LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
JOSÉ ANTONIO OLMEDO. SAKURA. LOS PRINCIPIOS DEL HAIKU PARA TODOS (Celya, Toledo, 2023) por CLEOFÉ CAMPUZANO MARCO Noche de escarcha... Tagami Kikusha Una nada inolvidablemente significativa. Blyth Cuando hablamos de la esencia del haiku, hablamos de su universalidad, su brevedad esencial, hablamos de intuición concentrada en el tiempo presente, sin artificialidad, donde el valor de la permanencia y la fugacidad recaen en lo cíclico con asunción de finitud. La mística y la sacralidad de lo que nos rodea, esa mínima y sutil apreciación que aparece cuando nos detenemos y contemplamos, es el advenimiento del aware japonés, fenómeno que desencadena el haiku. Casi pasamos a un plano invisible donde poder captar la materialidad e inmaterialidad de nuestro entorno conformador, lo que es evidente y lo que está más velado, con su preciosismo y su carácter intimista en entrelazamiento con la experiencia cotidiana: «El haiku más que tratar de lo sagrado, lo contiene» en palabras de Vicente Haya. José Antonio Olmedo (Valencia, 1977), escritor inquieto y versátil, docente, crítico literario, editor y autor de libros de diversos géneros (crítica literaria, poesía, aforismo y haiku), después de estudiar durante años el haiku, iniciándose de la mano de Vicente Haya y de impartir formaciones desde 2017, nos regala un libro muy necesario: Sakura. Los principios del haiku para todos. En él, aquellos interesados en la cultura japonesa y con ávidas inquietudes literarias en este terreno, encontrarán un documento para el detenimiento, pero también una guía para la consulta especializada, ya que incluye interesantes referencias que abarcan diferentes recursos por sectores: literatura, webs, revistas, entre las que también se encuentra Crátera, de la que es coeditor. Estamos ante un ensayo crítico, didáctico y aperturista de 182 páginas, donde el autor se propone llegar a todo tipo de lector para acercarnos con humildad a los fundamentos que autentifican el haiku, de ahí su título. Es un ejemplo de cómo la crítica literaria y el rigor no están reñidos con la accesibilidad comunicativa. En este sentido, merece la pena detenerse en la nota del autor que encontramos al inicio ¿Por qué escribir este libro? Ahí, con cercanía y acierto empático, Olmedo desgrana los motivos que le han llevado a conformarlo, a través de trayectoria, vivencias a hitos personales, mencionando a su maestro Vicente Haya y a referentes como Fernando Rodríguez-Izquierdo y la repercusión que ello ha tenido en el devenir vital y literario del autor. El libro está dividido en cinco partes bien diferenciadas y conectadas entre sí, pero con aportaciones específicas y detalladas. En la primera parte se habla de la contemplación de la Sakura como antecedente cultural inspirador; en la segunda, se especifican los factores fijos y variables que ha de tener un haiku; la tercera aborda los elementos culturales vinculantes y se menciona la transculturación, la importancia de naturaleza y sus simbolismos y se adentra en la concepción generalizada de la muerte para entender qué es un haiku, además de señalar diferentes categorías de haiku, como el urbano, tan en auge en las últimas décadas; la cuarta parte explora el alma del haiku y sus orígenes en composiciones como el Tanka, el Juè Jú y el Sedooka, su vinculación con el Taoísmo, la importancia del sincretismo filosófico y religioso y las características de la lengua japonesa que hacen difícil su traslación semántica a otra lengua; aquí merece especial detenimiento la leyenda de Cang Jie por su belleza y sentido fundacional. Finalmente, en la quinta parte, se hace un repaso por los cuatro maestros Basho, Buson, Issa y Shikki y también se dan unas pinceladas del haiku en España, siendo especialmente destacable un epígrafe destinado a la mujer en el haiku. Sin duda, uno de los pilares fundamentales de este libro es la inclusión del enfoque de la teoría feminista, dando a conocer este aspecto tan relegado a un segundo plano. A lo largo de unas cuantas páginas, se ponen en valor las aportaciones de las mujeres haijines, que fueron grandes cultivadoras del género. Así, se citan autoras maravillosas como Chinyo-Ni, Enomoto Seifu-Jo, Tatami Kikhusja o Den Sute-Jo. Con gran habilidad comunicativa, un lenguaje cuidado, sensible y aperturista, nos conmina a su descubrimiento. Como fórmula poética, el haiku ha llegado a nuestros días a través de un proceso de transculturación y lo hemos adaptado al pensamiento y morfología sintáctica del mundo occidental, no siempre de la manera más acertada. Este ensayo pone de manifiesto la necesidad de recuperar la esencia del haiku, sumarse a su conocimiento real y auténtico. Esta fórmula literaria no es únicamente forma-contenido de aparente sencillez, es mucho más, constituye una experiencia espiritual y mística que tiene que ver con la cultura en la que nace y se desarrolla. Asimismo, condensa un sincretismo espiritual con un formato mínimo indesligable de su filosofía esencial. Una de las cosas interesantes en la estructuración del ensayo es que no llegamos a la pregunta: ¿Qué es un haiku? hasta bien avanzada la lectura, momento en que se nos presentan definiciones diversificadas, entre las que recojo esta de María José Ferrada