Entrevista realizada por FLORENTINA CELDRÁN Un hombre desnudo Un día antes de la pasada Nochebuena, al narrador Ignacio Borgoñós (Cartagena, 1975) se le ocurrió presentar su novela Un hombre desnudo, recién publicada por la editorial valenciana Cuadranta. Yo tuve el honor de ser su escudera en dicho acto, celebrado en un lugar privilegiado: el auditorio del Teatro Romano de su ciudad natal. Estaba a rebosar. Hubo gente que se quedó de pie. A los que le hemos tratado no nos sorprende ese lleno de asistencia: Ignacio no sólo es un brillante contador de historias, sino que es una figura de la intelectualidad local tangible y universalista, nada distante, una voz humanista que baja al barro social, moral, y a la que da gusto leer, escuchar y, por supuesto, aprender. Aproveché la ocasión para entrevistarle y que los lectores de El coloquio de los perros supieran que cuando se habla de la obra de Borgoñós se tocan temas incómodos, que no deberían serlo en una sociedad occidental sin tabúes. Veamos, pues. —EL COLOQUIO DE LOS PERROS: «Después de aquel incidente que habría de cambiarle la vida, fue al parque y comenzó a quitarse la ropa hasta quedar totalmente desnudo. Esa es la única certeza». Este es el inquietante inicio de tu última novela, Un hombre desnudo, ¿pero cómo nos la resumirías, sin rompernos la magia? —IGNACIO BORGOÑÓS: Se trata de una novela existencialista, donde un hombre que se dedica al curioso trabajo de escribir las frases que solemos encontrar en los sobres de azúcar cuando acudimos a una cafetería sufre un encuentro fortuito que voltea su vida por completo. Ese hecho le hace tomar la decisión de desnudarse para llamar la atención de los demás, sin embargo, nadie lo ve así: desnudo. Y es esa extrañeza la que recorre todo el libro como una gran metáfora de lo desapercibidos que podemos pasar para los demás, incluso para los más cercanos. —ECP: Existe un debate entre los escritores sobre cuando un escritor tiene agarrada una novela. Pilar Adón nos dice que ella la tenía cuando tenía claro el final. Jesús Perona cuando algo en la actualidad le sacude con fuerza. De Javier Marías se ha dicho que, si tenía una primera frase, tenía el libro entero. En tu caso, ¿cuándo agarra Ignacio Borgoñós una novela? —IB: Pues cuando tengo una imagen. Para mí eso es lo primero. Para tener la certeza de que esa imagen es lo primero hay que deconstruir la novela, esto es: imaginemos un libro cualquiera con su cubierta, sus páginas; antes de eso está la edición, la corrección, el proceso de escritura, las notas y, antes, el folio en blanco. Pero yo me pregunto qué hay antes de ese folio en blanco, y es cuando veo con más claridad la respuesta a esta pregunta que me haces. Veo una imagen. Es un pensamiento, una fotografía mental. Esa imagen te lleva a otras imágenes, te lleva a crear una trama y entonces ya tienes ahí el germen de la novela, del cuento o de lo que escribas. Has llegado al núcleo de todo esto. —ECP: Un hombre desnudo es lo que se suele tipificar como una novela corta. La acción trascurre en dos días y se estructura en 16 capítulos, que no tienen un orden cronológico y donde hay un elemento —el lector tendrá que descubrirlo— que funciona como la clave de bóveda de su estructura. ¿Cómo se decide un esquema tan preciso? —IB: Bueno, empecemos por eso de novela corta, que lo acepto, que incluso me gusta, porque vivimos en un mundo donde todo tiende al reduccionismo, donde nadie tiene tiempo para nada y por eso la concisión es importante; pero veo un afán denodado por etiquetar todo, incluso las novelas: cortas, históricas, románticas... En el fondo solo son novelas. Y si hubiera que hacer una distinción, me gustaría hacerla en el sentido de si son buenas o no lo son. Es más, si pienso en uno de mis libros favoritos, La metamorfosis de Franz Kafka, entra en esa tipificación y, sin embargo, es uno de los mejores libros de todos los tiempos. Lo que quiero decir es que no importan las etiquetas ni la distancia recorrida con más o menos palabras, sino el mensaje. Puedes leer un tocho y quedarte impasible, y leer una novela de pocas páginas y cambiar para siempre tu postura ante el mundo. Con respecto al esquema preciso de mi novela, eso lo hacen los años escribiendo. Empecé con diecisiete y no he parado. Algo habré aprendido del oficio, digo yo. He aprendido a no leer de una manera inocente, sino fijándome en cómo lo hacen los demás, en qué técnica emplea cada escritor, asomándome a las estructuras internas de sus escritos. Digamos que así juntas un buen puñado de herramientas literarias que después puedes poner en práctica. Lo que está claro es que hay un trabajo previo al tecleado frente a la pantalla del ordenador, donde hay un puñado de papeles pintarrajeados, con flechas, con notas, con números para decir que esto va delante y esto otro va detrás. Un pequeño lío que a veces no entiendo ni yo mismo. Pero en todo ese proceso se va clarificando la idea que luego tecleas y ya se parece mucho al resultado final. No me interesaba hacer una novela plana, sino una que funcionara como fotogramas que pudiera recortar y así hacer dos tramas que finalmente se tocan. —ECP: Nuestro protagonista no tiene nombre y en el título utilizas el indeterminado “un” en lugar del determinado “el”. ¿Por qué esta decisión? —IB: La decisión es porque se trata de un “universal”, esto es, porque pienso que lo que le sucede al protagonista le puede suceder a cualquier persona. Nos vale a todos. Cualquiera de nosotros puede aparecer desnudo ante los demás y sentirse ninguneado, extrañado de que nadie vea sus problemas, sus vergüenzas. A mí me interesan los seres innominados, ahí es donde están los verdaderos héroes y no en Marvel. —ECP: En algunas de tus novelas anteriores --Hotel Mandarache con Cartagena o Recitando a Petrarca con Budapest y Toledo—, las ciudades han sido un protagonista más de la novela. Sin embargo, en esta la ciudad es Madrid, pero no tiene un gran protagonismo. —IB: La sitúo allí porque Madrid es una gran ciudad y yo necesitaba el espacio de una gran ciudad para desarrollar toda la trama. Suelo visitarla a menudo y poco a poco voy conociendo más aspectos de ella. Cuando viajo allí levanto la cabeza, veo, y claro, sin querer se va erigiendo el escenario de mis novelas. La he utilizado muchas veces, incluso en cuentos. Me encanta como ciudad, sus avenidas, sus museos, sus bares y librerías. Es como un grandísimo escenario de cine. Sus posibilidades son infinitas, como el Nueva York de Woody Allen. Por eso, escribir historias con Madrid de fondo es muy fácil. No hace falta que trate de darle protagonismo porque por sí misma sobresale. —ECP: Toda la obra está llena de guiños literarios, como el perro Chesterton, que nos hablan del gran lector que es Ignacio Borgoñós. ¿Nos cuentas cuáles son tus gustos, tus influencias? —IB: Tres escritores han influido en mí de manera definitiva, estando curiosamente dos de ellos a tiro de piedra. Son Baroja, Pedro García Montalvo y Miguel Sánchez Robles. La lectura de El árbol de la ciencia de Baroja fue el que me hizo acercarme a la literatura. Si no hubiera leído ese libro, quizás jamás hubiera escrito. Los libros de García Montalvo fueron la reafirmación literaria, escribir conforme su estilo, imitándolo, me dio mucha seguridad y los primeros premios literarios. Sin duda, está en mi formación como escritor. Y Miguel Sánchez Robles es la actual cima, leerlo es apasionante, me ha enseñado muchísimo. Lo admiro y él lo sabe. Eso con respecto a mi formación como escritor. Con respecto a mis gustos, yo destacaría a Francisco Umbral como el mejor prosista en español. Leerlo es embrujador, tiene una facilidad para leerse y una maestría que me pasman. Todo ello aderezado de unas frases demoledoras que están impregnadas de certeza y literatura. Sin ir más lejos, por lo que decíamos antes de Madrid, él escribía: «Madrid huele a tarde de toros, a la mierda del animal muerto, a fumador piorreico y, un poco, a Anís del mono». Guau. Y me encanta la poesía de Manuel Vilas, que es auténtico rock and roll; porque a pesar de ser narrador soy lector de poesía: Whitman, Joan Margarit, Szymborska, Adam Zagajewski... Y si de lo que hablamos es de libros de mi predilección, pues El palacio de los sueños de Kadaré; La metamorfosis, que cité antes; El callejón de los milagros de Naguib Mahfuz; Los detectives salvajes de Bolaño; el cuento ‘Casa tomada’ de Cortázar; Luces de bohemia de Valle; las Meditaciones de Marco Aurelio, casi todo lo que he leído Philip Roth, Memorias de Adriano de Yourcenar; me encanta Houellebecq, hay cuentos y poemas de Borges que me han dejado de una pieza, en fin, podría estar así hasta el infinito. Es un privilegio poder leer así, salvaje. —ECP: En tu anterior novela, Un hombre analógico, con la que ganaste el premio José Luis Castillo Puche, el protagonista elaboraba crucigramas. En ésta hace las frases para los sobres de azúcar. ¿Nos quieres forzar a ver todo aquello que, aunque cotidiano, nos pasa desapercibido? —IB: Insisto en que en lo innominado está la heroicidad. Hay mucha gente interesante que no sale del anonimato. Me atrevería a decir que los mejores escritores seguro que no están publicados. Me planteo aquí cuántas escritoras habrán quedado en el olvido a lo largo de la historia e incluso en el anonimato por el hecho de haber sido mujeres en un mundo machista. Por eso en mis últimas novelas los personajes no tienen nombre y hacen cosas cotidianas pero a la vez extraordinarias. Hay, quizás, una obsesión por la normalidad alcanzada por éstos y los azarosos acontecimientos que voltean por los aires esa ansiada normalidad. Entonces, si lo que ansiamos es esa cotidianidad, es que en ella está la virtud. Pasar desapercibido en ocasiones se parece a la felicidad. Hay demasiado ruido en la sociedad actual, que nos distrae de lo esencial. Como en el libro, hay muchas personas desnudas a quienes no hacemos ni caso. —ECP: En una entrevista anterior dijiste que con tus obras querías manifestarte «para no morir de frío, ya que escribir me da calidez y me reconforta», pero el panorama editorial es duro, complicado. ¿Cómo ves la situación en la actualidad? ¿Escribirías, aunque no pudieses publicar? —IB: En una ocasión, el escritor leonés Julio Llamazares hizo una distinción entre los escritores que escriben solo si van a publicar con cierto grado de éxito y los que seguirían escribiendo aunque supieran que jamás van a publicar. Yo me encuadro en este segundo grupo. Es lo único que sé hacer. Es donde realmente me siento yo mismo. Cierto es que me encanta hacer mía esa frase del escritor gallego Manuel Rivas que dice «escribo para no morir de frío», que me pareció preciosa y que resumía perfectamente el asunto. Pero en realidad toda mi obra gravita en torno a una frase de Umbral: «Un aviso dejo, la muerte del libro y la herida en la idea». Así pues, escribo para evitar que se dé esa situación tan horrible sobre la que nos previene Umbral. No podemos tener en la feria del libro a Luis Landero en una caseta y en la de al lado a Mario Vaquerizo, porque no, porque el libro se muere entonces, porque nos vale todo y confundimos formato con interior. Y “la herida en la idea”, porque si solo leemos para ver quién es el asesino, o si nuestros modelos son los que roban bancos, los de la mafia, los vikingos o romanos de turno o los que van a hacer las bravuconadas más grandes, ¿dónde está la idea que aportan esos libros? ¿Dónde está el mensaje? En cambio hay un fuego literario sagrado que se inició con Homero y que ha ido pasando de mano en mano hasta los escritores actuales. Ése es el modelo que hay que seguir, bajo mi punto de vista. Así el libro no morirá ni la idea estará herida. Cuanto escribo va en ese sentido. Todo lo demás que nos venden es puro entretenimiento. Hay más profundidad en un libro de Albert Camus que en todo Netflix. Y claro que tiene que haber un espacio para todos los gustos, pero para el libro que aporte una idea también, no sólo un monopolio del entretenimiento. —ECP: Creemos, no sabemos si estarás de acuerdo, que eres un perturbador profesional, en esta novela por ejemplo afirmas: «Solo son dignas de amor verdadero aquellas personas que están dispuestas a empujar tu silla de ruedas. Todo lo demás es mentira». Fuera de un plumazo el amor romántico al uso... —IB: Me gusta eso de perturbador. Por el contrario, no me gusta que en cuestiones serias como en el amor nos limitemos a ver pasar gente por nuestra vida. Utilizaré de nuevo una cita literaria para explicarme, ahora toca un libro maltratado por encasillarlo en un género, porque en realidad es una gran historia de amor, como es Drácula de Bram Stoker, cuando allí se dice eso de: «El hombre más afortunado del mundo es aquel que encuentra el amor verdadero». El verdadero carisma y la nobleza de una persona se ven cuando vienen los reveses, ahí te das cuenta del significado de las palabras “te quiero” o de la gran mentira que has vivido. La posibilidad de la silla de ruedas siempre está ahí, lo que hay que ver es el coraje que tendremos para empujarla si nos toca hacerlo. —ECP: Los antiguos griegos crearon el mito de Pandora para hablarnos de los peligros de la curiosidad, pero en esta obra a ese tema se le da una vuelta de tuerca. ¿Es el azar, la curiosidad, lo que cambiará la vida a nuestro hombre o, como en la cita de Carrère del inicio, el problema es mucho más complejo que la mera curiosidad?
—IB: Desde que leí por primera vez a Paul Auster supe que el azar iba a ser determinante en todo cuanto fuera a escribir en adelante. El componente que tiene el azar en nuestras vidas es muy importante y casi siempre definitivo. Así que no puedo obviar eso en mi obra. En cuanto a la curiosidad, en Un hombre desnudo resulta determinante. El protagonista quedará indefenso en cuanto empiece a interesarse, a curiosear, tras su encuentro fortuito con un hombre que parece saber mucho de él, que le proporciona datos como si se conocieran de toda la vida, cuando sin embargo él no lo reconoce, no sabe quién es, pero le habla de una mujer de su pasado que quiere volver a contactar con él. Y, mientras, nuestro protagonista muerto de curiosidad y pasmado a la misma vez al saber que todo cuanto dicen de él es mentira. Aquí se abre quizá el aspecto más interesante del libro, cuando ante el lector se generan las dudas y tiene que inclinarse por apoyar al protagonista o empezar a pensar mal de él. Ahí es donde entra la cita inicial de Carrère. Este libro es como la vida, llevo la duda al límite. —ECP: Julio Llamazares dijo en una ocasión que los escritores siempre escribían la misma obra. ¿Estás de acuerdo con esta afirmación, son siempre los mismos temas los que rondan tu obra? —IB: Cuando un lector sabe apreciar el trabajo de un escritor espera más o menos lo mismo de su siguiente libro. De lo contrario se sentiría traicionado. Pero pasa lo mismo en cualquier disciplina artística, ya sea música, pintura. Eso desde el punto de vista del consumidor. Desde el punto de vista del creador estimo que lo más acertado que se puede hacer es crear un tono literario propio, esto es, sería bien fácil detectar un libro de Umbral entre una montaña de libros con solo leer una líneas de él. ¿Por qué? Pues porque tiene un estilo propio, salta a la vista. Por eso parece lógico que los escritores seleccionemos temas similares, que en el fondo son obsesiones que se liberan cuando trabajamos sobre ellas. Es más, acertamos explorándolas, llevándolas al papel, y el lector responde porque son auténticas y le llegan. Así pues, era acertado que García Márquez escribiera de ese inframundo de los más desfavorecidos, que Onetti lo hiciera de los que siempre parecen cansados, que Auster lo haga del azar, que Saramago lo hiciera de una manera ensayística y novelada a la vez. No sé si será la misma novela, lo que sí sé es que se escribe sobre las mismas obsesiones y por eso se marca un estilo propio.
