LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR. LOS QUE ESCUCHAN (Candaya, Barcelona, 2023) por ALFONSO GARCÍA-VILLALBA Sonidos que se cuelan en el tímpano, vibraciones sonoras transmitidas al yunque desde el martillo, en el oído medio. Se meten dentro, aturden, confunden. Personajes que escuchan esas vibraciones y que dudan, experimentan la inquietud y la perplejidad; agitación, angustia: (...) y empezó a reconocer la sensación de mareo, de vértigo y de pánico que solía acompañar a la aparición de esos sonidos que de vez en cuando se apoderaban de su oído y que solamente él parecía escuchar (...) Toda resonancia se hace carne, condiciona el organismo de los personajes, su modo de estar en esta novela de Diego Sánchez Aguilar [DSA a partir de ahora]. Cuando empecé a leer Los que escuchan sentí que mi aproximación al texto había de operar (esencialmente) desde una perspectiva emocional e incluso corporal, semejante a la que experimenta Ulises en el fragmento entrecomillado más arriba. Incidir en el modo en que la lectura terminaba por afectar mi propio ritmo respiratorio e inducir en mí esas sensaciones que los propios personajes podían padecer: perplejidad, inquietud, agitación, angustia. Vértigo, pánico. Incluso ansiedad como lector. Supe que mi acercamiento al texto no había de ubicarse dentro de los parámetros de la lógica y que el abandono de todo filtro racional se hacía necesario. El abandono si cabe de mi propio cuerpo durante el proceso de lectura. Porque Los que escuchan es una novela que se lee con el cuerpo; es un artefacto ficcional que cartografía la realidad de la conciencia y el modo en que, en la actualidad, la mutilación y fustigamiento sistemático de ésta afecta a los cuerpos, a nuestra salud mental. Los que escuchan es un dispositivo narrativo que mapea la realidad o hace inventario de la psicosis contemporánea; pone en escena una perturbación que, en las páginas de la novela, tiene su origen en el sonido, en ese sonido que no cualquiera tiene la capacidad (o mala fortuna) de escuchar y que obstruye o produce interferencias en la psique de los personajes. Sonido que es puro símbolo. Sonido que no hace falta escuchar para sentir en la propia carne la enajenación e inseguridad propias de nuestra civilización que, queramos o no, muestra signos de agonía y decadencia. Si en Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino (Balduque, 2016) DSA profundizaba en la frustración y en Factbook. El libro de los hechos (Candaya, 2018) se movía en el territorio de la culpa, Los que escuchan es una novela sobre la ansiedad. Y, de algún modo, esa ansiedad se contagia al lector; infecta a los potenciales receptores de la novela. La psicosis de la que habla DSA en este libro es una psicosis extensible al género humano, a todo ser que habite nuestro planeta sin importar credo ni condición u origen; una psicosis global que, a modo de pandemia obstruye nuestro estar aquí y ahora, nuestra calma, los afectos. Tal ansiedad (la que está presente en esta novela) se hace virus verbal a lo largo de la lectura: a partir de cada página que leemos, a través de la exposición a una infección narrativa minuciosamente articulada por su autor y que, como lectores, nos contamina. Cada frase, cada párrafo se articula mediante una meticulosidad casi artificial, alien; cada palabra, cada capítulo penetra nuestro organismo y sedimenta en nuestro interior; el texto opera como microbio o germen en la conciencia lectora que se vuelve cuerpo vapuleado por un narrador inflexible en su deriva verbal, en su retórica implacable. Me aventuro a afirmar que, como lectores, somos organismos violentados por la escritura rigurosa de DSA, organismos violentados por el padecimiento y la enajenación que sufren los personajes a partir de esos sonidos que aturden a Esperanza o a su padre enloquecido; a su familia; al pequeño Andrés y su madre Asunción; a todos aquellos que escuchan más allá de lo que suele alcanzar cualquier mortal. De tal modo, lo que hiere a los personajes se traduce en nuestra experiencia lectora de Los que escuchan a través de un discurso que, de forma irremediable, nos hace vulnerables a través de la palabra, nos mete en el mismo saco que a estos personajes que habitan una ficción que se desliza en el lector como herida, fractura de la conciencia y el cuerpo: de la respiración, del ritmo de sístole y diástole; nos aboca a la misma zozobra y ansiedad a la que se ven expuestos los seres que deambulan por las páginas de este lugar terrible y bellamente inhóspito que es Los que escuchan.
Sí, la ansiedad inflama las páginas de este libro. La ansiedad acaba ocupando incluso nuestro interior; coloniza nuestras emociones. Ahí está la pericia y eficacia de un narrador que parece conocer a la perfección los resortes que hacen posible atosigar al lector, trastornar su estado físico-emocional de forma deliberada y, en consecuencia, abrumarnos, hacernos sentir incómodos a cada página que se estructura de forma obsesiva, metódica. De ahí que el cuerpo (el nuestro) sea el verdadero lector de esta obra, pues su lectura incide directamente en el modo en que nuestro organismo siente. El discurso narrativo modula de forma radical nuestra forma de estar mientras tiene lugar el acto de lectura, un acto de lectura que fluye a través de una escritura objetiva, caligrafiada a través de un bisturí que hace una incisión tras otra en el tejido de nuestra respiración, en la propia piel. El narrador que nos propone este viaje casi orgánico a través de la palabra y la ficción se caracteriza por articular una voz neutra y distante, casi maquinal. Su perspectiva revela con claridad la desaparición del ego igual que si una inteligencia artificial estuviera dictando un discurso despiadado, sin posibilidad de fuga. Los que escuchan es una máquina narrativa que disecciona el mundo que habitamos, la forma en que nuestra especie es abrumada por la depresión o cualquier otro tipo de desequilibrio mental. El narrador es aquí el virus perfecto; actúa en las páginas de esta novela como un bacilo que se inocula a través de la lectura. Sientes Los que escuchan como si a lo largo de su desarrollo resonara el eco del pensamiento de Mark Fisher en torno a nuestra sociedad, en torno a la psicosis. En la novela, depresión y enfermedad mental, trastorno biopolítico y capitalismo se confunden en una amalgama borrosa que obliga al lector a tomar aire, recuperar el aliento que se pierde al finalizar cada uno de sus capítulos (no está de más adentrarse en ellos sin parpadear: dejarse hacer en su progresión inexorable). En Los que escuchan la alucinación sonora se entreteje con la mutación climática y la incomodidad global, un spleen contemporáneo que produce vergüenza, malestar que se extiende como epidemia dentro de nuestra especie.
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OLIVIA MARTÍNEZ GIMÉNEZ DE LEÓN. LOS AÑOS DEL HAMBRE (Candaya, Barcelona, 2022) por PACO PAÑOS GARCÍA En este libro hay verdad, pues no cabrían la impostura o el fingimiento. Lo recorre un grito, pero no os confundáis, nadie pide ser salvado. Es que hay cosas que solo pueden ser nombradas con un grito, y suele ser la poesía el lugar donde mejor resonancia tiene, donde mejor se construye y nombra aquello que tiene que ser dicho así. Aquí se escribe herida, llaga, violencia, violación, sexo, amor, deseo, sangre, mierda, regla, hambre. Qué importantes las palabras, su elección, para nombrar la fisura. No hay eufemismos que suavicen la lectura. Este es un libro que nos implica y nos concierne, nos abruma y nos deleita, que nos seduce y nos expulsa. La primera parte de las cinco en que está construido el libro, estremecedora y apabullante, titulada “Nueve meses”, se compone de nueve listados de ¿frases? ¿aforismos? ¿versos? No sé nombrarlos. En realidad, doscientas setenta y cinco vislumbres de vida que anuncian a quien se pasee por estas páginas, que no saldrá incólume, entero o sin mancha. Relato desgarrador donde se funden los terrores infantiles, el abuso, la violación, la anorexia, el sexo, el brumoso futuro; donde se nos cuentan las dos escisiones y sus fisuras, y todo el camino a recorrer hacia atrás para que una burbuja de sueño e invención protectora estalle, y lo que fue sea parte de la biografía. El desgarro se siente en las entrañas, así es la potencia de lo escrito. La segunda persona es la protagonista aquí. Ese Yo otro que permite a la autora mirar atrás, a otro tiempo sin que el rompimiento la paralice. 43. Hay un lugar y un tiempo en que debiste gritar y no supiste hacerlo. 47. Si alguien se come tu placer, creces partida. 245. Tendrás que caminar los kilómetros que llevan a los ocho años. 274. Sueñas con ser una y disipar la niebla. Unos poemas en prosa y primera persona, bellísimos, toman el relevo en “Poema de amor”. Búsqueda de equilibrio y refugio, intentos de escapada. Vanos la búsqueda y los intentos. O quizá no, pues el deseo permanece. Y yo, valle, quedé otra vez en esa oscuridad que tiende al rojo, porque es el centro de la tierra y arde. Tengo ganas de escribir un poema de amor pero soy una piedra dentro de una piedra; soy un valle rocoso y a oscuras. ¿Por qué voy a traer a nadie aquí? Quizá en enero vuelva a escribir un poema de amor. Es un mes frio y húmedo, y los poemas de amor sirven de alivio. La tibieza no tiene sitio en estas páginas. Y siguen el dolor, el sexo, la herida y el desgarro. Y la gran belleza, extrayéndola de todo eso y del atrevimiento, de la franqueza, del valor y el miedo. Porque la poesía se alimenta de eso. Porque un gran libro de poemas ha de ser escrito así. Y con esos elementos y esa fuerza avanzamos en la lectura y leemos “Animales”. La tercera parte. Quince poemas en los que la autora busca otras imágenes, otros símbolos o metáforas que relajen el tono corrosivo sin rebajar la intensidad. Preciosos poemas con sabor más clásico que nos dan idea de la sabiduría poética de Olivia.
