LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
CLAUDIA GONZÁLEZ CAPARRÓS. SI LA CARNE ES HIERBA (SULLY MORLAND) (La Bella Varsovia, Madrid, 2015) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO ¿Es el poema una búsqueda hacia la verdad, los sentimientos o, en todo caso, el centro exacto del laberinto existencial? De ser así, ¿quién o qué espera al final? ¿Termina, o es una caza sin fin? Y entonces, ¿puede el lenguaje agujerear, siquiera, esa última quimera? Claudia González Caparrós presenta en Si la carne es hierba (Sully Morland) un inventario de perspectivas, muchas veces suspendidas o pendientes de un cumplimiento directamente inalcanzable, que sumergen al lector desde el primer poema (véase el fragmento situado al final de la reseña) en un estado de oración perpetuo tenue, calmado. Un residuo, diríamos, en el que la voz del poeta, como la nuestra, no tiene la autoconsciencia de vivir, no siente la vida como tal al quedar atrapada en la incertidumbre, en el Vacío: «La soledad resbala y atrás deja brillar, / instantáneo, / su trazo / (como la baba de los caracoles) (…) Dejar / la soledad como se deja que el camino se construya en la intuición absurda, seguir un sendero en la hierba y no mirar a los lados / y sobre todo no buscar la orilla, / Déjame (…) También mi cuerpo / se está disolviendo en esta cama, y no es doloroso / pero es triste / dejarse resbalar así, / dejarse ir» (pp. 26-27). Aún más, si algo demuestra Caparrós es la potencia del deseo, de la obsesión, a la hora de seducirnos con su cántico singular y producir como consecuencia otra caída en el abismo, otro tropiezo en la misma piedra: «La mística más tonta y cotidiana le busca una / respuesta a esta pregunta: ¿qué quedará de mí cuando la / luz se apague?» (p. 23). Los poemas se inclinan hacia la búsqueda de cualquier resquicio de luz pero, a su vez, quedan engullidos, como venimos diciendo, en su propia autodestrucción, en un final cercano, relampagueante, en el que la herida no deja de crecer, de sangrar: «Porque en cada acto y porque en cada gesto hay algo / que se rompe / hay algo que no vuelve / hay algo que es asesinado / (y esto no es lo mismo que morir) (…) Pero está bien, está bien, está bien // Este dolor, Sully Morland, me permite la vida, / este dolor del cuerpo, / este dolor tan físico y profundo, // estas posibilidades de verlo todo —de quererlo todo— / de sentirlo todo» (p. 47). De este modo, la poesía nace de un choque: la necesidad desesperada del acontecimiento, del suceso, y la calma que se destila en los versos, en la autoconsciencia, como intentamos sugerir, de que quizá nada suceda, de que quizá el silencio sea la única solución. Quizá nunca lleguemos a saber, entonces, el desenlace o quién o qué significa, más allá, Sully Morland para la autora, pero sí podemos atisbar ciertos sentimientos, no exentos de la contradicción y la incoherencia, profesados hacia ésta: «Noli me tangere a media voz / noli me tangere, me acerco a ti, el tacto es / un salto de fe. (…) Necesito de / ti para mirarte y saberme mirada, configurarme en / eso y agarrarme a eso // noli me tangere porque estoy asustada de mi piel. (…) Noli me tangere, Sully Morland, deja / que me deshaga / como si fuera nieve» (pp. 43-45). Quizá, en ese mismo punto, resida la clave del poemario: de poco importa al final la voz del poeta pues, con gran maestría, toda la atención se ha desviado hacia la enigmática Sully Morland, hacia el objeto deseante que no deja de sugerir estados y reflexiones que se van superponiendo sin parar: «Algunas veces, no obstante, sé de lo que hablo / cuando me invade una inexplicable compasión por / las cosas del mundo, un sufrimiento que me llega sesgado / y que alguien denominó distancia estética» (p. 19). A pesar de las ocasionales dispersiones de los versos en torno mensajes o metáforas poco claras, Caparrós hace gala de un estilo aéreo, sutil, originado en la más profundad meditación y exhaustividad del objeto deseante para reflejar, en última instancia, la causa de nuestra salvación… y nuestra propia perdición: «Te pregunto cosas que tú no sabes / responder, y me preguntas cosas que yo no quiero responder» (p. 25).