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Entrevista realizada por ANTONIO AGUILAR RODRÍGUEZ Hombre solo Me atrevo a lanzar unas preguntas a Eduardo Moga, autor de Hombre solo, publicado por Huerga & Fierro en su colección El Rayo Azul. Se las lanzo en un sentido casi literal, porque lo hago a través de las redes digitales y con la connivencia de Juan de Dios García, uno de los perros que vela por esta casa. Y esto es lo que responde, incluso con un pequeño ‘zasca’ al encontrar dos preguntas similares. Poco más debería añadir. Y, a modo de spoiler, me queda señalar que al leer sus respuestas sobre Hombre solo pienso lo hermoso que hubiera sido hacer la entrevista cara a cara. —EL COLOQUIO DE LOS PERROS: ¿Se está volviendo Eduardo Moga un poeta popular en el sentido en el que él mismo lo afirmaba de José Agustín Goytisolo en una reseña donde expresaba que nunca quedaba claro si era un elegido o un reproche y que era una especie de dorada medianía: alguien al alcance de los menos educados, pero a quien los cultos no rechacen? —EDUARDO MOGA: Todo escritor quiere ser más leído, es decir, leído por más gente, y el que diga otra cosa (aunque lo racionalice: la inmensa minoría; con un lector me basta, o con ninguno; yo solo escribo para mí; etc...) miente. Yo no soy una excepción. Sin embargo, también me gusta, y quizás prefiero, ser bien leído, es decir, que esos lectores que me lean, pocos o muchos, me lean bien. No me interesa, pues, un público masivo (que la poesía, por otra parte, difícilmente tiene), sino un buen público, compuesto por buenos lectores; y si es numeroso, pues mejor. Si me convirtiese en un autor “popular”, siempre tendría la sospecha de haber hecho algo mal. —ECP: Con la lectura de Hombre solo tengo la sensación de pasear por una gran avenida, por un paisaje urbano a última hora del día o primerísima hora, cuando aún la luz no imprime un halo de esperanza. ¿Qué importancia tiene el paisaje, el medio, en su poesía? ¿O tal vez, se me ocurre, sea tan solo una especie de espejo velazqueño en el que se mira o necesita mirarse? —EM: Muchos de los poemas de Hombre solo han nacido —en la mente, en la sensibilidad; la escritura viene luego— en largos paseos dados en la ciudad donde vivo a última hora de la tarde, con el ocaso o la primera noche. Ha sido siempre mi hora preferida del día. Constituye el marco adecuado para el ejercicio de la melancolía, la busca de consuelo o la liberación del yo, cosas que a menudo, en mi caso, van juntas. El paisaje siempre es fundamental en mi poesía —un paisaje cósmico o local: da igual el tamaño—, porque conjuga la existencia objetiva del mundo con la existencia subjetiva del yo. El paisaje son las cosas de la realidad, pero también las cosas de la conciencia. El ser se proyecta, en él, en todos los seres, y yo me siento abrigado por lo que veo y por lo que eso que veo me hace sentir. El paisaje me proporciona estímulos y me aporta certidumbres en las que apoyarme, aunque sean pasajeras: no soy solo la nebulosa de la interioridad, con su amalgama de sentimientos y fulguraciones, sino algo cierto, vecino del pájaro que pasa o del árbol que también pasa, algo material, tangible, que me ayuda a sobrevivir a los fantasmas interiores. Cuando paseo al atardecer, o en cualquier otro momento, me afirmo en el ser, pero, a la vez, me desprendo del yo, como de la piel de una serpiente. —ECP: «Insisto en vivir. Y en morir». ¿De qué manera se integra la muerte en la vida? —EM: Ya los estoicos supieron ver que la vida no es sino un morir constante, que la muerte está ínsita en la vida, y que la determina. Los existencialistas del siglo XX elevaron esa certidumbre a axioma. Desde el primer aliento estamos muriendo, y vivir es aprender a despedirse, hasta que llega la gran despedida, la despedida irreversible, la madre de todas las despedidas: la nuestra. Pero, si solo nos quedamos con esto, por determinante que sea, no disfrutaremos de la oportunidad que la muerte, no la vida, nos da: la de disfrutar todo lo que podamos del tiempo que se nos conceda; la de gozar del cuerpo, de la palabra, del arte. Y estas cosas son valiosas porque son finitas. —ECP: ¿Qué hay de consuelo en articular el dolor? ¿O no hay consuelo? —EM: Por supuesto que hay consuelo. El dolor articulado es menos dolor. Y la primera articulación consiste en decirlo: el dolor dicho es menos dolor. Y, para decirlo, antes hace falta pensarlo, aunque sea inconsciente o irracionalmente. El pensamiento es un bálsamo: identifica las realidades (a menudo a tientas, tropezando, equivocándose) y las desgaja de la confusión en que vivimos, de la confusión que somos. Ese solo acto sosiega. Ver las cosas fuera de nosotros, aunque sigan siendo nuestras, atenúa el peso del yo. Y ser menos yo es un gran alivio. —ECP: En esa desposesión que se aventura en el libro no sólo encontramos un vacío, una nada metafísica, por un lado, y física, por otro, con las alusiones a la edad y al paso del tiempo, sino también social, me parece leer, una exposición de la corrupción social. ¿Puede ser así o estoy intentando ver más de lo que hay? —EM: La dimensión social está siempre presente en mi poesía. No deja de ser un aspecto del paisaje al que aludía antes. Soy incapaz de percibir lo que me rodea (y lo que bulle dentro de mí) sin atender a la imbricación de intereses contrapuestos que refleja (y, por lo tanto, de desequilibrios, de carencias, de injusticias) y sin formular un juicio ético sobre el ejercicio del poder. Aunque ese juicio ético no puede ser tético, es decir, no puede estar en la superficie del poema, como una bandera, sino que ha de subyacer en él, tiene que ser implícito. Tal como yo la entiendo, la poesía no puede desentenderse de la vida colectiva. Esa vida también forma parte de la que debemos exprimir antes de morirnos: también nos define, también nos condiciona, también somos nosotros; y también nos aporta infinidad de estímulos que asimilar y sobre los que reflexionar. Por desgracia, muchas de las cosas que nos llegan desde fuera son lamentables: demostraciones de la rapacidad y la estupidez del ser humano. —ECP: ¿Ha encontrado al final de la escritura de este Hombre solo la nada plena que formula en ‘Pero no pasa nada’? —EM: Esa nada no se encuentra: se posee. La arrastramos cada día. Vive con nosotros, en nosotros. Yo intento (d)escribirla para enajenarla y, por lo tanto, para dominarla, al menos lo suficiente para vivir sin angustia, o con una angustia tolerable. —ECP: Una curiosidad de lector-escritor, ¿cómo escribe estos poemas enormes, extensos, sin caer en el prosaísmo y guardando siempre esa musicalidad tan devastadora y tan del lado de la poesía?
—EM: A mí me gustan los poemas fluyentes, que te arrastran como un río, y en cuya deriva puedes contemplar un paisaje cambiante, un mundo múltiple. Pero fluir no quiere decir carecer de forma: el río discurre por un cauce, entre orillas. Como he dicho muchas veces, el poema ha de ser un río, pero también una casa. Para escribirlo, me sumerjo en la conciencia (una tarea que no resulta nunca fácil) y me desplazo por sus parajes, por sus meandros, por sus ramificaciones, y con ellos edifico el poema: sumándolos, como estratos o eslabones. Necesito que los poemas me den margen —espacio y tiempo— para decir lo que siento —lo que descubro, porque la palabra tira de la idea— que he de decir. El poema corto supone, para mí, una coacción intolerable (que, no obstante, he practicado alguna vez, con actitud que puede calificarse de masoquista). Para que el poema largo que suelo escribir no se desparrame, no pierda cohesión, es fundamental, entre otras medidas, la música o, más concretamente, el ritmo. El ritmo estructura y unifica. A falta de metro, rima y estrofa, es esa pauta vocal, recurrente y sutil, la que lo abraza y endereza. El ritmo, además, mantiene la tensión, un concepto para mí esencial en el verso. Y la tensión es el sinónimo elocutivo de la pasión: de la pasión por vivir (y por eludir la muerte ineludible). El verso ha de trepidar siempre, aunque sea largo, aunque haya muchos. —ECP: ¿El lenguaje hace el dolor más tolerable o más comprensible? —EM: Esta pregunta es muy parecida a la cuarta, y mi respuesta ha de serlo también. En la medida en que decimos el dolor, el dolor se mitiga. Decirlo es sacarlo de nosotros y esa alienación es curativa. El lenguaje nos permite deslindar lo que nos hace daño, o lo que no entendemos, y deslindarlo lo vuelve asequible. —ECP: Ese dolor no encuentra el pudor en este libro. Las alusiones al sexo son explícitas y se agradecen, las alusiones a los seres queridos también. ¿Un hombre solo es un hombre concreto? ¿Y qué puede enseñarnos a los demás hombres concretos? —EM: El pudor es un gran enemigo de la literatura. El sexo, no solo como fuente de placer, sino como conjuro contra la soledad y reconciliación con uno mismo, siempre ha sido otro de los polos de mi literatura. Y los seres queridos son la realidad, nuestra realidad, sobre todo cuando desaparecen: una ruptura sentimental, el fracaso de una amistad o la muerte de alguien amado te hace dolorosamente consciente de eso que nos esforzamos en todo momento por ignorar, pero que nos constituye: nuestra soledad, nuestra fragilidad y nuestra finitud. En nuestra concreción —en la de cada uno— está todo eso, y la radical incertidumbre de existir. Pero enseñar —en el sentido de adoctrinar— es difícil y acaso inconveniente. Quizá lo único que puede hacer la literatura es mostrar. Mostrar, con verdad, lo que nos une, que es justamente lo que nos separa, lo que hace de nosotros entes sin conexión posible, que flotan a la deriva, encerrados en sí mismos, y chocan con los demás, como bolas de billar en un tapete cósmico. Esa separación radical define a cada hombre y a todos los hombres. Entrevista realizada por DAVID LÓPEZ SANDOVAL Del tiempo y su miseria Fulgencio Antonio López Agüera, Pencho para quien tiene la suerte de conocerlo, es cartagenero, de Tallante, y forma parte de la quinta del 75, que, como todos saben, es la mejor hornada que haya visto el siglo XX. Es profesor de Lengua Española y Literatura y (a pesar de ello, como diría aquel) poeta. Un poeta que debuta por todo lo alto ganando el Premio Villa de Cox y siendo fichado por la editorial Pre-Textos. Miento. En realidad ya había debutado en dos concursos de poesía ganados antes, a cuya entrega de premios acudió de incógnito. Él es así; la humildad es su credo y no puede evitarlo. Tal vez haya sido esta proclividad al anonimato, este gusto por el segundo plano, lo que le haya permitido escribir un libro como Del tiempo y su miseria, y, sobre todo, hacerlo tan bien. Sea como fuere, al final el destino ha querido que el mundo se entere de que Pencho es uno de los poetas más hondos y más auténticos del panorama literario reciente. Yo ya lo sabía porque tuve el privilegio de ver cómo el libro iba cociéndose lentamente. Por eso, y porque lo conozco desde hace tiempo. De hecho, no solo es uno de mis mejores amigos. Es mi compadre. —EL COLOQUIO DE LOS PERROS: En cierto modo, y comparado con otros escritores de tu generación, tú llegas tarde a la escritura. ¿Qué es lo que te lleva a escribir Del tiempo y su miseria? ¿Ha habido siempre una proclividad (hasta ahora secreta) hacia la escritura, o tú también, como muchos de los que te conocen, estás sorprendido con este debut? —FULGENCIO ANTONIO LÓPEZ AGÜERA: Pues supongo que, ante todo, un placer por la lectura de ciertos poetas y de ciertos textos y un deseo de intentar aportar algo, de intentar entablar una suerte de diálogo entre la tradición y mi propia sensibilidad como lector, con la esperanza de que en ese diálogo participen futuros lectores. Todo empezó siendo un juego: el juego de encajar versos, pero poco a poco se fue convirtiendo en un aprendizaje, en un oficio que intento desempeñar con esfuerzo y pasión. —ECP: El libro ha merecido el Premio Villa de Cox y ha sido publicado por la editorial Pre-Textos, uno de los sellos más prestigiosos del país. Sé que es difícil ser objetivo cuando se trata de hablar de la obra de uno mismo, pero seguro que te has preguntado qué ha visto el jurado en el poemario para haberlo elegido como ganador del certamen. Si es así, ¿qué te has respondido? —FALA: Creo que el jurado habrá visto en el poemario un intento de comunicar algo verdadero, desde la humildad y con el máximo respeto a la tradición literaria, la cual homenajeo y reivindico. Este es mi primer poemario y soy consciente de que he tenido mucha suerte. Aprovecho para agradecer al jurado del premio y a la editorial Pre-Textos por la confianza que han depositado en mis versos. Espero no decepcionar. —ECP: El título está extraído de un verso del poeta Joan Margarit. Para mí es una doble declaración de intenciones: por un lado expones, de primeras, el espíritu que anima la mayoría de los poemas del libro, y, por otro, confiesas la influencia no solo de un grandísimo poeta sino de una manera de escribir poesía. ¿Cómo es esa influencia? —FALA: Llegué a la obra de Joan Margarit a través de mi amigo Ino y fue a partir del poemario Joana cuando descubrí una voz profundamente bella y conmovedora que de algún modo está presente en mi libro, o al menos ese es mi deseo. Si mis versos sirven para que los lectores descubran o vuelvan a frecuentar la obra de Joan Margarit, para mí sería un orgullo. En este sentido, me gustaría recomendar el monográfico que la revista El coloquio de los perros dedicó en 2007 al maestro, titulado “Joan Margarit. Uno de los nuestros”, un magnífico trabajo que yo he disfrutado y del que he aprendido mucho. —ECP: Sigamos con las huellas de otros maestros. El libro está dividido en cinco partes cuyos títulos son un homenaje a dos poetas muy presentes también: José Hierro y Claudio Rodríguez. Alguna vez me has comentado que ambos han sido descubrimientos relativamente recientes. ¿Qué hay aquí de cada uno de ellos? —FALA: Ambos están presentes, pero sobre todo Claudio Rodríguez es para mí una influencia fundamental. Su libro Don de la ebriedad es un prodigio insuperable de hondura y de precocidad. En cuanto a José Hierro, su influencia es más sutil, pero también está presente. Ambos poetas me han transmitido una forma de entender la realidad honda y luminosa que yo nunca hubiera sospechado y que está ahí, latiendo en lo humano y en lo sencillo y que solo ellos saben transmitir y ofrecer en sus versos, con generosidad. En ellos siento la poesía como descubrimiento, como intuición, como certeza, como «ebria persecución, claridad sola / mortal como el abrazo de las hoces, / pero abrazo hasta el fin que nunca afloja»; o como «una música imposible / como un ser vivo. Prodigiosa / como un presente eternizado / en su cénit. Oí sus ondas / candentes. Rocé con mis dedos / la palpitación de su forma». De nuevo, me gustaría invitar al lector a que mi poemario sea la excusa para descubrir o releer a esos maestros. —ECP: Cada una de las partes del libro está dominada semánticamente por una idea fuerza: luz, agua, sueño, muerte, tiempo. Estas ideas nos embarcan, a su vez, en un viaje que parte de una suerte de celebración del instante poético a un momento último donde se ajustan cuentas con la vida. De hecho, en ‘El cadáver del héroe’, uno de los poemas del final, escribes: «La vida es, con la edad, el cadáver de Héctor / que humildemente ansiamos sepultar». Yo aquí veo otra influencia, pero no de unos autores concretos, sino de una forma de concebir la existencia y la poesía. Me refiero al estoicismo barroco de los clásicos de la literatura hispánica. La única diferencia que encuentro es que, para ellos, en la meta de ese trayecto degradante que es la vida, hay esperanza, y para ti no. ¿Me equivoco? —FALA: Yo creo que la esperanza reside en el modo que tenemos de afrontar ese trayecto degradante que es la vida y el tiempo discurrido que nos condena irremisiblemente a la vejez y a la muerte. Tanto Don Quijote, como Lear, Monk, Antígona o Príamo no se resignan y perseveran con terquedad en una actitud vital que, a mi juicio, los dignifica y que tal vez tenga que ver con aquella maravillosa cita de Dostoyevski, «Tengo un proyecto: volverme loco», que yo desde aquí reivindico como un modo de continuar, empujando, como Sísifo, la roca en la pendiente y encontrando de alguna manera en la cima una suerte de consuelo, de misteriosa felicidad, aunque la roca acabe rodando y haya que recomenzarlo todo una y otra vez. Misteriosamente feliz es el título de un poemario de Joan Margarit. Me gusta también su concepto de poesía como último refugio, como casa de misericordia, como consuelo. «No hay nada más. La poesía es hoy / la última casa de misericordia». —ECP: En torno al eje conceptual del libro, que es ese viaje hacia la oscuridad, giran otros temas no menos importantes. Empecemos hablando del tiempo, de la memoria. En el poema que cierra la cuarta parte, una bellísima seguidilla, podemos leer: «Y los recuerdos / son la sola limosna / que merecemos». Explícanos qué importancia tiene la biografía personal en el poemario. ¿Es Del tiempo y su miseria poesía de la experiencia? —FALA: No sé escribir sin reconocerme en mis versos, por tanto, escribo desde la experiencia, desde mis vivencias, pero seleccionando aquellas que puedan ser compartidas, que puedan servir a otra persona de alguna manera. Siempre he entendido la poesía como un acto de generosidad, como un espacio en común donde quien escribe intenta darse desde lo más hondo, ofreciendo desde la claridad y la sencillez, tal vez alguna certeza. Pero por otro lado, intento guardar distancia como una manera de respeto hacia el lector y como intento de objetivar esa experiencia personal, para que pueda llegar a quien me lea, para poder compartirla con él y, quién sabe, para que esos versos sean capaces de comunicarle algo, de tocarlo de alguna manera. —ECP: Otro de los temas presentes es, en realidad, un pretexto formal: los comentarios pictóricos y musicales, que, unidos a las múltiples referencias a la literatura de la Antigüedad, completan un hermoso homenaje a la cultura occidental. Homenaje que, por supuesto, conserva reminiscencias borgianas y kavafianas, a mi modo de ver, otras dos influencias importantes en tu poética. ¿Puede la poesía renunciar (u obviar, como parece que hace en los últimos tiempos) a esa herencia? ¿Es el momento histórico presente tan novedoso que por fin estamos en disposición de quemar los museos y las academias, como diría el fascista Tommaso Marinetti? —FALA: Yo no creo en la quema de museos y de academias, sino en todo lo contrario: en el homenaje y la reivindicación de una forma de hacer poesía a la que ni siquiera el paso del tiempo le ha restado un ápice de vigencia y actualidad y que, a día de hoy, nosotros, lectores, aún frecuentamos, con misteriosa devoción. Todo intento de ruptura con la tradición responde, a mi juicio, a un mero juego que quizá haya ayudado a encauzar o a modelar una determinada voz poética, pero que más tarde o más temprano acaba abrazando a todas las voces del pasado que, como si de un eco infinito se tratara, la justifican y la sustentan. —ECP: En la magnífica presentación que Diego Sánchez Aguilar hizo en Murcia, dijo que las figuras de tus padres son algo así como el bajo continuo que articula el libro. Yo no solo estoy de acuerdo, sino que añadiría que poemas como ‘Esas cosas que la muerte apaga’, ‘Ropa recién tendida’ o ‘Jugar a ser Dios’ son de lo mejor del poemario. ¿En qué medida Diego y yo estamos en lo cierto? —FALA: Como he dicho antes, yo parto, en mis versos, de la experiencia y en ese sentido, la familia y las personas que quieres son parte fundamental en la educación sentimental no sólo mía, sino de cualquiera de nosotros. El poemario Joana, al que me he referido con anterioridad, fue en mí una influencia fundamental a la hora de afrontar estos temas, desde la distancia y el respeto, pero con la valentía de tratarlos desde la emoción. Encontrar ese equilibrio es dificilísimo y el maestro lo consiguió y yo desde aquí lo reivindico. —ECP: Pasemos, por último, a tratar algunas cuestiones de la forma. Sonetos, octavas reales, décimas, seguidillas, romancillos... El libro es, además de todo lo dicho anteriormente, un no muy disimulado manifiesto poético que reivindica la métrica y el ritmo. Resúmenos tu opinión al respecto. —FALA: He aprendido o he creído aprender el ritmo en poesía a través de la práctica de estructuras métricas tan exigentes como la décima, el soneto, la octava real... Es ahí donde comienza todo si uno quiere desentrañar la misteriosa cadencia de un poema. Por otro lado, reivindico la vuelta a la métrica clásica, tan fuera de moda últimamente. No olvidemos que probablemente los más bellos poemas de nuestra literatura han sido sonetos, romances, liras... Con sus rimas y sus sílabas tan encorsetadas, pero al mismo tiempo, con una naturalidad que te hace olvidar esa métrica tan exigente. Todo un reto y todo un prodigio. —ECP: Las formas orientales están también muy presentes. Me refiero al haikú y al tanka, estrofas que se caracterizan por la concisión y la sugerencia ¿Qué aportan a tu poética?
