LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
DIEGO S. LOMBARDI. LA CORONACIÓN DE LAS PLANTAS (Jekyll & Jill, Zaragoza, 2017) por ALEJANDRO HERMOSILLA PLANTAS, OPIO, MONSTRUOS La coronación de las plantas es un libro-hoja. Un libro con sabor a árbol y a excursión adolescente. Un libro cuyas páginas huelen a clorofila y parecen haber sido bañadas en ácido. Porque, ante todo, es un libro alucinógeno. Una voladura de cabeza que mezcla piedras y mate en un balde lleno de páginas rotas de textos de Borges, Ricardo Güiraldes y Juan José Saer. Su autor, Diego S. Lombardi, es argentino y se nota. Pues como los grandes maestros de esta literatura, transforma las digresiones en argumentos centrales de la obra, cualquier reflexión sin importancia en un drama trascendental y las notas a pie de página en imperdibles páginas novelescas. Algo que provoca un sugerente caos ideal para sumergir (y confundir) al lector en la selva literaria que nos propone. La coronación de las plantas es la historia de una posesión. La transformación de un hombre en planta (o del lector en hierba y la literatura en bosque). Una sugerente mezcla entre un relato de Lovecraft y una novelita de Aira. Entre una novela de terror y uno de esos ensayos marcianos y metafísicos de Macedonio Fernández. Una Twin Peaks pampeana que conduce a sus personajes a otras dimensiones a través de una escritura sibilina, infecciosa, volátil, libre, anárquica y alargada que simula ser un brebaje. Un árbol contrahecho lleno de redondeces y pliegues que va poco a poco minando la voluntad del lector y acaba devorándolo. Situándolo en un paisaje alucinado donde se desconoce todo y las paradojas e interrogantes son las únicas afirmaciones contundentes. La coronación de las plantas es un texto mórbido. Uno de esos que habrían hecho las delicias de los simbolistas franceses. Es una novela casi cabalística. Un mejunje de brujo lleno de pinceladas oníricas y orificios ocultistas. Casi un tarot con ilustraciones basadas en el mundo natural. Una invitación a viajar al país de las maravillas. Pero también una mirada corrosiva, casi una carcajada maléfica, sobre el legado ecológico. En esta improvisación jazzística no hay nostalgia. Probablemente porque no hay en ella ni pasado ni futuro. Es una novela llena de instantes. De presente absoluto. Una novela narrada por la naturaleza más que por un ser humano en la que el escritor cumple el papel de enloquecido jardinero. Intenta podar más que describir y aclarar parajes terrestres más que narrar. En realidad, La coronación de las plantas —fantástico título que remite a misteriosos lienzos barrocos— es una actualización de aquellos iracundos cuentos de Horacio Quiroga en los que los personajes eran doblegados y sometidos por una naturaleza cruel. Soberbia y terrorífica como la voz del dios Yahvé. Pero, obviamente, la mirada de Lombardi es más cínica. Más irónica, budista y transparente. Y en su novela la naturaleza es un ente sutil, silencioso y líquido. Un ser más parecido a un insecto que a ese indomable tigre que retrataba Quiroga. No es un huracán ni un monstruo, sino más bien una ciénaga llena de sombras y ramas partidas. Una rana muda cuyos ojos observan de manera penetrante y aguda a quien se aproxima a ella. Diego S. Lombardi ha sido capaz de describir con suma perspicacia la extrañeza que sienten los argentinos (esos europeos de América) frente a la naturaleza. Los escasos restos de presencia indígena que restan en el país. Recuerdo haber viajado a La Pampa y recorrer cientos de kilómetros para encontrar unas pinturas indígenas grabadas en una roca escondida. Haber escuchado con asombro en algún pueblo perdido de La Patagonia que por allí andaba una anciana centenaria que era la única persona que conservaba viva la sangre de los antiguos patagones. Y haber pernoctado una semana en la ciudad de Tigre en la que, tras varios días, parecía que iba a ser inoculado por la fastuosa naturaleza que me rodeaba. Los argentinos odian y aman los inmensos campos naturales que los cercan. Por un lado, los arbustos son símbolos de su destierro en América. Un signo de terror. Y por otro, son símbolos de su libertad. De lo nuevo y originario americano. Y eso está perfectamente expuesto en la novela de Lombardi que, además, acumula otro mérito. Es sabido que la literatura argentina se diferenció de gran parte la producida en las naciones hermanas por haber sustituido el realismo mágico por una extrema racionalidad. Pues bien, La coronación de las plantas obra el milagro de hacer llegar el realismo mágico de forma sumamente original a la narrativa argentina. Componiendo un fresco lleno de delirantes situaciones y personajes que recuerdan a muchas de las novelas oníricas hispanoamericanas: el viejo de las gallinas, el niño de los dientes picados, el Guriburi, la viuda de las Tartas, además de, por supuesto, el absorbente recuerdo del botánico nazi August von Franken y su mágico e inquietante herbario. Un jardín de las delicias austral.
