LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
CARLOS MARZAL. EUFORIA (Tusquets, Barcelona, 2023 por PEDRO GARCÍA CUETO EL GOCE DE VIVIR Carlos Marzal ha tenido un largo silencio desde su último libro Ánima mía, publicado en el año 2009, pero nunca hay silencio, sino construcción de una obra que se gesta en el interior. Opino que todo poeta va creando en la reflexión, la meditación de un libro no escrito, pero que está surgiendo continuamente. Él ha publicado novelas, ensayos, pero la poesía llega y es un arrebato, llama a la puerta y debes invitarla. Para un ensayo puede haber una predisposición, un afán de investigar a un autor, una crítica también e incluso la novela se va tejiendo con un buen comienzo, con un deseo de ir más allá, pero el poema es anunciación, como nos diría el maestro Lostalé.
También el poeta valenciano, como lector, va creando el poema desde la lectura, porque así nace ese texto inédito y escrito dentro. Brines lo decía muy bien, escribimos para que alguien nos lea y escriba su propio poema. Euforia es un canto a la vida desde la niñez, en un diálogo con el niño que fuimos para preguntarle cómo está con el paso del tiempo. Dice: «Aún sigo en mi niñez, / y soy adulto / al viejo que seré le hablo muy joven». Porque el niño se perpetúa en los gestos de su hijo cuando lo ve jugar al fútbol, cuando se asombra del crecimiento de la Naturaleza. Somos infancia de nuevo, cuando contemplamos la vida de verdad, en su florecer, cuando paseamos ante el edén de un paisaje que nos reconcilia con nuestra primera mirada. Y es esa visión como un primer lenguaje que es también el acto de escribir: comunicarnos con quien nos acompaña cada día, ese inocente que nos ve en el espejo mayores, hasta que cerramos los ojos. En ‘La madurez’ hay un Marzal pleno de vitalismo que dice: «me encuentro / en un perpetuo estado de ignorancia / tratando de escuchar / en mí, a quien supo: / el niño que yo fui sueña a salvarme». Y todo ello me recuerda a Ánima mía cuando en el poema ‘Alacridad’, que significa alegría, se vierte en ese goce capital: «No consiste en euforia lo que siento. / No es la fuerza mayor / de la alegría / el solo sin porqué / del jubiloso». Esa alacridad es la vida, sentir su pulsión al despertarse, por ello la euforia, esa forma de decir sí a la existencia: «En el alba / del alma, / completa alacridad de estar viviendo». Si Brines ve en Donde muere la muerte a sus padres y, ya en los límites del tiempo, se recuerda niño, Marzal sabe que el niño se eterniza. La llama de escribir como canto puro y noble a la presencia. Hay euforia porque, aunque a veces creamos que no vivimos, estar, habitar, ya es un don, un premio con el que deleitarse absolutamente.
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ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA. EN EL CUERPO DEL MUNDO (Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2023) por PEDRO GARCÍA CUETO Andrés Sánchez Robayna, es un escritor cuyo pulso emocional palpita en cada página, en el espacio en blanco que llena la luminosidad del lenguaje, su trascendencia. En el cuerpo del mundo abarca su obra lírica completa porque el vate ya tiene una carrera sólida, una arquitectura del lenguaje centrada en la creación como leit motiv. Del libro Día de aire (1970), surge el poema homónimo cuando dice: «Naces, y es un presentimiento, / como el presentimiento de la luz / cuando sales del sueño. La mañana / sobre los médanos te llama / a la busca del aire, al domino del sol». Y es el mar un lienzo donde Robayna esculpe el idioma como el que crea figuras de arena que no se borran al estallar el agua en la orilla. Desde su Canarias natal, nace un poeta que respira luz por los poros. De su siguiente libro, Clima (1972-1976), dirá en ‘Escena’: «Cerca del mar / visible, divisado, / el intenso ramaje que corta / la luz en delgados sentidos; / allí, / brillante y negro, / cae mi ropaje. / En lo alto, el toque / de hojas en el vacío / del aire / suena / sobre el silencio». Porque lo oscuro penetra en el silencio de la Naturaleza, la belleza transgrede los espacios, les da cuerpo y alumbran el mundo. Mientras tanto, el ser humano perece en un sinsentido que continúa y el poeta lo contempla en su extensión inabarcable. Llamean entonces los perfiles del mar que se convierten en olas que se rizan. De Clima y en la línea ascendente de su peregrinar natural, el poeta escribe que el sol se calca en nosotros, nos ilumina, abriéndonos así al hombre creador, que ve más, porque todo lo convierte en poema; así en los versos de ‘Arena espejo fuego’: «Al arenal descienden faldas llameantes. / Si el sol es la medida de esa huella / humana / (pasos que descendieron lentamente / trozos harapos vestiduras / en llamas) / también el hombre es luz. / Las rocas huyen hasta el sol ya ciego». Y es el sol quien nos alumbra, hasta las rocas cobran vida y se personifican a la llegada del astro. El poeta canario sabe que