por su belleza de instante insólito: «Un haiku es como una foto hecha de palabras, más que una forma de escritura, el haiku es un camino para aprender a mirar el mundo»; primero, el autor nos introduce en los elementos culturales que han contribuido a su nacimiento (históricos, antropológicos y religiosos) para llegar nutridos a esa parte. Otro aspecto destacable es la valoración patrimonial de elementos identitarios de la cultura japonesa que se visibilizan en el haiku y que pueden considerarse patrimonio inmaterial universal; hay un hermanamiento entre la identidad y la emoción en cuanto se da validez experiencial del momento presente y lo que, de él, hay que conservar: «La transformación de la sociedad es un hecho a todos los niveles, y eso es algo que afecta forzosamente al individuo. Es necesario no recuperar sino cultivar y dignificar el shinkoo haiku». En la primera parte, “Conciencia de la finitud”, se examina la brevedad de la existencia en la concepción japonesa, recogida en el símbolo del cerezo en flor, La Sakura, con la celebración del Hanami; así, el árbol aglutina la belleza efímera, la vida y la muerte en un mismo fenómeno, precisamente para recordar «lo valioso del tiempo que posee quien está vivo y sabe que un día (al igual que estas flores) morirá»; esto no sería posible sin la premisa de un tiempo sobre una nada que es todo en el ciclo de las estaciones y sin la abnegación-humildad, ambos como elementos esenciales. En este capítulo, se da cuenta también del momento fundacional del haiku, inmanente al momento presente, al silencio y la serenidad, adheridos como decimos a un tiempo/no-tiempo valiosamente finito e infinitamente valioso. El haiku está ligado al sincretismo religioso y a una filosofía de vida muy específica, de manera que toda su condición de sentido reside ahí. Como el autor indica «para comprender no siempre debemos racionalizar el objeto que pretendemos discernir. En el caso del haiku el filtro es, en la mayoría de ocasiones, la sensibilidad».
Hablar sobre la poeticidad o forma interior en el haiku, es hacerlo sobre dar nombre a las cosas desde la sencillez, sin artificialidad. La poeticidad reside en lo que pasa en el fenómeno que existe alrededor y existe en mayor medida cuando es registrado y compartido. De ahí que en la segunda parte nos introduzca en los elementos indispensables del haiku, que él divide en indispensables (existencia de un suceso, darse en momento presente, la composición silábica desde el paradigma del alfabeto y lenguaje japonés, entre otros). La experiencia del instante sin el sujeto lírico presente, evanescencia ante la contemplación y la afectación que se registra, la constelación de las frecuencias sensoriales, auditivas, visuales, presencia diluida en el tacto de lo que nos transforma. Nos indica que lo que importa es el suceso y su registro sensorial «la mirada del poeta se obvia, puesto que sin ella no habría poema. Saber sugerir esas emociones casi dermatológicas, gustativas, olfativas o sonoras se convierte en un arte exquisito y complejo». Tal y como avanzaba anteriormente, uno de los epígrafes más interesantes que incluye Sakura —y que hasta el momento no se había explorado lo suficiente ni recogido en cuidado análisis— es el que hace referencia a la mujer en el haiku. En estos escritos se observa una línea confluyente de pensamiento y emoción que se aleja del haiku canónico, pero no por ello abandona su esencia; es más, otorga un valor de singularidad por su aportación cultural, literaria y universal específica, donde existe una presencia relevante del yo lírico; en efecto, uno de los motivos que se enuncian como posible razón por la que no se tuvo en cuenta a las mujeres en los escritos y críticas sobre el haiku japonés, puede ser debido precisamente a que se determinó una diferenciación que aludía a la idea de que las mujeres escribían composiciones que fueron consideradas tankas y no haikus, debido a su carácter más personal en los temas tratados como el amor, la vejez, incluso la maternidad y la sexualidad. «Faz de muñeca / sin duda yo también / envejecí» (Enomoto Seifu-Jo). Así, Olmedo reorienta un discurso en el que reivindica diferentes personalidades femeninas destacables y su proyección emancipadora: «En el siglo XX, momento en que las mujeres haijines adquirieron verdadero protagnismo, Den Sute-Jo, Shushiki, Shofuni o El Pai: La lista de mujeres que practicaron el haiku en Japón es larga y muy interesante. En el siglo XVII, Den Sute-Jo, nacida en 1633, consolidó un estilo propio común a las haijin de la época creando haikus de exquisita belleza y armonía». Volviendo a esas palabras del inicio de Vicente Haya sobre lo sagrado que el haiku contiene y para concluir, me parecía interesante destacar un concepto muy vinculado y al que Olmedo dedica unos párrafos, la hierofanía, como toma de conciencia de lo sagrado, su acto de manifestación. El mito antropológico panteísta está muy presente en el valor inmaterial del haiku, es lo que nos conecta a lo esencial de la vida «si tal como afirma Vicente Haya el haiku es un vaciamiento del yo para dejar entrar el mundo en nosotros», quizás hay una nada que, una vez sentida, nos permite volver para ser un yo y un nosotros ya en vías de transformación, aprendizaje y tránsito.