—FALA: Cultivar formas poéticas tan breves es un reto tan apasionante como complejo. Es muy fácil caer en lo superficial con formas métricas tan a priori asequibles. Concentrar una emoción en tres o en cinco versos requiere un ejercicio de síntesis y depuración que casi se parece a un milagro. Yo comencé a hacer tankas y haikús imitando a Luis Alberto de Cuenca y a Borges. He escrito muchos y solo he tolerado los que figuran en el poemario. Acaso no estén a la altura, pero confieso que he disfrutado mucho pergeñándolos. —ECP: Y ya, para terminar, permíteme que, dadas las circunstancias, adapte un tópico que no puede faltar en ninguna entrevista literaria como esta: ¿qué consejo darías a los poetas que empiezan a escribir [...] cuando están a punto de cumplir el medio siglo? —FALA: Que sean pacientes y no se dejen seducir por la vanidad y la inmediatez y, por supuesto, que lean a los clásicos, que intenten dialogar con ellos, que los imiten, que los adapten a su sensibilidad y a su tiempo, desde el respeto y el esfuerzo y, a partir de ahí, que encuentren en ellos su propia voz. Entrevista realizada por RUBÉN BLEDA Educación de una cortesana Cuando me puse en contacto con Ani Galván para acordar los detalles de esta entrevista, me contestó: «Nene, que me estoy haciendo las uñas, ¿vale?». La autora de Educación de una cortesana (Torremozas, 2022) no titula en balde sus libros. Se diría incluso que los sigue escribiendo o inscribiendo en su propia vida y en su propio cuerpo. Ani es (parafraseo unos versos de su poema ‘Cantiga de amiga’) la mujer con remordimiento por no ser del todo mujer o de haber aprendido a serlo demasiado. ¿Le sucederá lo mismo como poeta? Quizá tenga esos momentos de duda, de miedo, de pudor, de sentir que flaquea bajo sus pies la tierra de los libros leídos, de verse insuficiente el peso del bagaje (el único peso que nos solemos encontrar insuficiente), de no verse reflejada en los filólogos espejos de los versificadores acérrimos, de dedicarse con tanto tesón a su carrera académica que los versos le queden como escritos a escondidas, en interiores de armario; quizá tenga esos momentos tan millenial de experimentar el síndrome del impostor por todo, de no creerse autorizada en nada, en los que sufra acaso el remordimiento de no ser del todo poeta. Pero también aprendió a serlo demasiado, creo yo, si demasiado significa aparecer desnuda en el poema y ser invisible sin embargo. Aparecer desnuda y tener la consistencia de una ráfaga. Nombrar lo que se oculta es oficio de poetas; ocultarse en lo que nombra es el arte de una poeta que aprendió a serlo demasiado. En Educación de una cortesana Ani Galván despliega todas las gracias posibles del lenguaje y la cultura, todas las sutilezas de la lírica y sus inimaginables ensalmos para ofrecernos una colección de poemas muy depurados, aunque muy vestidos, de verso largo y hasta frondoso, con cadencias bíblicas y silencios que respiran. Como la cortesana en cuyo lucimiento no queda huella del esfuerzo gastado en maquillaje, elección de vestuario y de maneras. Tan invisibles la poeta y la cortesana en sus respectivas puestas en escena; tan invisibles las exactas cirugías de la palabra como las secretas artes del encanto. El cuerpo y el poema: escenarios ambos de una análoga disciplina, de un paralelo juego de revelación y misterio. —EL COLOQUIO DE LOS PERROS: ¿Qué hace Ani Galván con las uñas que se hace? ¿Las exhibe o las saca? —ANI GALVÁN: ¿Tiene que ser excluyente? Creo que en la confesión hay algo de exhibición, pero también de reivindicación. Confesar no únicamente para reclamar tu experiencia, sino para dar testimonio de una historia colectiva. Escribo, en parte, para buscar al otro. Y ese componente comunitario de lo confesional puede ser profundamente político; una voluntad de encontrar la universalidad en la pequeña historia de cada uno. —ECP: Tu poemario Educación de una cortesana ha ganado el XXXIX Premio Carmen Conde de Poesía de Mujeres; has participado en varios ciclos de poesía joven; recientemente fuiste invitada a un coloquio con María Sánchez-Saorín, dentro del festival poético Deslinde, bajo el sorprendente epígrafe de “Carne fresca”… ¿Te sientes cómoda con estas etiquetas? ¿Qué hay de necesario y/o de innecesario en premios destinados a mujeres o ciclos específicos de poesía joven? —AG: En algunos autores jóvenes sí reconozco ciertas inquietudes y temáticas comunes; no obstante, también encuentro poéticas muy diversas. Me sucede lo mismo en el caso de la literatura escrita por mujeres. No creo que esas “etiquetas” traten de segregar, sino más bien de reivindicar, celebrar u homenajear espacios, redes o genealogías que han sido invisibilizadas, omitidas... Imagino que los proyectos que orbitan en torno a esas categorías caminan en ese sentido. En cualquier caso, con este tema me surgen más preguntas que respuestas concluyentes. ¿Existirían proyectos en torno a determinados colectivos si hubieran tenido las mismas opciones reales en certámenes, publicaciones, en el acceso a ciertos espacios, en su momento? A lo mejor esa es la pregunta: hasta qué punto la etiqueta pudo impulsar la visibilidad, ofrecer vías alternativas y/o específicas para ciertas obras, poéticas, creadoras... —ECP: Las mujeres de clase alta que se dedicaban a la prostitución en épocas pasadas recibían el apelativo de “cortesanas”. Por otro lado, cortesano o cortesana también se asocia a la persona que antiguamente formaba parte de la corte y estaba al servicio del rey. ¿Quién es o qué simboliza la cortesana que protagoniza el libro? —AG: El título del poemario surgió a partir de un seminario al que asistí en Inglaterra y en el que nos hicieron leer fragmentos de El cortesano de Castiglione. En este libro renacentista se trazaban las virtudes que debía cultivar el perfecto cortesano, no sólo para generar agrado, sino para remarcar una imagen de respetabilidad y autoridad; en suma, de poder. Esa fue la idea en torno a la cual empezó a orbitar mi escritura: la educación de una mujer en cuyo aprendizaje de comportamiento, maneras, afectos, etc, va estableciendo una relación con su identidad y la ajena, delimitando los términos y el alcance de su libertad. Curiosamente, la séptima acepción de la RAE para cortesana es «mujer de costumbres libres». En esa definición que ligaba la sexualidad con la libertad en el marco “mujer”, algo hizo clic. Por tanto, hay una educación física en el libro, pero también una educación sentimental que aborda la relación del deseo con la mirada y el cuerpo, el diálogo amoroso, la ruptura con el ideal... —ECP: Me consta que han transcurrido unos cuatro años desde que concebiste la idea de este poemario hasta que ha sido premiado y publicado. ¿Podrías contarnos ese largo periplo y sus vicisitudes? ¿Cómo nació, creció, se reprodujo y alcanzó la temporal inmortalidad de hacerse libro? —AG: Creo que fue un simple darme cuenta de que casi todo lo que estaba escribiendo estaba muy ligado a la experiencia amorosa. Ya intuía cosas que me inquietaban y me generaban preguntas (el extrañamiento del cuerpo, la relación entre la mirada y el deseo, el amor como un problema del lenguaje...). Y lo vivía, lo escribía, pero también lo encontraba en la obra de otros autores, en las personas con las que hablaba... Había allí algo que aún me fascina, un universo lleno de grises, y quise explorarlo. También hubo lecturas maravillosas que me acompañaron durante el proceso: los Fragmentos de un discurso amoroso de Barthes, la obra de Adrienne Rich, los diarios de Anaïs Nin... Supongo que vi un hilo del que tirar y todo empezó a ir encajando. —ECP: Los poemas que componen el libro muestran una gran variedad de recursos literarios, estructuras internas, estilos, longitudes, versificación... No obstante, hay una rotunda coherencia en la voz poética y una especie de elegancia en el recorrido de la obra. ¿Te ha preocupado lograr esa unidad? ¿Has trabajado a posteriori los poemas para conseguirla? ¿Bajo qué criterio has establecido la secuencia de los poemas?
—AG: Suelo empezar tomando notas. A veces se desarrollan de forma inmediata y otras pasan meses volviendo a los poemas para retomarlos. Aunque la estructura del libro la vi clara casi desde el inicio: un aprendizaje cronológico dividido en una educación física (el aprendizaje de un cuerpo) y una educación sentimental (el aprendizaje de la relación entre ese cuerpo y la figura del amante). Quería abrir cada parte aludiendo a la herencia recibida y que los poemas, en general, abordaran dilemas de la experiencia amorosa como el deseo, la ausencia, el diálogo o la confrontación. Intento aproximarme a un concepto o un problema para explorarlo desde distintos ángulos; el aspecto formal acaba gestándose en consecuencia. Los ritmos, figuras o recursos van surgiendo del ensayo y el error, el descarte, la ocurrencia... Hay un placer en esa experimentación con la lengua viva que me hace querer buscar, descubrir referencias o palabras; en suma, aprender. Escribir como un niño juega, sin saberlo todo pero palpando, adivinando; una especie de cadáver exquisito que una empieza sin saber cómo acabará. Entiendo la escritura así, como algo orgánico e intuitivo: las palabras te muestran el sendero del poema, los poemas te muestran el sendero del libro. Sucede de una forma similar cuando te tatúas: parece que el cuerpo te indica, con sus formas y sus movimientos, cuál es el sitio perfecto para cada tatuaje. —ECP: Abundan en tu libro las referencias al mundo clásico: el gineceo, la amazona, la princesa jónica, la nobleza del laurel, la espalda de Apolo, la virgen de la Antigua Roma... Te refieres a la pantalla del ordenador como un «pontos de cristal líquido», metáfora que me llama especialmente la atención, ya que es en este el medio donde ocurren las microodiseas modernas, los instantáneos, pero también a veces largos, erráticos y peligrosos viajes de las palabras entre emisores y receptores. ¿Hasta qué punto son conscientes y deliberadas estas referencias? ¿Cómo percibes tu propio estilo en relación con el panorama actual? —AG: Me gusta pensar en la escritura como una conversación, no sólo con el lector, sino con la tradición, la cultura, el tiempo... Adoro la idea de que en el poema puedan convivir tradiciones, registros, ideas, incluso lenguas, como quizá no puedan hacerlo en el mundo. De hecho, en este poemario, el tema del idioma es recurrente. Algunos poemas hacen referencias directas al aprendizaje de una lengua como acto de amor; también se referencia el deseo como un idioma que se aprende y no sólo abarca lo dicho, sino también lo que se susurra, lo que se mira, lo que se calla... Una tensión entre silencio y palabra que corre paralela a la tensión entre el entendimiento y la discordia, el amante y el amado. Podría responder, por tanto, que es una elección consciente, pero quizá también fruto de ver todo un flujo de registros, idiomas, vocablos y expresiones diariamente en mi pantalla. A internet le debo parte de esa conciencia de la permeabilidad que percibo en el acto de hablar, e incluso acaba influyendo en la forma en la que me comunico día a día. Esa variación en el lenguaje propio que suscita nuestra relación con los demás y con el mundo es algo que me gustaría seguir tanteando. —ECP: En varias ocasiones aparece el altar, la idea de lo sagrado. Cito unos versos muy significativos: «no era un rostro lo que yo quería / sino un credo». ¿Habla esto de la sacralidad del amor, de la sacralidad del sexo? ¿Es la propia poesía la que sacraliza el terreno que pisa? En este sentido, ¿qué relación guardaría tu poemario con la tradición de la poesía mística femenina? —AG: Si hay un matiz religioso en el libro, está profundamente vinculado a lo amoroso. Creo que la cortesana se acerca a lo sagrado con cierta ambivalencia: en un sentido, es capaz de elevar lo ordinario; en otro, es algo que necesita ser destruido para acceder al amor desde la libertad. Creo que en el poemario existe una tensión entre el credo (esa guía dada a la cortesana, a veces autoimpuesta, para construirse) y la fe (una llama propia, personal e intransferible, que acaba siendo el combustible de su emancipación). La cortesana se inclina ante el altar del credo pero busca, en realidad, el altar de la fe. Así, finalmente concluye: que caiga el ídolo (una imagen concreta, dogmática) y despierte la arcilla (una creencia que renuncia a una forma total y es moldeable en el error y la imaginación). —ECP: Escribes que «mujer» es «palabra polisémica». En el mismo poema sugieres que las mujeres son educadas en el miedo a los hombres y en la desconfianza hacia las demás mujeres, pero la cortesana desoye estas instrucciones. Hay un escorzo de desobediencia que atraviesa todo el libro; sin embargo, es evidente que ciertas disciplinas de la cortesana tienen su anclaje en imperativos de género. ¿Qué hay de educación, deseducación y reeducación en la figura de la cortesana? —AG: Lo que atraviesa todo el libro es un acto de desobediencia frente a esas advertencias. Y la mayor desobediencia de todas tal vez sea el aprendizaje; no sólo de la libertad, sino también de la contradicción. La rebeldía de la cortesana topa con un límite, y es en la negociación con él (aun con la esperanza de destruirlo en el futuro) en la que se funda su madurez. Ese es su camino: poner en tela de juicio los consejos de su educación temprana (la prudencia, el recelo, la contención) y, mientras, tomar conciencia de su propia naturaleza, que puede alinearse con los límites a combatir. —EPC: Has trazado en tu libro un camino a veces oscuro, pero emancipador y esperanzador a la postre. No obstante, ¿hay algo de la educación de la cortesana que la cortesana desearía no haber aprendido? —AG: Diría que para esta cortesana, toda experiencia (incluso aquellas en su momento dolorosas) se hace necesaria en el terreno del poema. Diría, no obstante, que este no es un libro que aborde la herida de un trauma o una violencia irreparable. Más bien la herida derivada de un amor cotidiano, descubierto, celebrado y compartido por los amantes, pero no exento de desajustes. Una herida semejante, diría, a la de un roce en el zapato: puede generar fricción pero también sanar con el tiempo, protegerse, endurecerse y, en los peores casos, pasará por encontrar zapatos mejores. Esa es la herida de la cortesana, y por ello acaba el libro en un canto conciliador. Hay una toma de conciencia no sólo de las heridas recibidas, sino de las que ella es capaz de infligir. Ese será uno de los frutos de su educación: la cortesana reconoce al amante como compañero y hermano en la capacidad de amar, pero también en la de sufrir; y es en ese reconocimiento en el que comienza a vislumbrar el equilibrio. Entrevista realizada por PACO PAÑOS GARCÍA Monfragüe Javier Morales Ortiz nació en Plasencia (1968). Este escritor, periodista y profesor de escritura creativa estudió Periodismo, Derecho y Literatura en Madrid. Ha publicado ensayos, novelas y libros de relatos. Los últimos títulos son Monfragüe, Las letras del bosque, La moneda de Carver y El día que dejé de comer animales. Colabora con varios medios y desde hace años mantiene una columna de libros, cultura y ecología en El Asombrario. Monfragüe (Tres Hermanas, 2022) es brillante, intensa, conmovedora y fascinante. Es una novela autorreferencial (término que le he escuchado a Luis Landero y que me gusta mucho más que el tan traído y llevado autoficción) que tiene como punto de partida un viaje al pasado a través de la memoria del narrador que para convocar los fantasmas del ayer viaja al Parque Nacional de Monfragüe, muy próximo a Verania (Plasencia), el pueblo en el que vivió durante su infancia y adolescencia. El motivo de esta entrevista es la publicación de esta novela. —EL COLOQUIO DE LOS PERROS: Monfragüe es un libro pequeño, apenas 115 páginas, pero como todos los buenos libros, pequeños o grandes, contiene tantas cosas interesantes e importantes que no tendrían cabida en una entrevista como esta. Empezamos, si te parece, por los recuerdos, esos recuerdos especiales que nos asaltan durante toda la vida: «Pero escribir es mirar atrás, es convocar al pasado». ¿En qué momento decides escribir Monfragüe? ¿Cómo convocas lo que nos cuentas en el libro y por qué? —JAVIER MORALES: Por un lado, Monfragüe es un espacio muy importante en mi biografía y llevaba mucho tiempo queriendo escribir una especie de homenaje a este entorno que ha sido fundamental en mi vida. Pero quizás el desencadenante fue un episodio escolar sufrido por alguien muy cercano. Este hecho, junto a mi propio recuerdo de la infancia, en la que de alguna manera participé como agresor y víctima de acoso, me dio pie a empezar a escribir la historia. —ECP: Tu mirada al pasado, a esas etapas iniciales de la adolescencia, es a veces una mirada afectuosa y jovial, pero siempre es una mirada crítica en lo personal y en lo social. «Se mira a los portugueses desde la roña emocional y el complejo del pobre que desprecia a otro pobre, del que se compara en la miseria y no en las causas de la miseria». ¿Es una mirada política? —JM: Fíjate que yo creo que nuestra mirada, apelando a lo que nos enseñó Aristóteles, es siempre política de una manera u otra. Incluso cuando omitimos cosas. En esa frase que rescatas hay una crítica a la suficiencia con la que en muchos lugares próximos a la frontera portuguesa se veía a los vecinos. Esa mirada de superioridad era ridícula, además, pues todos sabemos que Extremadura, donde nací y viví hasta los dieciocho años y un lugar al que regreso siempre que puedo, siempre ha sido una comunidad pobre en nivel de renta, que no en otras cosas. —ECP: En el libro se narra un viaje al Parque nacional de Monfragüe en el presente, durante el que se convoca otro viaje, una excursión a la misma zona, pero en junio de 1982, por tanto y también, un viaje al pasado a través de la memoria. ¿Es, de alguna manera, un libro de viajes? —JM: No es solo un libro de viajes, pero sí que también es un libro de viajes, estoy de acuerdo. Creo que la buena literatura, la que al menos a mí me interesa, es siempre un viaje personal, ¿no? A veces ese viaje personal se solapa a uno más físico, si quieres, como ocurre en mi novela. Digamos que hay dos viajes, uno al parque de Monfragüe y otro al pasado del protagonista. Un viaje a través de la escritura que trata de cerrar una herida. —ECP: La literatura es importante en la novela. Citas a Hidalgo Bayal, Kafka, Coetzee, César Aria, Hesse, Camus, Stevenson, Beckett, Melville, Orwell, Berger... ¿Escribir es también convocar lecturas y escritores? —JM: Siempre lo es. Uno escribe porque otros miles lo han hecho antes. Escribir es un diálogo con los muertos, los escritores que nos han precedido y de quienes hemos aprendido y disfrutado. Yo no sería yo sin las lecturas que llevo, los libros que me han influido y gracias a los que he aprendido a mirar el mundo. —ECP: Tu gran amor por la naturaleza, los animales, los árboles, el paisaje, es una constante en el libro y creo que en la mayoría de lo que has escrito. Háblanos un poco es esto. —JM: Supongo que haber nacido en Extremadura, una de las regiones con más riqueza natural de España, ha influido en todo eso. No me imagino sin ese paisaje de infancia que luego me ha ido acompañando a lo largo de los años. Quizás ahí está el origen de toda esa necesidad. Pero a todo esto se añade la crisis ecológica que vivimos, con el calentamiento global como una gran amenaza que va a suponer la extinción de millones de seres vivos, de la vida tal y como la hemos conocido hasta ahora. No puedo evitar eso que se llama la ecoansiedad, mirar un paisaje del que he disfrutado tanto y pensar que en el futuro tal vez ya no exista. —ECP: Como dije al principio, Monfragüe es un libro breve, pero con muchos temas importantes. Creo que, en una parte significativa, es un homenaje a los buenos maestros. En la página 37 escribes: «Un buen maestro puede cambiar una vida». ¿Te ha ocurrido a ti como alumno o docente?