el paisaje rasga el tiempo, es una honda huella en la mirada, cincela la palabra hasta convertirla en una estatua de sal. Del libro Tinta (1978-1979) escribe minuciosos poemas en prosa, donde moldea la lengua cenital. Dice en ‘El vaso de agua’: «El vaso no es una medida. El vaso en pleno mediodía. El vaso es de un cristal ligero, muy delgado, delicadeza medida, estancia bajo el sol. El vaso de agua es un ensayo de quietud». El líquido elemento es la vida que respira por los cuatro costados del ser, la necesidad de la paz en un mundo de ruidos, el encuentro con la Naturaleza para vivir al fin, sin que la existencia sea simulacro nada más. En La roca (1980-1981) el bardo afortunado canta: «negro tranquilo de la forma: / las lisas aristas fluyeron / calma fluida lisa negra / soledad entera de la forma». La roca, como nos dijo Darío, ya no siente, pero para Robayna la roca fluye en su horizonte oscuro, porque se enfrenta al mar y resiste, como el ser humano en su azarosa vida hacia ninguna parte. Y en ‘Palmas’, sobre la losa fría, canta a Fuerteventura, porque las Canarias son el cielo abierto, la quietud de la tarde, el lienzo pintado de un mar sereno. El poema detalla, como si el amanuense descifrase un texto, cabalgase por las palabras, tradujese un idioma recién nacido, nos devolviera al origen del ser: «El sol recorre el muro derruido, / la tarde gira sobre el silencio. / La luz envuelve el oleaje / y rueda con pereza en la colina». Sánchez Robayna pinta el verso, le da colorido, lo entrega a la marea para que sea devorado por las aguas, se da al líquido elemento, como ofrenda hacia la nada.
Y de sus últimos libros, porque hay mucha huella en cada uno de ellos y en este magnífico tomo, quiero destacar el libro Por el gran mar, cuando dice: «La casa familiar bajo las nubes, / la mañana de agosto, el emparrado, / las uvas que colgaban de la luz, / yo era una posesión de la presencia, / el aire traspasaba el cuarto blanco / y la cama guardaba aún la huella / del cuerpo que nacía al alba clara». Este poeta vibra y amanece en cada página. Todo es un renacer en la escritura de Robayna: abre en canal el verso como ofrenda enamorada a un lector que aún cree en la belleza del mundo. Por ello, el título, En el cuerpo del mundo, porque toda la Naturaleza es un cuerpo, que se recorre para hacer el amor apasionadamente con el lenguaje, siempre edénico. JOAQUÍN PÉREZ AZAÚSTRE. LA LARGA NOCHE (Almuzara, Córdoba, 2022) por PEDRO GARCÍA CUETO Joaquín Pérez Azaústre es un gran poeta, novelista, impresionante su Atocha, 55 cuando iba detallando el proceso de aquel atentado a los abogados laboralistas en la calle Atocha en 1977 por las fuerzas de Cristo Rey. Su bisturí es fino, ya que en su prosa oímos su respiración, el ritmo de cada palabra, su forma de contar la historia es progresiva y nos atrapa. Hay una capacidad de envolvernos en la trama, como ocurre en esta nueva novela, La larga noche, que acaba de ganar el XXXVIII Premio Jaén de Novela, y que ha publicado una de las editoriales que más peso ha alcanzado en la literatura, con libros sobre historia, deporte, cine o novelas: Almuzara de Córdoba. En la cubierta podemos ver una flor roja, que es ya metáfora de la sangre de Manolete: se cuenta detenida y detalladamente la cogida del torero en la plaza de Linares, aquel infausto agosto de 1947. Pero la novela no es solo un registro de un acontecimiento que paralizó a España, en aquellos años muy aficionada al mundo del toro, sino también, como un entomólogo, va entrando en las entrañas de la noche, ya convertida en pesadilla, donde el torero se va desangrando. La cogida viene ya descrita con la precisión del que sabe mirar adentro. En el capítulo con el que comienza el libro dice: «El sabor de la tierra se le prende en los labios mientras gira la luz hasta cegarlo. No gira su cuerpo, no se eleva un palmo de la arena: durante un segundo que transcurre desde que el pitón entra en el muslo y lo levanta, hasta que su propio peso lo empuja hacia abajo y cae de cabeza en el albero, lo que gira es la luz». Es un ámbito lorquiano, que nos recuerda la poesía de Federico, al evocar en el ‘Llanto por Ignacio Sánchez Mejías’ el deseo de no ver la sangre de Ignacio sobre la arena. Palabras que ya envuelven y que invitan a la lectura, andalucismo en la mirada, esa quemazón en la ingle, porque el toro le ha reventado la pierna. El destrozo es tal que esa larga noche, donde los personajes pasean como en un teatro, en esa enfermería, son fantasmas que Azaústre va dibujando, perfilando; son seres ya en pena, que llevan la derrota en la mirada, sin saber todavía que la muerte futura está esperando, la guadaña los observa, presente desde un fondo oscuro. La novela parece un cuadro, porque los personajes, pese al ritmo que impone el autor en prosa rica y esmerada, se detienen, parecen ya el cortejo fúnebre que velará esa noche al muerto en vida, que se agota y se desgarra por la herida.
