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EL COLOQUIO DE LOS PERROS

ENTREVISTAS

PERSISTIENDO

ALBERTO CHESSA

24/10/2021

3 Comentarios

 
Entrevista realizada por NATXO VIDAL

Anatomía de una sombra

Comemos, Alberto Chessa y un servidor, junto al Museo de la Ciencia y el Agua, en Murcia. Supimos hace unos meses que Alberto había ganado, con Anatomía de una sombra, el XVIII Premio de Poesía Dionisia García, y ahora anda por la tierra, recogiéndolo. Tomates trinchados, marineras, entrecot al centro. Cervezas. Muchas cervezas. Hablamos de esto y de lo otro. De ciertas políticas madrileñas, del covid, de lo rápido que crecen nuestras hijas. Acaban, sobre la mesa (de una forma u otra), tres libros de poesía (si contamos como tal —pero cómo no hacerlo— la autobiografía de Maradona), otro de aforismos, un autógrafo de Calamaro...
Algunos días después, le envío estas preguntas. Ahora las contesta. ¿Sabéis esas entrevistas en las que queda claro que el entrevistador es el más tonto de los dos? Pues eso.
Con ustedes, Alberto Chessa.

—EL COLOQUIO DE LOS PERROS: Empecemos por el final, Alberto. Hemos conocido Anatomía de una sombra por haber sido merecedor del XVIII Premio de Poesía Dionisia García, convocado por la Universidad de Murcia. Muchísimas felicidades. ¿Qué te parece, qué supone para ti, desde la distancia geográfica y la de tus cuarenta y medios años, que un poemario tuyo sea reconocido de esta forma, en tu ciudad, valorado por los que fueron tus profesores y que quede ligado a un nombre como el de Dionisia García?
 
—ALBERTO CHESSA: Muchísimas gracias, Natxo, por tu felicitación. La verdad es que no voy a improvisar nada a este respecto, pues lo maduré ya por escrito para el discurso de aceptación del premio. De modo que, con o sin tu permiso, voy a transcribir unas pocas líneas que abordan exactamente esto por lo que te interesas.
A Dionisia García le leí en voz alta lo siguiente: «Maestra, es un honor para mí llevar su nombre en un libro mío. Desde que leí Mnemosine por primera vez con 18 años, no he dejado de admirar el vigor léxico de sus versos, el pulso firme en el trazo de cada poema: «y abandoné la estancia, evitando los pasos». Después, en obras como El engaño de los días (¡menudo título!) o La apuesta, aprendí que somos en igual medida nuestros olvidos como aquello que recordamos. Todo acaso depende de ese «Oficio de mirar», como también reza el epígrafe de una de sus composiciones. «Todo es sueño y verdad, milagro que acontece», nos ha ilustrado usted, Dionisia. Y permítame asimismo una pequeña confesión: le he robado una palabra. Ya conoce que los poetas podemos ser muy vampiros. En nuestro caso, el mismo día que le leí un vocablo que presumo muy de su gusto (lo emplea con sospechosa frecuencia) decidí que no tenía más remedio que succionarlo para uso y disfrute en mis propios versos. Me estoy refiriendo a lentecer, que, como usted bien sabe pero yo ignoraba, nada tiene que ver con lo lento y sí todo con lo blando, lo muelle, lo esponjoso».
Y también tuve mi ración para Javier Díez de Revenga: «Mi mayor gratitud hacia ti, Javier, es como profesor mío que fuiste. Este Premio Dionisia García de la Universidad de Murcia es para su receptor un doble o triple premio, pues esa Universidad de Murcia que lo convoca fue y es también la mía. Y si nemo propheta acceptus est in patria sua, ya te ocupas tú, Javier, de desmentir el latinajo y hasta la propia palabra de Dios.
Va a hacer exactamente veintiún años que me licencié en la Facultad de Letras de esta casa, especialidad en Filología Hispánica. No fui lo que se dice un estudiante ejemplar. Sí, conseguí completar un expediente notable (esto último, con literalidad), más que nada gracias a promediar las notas buenas y alguna excelente en las materias que me entusiasmaban con las ramplonas calificaciones en las asignaturas que aborrecía (aunque aún sigo sin creerme aquella matrícula de honor en Lingüística Aplicada, nada menos; ¡chúpate esa, Chomsky!). No obstante, ni siquiera aquellas disciplinas dignas de mi arrebato tenían garantizada mi asistencia a clase, no al menos con la regularidad que les hubiese correspondido. Ya entonces bromeaba en serio acerca de cuáles eran los dos campus donde me hallaba yo cursando la carrera: uno, claro, el de la Merced; el otro, el café-librería Ítaca, verdadero epicentro de escritores en ciernes y al que solo un alma luciferina se le pudo ocurrir ubicarlo a tiro de piedra del aulario humanístico. Cuando ahora pienso en todas las lecciones magistrales que me perdí, a mi conciencia le entran ganas de salir descalza en procesión y sin olvidarse de cargar con tres cruces en cada flanco (suponiendo que las conciencias tengan flancos, que es mucho suponer, pero metáforas más tontas han salido de poetas más listos que uno). En cualquier caso, de poco sirve ningún tipo de atrición, contrición o resto de palabras gruesas que terminen en -ción, incluidas litiscontestación y electrocoagulación. Cuando pensaba entonces en lo mismo, la conciencia tampoco se libraba de una buena lapidación (ya estamos), pero servía todavía de menos. No hablo de oídas; en todo caso, de vistas, pues he vuelto a leer una suerte de carta abierta que, en el año del Señor de 1997, escribí a mi profesor de «Poesía del Barroco: textos» (así se llamaba la asignatura en cuestión), don Francisco Javier Díez de Revenga Torres.
Aquel muchacho que, según aseguraba en la carta, llevaba «tantos años de estudio académico» acababa de rebasar por uno la veintena. ¡Qué largo se nos hace el pasado cuando solo tenemos ojos para el futuro! Lo más admirable de esas líneas, en cualquier caso, es que, a pesar de las dos décadas que distan con respecto a estas de hoy (y a pesar, claro está, de todo ese narcisismo apenas disimulado, que ahora me avergüenza), dicen, vienen a decir exactamente lo mismo que en la actualidad determina mi relación con la lectura, con la Literatura. Sigo, para mi inmensa satisfacción, disfrutando de los textos, sí, los textos; «de la musique avant toute chose», que diría le poete (maudit); sin que eso represente óbice alguno, todo lo contrario, para aplicar a continuación una mirada rigurosa, filológica, escrutadora, que, al cabo, multiplica el placer de la lectura. Y esto que estoy diciendo se lo debo en buena parte a algunas de las personas cuyo magisterio de letras y de vida (¡qué gozo cuando se confunden!) atesoro como oro en paño».
A Eloy Sánchez Rosillo, José María Álvarez, Aurora Luque y Juana Castro no les dije nada porque no asistieron al acto, pero a Rimbaud pongo por testigo de mi admiración y mi gratitud hacia el cuarteto.
 