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MANUEL EMILIO CASTILLO. DESIERTO (Vitruvio, Madrid, 2018) por JOSÉ ANTONIO OLMEDO LÓPEZ-AMOR La palabra desierto proviene del vocablo latino desertus, que significa ‘abandonado’. En la Biblia, el desierto puede considerarse como un espacio en el que encontrar a Dios. Asimismo, en dicho libro, la palabra desierto significa ‘deshabitado’. Podemos decir, por tanto, que cuando en un pueblo no hay nadie, el pueblo está desierto. No ha podido encontrar Manuel Emilio Castillo (Castellón, 1951) un símbolo o metáfora mejor para titular su abroche lírico; y digo ‘abroche’ porque Desierto cierra una trilogía poética iniciada con Diálogos inter nos (2012) y seguida por El árbol del silencio (2015). Con relación a El árbol del silencio, libro que antecede a este en dicha trilogía, observo un detalle que no solo lo vincula con Desierto y su dorsal división interna, sino que también es un reflejo especular y progresivo de su particular búsqueda. Y es que, si algo queda claro después de adentrarse en los poemarios de Castillo, es que sus versos son el testimonio escrito de un viajero con tormenta privada y dudas públicas, un cuaderno de vida, a veces sin mucha esperanza, en el que permanece siempre un hilo de optimismo indestructible. El árbol del silencio se estructura de la siguiente manera: “Las raíces del silencio”, “El tronco del silencio” y “Las ramas del silencio”: tres partes en las que el bloque central supone el eje que divide una progresión simétrica; por su parte, Desierto se escinde en: “Espejismos”, “Oasis” y “Encuentro”: de nuevo una estructura trimembre en la que el bloque central es la membrana reflexiva que articula la poética de su mirada contenida en las partes colindantes. Esa mirada de poeta es la que constituye la realidad del mundo, jerarquiza y dispone su cohesión significativa a través del acto primordial de mirar y la correspondencia o no de ser mirado; «Para verte, me acerco a lo invisible». A través de la perspectiva visual, el poeta y también el hablante lírico, psicoanalíticamente, incluyen en su poesía la transacción imaginaria, no solo de lo que observan, también de lo que no se ve: «Busco a un Poeta. / Voy a cruzar el vacío que nos une, / a asumir un miedo desconocido, / a perpetuar el concierto de la luz». Ello deviene en que todas las alusiones a lo invisible incluidas en los versos se vinculen con una carestía de acceso a algo y afecto al alguien o con un exceso de sensación de vacío y una cierta soledad: «Quiero ser vivero que nazca de tu fruto. / Sentencia necesaria». El vínculo entre conciencia y mundo se da a través del cuerpo, que forma con lo invisible un sistema, se conforma como fundamento del pensar y halla en el lenguaje su instrumento. Toda vez que el cuerpo es constituyente del mundo, la condición del ver se arraiga como facultad eminente, aunque no exclusiva, en dicha constitución. Jorge Monteleone, “Mirada e imaginario poético”, 2004:29. (1) En ambos poemarios, la búsqueda inicial cristaliza en una evolución paulatina, en una ascensión ascética que nos conduce de la duda y la zozobra del miedo y la incertidumbre hasta el éxtasis y la congoja de la revelación. Dicha revelación es alcanzada a través de la reflexión y el dolor existencial devenido de un tiempo que flagela y un amor al que se apela en continua interpelación. Un desierto como símbolo de una moribunda esperanza que espera distinguir entre los espejismos un atisbo de verdad: «Versifico las arenas del desierto, / el porte de tu venustez. // La causa de mi renovación / y de mi voluntad». Estos versos están contenidos en un poema de título ‘Milagro’, el cual ya apunta a esa desesperación por encontrar algo tan vital que, de no hacerlo, su vida se consumiría en una asfixia paulatina. Poesía intimista y confesional, los versos de Castillo abundan en formas verbales en primera persona: aprendo, resucito, quiero... Es constante esta marcada forma de la acción en su estilema, los tres bloques ejemplifican la contundencia de una voz poética que se sincera y sentencia con activa voluntad el nombre de sus miedos: «Desolación me devuelve su eco / en el espacio libre de mi compromiso». La síntesis de todo ello puede apreciarse en la página nueve de este libro, donde el autor coloca unos versos (sin título) a modo de advertencia en los que se aglutina toda su poética: «Aquí habita la nada, / la memoria de la soledad, / el don del silencio. / La voz que late en el corazón del desierto». En lo formal, los poemas no sobrepasan la media página de extensión; todos ellos poseen título; sus versos son libres y sin rima, pero en ciertos momentos se encuentran en ellos agrupaciones polimétricas; y al oxigenado espaciado de su distribución estrófica hay que añadir una precisa elección léxica, sin estridencias, que dibuja en el diario de esta travesía imágenes concisas y perfectas. Ricardo Bellveser, ilustre poeta valenciano, etiquetó a Manuel Emilio Castillo como un poeta «periférico», entre otras cosas, por haber nacido en Castellón y no en Valencia, haber publicado en editoriales no muy trascendentes y por considerarle un poeta tardío, por lo que, según su teoría, su poesía no ha recibido el reconocimiento que merece. Suscribo absolutamente estas afirmaciones y las amplío para subrayar el carácter insobornable de un autor que no vende su poética al