2. GORRIONES ¿Cómo se dice la luz que entra en el mar? / ¿Cómo se dice este fuego que quiere nombrar sin tacto? / Voy a ir a la cueva de los gorriones para que me saquen del pecho // este incendio rojo. 3. CIERVO Soñé que mataba a un ciervo en la nevada, / y que cortaba su carne, / y que vaciaba sus vísceras calientes, / y que dormía en su esqueleto. // Soñé la mirada del ciervo que iba a matar más tarde, / y me sentí en paz siendo la bestia. 11. LAGARTOS Qué soledad es esta / si camina de espaldas / y corre al espigón / a romper la marea. / Qué soledad es esta / si se engaña con otros / y canta como lloran los lagartos. / Yo tengo el corazón hecho al estío / tan prendido de sed que se quebró. / Lo puse sobre el risco del tomillo / y se llenó de luz y caracolas. / Qué soledad palpita en su querer. La poeta no se ha relajado ni permitirá que lo haga quien, con su lectura, la ha acompañado hasta aquí. Otra vez la segunda persona y la prosa. Es “Hambre”, la cuarta parte. Es la parte del silencio. Hoy también has soñado. Llevas anillada la lengua al silencio: es tiempo de callar, te dices... Si dices monstruo, el monstruo aparece y el monstruo eres tú. Así que te sumergen en la profundidad de la ballena. Para no decir nada. Es la parte de Alguien. Alguien es bello, es deseo, es sexo, es falta, es hambre. Es así: os buscáis porque sois dos hambrientos, tenéis el ansia del que vive en la falta. Os reconocéis en la carencia y en el gemido. Le dices la belleza pero también le dices el horror. Alguien no quiere decirte su temor más negro, tú le hablaste de un sótano, la herida que te persigue. Alguien te abrazó. Es la parte de no final. ¿Puede acabar este texto en algún punto?... Este texto no se va a acabar nunca porque no pretende nada. Este texto, todo el libro, nace de lo hondo, de lo más profundo, de eso que casi no existe por lo oculto que está. Nace de la necesidad de contarlo, de contarse, y no tendrá final. “Malquista” es la última parte, la quinta. Las palabras, tan importantes, tan cuidadosamente escogidas para nombrar la herida, son ahora títulos de pequeños poemas, breves y exquisitos poemas construidos con un cuidado primoroso en unos pocos versos que la autora añade como coda final. 3. EMBESTIDA En la lentitud de lo salvaje, / su embestida. // Toda la lava de no poder decirnos. 5. MORDEDURA Enhebro mi canción en el silencio / la nana del secreto y de la falla. // El desvelo de la mordedura. 8. OLVIDO Qué brizna / de qué altura / con qué fin. // El cielo ya está claro / y las palabras viran al olvido. Ante esta hermosa coda final, nada le queda al lector por añadir sobre este libro. Solo la esperanza de que os guste. EDUARDO RUIZ SOSA. EL LIBRO DE NUESTRAS AUSENCIAS (Candaya, Barcelona, 2022) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Eduardo Ruiz Sosa consiguió situarse en un lugar de privilegio en la narrativa escrita en castellano con su primera novela: Anatomía de la memoria. Tras aquel éxito, pasaron unos años de silencio que se rompió con su libro de relatos Cuántos de los tuyos han muerto y, ahora, con la novela que acaba de publicarse (en Candaya, como el resto de su obra): El libro de nuestras ausencias.
Si en la recepción crítica de Anatomía de la memoria fue un lugar común trazar un paralelismo entre Ruiz Sosa y el Roberto Bolaño de Los detectives salvajes (pues en ambas se daba una búsqueda de un grupo artístico-revolucionario), ahora ese paralelismo podría extenderse a su segunda novela pues, como en 2666, el tema central de El libro de nuestras ausencias es el de los desaparecidos en México. El acercamiento de Ruiz Sosa es, sin embargo, muy distinto al de Bolaño. En la novela del mexicano, junto a la dimensión social y documental de esta tragedia humana, hay una cuestión filosófica que recorre el libro: la forma en que la ausencia (de un cuerpo, de una presencia) genera un lenguaje. Es decir, como planteaba Derrida, el lenguaje nace de la desaparición, de la ausencia; por tanto, esa asimetría entre cuerpo e identidad (entre cuerpo y lenguaje), el hueco que genera la desaparición, hace que la identidad quede en entredicho y que se generen todo tipo de relatos que intentan acercarse a la verdad, reconstruir la unidad significante-significado, cuerpo-identidad: Un desaparecido es una voz sin cuerpo (...); son cuerpos lo que deseamos, decía pero hay que aprender a buscar lo otro porque hasta el recuerdo se corrompe. Esa búsqueda es doble, por lo tanto: en la memoria, donde se multiplican los relatos que definen la identidad de la persona ausente (Orsina, en esta novela, es la actriz desaparecida que origina la búsqueda); y en el “mundo físico”, es decir, en la tierra, en las fosas comunes, en las salas forenses atestadas de cadáveres sin identificar, de cuerpos que esperan un nombre que cierre esa grieta que los mantiene en el infierno de la separación del anonimato. Los elementos de la trama se mantienen en el territorio de la verosimilitud, pero están seleccionados por su valor simbólico. Así, al tema central de las desapariciones, se añade el del teatro (los personajes están relacionados con una compañía teatral), donde se da también ese desajuste entre cuerpo y relato: el actor es un cuerpo que debe vaciarse de su nombre y de su relato para acoger en él otro nombre y otra historia: Un personaje es una voz sin cuerpo, gritaba la Inga en los ensayos, el trabajo del intérprete es lograrse un cuerpo sin voz. La búsqueda de los cuerpos de los desaparecidos ofrece las páginas más estremecedoras de la novela: el descubrimiento de las fosas comunes, la descripción de “la sala de los muertos”, el dolor de las madres y los familiares que escarban entre la tierra y los huesos, entre los cadáveres de desconocidos, nos dejan páginas de una dolorosa belleza. El libro de nuestras ausencias es también (o sobre todo) un lenguaje roto y desmembrado, un flujo de voz que rompe el párrafo, la línea, incluso la sílaba; que difumina las fronteras entre la prosa y el verso. Así lo declara el autor en el prefacio: México es un país esquizofrénico. Un país lleno de fantasmas. Este es un libro roto, de palabras rotas, voces quebradas, personajes que ya no están, pero tampoco se han ido. No he encontrado otra forma de mirar a este presente. Con esta segunda novela, Ruiz Sosa se confirma como uno de los narradores más atrevidos, ambiciosos y originales del panorama actual en lengua castellana. Su modernidad mira también al pasado; no tanto, en mi opinión, hacia Bolaño, sino hacia autores del boom como el Donoso de El obsceno pájaro de la noche o el Roa Bastos de Yo, el Supremo. Es de agradecer esa valentía, esa ambición para atreverse a crear esa Gran Novela que parecía haber perdido atractivo como referente estético en los narradores contemporáneos. GIOVANNA RIVERO. TIERRA FRESCA DE SU TUMBA (Candaya, Barcelona, 2021) por CARMEN Mª PUJANTE SEGURA Si nos atrevemos a franquear el umbral en el que reina un manso buitre apostado sobre el montón de tierra fresca de una tumba entre tumbas y mirarlo además a contraluz con el sol cayendo, nos adentraremos en un libro firmado y editado por valientes (la escritora Giovanna Rivero para la editorial Candaya en el año 2021) y escrito para valientes. Tierra fresca de su tumba es su título, que de manera sublime entra en correspondencia con la imagen de la cubierta, una portada en tonos amarronados en la que se contraponen el cielo y el suelo, un cielo nublado y un suelo terroso unidos y ocupados por aquel buitre: lo miramos irremediablemente aunque él no nos mire, desdeñoso y peligroso como el mismo sol de frente (¿la propia verdad de frente?), esa luz que crea el aura del animal, la misma aura que se apoderará de los cuentos reunidos en el libro (‘La mansedumbre’, ‘Pez, tortuga, buitre’, ‘Cuando llueve parece humano’, ‘Socorro’, ‘Piel de asno’ y ‘Hermano ciervo’). Aunque cuando llueva, todo pueda parecer humano, en ciertos momentos de su lectura darán ganas de pedir socorro, sobre todo cuando nos acechen las dudas sobre lo que es realmente lo animal, lo manso, lo vivo, lo oscuro. Las seis historias nos mantendrán en esa temeraria posición, flanqueada por dos abismos que no son sino la completud: el de lo humano y lo animal, lo luminoso y lo oscuro, lo vivo y lo muerto, lo materno y lo paterno, en los más diversos cuerpos sobre la tierra. La tierra servirá para cubrir gritos (pág. 28) en ‘La mansedumbre’, la historia de una «anunciación bastarda» (pág. 19). Pero la tierra también es el lugar que marca a quien procede y, en no pocas ocasiones, huye de ella, en este caso, Manitoba, donde se halla instalada una colonia menonita que habla plautdietsch. En ese primer cuento del libro lo dual se manifiesta de muchas formas, pero sobre todo a través de la conversación entre dos personajes alternando las voces (las suyas —pensadas o verbalizadas— en cursiva, pero también la de la voz narradora, en redonda). El diálogo (que no la comunicación) será entre el Pastor Jacob y Elise, en quien fue depositada una semilla de varón aquella misma noche en la que unos jóvenes fueron «poseídos por el diablo» (hecho que realmente sucedió en esa zona de Bolivia). Pero entrará en juego la imprescindible figura paterna: a través de ese personaje, junto a la voz narradora, podremos