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GINÉS SÁNCHEZ. ENTRE LOS VIVOS (Tusquets, Barcelona, 2015) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Hay protagonistas perversos o marginados en la literatura que nos fascinan por su propia maldad, que nos atraen en su perversión como nos atraen los peores anuncios, como nos atraen las fotografías de la muerte que invaden el imaginario colectivo. Hablando con mis alumnos del poder de fascinación de las imágenes llegábamos a la conclusión de que la concentración de información en unos segundos y en un pequeño espacio era altísimo, y que eso les atraía aunque ellos mismos reconocían su incapacidad para reconocer todo el mensaje o sus manipulaciones, y que la vista se iba tras lo llamativo, cómico, sexual o violento. Y, lo más importante, que sólo a veces les llevaba a la reflexión. Los malvados o marginales nos atraen porque siempre están las normas que calman y retienen la maldad intrínseca, podemos desahogarnos con esos protagonistas y llegar a identificarnos con ellos sin problemas, que luego ya recurriremos al orden restaurador. Por eso nos gustan los personajes de Tarantino, el Alex Delange de La naranja mecánica, y podemos controlar a Kurtz, Sorel, Bartleby… Están lejos. El problema viene cuando leemos a otros que nos perturban por su proximidad, esos que se acercan a veces hasta tocarnos y a diferencia de algunas imágenes, por el tiempo de lectura, sí nos hunden en la reflexión. Ahí están Pascual Duarte, Mersault, Raskolnikov o Bertomeu, y sobre todo los más cercanos generacionalmente que están en nuestras vidas nocturnas y urbanas: los Trainspotting, los personajes de Kiko Amat, Casavella, Gutiérrez, Gopegui, Ortiz, etc. Por ahí camina César Gálvez “Gusanito”, no por un lado salvaje y oscuro, porque no es tan salvaje ni tan oscuro, porque es algo tan fácil de reconocer en nosotros o nuestro vecindario que se convierte en algo, si no luminoso, al menos iluminado. El problema es ése, que César podemos ser cualquiera, que no tiene nada tan extraño que podamos expulsar de nuestro entorno y protegernos. El propio apodo en diminutivo banaliza al personaje y su odio, le quita importancia a su carácter, y sus reacciones se vuelven infantiles, quedando en ocasiones indefenso ante sí mismo. Pronto veremos que su inicial enfrentamiento al sistema no llega más lejos de su propio nombre, ni de su casa ni de tres o cuatro personajes más. La crisis no es el tema de la novela, la crisis ocurre. No es un asunto tangencial, es cierto, es un envoltorio terrible que a veces se clava más y obliga a medir los pasos, la comida, el tiempo, las drogas y el sexo. Pero el libro no va de ella sino de las reacciones de un ser que se quedó al margen de los vivos ante su situación actual. Sabemos que hay algo anterior que nos llevaría a conclusiones semejantes en entornos distintos, que Gusanito ya estaba hundido en sí mismo, que su problema es él mismo, independientemente de las situaciones envolventes. La crisis está ahí, lloviendo y mojándolo todo, bañando la novela de verdad. El auténtico tema de la novela es el odio, mejor aún, la construcción del odio: «Que, decía, yo lo que busco es algo más concreto. Algo, decía, que de verdad sea mío. Que sea mi odio y no el de nadie». César no se gusta, ni le gusta su vida, busca el odio como prueba de carácter y personalidad y, consecuentemente, la venganza; pero el odio es un odio familiar y doméstico y sus venganzas adquieren un tono pueril, que de nuevo nos acercan a él por lo posible y su caída se nos vuelve muy cercana. Busca construir el odio que le aparte de odiarse a sí mismo. El mundo de César Gálvez es el del simulacro. Le rodean los videojuegos y los chats (están presentes pero no invaden) las drogas y el sexo, relaciones simuladas que le parecerán tarde o temprano un fracaso. Todo es una ficción que le rodeará hasta que decida algo, pastilla roja o azul, o incluso, quién sabe, después de esa elección. Y ése es el problema, que todo es tan simulacro como la vida de cualquiera puede serlo, que los odios son nuestros aunque estén controlados y amortiguados, que las venganzas las planteamos aunque no las llevemos a la práctica y que todo es tan próximo que cualquiera puede pasar al otro lado de la delgada línea de las normas y el orden. Ni héroes ni antihéroes.