Desfilan en la novela José Flores Cámara, su apoderado, casi un padre para él, que pensaba ya retirarse; Guillermo González; Álvaro Domecq; Luis Miguel Dominguín, ese joven torero que empezaba en los ruedos y que esa tarde toreaba también... Son espectros que dibuja el novelista, sobre todo, el doctor Garrido, buscando parar esa sangre que salpica las sábanas, que no para de brotar. Las transfusiones, el deseo de evitar la muerte, se convierten en un espectáculo macabro, mientras la guadaña espera su turno. Cada palabra de La larga noche es una respiración, en cada página parece que escuchemos al moribundo, en ese espacio donde la condena está fijada. El pulso narrativo de Azaústre es firme y nos colma de detalles, fruto de una investigación pulcra y verdadera sobre aquellas horas negras. Como sombra aparece Lupe Sino, que no está presente, pero vive en cada instante su belleza; nos imaginamos que Manolete, en su agonía, piensa continuamente en ella y en su madre, cerramos los ojos y sentimos que el dolor es el nuestro, nos acompaña. En el capítulo 34, titulado ‘1959’, Lupe es protagonista, porque es el recuerdo. Cuando Arturo Fernández, el galán de la época, la conoce, Azaústre la describe, porque sabe que su hermosura, sus momentos de amor con Manolete, cuando no salían del hotel en varios días, sigue presente, porque es Lupe la otra protagonista de esta novela prodigiosa, hilando fino en cada párrafo: «Todo en ella es cálido. Tiene un cuerpo seguro, acogedor y experto. No es para él, ni de lejos, una mujer joven: pero comprende que sus 42 años aún pueden turbar a muchos hombres». Estamos ante una novela que, dividida en tres partes, la última vuelve al día anterior a la corrida fatal, cuando Manolete tiene la incertidumbre en la mirada, cuando ya no es feliz en el ruedo, cuando hay bronca, porque no ha hecho una buena faena. En el fondo Joaquín Pérez Azaústre es el demiurgo que pide que el tiempo se pare, que no hubiera ocurrido aquello y que ambos, Manolete y Lupe, hubieran envejecido juntos. Es una lectura, pero lo presiento: ¿qué hubiera pasado de haberse retirado y no haber toreado a Islero? Todo son preguntas, pero el azar está en nuestra vida y nos persigue, como le ocurrió a Sánchez Mejías, al Yiyo o a Paquirri. La parca no tiene prisa, sabe cuál es su momento y nos espera en la sombra del tiempo. Una gran novela, sin duda, que duele y que nos hace ver el universo de un torero irrepetible. ANDRÉS GARCÍA CERDÁN. QUÍMICAMENTE PURO (Pre-Textos, Valencia, 2022) por PEDRO GARCÍA CUETO El profesor García Cerdán, poeta acreditado, se ha hecho con el II Premio Internacional Francisco Brines con su libro Químicamente puro, una confesión, un encuentro con la palabra que se convierte no en un acto de pensamiento, sino en una luz que es llama poderosa. El autor albaceteño conjuga el lenguaje para que cobre altura y encuentra en poetas y filósofos la verdad del mundo, afina su voz y la convierte en transparencia. Así en ‘A favor de los milagros’: «Yo debería hablaros de la nieve, / pero la nieve / solo es una palabra / que se deshiela en una página / y luego, si es auténtica, / se convierte en arroyo / y cae por los márgenes más blancos». La nieve es esa página blanca donde vamos deshaciendo un idioma o creándolo, pero también es, más allá, la Naturaleza entera donde se vierte el poema, obra consumada, como un universo de luz. García Cerdán, como todo amanuense, descifra las palabras para que alcancen su verdadero sentido, que sean vidrieras por donde se filtra la luz en las ventanas umbrías de la noche. Y tengamos en cuenta la herencia, porque en el recuerdo el poeta se reconoce, sabe que es arcilla de un tiempo anterior, semilla de los antecesores que lo han hecho crecer. Así dice en ‘Desnudo’: «Mi cuerpo duerme en la memoria / de todas las salivas / que fueron esculpiéndolo». También en el poema al padre, que acariciaba la simiente de la tierra, que es el tallo donde aún crece su memoria: «Nunca más nadie, nunca, / sabrá herir los sembrados como él los hería. / Ya nadie sacará / del pozo el agua como él». El padre que muere, pero que resucita en el recuerdo, que amaba la naturaleza y que hizo del hijo el fuego que nutre el tiempo. Aún respira el autor esa herencia tejida de ternura. En esta obra conviven Rilke, Heráclito, Baudelaire... Me quedo con el poema ‘Inconsciencia’, que quizá sea entonces la pura contemplación, ya lejos de toda cultura, ensimismado con los elementos, con su florecer, con ese crecimiento de los pinos, las aves, los animales, las hojas: «En las plantas adoro / la plenitud / y, aún más, la inconsciencia / con que responden a los días claros».