—ECP: Dedicas el libro a Victoria, «desde la luz y la verdad». ¿Todo es verdad, en Anatomía de una sombra?
 
—ACH: Y si no es verdad, espero que esté ben trovata. En realidad, la dedicatoria alude a aquello que trasuntan los nombres de nuestras hijas: Lucía y Alicia.
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© Victoria Sancho
—ECP: Así, brutalmente desgarrado, el poemario se abre con los versos «No me dejes, mi amor, desconocerte. / No permitas que el cáncer te desnombre», y se cierra con estos otros: «Cantan con savia nueva, amor, / las brasas, los retornos, las adivinaciones». ¿Es lo que parece?
 
—ACH: No sé lo que parecen. Supongo que a cada cual le parecerán algo, siempre que tenga la bondad de pararse a leer esos versos (¡milagro!) y, de resultas, a reflexionar sobre ellos (¡transubstanciación!). Por mi parte, solo me cabe aclarar que no fue fortuito que esa palabra maldita, «cáncer», figurase en el mismo comienzo del libro. Sin merma de todos los juegos metafóricos que podía dar de sí (y dio) la traducción en poemario de esta enfermedad, me impuse como una obligación (no quiero decir moral, pero no anda muy lejos) llamar también a ciertas cosas por su nombre. En esto me resultó más que esclarecedora la lectura del ensayo célebre de Susan Sontag a raíz de su propio tratamiento.
 
—ECP: Leyendo el libro y poniéndonos en tu lugar, en el lugar del poeta, diríamos que la escritura de Anatomía de una sombra (la escritura en sí, esto es: escribir cada día; escribirlo) resultó vital para afrontar los días difíciles de los que habla. Pero... ¿La escritura (la poesía) como terapia? ¿Como grito? ¿Como arma de destrucción íntimamente masiva? ¿Como consuelo? ¿Como culpa? ¿Como qué?
 
—ACH: Pues eso es: ¿como qué? Tengo por ahí un aforismo que dice así: «Solo hay un acto aún más vanidoso que escribir: dejar de hacerlo».
 
—ECP: ¿Eres partidario, entonces, de la poesía confesional? ¿Crees que el sujeto poético ha de coincidir con el poeta? ¿No siempre?
 
—ACH: Por supuesto que defiendo la poesía confesional. ¿Dónde vas a abrevar mejor que en ti mismo? Lo que no estoy tan de acuerdo es en esa ligazón que establece tu pregunta. Me refiero a que escribir algo, podríamos decir, desde las tripas no asimila por fuerza al poeta con el sujeto que lo entraña. No trato de zafarme con una paradoja fácil. Claro que el episodio en cuestión que evoca un poema viene suministrado por el sujeto, pero si el poeta ha adquirido una voz con cierta enjundia hará con ese episodio lo que le venga en gana. Es como cuando se dice que el borracho siempre dice la verdad. ¡Qué necedad más grande! El borracho dice la verdad del borracho (y, por lo general, mal; de un modo altisonante, chabacano, victimista). Lo que calla uno cuando está sobrio, lo que reprime, lo que se le ulcera, también es verdad. Y el buen poeta, a mi entender, es quien eleva a don la ebriedad desde la abstemia.
 
—ECP: La enfermedad de Victoria, los retos de la paternidad (antes y después de ella) aparecen ya en tus poemas anteriores, en algunos de tus otros libros. ¿Cogido a la tabla de la poesía en mitad del río, mientras sigue lloviendo, esperando, siempre, a que amanezca?
 
