DOS MIL NOVENTA Y SEIS. EL FUTURO SALVAJE DE GINÉS SÁNCHEZ Entrevista realizada por JOSÉ ÓSCAR LÓPEZ Mientras leía esta novela, me acordaba de aquella frase atribuida a Albert Einstein: «No sé cómo será la tercera guerra mundial, sólo sé que la cuarta será con palos y piedras». Me encanta la manera en que el narrador de esta historia se va a este mundo devastado y cruel, a esta nueva era de las cavernas —una vuelta muy a la vuelta de la esquina, como todos sabemos—, para narrarla de una manera absolutamente poética y cercana al delirio; con el ritmo sincopado y roto al que nos tiene acostumbrado el autor —al modo de un cómitre, palabra que he aprendido en esta novela: el tipo que azotaba con su látigo a los esclavos que remaban en las galeras— y ahora también, en esta último libro suyo, una poesía iluminada e iluminadora, en su crueldad, en su búsqueda de la esencia de unos personajes tan rotos y abandonados como el mundo que fue alguna vez. Claro que esa crueldad, esa búsqueda de la esencia y los personajes rotos están presentes en las otras novelas de Ginés Sánchez. Pero aquí todo ello se magnifica por el planteamiento: no sabemos cómo ha ocurrido, pero sí vemos las condiciones muy, muy jodidas en que vive la gente en este dos mil noventa y seis. No digo nada más de la historia, para que no se me escape algún spoiler, pero me resulta fácil destacar el resto, porque precisamente una de las cosas que más me ha hipnotizado de la novela es la forma en que está narrada, entre el turn-page y el poema en prosa visionario, con muchos de los recursos de este último pero sin romper nunca la pura narración: la enumeración caótica, los adjetivos insólitos, los detalles inesperados en las descripciones y, ante todo, la extraña adaptación que el narrador nos impone a la psicología de estos personajes devueltos a su animalidad, aunque lo que les queda aún de humanos es lo que nos resulta, precisamente, aún más inquietante. Me encanta que todo fluya a un ritmo trepidante, como una locomotora tan desbocada como el mundo que terminó justo antes de esta historia. Me encanta la furiosa libertad con la que la ha escrito su autor, al margen de esa ultracorrección que periódicamente invade nuestras novelas y las hace parecer traducidas: encadena en alguna ocasión oraciones que empiezan en gerundio, abundan esos infinitivos sustantivados y en plural, como “rebotares”, de cierto aire rústico y bruto —el último disco de Robe Iniesta tiene uno, se me ocurre ahora—, como abunda el léxico de un mundo rural —o esclavista, como el citado cómitre— que parecía extinguido y de pronto ha renacido terco, inevitable; y hay, en fin, un desparpajo y una libertad estilística que yo he asociado en mi lectura a ese estado de iluminación, de posesión poética y profética del narrador para contarnos todo lo que está viendo de ese mundo urgente y esencial, terrible, apocalíptico y que, en realidad, está instalado entre nosotros hace mucho. «Si entráramos en el puente de mando del planeta, encontraríamos a dos tíos contando billetes y el timón sujeto con una cuerda a un botijo». —EL COLOQUIO DE LOS PERROS: Pintas un futuro durillo. ¿Estamos tan jodidos, Ginés? —GINÉS SÁNCHEZ: A ver, vivimos en un momento en el que los ricos están contraatacando con fiereza para robarnos a los pobres todas las conquistas sociales que les arrancamos durante el siglo XX —los descansos dominicales, las jornadas de cuarenta horas, que no trabajaran los niños— y para que volvamos al XIX. Vivimos en un mundo en el que los ricos acumulan cada vez más riqueza y los pobres somos cada vez más pobres. En un mundo en el que la clase media no es ya que tienda a no existir, sino que ya no es necesaria. No es necesaria y por lo tanto no interesa a las elites. Un mundo en el que a la gente, progresivamente, se la va expulsando del sistema —alguien que no puede pagar la luz mientras las eléctricas ganan millones es un refugiado energético—. Un mundo en el que dentro de unas décadas el petróleo, el oro, la plata, los materiales básicos para la industria, serán bienes de súper lujo —y no me refiero a llenar el depósito de