La literatura de Ginés Sánchez (1967, Murcia), después de Lobisón y Los gatos pardos, tiene esa gran virtud: la verdad, esa forma de ficción que nos aproxima tanto que no podemos dejar de ver como verdadera (novela de reconocimiento, diría alguien). El estilo es tan directo como un pensamiento rápido y sin reflexión, aunque la haya, y nos introduce en la vorágine de personajes crudos. Se le dice cercano a Gutiérrez (Un buen chico) y a Ortiz, pero hay momentos de Belén Gopegui, y otros muy Chirbes, salvando las distancias. No creo que el libro sea un ejercicio de estilo ni un ejercicio generacional. Creo que todo está interiorizado y que de verdad estamos ante un autor que asume su generación, que se asume y que se sumerge en un estilo propio y necesario. Si no se ha leído antes a Sánchez, habrá que ir hacia atrás y recuperar los libros anteriores, sabiendo que vamos a lo seguro. SERGIO CHEJFEC. ÚLTIMAS NOTICIAS DE LA ESCRITURA (Jekyll & Jill, Zaragoza, 2015) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR El escritor argentino Sergio Chejfec nos plantea en este ensayo una serie de cuestiones sobre la escritura en su sentido más literal. No debe pensar, quien lea el título, que esta obra va a tratar el tema de la escritura como creación de textos literarios: no se tratará aquí (no exclusivamente) de la escritura como creación literaria, sino de la escritura como actividad humana en sus aspectos más materiales: escritura manual, escritura mecánica, escritura informática… He dicho arriba que el autor plantea cuestiones, y no era una fórmula vacía. Chejfec no escribe este ensayo según el modelo “demostración de una tesis central con una serie de argumentos y ejemplos”. El libro (y en ello reside el encanto y la riqueza de este texto) se convierte en un recorrido sinuoso que, en torno a un tema central (los cambios en el hecho material de la escritura), va abriendo puertas, mostrando posibilidades de reflexión que aparecen como paisajes. Paisajes que estaban ahí, delante de nuestras narices, de nuestros teclados o nuestras libretas, y que no habíamos sido capaces de ver hasta que el autor nos los ha mostrado. Para los que conozcan su obra narrativa: es un libro de Sergio Chejfec. Cada lector encontrará más estimulante o interesante un territorio u otro de los que el autor muestra. Estoy convencido de que no habrá dos lecturas iguales de este ensayo, y que ciertos temas serán olvidados por algunos lectores y, en cambio, serán considerados como centrales por otros. Del mismo modo, por esa ausencia de jerarquía que rige la obra, aquellas cuestiones que más interesen al lector quedarán sin respuesta, con una sensación de querer saber más sobre ese aspecto, de profundizar un poco más en ese territorio recién abierto. Pero ya será nuestro trabajo: el de explorar esas tierras en las que Chejfec simplemente se ha limitado a descubrir y bautizar, pero sin colonizar. Al autor argentino le gusta la estética (así lo atestigua su obra narrativa) del paseo. Y así ocurre también con este ensayo, en el que él aparece como protagonista, como escritor que ha manejado todos los materiales de escritura y de lectura a lo largo de su vida. De hecho, el motivo central (y portada del libro editado con el mimo y cuidado a que Jekyll & Jill nos ha malacostumbrado) es el encuentro, en uno de esos chejfecianos paseos, de una libreta que compró y en la que se dedicó a anotar cosas. Cuando parece que esa libreta, y su relación con ella, con la escritura manuscrita y anotadora, va a ser la auténtica protagonista del libro, esta desaparece. O, al menos, desaparece de nuestra vista, pese a que actúa como un talismán oculto. Quien no desaparece nunca para entregar el texto a la voz impersonal y objetiva del ensayo es el autor. Una fina línea de anécdotas y experiencias autobiográficas va salpicando el texto. Todas ellas relacionadas con los “temas” de la obra: así, vemos a