelos”, que es mucho más clásico y creo que hace que la literatura recupere parte de la humildad que perdió cuando el Romanticismo empezó a reivindicar algo que, si te fijas bien, en realidad no existe: la obra original. Yo, por supuesto, soy el autor de estos 69 sonetos, pero me debo a otros libros escritos por otros autores. Esto es: no sería quien soy si no hubieran existido esos modelos. Así que, para empezar, diré algo que sé que algún lector de esta entrevista que sea un poco tocapelotas no va a querer entender bien: En carne vivo pretende ser una copia de los cancioneros petrarquistas del Siglo de Oro, y más concretamente, una copia de las Rimas humanas y divinas del Licenciado Tomé de Burguillos de Lope de Vega. Y lo repito con todas las letras: una copia. De hecho, he tratado de copiar un montón de cosas de esa maravilla de libro: desde la manera de componer un soneto hasta la forma de introducir ciertas figuras literarias. He fusilado todo lo que se me ha puesto a tiro. Como, por otra parte, hicieron el mismísimo Lope de Vega y tantos otros poetas con mejores o peores resultados. Pero hay más modelos a los que pretende parecerse el libro: la forma acrisolada de la poesía de mi maestro Eloy Sánchez Rosillo y el preciosismo expresivo de mi otro maestro Ginés Aniorte (y así respondo a la segunda parte de tu pregunta), la capacidad de mezclar lo culto y lo popular de Luis Alberto de Cuenca, esa sencillez tan milagrosa de los versos de Ángel González, la manera de hacer asequible lo profundo que destilan los versos de Catulo y de Safo y las canciones de Stephin Merritt, la elegancia de Garcilaso y Stuart Ashton Staples, el drama eterno que contiene un bolero de Roberto Cantoral...
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—ECP: En carne vivo armoniza contrarios tan aparentemente irreconciliables como la tradición y la vanguardia, lo sublime y lo grotesco, el amor banal y el trascendente... ¿Es una manera de incluir a todo el mundo o una manera de escapar de todo el mundo?
 
—DLS: Ni una cosa ni la otra. Diría que es una manera, como otra cualquiera, de retratarme a mí mismo. Yo soy esos contrarios, como creo que lo es la mayoría de la gente. Es más, estoy convencido de que muchos de esos contrarios no lo son en realidad. Acostumbramos a llamar contrario a algo que forma parte de su aparente opuesto. Yo, a los contrarios, prefiero considerarlos complementarios. Por utilizar algunos términos que aparecen en tu pregunta, lo sublime no se entiende sin lo grotesco, ni la vanguardia sin la tradición. Pero es que, si vamos un poco más allá, lo culto no se entiende sin lo popular (los dos conceptos conforman el mito de la cultura), lo femenino sin lo masculino (anima y animus componen al individuo) o la izquierda sin la derecha (ambas tienen el mismo origen revolucionario). No somos contradictorios, sino que vivimos en el proceloso mar de los complementarios.
 
—ECP: Continuando con el concepto tradición/vanguardia, sorprende cómo la reivindicación de una estrofa tan aparentemente demodé, convive con toda una lista de canciones en Spotify (una canción para cada soneto) y un código QR inserto en el marcapáginas del libro, donde se teoriza de forma didáctica sobre cómo hacer un soneto. Explícanos todo esto.
 
—DLS: Es que no debería sorprender. Sin contar modelos de otras nacionalidades e idiomas, la mayoría de mis modelos utilizan el español para expresarse. Y la cultura hispánica (la española y la americana) tiene una característica de la que carece la mayoría de culturas de su entorno: siempre ha puesto en un mismo nivel lo culto y lo popular. Esto se ve, sobre todo, en literatura. Las épocas en las que la literatura hispánica ha alcanzado sus más altas cotas han sido aquellas donde sus autores han sabido unir esos dos rostros de Jano. El Siglo de Oro es “de oro” porque lo popular (la poesía de cancionero o los romances) se fusiona con la moda italianizante, y la Edad de Plata es la siguiente en la lista de momentazos literarios porque Machado, Lorca y muchos otros saben integrar ambos mundos en sus obras. El escritor hispánico no suele rechazar lo popular, y cuando lo ha hecho le han salido obras que no han superado su tiempo. Fíjate, si no, en ese erial literario que es el siglo XVIII, cuando se impone la moda francesa y se rechaza todo aquello que huela a populacho. Mezclar el soneto con Spotify, o un QR con un manual de métrica no es un acto reivindicativo, ni siquiera revolucionario. Y, si te soy sincero, cuando pensé acompañar los 69 poemas del libro con una lista de reproducción de 69 canciones, no tenía en la cabeza esta chapa sobre lo popular y lo culto que te acabo de soltar. Pero ahora sí puedo decirte que mis modelos hispánicos, sin que yo me haya dado cuenta de ello, han influido en mí haciendo que no tenga ningún complejo a la hora de confesar que hay un soneto en mi libro que tiene la banda sonora de una canción de Loquillo, que los endecasílabos quedan muy bien en un vídeo de TikTok (cosa que puedes comprobar si te metes en mi cuenta) o que se puede adaptar un manual de métrica a las nuevas tecnologías.
 