—ACH: No es mala la imagen. Aunque yo soy más de mar que de río. Y la lluvia me crispa (como Gimferrer, yo también «Associo la pluja amb els morts»). Mira, no tengo ni idea de cuánto más voy a aguantar agarrado a esa tabla de la poesía. Tengo 45 años, llevo casi treinta escribiendo, he publicado cinco poemarios y tengo alguno que otro por ahí sin publicar... Quizá se va acercando el momento de soltarme de la tabla y ponerme a nadar. El problema de esto es que puede ocurrir que uno se crea que está nadando hacia la orilla cuando, en realidad, está penetrando en la boca de la inmensidad. Me viene ahora a la cabeza otro poema, en este caso de nuestro común amigo (y, sin embargo, poeta) Juan de Dios García; ese que habla de los pilotos de la Academia del Aire de San Javier que, en ocasiones, tras tanta pirueta, confunden el azul del cielo con el del mar... Y no siempre están a tiempo de enmendar la ilusión. Pues eso.
—ECP: Hablas en el epílogo de que Anatomía de una sombra creció, en un principio, abrazando la forma del soneto. Me acordé de Anne Carson, cuando cuenta que su Autobiografía de Rojo es el resultado de partir renglones de una novela muy densa en versos (unos más cortos, otros más largos, acercándose a las estructuras clásicas), con la esperanza de aligerar (facilitar, simplificar) su lectura. ¿Qué hay de esto en tu decisión? ¿Por qué optaste por esa desonetización, como tú mismo la llamas? ¿Qué queda en Anatomía del germen sonetístico?
 
—ACH: Me encanta ver en el mismo párrafo el título de un libro mío junto al de otro de Anne Carson, o sea que muchas gracias. ¿Qué queda de sonetístico en el libro? Para empezar tres sonetos, uno por cada parte, a modo de frontispicio. Luego no es del todo cierto que desonetizara el volumen, no por completo. Lo que ocurre es que son tres muestras un tanto peculiares y ni siquiera se ofrecen respetando la convencional separación estrófica de dos cuartetos y dos tercetos (es algo que practico así en todos mis libros, pues en todos hay algún soneto). A ello añádele que, de atrás adelante, el tercero es mi versión licenciosa del ‘Ozymandias’ de Shelley, el segundo es blanco, esto es, sin rima, y el primero, más clásico, arbitra un sistema de encabalgamientos que en gran medida enmascara su condición. Ah, me olvidaba. En un colmo de despistes, les incorporé una suerte de epígrafe que viene a sugerir la fuente que los inspiró: una película de Ingmar Bergman, un artefacto artístico de Barbara Kruger y la propia composición de Percy Bysshe Shelley. Hay quien, al leerlos, ha pensado que eran citas directas extraídas de esas obras, por lo que vamos bien.
¿Por qué renaturalicé buena parte de las piezas del libro? El soneto es probablemente la estrofa más lógica de la lírica. Si lo piensas bien, es como un silogismo en verso, con sus dos premisas distribuidas en ambos cuartetos y la conclusión preceptiva que se reserva, claro está, para los tercetos (no en vano, encadenados). Cuando me planteé escribir, casi a modo de catarsis, sobre lo que estábamos malviviendo, era tal el cúmulo de sobresaltos emocionales, que juzgué buena idea aplicar una fórmula que los pudiera atar en corto. En una estrofa como esta de la que venimos hablando el verbo no se puede desbocar, no lo permite. Otra cuestión es si al final has reflejado lo que tú querías... O lo que quería el soneto, así de régulo es. Por eso, una vez que hizo su función de alambique, de corsé racional, opté por sacrificarlo precisamente para que dejara hablar al poema que albergaba dentro de sí de un modo un tanto constreñido. Lo mismo que en el Siglo de Oro se aplicaba una vuelta a lo divino a ciertas composiciones profanas, yo les infligí a mis sonetos una vuelta a lo desencadenado. Pero la huella de los grilletes, para quien sepa mirar, se deja ver.
 
—ECP: El poemario consta de tres partes: “De la vida en vilo”, “Del cuerpo en vela” y “Sub rosa”. ¿Puedes hablarnos de ellas, del camino que nos proponen?
 
—ACH: Del camino, la verdad y la luz, si me admites la broma. Que hablen por sí mismas cada una de esas partes, ¿no te parece? Voy a escoger, casi a modo de ventrílocuo, tres fragmentos que considero particularmente elocuentes. “De la vida en vilo” habla así: Tu cuerpo ya venció cuando albergó la vida. / Tu cuerpo vencerá hoy que alberga la muerte. “Del cuerpo en vela” tiene esta música: Las cosas que andan a la vista / andan también ―lo sabes― al acecho. Y, en fin, “Sub rosa” podría quintaesenciarse en estos versos: Somos también los cuerpos que gozamos. / Somos también los cuerpos que nos duelen.
 
—ECP: Cada una de esas tres partes del libro consta de 25 poemas. Parece mucho equilibrio para un libro, en apariencia, escrito desde el desequilibrio. Entiéndase: el dolor de la urgencia, la incertidumbre, el sufrimiento. ¿Está el poeta (que, además, adivinamos confesional), mientras escribe Anatomía de una sombra, para tanto equilibrio?
 
—ACH: Desde el desequilibrio solo le cabe a uno prepararse para la caída. Llegará antes o después, y será a su vez más o menos lacerante, pero si no persigues una cierta armonía (incluso física), te aguarda la caída. Otra cosa es que, con una disimulada determinación, ofrezcas una pieza que se surta de disonancias, esguinces de sentido o de lo abrupto, lo inacabado, aquello que en italiano se expresa con una locución tan sonora (non finito). Pero no nos engañemos: detrás de cualquier ejercicio artístico de ruptura hay un arquitecto, no un inconoclasta. Su logro será tanto más brillante cuanto más se parezca a lo segundo y menos a lo primero. Y la diferencia en este ámbito entre ser y parecer nadie la dio mejor que Pessoa, que encima, para mayor claridad, la plasmó en portugués. ¿Cómo era? Ah, sí: O poeta é um fingidor. / Fimge tâo completamente / Que chega a fingir que é dor / A dor que deveras sente.
 