Posiblemente La coronación de las plantas no sea una obra maestra. Lombardi fue podando y mejorando el relato con el paso de los años, pero supongo que se daría cuenta de que, como un frondoso bosque, era imposible controlar su crecimiento por completo. Y optó por no enloquecer y dejarlo libre. Con ese aspecto de mágico y silvestre campo con el que lo hemos conocido. Una sabia decisión que permite hacerse una idea cabal y alucinada de la relación entre los argentinos y el mundo natural. La cosmogonía americana. Un diálogo que raya por momentos en lo opaco y esotérico, tal y como reflejan con insólita maestría las ilustraciones de Claudio Romo. La guinda de una edición —otra más— que demuestra que Jekyll & Jill es, sin dudas, la cabeza de dragón de las editoriales independientes contemporáneas. Una editorial que no publica libro, sino cofres. Insólitos Anillos. Ramos de flores perversas y envenenadas.
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JUAN JOSÉ BECERRA. EL ESPECTÁCULO DEL TIEMPO (Candaya, Barcelona, 2016) por JAVIER MORENO Leí con enorme placer La interpretación de un libro, la primera novela publicada por Juan José Becerra en España, también en Candaya. Dicha novela me dio a conocer a un autor que poseía muchas de las cualidades que valoro como lector: expresión brillante, humor y, lo más importante, talento, ese imponderable que algunos reciben como don y que otros persiguen sin éxito durante toda su vida. El espectáculo del tiempo está constituida por una sucesión de fragmentos donde se narran las vicisitudes de una serie de personajes (amigos, amantes, familiares) que orbitan alrededor del narrador y al tiempo principal personaje, Juan Guerra. Lo primero que llama la atención es la estructura del libro. Todos los capítulos tienen como título un número, precisamente el año en el que transcurre la acción. La peculiaridad es que dichos capítulos no siguen un orden cronológico, sino que andan desbarajados, con lo cual el lector debe habituarse a los viajes temporales, hacia adelante y hacia atrás, cosa a la que por otra parte uno se acostumbra sin demasiado esfuerzo. Incluso hay capítulos que corresponden a una descripción de los orígenes del universo, así como otros en los que se narran supuestas escenas de un futuro más o menos lejano, un procedimiento (el del viaje en el tiempo y la contextualización de los personajes en el ámbito de la historia natural o la descripción científica) que recuerda al de autores como el danés Peter Adolphsen. El lector curioso se preguntará —legítimamente— hasta qué punto la vida de Juan Guerra se corresponde con la del propio autor Juan José Becerra. El autor juega premeditadamente con la ambigüedad y en ningún momento hace explícito el pacto autobiográfico, tal vez por innecesario, tal vez por desconfianza respecto a su propia biografía. Sospecho que en la batalla entre ficción y biografía en El espectáculo del tiempo es la primera la que se lleva el gato al agua. De hecho, Juan Guerra resulta a un tiempo tan singular y tan corriente como cualquiera de nosotros. Su principal singularidad radica en haber regentado una sala de cine (los cines Lumière) y en haber decidido finalmente contar esta historia que llega hasta nosotros en forma de novela. El punto fuerte de este libro no será por tanto el retrato de una ‘vida ejemplar’ en ninguno de los sentidos que queramos otorgar a la expresión, sino el modo en el que se nos cuentan esas cosas corrientes que son charlar con los amigos o follar con las amantes. La noticia, por poner un ejemplo, no es el sexo —muy explícito— de esta novela, sino cómo se narran dichas escenas de sexo. El sexo es un ingrediente de El espectáculo del tiempo, uno de muchos. Puesto que de lo que se trata es de componer un retrato —si quiera fragmentado— de una vida, habrán de comparecer el amor, la amistad, los odios, la relación con los padres (el padre, en este caso), el fútbol, el cine... Casi todo menos la literatura, omitida no sabemos si voluntaria o involuntariamente por el autor. Salvo alguna mención a Borges (un viejo choto a juicio del padre del protagonista) las referencias a la literatura son nulas, lo cual aleja esta novela de otras muchas cuyos protagonistas son escritores que reflexionan sobre su oficio (quizás porque Juan José Becerra ya cumplió con esta papeleta con creces en su anterior novela). Pero no solo se recrea aquí una posible biografía, sino que también aparecen capítulos que nos hacen viajar en el tiempo para asistir a los desvelos y rivalidades de los hermanos Lumière o, como ya dijimos antes, a los primeros instantes del universo.