un joven Chejfec copiando a mano relatos de Kafka, con la intención de apresar en la materialidad de la escritura aquello que el acto intelectual de la lectura no conseguía retener. Y luego vemos a Chejfec paseando por una exposición de Tim Youd, consistente en mecanografiar novelas canónicas sobre una sola hoja, hasta conseguir un ilegible objeto lleno de tinta, en el que se supone que está contenida toda la novela. Eso, por poner solo un ejemplo, de los muchos que podrían citarse para ejemplificar la estética de este ensayo: obra en proceso, que anota, que nos muestra los mimbres con que se ha realizado, que no limpia el texto para mostrarnos la pureza de los temas y la reflexión sobre los mismos. Esa libreta, que desapareció pese a que el autor nos advirtió de que era central, está, efectivamente, en todas las páginas, en ese escribir dudando, tachando, mirándose a sí mismo, a su historia, y a la historia de la escritura, en ese mirar lo que le rodea anotando. He advertido arriba de que cada lector encontrará su tema en este ensayo. Se podrá elegir entre el subrayado como lectura apropiadora, la copia de textos, la historia de las máquinas de escribir, la relación del arte conceptual con la escritura, la lectura y la impresión, por citar solo algunos. El que a mí me ha parecido central (aun sabiendo que es difícil elegir un centro en esta obra) es la distinción o comparación entre la escritura manuscrita, la escritura mecánica, y la escritura digital. Las escasas conclusiones que nos ofrece Chejfec vienen de estas comparaciones, con algunas tan acertadas y llamativas, como la que le lleva a asemejar la escritura digital con la manuscrita, por encima de la mecánica, en virtud de la facilidad que comparten las dos primeras, a diferencia de la materialidad de esta última, caracterizada por una técnica pesada, llena de artilugios, de golpes de tecla y martillo sobre cinta y papel. Pero, como concluye el autor, «ahora, al contrario, el procesamiento de palabras es de tal modo táctil que aparenta ser una faena completamente alejada de una idea de manipulación, y resulta casi abstracta por la extrema impasibilidad de la que puede predicarse, como el movimiento sutil de la mano cuando dibuja una letra sin pensarlo». Es muy de agradecer que no haya la previsible complacencia en la nostalgia que muchos lectores pueden estar ya prefigurando; no encontraremos el típico y lamentable oh, escribir a mano, eso sí que era escribir, y no esto de los ordenadores. Olviden eso. Si conocen la narrativa de Chejfec, ya saben que no lo encontrarán. Vale, sí, antes se escribía a mano, y luego en máquinas de escribir, y ahora en una pantalla que procesa textos. Lo interesante no es una añoranza de unos tiempos pasados que siempre fueron mejores y más cerca de lo original (1). Chejfec evita ese tópico y nos plantea cuestiones realmente interesantes. Por ejemplo: la dualidad materialidad/inmaterialidad de la escritura en su relación con la misma esencia elusiva, anti-presencial del lenguaje. Y sí, gana (es un decir, claro) la escritura electrónica: «Esa condición flotante de la escritura sobre la pantalla me hace pensar en ella como poseedora de una entidad más distintiva y ajustada que la física. Como si la presencia electrónica, al ser inmaterial, se hermanara mejor a la insustancialidad de las palabras y a la habitual ambigüedad que muchas veces evocan». Esa reflexión le lleva a algo que me ha parecido lo más interesante de este ensayo: a una propuesta (que no desarrolla, ya dijimos lo de abrir puestas y, simplemente, mostrar paisajes) que lleve la propia inestabilidad e inmaterialidad de la escritura electrónica a un terreno estético. Él habla de la pensatividad de la escritura, y establece una oposición entre la escritura impresa y la escritura no impresa: manuscrita o digital. Considera que el texto impreso es el de lo categorizado, clasificado, fijado y