—JM: Sí, tengo una gran confianza en los maestros, los que son vocacionales. Es una gran suerte encontrarse con ellos, no solo en la escuela, también en otros ámbitos. Hubo un maestro en lo que entonces era EGB que jugó ese papel, que me descubrió muchos mundos, que era posible vivir de otra manera, el valor de la cultura y el disfrute de los libros también. También tuve otro maestro en el bachillerato, un profesor de Filosofía, Javier, a quien siempre le estaré agradecido. Como docente, no podría hablar, je, je, eso tendrán que decirlo los escritores con los que trabajo. —ECP: Hay escritores que cuando escriben sobre un yo del pasado utilizan la segunda persona, estableciendo así un distanciamiento con el yo actual. En Monfragüe utilizas siempre la primera persona para ambos personajes. Ambos se cuentan a sí mismos. Si bien hay una mirada crítica al pasado, no hay conflicto con el yo adolescente, más bien identificación. ¿Ha sido esa tu intención o es solo algo a lo que, como lector, he dado una trascendencia y una intención que no tiene? —JM: Lo que apuntas me parece fundamental, Paco, y no todos los grandes lectores tienen tan en cuenta el punto de vista, algo que para mí también me parece de vital importancia. Me gusta la segunda persona para distanciarnos de nuestro propio pasado, como hace por ejemplo Edna O’Brien en En un lugar pagano. Yo la he utilizado alguna vez también. Pero aquí quería que ambos, el hombre adulto y el niño, se confundieran un poco en esa primera persona. Sí, ha sido buscado. —ECP: Otro aspecto importante de tu novela es cómo entreveras los tiempos narrativos. El pasado y el presente no están separados en capítulos ni en apartados diferenciados. Puede ocurrir que el lector, tras un momento de distracción, no sepa en qué momento está, si en el pasado acompañando al niño o en el momento actual con el escritor que vuelve a Monfragüe, y tiene que volver la mirada, esta vez más atenta, unas líneas arriba. Me ha parecido un gran acierto la utilización de esa técnica narrativa en tu novela. Creo que el sentido de toda la historia queda mejor reflejado de esta manera. Aparte de la complejidad técnica que acarrea, ¿por qué la utilizas, cuál es la intención del escritor? —JM: Como te comentaba, esa superposición de voces ha sido intencionada. Me interesaba hacer una reflexión sobre la identidad, sobre quiénes somos y en qué nos convertimos. La mirada infantil, esa ingenuidad con la que observamos el mundo, no nos abandona nunca, aunque la ocultemos con un montón de capas, desgraciadamente. La voz adulta me permitía el diálogo con ese niño que fue el narrador y también con su amigo muerto. —ECP: Me ha llamado la atención el uso reiterado del verbo ‘entreverar’. Es un verbo muy en desuso, pero tú lo empleas aquí con profusión. ¿Qué importancia das como escritor a la elección de las palabras que vas a utilizar? —JM: Es un verbo que me encanta por las posibilidades que da. Al final, y volviendo a lo que es la escritura, no hacemos otra cosa que entreverar historias, ¿no? Propias y ajenas, como si las tejiéramos. La materia prima del escritor es el lenguaje, las palabras, y eso las convierte en una base sobre la que se sustenta todo. No solo se trata de buscar la más precisa, también la que suene mejor, la que tenga un sentido dentro del texto. No concibo que un escritor no esté atento al uso de las palabras. —ECP: «Pienso (...) en las heridas que no se han cerrado, en las grietas emocionales de las que nacen las historias. Nuestro viaje a Monfragüe fue una de esas grietas, Marcos. Para que las heridas cicatricen hay que restañarlas con palabras, inventarse una ficción, un regreso, un viaje de vuelta. Regresar a ese momento, al abrazo». En este párrafo, creo, está condensado todo el libro, toda su filosofía y toda su belleza. ¿Puedes comentarnos un poco más esta forma de ver la escritura? —JM: Creo que la escritura nace siempre de una herida, más o menos profunda. No tiene por qué ser algo necesariamente muy dramático para los demás, pero sí para nosotros. Está ahí, supura, nos remueve. Y si bien la escritura no cura esas heridas, sí creo que sirve como paliativo, amortigua el dolor que podamos sentir al permitirnos sacar fuera eso que nos inquieta, taladra o conmueve. Escribir es también una forma de autoconocimiento. A veces escribir sin saber muy bien qué queremos contar. Solo después de haber escrito la historia acabamos de entender un poco más. Entrevista realizada por JUAN DE DIOS GARCÍA Música que escucharé cuando hayas muerto Suele ocurrir que en toda trayectoria literaria surge un libro que se convierte —quizá no voluntariamente— en hito para el autor. Es lo que creo que ha pasado con Música que escucharé cuando hayas muerto (La Garúa, 2021) de Ismael Cabezas, una figura a la que esta casa “coloquial” le ha prestado siempre atención y con esta última entrega poética no iba a ser menos. El escritor de La Línea de la Concepción, por circunstancias personales, se encuentra “atrapado” en su faceta de cuidador familiar y eso, creemos, ha influido en su concepción existencial y estética del vivir, le ha envuelto en una melancolía gruesa que, por momentos, ofrece una personalidad única en el marco lírico de la España contemporánea. Ahondemos en esa música post mortem. —EL COLOQUIO DE LOS PERROS: ¿Crees, como yo, que en Música que escucharé cuando hayas muerto hay un salto cualitativo? Aparte de los libros que te queden por publicar y sin menospreciar los que has escrito hasta ahora, intuyo que este libro tiene algo de definitivo, de cierre de etapa. ¿Lo notas tú así? —ISMAEL CABEZAS: Música que escucharé cuando hayas muerto supone un punto de inflexión en lo que han sido mis diferentes incursiones en la escritura poética porque ha sido escrito en torno a los cincuenta años, cuando ya se tiene más pasado que futuro y es un ajuste de cuentas con lo que hasta ahora ha sido mi vida; es el libro donde más tono de reflexión moral y confesional se puede encontrar, aunque piense que hasta la autobiografía es un género de ficción, porque los recuerdos no están fijados inmutables en el tiempo en la memoria, sino que son “plásticos”, van cambiando y mutando con nuestro propio cambio personal a medida que envejecemos. Creo que un poeta no tiene temas, tiene obsesiones, en las que va profundizando más y más conforme pasan los años y se va tomando conciencia, y aumenta la lucidez sobre ciertos hechos muy definitivos de nuestras vidas. Suelo publicar un libro de poemas cada cinco años, pero de hecho, el libro en el que trabajo ahora, Nunca besé a Montgomery Clift y Música que escucharé cuando hayas muerto, se pueden leer como un solo libro, las obsesiones que los atraviesan son las mismas. —ECP: En ‘Ciudad natal’ retratas muy bien la elección de la vida en la provincia y su veneno destructor, ¿pero quién nos destruye, Ismael, la provincia o nuestra elección? —IC: Yo lo único acertado que he hecho con mi vida ha sido consagrarla a la escritura poética, lo demás es un encadenamiento de error tras error. El lugar donde vivo tiene una capacidad de destrucción del individuo que no hay que menospreciar, lo que ocurre, es que un hombre acaba adaptándose a casi todo, y la cincuentena es una época de la vida de aceptación de tus circunstancias, y más te vale que sea así, porque de otra manera, puedes acabar muy mal. En La Línea los temporales de levante que se suceden año tras año, sin descanso, sin dar tregua, no sólo corroen hasta la destrucción todo lo que contenga hierro, sino que es capaz de destruir el interior, el corazón de un hombre. —ECP: ¿Y el viento constante que se da en tu tierra? ¿Aumenta el estado de melancolía o es una herramienta neorromántica más? —IC: El viento de levante es un viejo dios al que ya nadie reza. Yo tengo una predisposición hacía la melancolía, hacia el tono de elegía, pero eso es un rasgo de mi personalidad. Supongo que alguien puede ser muy feliz haciendo surf en mitad de un temporal de levante, a mí me hace rememorar el tiempo pasado, y a todos esos muertos, a los que quizás, amo demasiado. —ECP: En el autorretrato que es ‘Apuntes para un final’, ¿hay autocrítica o te ensañas demasiado contigo mismo? Parece una visión aniquiladora. —IC: Yo tengo una natural tendencia al melodrama. De hecho, en un viejo poema me definí como «encantador neurótico con grave tendencia al melodrama», que creo que es una visión bastante acertada de lo que soy. En un poema tienen que suceder cosas para lograr emocionar al lector. En mi caso, son hechos dramáticos de los que soy consciente al escribir, los cuales intensifico en la construcción del poema para lograr determinado efecto en quien lo lee. De todas maneras, en Música que escucharé cuando hayas muerto hay poemas que celebran la vida, como ‘Flores’, que es el descubrimiento de la belleza en lo diminuto, en lo que pasa siempre desapercibido a la mirada. Escribir poesía es una forma de mirar el mundo, al menos en mi caso. En ese sentido, la poesía y la pintura tienen bastantes elementos comunes. —ECP: Veo un aumento de las referencias culturales en este poemario. En tu caso, ¿se hace prácticamente imposible una escritura no metacultural? —IC: Yo no puedo concebir mi vida sin las canciones de The Smiths, los poemas de Jaime Gil de Biedma o la pintura de Francis Bacon. Es como una segunda piel para mí. Eso no es culturalismo, eso es afirmar que no existe separación ninguna entre el arte y la vida, ambas son la misma cosa, el mismo magma. El culturalismo fue un movimiento poético que consistía en una compilación hasta el cansancio de referentes culturales de toda índole por parte de toda una serie de poetas que al terminar sus estudios de Filología se dedicaban a estudiar chino, en vez de a preparar oposiciones. Me hubiera gustado ver su terrible ansia y vocación por la escritura poética si hubiesen sido hijos de un mecánico de motos. —ECP: Hay una cosa que ya te he visto hacer en obras anteriores y que haces magníficamente: la biografía en verso de algún personaje anónimo de tu zona. Aquí lo haces con ‘El relojero’. ¿Tu poesía es necesariamente “narrativa”? Lo pregunto por el antiguo e infructuoso debate entre poetas épicos, épico-líricos y líricos ortodoxos. —IC: Los elementos narrativos son bastantes importantes en mi forma de construir un poema. A mí me preocupa lo que un poema dice, no cómo suene un poema, los poemas de Juan Luis Panero, por citar a algún poeta, suenan fatal si los lees en voz alta. Por otro lado, a mi sólo me interesan un tipo de personajes, los perdedores, los marginados, los outsiders, que en realidad todos y cada uno de ellos —y hay varios en el libro, y pienso ahora no sólo en ese poema que citas, sino también en ‘Actriz’, ‘Travesti’ o ‘Lecciones de literatura española’— son todos, en mayor o menor medida, una proyección de mi propia personalidad, diferentes alter egos que transitan por lugares a los que la mayoría de la gente no le gusta mirar. Yo, simplemente, lo que hago es darles voz. Y también querría apuntar que desconfío bastante de la prosa que no tenga un barniz poético o de la poesía que no posea ciertos rasgos narrativos. Lo único que existe es literatura, y por supuesto, junto con ésta, la vida. Nada más, es algo bastante simple y sencillo. —ECP: En varios poemas apuntas un enjambre familiar con las heridas abiertas aún. Bajo el prisma de este libro, ¿qué supone para ti la familia? —IC: Los mayores dramas de la condición humana se gestan y se desarrollan entre las cuatro paredes de la intimidad de un hogar. Es en la familia donde brotan todas las neurosis, donde existen los conflictos vitales realmente importantes y que marcan a un hombre de por vida. En ese sentido, la literatura es una forma de resolver esos conflictos, que en la vida real permanecen sin solución hasta incluso llegada la muerte de sus protagonistas. —ECP: Por encima de otros géneros musicales me llama la atención que el rock —cierto tipo de rock, mejor dicho— es una continua fuente de inspiración para tu escritura. Yo hablaría hasta de salvación, ¿no? —IC: Bueno no sólo el rock, el arte salva, la búsqueda de la belleza salva, ha salvado a muchos hombres y mujeres a lo largo de la historia, el empeño en construir una obra artística, el desesperado anhelo de belleza. —ECP: «...Todos esos hombres desgraciados / cuya única posesión en el mundo / es un puñado de gastadas palabras, / en lo inútil que fue su vida entera / y en la atroz soledad en la que morirán». ¿Podríamos concluir que los sustantivos “soledad” y “muerte” son las dos columnas sobre las que se sostiene el edificio de este libro?