realmente acceder a las palabras puesto que Elise, a sus quince años, no es capaz, no entiende casi nada, ni del idioma español ni del de los adultos, pero sí del lenguaje y los sentimientos de los animales, en especial los de Carolina, la vaca; pero también a través de él como ha de consumarse la venganza, igual que sucederá con otros progenitores de los cuentos de Rivero. De mano de la madre se intentará llevar a cabo la venganza en la historia siguiente, ‘Pez, tortuga, buitre’. Los dos primeros animales ya anuncian un cuento “acuático” (el elemento del agua es relevante en el resto de historias también), en el que también goza de protagonismo un buitre leonado (como en la portada), el que se apostaba en la proa del barco del joven Coronado y el viejo Amador. Estos protagonistas son los dos «hermanos de naufragio» (pág. 47) que tiene lugar bajo el augurio de las nubes y la poca luz (también marcado por la imagen de la portada del libro): «Las nubes se habían desintegrado en hilachas ridículas. El sol era una purga constante» (pág. 42). El joven estaba convencido de que se trataba de esa especie animal, mientras que el otro tripulante albergaba sus dudas, no tanto sobre la especie ni tampoco sobre la elegancia de tan agorera ave, sino sobre la cordura de aquel, el único acompañante después de demasiados días a la deriva con mucha hambre y mucha sed. Pero es que las dudas también se apoderan del lector, pues esta historia también se construye sobre dos planos: el del relato de lo sucedido durante aquel naufragio (en el que el mayor bebe y come de lo menos pensado, de lo más repugnante, y, por lo tanto, sobrevive) y el del diálogo posterior entre el único superviviente y la madre del fallecido. Durante esa irónica conversación ella no parará de ofrecer comida y él no parará de comer (pecado presente en otros cuentos de la autora y también de una no corta tradición literaria), incluso cuando ya esté en sobre aviso de que algún bocado puede no ser tan bueno y sí mortal. El tercero también es un cuento lleno de agua, ‘Cuando llueve parece humano’, un título poético pues, en efecto, procede de unas «poesías cortitas» (pág. 60). Esos textos le encantan a la señora Keiko, tan protagonista de la historia como lo es su jardín, una tierra fértil removida por ella con la ayuda, no de su hija, sino de otra joven, Emma, que vive en su casa mientras cumple con sus estudios de literatura (si es que eso se puede estudiar, tal como se pregunta la casera; de hecho, ese detalle puede ofrecer una clave metaliteraria para lectura de este relato). Forman parte de otra comunidad singular, la de Santa Cruz, en la que la familia de Keiko se instaló procedente de un lugar cercano, la Colonia Okinawa (también en Bolivia), al igual que otras familias japonesas después de pasar por Brasil y Perú a mediados del siglo XX. En este cuento de protagonistas femeninas también tiene gran importancia la comida y el cuerpo, la memoria y la imaginación, la revelación y el tiempo, la oscuridad y la luz. Y es que de las semillas vegetales nacen bellos y humanizados jardines, así como de las semillas humanas nacen bellas y extrañas jóvenes que, ciertamente, bien podrían ser hermanas (de un padre tan ausente y sospechoso como otros en los cuentos de Rivero).
A diferencia de los lugares de aquellas historias en las que no se sabe bien en qué momento se vive y se cuenta, en el siguiente cuento, sobre «dinámicas afectivas» (pág. 88) y sobre «traumas y nostalgias» (pág. 88), se concreta un tiempo, el nuestro (por ejemplo, a través de drones y de bótox). Esa proximidad casi concreta se consigue por medio de la voz narradora de un yo, la que, apenas iniciada la historia, se hará presente y contrastará con aquella persona que, no obstante, será la primera en hablar y llevará por nombre ‘Socorro’ (coincidente con el título). Todo es irrupción en este cuento, como la propia conversación inicial: Socorro le está diciendo a su sobrina que, a su juicio (¿y el del lector?), sus hijos gemelos no son realmente de su marido. Estallan de nuevo, pues, extrañas relaciones familiares, sospechosas herencias neuróticas, aquí reflejadas en raros espejos personales, pero también en flores y pájaros. Aquí, además, la cuestión de la identidad viene remarcada también respecto a los chilenos a propósito del problema causado por el agua: la escasez de agua puede marcar las relaciones entre países (hermanos), del mismo modo como la ausencia que convierte en protagonista a todo lo que toca como, de hecho, sucede en esta historia con ese extraño familiar en una suerte de historia paralela oculta, la del “ahorcadito”. Al final, son los ausentes, son los muertos, los que reinan en las historias. De hecho, los que han muerto y también los que van a morir marcarán el siguiente cuento, ‘Piel de asno’, en el que vuelve a hacer acto de presencia la primera persona narradora, en este caso, la de Nadine Ayotchow, que comparte cierto protagonismo con un hermano, Dani (y el nombre ya es como un espejo). Entonces iremos sabiendo qué ha pasado para que ella en ese mismo momento esté contando su historia ante el público de una Asamblea (con el Preacher Jeremy a la cabeza) que considera su curación de interés médico, para que ella ahora sea una cantante de góspel en el Tempo Niágara (Estados Unidos). Ese lugar es el que le ha sido «deparado por el Señor» y al que ha llegado después de haber vivido en Manitoba con su madre (ahora fallecida) y en Canadá con su tía materna (que también tiene un huerto), en concreto, en una (otra) comunidad, la de los métis (cuyo idioma es el “michif”). En ella habían conseguido hacer amigos (espejo) y se habían iniciado en el sexo y las sustancias y la libertad: la fiesta, de hecho, será el inicio del fin. Por otro lado, la enfermedad mental aquí vendrá asociada con otra cuestión, con la de «ser boliviano» (pág. 111), del mismo modo como el castigo y la culpa parecen venir de la glándula pineal. Más olores, más auras, más enfermedades y dudas mentales se apoderan del último relato, ‘Hermano ciervo’, el animal con el que logra haber comunicación, aunque sea sin palabras, aunque sea únicamente con la imaginación. Posibles hijos, posibles animales, posibles muertes, todo ello alberga un cuento en el que otra voz femenina narra una singular vivencia con su marido, Joaquín, un investigador que se está sometiendo a extrañas pruebas médicas a cambio de un sueldo y en pos de la ciencia y el progreso (¿o no?). Así, en Tierra fresca de su tumba nos perderemos en comunidades relegadas perdidas y en laberintos familiares, entre predicadores (y) prevaricadores y entre creencias y augurios. Solo podríamos salvarnos de la mano de una escritora con experiencia, audacia y talento, una escritora en movimiento (nacida boliviana y ciudadana norteamericana) y con conocimiento (como escritora y como estudiosa de la literatura). Pero no por ello hay que perder cuidado, con la tierra y el agua, con la palabra y la fe, con la venganza y el diablo. Cuidado con las dudas: ¿Qué siente un hombre que dice que es agua, que es tortuga? ¿Qué es lo que parece humano cuando llueve? ¿Qué es ser boliviano, o español, o migrante? ¿En qué momento se abandona la infancia? Para valientes son estos cuentos, diferentes pero hermanos, de seres o cuerpos anfibios, de respiración contenida, de digestión lenta, de epifanías suspendidas, de bocado desagradablemente exquisito. ¿Y tú, lector, eres manso o fiero, valiente o cobarde, animal o humano? JAVIER MORENO. NULL ISLAND (Candaya, Barcelona, 2019) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Hay dos tipos de narradores: los que dicen “voy a escribir una novela”, y los que dicen “voy a escribir, en una novela”. El complemento directo de los verbos transitivos contiene una carga semántica que muchas veces se convierte en el verdadero foco significativo de la oración: “una novela” es lo importante, más que la acción verbal, que queda ensombrecida hasta el punto de ser sustituible en la oración (voy a armar/construir/desarrollar/ una novela). El complemento circunstancial, en cambio, es una información prescindible, que no puede rivalizar en importancia con el verbo intransitivo: “escribir”. Javier Moreno pertenece, claramente, a este segundo grupo. La escritura, para Javier Moreno, no es un medio para crear un producto que encaje en el género novela: es un fin en sí mismo que se justifica más allá de que el producto final se corresponda con lo que cierta tradición inmovilista, conservadora o reaccionaria, espere encontrar bajo la etiqueta “novela”. Pierre Michon, Pascal Quignard, Don DeLillo, Manuel Vilas, Luis Rodríguez, Agustín Fernández-Mallo, Eduard Levé, Mario Cuenca Sandoval, Ben Lerner... Son solamente algunos de los nombres que de una forma más evidente compondrían el segundo grupo y que se pueden considerar cercanas influencias o compañeros de equipo de Javier Moreno. Null Island es una muestra de escritura en estado puro: a diferencia de una novela convencional, en la que el narrador camina o corre con paso más o menos decidido para llevar al lector hacia un destino concreto, el desenlace de la acción. Aquí la voz narrativa se pasea sobre el vacío como un funambulista: avanza y retrocede, tiembla o se tambalea para no caer, se