El estilo ha de ser necesariamente el verdadero protagonista de esta novela. Uno no lee más de quinientas páginas de peripecias emocionales y deportivas de un sujeto cotidiano a no ser que esos nutrientes más o menos convencionales vengan aderezados por las mejores esencias de la literatura. Afortunadamente ese es el caso. De este modo Juan José Becerra consigue hacer de cada capítulo una aventura y de la novela al completo un menú de degustación apto para los paladares más exigentes. La impresión final tras la lectura de esta novela es la de haber completado un puzle cuya imagen corresponde a la vida de ese narrador, cuya vinculación con el autor poco nos importa. A quién le interesa la vaca cuando uno disfruta comiendo su hamburguesa. FERNANDO DELGADO. MIRADOR DE VELINTONIA (Fundación José Manuel Lara, Sevilla, 2017) por PEDRO GARCÍA CUETO La Fundación José Manuel Lara ha publicado Mirador de Velintonia, con el subtítulo “De un exilio a otros (1970-1982)”, un estupendo libro que hace un repaso por muchas figuras que su autor, el periodista, poeta y novelista canario Fernando Delgado, ha llevado a cabo como si fuera un entomólogo, mirando el paisaje de estos seres, sus formas, su presencia en la vida. Late en el libro un deseo de evocar a muchos de los grandes de nuestras letras. Por el libro desfilan Paco Brines, Carlos Bousoño, Pablo García Baena, Claudio Rodríguez, Ángel González, Jaime Gil de Biedma, etc. La gran virtud del libro es el respeto que el autor tiene con todos, son espejos donde Fernando Delgado se ha mirado, desde muy joven y comenzando con el encuentro con Neruda, al lado de su amigo Juan Cruz, el autor va trazando con mirada de amanuense, como aquellos que iban componiendo las palabras lentamente, otorgando belleza a su labor de copistas, los encuentros con cada uno de ellos. Fueron muchos los amigos que Fernando fue cultivando. Excelente es el retrato de Max Aub que paseaba con Delgado por el Retiro, ya mayor. La descripción del autor merece la pena: Sus ojos bien despiertos, nuevos de curiosidad tras sus gruesas lentes de miope, revelaban ansiedad ante el tiempo distinto que atisbaba y si entraba por descuido en la batalla del abuelo eludía con ironía lo que acaso tomara por desliz. (p. 104) Sin duda alguna, Delgado sabe ver a sus personajes, entenderlos en su interior, los retrata, pero no los juzga, hay una libertad presente, son seres que hacen historia al nombrarlos, todos con sus creaciones, sus exilios, sus penas y sus alegrías. Para Delgado, Aub «fue una rareza, un español por propia voluntad». El de Juan Gil-Albert también es un retrato muy bello, el escritor de Alcoy que fue gestando una obra silenciosa, sin nadie a quien dirigirla, en un exilio interior que duró décadas, hasta que unos cuantos escritores le dieron el prestigio que siempre se mereció. Dice Delgado sobre Juan:
Sus inteligentes reflexiones, la coherencia de sus gustos, el deslumbramiento nunca disimulado ante la belleza, nos mostraban a un personaje profundamente enamorado de la vida que en la avanzada edad —había nacido en 1906 y mi primer encuentro con él se produjo a principios de los años setenta— tenía a la vida por recién estrenada y aún parecía ser sorprendido por ella. (p. 117) Pero el personaje principal es siempre Aleixandre, su generosidad, su casa de Velintonia, donde centenares de escritores fueron a visitarlo. Era el lugar de confesión, el proscenio donde los poetas iban desfilando ante la generosidad del vate, del maestro, del hombre que hacía de su armonía todo un mundo. Según Delgado no hubo enemigos para Aleixandre, siempre modesto, generoso y acogedor, un hombre inolvidable ciertamente y gran poeta, como muy pocos lo han sido. La preferencia de Aleixandre por dos amigos entrañables, Lorca y Miguel Hernández, como le contó a Delgado, el pesar por no haber podido salvarles la vida, esa huella que queda en el gran hombre que ha confraternizado con ellos, donde encontraron, allá en Velintonia, el lugar de la poesía, más allá de la propia vida. El libro contiene anécdotas divertidas, como la aparición del extravagante Vicente Núñez, cuando Baena, Delgado y Villena se lo encuentran en un viaje. Hay mucho humor en ese episodio y melancolía en el libro, todo un testimonio de un mundo que nadie podrá olvidar. Para los lectores, el libro es emotivo, vemos a Brines, a Bousoño… En la presentación en la librería Alberti de Madrid Delgado dijo que no había conocido a alguien más inteligente que Gil de Biedma, a pesar de su carácter y su difícil trato. Al hablar de todos ellos, el respeto, la admiración, el deseo de reencontrarse con ellos, vive, respira. Todo un tratado de humanidad que debemos saborear poco a poco, como los buenos vinos. ANA BLANDIANA. EL SOL DEL MÁS ALLÁ y EL REFLUJO DE LOS SENTIDOS (Pre-Textos, Valencia, 