LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
EDUARDO RUIZ SOSA. CUÁNTOS DE LOS TUYOS HAN MUERTO (Candaya, Barcelona, 2019) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR El pasado ha pasado, el acontecimiento tuvo lugar, la falta ha tenido lugar, y ese pasado, la memoria de ese pasado, permanece irreductible, intratable. Derrida El libro se abre con esa cita de Derrida, y no puede ser más oportuna esta clave que nos deja Ruiz Sosa. Y lo es en dos sentidos. Por un lado, por la “tematización” del pasado que encontramos en varios de los relatos, especialmente en el primero: la memoria aparece como un espacio cerrado, ausente, irreductible a la certeza y, por ello mismo, territorio del relato, de la invención, del contar las historias que nos definen y se asocian a nuestro nombre, a nuestro sentido. Pero no se asusten: Eduardo Ruiz Sosa no está aquí repitiendo Anatomía de la memoria en versión relato. No es tanto la memoria como la muerte el tema central de Cuántos de los tuyos han muerto. Y la forma en que plantea el hecho, el acontecimiento y el significado de la muerte nos lleva al “por otro lado” de la cita antes mencionada. Creo que es especialmente interesante la otra parte de la cita, la que convoca el nombre del autor: Derrida. Porque hay una esencia derrideana subterránea, casi nunca manifiesta de forma discursiva, sino inserta en la misma construcción imaginaria y textual de este maravilloso libro. Recordemos que el padre de la deconstrucción arremetía contra la “metafísica de la presencia”, contra la idea de que las palabras convocan la presencia de la cosa mentada, y sostenía que, al contrario, es la ausencia de las cosas, su anulación, su desaparición, lo que permite y revela el lenguaje; por esta razón, el significado de las cosas no es nunca esencial, estable, eterno. Por esta razón, hay siempre una grieta. Esta ausencia original, este fundamento abismal sobre el que armamos la construcción de nuestro lenguaje y nuestro pensamiento se revela especialmente en el lenguaje literario, en el cual la aparente seguridad y estabilidad de la relación entre significante y significado se pone continuamente en duda. Ruiz Sosa, y esto es un logro literario especialmente destacable, traslada ese juego de desajustes ontológicos y abismos del significado a un terreno vital y dolorosamente humano. No hay que saber nada de Derrida para leer y disfrutar y entender estos relatos en que el cuerpo, la muerte, la familia y la memoria están en un baile continuo en torno a una ausencia: una muerte, una desaparición. Y en Cuántos de los tuyos han muerto hay siempre una ausencia que genera el relato porque el lenguaje, la identidad y la memoria son aproximaciones, variaciones o ficciones que buscan un fundamento que nunca está y que, en esa inaccesibilidad, motiva un discurso, un lenguaje que intenta convocar la imposible presencia. La primera frase del primer relato ya marca esa línea que nunca se abandonará y que adoptará múltiples y sorprendentes expresiones en los once relatos del volumen: «No sé en qué momento dejó de reconocerme». Ahí empieza el desajuste, la falta de identidad, la inestabilidad de la memoria, pero también la difícil ecuación entre lo aparentemente más incuestionable: la relación entre un cuerpo/significante y una identidad/significado. En cierto modo, en los once relatos que componen el libro, Ruiz Sosa indaga, a través de imaginativas variaciones, en esa saussiriana dualidad del “signo” que es el ser humano: con el cuerpo como el “significante material” y la identidad, el “nombre”, como el “significado”, es decir, la “parte inmaterial” del “signo humano”. Y esa relación siempre va a ser tan problematizada, puesta en duda, como Derrida hizo con la lingüística. Esta versión carnal y mortal de la deconstrucción es continua, es el hilo que articula todos los relatos. El segundo relato es especialmente importante para el libro, porque configura una imagen (la de una estatua a la que le falta una mano) recurrente en varios relatos y que será usada también como coda final. En ‘La garra de la estatua’, la muerte de la madre es una gran falta, un hueco intratable, irreductible e inaccesible; la memoria, el pasado, son opacos. Y la búsqueda de la mano que le falta a la estatua es una incógnita que no puede tener solución, que solamente puede generar mil significados, hipótesis, pero un solo sentido: su propia ausencia, la muerte: creo que sin decirlo, sin acordar de ninguna manera ni la búsqueda de la mano