ARTURO BORRA. DESDE LEJOS (Eolas, León, 2020) por ALBERTO CUBERO EL LENGUAJE, EL OTRO Y EL OTRO DEL LENGUAJE escribir no va a disipar la noche / donde un brillo / extemporáneo / insiste desde lejos / partimos / hacia la asfixia Son versos pertenecientes a Desde lejos, el más que interesante poemario de Arturo Borra. Versos que resultan, en mi opinión, paradigmáticos de la obra. La noche y su insistencia, la asfixia con la que todos hemos de lidiar, especialmente los más desfavorecidos, la palabra con su aliento y sus rejas, la lejanía en la que ubicamos al repudiado, pero también la lejanía que constituye a todo ser humano respecto a su propio núcleo. Y, a pesar de todo lo anterior, la esperanza, que aparece a lo largo del libro como ese brillo extemporáneo, pero que uno tiene la sensación de que palpita constantemente en sus páginas. Desde lejos es un poemario caleidoscópico en el que se entrecruzan una incesante indagación en los límites y posibilidades del lenguaje, el extrañamiento ante la existencia, ante el maravilloso e incomprensible hecho de vivir, pero también ante el hecho de dejar morir al otro con la indiferencia de la que sólo es capaz el ser humano. Se entrecruzan, también, las pérdidas —incluyendo la insondable pérdida de la inocencia— y la memoria, el deseo y el miedo, esas dos farragosas caras de una misma moneda. En esta encrucijada el lector encuentra una multiplicidad de sendas por las que transitar, eso sí, sin salir indemne de ello, tal es la tensión significante que genera, en palabras de Octavio Paz, este organismo verbal generador de silencio que es Desde lejos. Sí, los poemas de Borra generan ese silencio que únicamente puede proponer la palabra que nos deja al borde de una visión, un desplazamiento emocional o la creación de nuevas hendiduras en el imaginario. Escribe Arturo Borra en el poema que abre el libro: retornar a la extrañeza / al filo horadado de las cosas sostenerse en la cuerda floja: funámbulo en el borde del sentido desde ese asombro / mirar de nuevo Y en el segundo poema: yo no sé quién sabe qué y yo no sé / y vos no sabés / quién sabe VIVIR Ya en estos primeros poemas, el autor nos dona hondura y una afilada intuición, características propias de la poesía con mayúsculas, expresión que, sin duda, resulta una suerte de pleonasmo. Jugando con el conocido aserto de André Breton, la poesía o es convulsa o difícilmente podremos nombrarla como poesía. En efecto, esa convulsión se da en el poemario en diferentes planos, entre otros: El lenguaje como dádiva, pero también como condena, proyectada ésta en la imposibilidad de una comunicación plena, es más, en una lucha de la palabra con lo impronunciable en el intento de que éste se revele y pierda su condición.
La falta como condición inherente a la existencia y como generadora de ese deseo que se constituye en motor e inecuación del sujeto. La espera de lo ignoto, pero también su búsqueda y la riqueza de lo que se recoge en el camino, en pos de un no-lugar. El otro como referencia ineludible, la responsabilidad como sujetos que tenemos hacia nosotros mismos y con la alteridad, con ese otro que nos habita (este yo gobernado por lo que no conoce, escribe Borra) y con el otro que nos interpela desde afuera, el radicalmente otro que tanto temor parece generarnos. Responsabilidad, pues, con lo que nos habita y con lo que nos rodea. Escuchemos, de nuevo, al autor: también sos parte de la fábrica que tritura los cuerpos / daña el aire / rompesueños / traga oxígeno mientras los sumideros se secan sin más promesa que el agua fluyendo. Funambulismo y esperanza confluyen en este bosque lingüístico en el que no todo es espesura: se abren claros por los que se aventuran a entrar fragmentos de horizonte. Por entre ese léxico que nos evoca la indeterminación existencial, lo inaprensible del instante, la fragilidad de la memoria (ceniza, sombra, aullido, espectros, abismo, vacío —término este en el que incide el autor a lo largo de la obra—), se cuelan, como el rocío en el desperezar del sueño, la promesa, el deseo, la apertura, la dicha, el florecimiento, en fin, el brotar de la esperanza: vamos hacia lo desconocido / donde siguen brotando promesas, podemos leer en el poema titulado ‘En el umbral’. Y prosigue: miramos afuera / esperando una llegada en el umbral / que nunca sucede, de la misma manera que Godot nunca llegó, por mucho que Vladimir y Estragon lo esperaran, al tratarse, acaso, del fantasma del porvenir. O bien en este otro poema, titulado ‘Borde’, donde se intensifica el contraste entre intemperie y deriva, por un lado, y esperanza por el otro: lejos de las chozas / donde el naufragio / acontece cada día / ser en otra parte / río abajo / superviviente de la dicha / que abraza esta tierra de nadie / en la que somos. Y finaliza el poema así: en la orilla donde alguien florece / contra todo. Sea así. Que continúen floreciendo el milagro de las manos extendidas hacia el otro, los recovecos donde emerge la sed de la mirada atenta, de la atenta escucha, el ser humano dispuesto a ser más humano y a reinventar la parábola de las ausencias.