El poeta sabe que el mundo está bien hecho, como diría Guillén, que la palabra exacta que buscaba Juan Ramón está en la nieve de la página (recordando los Pasos en la nieve de Jaime Siles), que todo es leve, pero también hondo, cuando se recuerda al ser querido. Químicamente puro es un libro luminoso, que ha sido premiado por su certidumbre ante la vida, nacida de ese amor por lo que nos rodea, hecho de palabra y tierra. García Cerdán busca y encuentra la exactitud en el canto mundial, su latido, digno heredero de un Brines que sigue vivo en nosotros, porque nunca morirá quien dejó el verso como simiente y nos alumbró en tiempos oscuros. ÓSCAR CURIESES. EN EL CINE DE AUSTER (Huerga y Fierro, Madrid, 2022) por PEDRO GARCÍA CUETO Óscar Curieses, escritor, periodista, investigador y docente, ha escrito un libro donde sobresale el maravilloso universo de un narrador que también ha dirigido cine, Paul Auster. El universo de Auster está lleno de metáforas, de enigmas, de miradas al mundo onírico. Estoy convencido que su narrativa, abundante y brillante, ha encontrado en el cine el medio visual más adecuado para explicar sus sueños y sus ficciones. Por ello, Curieses, que entrevistó al director en Nueva York, va buceando, como entomólogo, por un universo que nos lleva a Lulu on the bridge, Smoke y a otras cintas donde la literatura y el cine convergen.
Curieses sabe que Auster dirige cine donde los diálogos son pequeñas historias, donde intercala narrativa; comprende el investigador el universo del escritor, que está plagado de imágenes, de escenas que visualmente nos atraen. Pero llega más lejos Auster, quiere que nosotros nos convirtamos en los demiurgos que interpretemos las películas, las pongamos en orden, hagamos un relato de las historias. Ese afán de hacer un cosmos donde los personajes dialogan, miran a través de imágenes oníricas (como el gran Harvey Keitel en Lulu on the bridge) va tamizando el mundo del director. Lo objetivo y lo subjetivo caminan juntos y viven, nutriéndose mutuamente, en el libro. Curieses sabe del espíritu transgresor de Auster, pero también de su convencionalidad, ya que el relato encaja cuando lo ordenamos finalmente. Por todo ello, creo que nos hallamos ante un libro muy importante, porque no se había escrito un estudio donde se analizase el cine de Auster convergiendo dos miradas, escritor y director, que buscan la simbiosis del relato, crear en imágenes un libro, hacer del libro una secuencia filmada. La entrevista de Curieses a Auster es apasionante y nos desvela muchas claves de su mundo interior con el análisis de La vida interior de Martin Frost, Lulu on the bridge, Smoke o Blue in the face, esta última muy admirada por el entrevistador. Dos creadores frente a frente: uno que investiga y el otro que explica su mundo. Cuando lo leemos, vemos de nuevo su cine, visitamos otra vez las miradas de Keitel, Mira Sorvino, William Hurt y entendemos lo que es el arte, algo inefable, porque nos envuelve y nos hace mejores. Gracias a este libro conocemos mejor a Auster y nos invita a revisar su cine y a releer sus novelas, donde viven muchos universos que siempre nos sorprenden. El prólogo muy acertado de Manuel Gutiérrez Aragón enriquece aún más este libro tan necesario para todos los biblio-cinéfilos. RAFAEL CHIRBES. DIARIOS. A RATOS PERDIDOS 3 y 4 (Anagrama, Barcelona, 2022) por PEDRO GARCÍA CUETO LA MIRADA DE CHIRBES A LA VIDA La tercera y cuarta parte de estos Diarios son un testimonio feroz de la vida de un hombre que se bebió la vida a tragos amargos y a veces dulces. Hay en todo el libro el pensamiento de un hombre que sabía que escribir también era una forma de renunciar al mundo, de adentrarse en el vacío de los seres inanimados, que nunca existieron. Creamos una vida con volutas de humo y queremos trasmitir, a trompicones, la sensación de veracidad que la nuestra tiene. Pero el problema es de fondo, escribir también es soledad, desvelar nuestras obsesiones, abrigar el aire triste de una mañana, cuando nadie nos abraza. Hay en Chirbes comentarios a viajes y a lances