acostumbrado mercadeo del intercambio literario. No lo hace aun a pesar de sufrir el desencuentro entre los premios, los grandes medios y su quehacer como poeta-isla (de nuevo en palabras de Bellveser) modélico entre una marabunta de pseudopoetas ansiosos por figurar en las fotografías. Ese es el verdadero desierto de Manuel Emilio Castillo, un sofocante calor e inabarcable extensión de árida injusticia y palpitante incertidumbre. Pero, por más que el desierto posea una orografía cambiante y sus dunas reconfiguren una y otra vez los senderos para confundir al viajero, Castillo sigue la única voz que le propicia sosiego y esperanza, la voz de la poesía. A ella le canta, personificada como mujer a la que amar, a la que encontrar y por quien dar la vida; pues no halla su alma una luz más fiable que la emitida por esa belleza sin nombre: «Reparo lo más efímero y tedioso / mas con el privilegio de ser incomprensible, / abro el alma a lo que escondo». En el último poema del libro, titulado ‘Desiderátum’, el poeta apela a esas obras maestras involuntarias que son los hijos. Reconocido ante un final que puede ser principio, que puede ser final y para siempre, el yo lírico arroga sus abismos y sus vértigos y se proclama nadie ante esa poesía-belleza idolatrada: Mi obra son los descendientes de mi sangre y mis heridas. Intérpretes de mi pasión, de una lúcida locura, que ata al infinito un nuevo amor, mientras te aguardo o me emplazas. Más allá, consumado por lo definitivo, para ti resuenan las voces místicas del desierto. La poesía de Manuel Emilio Castillo es honesta y clara, íntimamente ligada a su devenir vital, es un doler en voz alta que proclama su herida humanidad. Reflexión, evocación, ilusión, amor con alas que busca los resquicios de luz de su propia conciencia. Alejada de forzados corsés estéticos, esta poética naturaliza la retórica propia de los poemas y convierte todo su discurso en un diálogo, quizás consigo mismo, quizás con el lector, pero diálogo, a fin de cuentas: sed de comunicación, de dicción de lo interno, fuego que se necesita compartir. (1) Artículo incluido en La poética de la mirada de Yvette Sánchez y Roland Spiller (Visor, 2004).
JESÚS ARROYO. FOTOS DE MANICOMIO (Unaria, Castellón, 2015) por JOSÉ ANTONIO OLMEDO LÓPEZ-AMOR Fotos de manicomio, el cuarto poemario de Jesús Arroyo, es un trabajo que cuenta con ilustraciones a color de Paco Ibáñez, Pilar López Alcolea y Miguel de Unamuno Vera. Montse Morata, Doctora en Periodismo y escritora, firma un breve prólogo titulado “El manicomio de la realidad”; un espacio liminar en el que algunas de sus certeras afirmaciones previenen al lector del terreno en el cual va a adentrarse. Algunas de sus aseveraciones son estas: «Decía Edgar Allan Poe que la ciencia todavía no nos ha enseñado si la locura es la más sublime forma de inteligencia», «[…] Jesús Arroyo desciende al averno del dolor y su locura para rescatar de allí la vida» o «Es una poesía que no bebe de las modas sino de los grandes». En su espléndida aportación al poemario, Morata recurre a tres personajes de la historia literaria por su clara analogía con el submundo de Jesús Arroyo; el licenciado Vidriera de Cervantes, la trinidad formada por las Brujas de Macbeth y la dualidad del flâneur, o curioso paseante universal de personalidad desconocida; pocos son los consejos que alguien puede dar para afrontar este intenso cuaderno de viaje que supone Fotos de manicomio, el testimonio de un artista rodeado de sufrimiento que sin pretenderlo, revela belleza. Considero necesario señalar que este libro fue escrito por Jesús Arroyo tras vivir una experiencia que cambió su vida. Durante el invierno de 2014, el autor se encontró con la locura como nunca antes lo había hecho; fue profesor de los internos del Módulo de Discapacidad Intelectual del Centro Penitenciario VII de Estremera (Madrid), allí comprendió muchas cosas y no comprendió otras muchas, la experiencia le marcó profundamente, hasta el punto de reconocerse en gratitud emocionada, como el verdadero alumno de aquellas personas. Nada es habitual ni pueril en este proceso psicológico, así, el primer poema del libro lleva por título “Pala sin cordura”, tres cuartetos endecasílabos de rima consonante (ABCA) que suponen ser la única pieza del conjunto con dicha estructura; tal vez este poema sea —métricamente— el elemento discordante que rompe la armonía emulando a la enfermedad mental. Algunos poemas parecen narrar pesadillas, escenas surrealistas no exentas de ironía y crítica, y otros se asemejan al género fantástico al relatar esa otra realidad que nadie cuenta: […] y al volver la vista / el rincón aguarda en telaraña, / decidió, a piel desnuda / y ojo terciopelo, / retirar con mimo aquellos hilos / para vestirse de artrópodo. // Se aseguró: / a ocho manos / la limosna sería una constante. En el poema titulado ‘Creyéndose Balzac’ los versos narran la heroica gesta de un enfermo que decidió no separarse jamás de un manojo de poemas, en su gesto y en el de sus compañeros, pervive una solemnidad enmascarada de disturbio: Lo único que quiso / fue llevarse a la tumba / los veinte poemas escritos en la sensatez de un escondite, / el olor a humedad que deja la tinta en las paredes / y una mirada de amor que jamás sacó de sus pupilas. // El pabellón, en fila y cuerdo de demencia, / asistió a cada uno de sus veinte funerales.