—IC: Bueno, creo que el libro tiene múltiples lecturas; hay poemas que arrojan la primera luz de la primavera y otros que son como la más oscura de las noches. «Estamos siempre solos», escribió Leopoldo Panero, y creo que es cierto, vivimos en soledad incluso cuando estamos acompañados por quienes nos aman, hay una parte de nosotros que incluso en compañía permanece en soledad. Creo que saber convivir con la propia soledad es algo muy importante y a lo que nadie nos enseña. La soledad tiene mala prensa y en realidad, sólo si no es deseada, es muy enriquecedora, vitalista, podemos hacer un ejercicio de introspección y ahondar en nuestro pensamiento y en nuestro corazón. Mi soledad está llena de libros de poemas, de películas que adoro, de canciones que llevan acompañándome media vida. —ECP: ¿No nos salva algo, aunque sea en instantes sueltos, la contemplación de belleza? Tú la elogias en el pórtico de tu libro. —IC: Quise que el poema ‘Elogio de la belleza’ abriese mi nuevo libro de poemas, porque es un poema en el que creo profundamente en lo que enuncia. La luz que brota en una pintura de Caravaggio, un puñado de versos que nos acompañan desde los diecinueve años, esa canción que te hace recordar una noche de una perdida y lejana juventud: todo eso salva, justifica una vida entera. «Jamás olvides de qué noches indignas el arte te defiende, / pues más de una vez evitó que colgases / de una sucia cuerda el cansado peso de tu cuerpo». Esos versos son mi credo, mi razón de vida. Entrevista realizada por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR 50 estados Ezequiel Zaidenwerg ha escrito 50 estados. 13 poetas contemporáneos de Estados Unidos (Kriller71/Fulgencio Pimentel, 2022), un libro maravilloso e inclasificable en el que hay 50 poemas (que son en realidad cien poemas: 50 en inglés y 50 en castellano) escritos por trece poetas que son en realidad trece personajes (catorce, si contamos al antólogo-traductor), que desgranan sus biografías poéticas y sus opiniones sobre la literatura en las entrevistas que acompañan a cada selección de poemas. Esta ficción utiliza el género de la antología poética bilingüe para crear algo que es un libro de poemas, una teoría y práctica de la traducción, un ensayo sobre la poesía y, como dice el prologuista, una novela tenue. Pero no piensen que es la (relativa) extrañeza u originalidad del planteamiento lo que se está alabando aquí. Lo increíble es la calidad desplegada en cada una de sus partes: cada poema es una pequeña joya; cada traducción nos hace plantearnos qué es traducir un poema, cómo cambian las palabras y los ritmos de un idioma a otro; cada entrevista es una pequeña novela y al mismo tiempo un ensayo sobre la poesía norteamericana y universal. Y, por si todo esto no bastara, el conjunto final ofrece una visión de la poesía y una visión del mundo, que es al fin y al cabo lo que hace un buen poema, o una buena novela o un buen ensayo. —EL COLOQUIO DE LOS PERROS: Permítame felicitarle por este ambicioso proyecto, y hacer al mismo tiempo la primera pregunta: ¿Cómo surgió el libro? ¿Tuvo desde el principio la visión de la antología con las entrevistas y fue completándolas una por una, o fue un proyecto cambiante, que terminó adquiriendo la forma actual? —EZEQUIEL ZAIDENWERG: Muchísimas gracias, Diego. Fue un proyecto cambiante, que creció por acción y reacción. En 2005 abrí un blog donde traducía poemas, por lo general de autores de Estados Unidos, que para mi sorpresa encontró rápidamente un público interesado y activo. Para 2008, la vida digital había migrado a plataformas más “sociales” en el sentido en que lo entendemos ahora, y la interacción con ese público se movió de Blogger a, principalmente, Facebook. A raíz de mi trabajo en el blog, me contrataron para dar un curso de poesía latinoamericana y traducción para un programa study abroad de un college de Pennsylvania, donde me tocó como alumna la extraordinaria poeta estadounidense Robin Myers, que por entonces tenía 21 años. A partir de ese curso, y de mi vínculo con Robin —que muy pronto se convirtió en una gran amiga y colaboradora—, empezaron a aparecer en mi escritura unas “voces”, en ráfagas de tres o cuatro poemas, que yo identificaba como “estadounidenses”. Y digo “aparecer” por falta de un término mejor: no sabría explicar por qué esos poemas, si bien era yo quien los —digamos— escribía, no me pertenecían como “autor”. Al no sentirlos “míos”, empecé a publicarlos en mis redes, y me encontré con que la gente los comentaba y los compartía como si fueran traducciones “verdaderas”. Eso me instó a continuar, aunque la idea en ese momento era una simple antología de poetas apócrifos. Las entrevistas surgieron más adelante, ya mudado a Nueva York, en una clase de la maestría de escritura creativa en español de NYU con el gran Sergio Chejfec. Al principio, intenté escribirlas yo, pero Sergio me desalentó con amabilidad: el tono, a su entender, no era lo suficientemente variado. Por eso decidí redoblar la apuesta y me puse a buscar, como el director de una película independiente, un elenco de personas estadounidenses “reales” para que se hicieran pasar por los personajes, a quienes les entregué un escueto guión sobre cada poeta, que podían seguir o ignorar a voluntad. —ECP: Algo especialmente interesante de este libro es saber que el autor de los poemas en inglés y su traducción son la misma persona, cuya lengua materna es el castellano. La pregunta es inevitable: ¿todos los poemas en inglés preceden a su traducción al castellano o ha habido alguna “trampa”? ¿Cómo se traduce uno a sí mismo? —EZ: Bueno, un poco la “trampa” del libro es cuestionar los límites de ese “sí mismo”, identificado con la otrora sacrosanta figura autoral. Aunque yo, por supuesto, no diría que es una trampa... En cualquier caso, la mayoría de los poemas los escribí en castellano; y luego Robin Myers o bien revisó mis propias versiones o directamente tradujo desde cero. Con algunas excepciones: los poemas formalistas de Ariella Jenkins los compuse en inglés y fui traduciéndolos al castellano yo mismo a medida que avanzaba; y ‘Declaration of Independence’, el poema largo que cierra el libro, que está compuesto únicamente con palabras del documento histórico homónimo, también lo escribí en inglés, aunque la traducción estuvo a cargo de Hernán Bravo Varela. En cierta forma, fue una manera de tomar distancia del rol de traductor en el que me sentía encasillado... —ECP: ¿Cómo fue el proceso de creación de los trece poetas? ¿Precedía el personaje (biografía, entrevista...) y, con él ya creado, nacían los poemas, o primero aparecían los poemas y, sobre ellos, se construía el personaje? —EZ: Así fue: primero aparecían los poemas y, a partir de esa intuición, se construía el personaje; o, más que un personaje, el esqueleto de una biografía, que luego completaron —siguiendo mis escuetas instrucciones o apartándose de ellas— las personas que prestaron al juego de las entrevistas. —ECP: Del mismo modo que, a través de los personajes de una novela, el lector puede intuir o jugar a adivinar las opiniones y las preocupaciones del autor, en 50 estados, y especialmente a través de las entrevistas y de esas preguntas recurrentes que el antólogo Ezequiel Zaidenwerg plantea a sus personajes, se dejan ver una serie de preocupaciones o de obsesiones sobre la poesía que parecen absolutamente personales. Por ejemplo, me atrevería a aventurar que la relación entre la poesía y “el sistema literario” es algo que le preocupa especialmente. Jugando con la encuesta de la antología, la pregunta inevitable sería: ¿tenés algún vínculo con el mundo institucional de la poesía? —EZ: Me preocupaba más en ese entonces: el libro se escribió a lo largo de una década, entre 2008 y 2018, y mis propias posiciones fueron cambiando por el camino. Cuatro años después, si bien estoy muy vinculado al mundo institucional de la poesía —como autor, traductor, antólogo, productor, editor, etc.—, el “sistema literario” me importa cada vez menos. Y, a la vez, mi relación con las palabras y la lengua se ha vuelto aún más central en mi vida. —ECP: La rima, las estructuras métricas tradicionales versus el verso libre son otra de las obsesiones de este libro, tanto en la práctica, donde hay un apabullante despliegue técnico (bilingüe, además), como en las entrevistas, donde varios poetas reflexionan sobre esta cuestión. ¿La poesía necesita métrica, rimas, limitaciones formales?
—EZ: No me parece que la poesía necesite nada en particular. Me importan mucho el ritmo y el sonido, y de ahí el interés por el metro y la rima. De todos modos, a veces se pierde de vista que el verso libre también es una forma, con su historia y sus límites. No veo oposición ni antagonismo entre distintas formas y herramientas técnicas: las siento parte de un repertorio común, a disposición de quien las quiera usar. —ECP: A través de las preguntas del antólogo y, sobre todo, a partir de las respuestas de los poetas, el libro plantea la experiencia poética como algo eminentemente personal, que parece huir de la teoría más abstracta o formalista. Las entrevistas muestran a jóvenes que recuerdan su primer poema, que explican por qué o cómo empezaron a escribir, y lo hacen generalmente en situaciones novelescas pero cotidianas, llevando así la poesía a un territorio de lo cercano y vital que a veces tiende a olvidarse, y creo que ese es uno de los grandes “temas” de este libro. ¿Cómo entiende usted la poesía, en ese sentido? ¿Qué papel cumple la poesía en una sociedad que mayoritariamente la ignora? —EZ: No estoy de acuerdo en que la sociedad ignore la poesía. Me explico: la “poesía” como género literario eminentemente libresco, prestigiado, con fama de difícil o inaccesible, dirigido a un pequeño cenáculo de aristócratas del espíritu, tiene en efecto una cuota de mercado minúscula y una gravitación social muy pequeña. Por motivos históricos —que, por supuesto, son fundamentalmente económicos y técnicos—, solemos asociar la “literatura” con la novela, que aún hoy ocupa económicamente un lugar de relativo privilegio. Sin embargo, esa fase —la llamada autonomía literaria— hace tiempo que está desdibujándose a raíz de los cambios en los modos de prestar atención precipitados por las transformaciones técnicas de las últimas décadas. Me refiero en particular a Internet y a los dispositivos con que las personas nos pasamos buena parte del día “leyendo”, aunque “leer” ya no sea lo que era. Esas transformaciones han dado lugar a toda una economía extractivista de la atención, e incluso en términos de “industria” la novela —por poner el ejemplo paradigmático de la fase anterior— se vuelve mucho más difícil de monetizar que la poesía: porque un poema, si funciona, te captura la atención de inmediato, sin exigirte mucho tiempo. Por mi parte, en los últimos años dejé de pensar la poesía asociada a la “literatura” y al soporte que es el libro físico, monomedial. Lo que me interesa es la palabra pública, todo aquello que hacemos colectivamente para expandir los límites de la lengua recibida, de lo que se puede decir, sentir e imaginar con palabras. En verdad, el poema es la ballena en el cielo: la constante mutación de la lengua común, de la que todos somos agentes. De todos modos, más allá de esta argumentación, hace tiempo que se consume más poesía que prosa: todo el mundo tiene en la cabeza una playlist interminable de letras de canciones, que, en términos literarios, son un género poético. Y la Academia Sueca, que no será mi taza de té pero sí es ampliamente reconocida como institución legitimadora, le entregó en 2016 el Premio Nobel de Literatura a Bob Dylan, de modo que más allá de los prejuicios que aún circulan por ahí, hay un reconocimiento “oficial” de la canción como literatura por derecho propio. —ECP: Casi todos los poetas antologados citan a músicos y bandas de pop como parte fundamental en su formación poética. ¿Es también la música pop una influencia en su escritura? ¿Qué disco sería el equivalente musical de 50 estados? —EZ: Qué linda pregunta. No lo sé. Ojalá un disco conceptual. —ECP: ¿Hay un tono, o una mirada poética “norteamericana”? ¿En qué se diferenciaría de otras tradiciones poéticas? —EZ: Creo que, desde afuera, o al menos por lo que observaba cuando vivía en Argentina, tendemos a asociar esa mirada “estadounidense” a una preocupación fundamental por lo concreto y la materialidad de la existencia, que con frecuencia se traduciría en un pulso narrativo; al gusto por lo coloquial y despojado en detrimento del adorno retórico y la efusividad lírica; y a una marcada tendencia a recortar de aquello que llamamos realidad un fragmento o escena en representación de un orden general o trascendente. Cuando me mudé acá, sin embargo, me di cuenta de que el panorama era mucho más amplio, y que de hecho tenían más relevancia el experimentalismo y otras visiones del poema como artefacto, dispositivo o proceso abierto. Aunque, en los últimos años, también observo un tímido regreso a la llamada “lírica” y a las poéticas del yo, sobre todo de la mano de la agenda que marcan las políticas de la identidad. —ECP: ¿Hay alguna posibilidad de que el libro se publique en Norteamérica? ¿Cómo cambiaría su publicación en una editorial norteamericana la perspectiva de este libro? —EZ: Hasta el momento no ha habido interés. Si se editara acá, creo que volvería a hacer las entrevistas, pero con un elenco de escritores de Latinoamérica. —ECP: Para terminar, creo que es inevitable volver al “cuestionario Zaidenwerg”: ¿Qué has estado leyendo últimamente? ¿Qué pensás de la poesía estadounidense actual? —EZ: No sabía que hubiera un cuestionario Zaidenwerg. Gracias por eso. Últimamente estuve leyendo a Baruch Spinoza, a quien tenía pendiente, y que me tiene maravillado. Otra lectura que ha sido fundamental en el último año y medio es el Tao Te King, que es una ética, una poética y una política de lo no binario. Comparto enlace a Google Docs con mis versiones, por si alguien quiere leerlo. Y, por último: me desacostumbré a pensar en términos nacionales, pero en Estados Unidos hay una tradición poética increíble y gente talentosísima en activo. Entrevista realizada por JUAN DE DIOS GARCÍA La Papiroflexia se hace sin banderas Hay que decirlo alto y claro pero sin gritar, que aquí somos gente elegante o, al menos, con modales: Papiroflexia (Fórcola, 2022) es una de las publicaciones más jugosas de este año que termina; es una obra con la suficiente dinamita cultural concentrada para dejar reflexionando a unos cuantos lectores que van de sobrados y que hace tiempo que no se cuestionan el estado de las cosas, que no es leve, precisamente. Aprovecho la entrevista al coincidir con el periodista y escritor granadino en el IX Encuentro de Poesía, Música y Plástica celebrado en Puente Genil, pueblo luminoso, flamenco, aceitero y cuna nacional de la industria del membrillo. Cada otoño el Ayuntamiento convoca a su gente en el Teatro Circo y otros espacios a disfrutar de lecturas, conciertos, representaciones, charlas o exposiciones. Busutil condujo este año la gala-homenaje al programa literario de radio La estación azul. Estamos a las puertas del Día de Todos los Santos y se goza de una temperatura y un bienestar que parece primavera. Buscamos acomodo en la plaza Emilio Reina y conversamos largamente sobre esta alhaja escrita desde un cráneo privilegiado y puesta a punto en la colección Singladura con cubierta del artista Cayetano Romero, titulada ‘El lector’. Al final, Papiroflexia es un homenaje exhaustivo al libro en papel, la última bala ante la liquidez que ha inundado por completo y para siempre al mundo. Pero dejemos que el mismo Guillermo Busutil nos lo desgrane. Pedimos algo de beber y picar en la terraza del acogedor restaurante Maruja Limón, saco el teléfono del bolsillo y pulso el botón de “grabar”. —EL COLOQUIO DE LOS PERROS: Papiroflexia se divide en cinco capítulos como tiempos verbales (presente de indicativo, imperativo, presente de subjuntivo, futuro perfecto y futuro). ¿Me explicas este pentagrama temporal? —GUILLERMO BUSUTIL: Quería hacer un juego didáctico. La lectura sigue siendo la asignatura pendiente de la educación. En PISA a los españoles nos dan calabazas en comprensión lectora y hábito de lectura. Entonces, se me ocurrió hacer esa recreación de una cartilla escolar sobre la conjugación del verbo, pero siempre desde el optimismo, por eso no está el pretérito, solo el presente y el futuro. No quería decir “yo leía”. Y, aparte de didáctico, este ejercicio es una crítica: hay que seguir yendo a la escuela a conjugar. —ECP: Nuria Barrios, en su prólogo, califica tu libro como pequeño e infinito. ¿Papiroflexia tiene vocación de infinitud? —GB: Sí. La idea era hacer un libro-objeto, un libro-joyero. A veces lo catalogo de caja de bombones rellenos de poesía, que hay que comer de uno en uno para no confundirse. También lo veo como una caja de caracolas o un libro de horas. La propia portada