gasolina, me refiero a que no habrá petróleo, por ejemplo, para que los miles de barcos que van surcando el océano y de los que depende el noventa por ciento del comercio mundial puedan zarpar—. Súmale a eso un cambio en el clima que provocará en unas pocas décadas una desertización galopante, donde se destruirán zonas de cultivo y donde habrá miles de millones de personas que no tendrán acceso al agua y que vagarán por el mundo huyendo del hambre y de las epidemias. Así que, tú verás. Todo ello salvo que uno sea uno de los elegidos, por supuesto. Porque las elites se librarán. Las súper elites. Eso y que persiste aquella sensación de que, al final, no hay nadie al mando. De que si entráramos en el puente de mando del planeta encontraríamos a dos tíos contando billetes y el timón sujeto con una cuerda a un botijo. —ECP: Por el salto en el tiempo que hay en tu novela, uno podría pensar en la ciencia-ficción. Pero la ciencia no comparece en ella. Para eludir el futuro terrible de tu historia, ¿sólo la ciencia puede salvarnos? —GS: Me hace gracia lo de esgrimir la ciencia como si fuera un dedo de Dios que fuera a bajar del cielo y lo fuera a arreglar todo. “Nada, ustedes tranquilos, que ya verán como cinco minutos antes de que todo se vaya al carajo inventamos algo y se soluciona todo”. Eso queda muy bien para las películas de Hollywood, pero no creo que sea aplicable a la vida. ¿Tú quieres vivir con tanta emoción, con tanto suspense? Y la ciencia salvará, sí, pero salvará a unos cuantos. A los de siempre. Como ya lo va haciendo hoy día. La cuestión no es la ciencia. La cuestión es que la ciencia será para los que puedan beneficiarse de ella. Así que suerte. Y otra cosa es que está por ver si la ciencia va en favor o en contra de los intereses de los ricos. Y si los intereses de los ricos son los mismos que los de la gente de a pie. ¿O no hemos vuelto a la doctrina de “lo que es bueno para la General Motors es bueno para América”? ¿Y tú crees que eso es bueno para el planeta? «La cosa es que yo ya no sé lo que es ficción ni lo que es realidad. Que no sé si tu realidad es la misma que la mía». —ECP: Novelas, cine y series de televisión por un lado, por el otro los relatos de los políticos. Vivimos envueltos en una red incesante de ficciones cruzadas. ¿La ficción nos salva o nos condena? —GS: La cosa es que yo ya no sé lo que es ficción ni lo que es realidad. Que no sé si tu realidad es la misma que la mía. Si llega el presidente de Estados Unidos y dice que la prensa miente o que determinada prensa no puede entrar a cubrir lo que tenga que decir. Si se inventa un atentado en Suecia. Si uno ve una noticia en una cadena y luego en otra y la sensación que le queda es de profundo estupor. Porque una de las dos tergiversa. O directamente miente. La realidad, al fin, no es más que ese universo que vive en el interior de cada uno y que sólo cada uno sabe. Lo demás, el mundo exterior todo, no son más que proyecciones interesadas. Se me está ocurriendo una idea para una novela... —ECP: Tus novelas describen luchas incesantes y la crueldad del mundo, pero también están pobladas por gente débil que trata de sobrevivir. —GS: Discrepo con lo de débiles. Tal vez Gusanito fuera débil a su manera. Pero los demás, no. Te cambio “débil” por “pequeño”. Entonces sí. Y que todos somos demasiado pequeños como para pelear contra un mundo tan cruel. Lo tenemos demasiado difícil. En cualquier caso, y ciñéndonos a lo literario, imagino que cada autor tiene sus propios temas. Y uno de los míos es ese. Lo es porque es con esos personajes con los que siempre me he sentido identificado —literariamente y no—. Ese personaje diminuto que lucha contra un mundo que lo rechaza, que tiene que luchar por su supervivencia o por su cordura. Pongamos un ejemplo: Proust y el tiempo perdido. La obra, qué duda cabe, es magnífica, poderosa. Pero la cuestión es: con quién empatiza cada cual, qué problemas realmente le atraen, o le distraen. Y en ese sentido Marcel no es de mis favoritos. Yo me decanto —ya que estamos de franceses— más por la Cosette de Los Miserables. «Hay algo en el fondo de