Emocionado al narrar la vida en un escenario tan estremecedor, la gramática se vuelve quebradiza y por cada grieta se filtra la poesía; no es de extrañar que para tal empresa el autor utilice sendas citas de Leopoldo María Panero o Friedrich Nietzsche, poetas del ensayo o ensayistas de la poesía que vivieron su particular relación con la locura. Aunque a decir verdad, la cita que más impresiona es la de Thomas Szasz, uno de los referentes de la antipsiquiatría, quien afirmó en su día: «Si tú hablas a Dios, estás rezando; si Dios te habla a ti, tienes esquizofrenia». Como obedeciendo a los postulados de Szasz, los maestros de Arroyo no escatiman en lecciones y día tras día siguen expresando sus mensajes a través de su —para nosotros— nuevo lenguaje metafórico: Me lo dijo hace decenas de horas, / miles de lustros… / No supe ver la muerte en su mirada, / el final de un ciclo llamado esperanza. // Fue la rosa plantada en un jardín de hielo, / la guadaña clavada en verde prado, / la paloma invadiendo mi buhardilla. Las ilustraciones que acompañan a los poemas no hacen más que inquietar más todavía al lector: formas humanas deformadas, doloridas, tristes; la brevedad de los poemas hace que, de un momento a otro, la situación sea distinta; su blancura vibra con la asepsia. El discurso de Jesús Arroyo es un doloroso testimonio cuya máxima pretensión es ser justo con esos desheredados que describe; su conciencia, contrariada por lo que supuso un azote a su sensibilidad, no duda en mostrar la crueldad, el caos o el rencor si es preciso, su poética no se adscribe a nada, sobrevive y se hace fuerte en su protección a la verdad: A ti, educador de púber, / más diablo que Marista / en proclama de iglesia que no sientes / creyente y dueño del sermón / que nunca llevarás a confesiones. […] A ti, masturbador entre lavabos / a cambio del notable despiadado / y clases de guitarra en dormitorio. […] A ti, que escondes en despachos / o en negro país misericordia… / no te veré morir como mereces, / ese es castigo que me toca. Traumático y magnético relato a partes iguales. Jesús Arroyo, misionero en el infierno, nos invita a compartir su fantasmagórica vivencia, su estancia en ese purgatorio de los vivos es una exploración de la mente humana que trasciende en emociones y reflexiones a cualquier otra lectura común. Quizá la poesía sea el lenguaje más propicio para encarnar el torrencial discurso de esa otra consciencia que nos aguarda tras el fino dique de la cordura. En cualquier caso, estos retratos de manicomio son necesarios en una sociedad en la que locuras menos sanas son constituidas como negocio. JESÚS CÁRDENAS. SUCESIÓN DE LUNAS (Anantes, Sevilla, 2015) por JOSÉ ANTONIO OLMEDO LÓPEZ-AMOR Jesús Cárdenas (Sevilla, 1973) es uno de los poetas de esa más que probable «Generación de principios de siglo», ya que desde que comenzara su andadura poética en 2006 con su poemario Algunos arraigos me vienen hasta el presente, ha forjado una trayectoria vital y literaria que ha ido aquilatándose en lirismo y madurez, pero también se ha constituido como un valor seguro en la poética humanista de nuestro tiempo. Y debo subrayar ese acomodo temporal o actualización de modo que tiene lugar en la poesía de Cárdenas, ya que después de haber reseñado sus dos anteriores poemarios, encuentro en su estilema una evolución plausible en la morfología de sus versos. A decir verdad, Jesús Cárdenas nunca ha sido de esos poetas postmodernistas entregados a ese versolibrismo del «todo vale». Para el poeta de Alcalá de Guadaira, es tan importante el fondo como la forma del poema; por ello, aunque renuncie a la musicalidad de la rima, conserva esa armonía interior mediante la alternancia de metros. Así, eneasílabos, alejandrinos y octosílabos se funden en un axis heteropolar que equilibra sus fuerzas también en la alternancia de acentos: trocaico, yámbico, extrarrítmico, conformando un discurso poético de métrica atractiva con primacía endecasílaba. El escritor y crítico literario Manuel Rico subraya en el prólogo que antecede a los poemas el cariz profético de las tres citas que encabezan la obra: Pizarnik, Cernuda y Valente son los tres —únicos— autores escogidos por Jesús Cárdenas para estigmatizar al lector en su antesala, a través de citas sobre la luna, la lluvia y lo efímero, respectivamente; autores que vivieron la misma obsesión del poeta sevillano por ahondar en las profundidades del amor y su fenomenología en nuestra conciencia. Así mismo, el crítico madrileño se pronuncia ante la variedad de registros del