permite también piruetas que asombran al lector, que no cuenta con la intriga de saber a qué destino va a llegar, sino que comparte con el narrador-funambulista la apertura de un tiempo suspendido en el que la realidad se concentra y condensa en cada pequeño movimiento o temblor de ese cuerpo dividido entre el cielo y el abismo. Es el tiempo de la escritura, siempre, blanchotianamente, un tiempo de la posibilidad infinita y, por lo tanto, un tiempo del fracaso, de la impotencia: «Hay una belleza en el germen, en la semilla, en aquello que podría ser y que todavía no es o (tal vez) nunca será». La escritura de Javier Moreno siempre ha gozado de estas características, pero en esta novela las lleva un paso más allá. Siguiendo con la analogía: en Null Island ha decidido jugar sin red, o ha elegido el alambre más estrecho; pues renuncia, a diferencia de sus novelas anteriores, al concepto más tradicional de ficción (personajes, trama…) y hace que el narrador-protagonista de esta novela sea un escritor (fácilmente asimilable al propio autor) que se enfrenta a la tarea de escribir una novela sin personajes. Las reflexiones del narrador sobre ese reto narrativo que se ha autoimpuesto conforman la verdadera trama de la novela, en la que, por lo tanto, el elemento metaliterario es esencial. En paralelo a la trama metaliteraria se desarrolla una “trama” (cualquier terminología metaliteraria debe quedar entrecomillada al comentar una novela como esta, en la que dichas categorías son continuamente puestas en cuestión tanto explícita como implícitamente) relativa a la vida sentimental del narrador cuyo centro es un episodio de impotencia sexual. He dicho “en paralelo” por una inercia de comentarista, de forma irreflexiva y convencional; porque, obviamente, no se trata de tramas paralelas estricta o geométricamente hablando. El acontecimiento del “gatillazo” actúa como un generador de significados, como un objeto que el narrador inspecciona, analiza, sobre el que poetiza desde una variedad casi infinita de perspectivas que, de una forma esencial, implícita y explícita, se imbrica con la cuestión metanarrativa: «Pienso que la flaccidez de mi polla tiene que ver con la tesitura en la que me encuentro en relación a la escritura. En mi dimisión de los personajes. Se me aparece con toda claridad que un protagonista es una polla, del mismo modo en que la polla es el gran personaje que se esconde en todas y cada una de las peripecias de una trama y, por ende, de la gran trama que es la Historia». Durante toda la primera parte de la novela asistimos, por lo tanto, a un proyecto de escritura basado en la observación, la comparación, la yuxtaposición de elementos, de “cosas” que, puestas a jugar en el tiempo (o en el espacio) de la escritura, generan una cantidad prácticamente infinita de significados, de posibilidades. Es una operación (muy “moreniana”) de escritura en la que lo poético, lo ensayístico y lo narrativo se dan la mano de una forma absolutamente natural para producir en el lector ese asombro y ese placer estético que se deriva de la aparición de una “realidad aumentada” que se superpone sobre la limitada y empobrecida visión de la realidad que el lenguaje convencional estereotipado nos ofrece en la vida cotidiana y en la mala literatura. Si bien esa escritura ha definido desde hace años el estilo de Javier Moreno, en Null Island se intensifica y se justifica teóricamente gracias a la carga metaliteraria que en obras anteriores tenía menor peso o directamente no existía. En cierto modo, esta novela (especialmente su primera parte, “Falacia”) incorpora también una “poética” en la que Javier Moreno describe su narrativa de forma casi explícita, como puede observarse en esta clasificación “sexual” de la novela: «La aplazada expectativa del lector de lograr el clímax a través de la resolución de un misterio o del hallazgo del último eslabón de una cadena causal. Así cabría concebir la novela sexual como generalidad, contrapunteada por sus dos posibles excepciones: 1.-La novela onanista, autosuficiente, aquella que no necesita un prójimo sino que se satisface a sí misma a través de una sucesión ininterrumpida de intensidades, y 2.- La novela fláccida, la novela que es una sucesión de tentativas, que quiere y no puede y que precisamente hace de su no poder su justificación y su nobleza». El empeño del narrador de Null Island es, por lo tanto, construir una novela sin personajes, cuyo foco de atención no sean entes psicológicos de ficción envueltos en acciones causales y sentimentales, sino “las cosas”. Se rebela el narrador contra la consideración del “objeto” sometido siempre, desde su nombre, a esa distancia opaca que lo aleja del “sujeto” y lo inmoviliza bajo la etiqueta de un nombre que lo define y hace transparente, es decir, invisible: «Me levanto de la cama para darme una ducha. Bajo el agua me digo que hay que ser un escritor muy perezoso para despacharse así. Darse una ducha. Como si darse una ducha no fuera un acto maravilloso digno de ocupar cien o doscientas páginas de una novela». Poniendo el foco (un foco de lente caleidoscópica o cuántica) sobre ellos, es decir, desenfocándolos para recuperar su espesor, su irreductibilidad al nombre y al uso dado por el sujeto/personaje, el autor reclama la infinita posibilidad y la infinita (in)significancia del universo. Pero, para conseguir esto, debe hacer una operación más radical, lastrada por la imposibilidad, que solo puede intuirse o practicarse en “el espacio literario”: renunciar a ser sujeto o adelgazar su dominio, que viene a ser renunciar al significado: «Es la literatura la que nos permite situarnos junto al objeto sin dejar de ser sujetos, ubicados en ese punto de vista que es la tangencia que esos territorios comparten con lo humano». La renuncia del narrador a escribir una novela con trama y con personajes, para centrarse en una novela sin personajes, que se limite a dejar todo el espacio a “las cosas”, entra de lleno en esa línea blanchotiana de la escritura como espacio de desaparición del yo y de la realidad para dejar que sea la misma escritura la que revele un espacio original de la infinita posibilidad y el infinito fracaso. En Null Island la flaccidez del pene se corresponde con la atenuación o desaparición del sujeto (el que posee al otro, al objeto): «En realidad la impotencia puede abrir un universo de posibilidades hasta ahora inéditas. Una manera más serena de contemplar la belleza, sin el acuciante e irreprimible deseo de apropiársela». Todo lo dicho anteriormente responde fundamentalmente a la lectura de la primera parte de la novela, titulada “Falacia”, pues la novela tiene otras dos partes: “Segovia” y “Null Island”, que incorporan importantes variaciones sobre la primera. “Falacia” culmina con la definitiva conversión del sujeto en objeto a través de la narración de la esposa, que lo convierte en personaje/objeto. Por otro lado, las dos partes finales pueden considerarse dos relatos en los que Javier Moreno parece querer dar al lector un “orgasmo”, es decir, un relato en el que sí hay personajes y acciones. No obstante, los dos relatos finales funcionan, como dos tiradas de dados, también como dos propuestas en las que el objeto (la chica deseable, el objeto de deseo), que intenta ser poseído por el sujeto, se hace inapresable y huidizo en dos variantes (narrativas y argumentales) que tampoco me parece oportuno desvelar aquí. O tal vez sí, pero lo haré de una forma enigmática que solo quienes ya hayan leído la novela podrán descifrar. Además, lo haré a través de una cita de Blanchot, lo cual siempre garantiza un punto de oscuridad y misterio. Decía Blanchot: «Leer, escribir, tal como se vive bajo la vigilancia del desastre: expuesto a la pasividad fuera de la pasión. La exaltación del olvido. No eres tú quien hablará; deja que el desastre hable en ti, aunque sea por olvido o por silencio». Esta máxima parece estar grabada a fuego bajo cada una de las páginas de Null Island, en la que el desastre de la impotencia es aprovechado como espacio de creación literaria y de reflexión, en lugar de convertirse en previsible narración apasionada o sentimental. Y serán precisamente, como quería Blanchot, el olvido y el silencio los sustantivos más importantes en el desenlace de los dos relatos que cierran esta maravillosa novela. Null Island (nombre que se le da al espacio de 0 grados latitud y 0 grados longitud) es, en definitiva, una novela que hace disfrutar al lector desde la primera hasta la última página. Una fiesta de la inteligencia y la observación, cuyo lema parece ser siempre la intensidad: apenas hay “prosa circunstancial”: cada frase, cada párrafo y cada página están creando imágenes, comparaciones, relatos, comentarios que convierten la experiencia lectora en una experiencia estética e intelectual en la que el autor de Alma vuelve a triunfar sobre la mediocridad o la previsibilidad. Sobre Javier Moreno decía Agustín Fernández Mallo (con quien comparte muchísimos planteamientos estéticos) lo siguiente, que suscribo palabra por palabra para terminar mi recomendación de lectura: «De cada tres frases podría hacerse un poemario entero o una novela entera, concatenación de intuiciones audaces, exigentemente poéticas, inteligentes».