—ECP: Más ampliamente, Anatomía de una sombra, un libro profundo y nada fácil (complejo, diríamos, que no difícil, en contraposición a evidente o simple, por ejemplo) aparece en un momento en el que parecen triunfar (en la poesía y en casi todo: basta con echar un ojo a los periódicos, a las tertulias políticas o a las listas de las canciones más escuchadas) la banalidad, la simpleza del eslogan y la frase hecha o la superficialidad. ¿Mérito o alienación?
 
—ACH: De nuevo, muchas gracias por tus palabras. Y con este agradecimiento te respondo, pues para mí es un elogio que singularices mi libro como una obra compleja, ajena a planicies o a pirotecnia de rastrillo. Pero no voy a entrar en el debate de la parapoesía o poesía adolescente escrita por tardoadolescentes y dirigida a peterpanadolescentes, pues no tengo absolutamente nada nuevo que aportar y, además, es un asunto aburridísimo. Para los que la practican y la degustan un poeta como yo siempre será una cucaracha elitista, pedante y altomedieval. Ellos para mí son, bien entendu, mis semejantes, mis hermanos.
 
—ECP: Abriendo un poco más el objetivo, ¿qué hay de otros poetas, de otras literaturas, en Anatomía de una sombra?
 
—ACH: Leonard Cohen, Susan Sontag, Ingmar Bergman, Aurora Luque, Domenico Cimarosa, Barbara Kruger, Ingeborg Bachmann, Percy Bysshe Shelley, Maimónides, David Bohm y Stéphane Mallarmé. Son los nombres que hice propios en este libro (aparte, por supuesto, de Victoria, Lucía y Alicia; y, si no es un exceso de nombradía, el propio Dios). El resto de ecos, huellas, influencias, improntas, que están presentes como un palimpsesto, no seré yo quien cometa la descortesía de desvelárselos al curioso lector.
—ECP: Escribes en La impedimenta (Huerga y Fierro, 2017) que «Lo más triste / de que nos visite un fantasma / es que no nos reconozca». ¿Te reconoce tu fantasma cuando te visita? ¿Tu Alberto Chessa de hace diez, quince, veinte años?
 
—ACH: Me conformo con reconocerlo yo a él. Y con que no me confunda él con uno de los suyos, con otro fantasma.
 
—ECP: Creo que casi nadie lo sabe, pero acabas de publicar un libro en Miami, un poemario breve (mucho más breve que Anatomía, por ejemplo), titulado Otros. En la última página del mismo (son unas palabras maravillosas) puede leerse «Otros se publica en el mes de abril del año 2021, en los Estados Unidos de América y para todo el mundo»... Muchas felicidades, en primer lugar. ¿Qué puedes contarnos sobre esto?
 
—ACH: Pues que muchísimas gracias por tercera vez (¡y las que hagan falta!) y que sí, en efecto, son unas palabras aquellas del colofón que a mí también me maravillan (no negaré que también me dibujan una sonrisa más tierna que autocomplacida). Otros era un libro durmiente que despertó por fin veinte años después. Recoge poemas escritos en su mayoría en mi etapa sarda, cuando vivía en Cagliari, la capital de Cerdeña. La insularidad y la otredad son dos monedas con idéntica cara. A ello se sumó un amor condenado a un naufragio continuo, pero que milagrosamente acababa encontrando siempre su leño de salvación... Para volver a naufragar de nuevo. A ese amor («la Niña del Espejo») va dedicado con toda justicia el libro. Caigo ahora en la cuenta, por cierto, de que ambos libros, Anatomía de una sombra y Otros, coetáneos en su edición, son en un sentido todo lo lato que se quiera cancioneros amorosos. El porqué de estas dos décadas de tardanza hasta que Otros viera de una vez la luz es demasiado azaroso, y tampoco es este el sitio para aclararlo. Desde aquí, eso sí, quiero expresar toda mi gratitud hacia los amigos de Miami de Publicaciones Entre Líneas, que tuvieron a bien distinguirme con el Premio La palabra de mi voz. Tener un libro publicado en Florida es una extravagancia de lo más simpático. Yo sé de uno (también poeta y nacido y criado en España) que recitó en Nueva York.
 
—ECP: ¿En qué anda ocupado Alberto Chessa ahora? ¿Qué será lo próximo que veremos, si es que lo sabes y puede decirse?
 
—ACH: Como no hay dos sin tres, este 2021 saqué también un librito de aforismos que lleva por título Un solo punto suspensivo. Agradezco con toda sinceridad la labor del sello sevillano que lo acogió, Apeadero de Aforistas, una denominación que desde luego no permite que nadie se llame a engaño. ¿Lo próximo? Puede que me meta a monja.
 
—ECP: Finalmente, un test rápido. Empecemos: ¿Murcia o Berlín?
 
—ACH: Berlín hoy. Murcia, tras la hecatombe nuclear.
 
—ECP: ¿Messi o Maradona?
 