poeta inmerso en lo que él denomina, poesía amorosa. El libro está dividido en dos bloques titulados Un prodigio en la palabra y Promesas de espejo, ambos tienen en común gráficamente la ausencia de títulos, los poemas son enunciados en cada página con números romanos y en el índice, con sus primeros versos. El libro comienza con poemas narrativos en los que el yo lírico describe paisajes naturales que se entrelazan con la memoria y melancolía de un ser inmerso en reflexión y pesar: en el tejido amargo de la tarde / las hebras anodinas de la melancolía, / trazadas sobre el lienzo a carboncillo, / morían bajo el prisma de los ojos. El poeta mezcla su mensaje emocional al lector en primera o tercera persona, con estrofas dialogísticas dirigidas a la persona amada. De esta forma, la gramática también aspira a esa dinámica de alternancia utilizada en el metro: dime, por qué con tanto ahínco / volvías a llamar con otros nombres / su fuente transparente, / si venías de aquí, / si era la tierra de la que un buen día partiste. En esa prospección de la memoria que un día la melancolía nos brinda, el tiempo es algo fluctuante, adaptativo, por eso el tiempo, en los poemas de Jesús Cárdenas, también se dinamiza y alterna entre los versos. Ningún poema sobrepasa la página de extensión, y como buen hijo de su tiempo, el poeta utiliza dos recursos o formatos que están muy de moda en la producción poética contemporánea: el verso roto y la prosa poética. Entre los versos rotos encontramos eneasílabos, heptasílabos, pero mayoritariamente endecasílabos, cuyo segundo hemistiquio suele escribirse alineado a la derecha, de forma que rompe un poco la estructura visual del poema. Y en cuanto a la prosa poética, decir que este formato inventado por Aloysius Bertrand y popularizado por Baudelaire, está presente en el primer bloque del libro pero en desventaja numérica frente al poema clásico. Justo lo contrario que ocurre en el segundo bloque, donde la prosa poética es predominante y el «poema lírico» por así llamarlo, reduce su presencia a ocho piezas entre treinta y seis. Este eclecticismo de formas, modos y densidades no es más que la traslación lingüística de una subyugante emoción, una vivencia que todavía consterna y preocupa al autor y de alguna manera lo obliga a compartirla —al tiempo que a intentar explicarla— para tratar así de sobrellevar con mayor entereza su dolor. En la primera parte del libro existe una aspiración metalingüística que vincula lo emocional y vivido con el lenguaje: “la imponente retórica de tus cálidos muslos”, “quise buscarte en cada palabra”, “es posible que las palabras / fertilicen y, más tarde se engarcen / en terrenos en blanco / con la lluvia en tus versos, / al compás de su abrazo desplegado”. Pero es esta lluvia en los versos citada la total protagonista del segundo bloque, una lluvia significada en todas sus acepciones o interpretaciones que es personaje, lontananza, caudal y cauce de un espíritu en lances de melancolía. Pero si el valor polisémico de la lluvia potencia lo sensorial y lírico de los versos, no los condena a ser —únicamente— tristes, sino que les confiere una elegante pátina de celebración. La desambiguación de la lluvia en manos de Jesús Cárdenas no refiere a acepciones, sino a contextos, y las texturas que sugiere evocan a una amada idealizada, carnal u onírica. Ir hasta ti y decirte lo que sabes, lo que tendría que haberte dicho, acercarte los labios y decírtelo al oído (como quien fondea en el paraíso, porque sabes que no hay miedos sin dudas). El temor, la inseguridad, la duda, están muy presentes en los versos, su factor desequilibrante hace más humano este discurso, hipotiposis de un mundo interior donde al amor es la viga maestra, causa y efecto de estas deflagraciones líricas: todo termina cayendo. La calma no tiene nada que decir. Muere la flor muda en el jardín. Como ya ocurriera en su anterior poemario, encuentro interesante recomendar la lectura del índice de primeros versos que contiene esta obra, pero darle lectura como si se tratara de un poema más; el arte literario tiene estas cosas, al igual que en la vida podemos ser responsables de cosas que ni sospechamos —por la relación efecto-causa de nuestros actos—, Jesús Cárdenas es autor de un poema, también sin título, del que desconocía su autoría, un poema al que podríamos calificar de «poesía abstracta» con momentos como este: en su hendidura el ritmo de la luz, / en el tejido amargo de la tarde, / por las ranuras de estos ventanales / hojas, bolsas y arena revolcándose.