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ALBERTO CUBERO. TRAZO (S) (Eolas, León, 2021) por ANA BELÉN MARTÍN VÁZQUEZ EL IMPOSIBLE DECIR QUE NOS INTERPELA Trazo (s) es el sexto poemario que firma Alberto Cubero (Madrid, 1972). Poeta, ensayista y profesor de escritura creativa y terapéutica, el texto refleja los temas que cruzan su obra y los dilemas del autor en torno al lenguaje poético. Entre los primeros, una rica sucesión de conceptos abstractos que entrelazan palabra y pensamiento: el otro, el límite, el espejo, el reflejo... En cuanto a la forma, y en línea con su ensayo Qué entendemos por entender la poesía (Escolar y Mayo, 2017), un lenguaje poético que es indescifrable e insuficiente, siempre tentativa; un decir o balbuceo que adviene al poeta, muchas veces desde lo inconsciente, y está, según entiende Alberto Cubero, a años luz de lo denotativo, del decir práctico y cotidiano. Como escribió Bernard Noël en la cita que abre el libro: «El trazo tiene doble faz: es nuestra locura de ir hacia las cosas y la loca contención que nos impide alcanzarlas, al velarlas con el deseo mismo que tenemos de ellas». Sin duda, esta ambivalencia, esta tensión entre el deseo y la mutilación de ese impulso, esa veladura que condiciona la existencia, impregnan las páginas de Trazo (s). En el prólogo, el escultor Evaristo Bellotti ahonda también en la dualidad entre el trazo y el saber, entre nacer y morir, entre certeza y verdad. Leemos en el prólogo: «Podría hacer historia, fundar una cultura, instrumentalizar el trazo. Pero no. Juega. Su-no-saber poeta reinicia un infinito». No podemos estar más de acuerdo. Alberto Cubero no sienta cátedra en sus poemas. Por el contrario, duda, reescribe, tacha, experimenta, rompe... Y como dice Bellotti: «Inventa la escritura. Pero no es suficiente». Quizás porque escribe desde la extrañeza que suscitan palabra y escritura, y la importancia de la grieta, la fisura que se da como una constante en su escritura poética. El origen de este libro fue una serie de poemas cortos, fruto del trabajo conjunto de Alberto Cubero y la fotógrafa Mª Jesús Velasco, que dio pie a la exposición titulada Fragmentación del límite. Si al principio la imagen evocó la palabra, aquellos versos propiciaron otra búsqueda. La noción del límite seguía haciendo preguntas que Alberto Cubero respondía en nuevos poemas que fueron naciendo sin prisa, como suele ocurrir con lo que nos ronda y se hace poesía. Los primeros versos reposaron el tiempo necesario para una lectura destrabada del proyecto inicial. Giraban sobre temas que atraviesan la mirada y la obra poética del autor: la conformación del sujeto, el lenguaje y su dificultad, la otredad como alteridad y espejo, y también como elemento refractario. «El límite taja divide», dice Trazo (s) en una idea recurrente: «desde el umbral // qué se reabsorbe»; «forzar los goznes / del afuera / instante ebrio». El sujeto está rodeado de vacíos: «desgarrar lo inhabitable / una vez dentro // construirás»; «lugares donde no se reconoce identidad alguna»; «sobre las señales / de lo huido / cruje / el sujeto». El cuerpo es también un espacio desmembrado más que un todo: «aspereza insobornable entre los tejidos»; «reptan por la médula balbuceos». Por su parte, el lenguaje es deseo y dificultad: «qué tras la dentellada del verbo en la pulsión»; «veladura que pronuncia huecos»; «esa otra piel torsión de la palabra»; «un nombre rasga la sutura». El uno se relaciona con el otro, en una tensión constante entre interior y exterior: «los otros forjan / el contorno que alberga // fragmentos»; «entre lo expulsado y lo que insiste // en tensar // el cuerpo»; «tajas la piel / de otro / / sangran tus llagas»; «el otro interpela lo que no somos».