jerarquizado («las jerarquías y las huellas ciertas, propio de la impresión gráfica, de los archivos, catálogos o clasificaciones, y de la organización material de las cosas») y hace una reivindicación de lo inestable, de la duda, de la relación de la escritura con un terreno pantanoso y cambiante. Evidentemente, si conocen la narrativa de Sergio Chejfec, sabrán que está intentando definir su peculiar estética a través de esta reflexión de la inestabilidad de la escritura no impresa: «quizás una de las pocas opciones de una escritura que busque preservar su aliento primario de pensatividad sea transfigurar una voluntad gráfica alternativa (lo manuscrito, lo digital) en operaciones y modulaciones estrictamente narrativas, relacionadas con la composición literaria en su sentido más constructivo, que reflejen la hesitación propia de toda escritura, de por sí con tendencia a ser siempre inestable (…) se podría identificar una pelea más o menos silenciosa entre ambas concepciones de escritura. En términos generales, una asertiva (la fijada físicamente por las instituciones vinculadas al libro y a lo impreso), y otra no asertiva (de un carácter más fluido y menos definitorio, a veces conceptual, que extrae su condición inestable del pulso manual y del pulso electrónico)».
No desarrolla este tema: ahí deja la puerta abierta. Su obra narrativa es un paisaje que se identifica mucho con esa propuesta de una escritura pensativa. Y también este ensayo, este Últimas noticias de la escritura, en el que no ha vuelto a aparecer la libretita protagonista, pero que volvemos a ver en la portada, cuando cerramos el libro; y entonces entendemos que sí, que estaba ahí, que todas esas páginas han sido como anotaciones manuscritas, que ha intentado en este texto impreso, una estética de lo fluido, de lo inestable, de la anotación mientras se pasea, se lee, se subraya, se contempla, se piensa, se vive o se escribe. _______ (1) Pero el tema de lo original también está presente, y mucho, en este ensayo. De hecho, hay toda una reflexión sobre la necesidad (¿casi innata?) de recuperar algo original, algo que estaba al principio aunque ya no esté y cuya ausencia define muchas formas de presentar y vender la escritura: véase cómo los procesadores de texto imitan la hoja de papel que ya no existe; o cómo las editoriales venden facsímiles y todo tipo de ediciones en que la letra manuscrita y original del autor viene a salvarnos de su ausencia. ADRIÁN BERNAL. TODAS LAS CIUDADES DEL FUEGO (Difácil, Valladolid, 2015) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO ¿Qué supone habitar la ciudad en pleno siglo XXI? ¿Modelamos nuestro entorno o sucede al revés? ¿Nos pertenecen los espacios a la población, o la denominación de “público” es ya algo del pasado? Adrián Bernal sitúa Todas las ciudades del fuego en esta encrucijada, tan actual, que alterna el empoderamiento y la incertidumbre, lo normativo y lo creativo, con el objetivo de reivindicar, ante todo, un lugar desde el que poder hablar, un sitio, en definitiva, al que llamar hogar. Publicado por Difácil, y ganador del XIII Premio Internacional de Poesía Martín García Ramos, el poemario participa del intento de desmenuzar, si no ver a vista de pájaro, los distintos elementos de la ciudad moderna, como ocurre en el caso del magistral Las ciudades invisibles de Italo Calvino, o los versos, más intensos y directos, de poetas como Cristina Morano: «haces tuya la ciudad que habitas / poniéndola a tus pies con insolencia / y dejas que la pueblen automóviles, / que la inunden las lluvias, los turistas / o los universitarios. // Si pudieras mirarte ahora, / esperando la noche como cualquier adicto, / contando los trabajos perdidos este año, / ¿podrías afirmar que lo esperabas? / ¿Hasta dónde has ganado o perdido algo / que tuviera que ver con tu destino? // Tú tenías un nombre, / y una idea de lo que hacer / con el tiempo que te