ni la entrañable deducción de los deseos de nuestra madre, nos dimos cuenta de que ella era la mano perdida y nosotros, que quedábamos ahí mancos amputados solos aunque estuviéramos juntos somos la estatua incompleta para siempre el deseo perdido. Pero es en ‘El dolor los vuelve ciegos’ donde esa asimetría entre nombre y cuerpo se lleva a unos extremos de belleza y terror a los que solamente Ruiz Sosa puede llevar al lector. Este cuento nos pone ante la dolorosa cuestión social de los desaparecidos en México. Aquí, la ausencia remite menos a un pasado que desaparece y se hace irreductible, y mucho más a otra característica de la desaparición: la indeterminación. Del mismo modo que la ausencia original es la que determina la indeterminación del signo que representa algo que no está, en este terrible relato los cuerpos son signos de un significado perdido: su hermano. Una y otra vez va a morgues donde debe decir «él no es», ante esos cuerpos muertos, esos cadáveres sin relato, sin nombre, en busca de un significado que los haga “ser”. Y una y otra vez debe decir «él no es». No voy a desvelar el desenlace del relato, que es absolutamente magistral; solo puedo recomendarles que lo lean, y que aprecien la cruel y sin embargo hermosa “rima” que se establece con el relato anterior, el de la mano de la estatua. Brillante es también el relato ‘El sanatorio de la intemperie’. Si en el relato del hermano desaparecido había un significado, un nombre, que no encontraba el significante que pudiera unirse a él, en este relato el juego es más complejo: el protagonista (“el Indio”) sufre un ictus y se le paraliza la mitad del cuerpo. Es un cuerpo mitad vivo y mitad muerto. Y la ruptura, la distancia, grieta se da ahora entre el significado que para el narrador tiene el nombre de “el Indio”, es decir, su ser (“ya no permite al Indio ser el Indio”), y el significante erróneo, partido por la mitad, que no encaja con el nombre. El nombre es el ser, y el cuerpo qué es, entonces. El cuerpo es el tiempo y es la muerte y es el silencio y es el error, la palabra mal escrita, cortada a la mitad, que no se puede leer, que no deja saber qué significa, que ya lo único que significa es la pérdida que había estado siempre ahí, desde que nació el signo, el cuerpo, la palabra, siempre con la ausencia a cuestas, pero disimulada, hasta que aparece, se manifiesta. Hay también una mano perdida aquí, toda una mitad, no solo la mano: toda la mitad derecha del Indio está perdida, oculta en la muerte: El Indio está encerrado adentro (...). El Indio es un objeto más allá de su cuerpo, un objeto encajonado en un cascarón que ya no le permite al Indio ser el Indio como si todos pudiéramos seguir siendo lo que somos más allá del cuerpo que somos. Basten estos tres ejemplos, porque la tentación es realizar un análisis completo de los once relatos desde esta perspectiva derrideana, pero no hay aquí tiempo y espacio para esa tarea. Sí me interesa destacar, antes de acabar, la habilidad con la que Ruiz Sosa crea unos argumentos verosímiles y apegados a la realidad (desapariciones, violencia de género, enfermedad, familia…) que son, al mismo tiempo, una profunda reflexión sobre lo que significa ser hombre, ser un cuerpo, estar expuesto al olvido, al tiempo y a la muerte. Esa “fisicidad” está presente en casi todos los relatos, salvo tal vez en ‘No tiene nariz ni ojos pero sí una boca’. Puesto que el tema de todo el libro es esa dualidad relato/cuerpo, este viene a ser un cuento metaficcional en el que se hace explícita esa cuestión: aquí lo que falta es el cuerpo, todo el relato es una voz perdida, libre, una especie de relato potencial, y por ser potencial, posibilidad, no es cuerpo, no es realidad, no tiene tampoco final: la voz va saltando de relato en relato, finge ser la voz del hermano asesinado cuyo cuerpo nunca apareció, va dando saltos, sin pies ni cabeza (chiste explícito con el título), como uno de esos espíritus malignos que en las películas de terror salen de un cuerpo y quedan flotando hasta que encuentran otro cuerpo del que tomar posesión.
Cuántos de los tuyos han muerto es, en definitiva, un grandísimo libro de relatos, en el que Ruiz Sosa mantiene esa prosa dura, honda y poética con la que maravilló a todos los lectores de Anatomía de la memoria, y en el que vuelve a demostrar que es un escritor con discurso, alejado del territorio de la ocurrencia y el efectismo, y que lo confirma como uno de los mejores narradores contemporáneos en lengua castellana.