2017) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO LA ACTUALIDAD DE LA POESÍA DE ANA BLANDIANA Desilusionado, como otros tantos intelectuales, escritores e individuos (los testigos silenciosos y excluidos de la Historia), Theodor W. Adorno pronunció en 1949 una frase que resonaría en las décadas siguientes. El definitivo fracaso del arte de vanguardia, al servicio del capitalismo y no de su capacidad reflexiva; la pérdida total de los valores humanos, el principal núcleo narrativo de las últimas obras de Stefan Zweig; y la barbarie que había imperado años atrás sobre las mentes censurando, domesticando y asesinando, fueron algunas de las razones que le motivaron. La palabra ya no servía entre tanta desolación y, aún así, clamó por encima del ruido y de cualquier tentativa por enmendar lo sucedido: «Escribir un poema después de Auschwitz constituye un acto de barbarie». Silencio. Un silencio asfixiante, amargo, todavía abierto, supurando, capaz de hacer mella en la conciencia, era el objetivo de Adorno en su argumentación. Nada de arte, nada accesorio. Solamente lo fundamental. Lo humanitario. La palabra que mejor define esa breve, fatídica época, es desintegración. No la sociedad como una colmena rota, cuya pérdida de empatía se irá acrecentando con el paso de los años, sino ya como seres que se miraban a un espejo y no se reconocían. Resquebrajado, límpido, el espejo mostraba, pero las grietas impedían ver el conjunto, la transparencia inevitable de la verdad. Las grandes historias habían llegado a su fin, o eso proclamaría la posmodernidad, más tarde, reelaborando dicha metáfora. Incapaces de hablar, siquiera de mirarse, las creencias también comenzaron a tambalearse: el misterio, sustituido por las tecnologías; las creencias, por la ironía. Lo tangible, de esta manera, por encima de cualquier espiritualidad. El problema venía de lejos, o así lo dejaba caer Pessoa, años atrás, en su Libro del desasosiego: «Nací en una época en la que la mayoría de los jóvenes había dejado de creer en Dios, por la misma razón por la que sus mayores habían creído: sin saber muy bien por qué. Y entonces, como el espíritu humano tiende naturalmente a criticar, porque siente y no porque piensa, la mayoría de esos jóvenes eligió la Humanidad como sucedáneo de Dios» (1930). Aparentemente desconectados, estos factores siguen vigentes en nuestra sociedad. Fruto de su desarrollo y total fusión con la vida cotidiana, conforman un problemático y laberíntico nudo que ha ido acentuando el ruido, la desconfianza y el olvido, o eso viene a demostrar la situación actual de Europa, al borde del colapso. Precisamente es ahí, en ese espacio mínimo, lleno de tensiones contradictorias y un eco ensordecedor, tectónico, donde la poesía de Ana Blandiana se erige como testimonio intemporal de su época, que no es sino la nuestra, así como la de otros, en un futuro. El sol del más allá (2000) y El reflujo de los sentidos (2004), traducidas por Viorica Patea y Natalia Carbajosa para su edición en Pre-Textos, son obras que luchan contra el olvido, la impotencia, el paso del tiempo y la pérdida de lo divino. Frente a la repetición de la barbarie, siquiera ante la pérdida de la integridad moral, la palabra aparece como el método inequívoco que permite recordar los errores y diseccionar las motivaciones del alma humana. Sin embargo, dicho análisis no se supedita al encuentro de una serie de respuestas. Las preguntas del sujeto poético, a la vez meditativas y desesperadas, se convierten en posibles respuestas, posibilidades en las que el misterio recupera todo su poder. Más que ofrecer una respuesta llana, iluminadora, la poesía de Blandiana reconoce, por ejemplo, el efecto cegador de la luz, a la vez que la posibilidad reflexiva de la sombra, hecho que llena de contrastes y contradicciones la identidad, la creencia o el paso del tiempo (desgarrador y, a la vez, portador de experiencia): «No hay respuesta que crezca / Tanto como su propia pregunta / Ni nada que resuelva / El misterio como él en su gran duda. // Porque no existe una luz /Por muy plena que sea / A medida de la oscuridad que fue / Y que volverá» (p. 109); «¿Soy yo ese ser en el espejo / O sólo una forma colmada de sucesos / Como una muñeca de estopa?» (p. 63). La poesía como testimonio de su época requiere, por otra parte, un alejamiento también visible en los versos de la poeta rumana. El sujeto poético no es aquel ente fragmentado, incapaz de vislumbrar las conexiones de lo cotidiano. Más bien, se trata de alguien que mira al espejo y que, en vez de reflejarse, se ve proyectado a mirar más allá, como ocurre en el cuadro de René Magritte. Testigo del Bien y del Mal, deja de lado el teatro de vanidades dominante, tema recurrente en los poemas sobre la poesía, para hacer de los hechos un desapasionado, profundo