—ACH: El mismo poeta español que recitó en Nueva York me regaló, para mi asombro, la biografía de Maradona. Ahí descubrí que el Diego era la Blanche DuBois del fútbol, un ser capaz de vomitar cosas como esta: «sinceramente necesitaba —y necesito— sentir el afecto de los demás». Un ser, me gustaría añadir, tan despreciable en sus invectivas como homérico en sus llantos, dispuesto a hablar de todas las entradas que había sufrido por parte de los defensas como un torero refiere sus cogidas, y (por supuesto, en tercera persona) autor de una confesión que entraña el grado máximo de modestia que puede acarrear alguien así: «Es demasiado grande el negocio de la droga como para que Maradona lo detenga». Al lado de un personaje de tamaña hondura, el Divino Messi cómo no va a palidecer.
 
—ECP: ¿Sabina o Calamaro?
 
—ACH: ¡MAMI...
 
—ECP: ¿Clara con limón o con gaseosa?
 
—ACH: ...SÁCAME...
 
—ECP: ¿Mercadona o Eroski?
 
—ACH: ...DE AQUÍ!

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Alberto Chessa © Victoria Sancho
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ALBERTO CHESSA

12/6/2018

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Entrevista realizada por JUAN DE DIOS GARCÍA

             Es la segunda vez que entrevisto a Alberto Chessa para El coloquio de los perros y sigue uno comprobando con asombro casi infantil el gozo del conocimiento. Digo que mi aprendizaje no hace más que crecer escuchando sus respuestas. Hasta para una conversación amistosa de terraza portuaria cartagenera, con sobremesa mojada de café asiático y gin-tonics, sabe tensar las cuerdas del arco y disparar sus ideas con el verbo exacto. El carcaj forma parte de la impedimenta de un arquero olímpico como él. Ese es el título de su tercer libro de poemas, La impedimenta (Huerga & Fierro, 2017), y este fue el resultado de una jornada llena de admiración y entendimiento.

—EL COLOQUIO DE LOS PERROS: Primero fue La osamenta, le siguió La piel, ahora vamos a hablar de La impedimenta. ¿Estamos ante la pieza que nos faltaba de una trilogía o ante las tres primeras estaciones de un corpus literario calculado al estilo Cántico de Jorge Guillén o Museo de cera de José Mª Álvarez?
 
—ALBERTO CHESSA: Ni una cosa ni la otra. Comprendo que es grande la tentación de hablar de trilogía cuando se saca un tercer libro, y más cuando los títulos de los tres volúmenes parecen conducir a ello. Pero yo, al menos, entiendo por trilogía la apuesta por un todo más orgánico, con sendas piezas puestas al servicio de un, digamos, discurso homogéneo, que se completa y complementa por el diálogo que establecen entre sí. No me parece que sea el caso de estos libros, cada uno de los cuales, a mi modo de ver (a mi modo de leer), preserva su singularidad. Lo cual no quita que haya en los tres, y de forma percutiente, una reflexión sobre el cuerpo en tanto que frontera con unos lindes muy nebulosos entre uno y el resto y entre uno y uno mismo. Es en ese sentido por lo que me distraje jugando con la secuencia que nos llevaría de dentro afuera, de la osamenta a la piel y de esta a la sobrecarga que tenemos que echarnos al hombro, es decir, la impedimenta. Me resultó de lo más turbadora una pregunta al aire que le leí a Donna Haraway, la autora del interesantísimo Manifiesto Cyborg: «¿Por qué tiene nuestro cuerpo que acabar en la piel?», empezando por esa misma noción puesta en entredicho de que el cuerpo acabe, tenga un límite y, de tenerlo, su confín venga a ser la piel. ¿No será que todo aquello que acarreamos también nos constituye, forma parte de nosotros y, por tanto, de nuestro cuerpo, en la medida en que el cuerpo es el único espejo que no miente? [...] Por lo que toca a ese «corpus literario calculado», ya me gustaría a mí que, cuando le haya puesto ese punto final que siempre omito a mi obra poética, alguien pudiera verla, en efecto, como una obra, siquiera fuere con minúsculas. Pero, como te digo, soy de la idea de que eso es algo que solo debería de sancionarlo el tiempo. Los esfuerzos por ir tallando en vida una suerte de mampostería sin grietas ni fisuras, con las piezas debidamente colocadas en su sitio, todo ello respondiendo a un programa pergeñado de antemano, siempre me han resultado fascinantes pero también baldíos. Por suerte, esas dos obras cumbre que citas, a pesar de que sus autores es muy probable que las concibieran como un reloj de leontina, se les acabaron rebelando y, al hacerlo, dieron precisamente lo mejor de sí.
—ECP: El primer poema de La impedimenta se titula ‘Errancia’. ¿Te declaras ya vital, literaria e incluso legalmente “murciano errante”?
 
—ACH: A mí eso de declararme lo que sea me da una pereza que me muero. Reclamar para mí la condición de murciano errante me parecería de una coquetería inadmisible, más aún en estos tiempos en los que cualquier hijo de vecino del primer mundo viaja lejos de casa dos o tres veces al año, reside largas temporadas en el extranjero o directamente levanta su predio en una ciudad distinta a la que le vio nacer. Este último es mi caso: llevo casi veinte años viviendo en Madrid, y antes tuve la llave de otras casas en Granada y Cagliari, la capital de Cerdeña, pero tampoco he perdido nunca (y espero no hacerlo) la llave de mi casa de Murcia. Nada de ello me genera —creo yo— eso que se llama conflicto de identidad, para empezar porque concederle al terruño una función de dispensador de identidades se me antoja un exceso. Digo yo que la identidad habrá de ser algo más complejo y exigente, una categoría que no se contente en exclusiva con el hecho de compartir con otros, por razón de cuna, un espacio, unos paisajes, unas costumbres e incluso una lengua. Quien agota la definición de sí mismo en virtud de esas señas de identidad me atrevo a decir que está condenado a transmutarlas en sañas de identidad. Y, por fortuna, no es mi caso. Vamos, que nunca me llamarán para algo así, pero, si me admites la broma, que nadie cuente conmigo jamás para dar el pregón sardinero o de las fiestas de San Isidro.
 