sexuales, todo ello atravesado de la melancolía del que no vive su vida realmente, del que se ve vivir a través de lo que hace, como si fuera un impostor el que ocupara su lugar. La clave de todo, y creo que es meter el dedo en la llaga, es la fantasmagoría de la vida, porque se entrecruzan sus pasiones literarias: todo Galdós, el Quijote, La Regenta, con sus odios: Bryce Echenique, Ricardo Piglia. El escritor va tejiendo el tapiz de unos diarios que nos atraviesan, porque cada mañana es un amanecer gris ante un mundo que no te llama, ante un teléfono que no suena, ante un universo que, en realidad, ya te ha olvidado. También los Diarios son el escalpelo de la escritura, la dificultad de acabar una novela, la impotencia de decir el lenguaje exacto, como buscaba Juan Ramón: «Cavar en la retórica, en la masa informe o deforme de las frases hechas, para encontrar palabras verdaderas que nombren y no envuelvan. Ese es el trabajo del escritor, limpiar la roña que se le pega al lenguaje». Como un amanuense descifra el sentido de las palabras, para desechar todo lo que sobra, para corregir incesantemente, para abandonar novelas, bocetos, borrones de unas vidas que solo existen para él. Por ello, estos Diarios arrancan con la descripción de Nueva York, como si Lorca resucitase y esa ciudad que es todo luz y sombra volviese a él. Ciudad de mendigos, de opulencia, de asesinatos, de hombres enloquecidos por la soledad, para Chirbes es la urbe de donde sale un Travis Bickle (recordando al taxista en brumas de Taxi Driver) en cada rincón. Califica a Barcelona con crueldad: «Una vieja puta que vende hasta el último centímetro de su cuerpo» y solo encuentra el sosiego en París, ciudad que ama como ninguna: «ninguna ciudad del mundo me transmite la sensación de que el hombre es un animal civilizado». La lucidez de un hombre que ve a las ciudades como personajes, como paisajes que respiran y ofrecen su mercancía, que ve en las aceras rastros de tristeza, congoja y miseria, pero que también encuentra en los amaneceres el esplendor que irá apagando el día. Como la vida humana, la ciudad envejece a lo largo de las horas. Así es Rafael Chirbes, entregado a la literatura como al sexo salvaje con otro hombre, abandonado de las palabras que le traicionan, quemado por la inmensa soledad de la propia vida.
El alcohol, el insomnio, la lectura compulsiva, todo vive en él como el ladrón que arrebata cuerpos del depósito de cadáveres para rejuvenecer su cuerpo herido y que se consume. De hecho, es consciente del maltrato que ejerce sobre sí mismo, porque vivir es también herirse, detestarse y olvidarse. Para Chirbes la vida consiste entonces en beber, hacer sexo, escribir, mirarse al espejo y olvidar quién es realmente. Un espejo que le ofrece su rostro cansado, abatido, desolado. Nos encontramos con unos diarios que no dejarán indiferente a nadie, porque solo el que sufre puede escribir con rasgos geniales, solo el que ha dejado su vida en la página puede ofrecer destellos de luz y vida. Sentimos que ha agotado su vida deprisa, como un Fassbinder que no dormía y que un día un amigo le dijo, cuando el cineasta llamó a su puerta de madrugada, que por qué no dormía, aquel le comentó que había demasiado que crear para perder el tiempo durmiendo. Consumió su vida con el alcohol, las drogas, el cine, el sexo y un día se suicidó. Hay en Chirbes algo canalla, la de un ser humano que lucha por ser entendido, mientras se enfrenta a la indómita creación, sabiendo que, al final, la muerte lo iguala todo y nada queda de lo que aspiramos, solo humo y ceniza. Cuando leemos el libro, ya sabemos nuestro destino y que todo es un entretenimiento para dejar de ser, para que un día casi nadie se acuerde de nosotros. PEPA PARDO. MAMÁ Y LAS ENCICLOPEDIAS DE ARTE (Los Libros del Mississippi, Madrid, 2022) por PEDRO GARCÍA CUETO Navegar por este libro de la afamada escritora asturiana Pepa Pardo es hacerlo por el lenguaje, por el tejido que contiene la palabra, por el eco que deja la mirada de una mujer que contempla a su madre como si fuera un espejo de sí misma.