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ISABEL BLANCO OLLERO. BRIGID O EL FUEGO DE LA TRANSFORMACIÓN (Torremozas, Madrid, 2019) por MARÍA DEL PILAR GORRICHO Isabel Blanco Ollero es una poeta y gestora cultural de amplia y dilatada trayectoria que en su octavo poemarío que lleva por título « Brigid o el fuego de la trasformación» hace un recorrido de sanación y catarsis por las diferentes áreas de su vida y de todo aquello que la rodea. El libro debe su titulo a Brigid la diosa celta de la inspiración, y conjuga en sí diversos poderes, provenientes de la inspiración, del arte, y de la adivinación. Fue asociada a las llamas perpetuas sagradas. Esa llama que mantiene vivo en el pecho todo lo que acontece en la realidad inefable del ser y su entorno. El fuego expansivo como ente espiritual en la metáfora de dotar de calor el lenguaje de lo inabarcable. El fuego que inmortaliza. El libro (dedicado a su hija Beatriz), tiene una ilustración de cubierta realizada por Jesús Herrero, cuenta con una excelente pintura de la pintora belga afincada en Francia Andrée Schwabe. Lo único de verdad necesario en nuestro día a día es atestiguar todo aquello que sucede en la vida —incluidos los pensamientos y las acciones del «yo»— mientras uno permanece activamente consciente de su verdadera naturaleza. Así, en los cuatro capítulos en los que Isabel Blanco Ollero ha dividido el poemario y que ha titulado «Paisajes de la furia y del dolor», «El amor nos defiende», «Con la impaciencia de un águila salvaje» y «Algunos días», reconoce en la consideración de la dimensión social y como núcleo de la naturaleza humana el uso del don poético con el cual ha sido dotada para alzar la voz. Continuando el manifiesto de Celaya, «Se dicen los poemas que ensanchan los pulmones de cuantos, asfixiados, piden ser, piden ritmo, piden ley para aquello que sienten excesivo». Cada uno de estos cuatro capítulos mantienen una entidad propia con un denominador común: la polifonía y el uso de imágenes, así como de anáforas y metáforas brillantes ya presentes en sus anteriores libros. Cabe destacar, al transitar por la lectura de las páginas que nos ocupan, el excepcional diálogo permanente entre el «yo poético» y «yo lírico». Como en el «respirar», la escritura permite el paso del aire hacia dentro y hacia fuera de «su casa», lo que va definiendo un límite, una frontera, una tensión donde puede vivir el poema. La estética va configurando o se va identificando con una ética, y no solo del lenguaje, sino de la propia relación con el mundo. En palabras del filósofo Gaston Bachelard, «la imaginación no es, como sugiere la etimología, la facultad de formar imágenes de la realidad; es la facultad de formar imágenes que sobrepasan la realidad, que cantan la realidad». Una realidad a la cual no es ajena la poesía de Isabel Blanco, que horada en el yo, como queda reflejado en el poema del primer capítulo que da título al libro, del cual extraigo estos versos sobrecogedores y de una sensibilidad admirable: (Y no quieres huir de ti / como no quieres huir del fuego / porque sabes que tiene conciencia y te mantiene / y es lo único que te salva / en las noches heladas / del desierto de tus vacilaciones) Decía Cesar Vallejo que un poema es una entidad vital mucho más organizada que un ser orgánico en la naturaleza. «Si a un poema se le mutila un verso, una palabra, una letra, un signo ortográfico, muere». Y hago referencia a este hecho para adentrarme en la lograda sintaxis de Isabel Blanco, donde cada palabra se aposenta y fertiliza con la mesura requerida por un léxico brillante. La posibilidad de conocer, que es propia de la poesía, es común a todos los seres humanos (lo que solemos llamar vagamente «inspiración» o «intuición»). Pero se trata de un órgano de conocimiento objetivo, capaz de percibir realidades que están más allá de las meras creaciones psíquicas, tales como opiniones, creencias, fantasías o puntos de vista. En este carácter equitativo del órgano de investigación poética están la verdadera fuerza y el verdadero valor de la poesía.