e impersonal poema que trasciende el momento concreto, como ocurre en ‘Curriculum Vitae’: «El mar lucha consigo mismo. / Se abalanza, se estrella contra la costa, / Rompe y se da la vuelta, / Se golpea a sí mismo y se deshace. / ¿Qué se está reprochando? ¿Qué grita? ¿Qué espuma echa por la boca? / Deshecho en olas que se arrojan / Unas sobre otras con ferocidad, /¿Qué persigue con su rabia blanca y verde / Deshilachando el horizonte, / Sin preguntarse siquiera / Por qué se odia / O qué no desea perdonarse?» (p. 151). Afincada en la naturaleza, especialmente en la capacidad de la semilla para germinar y renacer, su poesía hace de la resistencia una de las palabras que mejor podría definir esta época, el principal núcleo de sus obras. Como largas meditaciones, los poemas también son plegarias llenas de silencio casi susurradas. Inaudibles o, en ese sentido, mínimas, en los distintos poemas no sobra ni faltan elementos, sino que se reducen a lo fundamental, a una suerte de comunicación en la que los elementos, estando todos ellos presentes, dejan las metáforas a la interpretación del lector. En un mundo devastado, de nuevo, la labor poética se revela aquí como solitaria, incluso extraña a efectos sociales, pero fundamental para nombrar, recordar y reclamar una justicia implícita sobre el ser humano: «Porque todo lo que no se escribe / No existe» (p. 211). Por ello, y para ahorrar cierto tiempo, si toda esta semblanza tuviera que ser resumida, otra vez, en algo más breve, no sería sino de la mano de Chantal Maillard, quien nos habla de esa libertad leve fundamental para Blandiana: «Ser libre no es un don, es una reconquista, / y a menudo es preciso callar y conducir / las palabras al cauce más amable / para fundar la historia, celando, / como un largo secreto del que nadie es testigo, / los actos que nacieron del delirio. Ser libre / es cuidar de un misterio / sobre el alma que se moldea» (Hainuwele, 2009). UNOS CUANTOS PUNTOS
La felicidad se parece A una pintura puntillista: Pequeños puntos de color Sin relación entre sí, Que consiguen a veces expresar algo Y a veces no, Que sólo consiguen transmitir El estremecimiento de una pregunta Incompleta A la que no sabes contestar Porque no entiendes qué se preugnta Sólo entiendes la intensidad de la pregunta A la que le faltan algunos puntos… MARISA LÓPEZ SORIA. CHOCOLATE Y BESOS (Creotz, Vigo, 2017) por NATALIA CARBAJOSA Cuando este hermoso libro (por dentro y por fuera) cayó en mis manos, tocó una tecla a la que todos somos sensibles: el lenguaje sin lógica y el ritmo de la infancia; la respiración de la infancia transmitida en múltiples juegos, canciones de corro y comba, de palmas, de prendas. Si nos sentimos inevitablemente atraídos una y otra vez por estos recitados, no es sólo por la nostalgia del niño o la niña que fuimos, sino, sobre todo, por sentirnos hoy expulsados de un uso del lenguaje que, más allá de su estructura, basada en repeticiones, juegos rítmicos y fónicos, y de su voluntad de romper la lógica discursiva, era en sí mismo mágico, esto es, capaz de conjurar, por el mero hecho de nombrar, aquello a lo que daba vida en la enunciación. Se trata de un fenómeno que tiene que ver con la psicología infantil, donde sujeto y objeto o, si se prefiere, lenguaje y realidad, aparecen indisolublemente unidos por el elemento acústico, lo mismo que en las sociedades pre-industrializadas de cultura de transmisión oral. No hay separación, ni alteridad. El poeta Claudio Rodríguez lo ha estudiado en un revelador ensayo titulado El elemento mágico en las canciones infantiles de corro castellanas, que constituyó su tesis de licenciatura en 1957. En él, nos dice lo siguiente: la visión mágica que el niño tiene del mundo modifica, a sus ojos, la realidad de un modo total, pleno. Esta modificación es la base de la expresividad infantil. Por otra parte, la ausencia de subjetividad y de relación causal profunda entre las cosas, patentes en la etapa en la que se desarrolla la canción de corro, origina el que, para el niño, el nombre adquiera un valor real, suplantador del objeto en sí. Este “nominalismo”, en el más estricto sentido de la palabra, nos lleva a una solución fundamental: en las canciones de corro, centro vivo de la creación dinámica infantil, lo esencial es el elemento sonoro, el ritmo, hasta el punto de que el elemento significativo llega a desaparecer. Las palabras de Claudio Rodríguez adquieren su dimensión práctica leyendo los poemas de este libro: NO ME LLORES Musa garabatusa a la trique, triquitán, recotín, recotán, tipi, tipi, tipi, tan. […] EL SILBO El viento ulula. No me ulules tú a mí Que si nos ululamos Ulula la le li. Ahora bien, el verdadero hallazgo de Marisa López Soria en este libro es que no se trata de una recopilación de canciones infantiles populares al estilo