GUSTAVO FAVERÓN PATRIAU. VIVIR ABAJO (Candaya, Barcelona, 2019) por RAFAEL AGUSTÍN Vivir abajo, novela finalista del último Premio Bienal Mario Vargas Llosa, del escritor Gustavo Faverón Patriau, se ofrece como la lectura de un terrible descenso a los infiernos del horror de las desapariciones, torturas y asesinatos en las dictaduras latinoamericanas del siglo XX en Bolivia, Paraguay, Argentina y Chile, así como de la actuación de la administración norteamericana en estos países. La historia se remonta al auge del nazismo en la Alemania de finales de los años 30, nos traslada al espanto y al caos de la segunda guerra mundial en la antigua Yugoslavia y nos acompaña hasta el caos del enloquecido terrorismo de Sendero Luminoso en el Perú de finales del siglo pasado.
Pero esto es apenas una breve descripción de lo que depara esta lectura fascinante: estamos hablando de una novela inagotable, atravesada por múltiples historias y personajes: policías, poetas, asesinos, militares, nazis, libreros, críticos literarios, ornitólogos, cárceles, sótanos, zoológicos, cementerios, manicomios, manuscritos, cuadros, pájaros, jaulas, música, y cine, mucho cine. En la primera parte de la novela, “La piedra de la locura”, fragmentos de diarios y notas nos muestran la vida de George W. Bennet hasta la comisión de un extraño homicidio en la Lima de 1992, un sugestivo inicio que atrapa al lector y le sumerge en una lectura compulsiva. Seguimos luego las investigaciones cruzadas de George y el narrador que a lo largo de las dos siguientes partes, “La salud de Mrs. Richards” y “Puentes frágilmente construidos”, entrelazan a los personajes de ficción con personajes y hechos históricos, todo con una brillante fluidez narrativa, hasta llegar a la parte final, “Reapariciones”, en la que el narrador da respuesta a algunas de las muchas preguntas que se hace el lector, al menos a aquellas que pueden ser respondidas. Las múltiples capas de la novela hacen de su relectura un privilegio de reencuentros, redescubrimientos y ataduras de cabos, y podemos apreciar aun mejor el ambicioso despliegue de puntos de vista narrativos, flashbacks, diálogos y reflexiones sobre historia, literatura, cine y arte. Si comentamos algunas de la claves de la novela, no podemos dejar de interpretar como una declaración de intenciones la cita de Kafka con que se inicia el libro: «El efecto que tuviste en mí fue un efecto que no podías evitar tener», y que proviene de la Carta al padre, para así considerar que el tema central de la novela es la figura del padre: el coronel norteamericano George S. Bennet, arquitecto de cárceles e instructor de torturadores de las dictaduras latinoamericanas, y la relación con su hijo, George W. Bennet. Será esta relación entre padres e hijos un asunto fundamental de todo el libro. La trama de la novela acompaña al hijo en un intento de descubrir la historia de su padre luego de la revelación de un acontecimiento atroz. Así, George hijo busca su propia identidad, provocando en el lector una reflexión en torno a la posibilidad, o imposibilidad, que tienen los hijos de resarcir, o vengar, los actos cometidos por los padres. La novela reivindica las posibilidades que la literatura y el arte tienen como formas de conocimiento y representación de la realidad: en este caso el mal. Resulta reveladora la conversación hacia el final del libro en la que George Bennet hijo corrige a Raymunda Walsh una cita de Shakespeare que, según parece, ella ha evocado erradamente: «Esa no puede ser la cita, dijo Raymunda. ¿Por qué?, pregunté. Porqué si esa fuera la cita, dijo ella, no serviría para esta ocasión». La tensa relación entre historia y ficción, distintos modos de ordenar la realidad, se manifiesta a lo largo de todo el libro con tanta importancia como la relación entre padres e hijos. Mucho más se puede comentar sobre esta maravillosa novela, sobre la relación entre la poesía de Alejandra Pizarnik y Jaime Sáenz, sobre las influencias de El Quijote y Bolaño, sobre el cine de Herzog y Kirsanoff, sobre la aparición del nazismo en el Chile de principios de siglo XX, donde el político nacionalista Nicolás Palacios hablaba ya de una raza superior (mezcla de españoles visigodos y recios mapuches), sobre Robert Frost y Jorge Luis Borges, sobre la portada del libro (un grabado de una cárcel de Piranesi inspirado en el infierno de Dante), sobre las citas apócrifas de Shakespeare, sobre el cuadro La extracción de la piedra de la locura, de Hieronymus Bosch, sobre el asesinato del Che en La Higuera, sobre las expediciones del naturalista, paleontólogo y zoólogo alemán Karl Hermann Konrad Burnmeister por Sudamérica, sobre la historia canónica y la historia apócrifa. Todo esto y más hay en Vivir abajo, una novela total, compleja, asombrosa. FRANCISCO DÍAZ KLAASSEN. EN LA COLINA (Candaya, Barcelona, 2019) por EDUARDO RUIZ SOSA ESCRIBIR CONTRA EL AUTOR [CONVERSACIÓN CON FRANCISCO DÍAZ KLAASSEN] No sé todavía qué es lo que hace que dos individuos establezcan un vínculo de amistad. Entiendo que la historia común ayuda, es decir, una historia compartida, digamos, desde la infancia. O desde la adolescencia. Un modo de relacionarse que es más bien producto del azar y de elecciones compartidas que no de intereses concretos como los que podrían tener dos adultos que nunca coincidieron en el pasado y que un día, luego de encontrarse, caen en cuenta de que esos intereses concretos, aunque diversos, incluso divergentes, los empujan a un futuro semejante. Esto le pasa al Francés, el personaje de En la colina, del escritor chileno Francisco Díaz Klaassen (Santiago, 1984): recuerdo un comentario de Facundo Cabral sobre la amistad, cuando citaba un verso del poeta Jorge Guillén, o un comentario que luego se convirtió en un verso, o cualquier cosa parecida que sonaba así: «Amigos, y nada más. El resto es selva»; lo que le pasa al Francés es que en la selva, en el bosque, en esa colina que zigzaguea borracho todas las noches que transcurren en la novela, encuentra a esos amigos divergentes, Beto y Fritz, a quienes bien podía haberles dicho otro verso, de otro chileno, de Neruda, en Farewell, que dice que «para que nada nos separe, que nada nos una». Ciertamente Neruda es tramposo en muchos de sus versos, pero quizás aquí tiene razón. Nos une el futuro, y como el futuro no existe, nada nos separa, podría ser la primera conclusión. Esas formas de la amistad, que son una manera de vernos desde afuera, de encontrar un «yo que no soy yo» y que nos ve desde la periferia, se extiende salvajemente en la novela donde se emborracha el Francés. A veces pienso que Díaz Klaassen es el Francés. A veces pienso que no. En ambos casos, estoy seguro, de manera intermitente, tengo razón. El problema es que, hablando con los dos, al mismo tiempo, es difícil ponerse de acuerdo. O es difícil que entre ellos dos se pongan de acuerdo. En un punto, quién sabe dónde, le pregunté al Francés, o a Díaz Klaassen, ya