—ECP: El libro se inicia y se cierra con el primer verso del soneto I de Garcilaso: «Cuando me paro a contemplar mi estado». ¿A qué se debe esta estructura cerrada?
 
—DLS: Se debe a una cuestión muy sencilla, pero que es a la vez la más compleja de todas. Me explico. El libro pretende ser una historia de amor descrita en tres momentos: un inicio donde se produce el flechazo y el sentimiento amoroso se convierte en un infierno de indecisión, falta de confianza, plenitud y limerencia; un nudo, en el que por fin se consigue estar con la amada y todo es felicidad y sexo, sobre todo mucho sexo; y, finalmente, un desenlace donde aparece la ruptura y las consecuencias emocionales de la misma. La cuestión (sencilla y compleja a la vez) es que esta historia es la misma historia, es decir, está condenada a ser repetida siempre, y, además, de la misma forma. Por eso el último verso del último soneto es el primero del libro. Como ya demostró Azorín en Las nubes, nos enamoramos de la misma manera y estamos condenados a repetir los mismos aciertos y errores. Y menos mal que es así, añado yo.
 
—ECP: La mujer es homenajeada a lo largo de todo el poemario, desfilando por él figuras como Penélope, Simonetta Vespucci, Audrey Hepburn... ¿De qué manera discurre el tópico del eterno femenino en el libro? ¿Tal vez actualizándolo, tal vez reivindicándolo irónicamente?
 
—DLS: A mí, como a Borges, me duele una mujer por todo el cuerpo. Puede que actualice el tópico, y puede también que lo reivindique irónicamente, no lo sé. Lo que sí sé es que, sea como fuere, todo lo hago sin ser consciente de ello. Cuando llevaba escritos un buen puñado de sonetos y decidí dar al libro la forma que tiene, me percaté de que, a pesar de que muchos poemas estaban basados en experiencias con mujeres muy concretas, en realidad todas eran la misma. Yo creo en el eterno femenino. Quiero creer que existe y que, como pensaban James George Frazer y Robert Graves, hunde sus raíces en el culto ancestral a una diosa única, portadora del secreto de la vida y de la muerte, y madre de todo lo creado. Me parece un argumento tan válido como cualquier otro para explicar lo que busca un hombre en una mujer, y viceversa. Y la poesía está llena de eternos femeninos, la escrita tanto por hombres como por mujeres. La literatura trata el eterno femenino siempre de la misma forma; al menos desde el siglo XII, cuando los trovadores de la corte de Leonor de Aquitania se inventan el amor cortés y empiezan a considerar el amor como un servicio a la dama con el que han de sufrir. El amor se convirtió entonces en sufrimiento gozoso y la amada en eterno femenino. Así es que las Elisa y Galatea garcilasianas viven ahora en una canción de reguetón. Insisto, el referente masculino de una poeta o una cantante es también “eterno femenino”. Si el feminismo literario no estuviera tan lleno de prejuicios, se daría cuenta de que la literatura, independientemente de qué sexo haya portado la pluma, es femenina casi en su totalidad. Por eso tampoco comprendo los esfuerzos políticos por acabar con lo que actualmente se conoce como “amor romántico”. No entiendo que aún no se sepa que cambiar una forma de amar es una labor titánica que unos politicuchos del tres al cuarto jamás podrán llevar a cabo. Solo el mito y la literatura que este suele generar pueden conseguirlo. A ver si se enteran de una vez y dejan de dar la murga.
—ECP: La ironía está presente en todo el poemario. ¿Qué hay detrás de ese juego? ¿Se trata de un juego o es una forma de autoprotección ante determinadas opiniones o juicios de valor?
 
—DLS: No considero que la ironía del libro sea un juego; simplemente es un rasgo de estilo motivado por mi carácter. Y eso me sale sin esfuerzo cuando trato el tema del amor. Y cuando no es así, me esfuerzo en que aparezca, pero solo porque la ironía es para mí uno de esos modelos literarios de los que ya te he hablado antes. Los poemas de amor con una pizca de ironía son mis preferidos. Poseen un no sé qué de descreimiento, de humor amargo que los vuelve mucho más tiernos y accesibles. Y siempre me ha parecido un rasgo de humildad. El poeta que ama “irónicamente” conoce la auténtica envergadura de sus emociones; el que lo hace “trágicamente” o, mejor, “dramáticamente”, se cree superior a lo que él mismo siente.
 
—ECP: En tus sonetos hay una reivindicación por la “línea clara”. Explícanos este concepto.
 