La madre se convierte en un espacio cerrado, que contrarresta con la luz de fuera, con la naturaleza ardiente que clama en su mirar. Como muy bien dice el gran poeta Alejandro Céspedes en el prólogo, «la madre solo existe porque la hija nos dice lo que hace, y la describe como un objeto más de esa realidad austera y de esos recuerdos que la autora reconoce imaginarios». No sabemos muy bien qué hay de verdad y ficción en estos pensamientos, en esta especie de memoria lírica de una mujer que contempla enciclopedias de arte, como si fueran espacios de la infancia. Se recurre entonces a la infancia, lugar edénico que cobra aquí altura, porque solo en la niñez existió la felicidad. Pepa Pardo crea un cosmos que nos atrapa: «Hace tres días que la niebla ha bajado sobre el arenal de San Lorenzo y con un repentino temblor de inquietud me invade la sensación de estar aislada del mundo, exiliada tras una barrera de impenetrable soledad». La soledad es como un espejo donde mirarse y la naturaleza un lugar idílico, ese locus amoenus medieval que nos hace sentirnos vivos. Cuando la vida es espejo de la inexistencia, el paisaje exterior es anunciación, es levedad que nos convierte en seres alados, en plena ascensión. Para llegar a tal grado de elevación hace falta que el lenguaje se haga cuerpo, porque toda prosa que imanta a nuestra mirada es un retrato de nuestra corporeidad. Pepa Pardo sabe que la casa es lugar de refugio, pero que la ilusión vive fuera: «Mi casa es gigantesca cuando llueve y sopla el viento, un lugar sublime hecho de vapor de nubes y vuelo de gaviotas, el mar se eleva como un suspiro en la tormenta y salta por encima de la barandilla del paseo». Y habla de cuerpo cristalino, porque solo se eleva el que sabe que ya ha pasado la niñez y en el paisaje está nuestra temporalidad, que nos hace inmortales solo un instante, para derrocarnos de nuevo en nuestra futura muerte. Y del interior, que es la casa que respira, no la casa encendida de Rosales, sino donde no vive ya la existencia plena, sino la sombra que va tejiendo la muerte. La descripción de la madre nos asombra, porque Pepa Pardo es entomóloga y disecciona la simbiosis del cuerpo que ya pierde su existir: «Mamá está en la cama, vestida. Se queja de los reclamos telefónicos que intentan vender productos, la nueva tarjeta de El Corte Inglés. Está un poco amarilla quizás por el efecto de un jersey desangelado y escaso de luz, tumbada sobre un cojín blanco, los brazos cruzados sobre el pecho y las gafas de ver casi ocultas por el cuello de cisne del jersey». El hecho de describirnos a la madre en esa posición nos aventura en la muerte futura, porque lo vivo está fuera, en el entorno que respira el monte, en los pájaros que incendian el cielo. Es una narrativa llena de poesía. Hay luz y sombra en este libro donde aparece en la cubierta una Marlene Dietrich que parece esperar al amado mientras sostiene un cigarro. El estado de espera, de permanencia en la luz que un día será sombra. La imagen en blanco y negro resalta un tiempo ido, pero lleno de encantamiento. Para Pepa Pardo, como si la imagen se deslizase ya por su quietud, el tiempo se consume, la vida se nos va, pero aún queda la luz del exterior, el pleno amanecer del mundo que no debemos olvidar antes de irnos para siempre. MIGUEL DALMAU. PASOLINI, EL ÚLTIMO PROFETA (Tusquets, Barcelona, 2022) por PEDRO GARCÍA CUETO Miguel Dalmau nos pasea por todos los rincones de la vida de Pasolini y entendemos entonces que el gran cineasta, poeta, crítico y tantas otras cosas sigue ocupando un lugar importante en nuestra memoria. Este libro ha ganado el XXXIV Premio Comillas de Historia, Biografía y Memorias.
Silvestra Marinello en Cátedra, signo e imagen, comentó que el lenguaje es fundamental en Pasolini, porque sus imágenes son lenguaje traducido a secuencias, hay un afán de construir el tiempo de nuevo, de volver a crear el mundo. Para Pasolini, dada su pasión por la poesía, el lenguaje no ha de estar pervertido por la costumbre, sino que es un lenguaje adánico, incipiente, primerizo. Son los hombres seres que han de inventar la palabra para cambiar el rumbo de un mundo ya en plena corrupción. El libro de Dalmau es rico en detalles, ya que no solo es un investigador del mundo del cine, sino que traduce a palabras la luz cenital del genial italiano: «Evidentemente hay que ser un poeta mayor para explicarlo todo en pocas palabras, y Pasolini es un poeta mayor. Se diría que ese olor del abrigo materno viene a ser como la magdalena proustiana, un portal hacia el pasado, que en su caso nos habla del amor absoluto, no solo de una tierna ensoñación de la infancia magníficamente recobrada, como en el caso de Proust». En el Pórtico que abre el libro y que cuenta su trágico asesinato, el