Página a página se va estableciendo un universo que entrelaza e interpela al lector, desde esa segunda persona tan habitual en la poesía de Cubero, que se enfrenta al límite, al cuerpo, a la tensión entre el yo y el otro, el dentro y el afuera... Y todo ello desde un lenguaje, concepto y metáfora, que busca, persigue, intenta y se quiebra. Un lenguaje que rompe con las leyes de la gramática para ser coherente con lo que dice o intenta decir. Al reseñar este poemario tenemos también que hablar del silencio, el amplio espacio blanco que se genera en cada página y también entre los versos. En el prólogo, Evaristo Bellotti dice que ese blanco «no es un fondo para arrojar luz (...) ni es el vacío». ¿Qué es, entonces? Yo me inclino por creer que es la pausa que se ofrece al lector para que acometa el siguiente verso lentamente, haciéndose preguntas, construyendo su propia lectura. El libro se nos ofrece con dos líneas de escritura, como un diálogo indecible con lo otro. En la zona inferior, los poemas breves; y arriba, oraciones conscientes y reflexivas que indagan en los temas enumerados, en sus raíces y ramificaciones. Oraciones que pueden ser una sola palabra, en esa búsqueda esencial y desafiante de la escritura de Alberto Cubero que se reconoce en la «cortedad del decir» formulada por José Ángel Valente. Entre los dos espacios de escritura surge un puente, pero los dos textos que recoge la misma página no son pregunta y respuesta, sino que Trazo (s) propone una conversación alterna y recurrente donde el lector elige su lectura a lo largo del libro. El trazo es también la pincelada de Henry Michaux. Esa huella que evidencia la imposibilidad del lenguaje, que intenta inútilmente traducir lo que adviene al poeta. Sin lograrlo. La palabra que se le susurra y es mero trazo sobre un papel flanqueado de silencio. ALBERTO CUBERO / JOSÉ LUIS DE LA FUENTE. TAN CERCA DE NINGÚN LUGAR (El sastre de Apollinaire, Madrid, 2019) por ESTHER PEÑAS Solo la necesidad engendra latido. Por ello sólo el poeta que se juega en el trazo, exponiéndose a que la palabra lo nombre en su plenitud, puede ofrecer al otro, a nosotros, el tiempo en flujo de todo poema auténtico. Un tiempo que se derrama en cada cual porque nos abre al acontecimiento, a aquello que imposibilita que seamos los mismos después de la lectura, que más que lectura es un encuentro. «Urge la alquimia». «Queda un afuera», escriben José Luis y Alberto. Tan cerca de ningún lugar (tensó) es un poemario que conmueve por lo anómalo. Lo raro. La maravilla. Altísima poesía que vincula el extrarradio del universo al centro exacto de quien se adentra en él. Porque va despojándose de yo (y es un yo duplo en este caso), sustituyendo ese yo (siempre endeble, ilusorio y artificial) por un infinito sincrónico que llegue a la esencia, la esencia de uno y, por tanto, la esencia de un otro. Al sustituir la sucesión por la sincronía somos el lugar. «Allí donde el goce comulga con el espino». Hay que des-conocerse, des-nudarse de lo pre-concebido. Abajarse de sí, abandonar-se, dicen los místicos. Sacudirse el yo, que de tan impostado nos impide ver al otro, vernos. No somos del todo ingenuos. Sabemos que no llegamos a las cosas cuando las tocamos, porque siempre se entrometen las palabras. Las cosas son lo otro del humano y lo mismo, como las palabras. Recuerdan, delatan, callan, se resignan. Son utilidad y redundancia, opacidad y poder, deseo y repulsión, desintegración y permanencia: son lo que somos y lo que seremos. Por eso hay que desarticular el lenguaje, desajustarlo para ver lo real. Para llegar a la herida. Para no hablar desde el narcisismo sino desde el territorio de la revelación, allí donde quien ha escrito tampoco está seguro de qué es lo que ha proclamado. «Sabotear la certeza, toda arquitectura del lenguaje». El poeta, ellos lo dicen, es «un forjador de desplazamientos». Por ello es por lo que «Resulta ridículo lo consecutivo / lo secuencial / lo previsible». No hay una lógica posible. Ni en el poema, ni mucho menos, como nos quieren hacer creer, una lógica que preside al ser humano. ¿La lógica del enamorado es la misma que la de un reo, un labrador, un monje? No, no hay lógica, en todo caso una plural de ellas. Tan cerca del lugar es un poemario que me perturba por esa dis-locación del lenguaje articulado. Frente