«El poeta limpia de errores los libros sagrados y escribe inocencia ahí donde se leía pecado, libertad donde estaba escrito autoridad, instante donde se había grabado eternidad», dice Octavio Paz. ¿Qué es todo esto sino un modo de amar? Ese amor expansivo y ardiente del fuego que recorre el segundo capítulo del libro donde la poeta, la esposa, deja constancia, en versos tan hermosos y certeros como el del poema «Y si fuera otoño», que todo en ella es amor, dado y recibido en la nostalgia de la tierra. En el cuerpo de la persona amada palpita el reverso del lenguaje: la realidad real, el aquí y el ahora. (Y la luz se inicia en su regreso / bronce y otoño / Fragor del silencio en la sombra / que sabe de la lluvia / y de senderos fugaces / Murmuran nuestros pasos / a merced de la aventura / y en medio del olvido, fluye tu plegaria / Como si fuera otoño / me buscas y me encuentras / Y esos labios tuyos que inundan con mi nombre) Como coordinadora cultural de la galería de arte T-dieciséis de Pamplona, Isabel Blanco no olvida a los galeristas, a los cuales dedica un poema en el capítulo tercero del libro que nos cerciora de la vinculación afectiva de la poeta con el cosmos que la rodea, en una interacción activa tanto en lo personal como en lo colectivo en la que cobran especial papel su maternidad, el recuerdo para las mujeres maltratadas, para los amigos, pues no hay sociedad sin poetas. Sublimar el lenguaje con el uso adecuado de símbolos, metáforas, y una lingüística estudiada es lo que encontramos en este caminar por el libro de Isabel Blanco, quien, con la soltura que le otorga la veteranía y su alto grado de sensibilidad poética, así como no podía ser de otro modo del amplio estudio, y la lectura logra emocionarnos a la par que convencernos de que aunar semántica y afectividad en el trabajo poético ofrece el resultado de una obra artística atemporal. Para el capítulo cuarto y último Isabel Blanco se reserva la melancolía del reencuentro con todas las mujeres que la habitan; la catarsis que surge tras la superación; lo sublime del deseo, de la noche, y la magia del asombro. Se reconoce en la herida de la vida y, desnuda de condicionamientos, se alza en la franqueza que humaniza, como afirma en estos versos cargados de emotividad: (Con la sutileza de la palabra libre / afirmo que a duras penas / amanecen algunos de mis días. La tibieza de la luz / adivina las primeras sombras / de algo que se parece al ritual de un nacimiento, como un paraíso cerrado que intenta la supervivencia) «La poesía no pertenece a aquellos quienes la escriben, sino a aquellos que la necesitan». Esa es la respuesta que dio el cartero Mario Ruoppolo a Pablo Neruda. Y siguiendo esta premisa puedo decirles que este libro ha dejado de pertenecer a Isabel Blanco y nos lo ofrece como una dádiva generosa de versos limpios, serenos, elaborados con y desde el corazón y como ser toda ella poesía. Encuentren en sus páginas la palabra justa donde reconocerse. Ese misterio indescifrable de la cadencia donde se elabora la conciencia del fuego. MIGUEL ÁNGEL HERNÁNDEZ. AQUÍ Y AHORA (Fórcola, Madrid, 2019) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Miguel Ángel Hernández ya nos tiene acostumbrados a sus diarios. Este Aquí y ahora es, de hecho, el tercero que publica tras Presente continuo y Diario de Ithaca. No obstante, además de las semejanzas que puedan encontrarse entre ellos, hay un hecho que hace que este sea distinto a los otros, y ese subtítulo (“Diario de escritura”) explica claramente la diferencia y marca la esencia de este interesantísimo volumen. Mientras que aquellos fueron diarios “de encargo”, (propuesto el primero por el diario La Opinión de Murcia y el segundo por el programa de radio Preferiría no hacerlo), este último surgió de la necesidad del escritor por relatar el día a día del proceso de redacción de su tercera novela, El dolor de los demás. Cierto que luego recibió la propuesta de publicar semanalmente este diario en la sección digital de Eñe, pero la pulsión confesional, la necesidad de escribir la propia escritura y su relación con la biografía, partieron del propio autor que, tal vez, encuentra en la forma del diario, en la escritura obligada de lo cotidiano, una especie de entrenamiento y de reflexión que le ayuda a la creación de la obra narrativa. Es interesante leer la primera entrada del diario, para entender mejor su sentido y poder