no estoy seguro, si pensaba que la escritura es siempre una escritura contra algo, es decir, no un ajuste de cuentas, al final eso es imposible o demasiado sencillo, sino una suerte de continua lucha contra la sombra (¿no es así como se conoce cierta práctica solitaria de los peleadores cuando golpean al aire como si el enemigo fuera una ausencia, o ellos mismos divididos en dos, un peleador con cuerpo y otro sin cuerpo?, ¿no es eso la escritura?). Entonces Díaz Klaassen me contó una historia. Me habló de un maremoto en el sur de Chile en 1960, en Valdivia, donde su presente pudo haber quedado barrido por el peso del océano: Mis bisabuelos, dijo, vivían en un pueblo pequeño que bordeaba un puerto, uno de esos pueblos en los que todos se conocen entre sí; cuando el mar se recogió, los pescadores hicieron que todos corrieran a los cerros porque tenían claro lo que iba a pasar a continuación; a medio camino, mi bisabuela, la omama (era alemana), se dio media vuelta y volvió corriendo porque se había olvidado de algo: cuando estaba poniéndole llave a la casa llegó una ola gigante que la destruyó a ella junto con el pueblo. ¿A tu bisabuela la mató una ola gigante?, le pregunté, no sé si para acentuar la obviedad o el absurdo. Entonces dijo que tal vez hay algo en esa muerte ridícula a lo que vuelve una y otra vez en lo que escribe. Como si la afectación, continuó hablando mientras el Francés escuchaba, silencioso, esa afectación, pues, con la que solemos hablar de las tragedias, podría ser la misma afectación con la que solemos hablar de la vida, y como si en ese dejar fuera los elementos absurdos nos faltara un grado de entendimiento respecto a la realidad. ¿A la realidad literaria le hace falta el sentido del ridículo?, le pregunté. El Francés, o Díaz Klaassen, es serio al principio. Gesticula, mueve las manos, hace aspavientos. Como habría dicho mi abuela de haberlo conocido: Hay que darle una bofetada para que hable y dos para callarlo. En ese sentido, dijo, uno mismo, la idea de uno mismo que se pueda tener, es decir cualquier tipo de definición, siempre va a traer consigo una cuota de ridículo: a menudo nos preguntamos qué pensaría alguien, un extraño o incluso un conocido, si pudiera vernos cuando estamos completamente solos, creo que en este libro quise preguntarme, dijo, qué pensaría yo mismo: yo, que sé lo que escondo y lo que muestro, ¿qué pensaría de un yo que no soy yo? Esa última frase parece sacada de una galleta de la fortuna, le dije, y el Francés se me quedó viendo como si me odiara. El Francés, cuando subía y bajaba la colina de su libro, que es la misma colina que la de su pueblo, uno de esos pueblos en los que todos se conocen entre sí, como él mismo había dicho, abría galletas de la fortuna, chinas, según parece, y surcaba el monte entre ciervos y mapaches leyendo una especie de sabiduría barata y profunda, como toda la sabiduría de los borrachos, que viene de cualquier parte y lleva a todos lados. Quiero decir, que es una sabiduría encontrada donde sea, que siempre abre caminos, aunque sean caminos para perderse. ¿Qué buscas?, le pregunté. Yo quería escribir a la manera de los borrachos que avanzan en zigzag, dijo Díaz Klaassen, así de simple y así de complejo, no sé si lo habré conseguido: me fascinaba ese ritmo, esa mezcla de torpeza con dosis de gracia desinhibida e intempestiva, quería emularlo con la escritura y me pareció que el estilo aforístico era el que mejor se prestaba para crear algo que avanzara por medio de pausas, es decir, un ritmo a partir de quiebres constantes. Por primera vez en la conversación, el Francés lo interrumpió bruscamente: O eres un imbécil o eres un genio, le dijo. Se hizo un silencio, una pausa que no cabe en el libro de Díaz Klaassen pero que de inmediato se hizo posible en ese momento impreciso. Como si no le prestara atención, pero mirándolo al Francés por el rabillo del ojo, Díaz Klaasen dijo que los personajes de la novela protagonizan una búsqueda algo frenética por encontrarle sentido a sus vidas, por intentar encontrarle sentido a la existencia en general, al funcionamiento del universo si se quiere. Las galletas de la fortuna (de las que yo había hablado antes) le servían un poco para hacer avanzar la trama, a modo de nodos a la manera de los quiebres de Bernhard o los epítetos homéricos. En eso, el Francés lo interrumpió con una risa burlona, una risa que decía «imbécil» con la boca abierta, que intentaba interrumpirlo diciendo que las galletas de la fortuna no eran chinas, pero Díaz Klaassen siguió hablando, diciendo que los mensajes de las galletas le servían para eso, para canalizar esa búsqueda. ¿Cuál búsqueda?, le preguntó el Francés, tratando de lograr conmigo una complicidad, pero luego el otro dijo que, en su opinión, hay mucha paranoia y narcisismo en la novela y sus personajes, y le echó una mirada al Francés, con lo que los intentos por entender la realidad o lugar en el cosmos están de alguna manera regulados por esa imagen del universo enviando mensajes cifrados a través de galletas de la fortuna. La fortuna no existe si no se escribe, sentenció el Francés. Creo que en ese momento se dio cuenta de que en algo sí estábamos de acuerdo. La conversación se tornó tensa: Díaz Klaassen y el Francés se miraban con los mismos ojos, unos ojos pequeños, como de un odio de amistosa verdura, y traté de quebrar la incomodidad preguntando a ambos si eran parientes. Parece que preguntar a la gente si son parientes es un riesgo habitualmente no calculado. El Francés dijo, como si leyera el mensaje oculto en el interior de una galleta china: La familia es, qué duda cabe, una maldición; y por un momento, en el que parecía que alguno de los dos iba a lanzar un puñetazo, o un escupitajo, o al menos otro insulto, Díaz Klaassen dijo: Habría que pensar en ese poema de Philip Larkin sobre no tener hijos; y entonces el Francés, que era el de los ojos más violentos, se fue tranquilizando: Pasa que luego no todas las maldiciones son desdeñables, respondió, y Díaz Klaassen refrendó el comentario: El libro busca reflejar un poco esa incapacidad para escapar de aquello que nos determina, es decir del pasado: amoroso, histórico, familiar fundamentalmente; y antes de que el Francés lo interrumpiera, continuó: Pareciera ser que el mundo al que el personaje se enfrenta tiene reglas que se le escapan y que no termina de comprender nunca; y entonces volvió la tensión cuando señalando al Francés dijo: Continuamente se va a topar con estas bestias que funcionan con otros códigos, y cuyos comportamientos pueden a lo mejor ser intelectualizados pero nunca del todo aprehendidos. Ni yo ni el Francés entendimos si esas bestias a las que se refería eran como el Francés mismo o como los ciervos, mapaches y alimañas que atravesaban el andar por la colina, en el zigzagueo ebrio que daba forma y ritmo al libro, o como Fritz y Beto, porque al final los amigos son otra forma de la animalidad.