investigador español confiesa su afán de claridad, su deseo de hacer cristalina la mirada a un poeta del siglo XX como pocos. Frente a Godard o Truffaut, la idea del lenguaje prevalece, Pasolini entiende el arte fílmico como una traslación de su universo de palabras inaugurales. Como si amaneciera en un mundo nuevo, sus películas rompen el neorrealismo o el universo distinguido de Visconti, son pura orfebrería que se tejen a mano para que el director pula con el lenguaje la sensación de la imagen y sus destellos. Con Dalmau recorremos la infancia del poeta y director, su pasión por la madre, por el fútbol, por el cine, por los hombres, su amor por Ninnetto Davoli. Todo ese cosmos que es el libro convierte a la figura de Pasolini en un prisma lleno de referencias, donde sus películas son traducciones de un hombre que hizo del arte revolución y del lenguaje llama en su universo. También confiesa Dalmau que la soledad persiguió a un hombre que buscaba a veces a jóvenes prostitutos, que se había codeado con la gran intelectualidad italiana, con escritores tan amigos como Alberto Moravia; que Pasolini sabía que la soledad es destino y él, habiendo presagiado tantas veces la muerte, la encontraría de la forma más violenta: «Pier Paolo Pasolini se siente abrumadoramente solo, pero con el tiempo establece un pacto con la soledad, que al fin y al cabo siempre fue su silenciosa y ansiada compañera». Aprendemos con el libro acerca del rodaje de sus películas, pero también llegamos al hombre y al alma de un creador que sabía que su sacrificio era el del revolucionario. Había provocado demasiado a los fascistas y ello le costó la vida. Dalmau ha escrito un gran libro, donde vuelve un artista que no ha muerto nunca, porque siempre resucita en su cine, en su poesía y en la memoria de los que entendemos que la creación ha de superar lo establecido. La vida de Pasolini lo fue y, como un profeta, nos ha dejado su enseñanza que se resume en el goce de la vida, a sabiendas de lo duro que es ser honesto en tiempos de miseria moral. GREGORIO MUELAS & HEBERTO DE SYSMO. LA SOLEDAD ENCENDIDA (Ultramarina, Madrid, 2021) por PEDRO GARCÍA CUETO EL HAIKU COMO RESPLANDOR Con una preciosa edición bilingüe en alemán y en castellano, Gregorio Muelas y Heberto de Sysmo, que no es otro que José Antonio Olmedo López Amor, ambos poetas y además dos de los directores de la revista Crátera de poesía, iluminan este libro de haikus con destellos que abren todo un universo de connotaciones. En el prólogo de Ricardo Virtanen vemos ya que el esfuerzo de los dos poetas es también abrir una ventana al lector a través de la complicidad del haiku, que es fulgor en la niebla de la vida: «En La soledad encendida se impone un modelo de haiku de una gran plasticidad, estampas que buscan irremediablemente la complicidad del lector, quien debe darle sentido al poema que, en sí, no detalla nada extraordinario». Y Ricardo Virtanen, gran especialista, da la clave del haiku, que consiste en el acto de mirar, donde el haijin mira y atisba un suceso donde otros no ven nada. Para todo ello hace falta esa soledad encendida del título, alejarnos del mundo y sus distracciones y enfrentarnos a la naturaleza, al milagro que crece cada día delante de nosotros sin que lo veamos. El haijin es un observador que contempla la belleza del mundo, como cuando dice: «la lluvia toca / pétalos a la delgada / luna creciente». En este haiku podemos apreciar la delicadeza con que el haijin crea a través de la mirada un universo. Y de qué forma el haiku ahonda en la soledad del mirlo cuando dice: «un mirlo canta / sobre un alambre de espino / abandonado». ¿Hay mayor belleza que el esplendor del mirlo en un espacio de soledad, precisamente en ese alambre, donde el mirlo no sabe que baila en la cuerda floja? O esa tarde cansina y calurosa donde el viento esparce su fuerza: «tarde plomiza / el viento agita flores / sobre las tumbas». Al haiku no hay que explicarlo, sino danzar con él, no hay que interpretarlo, sino escuchar su eco. Al igual que la naturaleza que brilla por sí solo, el haiku no contiene la metáfora complicada, sino ese baile con el lenguaje, donde danzan versos que al final son remanso. También el haiku es imagen que parece pintada, es un trazo impresionista sobre el papel que invita a la imaginación. Vemos a través del haiku un cuadro, pero también sabemos que más allá de las palabras vive el silencio, la soledad que dejan los versos, como si fueran remanso al acto agotador de crear. Entiendo el haiku no como una creación elaborada, sino como lo espontáneo, lo que parece fácil, pero esconde complejidad, porque nos hace pensar e imaginar la imagen de lo creado. Vemos un pueblo andaluz cuando dice: «viento del sur; / las aves sobrevuelan / el pueblo blanco».