luego comentar su alcance, que es el objetivo de esta reseña: Comienzas. De nuevo. Otra vez. En segunda persona. Regresa el tono. El presente cortante. Te habías prometido dejarlo. Dejarlo después de Ithaca (...). Pero hay algo que no te deja a ti. Necesitas escribir. Son tus dedos. Se mueven solos sobre el teclado. Comienzan incluso antes de que tú les des permiso. O sí. Claro. Permiso. Se lo has dado mucho antes. El cuerpo, por delante de la razón. Siempre. El cuerpo piensa. Los dedos escriben. Después estás tú. Pero sólo después. (...) Pero también hay algo en el horizonte. Un objetivo. Una novela por escribir. Eso es el futuro. El camino. La escritura por venir. Por alguna razón, cuando la escritura se vuelve futuro, necesitas también la escritura del presente. Cuando todo se proyecta hacia un tiempo que tardará en llegar, regresa la necesidad de dejar constancia de los días y las horas. Cuando la vida desaparece porque todo se convierte en un medio para un fin, la escritura reclama su presencia como fin en sí mismo. Por eso regresas al diario (...). Porque la literatura no es nada sin la vida que hay tras ella. Ese objetivo del que habla en la primera página es lo que diferencia esencialmente este diario de los anteriores, y lo hace especialmente atractivo, hasta el punto de que puede leerse como una novela: hay una trama, un objetivo y, por ello, hay una tensión narrativa; encontramos a un escritor intentando crear una novela, enfrentándose a dificultades, y el lector del diario sentirá esa angustia y esa tensión de preguntarse si lo conseguirá (sí, aunque ya sepamos el resultado, la tensión permanece en el diario). Pese a la estructura de diario y al relato de otros eventos cotidianos, ese hecho central que unifica todo está siempre presente, y hace que la lectura sea ágil, que todo esté dominado por una unidad que “engancha” y nos hace pasar las páginas para conocer el desarrollo de la “intriga”. Hasta tal punto es así esta vocación narrativa del diario que, en el epílogo del mismo, Miguel Ángel Hernández ofrece a los lectores un giro propio de guionista. La primera parte del diario, es decir, la que fue publicada en Eñe termina con una foto del manuscrito impreso de El dolor de los demás y la sensación de triunfo: el héroe ha completado, pese a las mil dificultades, su misión. Pero entonces viene el epílogo, escrito en exclusiva para esta preciosa edición de Fórcola, en el que cuenta (ya sin respetar la separación por días del diario) lo sucedido con la novela desde que terminó ese manuscrito hasta casi hoy día. Y el primer hecho contado en esta “segunda temporada” es, precisamente, lo que lleva al escritor al punto de partida: su agencia literaria ha leído la novela y no le ha gustado nada; hay que volver a empezar, es decir, el héroe vuelve a la casilla de salida y comienza de nuevo la lucha y la angustia por alcanzar el objetivo final: la novela editada y el éxito de la misma. Y los lectores volvemos a leer con emoción y angustia esta nueva intriga: ¿logrará vencer los peligros?, ¿llevará a buen puerto ese manuscrito ahora casi destruido? También, por supuesto, está el interés exclusivamente literario. Todo escritor que cuente su experiencia creadora ofrece siempre algo revelador, que interesa a los lectores que también escriben o tienen una curiosidad por el proceso creativo. Pero, en este caso, ese interés se multiplica por la peculiar relación entre la novela y el diario. El dolor de los demás, la novela que está escribiendo, es la protagonista principal del diario; no obstante, su presencia constante es también una fuga continua, una ocultación que quienes hayan leído jugarán a completar. El autor habla del proceso de escritura, de las dificultades, de los placeres también que dicha escritura le proporciona personalmente, pero no ofrece detalles demasiado concretos de la trama de la novela, ni de las decisiones técnicas más concretas, voces narrativas, estructura... Se mencionan, pero rara vez se hacen explícitas. Son especialmente interesantes cuando lo hace, como en este fragmento: Por la tarde, acabas de leer A sangre fría. Te sorprende que el autor no aparezca en ningún momento de la novela —al menos no de modo evidente—. Piensas en la diferencia con la ficción posmoderna, en la que el escritor no se esconde. Capote inaugura la no-ficción, es cierto, pero se trata de un intento de reconstrucción de totalidad; el