Y ya sabes, dijo, todo es una tragedia familiar, una tragedia que pareciera ser eterna y circular, que se va a ver continuamente ridiculizada al contrastarla con seres incapaces de tener pasados, que de hecho sólo pueden vivir en un presente eterno. No sé, otra vez, si hablaba de Fritz, de Beto, o del Francés, que al parecer se intuyó a sí mismo como un ente sin pasado, o con un pasado limitado, delimitado, incluso, por los caprichos y necesidades de Díaz Klaassen, cosa que, por la mirada enrojecida, no le estaba gustando. El libro es un mapa para no encontrar ningún origen, para desencontrar, en todo caso, el origen heredado por una historia que, a partir de un momento impreciso, dejamos de reconocer. Así funciona En la colina, como una constante escritura telegráfica que borra la posibilidad de algunos pasados al reescribirlos. Uno no puede ser amigo de uno mismo. Es la conclusión final para mí. Uno ha de ser su más acérrimo enemigo. Es algo que se aprende leyendo En la colina, o subiendo y bajando la colina, como Sísifo, como cualquier castigado por el pasado que busca un futuro posible en la repetición, anhelando la diferencia y la novedad. EDUARDO RUIZ SOSA. CUÁNTOS DE LOS TUYOS HAN MUERTO (Candaya, Barcelona, 2019) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR El pasado ha pasado, el acontecimiento tuvo lugar, la falta ha tenido lugar, y ese pasado, la memoria de ese pasado, permanece irreductible, intratable. Derrida El libro se abre con esa cita de Derrida, y no puede ser más oportuna esta clave que nos deja Ruiz Sosa. Y lo es en dos sentidos. Por un lado, por la “tematización” del pasado que encontramos en varios de los relatos, especialmente en el primero: la memoria aparece como un espacio cerrado, ausente, irreductible a la certeza y, por ello mismo, territorio del relato, de la invención, del contar las historias que nos definen y se asocian a nuestro nombre, a nuestro sentido. Pero no se asusten: Eduardo Ruiz Sosa no está aquí repitiendo Anatomía de la memoria en versión relato. No es tanto la memoria como la muerte el tema central de Cuántos de los tuyos han muerto. Y la forma en que plantea el hecho, el acontecimiento y el significado de la muerte nos lleva al “por otro lado” de la cita antes mencionada. Creo que es especialmente interesante la otra parte de la cita, la que convoca el nombre del autor: Derrida. Porque hay una esencia derrideana subterránea, casi nunca manifiesta de forma discursiva, sino inserta en la misma construcción imaginaria y textual de este maravilloso libro. Recordemos que el padre de la deconstrucción arremetía contra la “metafísica de la presencia”, contra la idea de que las palabras convocan la presencia de la cosa mentada, y sostenía que, al contrario, es la ausencia de las cosas, su anulación, su desaparición, lo que permite y revela el lenguaje; por esta razón, el significado de las cosas no es nunca esencial, estable, eterno. Por esta razón, hay siempre una grieta. Esta ausencia original, este fundamento abismal sobre el que armamos la construcción de nuestro lenguaje y nuestro pensamiento se revela especialmente en el lenguaje literario, en el cual la aparente seguridad y estabilidad de la relación entre significante y significado se pone continuamente en duda. Ruiz Sosa, y esto es un logro literario especialmente destacable, traslada ese juego de desajustes ontológicos y abismos del significado a un terreno vital y dolorosamente humano. No hay que saber nada de Derrida para leer y disfrutar y entender estos relatos en que el cuerpo, la muerte, la familia y la memoria están en un baile continuo en torno a una ausencia: una muerte, una desaparición. Y en Cuántos de los tuyos han muerto hay siempre una ausencia que genera el relato porque el lenguaje, la identidad y la memoria son aproximaciones, variaciones o ficciones que buscan un fundamento que nunca está y que, en esa inaccesibilidad, motiva un discurso, un lenguaje que intenta convocar la imposible presencia. La primera frase del primer relato ya marca esa línea que nunca se abandonará y que adoptará múltiples y sorprendentes expresiones en los once relatos del volumen: «No sé en qué momento dejó de reconocerme». Ahí empieza el desajuste, la falta de identidad, la inestabilidad de la memoria, pero también la difícil ecuación entre lo aparentemente más incuestionable: la relación entre un cuerpo/significante y una identidad/significado. En cierto modo, en los once relatos que componen el libro, Ruiz Sosa indaga, a través de imaginativas variaciones, en esa saussiriana dualidad del “signo” que es el ser humano: con el cuerpo como el “significante material” y la identidad, el “nombre”, como el “significado”, es decir, la “parte inmaterial” del “signo humano”. Y esa relación siempre va a ser tan problematizada, puesta en duda, como Derrida hizo con la lingüística. Esta versión carnal y mortal de la deconstrucción es continua, es el hilo que articula todos los relatos. El segundo relato es especialmente importante para el libro, porque configura una imagen (la de una estatua a la que le falta una mano) recurrente en varios relatos y que será usada también como coda final. En ‘La garra de la estatua’, la muerte de la madre es una gran falta, un hueco intratable, irreductible e inaccesible; la memoria, el pasado, son opacos. Y la búsqueda de la mano que le falta a la estatua es una incógnita que no puede tener solución, que solamente puede generar mil significados, hipótesis, pero un solo sentido: su propia ausencia, la muerte: creo que sin decirlo, sin acordar de ninguna manera ni la búsqueda de la mano ni la entrañable deducción de los deseos de nuestra madre, nos dimos cuenta de que ella era la mano perdida y nosotros, que quedábamos ahí mancos amputados solos aunque estuviéramos juntos somos la estatua incompleta para siempre el deseo perdido. Pero es en ‘El dolor los vuelve ciegos’ donde esa asimetría entre nombre y cuerpo se lleva a unos extremos de belleza y terror a los que solamente Ruiz Sosa puede llevar al lector. Este cuento nos pone ante la dolorosa cuestión social de los desaparecidos en México. Aquí, la ausencia remite menos a un pasado que desaparece y se hace irreductible, y mucho más a otra característica de la desaparición: la indeterminación. Del mismo modo que la ausencia original es la que determina la indeterminación del signo que representa algo que no está, en este terrible relato los cuerpos son signos de un significado perdido: su hermano. Una y otra vez va a morgues donde debe decir «él no es», ante esos cuerpos muertos, esos cadáveres sin relato, sin nombre, en busca de un significado que los haga “ser”. Y una y otra vez debe decir «él no es». No voy a desvelar el desenlace del relato, que es absolutamente magistral; solo puedo recomendarles que lo lean, y que aprecien la cruel y sin embargo hermosa “rima” que se establece con el relato anterior, el de la mano de la estatua. Brillante es también el relato ‘El sanatorio de la intemperie’. Si en el relato del hermano desaparecido había un significado, un nombre, que no encontraba el significante que pudiera unirse a él, en este relato el juego es más complejo: el protagonista (“el Indio”) sufre un ictus y se le paraliza la mitad del cuerpo. Es un cuerpo mitad vivo y mitad muerto. Y la ruptura, la distancia, grieta se da ahora entre el significado que para el narrador tiene el nombre de “el Indio”, es decir, su ser (“ya no permite al Indio ser el Indio”), y el significante erróneo, partido por la mitad, que no encaja con el nombre. El nombre es el ser, y el cuerpo qué es, entonces. El cuerpo es el tiempo y es la muerte y es el silencio y es el error, la palabra mal escrita, cortada a la mitad, que no se puede leer, que no deja saber qué significa, que ya lo único que significa es la pérdida que había estado siempre ahí, desde que nació el signo, el cuerpo, la palabra, siempre con la ausencia a cuestas, pero disimulada, hasta que aparece, se manifiesta. Hay también una mano perdida aquí, toda una mitad, no solo la mano: toda la mitad derecha del Indio está perdida, oculta en la muerte: El Indio está encerrado adentro (...). El Indio es un objeto más allá de su cuerpo, un objeto encajonado en un cascarón que ya no le permite al Indio ser el Indio como si todos pudiéramos seguir siendo lo que somos más allá del cuerpo que somos. Basten estos tres ejemplos, porque la tentación es realizar un análisis completo de los once relatos desde esta perspectiva derrideana, pero no hay aquí tiempo y espacio para esa tarea. Sí me interesa destacar, antes de acabar, la habilidad con la que Ruiz Sosa crea unos argumentos verosímiles y apegados a la realidad (desapariciones, violencia de género, enfermedad, familia…) que son, al mismo tiempo, una profunda reflexión sobre lo que significa ser hombre, ser un cuerpo, estar expuesto al olvido, al tiempo y a la muerte. Esa “fisicidad” está presente en casi todos los relatos, salvo tal vez en ‘No tiene nariz ni ojos pero sí una boca’. Puesto que el tema de todo el libro es esa dualidad relato/cuerpo, este viene a ser un cuento metaficcional en el que se hace explícita esa cuestión: aquí lo que falta es el cuerpo, todo el relato es una voz perdida, libre, una especie de relato potencial, y por ser potencial, posibilidad, no es cuerpo, no es realidad, no tiene tampoco final: la voz va saltando de relato en relato, finge ser la voz del hermano asesinado cuyo cuerpo nunca apareció, va dando saltos, sin pies ni cabeza (chiste explícito con el título), como uno de esos espíritus malignos que en las películas de terror salen de un cuerpo y quedan flotando hasta que encuentran otro cuerpo del que tomar posesión.