a la obscenidad de lo reconocible, de lo idéntico, de lo que yace yerto por haber perdido la luz del pálpito, Alberto y José Luis tantean lo inefable, lo velado, abren (hacen un tajo, diría Mujica, que sirve de pórtico al poemario) el espacio de la intuición, conscientes, y perdonen el aparente oxímoron, del fracaso de la palabra, un fracaso del decir. «Boca-ruina», escriben. Esa es la recompensa. Que el lenguaje dis-locado no clausura en ningún caso. Inaugura siempre. Pero coloca allí donde se cruza la esencia misma de las cosas. «La carencia habita bajo la lengua». «El sentido de la existencia es el de un instante en el que todo se cruza». Un fracaso, también, porque no depara certeza, al menos certezas transmutadas en palabras. Conocen «la orfandad del lenguaje». No hay decálogos posibles, solo un posible entregarse a la incertidumbre. Incertidumbre que no lo es tanto. Porque, así como el poeta renuncia en su paso a cualquier parcialidad previa y acepta que «lo evidente se pulveriza», se llega, hay lumbre. Y uno la contempla, se templa con. Y ese calor cría una intuición que se nos muestra como certeza. Y lo es. Después uno puede vestirla con el lenguaje, pero ha de saber que no hay palabras posibles que la nombren. Es un lenguaje que en ningún caso parte de la sospecha, es decir, de un prejuicio, sino que nos coloca (porque brota en él) del lado del asombro. No llega más allá. No es trucha pequeña. Ocurre, cuando la torsión con el lenguaje, como con el amor. No son los atributos del amado o de la amada lo que amamos de ella, sino ese magma indefinible, indómito a cualquier explicación racional.
Pero para que haya lo que he llamado, acaso de un modo insensato, certeza de lumbre, hace falta silencio. Y Tan cerca de ningún lugar es un poemario que me conmueve porque lo prende. El silencio. Del silencio solo podemos decir los bordes, por eso hay que alumbrarlo. El silencio acontece. Silencio no del que se produce cuando callamos sino del que se revela a sí mismo. Sin silencio es imposible la escucha, y sin escucha no hay palabra que conduzca, que abra la grieta al otro lado. Allí donde la palabra no da más de sí, aparece el balbuceo («que deja un poso —indescifrable—»). Y el balbuceo se rinde al silencio. El silencio, como el dolor, tienen que ver con lo que denomino la verticalidad del vacío, ahondan, cavan; la palabra, como la alegría, es la extensión de horizontalidad. Sin silencio nada se diferencia de nada; sin vacío, sin ese vértigo de la nada, no se podría recibir, no habría fulgor posible. Nada puede acontecer allí donde no hay un espacio dispuesto al recoger. También el silencio es la noche oscura del alma, de la que habló el patrón de los poetas. «La caída te nombra», escriben Alberto y José Luis. «Porque caer es una gracia», podría responder la Negroni. Esa noche oscura que en el poemario es reconocer(se) su herida. Estos poemas se sitúan entre heridas y carencias que establecen los vínculos primeros. No hay cura para esa herida. Quizás sea otro don. Pero exigen la valentía de mirarlas, de darles, precisamente, su lugar. Ciertos místicos, Bataille entre ellos, me disculpen la licencia, recuerdan que la comunicación verdadera se da de la herida que uno reconoce en sí mismo a la que ve en otro. Así lo creo. Más que comunicación, hablaría de comunión, que comparten raíz y vienen a significar lo mismo, pero añadiendo, comunión, un matiz sagrado, sagrado en tanto que aquello que hay que preservar. Comulgar, de hecho, es un verbo que se repite en el poemario. Tan cerca de ningún lugar es un poemario que nos desaloja de nosotros mismos. Eso es la gloria. Nos recuerda que hay una manera de habitar el mundo. Habitar. Me es un verbo muy querido que reconozco rauda. Habitar es conjugar esos dos verbos tan insólitos en otras lenguas, ser y estar. Estar en la celebración. Llegar a ser donde uno está y estar donde uno es. Allí donde lo diferente no nos es extraño. Habitar. Donde la vida se recibe simplemente estando. Este poemario habita la palabra. Nos permite «la breve consagración del vuelo». Nos ofrece «el sacramento del vértigo». Comulgar, consagrar, sacramento. Nos sitúa lejos de cualquier parte, brindándonos la oportunidad de ser. Ser. No ser nosotros mismos. Ser. Basta. |
LA BIBLIOTE
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