autor aún es todopoderoso; aún cree en una verdad total, más allá de la subjetividad. (...) Tu novela dejará mucho más claro al autor desde el principio. Quizá demasiado. En ese sentido, lo que quieres hacer se parece mucho más a lo que escribe Emmanuel Carrère, de quien llevas un mes leyéndolo todo. El autor no puede esconderse. Puesto que este diario se publicaba semanalmente, imagino que el autor no quería desvelar todos los detalles más concretos de la creación de una novela en proceso, en cuanto a su argumento, estructura y dificultades técnicas. Aparecen, como digo, en segundo plano, lo que hace, para todos los que hemos leído la novela, que la lectura de este diario se convierta también en un juego constante de adivinación muy interesante. Por ejemplo, cuando dice «la rutina ya está en marcha. Tienes la historia en la cabeza, pero sigues dudando respecto a la forma. Tres voces es demasiado para lo que quieres contar. Los recuerdos del pasado, la noche en que sucedió todo y el proceso de investigación desde el presente. Va a ser demasiado difícil seguir la trama», quienes hemos leído la novela rápidamente reconstruimos sus dudas, intentamos imaginar El dolor de los demás narrado en tres voces, intuimos las decisiones que hubo de tomar, lo que hace que a la “intriga” que he explicado anteriormente, se sume también esta otra. Pero la peculiar relación entre diario y novela va más allá. Si han leído El dolor de los demás, sabrán que se trata de una novela de autoficción en la que, como dice en el diario, «el autor no puede esconderse». Por esa decisión de incluir al autor como protagonista central, la novela también tiene mucho de diario: cuenta la “realidad diaria” de un Miguel Ángel Hernández que relata las dificultades (reales, biográficas) que tiene tanto para investigar y conocer detalles de un crimen cometido en su adolescencia por su mejor amigo, como para encontrar la forma de contar unos hechos que le afectan de forma muy intensa, tanto a él (amigo íntimo del asesino) como a su familia y vecinos, que tal vez querían olvidar aquel hecho terrible. Por eso, la lectura de Aquí y ahora se convierte en un exquisito complemento de mucho interés que continuamente nos lleva al mundo de la novela; algo de lo que ya, en el proceso, era consciente y queda reflejado en el diario, el 19 de octubre de 2016: Eres consciente de que hay un momento en el que el diario y la novela van a coincidir. De hecho, juegan a reflejarse, son reverberaciones. Quien lea esto, cuando llegue a la novela, recordará algo de lo escrito; tendrá una experiencia previa de aquello a lo que se va a enfrentar. Y, al revés, quien lea la novela primero y, por curiosidad, se acerque entonces al diario, revivirá estos momentos de construcción. “Escribir una novela a lo Panenka”, se te ocurre tuitear. Una novela en dos tiempos, una novela en el espejo.” Pero esas conexiones van mucho más allá, especialmente en el epílogo, donde ofrece información de gran relevancia que, por causas obvias, no pudo contar en la novela: me refiero a un encuentro con una jueza que, tras leer la novela, le brinda la oportunidad de acceder a una documentación sobre el crimen. Y, también, y sobre todo, a cómo vivió el autor el conflicto ético que tantas páginas ocupa en El dolor de los demás, en la que el autor-narrador continuamente se pregunta dos cosas: cómo reaccionará la familia de su amigo y, sobre todo, si tiene él derecho a escribir esa novela, y si tiene sentido remover ese pasado. Esa pregunta ética queda en cierto modo respondida en el epílogo, donde cuenta la reacción y la acogida que la novela tuvo entre familiares y amigos cercanos a la tragedia. Podríamos seguir comentando extensamente estas vertientes literarias del diario, tanto las reflexiones en general sobre el proceso de escritura, como las concretas y reveladoras concomitancias entre El dolor de los demás y Aquí y ahora, pero en este Diario de escritura no solamente hay escritura, también hay diario, es decir, vida cotidiana de una persona, o de un personaje, llamado Miguel Ángel Hernández Navarro. Al escribir de forma pública, y semanal, sobre lo que uno a ido haciendo día a día, se impone, lógicamente, un proceso de selección: qué es lo que uno quiere o puede mostrar públicamente. Es decir, se está creando un personaje que trabaja sobre hechos reales, de los cuales unos se harán públicos y conformarán a ese personaje, y