correspondiera» (Las rutas del nómada, p. 20). Desde luego, se podrían destacar otros muchos autores y corrientes, pero, a riesgo de caer en la simplificación, cabe situar el poemario en su misma, y terrible, actualidad: precarización de la vida, capitalismo emocional dominante en casi todos los elementos diarios (instrumentalizar a las personas, cuantificar los sentimientos), pérdida de la libertad de expresión gracias a la Ley Mordaza, etc. En un tiempo en el que, paradójicamente, el ser humano debería modelar su futuro, sentir la ciudad como algo propio, se produce, sin embargo, una desconexión: «se calcinan babilonias, / se funden vinilos / como papel en blanco / que alimenta otras palabras, / otros sonidos, / y reímos inmisericordes, / satisfechos / al comprobar / que nos arden las manos / y que ya es imposible / del todo / controlar / este incendio» (p. 20). El lugar aparece, como en los versos citados de Morano, como algo lejano, impropio, aunque sea en ese preciso momento donde la literatura, en relación a la teoría sostenida por Vicente Luis Mora en Pasadizos. Espacios simbólicos entre arte y literatura, muestre su poder: la recuperación del sitio público mediante la escritura, la rememoración, la ferviente creencia, como ocurre en este caso, de que todavía hay esperanza a pesar de todo. Si la escritura tiene un lugar físico, también real, corpórea, es su reivindicación: «entonces la ciudad será con nosotros o contra nosotros / pero no sin nosotros» (p. 16). Aún más, frente al tiempo de la máquina, los objetos, el contacto “frío”, Adrián Bernal apuesta por lo íntimo: «nos ponemos en marcha y comienza la música, / a través de los cristales escucho la lluvia caer, / cierro los ojos / y siento cada gota en la cara, / cada nota, / cada acorde, / el tempo siempre el mismo: mi corazón que late» (p. 25). Dado que la ciudad arde y reclama a sus habitantes, el poeta alicantino resalta, a la vez que lamenta, el papel de la poesía: «los poetas ya no escriben poesía, / maldicen, aúllan, amuelan / hojas de afeitar, / se despiertan al alba, madre, / sobreviven. / Los buenos poetas ya no escriben poesía, / la vida dura demasiado poco / escondida debajo del colchón, / guardada a puñados en los bolsillos del gabán, / resumida a la deriva en una botella» (p. 56). En definitiva, desde un estilo directo, impotente, desesperado ante la situación actual y, como resultado, ardiente, doloroso, Adrián Bernal trata de situar la poesía en su contexto, en su espacio de ejecución para que así la ciudadanía, a la vez que el cariño y el amor, pueda sentir su hogar, su santuario, su banda sonora, diríamos, perfecta: «haz lo que sea preciso, sonríe, / roba, / mata, incluso / sueña, / pero que no deje de sonar la música, / viejo amigo» (p. 62). DULCE INTRODUCCIÓN AL INCENDIO [Fragmento]
Las calles, mi amor. Son estas calles las que nos vuelven locos. Estas calles nuestras que ya no conocemos. Estas calles nuestras abatidas por el frío o el calor. Estas calles abatidas y aun así no muertas. No muertas y aun así tampoco vivas. No del todo. Calles con grandes rótulos en las puertas de las casas y los comercios. Grandes rótulos como heridas monstruosas deletreando carnicerías, deletreando comisarías, deletreando bancos, franquicias, fosas comunes. Grandes rótulos como yugo en el cuello de los niños, de los esclavos, de burócratas, de animales; rótulos gangrenados por el peso de los días, por las piedras arrojadas desde los televisores, los campanarios, los palacios de invierno; rótulos cuya resina moribunda desciende las paredes y cubre el cemento y nos adhiere a una tierra sin dueño, como si un hombre o una mujer perteneciera a un lugar cuyo polvo no ha mordido. ERNESTO FRATTAROLA. UNO (Isla de Siltolá, Sevilla, 2015) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO ¿Se puede nombrar el dolor? ¿Cuándo actúa? ¿Duele más al echar la vista atrás? Desde la Isla de