de Cayetano Romero, que es ‘La lectora’ —porque es un libro muy femenino también—, corrobora esa idea muy querida por mí del libro como objeto de arte. Es un libro pensado para regalar, para llevar en el bolsillo, no solo para leer sino para mirarlo o para esconderte dentro. Y es infinito porque intenté trabajarlo con esa cualidad, como esa imagen plástica del que lanza una piedra (en este caso una palabra) y esa palabra crea una onda, que a su vez crea otra onda, y que es el lector quien debe completar ese juego de ondas, que es el que te va a dejar en tu sensibilidad y en tu memoria que cada aforismo sea infinito. —ECP: En la lectura hay un acto de contagio o reproducción. Un libro lleva a otro, se cruzan, se encadenan. ¿«El lector poliniza libros», como dices? —GB: Claro. Tú lees, por ejemplo, Seda de Baricco y ya quieres leer todo lo que hay de Baricco, estás encadenándote a él. Cuando te deslumbras con un autor solo quieres estar con ese autor intensamente. De joven descubrí la literatura japonesa con Kawabata —antes que con Mishima, porque yo siempre he ido por otros márgenes— y durante dos años casi todo lo que leía era Kawabata o literatura japonesa del siglo XX. Ese juego de polinización lectora es lo que he querido hacer en Papiroflexia, un canto de amor al ecosistema del libro: la lectura, la escritura, la palabra, la poesía, los escritores... —ECP: ...Y la papiroflexia. —GB: Lo de la papiroflexia viene porque con el lenguaje podemos enhebrar esa realidad que constantemente se nos rompe a nivel emocional, social, generacional... Podemos hacerle el dobladillo a esa realidad con la imaginación. La papiroflexia hace que podamos convertir palabras en cometas. Se puede coger un pensamiento y convertirlo en poesía: doblar un ángulo y, sin pegamento ni tijera, crear una figura que sea ingrávida, breve, concisa y contundente a un tiempo. —ECP: «Los libros son un escondite donde nadie te busca». Ahí puede parecer que resaltas las bondades de la evasión al leer, algo que siempre se ha visto desde la rancia intelectualidad como algo negativo. —GB: No... No es evasión refugiarte dentro de un libro, habitarlo. Veo a gente que lee novelones evasivos. Respeto esa decisión, pero a mí no me interesa eso. Yo le pido a la literatura —el arte es diferente, porque es muy difícil que haya arte de evasión— una calidad de imagen, de página, de historia y de discurso. Más que evadirme, me gusta que me zarandeen, que me abran ventanas, que me propongan nuevos horizontes, que me enseñen a leerme a mí mismo, a explorar cosas que no sé que están ahí. —ECP: Esa es la aventura, ¿no? —GB: Es el espíritu en sí mismo de la lectura. Hay un aforismo que dice: «De la vida la lectura lo anticipa casi todo». La lectura nos ayuda a ser capaces de ser aquello que no sabemos, pero que la literatura nos propone: el héroe, el que viaja a lo desconocido, el que se adentra a sus propios abismos, el que tiene que lidiar con la culpa... Todo eso no es evasión, es formación, es construcción de la identidad y del mundo emocional. Otra cosa diferente es que la lectura en la infancia, en la adolescencia y en la madurez nos sirva para huirnos del mundo y habitar otros, para escondernos del ruido. Cuando yo era pequeño, leía debajo de las sábanas con una linterna de explorador; se suponía que debía estar durmiendo, pero me gustaba mucho explorar. También me gustaba subirme a los árboles a leer, que era un escondite doble: el árbol en sí y la lectura. Pero eso no es evadirse. —ECP: «Los libros son una habitación para dos». ¿La lectura es un diálogo mental en pareja? —GB: El autor tiene la obligación de seducir al lector con la historia que le plantea y el buen lector debe seducir al texto que le brinda el autor con su propia lectura, por eso me gusta, aunque ha sido criticado por algunos estudiosos, aquello de la “deriva del lector”, porque a veces encontramos cosas en la lectura que el mismo autor no sabe que están ahí. Pasa eso también con el pintor y el espectador. —ECP: Eso es un enriquecimiento maravilloso. —GB: Claro. Si eso no existe, no has completado el ciclo de la lectura. Papiroflexia es una habitación para dos porque es un libro de seducción, escrito al oído del lector, por la musicalidad, la atmósfera que he intentado darle al lenguaje. Además, puede leerse en la cama, en el sofá, en la arena... Lectores me cuentan que se han llevado el libro a la playa y han leído dos o tres aforismos con sus compañeros de sombrilla, los contrastan, los comentan... Como ves, cada lectura es diferente, nunca se hace la misma. —ECP: Un libro como habitación ya no para dos, sino para un trío. —GB: ¿Por qué no? Y como terapia de pareja, incluso. Imagínate una pareja que no se comunica. Pues Papiroflexia es una “alcoba” para que empiecen a hacerlo. —ECP: «El diálogo es impaciente, la lectura una escucha atenta», escribes en la página 19. La lectura requiere lentitud, concentración. Parece como si la lectura (lo permanente) tuviese siempre ventaja sobre el diálogo (la oralidad efímera). —GB: En general la gente dialoga poco y, cuando lo hace, dialoga mal. El paroxismo de eso es la política, donde se dialoga con sordera. Son soliloquios vacíos, ni siquiera son monólogos dramatizados. También ocurre en la educación: muchas veces se da un pacto impositivo o consensuado entre un profesor que habla y un alumnado que le escucha pero que debe preguntar poco, es molesto si saca de los márgenes del discurso a su profesor. Yo fui un alumno así de chaval. —ECP: Pero... Casi no existe hoy en día el buen diálogo... —GB: El buen diálogo necesita esa escucha activa y al mismo tiempo pasiva, pero por lo general predomina la escucha pasiva ruidosa. Pasiva porque importa un bledo lo que estás diciendo y ruidosa porque tenemos en la cabeza otras cosas y te estoy oyendo pero no escuchando. En cambio, en la lectura tiene que haber una escucha: la historia que te cuentan, la manera en que te la cuentan, el tono con la voz narrativa, con el grado de temperatura, de intimidad, de agitación, de profundidad, de timbre... Un libro es como un concierto musical. Si es un texto plano, es un libro malo. Ahí tiene que haber una orquesta: ahora entra el violín, ahora los timbales, un adagio, después un molto vivace... Eso tiene que estar en la estructura literaria del texto, sea poesía, novela o ensayo. —ECP: ¿Y qué me dices del periodismo y su velocidad, su urgencia? —GB: Aunque he practicado el periodismo efímero cuando me ha tocado hacerlo, no me interesa. Yo vengo del Nuevo Periodismo, el norteamericano, el de Capote, Talese... Defiendo que cuando hay buen periodismo en artículos, columnas, reportajes o entrevistas se puedan convertir en libro para que ese material perdure en el tiempo. Un ejemplo es La cultura, querido Robinson. He intentado, dentro del hilo de la actualidad, darle esa huella literaria que haga que ese texto se fije en el tiempo y pueda ser leído en cualquier momento, aunque sea la crítica de una obra teatral que se estrenó en 1997 o en 2010. —ECP: «A cierta edad, el lector padece crisis de género», dices. ¿No hallamos alta poesía en los párrafos de ciertas novelas? ¿No hay con frecuencia una prosa de oro en el diálogo dramático? Cuando envejecemos o evolucionamos como escritores no hacemos tanto caso a los géneros. ¿Por qué cuando se es joven sí se hace? ¿Por la radicalidad de la juventud? —GB: Conforme uno va cumpliendo años lectores hay mucha gente que va abandonando la ficción y se acerca al ensayo, porque tiene una madurez existencial y de pensamiento o una necesidad de búsqueda y de comprensión de un mundo nuevo en contraste con el que viene, con el que ha conformado su identidad cultural, y necesita encontrar esas respuestas en el ensayo porque no se las da la novela. Es muy raro que haya gente joven que lea ensayo y luego se pase a la novela. El ensayo es una crisis de género que se produce en la edad intermedia o en la edad madura. Luego, uno, conforme va cumpliendo años, borra de una manera más nítida los géneros. Hay un ejemplo en España muy paradigmático: Muñoz Molina empieza con novela de género (Invierno en Lisboa), deriva a una novela de autor (El jinete polaco), donde explora nuevos conceptos narrativos y rompe el discurso lineal, juega con la memoria, hace saltos temporales, introduce la autoficción con el padre, con Mágina..., etc, y luego se desplaza al ensayo con Ventanas de Manhattan o la novela ensayística (Sefarad)... Y llega a la edad madura en la que nos ha regalado libros estupendos, que son Ese andar solitario entre las gentes —rescata el flâneur de Granada que fue de joven comentado desde la perspectiva adulta, el de Madrid, y ese mismo flâneur descubre otro ruido de la ciudad—, Tus pasos en la escalera —con un juego de trampantojo a raíz de la compra en la casa de Lisboa— y el diario del confinamiento Volver a dónde. Eso se produce, como digo, porque hay una edad. La gente joven, al contrario, cree siempre en el género, pero quizás ahora menos, porque vienen de la posmodernidad. —ECP: Bueno, vienen ya de la hipermodernidad. —GB: Y, además, vienen con un adanismo brutal. Muchos creen haber descubierto lo que ya descubrió la Generación Nocilla. —ECP: Sí. Y también hacen mucha pedagogía —en el peor sentido de la palabra— estos millennials, incluso los de la Generación Z. Tú afirmas: «No solo de educación vive la lectura». No todo tiene que ser rosseauniano, ¿no? —GB: El todo por el todo no me va. El todismo, en lo que se ha convertido la sociedad del siglo XXI, esa mezcla entre millennial menos cinco, el adanismo... Si me compro unos zapatos, quiero que estén bien cosidos y la suela esté bien pegada, quiero que un pescado esté en su punto, que la paella lleve un tiempo de cocción... Todo en la vida necesita un tiempo de cocción. El sexo, por supuesto, también. Pues en la lectura ocurre lo mismo. Eso de “leo por leer” o “vivo por vivir”, “quiero porque quiero”, eso es devaluar la calidad de las cosas. Un problema de la sociedad contemporánea es que jugamos mucho con la prisa. En los planes educativos ocurre igual. En España hay que hacer dos cosas primordiales: la primera es que no se puede idiotizar a los niños, la segunda es que no se puede exigir a los niños que con catorce años lean El Quijote. En España hay una tradición de cuentistas como Iwasaki, Hipólito G. Navarro, Mercedes Abad, yo mismo, hay un montón de gente del cuento que sirve para que la gente se introduzca en la lectura. Nadie le mete mano a eso. Hacemos campañas absurdas con lemas como “El placer de leer”. Mire usted, no. El placer de leer lo tiene el lector veterano. La lectura es una disciplina que hay que educar, hay que salirse del tiempo, renunciar a otras cosas más inmediatas y buscar el espacio para leer. Nadie se atreve a decir que hay libreros que venden libros como si fueran patatas y libreros que te enseñan que cada libro tiene su recorrido. No se puede caer en el juego del escaparatismo, en la dictadura de los libros más vendidos o la novedad de los grandes grupos editoriales olvidándose de los libros de fondo. En el mundo de la música se aprecia muy bien esto que te digo: en la radio se pincha la música que la discográfica X ha pagado para que se ponga. En los grandes periódicos generalistas los fines de semana nos cuentan las películas que pagan las grandes productoras. Y a todo esto, el libro, que debería estar abierto a un diálogo inclusivo y libre, cada vez está más cercano a grupos de poder, a pandillas donde se autocitan, donde se hacen su propio archipiélago. También ocurre con los festivales literarios. Se los cocinan entre cuatro, diciéndose entre ellos lo guapos y listos que son y no hay ni una voz discrepante. A veces observo y me pregunto: ¿por qué en este festival no hay voces veteranas o voces jóvenes en este otro?, ¿por qué no hay otras voces además de las de siempre? El libro y la literatura debería ser lo contrario, pero nadie se atreve a decir estas cosas. Si las dices como las digo yo, eres tachado de ser un pirata sin bandera. Y como soy un hombre sin bandera, no tengo ningún problema en decirlo. —ECP: Sigo con otra cita de Papiroflexia: «84 Charing Cross Road, el amor en los tiempos del libro». Esto parece una microreseña. —GB: Hago homenajes aforísticos a autores que me han marcado, un tatuaje en mi memoria lectora. —ECP: Y otra: «Virginia Woolf escribía para salvarse de las olas». —GB: Son juegos metaliterarios. Papiroflexia es un libro mestizo o, mejor dicho, fronterizo, porque hay aforismos en forma de microcuento o microreseñas. Quería hacer un brindis al mundo cultural que compone mi imaginario de lector. Está también la pintura, cuando digo: «Goya pintaba como si fuera a ser leído». —ECP: Hay aforismos que son casi un poema o un verso. —GB: Yo diría que Papiroflexia, en cierto modo, de manera voluntaria, es un poemario. Heterodoxo, pero un poemario. Se puede leer como un libro de poemas perfectamente. —ECP: ¿Y París? Dices que «es un libro que se lee con zapatos». ¿Esa mitomanía parisina es fruto de una generación francófila? —GB: Llegué a una francofilia generacional por venir de la izquierda ilustrada. Los nacidos entre los años 50 o 60 nos empapamos de lecturas como los moralistas franceses, Proust, La comedia humana... Nuestra primera mirada cultural al mundo fue francesa. También nuestra educación fue francesa, no inglesa, ya que el segundo idioma del programa en el que nos educamos era francés. Con la EGB y el BUP eso cambió. Y luego está la ciudad de París, que descubrí primero leyendo a Balzac, Montaigne o Gide. Baudelaire es una lectura primordial en mi vida, la figura del flâneur, el spleen de París... Cuando fui por primera vez con 17 años, un amigo que era español pero llevaba tiempo viviendo allí, me dijo: «¡Qué raro, Guillermo! Caminas por París como si la conocieras de toda la vida!». —ECP: Y es que, de alguna manera, era así. —GB: ¡Claro! Yo ya había “andado” por París. Hoy es como mi segunda casa. Llego a París y me transformo. Es una ciudad que conozco muy bien, la he explorado a fondo: en sus barrios, a través de Cortázar, del boxeo francés, de los museos, de sus músicos y sus filósofos. —ECP: Fíjate que hay un aforismo en el que no llego a asentir del todo: «En la lectura se prohíbe el zapping». A muchos nos encanta releer ociosamente de una forma aleatoria páginas sueltas de nuestras bibliotecas particulares. —GB: Pero yo en ese aforismo me refiero sobre todo al zapping que se da mucho en la crítica literaria, y no digamos en los programas culturales. Hay gente que hace crítica de libros habiendo hecho una lectura americana. Ha echado un vistazo al inicio, una cata por la mitad y algo por el final y ya considera que se ha leído el libro. Ellos creen que disimulan, pero se nota mucho que no lo han leído. Los dos únicos zapping que me gustan con la lectura son el de tanteo, cuando estás en una librería y lo pruebas para intuir la calidad de lo que lleva dentro, y el zapping de la melancolía, el de ese día que estás en tu despacho, empiezas algo, te acuerdas de repente de un fragmento de Jack London o unos versos de Mª Victoria Atencia, lo encuentras, lo abres y lees un párrafo o un par de poemas. El otro zapping, el que detesto, es el zapping del tahúr, donde se nota en seguida que tiene la carta escondida del no lector. —ECP: Entre los nombres propios de Papiroflexia abundan los nombres de mujer. ¿Prestas atención al sexo del autor al leer o lees por género con intención reivindicativa? —GB: Soy contrario a la moda de mirar el sexo del autor y de jugar a la máscara y a la estrategia de los géneros. Me ha interesado siempre la literatura que tiene una sensibilidad o, como dijo Woolf, un lenguaje de lo femenino. Yo he leído siempre autoras: clásicas como Safo, las arábigo-andaluzas del siglo XII, algunas autoras del medievo u otras que en mi época nadie leía, como Clarice Lispector. He leído a casi todas las cuentistas norteamericanas: Dorothy Parker, Flannery O’Connor... He tenido una predisposición innata a lo femenino porque vengo de un matriarcado, he tenido más jefas mujeres que hombres y es un mundo, el femenino, muy natural para mí. En mi propia juventud me movía en cierta ambigüedad por mi aspecto físico, mi propia cultura... Elegí una carrera donde había más compañeras que compañeros, empecé a militar en política en una época en la que había muchas mujeres implicadas... Yo he rendido un homenaje a voces literarias que me gustan, femeninas o masculinas. Punto. No están, eso sí, todos los que son, porque si no el libro se convertiría en otra cosa. Simplemente elegí autores que, en un momento dado, me han encantado. Hay gente que leo y no está citada y se ha molestado. Y también he hecho guiños a escritoras con las que no tengo ningún tipo de relación. Y es más, hay algunos con los que tengo una pésima relación, que no me interesan como personas, no me tomaría ni una copa siquiera con ellos, pero que me interesa su obra y la leo. —ECP: Eso dice una cosa muy buena de ti.