Jesús Cárdenas nos enseña que lo importante es la medida del ser, somos seres primarios, nuestras carencias de primera necesidad son pocas y muy básicas, y el amor es el eje principal en la vida de cualquier persona. Para el dibujante, la preocupación de amar es una serie de trazos o esbozos; para el músico, un encadenamiento de notas; para el poeta, una sucesión de lunas. JESÚS CÁRDENAS. DESPUÉS DE LA MÚSICA (Cuadernos del Laberinto, Madrid, 2014) por JOSÉ ANTONIO OLMEDO LÓPEZ-AMOR La palabra es la vida y la poesía el lenguaje de Jesús Cárdenas (Sevilla, 1973), un autor cuya carrera literaria es de una valía y autenticidad ya incuestionable. La luz entre los cipreses (Ediciones en huída, 2012) y Mudanzas de lo azul (Vitruvio, 2013), son algunos de sus anteriores trabajos poéticos, unas obras que dan buena cuenta tanto de su densidad como poeta como de su gran compromiso con la poesía; Cárdenas es un trabajador incansable, cualidad que lo obliga a expandir su talento y cultivar otros géneros, como el artículo periodístico o el ensayo. Con Después de la música el autor ofrece un desgarrado viaje interior y, como si de la consecución de un sueño se tratase, los poemas van desnudando las aspiraciones no confesadas, las preocupaciones, los gozos y los daños de un cantor que sin prejuicios y en carne viva, expone sus entrañas sin truco ni coraza; un ejercicio, cuando menos, valiente. Por ese motivo, el escritor Enrique Gracia Trinidad —a quien va dedicado el libro—, es el encargado de elaborar el prólogo, un texto en el que expone con rotundidad que las páginas de este libro, además de constituir una partitura tan icástica como un diario, tiene la cualidad de ser un espejo en el que el lector podrá encontrar sus propios fantasmas y heridas; una poesía que invita a la semblanza, al reconocimiento, y cuya fuerza evocadora se convierte en inesquivable si su lectura es abordada con la cómplice entrega de alguien que —sin reparos— pretenda arder en el fuego de las emociones. El poemario está estructurado —del mismo modo que su anterior libro, Mudanzas de lo azul—, en cinco bloques, y comienza con tres citas de personajes tan dispares como: un poeta, un politólogo y un músico; José Hierro, Samuel P. Huntington y Bruce Springsteen respectivamente. Tras las citas, uno puede vislumbrar que aquello que sucede Después de la música, no es otra cosa que el silencio, su germen y metáfora. Ese silencio es trasunto del olvido, la muerte o el tiempo, al igual que la música es símil de memoria, vida o tiempo detenido. En el primer bloque titulado 'El rescate en otras palabras', el poema titulado ‘Nadie nos dice’, revela el palpable dolor que nos espera tras los versos —y la misma obstinación en buscar la palabra precisa, en captar la sustancia poética—: He depurado el cielo con palabras / a base de desgarros, / de morder los sentidos. A partir de ahí, el silencio impregna los poemas de su angustia y misticismo: Muy próximos se rozan / los hilos del silencio. Es todo cuanto queda. Habrán de caer por su propio peso: / los silencios que impactan con alusiones vagas / como caen el vino, los años o las lágrimas. Los versos imploran un rescate en otras palabras, o más bien en otros lenguajes; el poeta, consciente de que la palabra no pronunciada y la que se pronuncia o la palabra escrita pueden verse afectadas por la mentira, por dobles lecturas, pueden verse vinculadas por pasadizos invisibles; consciente de que el silencio es impuro, de que convivimos con el dolor, sabiendo que la nieve en tu mano cálida es un imposible; transmite toda esa desazón pero también la consecuencia de su influencia y su contundente rechazo. El segundo bloque se titula 'Vías de escape', en él, la mirada y la nostalgia implantan la textura de los versos. La contemplación de una fotografía nos evoca pasajes del pasado, los recuerdos que vivían imbuidos en los ángulos muertos de la memoria aquí recobran todo su esplendor al abrir una caja de bombones llena de fotografías o durante en el cruce de miradas de dos viajeros. En cada imagen derramo el fondo azul / convirtiendo las sombras / en azules entregas de nostalgia… Esa vía de escape a la que alude el título del bloque, parece encontrarse en la memoria, en la rémora quemada de esos amores, de esos momentos de luz y éxtasis que recordamos hasta en los peores momentos y que son el bálsamo idóneo para cualquier herida. Así, el poeta estatuario compone los poemas ‘Existencia’ y ‘Noche en las arenas’, que destacan sobremanera en el conjunto del bloque, tanto por su hondura, como por la barroca belleza de su discurso: Si la sangre se adensa, torna en rojo cárdeno, / si ya la vida mata en sus formas más frágiles, / que has cambiado de orilla, / que tus senos alumbran otras playas del tiempo. El tercer bloque