otros quedarán silenciados, fuera del personaje. Ya hemos dicho que la parte mayor de esa selección está dominada por la escritura de El dolor de los demás. El protagonista de este diario es, por lo tanto, el escritor de dicha novela. Pero, también, el protagonista es un escritor, a secas. Y ahí es admirable la desnudez, la generosidad y sinceridad de Miguel Ángel Hernández para mostrar sus dudas, sus inseguridades que, en un escritor de trayectoria consolidada y éxito constante como es su caso, podrían pensarse inexistentes, y que él expone sin tapujos. Dentro del personaje del “escritor”, encontramos otras constantes que se van repitiendo a lo largo de todo el diario: A) Los viajes. Casi todos laborales, debido a su doble trabajo: profesor universitario y escritor. Hay muchos viajes, da la sensación de que, entre conferencias sobre historia del arte, lecturas de tesis doctorales y viajes de promoción literaria, apenas pasa tiempo en su casa. Estos viajes son interesantes tanto en su dimensión social o puramente “cotilla” (por la cantidad de editores, escritores y agentes que van apareciendo en las páginas) como en su dimensión de “obstáculos” para la consecución del “objetivo”, es decir, terminar la novela; al lector le va pareciendo imposible que pueda conseguir sacar tiempo para escribir en ese constante ajetreo de compromisos laborales y sociales. B) Las noches de copas. Leyendo este diario llega a doler el hígado, y parece apuntalar el tópico de la vida social de los escritores y el alcohol. Se bebe, mucho. “Mañana de resaca” se convierte en casi un estribillo del diario, casi en una especie de “parte meteorológico”: mañana de resaca, resaca monumental, resaca ligera... Según el estado de la resaca, la escritura de la novela será más o menos provechosa. C) Las lecturas y series: el diario se llena también de interesantes microrreseñas en las que el autor da su opinión y breve análisis sobre lo que va leyendo (casi todo novedades, excepto las lecturas “de trabajo”, es decir, las más relacionadas con su novela), o de las películas y series que va viendo. Es interesante la mirada de escritor con novela en proceso, cómo todo lo relaciona, por semejanza o por contraste, con lo que él está haciendo o intentando hacer en su propia escritura. D) El Real Madrid. (No comentaremos esta constante casi sagrada). E) El cuerpo. Es muy interesante también la constante presencia del cuerpo. Ya en la primera entrada, relacionaba el autor cuerpo y escritura (El cuerpo, por delante de la razón. Siempre. El cuerpo piensa), pero su protagonismo en el diario es esencial: por un lado, su lucha con el peso, la comida, la bebida, el gimnasio como expiación y como proyecto de vida ordenada que se pone en relación directa con la escritura: el deseo de centrarse y escribir, dejando viajes y compromisos aparte. Pero, también, hay una relación estrecha entre esa novela en concreto, los dilemas éticos y las pesadillas personales que le provoca, y el cuerpo: se produce una somatización de los problemas de la novela que alcanzan dos clímax, relacionados con los dos finales del diario: el final de la primera parte (con una ceguera por estrés cuando está terminando el primer borrador) y el final de la segunda (con una vesícula extirpada cuando tiene que deshacerse para siempre de la novela para poder escribir otras cosas). La forma en que “la trama del cuerpo” y “la trama de la creación de la novela” alcanzan ambos puntos álgidos es una maravilla de control de la escritura y de coincidencias literarias de la realidad “en bruto”. Hay muchísimos más temas interesantes que podríamos tratar, por ejemplo, la relación entre el uso de la segunda persona en el diario y en una parte de la novela. Pero creo que basta, para terminar, con recomendar este diario: divertido, agudo, entretenido, interesante para cualquiera que guste de husmear en el proceso cotidiano de la creación de una novela y/o en el día a día de un escritor con la dimensión social de Miguel Ángel Hernández. Pero, sobre todo, este diario es prácticamente imprescindible si te gustó El dolor de los demás, ya que arroja luz sobre algunos aspectos de la novela; no sólo de su creación, sino también de su posterior recepción. Este es, sobre todo, un libro escrito con sencillez y maestría, que consigue que lleguemos a pensar, como dice el autor, que la realidad, sin duda, tiene la estructura de la ficción.