—ECP: Creo que el humor —en variadas formas de broma, parodia, ironía, sarcasmo— sobresale en La impedimenta respecto a tus dos libros anteriores. Tratas el ego, el culto al cuerpo, la convicción occidental del bienestar, el turismo, incluso el terrorismo. Vas perfeccionando y afinando las flechas, ¿no?
 
—ACH: Como era de esperar, tratándose de ti, ya veo que has hecho una lectura muy atenta del libro. Te lo agradezco de corazón. El humor es una de las cosas más misteriosas que hay, ¿no te parece? Y aún más que dos personas compartan idéntico sentido del humor. Me maravilla el hecho de que cualquier reflexión, si uno la pasa por el tamiz de esa suerte de distanciamiento crítico que opera el humor, no solo no se tizna de frivolidad sino que al momento tiene más alcance, incide con más ahínco en el receptor, deviene a la postre (¡y viva la paradoja!) más seria. Me refiero, como es obvio, a un tipo de humor más o menos desafiante, no al chascarrillo facilón. En el terreno de la poesía, y más si uno tiene cierta vena satírica, la tentación de retorcer el lenguaje a base de retruécanos, calambures y demás juegos de palabras, con ánimo de propiciar un efecto cómico, es casi inevitable, pero no siempre goza del don de la oportunidad. Como la cabra (en este caso, el cabrón) tira al monte, yo necesito descargar esa metralla de ocurrencias y ripios con vocación de hilarantes en unas composiciones que llamo Sonetontos, además de en una suerte de canciones infantiles (Pipas, me gusta referirlas) y un centón de versos breves, sueltos, tirando a aforísticos (Bordones, los bauticé). No sé si algún día me decidiré a recopilar en un volumen este género de pasatiempos líricos; lo que sí sé es que nunca irán acompañando en el mismo libro a esos otros poemas llamémoslos serios que sí doy a la imprenta. En estos últimos, precisamente por haber vaciado en los otros el cargador del humor en bruto, trato de manejar un escalpelo más fino, más acorde a esas sustancias que señalabas y que, sí, bien pueden ser la ironía o la parodia. En La impedimenta hay más presencia de esto que en los dos libros anteriores porque hay también más asomada al mundo circundante, menos solipsismo, más poemas escritos a modo de artículo de prensa o fotografía de portada.
 
—ECP: El poema ‘Nunca real y siempre verdadero’ termina así: «Recordé lo que dijo Baudelaire: / el niño rompe los juguetes / para buscar su alma dentro. / No supe, sin embargo, “su” de quién, qué alma busca: / ¿la del juguete o bien la suya propia? / El sueño más perfecto es el desgarro, / dije yo para quien tuviera entendederas. / Pero allí nadie hablaba endecasílabos». ¿Cómo ves a día de hoy las diatribas hispánicas a favor y en contra del endecasílabo? ¿O mejor estos versos resumen tu opinión sobre el tema?
 
—ACH: Esto me recuerda a la anécdota, por supuesto apócrifa (ya sabes que las mejores anécdotas siempre son apócrifas), según la cual cuando X (me la he encontrado atribuida a diferentes músicos, escritores o artistas plásticos) desembarcó por primera vez en el puerto de Nueva York se topó con un periodista que le inquirió a bocajarro: «¿Qué le parece que haya tantos burdeles en Nueva York?»; a lo que X respondió con toda candidez: «No sabía que hubiera tantos burdeles en Nueva York». El titular del día siguiente en el periódico en cuestión rezaba así: «Nada más arribar al puerto, X comentó: “No sabía que hubiera tantos burdeles en Nueva York”»… Pues bien. Yo no sabía que hubiera en la actualidad «diatribas hispánicas a favor y en contra del endecasílabo» (te doy permiso para que titules con esto lo que te dé la gana). Si las hay, se me ocurren (heptasílabo) pocas maneras de perder el tiempo (endecasílabo) de modo tan estúpido (heptasílabo).
—ECP: Me gustaría que hablaras de la interesante ilustración de la portada de La impedimenta de Rubén Rubio Egea. ¿Fue idea de la editorial o elegida por ti?
 