La danza de las palabras crea la imagen y esas aves son haces de luz sobre la blancura de los tejados de un pueblo andaluz que mira el cielo. Y la antítesis que palpita en el juego de palabras, cuando dice: «la luna parte / en negro claro y oscuro / el cielo y el mar». Aquí la luna con su claridad vive en la noche, pero es fulgor que abre un puente entre ese cielo oscuro y un mar azul. Imágenes portentosas que se recrean como dos bailarines en la pista de baile. Las palabras danzan, enamoradas de su propia imagen. Sin duda alguna, este libro es hermoso. Los dos poetas, como dos creadores en el que no identificamos la autoría de cada poema, van tejiendo el tapiz de estos haikus que resplandecen en un universo que ya no mira a su alrededor. Dos haijines que convierten el acto de crear en un acto de amor, conscientes de la importancia del lenguaje, pero, por encima de todo, de saber mirar el mundo, en tiempos donde apenas miramos a nuestro entorno. Este acto de fe al universo de la creación es también un homenaje a la poesía, no como brevedad, sino como fulgor, porque no es cantidad y sí intensidad lo que estos haikus desvelan y de los que nos vamos enamorando en la lectura de este libro. RAFAEL CHIRBES. DIARIOS (Anagrama, Barcelona, 2021) por PEDRO GARCÍA CUETO Rafael Chirbes fue un gran novelista, un hombre que supo mirar a su tiempo con la luz de aquellos que saben que todo es derrota, al fin y al cabo. Su crítica al capitalismo en Crematorio ha quedado para la historia de la literatura. Ahora llegan sus Diarios, editados por Anagrama, con un prólogo luminoso de Marta Sanz, que expresa muy bien el universo Chirbes, porque logra hallar en las claves de su obra la importancia del proceso, el ir creando, porque todo libro nace de un paisaje previo que lo alumbra: «A Chirbes claramente le interesa más el proceso que el resultado, la búsqueda que la concreción sucia, el miedo a no poder más que los logros y el acomodamiento». Era Chirbes un hombre que se fustigaba en el proceso literario, que sufría la demonización de su creación. Era también un buscador de sensaciones, un hombre cuyo espejo estaba siempre manchado por la duda y por las sombras que deja la alegría en el interior. En sus diarios escuchamos la respiración de Chirbes, oímos su lirismo, sentimos su penar. Nos habla de los amores clandestinos, no escatima ninguna descripción de lo sexual, de las escenas de coito o de felaciones, todo está permitido en este sincero paisaje de un hombre melancólico que quiso trazar su luz en la ventana, fulgurante quizá, pero resplandeciente a veces, efímero transeúnte de un mundo en el que no creía. Todo es literatura en los Diarios, porque él, en la línea de Genet, derrocha belleza desde su mundo, su pensamiento, sus estados de ánimo: «El tiempo perdido. Se escaparon los días sin dejar apenas huella (parece más triste así, en indefinido, ya solo narración: tiempo de cosas concluidas, de tiempos cerrados). Melancolía que, en algunos momentos, se vuelve angustia: como cuando el actor descubre que, por mucho que se esfuerce, el público que asiste a la representación permanece frío, indiferente a su empeño». El escritor va pulsando el tiempo, encuentra en su afán de escribir una forma de estar vivo, pero atraviesan los diarios muchas lecturas, muchas impresiones. La canallesca de la vida nocturna, de los garitos de noche donde los amantes furtivos se buscan va encontrando un paisaje de dolor y éxtasis, de huellas que quedan para siempre en los labios cansados de besar a desconocidos. Hay mucha historia de amor en estos diarios: el amor por François, que morirá de sida, o la pérdida de los amigos, en un universo de alcohol y drogas. Pero también el amor por los libros, que va abriendo un nuevo diario, el que se piensa y el que se escribe, obra en marcha en definitiva siempre. Rafael Chirbes habla mucho del cuerpo, de sus dolores, de todo lo que nos hace humanos, pero luego se enreda en lo ficticio para huir de la vida y ver en los libros ese remanso, ese refugio que lo devuelva a la niñez asombrada y feliz. Su amistad por Carmen Martín Gaite, el deterioro físico de su madre, sus impresiones sobre cine, todo cabe en este testimonio sincero, donde no hay artificio alguno. Creo que Chirbes amaba escribir al igual que la vivencia de una noche eterna de amor. Creía en lo fugaz, en la chispa que enciende la palabra, como si el mundo terminase y acabase en otro cuerpo o en una página escrita.
Y París, que está siempre presente, ciudad amada que va dejando una huella en cada página. Cuando Chirbes describe París parece besar el labio de una amante. Hay mucha ternura y luz ahí: «En la ventanilla vuelve a aparecer el Sena entre los árboles y bajo la lluvia, gris, tristón. Como si París descansara de representarse, apagara las luces de las candilejas y fuera ella misma viviendo en una casa modesta». Hallamos poesía en estas páginas, mucha verdad, que irradia en una prosa limpia y exenta de formalismos. Respira el narrador en ese viaje interior, donde conocemos mejor a un hombre que vivía por y para la literatura. Como he dicho, el proceso de creación es más importante que lo creado. Así fue en este novelista que, después de recibir las buenas críticas por algunos de sus libros, creía que todo era realmente fracaso. Ardía en él el hombre pensativo, cuya literatura verdadera es la que no está escrita, cuyo verdadero rostro es el que no aparecía en ninguna parte. El afán de ser otro le llevó a vivir intensamente. Leyéndolo le conocemos, le seguimos y le comprendemos. Nos colamos en su intimidad y sufrimos con él, porque vivir es siempre volver a empezar. Un libro necesario para conocer a un escritor irrepetible. |
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