Siltolá, editorial que nutre de una manera envidiable y alocada la poesía nacional, Ernesto Frattarola intenta en Uno, su segundo poemario, aprehender lo invisible, el lento pero seguro paso del tiempo que, con la muerte, detiene el segundero en el momento más inesperado. De hecho, desde el título, Frattarola ya plantea una cuestión fundamental de la literatura de las últimas décadas: la identidad, la unicidad de una persona, situada entre el cero (la Nada), el uno (uno mismo) y el dos (la pareja, el amor). En esta encrucijada, la misión, como en otras ocasiones, falla de antemano, pero permite saber, en todo caso, qué lugar tiene o, mejor, de qué manera puede combinar el ser humano esas distintas capas, vidas, para intentar salir indemne. Aún más, muchos escritores han tratado esa duplicidad: desde Marcel Chateaubriand («el hombre no tiene una sola y única vida, sino muchas, enlazadas unas con otras, y ésa es la causa de su desgracia», citado en Paul Auster, El libro de las ilusiones) a Javier Moreno («los seres humanos aspiramos a ser más de uno. No nos basta con ser una sola persona. De ahí la necesidad de vivir aventuras, de tener dos mujeres o dos hombres o dos trabajos. Aunque al final esta dualidad sea insostenible. El problema es que los seres humanos somos más de uno pero menos de dos. Se trata de una superdotación y al mismo tiempo de una tragedia», Alma). Se podrían citar, insistiendo en ello, otras muchas referencias, pero al menos estas dos, breves y certeras, permiten añadir algo sobre la encrucijada: supone una verdadera tragedia, en el sentido de obra de teatro barroca, existir entre esos dos puntos tan ambiguos, tan difuminados cómo para tener claro qué es uno, o qué parte de los demás lleva consigo: «lloro por este alfabeto en ruinas. / Por la esfera del ruido. / Por ver. Por no haber visto. / Por esta casa siempre a veinte grados.» (p. 21). El lenguaje, como muestran esos últimos versos, sirve de poco, o nada, a la hora de ahondar en el dolor, en el sufrimiento interno, invisible. Es ahí, precisamente, donde la poesía de Frattarola entronca con una gran tradición en el ahondamiento sin compasión, directo, de la herida, que tiene una de sus grandes figuras en Alejandra Pizarnik. Ella, en constante estado de agitación. Ella, que no pudo soportar siquiera el flujo de la vida, escribió: «el poema que no digo, / el que no merezco. / Miedo de ser dos / camino del espejo: / alguien en mí dormido me come y me bebe» (Poesía completa, p. 116), impacto, cicatriz en carne viva, muy relacionado con muchos de los versos de Frattarola: «se puede pronunciar lo que no existe. / Tu nombre» (p. 28), «quién te decide, / quién te modela. / Por qué escribir es escribir un nombre. // Qué significa un nombre» (p. 57). La poesía de Frattarola, en definitiva, trata de medir el paso del tiempo y, un paso más allá, de combatir la muerte, el Vacío, el destino que, en uno u otro momento de nuestra vida, habremos de afrontar. Con una marcada nostalgia que ensombrece algunos de los poemas de Uno, el poeta barcelonés muestra la riqueza que hay detrás de los temas más simples y claros, la complejidad misma de la existencia: de ser uno o dos, de ser un cero silenciado al fondo del tiempo. MEMBRANAS
Si viviera otra vez, me acordaría de mi nacimiento como me acuerdo ahora de mi muerte. Caminaría como un perro gris, como camina un hombre que no quiso. Husmearía las noches, los huecos, los buzones. Me dejaría crecer los dientes y la lengua. Si viviera otra vez, / no lloraría más. Con un puñal para romper membranas, rompería membranas. Inventaría un espejo desnudo, un cuerpo sin cristales. Lo llamaría yo. Me abriría la piel para guardar dos nombres. Si viviera otra vez, nacería. Sin luz, sin profecías, sin herencias. Y fundaría mi propio cansancio. Y dormiría en el único vientre. Si viviera otra vez. Si viviese. |
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