ELENA TRINIDAD GÓMEZ. AFECTOS DE LEJANO ALCANCE (Balduque, Cartagena, 2019) por ANABEL ÚBEDA BERNAL Elena Trinidad Gómez (1997) era para nosotros la “poeta-breve” desde aquel día que presentamos la antología Siete menos veinticinco, ya que la condensación de sus imágenes nos obligaba a abrir aún más los oídos y el corazón. Hoy, con Afectos de lejano alcance, Elena da el pistoletazo de salida a su poética, dándonos su voz en papel, y conquistando la cima de La Montaña Mágica, en esta tercera edición de su concurso. Su primera obra ha sido publicada en la editorial Balduque y desde la portada se muestra un árbol casi infinito, que simboliza la vida. Más allá de la poeta está ella como lectora y como “bibliotecaria” de sus amigos, pues siempre sabe dar la bocanada exacta de ensayo o poesía cuando no sabes qué elegir. Esto también se muestra en las citas que abren el poemario, de parte de Albert Camus y Manuel Machado, mojan nuestros pies advirtiéndonos de lo que se nos viene encima, en ellas ya la vida no parece pertenecernos y el dolor de la partida de uno mismo o de los otros, nos deja el poso amargo que trae consigo la vida adulta. El poema que abre esta primera obra es un canto a la infancia, a un recuerdo que nos devuelve la imagen de una niña escalando las rocas de la playa y con imágenes tales como «uso mis brazos como pilares / en las rocas» o «recorro perfilando / los vientres de los / cangrejos» que se unen a un concepto de patria muy personal donde no existe la bandera, sino simplemente el yo de la experiencia. Frente a esta primera patria, la de una misma antes de todo, llegamos al poema XI, donde la patria real de la voz poética se convierte en uno de sus dolores, recordándonos, en cierto modo, a la Generación del 98. A continuación, entramos en un segundo bloque que se mueve entre lo directo y lo velado, como el del amor en forma de admiración, aunque también se muestran otros que destacan por la presencia del desgarro. El ejemplo más claro es ‘Cartografía de silencios’, donde nos remite a otra voz que la acompaña o, en la imagen de la madre en ‘XVI’, donde en una escena muy clara nos muestra tanto el apoyo incondicional de la misma como el miedo a la pérdida en sus ojos. Si continuamos poniendo pilares a estos afectos, encontramos también la cara de la cotidianidad, presente en autores coetáneos como Álvaro Bellido o en los comienzos de Luis García Montero, que se hace presente en un poema de estética contemporánea como ‘Lentejas con verduras para cenar pasadas las doce y media’, en el que la poeta nos sitúa en el momento de la deglución mientras visualiza un libro y remite su pensamiento a esos “poetas” que parecen más áureos que pedestres; o poemas similares, como ‘Cúpula’, donde el repetitivo ritual de fin de año, trae una muerte en el calendario para darnos nuestra resurrección. Como no podía ser de otra manera, dentro del poemario de Elena hay citas pretextuales extraídas de autores como José María Álvarez y, por contra, del mundo de la música como las de Christina Rosenvinge o Rosalía, que nos muestran la simbiosis de la tradición y la modernidad dentro de la misma voz poética. Además, si hay dos leitmotiv que surcan todo el poemario son la presencia de la mujer, desde el primer verso hasta el final, y la sombra del final o de la muerte.
Afectos de lejano alcance es un poemario feminista, desde las palabras de la propia autora en su presentación, y por poemas como ‘Grumo’, donde se reivindica el papel de la mujer rural siempre desplazada en las luchas pero que fue sostén por mucho tiempo de la propia sociedad, o en poemas dedicados al amor como ‘XVII’, donde la voz poética interpela a una joven llamada Dasha, que parece olvidarse de sí misma en una constante búsqueda de afecto; o en ‘Diálogo’, donde las metáforas del siglo XXI se entremezclan con la imagen destruida de la mujer tras una violación, así como en la propia presencia del yo en ‘XIX’, en el que se descubre con la confusión propia de no saber ya la importancia de un te quiero. Para mantenerme clavadísima al suelo sin verte, preciso de dos palabras alumbrando el camino. Aunque, si te soy sincera, olvidé su significado. Y desde la misma perspectiva femenina, se nos muestra una fobia a la sangre y una aceptación de la pérdida que coinciden con el presenciar o presentir la muerte de los otros, remitiéndonos a las palabras de Camus, Elena nos enseña que hay muchas formas de morir más allá de lo físico, a pesar de su importante presencia, en versos como «Nadie dice nada al verme / bajo la cabeza huyendo del dolor / desangrándome», o en otros como ‘Txulo (dialéctica del vacío)’, donde un hombre deja flores en la tumba de su amada y la visión se centra en el bastón. Frente a la muerte se alza la juventud y la revalorización de la misma, en poemas como ‘Manhattan’, en el que nuestra piel no ha hecho más que rozar el paso de los años —parafraseando a la autora— y sabemos que nos queda mucho por conseguir. Por todo ello, y lo que aquí no se muestra, Afectos de lejano alcance es un canto al proceso de madurez, al paso de las estaciones y de las experiencias que nos mueven a aprender casi por obligación lo que es el dolor y las diferentes formas de amar a la vida y a los otros. Es una poesía ya depurada desde su primer vagido y que se mueve en lo urbano, llevándonos a ciudades como Salamanca o Manhattan, sin sacarnos de las páginas de un libro cuidado por el editor y por la poeta para darnos el hálito que nos impulsa a seguir caminando. |
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