de aquellas de Carmen Bravo Villasante en títulos como Una, Dola, Tela, Catola. Lo que nuestra autora hace es tomar los elementos de ese riquísimo acervo tradicional (vocabulario, juegos, sinsentido) y reformularlos en poemas propios. Es decir, rescata a la niña que fue, o que acaso nunca ha dejado de ser, y nos brinda esas rimas en un formato nuevo, como si se pronunciaran por primera vez. Más aún: nos las ofrece agrupadas en torno a dos términos esenciales al universo del niño: “chocolate” y “besos”. Términos que sólo tienen sentido presentados así, en tándem, precisamente desde la (i)lógica aplastante de la infancia. La parte quizá menos atractiva de esta luminosa y más que necesaria propuesta es que puede ser leída con cierta actitud elegíaca. Me gustaría creer que no, que los niños siguen usando estas canciones u otras equivalentes en sus juegos. Pero lo cierto es que ni las calles atestadas de coches ni la abrumadora oferta de ocio con la que ya nacen facilita que permanezca ese vínculo con lo mágico transmitido de generación en generación que les pertenece por derecho propio; que debería constituir la patria de su niñez y que, además, es universal, por cuanto se repite invariablemente en todas las culturas. Ilustraciones de Leticia Ruifernández El escenario en el que los adultos de hoy desempeñábamos con toda naturalidad ese papel de receptores de una tradición era sin duda más propicio: mucho tiempo sin llenar, muchos niños, pocos recursos materiales y mucha imaginación, propia o heredada, flotando en el ambiente. No estoy reclamando en absoluto una vuelta a tiempos pasados ni reniego de los inmensos avances que se han producido en nuestra sociedad, en el mundo infantil como en el resto. Pero es cierto que, con cada paso, aunque sea positivo en sí, se van quedando cosas en el camino. Cosas importantes, fundamentales, imprescindibles. Y libros como este vienen a recordárnoslo, a llamar nuestra atención: «¡Eh, que os dejáis el chocolate de la merienda! ¡Y los besos!». Por eso creo que la actualización a la que Marisa López Soria somete este material puede ayudar a los niños que lo descubran a conectar con esta parte de sí mismos que nadie les debería hurtar.
Es de ley destacar también las magníficas ilustraciones que componen el libro y dar a todos los lectores, pequeños y mayores, la bienvenida al círculo mágico de la literatura popular infantil, que nos convoca por el mero acto de nombrar desde momentos tan simples y evocadores como el de la merienda: Mi madre me da chocolate y pan para merendar. Mi abuela me dice bocado de pan, rajilla de queso y a la boca un beso. Mi abuelo pregunta, ¿cómo vas de amores? Y le digo yo: ¡como mayo en flores! JAVIER MORENO. UN PASEO POR LA DESGRACIA AJENA (Salto de Página, Madrid, 2017) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Antes de empezar con este libro en concreto, que es de lo que se trata: Javier Moreno es uno de los escritores españoles más interesantes de la actualidad. Hay que decirlo, repetirlo, porque es un escritor “de obra”, y por eso no quiero entrar a comentar este nuevo libro sin hacer esta mención. Lleva veinte años consolidando una obra narrativa, poética y teatral en la que, pese a su variedad, ha conseguido eso tan difícil para un escritor: una marca de estilo inconfundible, caracterizada por la habilidad con la que fusiona lo sociológico, lo filosófico, lo poético y lo científico en una prosa (o un verso) siempre llena de hallazgos, de esas que te hacen tener a mano un lápiz para subrayar, hasta que te rindes porque te das cuenta de que estás subrayando el libro entero (1). En Un paseo por la desgracia ajena, su último libro de relatos, encontramos unas líneas que bien podrían servir como autodefinición de su peculiar estilo (2): Es necesario por tanto introducirse dentro de las cosas, ser intrínseco a ellas, mostrarse, como se dice, subjetivo, porque solo en la combinación de una mirada externa e interna, entre la generalidad y la abstracción de lo objetivo y la radical singularidad de lo subjetivo, puede encontrarse algo parecido a la verdad, sea esto lo que sea. Un paseo por la desgracia ajena es uno de esos libros de relatos marcados por la variedad. El conjunto de cuentos recogidos bajo ese título no pretende acotar o diseccionar un solo tema, o explorar un determinado estilo. Son cuentos escritos con total independencia y reunidos en un volumen, si bien en todos ellos se reconoce esa combinación de mirada externa e interna con la que Javier Moreno intenta explicar el mundo. Porque esa es otra de las virtudes de su literatura: la idea de que solo a través de la palabra (y, en el caso de este libro, también de la ficción) se puede intentar entender una realidad que, en bruto, carece de significado (3). Javier Moreno opera como un filósofo que descree