ellos que, si pudiéramos mirarlos a los ojos, nos haría reconocerlos como a uno de nosotros. Eso es lo terrible». —ECP: Tu última novela alcanza el paroxismo de esa lucha por la vida, pero aflora a la vez en ella más que nunca, precisamente, la ternura. Hay un contraste muy vivo entre la crueldad y la ternura a través de los niños y las mujeres que se ven sometidos a las reglas de la supervivencia en un lugar tan despiadado. —GS: Es, en el fondo, lo que tú apuntabas. Estos seres han sufrido, por circunstancias, lo que podríamos llamar un desvío de su “situación” como humanos. Sin embargo, lo siguen siendo. Hay algo en el fondo de ellos que, si pudiéramos mirarlos a los ojos, nos haría reconocerlos como a uno de nosotros. Eso es lo terrible. Y una de las cosas que pretendía resaltar, que el ser humano es capaz, ya lo sabemos, de lo más terrible y cinco minutos después de lo más sublime. Están los niños, sí, y las mujeres. Pero también está Taner. —ECP: Taner representa en Dos mil noventa y seis la atracción, el carisma de ese cirujano de hierro, ese dictador a cuyos brazos se arroja tantas veces el ser humano en los momentos más difíciles. ¿No hay forma de librarse de ese vórtice oscuro en las relaciones de poder que atraviesan nuestra realidad? —GS: Los romanos, en tiempos del Imperio, designaban dictadores para determinados momentos de especial crisis. Elegían al individuo correspondiente y le otorgaban poderes casi ilimitados durante un periodo de tiempo. Por supuesto, los dictadores lo primero que hacían —acuérdate de Sila— era arramblar con sus enemigos y pasarlos por la cuchilla y expropiarles hasta las sandalias para regocijo del personal. Carlos Fuentes en La muerte de Artemio Cruz componía una escena en la que unos jóvenes revolucionarios andaban planeando cómo hacer para darle la vuelta al estado y cómo luego hacer para quedarse con el poder para siempre. En Cuba la leyenda habla de las cacerías de langostas de los Castro y de sus yates en la Isla de la Juventud. Eso mientras el resto de la isla está como está. Trump tiene montado un gobierno paralelo de millonarios en un club de Miami. Están los Pujol y los directivos de las Cajas de Ahorros... ¿Sigo? —ECP: Eludes los caminos más transitados de eso que ahora llaman, de forma paradójicamente redundante, novela literaria: ni autoficción ni metaliteratura, nada de protagonistas que sean escritores. ¿Se mira la novela actual demasiado el ombligo? —GS: Lo primero: no soy quién para realizar semejante juicio. Soy, además, alguien que huye de las generalizaciones y que odia el “ikeísmo”. Imagino que cada cual escribe de lo que le apetece o de lo que le dejan. Me parece genial, además, que todos estén en la metaliteratura. Me lo parece porque me dejan todo el campo abierto para lo demás. En mi caso, digamos que son temas que no me interesan en exceso, aunque tampoco es que anden descartados. Sí que noto, en cualquier caso, que hay como un cierto “desprecio oficial” hacia los que no lo hacemos. También me parece perfecto. En cualquier caso, ya decía Nietzsche que el que mira demasiado tiempo dentro de un ombligo notará que el ombligo terminará mirando dentro de uno. “Ikeísmo”, por cierto, es un término que se me acaba de ocurrir para definir esa necesidad que atenaza a tantos de saber exactamente en qué “ismo” va cada cosa. Sea novela, poesía, película o forma de hacer el cubata. Muy aburrido. «El estilo no es negociable» —ECP: Tu voluntad de estilo, creo que más patente que nunca en tu última novela, te aleja también de las formas propias de la novela con intención de best seller, que busca el entretenimiento puro y duro sin reparar en la forma. ¿Qué tierra de nadie tratas de conquistar con tu escritura? —GS: Bueno, yo espero que no sea necesario escribir de una determinada manera canónica para ser best seller. Si es así, mal asunto. El problema aquí es que el estilo no es negociable. Que hay una música que se va buscando en lo que se escribe, que hay una obsesión por determinadas formas de estilo —que a los personajes se les comprenda a través de la acción y no del pensamiento, que la