—GB: Hay algo que, modestia aparte, me caracteriza y es que creo que soy una persona generosa. Creo que no somos una isla en el tiempo, sino piezas dentro de una telaraña, un caleidoscopio, y a mí me interesa siempre en mis artículos, en mis libros, hablar de compañeros, colegas y no colegas contemporáneos que me rodean y cuya visión del mundo —poética, política, periodística, narrativa— me interesa. En La cultura, querido Robinson, al final, escribí una distinción por los periodistas culturales. No mucha gente hace eso, no es lo habitual en el mundo de la cultura. Es un mundo muy cainita, excluyente, de pandillas cerradas. En cambio, yo practico la generosidad. —ECP: Se percibe en seguida que esa virtud forma parte de tu personalidad y, lógicamente, se refleja en tu obra. Citas, elogias. Eres un maestro del elogio, de hecho. —GB: Vicente Luis Mora lo dijo en la presentación: «Conozco poca gente tan generosa en el mundo literario y de la cultura como Guillermo Busutil». Y creo que es verdad. Porque, por lo general, no hay una honestidad ética en el elogio. Si hablo de este libro o de este autor no es por un interés personal, sino porque me parece que debe ser conocido y celebrado. —ECP: Por otro lado, reconoces que leer es un acto a contracorriente, casi marginal. —GB: Papiroflexia es un canto al ecosistema del libro. Dentro de ese ecosistema hay una mirada también crítica, aunque yo sea un tipo escépticamente optimista. Pero, a día de hoy, leer es un acto de resistencia. Si cogemos las estadísticas, nos están golpeando continuamente. La gente cada vez no es que lea menos, es que no crece mucho el número de lectores y, si metemos un poco más el escarpelo del forense o la linterna del detective, hay lecturas muy malas, mucha literatura de consumo basura, literatura como la comida rápida. —ECP: Libros llenos de letras, pero vacíos. —GB: Exactamente. Estuve hace poco en la Feria del Libro de Cádiz y había una cola brutal por un best-seller, le eché un ojo y me dije: “Esto es un libro de tren, para abandonarlo al llegar al destino. No es un libro que recomendaría a nadie ni vaya a guardar en mi biblioteca”. Leer es una revolución silenciosa. El ser humano, como persona y ciudadano, ha dejado de combatir, lo hemos dejado anestesiarse con las pantallas, que son un poco como el soma. La pastilla azul es internet. Se ha tirado mucho la toalla, nos conformamos, nos lo comemos todo. Hay gente que se rige apenas por las noticias falsas que le llegan al móvil. Se critica mucho en la barra del bar, en las redes, pero cuando tienes que dar un paso adelante y seguir a la Marianne con el pecho descubierto, son siempre los mismos. Mejor se quedan en casa viendo un partidito de fútbol. —ECP: Quiero terminar diciéndote que es admirable tu maestría metaliteraria, porque Papiroflexia no es un libro pedante, teniendo todos los mimbres para que lo pudiese haber sido. No das una argumentación extendida y machacona sobre lo estupendo que es leer, sino que es breve a propósito, hiperbreve con frecuencia, y sentencioso, pero abierto. —GB: Yo soy filólogo, como tú. Me maravillan Roland Barthes, Foucault, Benjamin, Wallace Stevens... Soy un gran amante de los teóricos de la literatura. Los he leído, los amo. Y creo que he sabido hacer de esas lecturas un poso e incorporarlas a mi lenguaje, como si las hubiese deconstruido. Papiroflexia sería como El Bulli del ensayo metaliterario. [...] Yo escribo siempre para llegarle a cuanta más gente mejor. A mí no me interesa ser un escritor de culto ni hermético. Tengo un tipo de lenguaje y un estilo concreto, al cual no renuncio, pero lo que trato es de acercarle a la gente la literatura, el arte o la fotografía con un conocimiento, intento que suban un escalón, pero no cinco. Entrevista realizada por AMOR COSTA José Bocanegra publicó este verano en La Marca Negra Zihuatanejo, una novelita tropical ambientada en las playas surferas del Pacífico mexicano. Lo hizo justo a tiempo para amenizarnos las vacaciones. Ahora que hemos vuelto al trabajo y extrañamos los días ociosos, nos queda juntarnos a charlar sobre aquella narración azarosa e improvisada como un día de verano. Nos sentamos en su balcón buscando alguna brisa en el bochorno murciano y empezamos a hablar de Vincent y sus asuntos antes de que el verano del 22 se pierda para siempre. —EL COLOQUIO DE LOS PERROS: ¿Hay alguna voluntad de que esta novela no sea catalogada como un relato escapista o estás cómodo con el tópico del paraíso soñado —aunque solo sea vacacional— en el que el único horario son los ciclos de sol? —JOSÉ BOCANEGRA: No, pero claro que es escapista, ¡si la novela comienza en el mismo lugar donde termina La redención de Shawshank! Siento una enorme atracción por este tipo de escenarios, pero como hombre europeo jamás me siento cómodo del todo en ningún lugar. Siempre percibo que algo está mal y, más aún, que yo soy parte de ese mal, de modo que todo se convierte en una especie de fuga permanente. —ECP: En el capítulo se habla de la blasfemia como el inicio de la «eterna tendencia al rupturismo» del protagonista, Vincent, sin embargo, tampoco se le presenta como un personaje provocador en la novela. ¿Te atrae la idea del rebelde integrado? —JB: Cuando Vincent piensa en su hogar no es un personaje integrado, sino todo lo contrario. El ingenuo deseo de encontrar un lugar diferente es una manifestación de su ruptura con el entorno conocido. En cambio, cuando se encuentra fuera de casa, Vincent tiene una actitud mucho más humilde y creo que respetuosa. —ECP: En el mismo capítulo se habla de libro como una palabra sagrada. El protagonista desde el principio se presenta como escritor y los demás lo tratan como tal. ¿Es imposible huir de la pose cuando se trata así a un personaje? —JB: No se me había ocurrido esa asociación, pero ahora que lo mencionas es curioso cómo ha evolucionado la literatura desde una concepción sagrada en el pasado hasta el concepto absolutamente mundano de nuestros días. El de escritor —o así lo percibo yo— es un oficio devaluado, de modo que la caracterización de Vincent como tal no tiene la intención de elevarlo, sino más bien de conseguir un perfil bajo y un efecto ligeramente cómico. —ECP: El escapismo implica un choque cultural y la expresión de ese choque. Se reflexiona mucho sobre la idea del exotismo en cuestiones lingüísticas, culinarias, sociales... ¿Ha sido difícil conseguir en el personaje el equilibrio entre el deseo de no ser considerado turista y el empeño en identificarse con el entorno de un modo que huye del disfraz? Creo que te ha salido bien y que la ironía te ha ayudado mucho. —JB: Hay una referencia explícita a la obra de Paul Bowles El cielo protector, donde se discute la diferencia entre turista y viajero. No es un tema menor plantearnos si como ciudadanos europeos podemos aún viajar sin convertirnos en banales turistas. Estar dispuesto a conocer un lugar, aceptando su idiosincrasia desde una mirada respetuosa y alejada del eurocentrismo, creo que significa también reconocer quién eres y ser honesto en eso. Llegar a un país extranjero imitando, por ejemplo, el acento de la población local puede ser molesto, además de ridículo. —ECP: ¿La obsesión de no ser turista está asociada a la idea de escapar del capitalismo de forma sincera o el hecho de asociarlo a unas vacaciones lo hace imposible? Lo digo porque no son pocas las veces que se cuentan los estragos paisajísticos del turismo. —JB: La intención de distanciarse del turista es ética, pero también estética. Creer que ese distanciamiento puede ser absoluto, por otro lado, es arrogante y deshonesto. He aquí la gran contradicción. El turismo de masas es una manifestación del capitalismo y otra de sus agresiones al medio ambiente. Vincent se distancia de eso, puesto que llega a un lugar más escondido y que, de algún modo, se resiste a caer en ese modelo, si bien hay signos de que la máquina trituradora puede llegar de un momento a otro. En cuanto a las vacaciones, hay un componente de clase. El fin de semana, los puentes o las vacaciones son pequeñas ventanas de las que los trabajadores disponemos para experimentar la ilusión de estar emancipados. Dado que somos conscientes de que es tan solo una ilusión, se trata de una libertad defectuosa, puesto que viene picada por la melancolía. —ECP: Hablemos del resto de personajes. Yo los veo a todos como secundarios. ¿Esto es una consecuencia de esa escapada al paraíso? ¿Son las relaciones establecidas algún tipo de infierno? La seductora idea de empezar de cero en un sitio en el que no te conocen, ¿funciona en algún otro sitio que en una playa paradisíaca llena de gente guapa y atlética que va a su aire? —JB: En realidad, creo que todos esos personajes secundarios, junto al espacio que habitan, conforman el protagonista colectivo de esta novela. En ese sentido, el protagonista, Vincent, sería en realidad el único personaje secundario. Se trata de un recurso para acceder a ese universo, paradisíaco o no, que se representa desde el propio título de la novela y que la trama del viaje ha utilizado desde antes de La Odisea. En cuanto al escenario, creo que las posibilidades son ilimitadas: una jungla, una ciudad, un páramo... —ECP: Entre este cuerpo de baile que son los secundarios de Zihuatanejo a veces no hay diferencia en el tratamiento a animales y a personas. Se habla de pelícanos, cocodrilos y arañas como de otro vecino más al que hay que tener en cuenta. ¿Hasta dónde llega la reivindicación de la naturaleza fuera del tópico literario? En este caso yo lo he leído como un locus amoenus con bichos. Me parece un paraíso en su versión barroca, brillante pero con el memento mori en forma de picaduras e infecciones. ¿Crees que no hay modo de exaltar los momentos de felicidad y plenitud si no es mostrando el reverso tenebroso? —JB: Apenas un par de meses después de terminar el manuscrito, leí un artículo de Manuel Rodríguez Rivero en El País titulado ‘¡Animalitos!’. En él comenta una tendencia reciente de la literatura que yo desconocía como tal, a la que llama nature writing o, más específicamente, animal writing. Me resultó muy curioso porque tanto Zihuatanejo como Vacas (las dos estaban ya escritas, pero aún sin publicar) se podrían enmarcar dentro de esa corriente. Rodríguez Rivero considera que ante la idea de que la naturaleza como la hemos conocido se descompone ante nuestros ojos, escribimos arrastrados por un sentimiento de nostalgia preventiva. Zihuatanejo o la playa de La Saladita son entornos paradisíacos, llenos de vida animal y vegetal, pero la cuenta atrás ya ha comenzado. —ECP: Hablando de naturaleza barroca, la palabra monstruo aparece varias veces para referirse a olas de cuatro metros o a Vincent comiendo chapulines a puñados. Me gusta esa visión de la monstruosidad relativa y me gustaría saber si está en la base de esa descripción de la naturaleza como una enorme fuerza de destrucción. Porque está yuxtapuesta a otras descripciones absolutamente pacíficas. —JB: Esto me hace recordar a Gulliver, a quien la naturaleza sacude y hace naufragar y el azar lo lleva de una a otra playa. Entonces Gulliver puede ser un gigante o un ser diminuto, esa es la monstruosidad relativa de la que hablamos, creo. Sin embargo, la naturaleza nos da a veces una tregua y somos capaces de considerarla en todo su esplendor y admirar su incomparable belleza. Es maravilloso que, sabiendo cómo acabará nuestra historia en este mundo, aún tengamos la capacidad de detenernos a contemplarlo. —ECP: A veces tienes esa ambigüedad referencial entre animales y personas, que ya vimos en Vacas. El efecto a veces es cómico y a veces es muy profundo, es quizás el recurso menos realista y permite yuxtaponer escenas cercanas a las fábulas. ¿Te interesan en este vaivén entre la animalización y la simbología? —JB: Los que convivimos con animales tenemos la posibilidad de comprobar que, más allá de estereotipos, cada individuo animal tiene sus propias costumbres y manías. Cuando te acercas a un animal en su singularidad, eres consciente de que él también es, si no una persona, un individuo. No me gustaría nada caer en un discurso infantil en relación a esto, solo digo que escribir es, en este caso, un intento de conocer a cada persona, cada ser o cada objeto en su individualidad. En cuanto a esa identificación entre persona y animal o viceversa, la fábula ya plantea, como dices, esa posibilidad y supongo que cobra sentido en tanto que unos y otros tenemos ciertos rasgos comunes. —ECP: A menudo se describen los paisajes como fotografías o decorados, como tarjetas postales. ¿Es imposible ya para el ser humano moderno relacionarse con la naturaleza directamente? ¿No podemos ver la belleza sin que medie el arte? Las excepciones son las experiencias surferas. En el precioso fragmento 38 la belleza viene de sentir la fuerza de la naturaleza sin intermediarios. ¿Es una visión del arte como la triste metadona de quienes vivimos en un tercero sin ascensor? —JB: Es una cuestión compleja. El arte no puede ser un sucedáneo de la realidad sino una vía para ampliar nuestra experiencia de la misma. En una ocasión, hace ya muchos años, me encontraba en un parque bajo los efectos del LSD. Había comprado una botella de vino blanco y después de darle un buen trago miré los árboles y me dije: «Son preciosos. Alguien debería pintarlos». Acto seguido me respondí: «¡Qué tontería! ¿Para qué pintarlos cuando cualquiera puede venir aquí y contemplarlos directamente?». Supongo que el arte va mucho más allá de la mera representación, lo que no impide que a veces sea también un recordatorio de que existen otros mundos más allá de los muros de nuestras prisiones. —ECP: Se me ha ocurrido que podía ser una representación del paraíso con ángeles surferos en forma de felices ídolos jubilados, y el infierno los que se quedan sometidos al trabajo. Los que nos vamos de vacaciones somos el purgatorio. ¿Qué te parece?
—JB: Me parece una idea maravillosa, lo imagino como un cuadro de El Bosco o algo así. Es indudable que el sistema de trabajo, tal como está planteado, es un infierno absoluto e irracional que solo conduce a la enajenación del individuo y la destrucción del medio ambiente. —ECP: Además de los surfistas y los locales, entre los personajes humanos está esa segunda persona con la que el narrador nos sorprende, al principio en escenas separadas hasta que la pareja protagonista se junta. ¿Cómo se te ocurrió este recurso? ¿Por qué se usa con un solo personaje si la historia entre los dos está tan difuminada en la narración como otras relaciones? ¿Es el solo tú serás tú de Salinas? —JB: El empleo de un personaje femenino como destinatario de toda la narración y el uso de la segunda persona para acometer esta estrategia es por mi parte un homenaje a uno de mis libros favoritos que, además, es mexicano. Hablo de Pedro Páramo, donde la evocación de la mujer amada por parte del cacique siempre me hizo estremecer. Mi modo de escribir es orgánico, no sé de antemano todo lo que voy a realizar, sino que sigo una línea. Debido a esto, tuve que tomar algunas decisiones imprevistas en relación a la perspectiva del narrador, puesto que el personaje de María no debía aparecer en el mismo plano que el de Vincent. Me arriesgué con eso, pero creo que fue un acierto. —ECP: He dicho que la relación amorosa está difuminada, pero en realidad habría que hablar más bien de sutileza. ¿Es esta contención una evolución en tu obra, una tendencia estilística con futuro o la has ensayado en esta novela como un experimento formal? —JB: Me interesa mucho esta cuestión y me alegra que la hayas percibido. Hay toda una cuestión estética aquí, pero también una postura ética del escritor respecto del lector. El narrador, según mi punto de vista, debe contar, pero no explicar. Si un escritor le da todo explicado y bien mascadito a sus lectores, los acaba infantilizando. Es una postura paternal y deleznable en un autor con un mínimo amor propio. En cambio, el escritor que va presentando los hechos sin explicarlos permite que la historia vaya por debajo del texto o entre las líneas, si lo prefieres. El lector tendrá entonces espacio para considerar esos hechos y construir su propia interpretación como un adulto funcional. —ECP: Después de esta consolidación de la narrativa surfera con tu tercera novela, ¿crees que es el momento de la explosión definitiva de este tema en la literatura murciana? ¿Estáis creando escuela Lujo Berner y tú? —JB: La escuela literaria, como todas las escuelas, no se detiene nunca. Admiro a Lujo Berner y además de las coincidencias temáticas creo que compartimos algunos referentes artísticos y literarios. En cuanto al surf, es una experiencia muy poderosa que nos sirve para estar en contacto con la naturaleza e incluso con una parte muy íntima de nosotros mismos, como una especie de meditación. No obstante, creo que es el momento por mi parte de ir hacia nuevos escenarios y perseguir otras ideas. Entrevista realizada por JOSÉ LUIS ZERÓN HUGUET El que mira Rafael Camarasa pertenece a la generación de poetas surgidos en Valencia en los 80, conformada, entre otros, por Gallego, Marzal, Miguel Argaya, José Luis Martínez, Méndez Rubio y Enrique Falcón, si bien se adscribe a esa otra línea de poetas valencianos alejada de los círculos universitarios y donde estarían incluidos Uberto Stabile, Fernando Garcín y Jesús Zomeño, que según Xelo Candel en su estudio “La mies y la espiga”, «comparten una ambientación urbana y el gusto por el cómic, el cine negro, la música pop y una estética del análisis de la melancolía». Colabora con ellos en revistas de la época, y con Garcín dirige la colección de poesía ‘La línea de sombra’. Ha publicado los libros de poemas Cromos (2007), El sitio justo (2008), Cabos sueltos (2018), Sin noticias de Liliput (2019) y El que mira (Visor, 2022), ganador del premio Ciudad de Burgos 2021. Rafael Soler escribe en la contraportada de El que mira que Camarasa «es un poeta siempre atento a lo grande y lo menudo, notario de nuestro deambular por este accidente vertical y transitorio que llamamos vida», y añade que «lo cotidiano, que siempre es lo esencial es aquí la ocupación del que primero mira para luego ver. Desde su faro, el poeta da cumplida respuesta con un lenguaje bien tallado donde nada sobra». Tiene razón mi amigo Rafael: en pocas líneas ha sintetizado las claves maestras de este libro equilibrado y austero que hay que leer con la misma atención con que su autor mira el mundo. Pese a lo dicho, El que mira no es un libro fácil ni del todo explícito, pues el autor hace uso de la elipsis en no pocos poemas, es decir, evita las descripciones enfáticas y las explicaciones obvias y deja que el lector se aventure en la búsqueda de otros enfoques y significados, pues lo que llamamos realidad objetiva no siempre está en el mismo plano emocional de quien la observa. Dicho de otra manera: accedemos a la realidad no tal cual es, sino como la capta nuestra mirada. De entrada, podríamos calificar El que mira de libro realista, pero sería una apreciación simplificadora. Rafael Camarasa no transita la imaginación, ni se