de la filosofía, como un matemático que aprecia la belleza de la forma, pero que al mismo tiempo es consciente de que no hay sistema, no hay verdad; que toda fórmula, toda abstracción totalizadora, son hermosos intentos de atrapar la realidad, y que esos intentos son todos fallidos, y que por eso hay que seguir, y escribir más poemas, más novelas, más cuentos, porque el pensamiento, contrariamente a lo que durante muchos años intentó sostener la filosofía, no es sin el hombre, no existe el pensamiento puro, y por eso hay que escribir ficción: Cualquier pensamiento atraviesa todos los estadios: la rabia, el miedo, la emoción…, como un feto recorre todas las fases de la evolución (reptil, pez, ave, mamífero) hasta llegar a su definitiva forma humana, hasta dar (cualquier pensamiento) con la razón y las palabras capaces de expresarla, pero no por ello deja ese pensamiento de llevar dentro de sí todo el miedo y toda la emoción, y así todo pensamiento conlleva la historia de nuestra especie y de todas las que le antecedieron. Y así tras cada pensamiento anida la esperanza, pero también el terror, el miedo a la disolución y la muerte. La raíz y la condición inicial. (pág. 79) Javier Moreno es un escritor tremendamente ambicioso, capaz de meterse en esos terrenos, sin miedo a etiquetas como “pedante”, “difícil”, “raro”. Yo valoro esa ambición. Prefiero, antes que el virtuosismo y la perfección, la valentía para intentar hablar de lo que importa, aunque eso pueda negarte cierto público. Y, como Javier Moreno sabe y demuestra libro tras libro, lo que importa es lo que está fuera del tópico, del lugar común, de la trama previsible, del dibujo de personajes efectivo y académico, es decir, de la repetición de lo mismo. En estos 17 relatos encontraremos todo tipo de historias y personajes, por lo que el análisis pormenorizado de todos los cuentos sería excesivo. Podríamos intentar agruparlos. Así, hay tres relatos que podríamos llamar “blackmirrorianos” (4): ‘Phoenix’ (la posibilidad de enviar mensajes post mortem a través de un servicio de internet), ‘Selfie vamps’ (la búsqueda de la inmortalidad a través del selfie macabro), ‘Ello’ (el Big Data como alma y destino). El género distópico no es nuevo para Javier Moreno. Más que distopías, lo que plantea son realidades paralelas, posibilidades no desarrolladas a partir de elementos del presente, que es una forma muy adecuada de entendernos a nosotros mismos (5). Ya lo vimos en sus novelas 2020 y en Acontecimiento y, como en estos tres relatos, Moreno consigue esa dualidad entre análisis sociológico y verdad individual con una maestría envidiable. Precisamente, ya que hemos citado Black Mirror, podemos decir que Javier Moreno triunfa allí donde la serie fracasa. Porque, pese a que soy seguidor de la serie (por esa capacidad que tiene, no tanto para predecir el futuro, sino para mostrar el presente a partir de un falso futuro), siempre me queda la sensación de que lo hace muy bien en lo abstracto, en lo social y tecnológico, pero fracasa en lo concreto, en lo individual y en la técnica narrativa, donde siempre suele caer en el tópico, en lo previsible. En cambio, Javier Moreno hace literatura, con mayúsculas, y es capaz de unir lo general y lo particular en estos tres soberbios relatos, dejando que la literatura hable donde debe hablar, muy consciente de que la ficción televisiva o cinematográfica tiene sus convenciones (en el mal sentido de la palabra) en las que la literatura no debe caer si quiere seguir siendo literatura. Otros, como ‘El discurso del método’ o ‘El arquitecto y la modelo’ muestran al Javier Moreno que nos recuerda más al de sus novelas Click o Alma: relatos con una fuerte carga ensayística, analítica, en los que un personaje intenta atrapar el sentido de la realidad en un gesto, en una forma definitiva. La búsqueda de la forma, de la fórmula, de aquello que hace que la realidad quede explicada o detenida o conservada (como en los maravillosos fragmentos de ‘Gota de ámbar’) es una de las obsesiones de la literatura (incluyo aquí, por supuesto, la poesía) de Javier Moreno, y es un terreno en el que se maneja con maestría, en esa ambigüedad entre la belleza y el caos, entre la perfección y el fracaso. Javier Moreno, heracliteano convencido, siempre ha mantenido la obsesión por el error, por la fecundidad de la diferencia como motor del mundo frente al mito del origen y de la identidad estable (6). Por eso encontramos relatos en que esa idea trabaja como detonante mismo del relato, del argumento, en relatos impecables, con un tono de humor muy oscuro y sutil. Así, en ‘Dos camisas iguales’ el protagonista siente que, de dos camisas idénticas, una le queda perfecta, y la otra le queda fatal. Esa nimiedad, ese mínimo error que no sabemos si sucede en la realidad objetiva o en la