narración vaya desde la propia escena, la cercanía a la oralidad—, de las que no estoy dispuesto a apartarme porque sería negarme a mí mismo. Digamos que tengo, de momento, la suerte de poder escribir aquello que quiero. Y que ando escribiendo los libros, fíjate, que a mí me gustaría leer. Los que me gustaría leer y como a mí me gustaría que fueran escritos. Sostengo, además, que mis libros pueden leerse de dos formas diferentes. Una, la forma del que va solamente buscando una historia. Otra, la del que, además de buscar una historia, busca otras cosas. Una forma de expresarse, una crítica social, o quién sabe si incluso filosófica. Mi objetivo, esa tierra de nadie que pretendo conquistar, es que ninguno de ellos quede decepcionado. Se pueden escribir buenas historias y se puede escribir bien. Las dos cosas al mismo tiempo. —ECP: Leyendo tu novela, tenía la sensación constante de enfrentarme a un poema en prosa visionario e hipnótico. Sin abandonar nunca la pura narración, sin dejar de provocar en el lector el deseo de saber qué va a pasar a continuación y de pasar una y otra vez la página, lo sometes a la vez a un viaje muy intenso de visiones y emociones que a mí me ha recordado a poetas salvajes y delirantes como Lautréamont. —GS: ¿Ves? Lo que yo decía hace un momento. Tú eres de los que quieren —o saben apreciar— ese algo más. Pero vuelvo a lo que he dicho antes. Hay una música que no es negociable, que tiene que imponerse. No hay más. Si hubiera que renunciar a eso, entonces habría que renunciar a todo y buscarse una isla desierta en la que vivir. En cuanto a los adjetivos que usas, pues... Gracias, creo. En cualquier caso, ya lo he comentado en alguna ocasión, mi objetivo es que no me suceda aquello de lo que Borges acusaba a las novelas. Aquello de que, decía Borges, las novelas, al final, se llenaban de tazas de té y de sombreros de señora. Lo que yo pretendo es que Borges no pudiera acusarme de que en mis novelas haya una sola frase en la que la tensión o la intensidad hayan decaído. «A lo mejor lo que pasa es que yo sigo en Costa Rica, con las tortugas, y que estoy soñando que estoy en Murcia y que estoy escribiendo». —ECP: Has vivido en distintos países y te has dedicado a los trabajos más variopintos, antes de recalar en la ficción. Las novelas que ahora escribes, ¿son el descanso del guerrero que hay en ti?
—GS: O a lo mejor es al revés. A lo mejor lo otro es el descanso del guerrero de lo de escribir. A lo mejor la realidad es aquello y esto no es más que un sueño o una mentira. A lo mejor lo que pasa es que yo sigo en Costa Rica, con las tortugas, y que estoy soñando que estoy en Murcia y que estoy escribiendo. A lo mejor lo que pasa es que yo estoy en Murcia escribiendo y estoy soñando que estoy en Costa Rica soñando que estoy en Murcia escribiendo. A lo mejor es que yo soy Enis y estoy soñando que duermo en una cuna bajo el mar y que viene un animal blanco y de ojos negros a hacerme esta entrevista. —ECP: ¿Qué hay de todas esas experiencias pasadas tuyas en tus novelas? —GS: Mucha gente me dice: “tanto estar por ahí y nunca escribes sobre las cosas que te pasaron”. Es una acusación que cada poco viene a mí. Sin embargo, se equivocan. Eso siempre está ahí. Todas las veces. El problema es que ya me las apaño yo para que no se vea... —ECP: Quieres hacernos creer que no eres tan peligroso como tus personajes, según repites en tus presentaciones. Di la verdad: si no te dedicaras a la ficción, ¿cómo canalizarías toda esa violencia? —GS: La cuestión es por qué supones tú que es posible canalizar de alguna manera mi irresistible sed de sangre... No, la realidad es que yo soy muy dulce... —ECP: ¿Cuál es el norte hacia el que te diriges con tu próxima novela, hacia qué nuevo lugar van a dirigir sus ansias de supervivencia tus personajes? —GS: ¿La siguiente? Las mujeres, la última frontera...
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20/9/2022 09:12:17 am
Buenos días señor / señora,
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El Coloquio de los Perros. CABEZAS, ISMAEL
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