lleva por título 'Otro infierno puede ser posible', aquí todos los poemas desprenden el aroma unívoco de un fulgor que se repite irremediablemente y nos causa quemaduras en los ojos, el desencuentro de un amor. Jesús Cárdenas refleja nítidamente en estos poemas toda la nostalgia, todo el rencor, toda la piedad que siente aquel que ha visto a su historia de amor fracasar, una amalgama de sentimientos encontrados que componen nuestro humano y contradictorio perfil de emociones: Afuera volverá con otro cuerpo, / se detendrá a mirar la primavera: / el idioma querido de los pájaros, / surtidores alegres entre flores. El poema titulado ‘Rutina de amor’, termina y comienza con puntos suspensivos; así como el poema titulado ‘El planeta olvido’, comienza con letra minúscula y termina sin punto final, rasgos característicos que determinan que el hecho que inspiró el poema siempre estuvo ahí y probablemente siempre lo estará. Una historia de amor no puede borrarse recortando fotografías o quemando unos regalos, por ello la ironía del título del bloque, aludiendo a otro posible infierno venidero representado en una futura historia de amor. El cuarto bloque lleva por título ‘Demasiado espacio’ y comienza con un poema titulado ‘Humo interno’, preciosa metáfora, la del título, para representar ese inveterado dolor que no se extingue; la bituminosa niebla de la ausencia, la terebrante fumarola de la culpa: Pierdes los nervios y te vas quedando / solo, definitivamente solo. / El humo entonces va desapareciendo. // Ya sin fuerzas, el humo te absorbe. El hablante lírico, circunspecto en su dolor, canta a la soledad y la memoria, ilapso de un presente escarnecido que lleva tatuado la añorada impronta del pasado: En mi cuerpo / solo quedan esquirlas de miel, llagas / en escombros, heridas de metralla… Visiones impactantes de un tiempo en fuga, demeritan el presente en pos de una muerte paulatina, pero el poeta lucha contra sí mismo, se rebela e intenta desterrar a sus propios demonios esquivando esa jaculatoria que en su mente se repite: Castigo a mi memoria, por ello, / a dormir a cielo raso, / a vencer la climatología y el hambre. / Y sé bien que estoy girando sobre / mi propia condena. Ya en el quinto bloque, titulado 'Un cielo cegador', la tormenta emocional que propone Jesús Cárdenas es impetuosa y delirante; desposeído de la justicia y la alegría, conforma un diorama pasional de sentimientos que se yuxtaponen hasta la culminación de una hipotética muerte ungida de esperanza. La nostalgia: Esos días se fueron, nada te dicen hoy. / Bajo lo iluminado vibra una canción triste: / es la vibración del aire azul de un cielo huérfano… El miedo: …Pierdo el equilibrio ante la sombra. / Me acojo a la exigua luz. Mi vida. / Pero la sombra no se aparta / y la vela parece apagarse. La esperanza: …sembraremos esperanzas / entre dunas y piedras, / antes de que emerja la maleza / y se apodere del espacio. El hastío: Qué más da si ese hombre sueña despierto. / Él así es muy feliz. Y da asco. La mujer, el Sueño, el Tiempo, la desafortunada Fortuna; relatos de vidas ajenas que reflejan su dolor en nuestra vida, el azote en cántico angustioso y lírico de una errática vida que aspira a renacer en la inocencia. Así, el poema titulado ‘Despedida’, supone el último portazo previo al silencio: Es hora de partir sin equipaje. […] Me habréis oído decir / que cuando lo haga será definitivo. // Quizás oiréis cerrar la puerta, / los pasos en el umbral. Un broche perfecto para clausurar un poemario armonizado por el predominio de la rima blanca y el ceremonioso ritmo de un axis homeopolar muy trabajado.
Es justo elogiar la sugerente ilustración que esplende en la cubierta del poemario, una mujer desnuda casi levitando y de cuya extensa melena pelirroja emergen pájaros y sombras indefinidas. Como también —y como curiosidad—, merece la pena incitar a los lectores a leer el índice de primeros versos ubicado en las últimas páginas del libro como si fuese un poema más; comprobarán -si lo hacen-, que de la unión de esos dispares versos ordenados alfabéticamente, surge otro bello poema, con momentos brillantes, de belleza salvaje, concebido al estilo de un poema de escritura automática. En definitiva, Después de la música es un poemario vital, catártico, que hará sentir al lector pero también reflexionar, acerca del amor, de la muerte, el tiempo; acerca de la propia condición de estar vivo. Los poemas de Jesús Cárdenas dibujan con total precisión en este libro, el idiolecto emocional de una condenada y atribulada especie, la nuestra. Por ello invito a los lectores a descubrir esta brillante herida que supura; la cumbre de la humana decepción y efervescencia de un autor en la apostasía de sus credos. |
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