percepción íntima del protagonista, provoca toda una teoría personal sobre la realidad y la identidad. También podríamos encajar en este grupo a ‘La criada’, donde una pareja ve alterada no solo su cotidianeidad, sino toda su estabilidad emocional y vital por la introducción en su cerrada intimidad de ese personaje ajeno de la criada. Una simple sonrisa, un simple gesto que no encaja en lo previsto, en el esquema de la identidad, sirve para que todo se venga abajo, para que se genere un caos que requiere que una nueva forma se instale sobre esa casa (7). Puesto que el número de relatos es elevado y no todos permiten encajar en clasificaciones como las que he ensayado aquí arriba (8), creo que basta lo anterior para que el lector se haga una idea de lo que tiene o tendrá entre manos: un gran libro de relatos, por supuesto, eso lo primero, con algunos cuentos que estarán sin duda en antologías del género (‘La criada’, ‘Selfie vamps’, ‘Ello’...) y, además, un libro de Javier Moreno, con todo lo que eso conlleva de atrevimiento, inteligencia y audacia narrativa y filosófica. ————--
(1) No sé, por poner algún ejemplo: «La madurez es un estado ficticio, un mito sociológico que busca atemperar el deseo y el instinto a cambio del disfrute de cierta seguridad económica y emocional. A un hombre maduro le delatan sus convicciones, como si el objetivo de su vida fuese extraer un conjunto de reglas a las que atenerse y juzgar a los demás». (pág. 55) o este: «Y ahora que los seres humanos se ausentan a través de la multitud de dispositivos, diluyéndose en las redes sociales o en la nube de información, es ahora cuando, convertidas aparentemente en un amasijo de datos, de cifras combinables con otras cifras, las cosas campan al fin a sus anchas, dejadas de la mano del hombre, convertidas en imprevisto, en incesante acontecimiento, en accidente. De manera que puede decirse que las cosas sólo aparecen por sí mismas, aunque sea a través del hombre, cuando el hombre se ausenta». (pág. 72). Y así podría estar un buen rato, llenar unas cuantas páginas. (2) Estas líneas aparecen en el relato titulado ‘El discurso del método’, que consiste en el monólogo interior de un personaje que, disfrazado de Descartes, o de estatua inmóvil de Descartes, está quieto en la plaza de Sol, detenido en el instante de escribir el famoso e inaugural “Pienso luego existo”. Esta situación, imaginar esta situación como motor de un relato, es algo que todos los lectores de Javier Moreno reconocerán con una sonrisa como algo típicamente “moreniano”. (3) «Si el hombre quiere saber algo de sí mismo y de las cosas que lo rodean, entonces debe hacer uso del lenguaje y, por tanto, del pensamiento, y el lenguaje siempre es discontinuo, una letra y luego otra, una palabra y a continuación la siguiente, una frase y otra frase, la misma separación inconmensurable que existe entre lo analógico y lo digital, el lenguaje como un compresor de la realidad porque el lenguaje debe necesariamente comprimirla, nunca expandirla, porque el lenguaje no puede ir nunca más allá de lo inabarcable y si a veces tenemos la impresión contraria no se trata más que de un artificio de nuestra imaginación, de la imaginación de quien escribe y, consecuentemente, de quien lee esas palabras, porque la densidad de la realidad, un solo instante, un centímetro cuadrado de materia, supera con creces todo lo imaginable y por tanto nuestro lenguaje solo puede aspirar a comprimir lo que allí ocurre». (pág. 81) (4) Para quien no conozca la serie: el adjetivo inventado “blackmirroriano” hace referencia a pequeñas distopías de un futuro, casi presente, relacionadas con la tecnología y su impacto sobre la sociedad. (5) Un ligero desvío nos ayuda a mirar mejor, como explicó Sklosvki con su teoría del extrañamiento o desautomatización. (6) «El pensamiento nunca nace de la serenidad, la serenidad es la naturaleza y la naturaleza y el instinto son todo lo contrario del pensamiento. El pensamiento nace de la inquietud. Sólo puede pensarse desde la inquietud, desde la incomprensión del mundo y la incomprensión del mundo hacia uno mismo. Desde esa disonancia y ese desacuerdo». (7) Permitáseme citar el genial arranque de ese cuento, en el que se pone de manifiesto ese humor negro con el que el autor introduce esa obsesión temática del desvío, del error que pone en jaque la identidad: «Empecé a preocuparme cuando descubrí que experimentaba cierto placer morboso al dejar restos de mierda en la taza del váter». (pág. 31) (8) Uno de los relatos, ‘Dos parejas’, es, de hecho, casi totalmente dialogado, con unas mínimas intervenciones del narrador que parecen acotaciones. Este cuento es, o parece ser, el origen de su obra de teatro Sala de juegos, representada en Murcia y en Madrid. |
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