adentra en mundos oníricos, pero desfamiliariza lo ordinario abordando desde una mirada ontológica moderna, sin énfasis ni piruetas expresivas, el carácter mutante de la realidad. Rafael Camarasa ha articulado este poemario en tres partes. La primera se titula “Miopía” y la tercera “Presbicia”, y ambas constan de un solo poema La segunda, titulada “Hipermetropía”, ocupa la práctica totalidad del libro. En el poema de la primera parte, titulado ‘Dioptrías’, el autor nos habla de la anomalía del ojo que consiste en la imposibilidad de ver con claridad los objetos próximos e identifica la miopía y el acto de escritura: «Escribir y llevar gafas son actos que se parecen / —como se parece un cuerpo a su sombra / o una sombra a una metáfora—. / En ambos, la voluntad de aclarar lo difuso, / de concretar las dobles figuras. / Si no de atravesar la niebla, / sí que de distinguirla». En la segunda parte nuestro poeta se ocupa de la anomalía visual que consiste en la imposibilidad de ver con claridad los objetos próximos y nos habla de lo que él siente más próximo: el paisaje natural o urbano que le rodea, su familia, el paso del tiempo, el amor perdido, los vecinos, los acontecimientos diarios más o menos destacables. Su mirada es irónica a veces; otras nostálgica y algo desencantada. Se cierra el libro con un poema titulado ‘Alegría’ a modo de poética, que habla de lo efímero e inconsistente del mundo que nos rodea, de las alegrías y naufragios. El autor se dice que «todo lo que sucede conviene» a pesar del cansancio que provoca la vista cansada. En El que mira se enriquece el acto de ver con la mezcla de otras sensaciones y una hábil combinatoria de lo opuesto. Este libro transmite una intimidad profundamente humana, no exenta de melancolía, a través de un discurso nada altisonante, sin artificios ni florituras, con palabras prosaicas y un ritmo armónico, casi silencioso, pero preciso. La escritura poética de Camarasa es asimismo una vía de salida de la intimidad y una forma de documentar lo leve, lo que sucede en el mundo de forma imperceptible o escasamente reseñable. Y ahí, en esa capacidad para tasar y transformar lo consuetudinario, se muestra el poder de la poesía: mirar de otro modo a pesar de las continuas circunstancias que asaltan a la mirada cegándola o velándola, porque la mirada trata de liberarse de la sumisa adicción a la pereza, a la cultura de lo fácil y accesible, forcejea con la falta de atención, el desinterés, la ausencia de asombro. Rafael Camarasa no busca, pues, los grandes hallazgos, no da testimonio de lo excepcional y maravilloso, solo pretende, y lo consigue con creces, pespuntar una poética cuyo eje es la capacidad de captar, buceando en el pasado y rastreando el presente, las fulguraciones misteriosas de lo efímero, el sentido de cada pequeño acto, las hebras de escepticismo, las fisuras de la consciencia. No encontraremos en estos poemas imágenes imprevistas, ni torceduras del lenguaje, ni verbo suntuoso, ni alta intensidad. La belleza está despojada de esteticismo y la intimidad de egolatría. El que mira delimita el camino de una sentimentalidad propia que a veces se acerca al abismo guardando una prudente distancia a través de una ironía inteligente, tersa y serena. —EL COLOQUIO DE LOS PERROS: Rafael Soler dice que en tu nuevo poemario hay «una muy lúcida reflexión sobre el amor y el paso del tiempo», y en algunos poemas, añado yo, el lector siente el intento de atrapar la felicidad del mundo perdido, pero sin desatender el presente. En este libro y en tu obra en general, ¿qué pesa más: la ausencia o la presencia? —RAFAEL CAMARASA: Yo creo que la presencia. El recordar es inevitable para todo ser humano, pero yo no soy de mucho mirar atrás. El recuerdo es necesario, y precisamente en el libro que estoy escribiendo ahora hablo mucho del recuerdo, pero como una filtración de lo que pasó, un acomodo que nos ayuda a seguir y que llega hasta nosotros depurado. El recuerdo a mí me duele por lo que tiene de cosa muerta e irrecuperable. Sé que está ahí y acudo a él cuando lo necesito, pero no me recreo. Sin embargo, también duele el presente y la imposibilidad de aprehender el momento bello. El caso es que vivo en una insatisfacción constante entre el pasado y el ahora, y quizá por eso escriba. En el poema ‘Alegría’, que cierra el libro, por ejemplo, más que del recuerdo concreto, hablo de la sensación de lejanía de ese momento y del avance del protagonista hacia el final. A veces, se añora el pasado —y se magnifica— porque estar en él significaría tener más vida por delante. —ECP: ¿Tu libro es el fruto de una labor lenta y madurada o de una irrupción vertiginosa e intempestiva? —RC: Antes era más rápido e impetuoso escribiendo, pero de un tiempo a esta parte mi escritura es más lenta y reflexiva. Este libro tiene poemas de hace cinco años, que es el tiempo que ha tardado en llegar a ser como es. Surge de un anterior libro, que guardaba mucha conexión con mis relatos, que es otra parte de mi literatura. Llevo un tiempo queriendo separar una faceta de otra, lo que requiere suprimir ironía y corrosividad, de las que mi narrativa tiene mucha. Eso me llevó a ir puliendo el texto para llegar a unos poemas austeros, contenidos, pero no ausentes de fundamento. De una línea clara, pero no superflua. —ECP: Aunque en El que mira está muy presente el mundo urbano, hay también una presencia de la naturaleza no constante, quizá en un segundo plano; una naturaleza que actúa completamente ajena al ser humano. Estoy pensando por ejemplo en el poema ‘Intemperie’. Por cierto, el perro o los perros aparecen frecuentemente en tu poemario. —RC: Sí, la naturaleza aparece en algunos poemas, pero como un elemento donde me adentro como en un paréntesis. Soy un ser claramente urbanita y la naturaleza produce en mí el mismo efecto que la ciudad para alguien que procede del campo. Es un elemento que me perturba, me conmueve y me sorprende. Y que, por supuesto, tiene sus propias leyes, ajenas el hombre. Me interesa el efecto de encapsulamiento que me produce, de pausa. Similar al que, sin ser religioso, me transmite una iglesia. Respecto a lo de los perros, son animales que me gustan y que creo que actúan como catalizadores para despertar en nosotros cosas que teníamos enterradas. No sé si un perro te quiere, tomando el amor como sentimiento humano, y si el mérito de lo que sentimos por ellos es suyo o nuestro, pero lo que está claro es que nos remueven cosas. —ECP: Tu poesía puede parecer prosaica a primera vista, sin embargo, hay una cadencia musical que trata de pasar inadvertida, pero resulta audible al mismo tiempo entre la aparente trivialidad de la anécdota y un lenguaje despojado de adornos superfluos y en ocasiones coloquial; hay una narratividad elíptica, una belleza misteriosa e inasible que trasciende la mera cotidianeidad y que hace colisionar el deseo con la realidad. Es decir, aunque lo parezca, no todo es diáfano en este poemario. Yo diría que hay mucho claroscuro. —RC: Respecto a la música, estoy completamente de acuerdo. Yo mismo, en textos escritos en prosa, pero que han aparecido en colecciones de poesía, distingo por la música los poemas, de aquellos que son textos poéticos, aunque en ambos esté la poesía. Creo que hay una distinción entre poesía y poema, y que la marca la música interior, que, en mi caso, no es buscada ni medida conscientemente y tiene que ver más con la intuición. Y estoy completamente de acuerdo en que mis poemas parten de una apariencia clara y de falsa ligereza, y que encierran lecturas oscuras de la condición humana. Me interesa mucho la parte que todos escondemos por convenciones sociales y que no solemos mostrar, pero que nos une al animal que somos. Por otra parte, tienen varios niveles de lectura, con una apariencia de accesibilidad, precisamente, por esa cotidianidad a la que aludes, y la ausencia de artificios lingüísticos. Pero si se escarba, hay más. También esa belleza inasible de la que antes hablaba. —ECP: En El que mira hay muchos poemas que son poéticas camufladas, por ejemplo ‘El exhibicionista’ o ‘Señor Miyagi’. También me llaman la atención los finales de los poemas, rotundos, a veces con un latigazo sentencioso o aforístico. —RC: En todos mis libros, incluso en los de relatos, hay una parte metaliteraria donde reflexiono sobre lo que es escribir. Esos poemas que mencionas podrían entrar en esta consideración. Especialmente, ‘Señor Miyagi’. Es un poema que surge a raíz de una entrevista que le hacen a Francisco Brines. Allí dice algo que me hace pensar, y que yo tomo y mezclo con referentes de mi generación, como es el señor Miyagi de Karate Kid. Evidentemente es una declaración de intenciones o, como tú bien dices, una poética. Respecto a los finales de los poemas, es algo que me han dicho muchas veces, y es curioso porque cuando, a partir de una idea, pienso en un poema, me surge muchas veces el verso final antes que el de inicio. Creo que esos finales ayudan a decantar esa prosa elíptica, esa narratividad de la que hablabas, hacía el terreno de la poesía, entendida más clásicamente. —ECP: Encuentro cierta conexión entre tu poesía y la de Wislawa Szymboska. Creo que fue ella quien dijo algo así como que una vida llena de experiencia no asegura una buena escritura y que es muy importante la percepción sensorial de las pequeñas cosas. —RC: Me alegra que te hayas dado cuenta porque es una cosa que es cierta. Sin pedantería, diré que yo ya escribía con este estilo antes de conocer la poesía de Szymborska. La descubrí mucho antes de que internet la hiciera accesible a todos, mediante una antología que se llamaba Paisaje con grano de arena. Y me reconfortó encontrar a alguien que escribiera de una manera tan aparentemente sencilla, pero profundamente profunda, y que se asemejase a lo que yo trataba de escribir. Fue satisfactorio ver que en un poema puede haber anécdota, suceso, esos componentes narrativos que algunos desdeñan, y sin embargo ser poesía de primera clase. No obstante, le dieron el Nobel. —ECP: También se te ha emparentado con la ironía de Simic y su capacidad para observar los detalles más nimios. De hecho, unos versos suyos encabezan la primera sección de tu nuevo libro. ¿Con qué otros autores te identificas? —RC: Me encanta Simic por su ironía y su surrealismo real y oscuro, que aunque a veces se aleje de la poesía clara que yo hago, me traslada a una realidad onírica como de campo de batalla, de ciudad derruida. Otra poeta que me ha influido mucho últimamente es Louise Glück. Aunque su lectura ha llegado a mí a través de la concesión del Nobel y es reciente, he leído ya bastantes libros, y es una autora que me hipnotiza por su poesía austera, seca pero intensa, no exenta del elemento narrativo. Su poesía me recuerda a esos objetos sencillos que parece que todos podemos hacer, aunque no sea así. Sin embargo, mi gran influencia, curiosamente, no viene por la poesía. Si hay alguien me ha influido por esa capacidad de observación de las pequeñas cosas es Chejov. Sus cuentos están llenos de poesía que flota, no se exhibe, pero que está en el ambiente. Él también influyó en Carver, que además de relatos escribió poesía y es otro de mis favoritos. —ECP: Se ha dicho de El que mira que es un poemario irónico, austero, nada retórico, que los versos son sobrios, despojados de ornamentos, sin embargo, asoman algunas imágenes muy logradas y, sobre todo, manejas el símil con maestría.
—RC: Yo siempre, cuando escribo, más que explicar algo con palabras directas, que a veces es difícil de que sean exactas y certeras, suelo utilizar el símil o, podríamos decir, que la parábola, para que aquello de lo que hablo llegue, por decirlo así, de una forma visual. Otros utilizan el propio lenguaje como continente y contenido. Cada uno tiene su camino y todos son válidos. Quizá en eso tenga que ver con que provengo de una cultura muy arraigada al pop y a lo visual. En mi poesía, lo poético está más en la imagen que creo, que en el propio lenguaje. —ECP: En algunos poemas abordas el tema de la familia. Se trata de estampas cotidianas, de una sutil liviandad que esconden sentimientos íntimos inquietantes, por ejemplo ‘Niños en mi salón’ o, en mi opinión, uno de los mejores y más hermosos poemas del libro: ‘Rosas’. —RC: Yo hablo de lo que me rodea. Lo cotidiano, lo diario, forma parte de mi vida, y en ello está la familia. De todo eso me nutro y trato de hablar de ello de una manera universal, no costumbrista, de manera que los poemas pueden ser leídos dentro de muchos años y tengan un significado vigente. La gente que me rodea y, entre ella la familia, forman parte de mi cotidianidad. Y en ese día a día hay zonas luminosas y oscuras. O las dos cosas a la vez, como sucede en el poema del que habla, ‘Rosas’. Que habla del amor a una madre, de la vida y la muerte. —ECP: Otro filón de tu poesía es la capacidad de observación, el don de mirar aquello que nadie mira, la capacidad de atención en este mundo de desatentos, y en tu nuevo libro ya se hace notar en el título mismo del poemario y en uno de los poemas del mismo. —RC: Es una cuestión de carácter. El mirar y ver me ayuda a, además de conocer lo que me rodea, conocerme a mí mismo porque en esa observación hay una comparación y un reconocimiento. En el fondo no somos tan distintos, y a veces el mirar te hace volver sobre tus pasos y hacer examen de conciencia. También comprenderte. En este libro he dado un paso atrás y he observado, con la máxima frialdad y lucidez que me ha sido posible. —ECP: Como digo al principio de esta entrevista, en El que mira no te olvidas nunca del pasado, pero creo importante destacar que estás atento al presente y hay una actitud ética y un tono de denuncia desde la sobriedad y la templanza, como por ejemplo en los poemas ‘Caminantes’, ‘Anclas’, ‘Luces’ y ‘Sótanos’. —RC: Sí, pero esa actitud ética puede que no sea buscada. El hablar de cosas y gente y situaciones que observo, y de las que también formo parte, obligadamente te hacen tomar una posición sobre ciertas actitudes humanas. Es algo que es casi inevitable. En esos poemas que mencionas hay desde un poema sobre la pandemia —más que sobre la pandemia, sobre el miedo que tenía la gente de estar encerrada en casa, cuando, de hecho, ya vivimos encerrados en nosotros mismos sin comunicarnos con los demás— hasta uno sobre el miedo a la muerte que manifestamos en un velatorio, con gestos de los que no somos ni siquiera conscientes. Como tú has dicho, El que mira es un título perfecto para lo que el libro encierra. —ECP: Y ya para finalizar me veo obligado a hacerte una pregunta tópica: ¿qué ha supuesto para ti ganar un premio de tal envergadura y ver editado tu nuevo poemario en una de las editoriales punteras de poesía española? —RC: Nunca creí que podría ganar un premio de este calibre. Es un sueño haberlo ganado. Me parece increíble que un libro que escribí en la soledad de mi casa se haya abierto paso entre casi doscientos poemarios. Lo mejor de todo es la publicación en Visor, que te asegura estar en todas las librerías y que el libro sea accesible para cualquiera. Es un gozo entrar en la librería, mirar los estantes y ver que tu libro está ahí. Otra cosa es que guste o no. También es gratificante que, por la distribución que tiene el libro, me lleguen, a través de las redes sociales, noticias de gente que lo ha comprado y cuelga alguno de mis poemas en internet. Es muy satisfactorio. |
ENTREVISTAS
El Coloquio de los Perros. CABEZAS, ISMAEL
CAMARASA, RAFAEL CARBAJOSA, NATALIA CARIDE, ALBERTO CARRILLO, VIRIDIANA CÉLINE CEREZUELA, ANA CERVERA, RAFA CHEJFEC, SERGIO CHEJFEC, SERGIO [5] CHESSA, ALBERTO CHESSA, ALBERTO [Anatomía de una sombra] CHICO, ÁLEX CISNERO, ALBERTO COMAN, DAN CONTRERAS, NADIA CRUZ, GINÉS DELGADO, DESIRÉE DÍAZ, ANA CLAUDIA DÍEZ, JOSÉ MANUEL DOMINIQUE A ELENA PARDO, CRISTINA ESPEJO, JOSÉ DANIEL ESPEJO, JOSÉ DANIEL [Perro fantasma] FONT, VIOLETA GALÁN, JULIO CÉSAR GALÁN MOREU, SALVADOR GALÁN MOREU, SALVADOR [No fall] GALINDO, BRUNO GALLARDO, JOSÉ MANUEL GALLUD, EVA GALVÁN, ANI GAMBOA, JEYMER GARCÍA, CONCHA GARCÍA, DIEGO L. GARCÍA JIMÉNEZ, SALVADOR GARCÍA LÓPEZ, ERNESTO GARCÍA MELLADO, ISABEL GARCÍA-VILLALBA, ALFONSO GARRIDO PANIAGUA, RODRIGO GASS, CARLOS GINÉS, ANTONIO LUIS GINÉS, ANTONIO LUIS [Antonov] GÓMEZ, MACARENA GÓMEZ BLESA, MERCEDES GÓMEZ RIBELLES, ANTONIO GÓMEZ RIBELLES, ANTONIO [QUIROMANTE] GONZÁLEZ LAGO, DAVID GRACIA, ÁNGEL GROZO, DANIEL GUERRA NARANJO, ALBERTO HENDERSON, DAIANA HERNÁNDEZ, GALA HERNÁNDEZ, JULIO HERNÁNDEZ, MIGUEL ÁNGEL HERNÁNDEZ, MIGUEL ÁNGEL [EL DOLOR DE LOS DEMÁS] HERNÁNDEZ, MIGUEL ÁNGEL [ANOXIA] HERNÁNDEZ BUSTO, ERNESTO IRIBARREN, KARMELO C. JORGE PADRÓN, JUSTO KASZTELAN, NURIT LADDAGA, REINALDO LAYNA RANZ, FRANCISCO LEZCANO, YULEISY CRUZ LINAZASORO, KARLOS LOBATO, FLORA LÓPEZ, PABLO LÓPEZ AGÜERA, FULGENCIO ANTONIO LÓPEZ KOSAK, ANDREA LÓPEZ MONDÉJAR, LOLA LÓPEZ MONDÉJAR, LOLA [Qué mundo tan maravilloso] LÓPEZ SANDOVAL, DAVID LÓPEZ SORIA, MARISA LOUZAO, ALICIA MAESTRO, JESÚS G. MALAVER, ARY MANUELA, ADRIANA MARGARIT, LUCAS MARÍN, MARÍA MARÍN, MARIO MARÍN ALBALATE, ANTONIO MARQUARDT, ANJA MART, BLANCA MARTÍ VALLEJO, MAITE MARTÍN, RUBÉN MARTÍN GIJÓN, SUSANA MARTÍN IGLESIAS, VÍCTOR MARTÍNEZ CASTILLO, ANA MENDOZA, NURIA MESA, SARA MICÓ, JOSÉ MARÍA MIGUEL, LUNA MIRALLES, INMA MOGA, EDUARDO MOLINO, SERGIO (DEL) MONTEVERDE, JULIO MOR, DOLAN MORALES, JAVIER MORANO, CRISTINA MORENO, ANTONIO MORENO, ELOY MORENO, JAVIER MORENO, SEBASTIÁN MORENTE, ESTRELLA MOYA, MANUEL MUÑOZ, MIGUEL ÁNGEL NAVARRO, ÓSCAR NETO DOS SANTOS, MANUEL NIETO, LOLA NORDBRANDT, HENRIK NUÑO, SIHARA OLMOS, ALBERTO OREJUDO, ANTONIO ORTIZ, DEMIAN ORTIZ ALBERO, MIGUEL ÁNGEL PALOMEQUE, AZAHARA PAPELES DEL NÁUFRAGO [Antonio Lafarque y Aníbal García] PARDO VIDAL, JUAN PARRA SANZ, ANTONIO PEÑA DACOSTA, VÍCTOR PEÑAS, ESTHER PÉREZ CAÑAMARES, ANA [Querida hija imperfecta] PÉREZ CAÑAMARES, ANA [Las sumas y los restos] PÉREZ LEAL, AGUSTÍN PÉREZ MONTALBÁN, ISABEL PERONA, JESÚS PICÓN, EMILIO PRADA, JUAN MANUEL DE PRUDENCIO, JESÚS PUJANTE, BASILIO PUJANTE, MANUEL RÍOS, BRENDA RIVAS GONZÁLEZ, MANUEL ROBLES, SALVA RODRÍGUEZ, ALFREDO RODRÍGUEZ, ALFREDO [Urre Aroa] RODRÍGUEZ, ALFREDO [Días del indomable] RODRÍGUEZ JIMÉNEZ, ANTONIO RODRÍGUEZ PAPPE, SOLANGE ROMERO MORA, J.D. ROSADO, JUAN JOSÉ ROSSELL, MARINA RUDEL, JAUFRÉ RUIZ GUERRERO, Mª CARMEN SALSE BATÁN, ALEJANDRO SÁNCHEZ, GINÉS SÁNCHEZ, GINÉS [2096] SÁNCHEZ, GINÉS [MUJERES EN LA OSCURIDAD] SÁNCHEZ AGUILAR, DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR, DIEGO [El nudo] SÁNCHEZ AGUILAR, DIEGO [FACTBOOK] SÁNCHEZ AGUILAR, DIEGO [LA CADENA DEL FRÍO] SÁNCHEZ AGUILAR, DIEGO [LOS QUE ESCUCHAN] SÁNCHEZ GÓMEZ, MARISOL SÁNCHEZ MARTÍN, LUIS SÁNCHEZ MENÉNDEZ, JAVIER SÁNCHEZ ROBLES, MIGUEL SÁNCHIZ, ANTONI SANTOS, ABEL SCHWEBLIN, SUSANA SEÑOR, RUBÉN SERRANO, PABLO SORIANO, ADA SUANE, SAÚL TRIGUEROS, SARA J. ÚBEDA, ANABEL URÍA, JUAN MANUEL VAL, FERNANDO DEL VALDÉS, ANDREA VALERO, MANUEL VALLÈS, TINA VARAS, VALENTINA VEGA, MIGUEL VERA FIGUEROA, ALBA VICENTE, TERESA VICENTE CONESA, FRANCISCO VILA-MATAS, ENRIQUE Hemeroteca
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