—ACH: Yo elegí a Rubén (o, más bien, repetí con él, pues suya es también la portada del libro anterior, en la radiografía apareció LA PIEL) y él eligió qué y cómo ilustrar, pues, como es obvio, le di plena libertad para que crease algo a su gusto. La misma libertad, por cierto, que nos da a los autores la editorial a la hora de completar el diseño del volumen una vez maquetado el texto, por lo que vaya desde aquí mi agradecimiento, además de mi cariño, a Charo Fierro y Antonio Huerga. Volviendo a Rubén Rubio Egea, se trata de un artista por quien la amistad que nos une desde hace muchos años no solo no ha entorpecido nunca mi admiración sino que la exponencia. Paco Jarauta, que presentó La impedimenta en Murcia (y a quien envío también un abrazo lleno de amistad y gratitud), comparó con acierto su ilustración con esas tintas chinas a las que era tan aficionado Michaux. Más allá de la pericia en la técnica que exhibe esta obra rubeniana que tengo la suerte de haber colgado para siempre en la entrada de mi libro, hay algo que me embruja de ella y es ese carácter suyo tan proteico hasta el punto que se diría que está dotada de animación, que se va a empezar a mover o a mudar de estado y condición de un momento a otro. Solo a un espectador muy tuerto o muy apresurado le puede parecer una suerte de silueta estática y emborronada. Es todo lo contrario, claro está, lo cual no viene a ser otra cosa que la quintaesencia plástica de esa errancia que antes me recordabas y que no nos olvidemos que, además de su acepción de vagabundeo, etimológicamente postula también el valor de yerro, de errata, de error (en el infinitivo, errar, sí que se ha mantenido esa disemia).
 
—ECP: Hay quien me ha comentado que La impedimenta es más “narrativo” y más “coloquial” que La osamenta y La piel. Y, de alguna manera, estoy de acuerdo. ¿Cómo te planteas el juego poético con esa “narratividad” y ese “coloquialismo”?
 
—ACH: La verdad es que no me lo planteo. Quiero decir: intento conferirle a cada poema el tono y la tensión expresiva que mi intuición me dicta que requiere. Si eso implica contar más que cantar (mi profesora de Griego, Conchita Morales, insistía siempre en que la forma más precisa y pertinente de traducir el primer verso de La Ilíada sería: «Cuenta cantando, oh Musa, la cólera funesta del pelida Aquiles»), pues bienvenido sea; si la composición demanda un lenguaje llano, o incluso vulgar y hasta soez, adelante, que pase. Pero nada de ello tiene como motor el vano deseo de surfear no sé qué olas o corrientes supuestamente más prestigiadas o con mejor prensa (o con más público) que otras. De hecho, poco me empacha a mí compilar en una misma entrega poemas con latidos y hablas muy diferentes, por no decir dispares, entre sí. Nunca he entendido muy bien por qué cierta crítica, ciertos mentideros y ciertas academias le han venido concediendo tanto fuste al libro de poemas con un sentido unitario, compacto, monocorde. ¡Con lo divertido que es avanzar por un poemario sin saber qué te vas a encontrar al volver la página, qué palo va a emplear el poeta en su siguiente composición!
 
—ECP: Creo que, respecto a esto, también lo perfeccionas en La impedimenta, como antes te he dicho sobre el humor.
 
—ACH: Te lo agradezco mucho, como es natural. Desde luego, me gustaría pensar que uno va, en efecto, perfeccionando sus herramientas, no desandando de la Edad de los Metales a la Edad de Piedra. No me desagrada en absoluto la idea de ser un picapedrero del verso; no obstante, tú sabes bien, Juan de Dios, que yo siempre seré un hijo del Metal.
 
—ECP: Ya en La osamenta dedicaste un poema a las manos de tu madre y aquí escribes otro titulado ‘Manólogo’. ¿Cuánto nos pueden decir unas manos?
 
—ACH: En mi caso, las manos cobran categoría de verdadera obsesión. Te confieso que son lo primero en lo que me fijo de una persona. ¿Cuánto nos dicen? Mucho, muchísimo. Y no solo en lo más evidente, como puede ser el paso del tiempo (no hay cirugía estética capaz de remozar unas manos) o una serie de hábitos que ya de por sí son harto reveladores: morderse las uñas, dejárselas o no largas, llevarlas o no llevarlas pintadas, el descuido o su contrario de los padrastros, mancillarlas (es mi opinión) con anillos y tatuajes… Todo eso, como sabemos, aporta no poca información acerca de ciertos rasgos de la personalidad del portador de esas manos. Sin embargo, yo iría (y voy) más lejos, aun a riesgo de que me tomen por un orate en su manólogo, y es que uno es de la idea de que por las manos se puede conocer a la persona. Por las manos en sí: por su fisonomía, por su disposición, por la extensión de los dedos y las lúnulas de las uñas, por las líneas de la palma y el grosor del puño. Ni que decir tiene ya por el movimiento, por la forma en que la persona en cuestión acompasa con ellas el discurso, las entrelaza, las deja muertas. Creo que esto que digo nada tiene que ver con esa zarandaja de la quiromancia. Se trata de algo, si quieres, más esotérico incluso, en tanto que, según yo lo veo, las manos son la única extremidad de nuestro cuerpo que tiene más verdad que nosotros mismos.
—ECP: Hay varios poemas en letra cursiva. Explica ese juego gráfico, por favor.
 
—ACH: Esto sí que no reviste ningún misterio. La cursiva está ahí para indicar (o, al menos, sugerir) que esas estancias vienen a completar un único poema, el mentado «Errancia», que funge como una suerte de Guadiana a lo largo de todo el libro.
 
—ECP: ‘Hoy hablaremos del Bosón de Higgs’, más que una poética, parece una teológica. Y, si me apuras, una “teológica tragicómica”. Eres bastante cachondo con Dios, la verdad. Ya no hablo del clero, sino del mismo Dios, de la divinidad.
 