—DLS: El concepto no es mío, pertenece al mundo del cómic y sirve para denominar un estilo de dibujo donde se perciben los trazos, donde el artista se esmera en que el lector lo perciba todo con absoluta claridad. El referente de esta tendencia son los tebeos de Tintín. Luis Alberto de Cuenca es quien adapta el concepto a la poesía. Dice que existe una lírica de línea clara y otra de línea oscura. La primera se esfuerza en acercar el poema al lector, la segunda no. Él, por supuesto, toma partido por la primera (no hay más que leer sus libros), y yo, como buen copión, también. ¿Por qué? No porque me mueva ninguna posición teórica o ideológica, sino simple y llanamente porque, como lector, me encanta enterarme de lo que leo, y eso es precisamente lo que quiero para el lector de mis poemas. Mi experiencia de profesor me ha hecho darme cuenta de una verdad indiscutible: solo nos gusta lo que podemos comprender. Llámame simple, llámame carca, pero esto es un axioma que termina por descubrir el pastel de cualquier vanguardia que asegure que el referente (espectador o lector) no importa. Si, en algún momento de la escritura, no tienes en cuenta a quien te va a leer, ten por seguro que tu obra se convertirá en un artefacto para expresar en público únicamente las pajas que te haces, y que al final no te entenderá ni dios. De la misma forma que no me trago aquella ocurrencia orteguiana del “arte para artistas”, pienso que “una literatura para escritores” siempre tendrá fecha de caducidad. Y no, la claridad no está reñida con la profundidad, con la sugerencia, con la evocación o con el misterio. Aunque, cómo no, también tiene sus riesgos; por ejemplo, el de convertirse en esa cosa insulsa y convencional que ha vuelto a situar algunos libros de poesía en las listas de los más vendidos. Si mi libro reivindica algo (que no estoy muy seguro de que lo haga), es la cuadratura del círculo: cuadrar la expresión clara y el respeto por el lector en el círculo de una forma tan exigente, y aparentemente tan alejada del público, como el soneto.
 
—ECP: ¿Qué opinas de las teorías actuales sobre el amor? Atracción sexual, amor idealizante, apego... ¿Son la cara de una misma moneda o síndromes que derivan del mismo concepto?
 
—DLS: Vuelvo a responderte con una idea que ya he expuesto antes: la única teoría válida del amor es la que se vislumbra en la tradición literaria. Lo demás es filfa sociológica, espuma de champán, que diría Valle-Inclán. Vivimos en la época de la taxonomía, que, dicho sea de paso, es uno de los rasgos de la decadencia de una civilización. Y esa pulsión etiquetadora también llega al ámbito amoroso. Lo peor de las eras taxonómicas es que se creen a sí mismas la cúspide de los tiempos. Son tan prepotentes que, en cuanto inventan una nueva etiqueta, parece que están descubriendo la pólvora. Por ejemplo, los nuevos árbitros de la cultura hablan de poliamor y no saben que esto ya estaba en Las mil y una noches. Pobrecitos.
 
—ECP: En carne vivo nos recuerda desde su título que tenemos un deber para con nuestro cuerpo. El cuerpo tiene necesidades que no siempre nos acordamos o tenemos tiempo de satisfacer. ¿Cuáles son las necesidades ineludibles de la carne para ti, en orden de prioridades?
 
—DLS: Qué pregunta tan difícil. Responderla daría para un tratado de cientos de páginas donde primero habría que explicar clara y distintamente qué es eso de “las necesidades ineludibles de la carne”, y luego ir desarrollando con mucho sosiego cada una de esas prioridades.
Me parece más sencillo, para salir del atolladero, glosar el preámbulo de tu pregunta.
En primer lugar, debo decirte que no estoy de acuerdo con eso de que no tenemos tiempo de satisfacer las necesidades del cuerpo. Si lo piensas bien, todo, en nuestra época, está pensado para ayudarnos a hacerlo.
Y en segundo lugar, el título es, por supuesto, un juego de palabras. Una herida en carne viva no ha cicatrizado aún y expone una parte del cuerpo que siempre está oculta bajo la piel, que es nuestro único escudo ante la intemperie. La expresión “en carne vivo” mezcla ese sentido con el adjetivo en masculino (“yo estoy vivo en la carne”) y también con la primera persona del singular del verbo vivir (“yo vivo en la carne”), y es la forma más clara que se me ocurre de definir el glorioso momento de estar enamorado.
—ECP: Para finalizar, ¿qué recomendarías desde tu doble faceta de profesor/escritor a los jóvenes que se inician en la poesía?
 
—DLS: Solo el consejo que se contiene en este haikú perteneciente a Lírica cuántica, mi anterior libro, y que no es más que una humilde paráfrasis juanramoniana:
 
Joven poeta,
no la caves ya más,
que así es la fosa.
1 Comentario

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    Revista de Literatura.
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