—ACH: Me gusta ese uso sustantivado que haces de teológica. Volvemos al humor, ¿verdad? Mira, hay una película de Buñuel (tengo la impresión de que poco visitada) que se titula La Vía Láctea. De todas las irreverencias que ensaya ahí don Luis acaso la mayor sea mostrar a un Jesús que, en pleno almuerzo al hilo del milagro de los panes y los peces, literalmente se desternilla, estalla en una carcajada sin contención (años antes, en Nazarín, ya había acariciado la misma idea, solo que en ese caso a cuenta de una estampa pía). La iconografía religiosa nos ha acostumbrado de tal modo a contemplar esas representaciones del Hijo de Dios en clave doliente, o bien majestuosa, que no es de extrañar que nos contraríe la imagen de un Jesús jocoso, que no en vano lo encausemos como una iconoclasia. Y lo cierto es que tengo la convicción de que el mejor modo de establecer un diálogo con la divinidad es desacralizándola. En este sentido, Dios ha de ser el primer interesado: si Dios no tiene sentido del humor, está perdido.
 
—ECP: No puedo estar más de acuerdo. [...] Aunque en poemas como ‘Panta Rei’ se puede comprobar, quiero preguntarte qué importancia tiene el mar para ti.
 
—ACH: La misma que la infancia. De hecho, me resulta tan real e irreal como aquella; tan mío como ajeno, propio como perdido; igual de esquivo al punto que embriagador. Sí, ignoro cómo será la relación con el mar para alguien que haya crecido día a día en un litoral. No fue mi caso. Desde antes de tener uso de razón veraneé junto al mar, pero hasta bien entrada la adolescencia jamás vi el mar en otro momento que no fueran los veranos. De modo que la ligazón con la infancia no puede ser más férrea. Por rescatar aquello de los endecasílabos: asocio el mar a la felicidad. Y ya sabes que no hay más paraísos que los perdidos, aunque el empeño en buscarlos puede acabar dibujándose como un paraíso en sí.
 
—ECP: Sigamos hablando de mares, pero griegos... El poema ‘La mirada de Ulises’ es tu particular homenaje al director de cine ateniense Theo Angelopoulos. ¿Qué le ha dado este cineasta a la poesía?
 
—ACH: Es curioso que formules así la pregunta, porque en el terreno del cine con pretensiones líricas se suele plantear al revés: ¿qué incidencia tiene la poesía en el discurso fílmico de tal realizador? Angelopoulos, a quien tuve la suerte de conocer y de entrevistar, no es que practicara un cine de poesía por su destreza notabilísima a la hora de componer un plano secuencia rebosante de hermosura y sensibilidad, sino que, lo mismo que Pasolini (que vino a erigirse, un poco a su pesar, en emblema de aquella etiqueta), entendió siempre que la verosimilitud de lo que se ofrece en una película (y vale para cualquier manifestación artística) no radica en una suerte de recreación pedestre de la cotidianidad, pues esto último a lo máximo que nos va a conducir es a un realismo ramplón. Venía a decir Lacan que lo real es todo lo que no puede ser representado más que por medio de la metáfora. Y esa es una lección que, sin duda, Angelopoulos recogió y, de paso, nos acabó brindando a todos los que hemos venido detrás y seguimos gozando con su cine; poetas incluidos, por supuesto.
—ECP: Conforme se va terminando el libro —poemas como ‘Hacer el muerto’, ‘El hechizo’, ‘La anunciación’ o ‘Martes’—, veo un deseo profundo de hacer astillas el reloj. ¿Se abrirían muchas puertas en nuestra mente si lo lográramos?
 
—ACH: Hablando de metáforas… Mira, ¿te puedo responder con uno de mis Sonetontos? Se titula ‘Sincrónico y temperado’ y dice así:
 
Tiempo al tiempo y, con tiempo, me destiempo.
La vida es un reloj desacordado,
Un reloj que hace tiempo, aunque atrasado,
Y vocea horas frescas o del tiempo.
 
¡Qué tiempos estos! ¡Vaya contratiempo
A tiempo no llegar ni haber llegado!
Y si el tiempo lo cura todo, a nado
Retornan las agujas del retiempo.
 
Tiempo muerto y, a un tiempo, tiempo al pez,
Que, ya sabemos, picará una vez,
Como se muerde (o no) el pezón pezuno.
 
El tiempo es oro. El tiempo, si presente
Al mentarlo, de golpe es tiempo ausente.
A su debido tiempo, es tres, dos, uno
 
—ECP: El último verso de La impedimenta es una conjunción copulativa: “y”. Por supuesto, no tiene punto final, como ninguno de los poemas, incluido este sonetonto. ¿Metáfora ortográfica de la vida?
 
—ACH: Se me ha señalado la aparente paradoja de que omita, por un lado, el punto al término de cada composición cuando, por otro, es patente mi gusto por los cierres recios, con una contundencia poco disimulada. Puede ser. Lo único que sé es lo que te comentaba al principio: que la única que puede colocar en puridad el punto final a algo, incluido un poema, es la vida. De manera que sí: comulgo con lo que dices, y más aún con esa imagen tan sobrecogedora de una «metáfora ortográfica» del existir. Con tu permiso, me la anoto.
 
—ECP: Tuya es, amigo... Dedicas el libro a Victoria. Yo sé muy bien quién es, pero quisiera que los lectores de El coloquio de los perros también lo sepan.
 
—ACH: Victoria, en cuyo nombre lleva la alianza, es la razón (¡y hasta la sinrazón!) de ser de mi vida desde hace veintiséis años. Y, además, ¿sabes qué? Tiene unas manos preciosas.
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    El Coloquio de los Perros.
    Revista de Literatura.
    ISSN 1578-0856

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