Cuántos de los tuyos han muerto es, en definitiva, un grandísimo libro de relatos, en el que Ruiz Sosa mantiene esa prosa dura, honda y poética con la que maravilló a todos los lectores de Anatomía de la memoria, y en el que vuelve a demostrar que es un escritor con discurso, alejado del territorio de la ocurrencia y el efectismo, y que lo confirma como uno de los mejores narradores contemporáneos en lengua castellana. DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR. FACTBOOK (Candaya, Barcelona, 2018) por IGNACIO GARCÍA FORNET FACTBOOK: UNA DISTOPÍA EN TRES CANCIONES DE RADIOHEAD Había muchas ganas de leer lo nuevo de Diego Sánchez Aguilar como narrador, después de ese agudísimo y sutil retrato de las pequeñas miserias de la clase media que fue Nuevas teorías del orgasmo femenino (Balduque, 2016). Y la verdad es que no ha defraudado con una novela que escapa de cualquier etiqueta fácil, pese a que, cuando se habla de ella, está siendo habitual hacerlo en los términos de una distopía. Sobre esa premisa genérica se construye un discurso complejo en el que se alternan tres voces narrativas. Dos de ellas, la de Rosa, una profesora de pasado reivindicativo, desencantada con la sociedad en la que le ha tocado vivir, y la de Gustavo, su expareja, un exitoso guionista de televisión, egocéntrico, diletante y snob, a punto de criogenizarse, asumen la forma autodiegética. Un tercer personaje, innominado, que se dedica a revisar publicaciones en las redes sociales para perseguir a aquellos que se muestran disidentes con el sistema imperante, nos ofrece su voz como serie de respuestas a una entrevista de la que se nos han escamoteado las preguntas. Los tres componen una historia con muchos niveles de lectura perfectamente conectados entre sí, por momentos, de un lirismo subyugante, a partir del asesinato de tres grandes personalidades, que han aparecido ahorcadas en un toro de Osborne sobre el que se ha impresionado el logotipo de Factbook, una red social muy especial. Aprovechando la excusa musical que brindan los gustos de Gustavo, vamos a acercarnos a esta historia compleja y sugerente acompasando su avance al ritmo de tres canciones de Radiohead que, creo, constituyen un fondo adecuado. no surprises LA DISTOPÍA QUE ES Y LO QUE NO ES I’ll take a quiet life A handshake of carbon monoxide With no alarms and no surprises ‘No surprises’ (OK Computer, 1997) es una brillante sátira contra una sociedad aletargada, que se conforma con una felicidad consumista, que vive una vida estandarizada en la que no tiene cabida ningún sobresalto que saque al individuo de su miserable zona de confort. Muy parecido es el mundo que pueblan los personajes de Factbook, en el que, tras años de crisis económica, las nuevas generaciones han acabado asumiendo el empobrecimiento que se les impone como el único escenario posible. Lo estremecedor de la distopía que nos propone Diego es que es una leve evolución de lo que llevamos viviendo desde que estalló la crisis económica hace unos años, en los que los derechos sociales están retrocediendo progresivamente ante la pasividad de la mayoría. La sociedad que refleja Factbook está sometida por completo al poder de los Mercados, como si cualquier otra opción fuera imposible (¿os suena esto de algo?), algo que se encarga de garantizar un Estado policial que condena cualquier expresión disonante. Ese modelo social lo encontramos ampliamente desarrollado en los capítulos que corresponden a la tercera de las voces, la del defensor del orden oficial, que llega a citar a Parménides para cimentar la validez de su relato: —Pues eso es lo que hacemos aquí. Es la labor esencial de toda civilización, de toda cultura. Separar lo que es de lo que no es. —Exacto. Lo que se puede publicar, lo que se puede decir, es lo que es. Nuestro trabajo es limpiar el ser de nuestro país, hacer que España siga siendo como es y evitar que España sea como no es. —Los que piensan que puede ser de otra manera se están equivocando. Efectivamente hay una España oficial, cuyo discurso construyen diariamente los medios de comunicación, la televisión y las redes sociales convencionales, que, como en la canción de Radiohead que titula este epígrafe, aspiran a una sociedad conformista en la que la felicidad es algo impostado que se mide en el volumen de publicaciones con el que proyectamos nuestro yo ideal en internet, una España pensada para una clase media empobrecida y aborregada ante lo que le muestran las pantallas. En los capítulos en los que la voz corresponde a Rosa se insiste en esa idea de un estándar social que se inocula en el yo colectivo de un círculo social muy concreto. La voz del presentador está cuidada y diseñada para hablarnos a nosotros, a los que todavía tenemos un trabajo y vivimos en casas que pagamos con nuestro salario. Es nuestra voz y nuestro lenguaje; todo lo que está sobreentendido en ella somos nosotros, es nuestra vida y nuestro mundo. El silencio entre las palabras del presentador está compuesto por todas las leyes tácitas de la civilización occidental, por el dinero, el intercambio y la justicia de la deuda. La clase media, los votantes, los consumidores. Esa evolución hacia una sociedad cada vez más limitada y unidireccional se nos transmite con gran habilidad a través de las distintas voces pero es especialmente interesante un recurso muy efectivo en la voz de Rosa: la dispersa enumeración de los Change.org que ha ido firmando durante los últimos años, en los que se mezclan situaciones que hemos vivido realmente con otras que solo pertenecen a la ficción pero que resultan terroríficamente verosímiles. Firmé un Change.org pidiendo que no aplicaran la Ley de Terrorismo Global a un periódico satírico que hizo un chiste sobre la monarquía. Da mucho miedo el mundo que, con una inteligente economía de medios, se despliega ante nuestros ojos, sobre todo porque a veces cuesta distinguir lo que es realidad de ficción. No nos hace falta más para entender la sociedad en la que se mueven nuestros personajes, superándose anticuados discursos explicativos, habituales en el género distópico, todo un acierto de Diego en la construcción de su relato. Junto a los medios de comunicación, otra poderosa herramienta de cohesión social en el mundo de Factbook es la ficción televisiva, que ofrece una alternativa escapista o defiende los valores del mundo que es, frente al que no puede ser, según convenga. Buena parte de la historia de Gustavo tiene que ver con este motivo, dibujando una de las líneas argumentales de la novela más paródicamente divertidas. Me refiero al fáustico pacto con el Señor Guevara que le lleva a escribir sus dos series de éxito: Maquetas y Crisis. Desde su primera aparición en una de las sesiones que Gustavo organiza con sus amigos, el señor Guevara se nos muestra como una especie de Mefistófeles parecido a Andy Warhol que, vestido de negro y calzando unas botas Nike de suela color rojo infierno, se enfrenta a Gustavo con la superioridad de quien despierta un temor reverencial y parece controlar los destinos de quienes lo rodean. El “viaje” que le provoca a Gustavo la droga que Guevara le proporciona, en un cartoncito con una imagen del Fausto de Murnau en la que el diablo envuelve la ciudad con sus alas, lo enfrenta por primera vez en la novela con la aparición expresionista del diablo que parece guiarlo en la creación de sus dos series. La primera de ellas, Maquetas, es una sitcom semejante a Friends que vende a sus espectadores la hedonista libertad de unos personajes que viven el presente al margen de cualquier proyecto de futuro. La posibilidad de una evasión de la realidad es el mensaje más conveniente para las oscuras fuerzas que representa el señor Guevara y Gustavo va a encargarse de introducirla en cada hogar. El mismo escapismo lo encontramos en las RRSS convencionales, como Facebook, en las que se suceden las expresiones de exaltación de un yo hedonista y atractivo que pocas veces se corresponden con la realidad de sus usuarios pero les hacen mucho más digeribles sus vidas, como muy bien señala el investigador. Queremos parecernos a esos anuncios de cerveza, y eso está bien. Queremos que nuestra vida imite esos anuncios de cerveza, queremos ser felices, joder (...) y, si no podemos, aunque estemos hechos una mierda, queremos que el mundo, o que nuestros amigos, piensen que lo somos, y que nuestra vida es lo más parecido a un anuncio de cerveza. Tras Maquetas, Crisis, en clave dramática, desarrolla el discurso del sacrificio que tanto hemos escuchado estos últimos años; en una nueva alucinación, el personaje de Murnau le da las claves a Gustavo de lo que va a ser su obra maestra. Que la cruda realidad. Que el día. Que la solidaridad. Que la familia. Que iba a ser la serie de la gran familia que se apoya y se sacrifica y trabaja duro para sacar las cosas adelante. Que el espíritu emprendedor. Que la gente corriente. Que un canto a las pequeñas cosas buenas de la vida. Que la épica de lo cotidiano, que el sentido del deber, de pagar las deudas, de ser honrado y amar a tus hijos y a tus padres. El éxito de la propuesta de Gustavo es total y lo contemplamos a través de los ojos de Rosa en una de las imágenes más potentes de la novela: el destello acompasado de los televisores que se percibe en las ventanas de los edificios vecinos, conectados a una misma ficción, que dirige a toda una sociedad hacia un pensamiento único como si se estuviera produciendo la invasión alienígena de La invasión de los ultracuerpos y nos condujera a una sumisión en la que la palabra “vida” sustituirá a nuestra palabra “crisis”. Las pantallas encendidas en las ventanas de todos esos edificios, parpadeando, enviando señales eléctricas, como una imagen de la actividad neuronal del país. Él no se daba cuenta de ese poder, o lo fingía, o quería renunciar a él porque sabía que lo usaba de una forma perversa, aparentemente inocente. (...) Se realizaba, ante nuestros ojos, la sinapsis entre las pantallas y la imaginación de los espectadores. Mientras descansan, mientras cenan, los personajes de la serie les explican cómo son ellos, cómo es su mundo, cómo podrían llegar a ser. Pero, frente a esa España oficial, hay otra realidad que no tiene cabida en los telediarios o cualquiera de los medios que utiliza el Sistema para construir su discurso unívoco. A esa realidad es a la que da voz Factbook, una red social que funciona como negativo de Facebook y que aparece vinculada a los crímenes sobre los que gira la novela. El toro de Osborne se convierte en un sutil símbolo de esas dos realidades confrontadas cuando, ya en el primer capítulo, Rosa muestra su sorpresa al descubrir una realidad oculta tras el anuncio icónico, al contemplar en la televisión la noticia del asesinato del presidente de la CEOE. El reportero está debajo de las vigas: parece pequeño, parece perdido en esa ciudad esquemática de estructuras vacías y enormes a las que nunca había prestado atención cuando veía las siluetas de los toros desde la distancia de mi coche. La clave está en la mirada, la nueva perspectiva de Rosa es la que tal vez, nos lleve a otra posibilidad que pueda imponerse al castrante discurso admitido, el país de aquellos a quienes no está destinado el relato del telediario. Pero eso lo veremos un poco más adelante. idioteque LA SOLEDAD Y LA ALIENACIÓN Who’s in a bunker? Who’s in a bunker? I have seen too much. I haven’t seen enough. ¿Cómo son las relaciones entre los personajes de Factbook? Hacia el final de la novela, Gustavo expresa su devoción por ‘Idioteque’ (Kid A, 2000), canción de Radiohead, cuyo sampler suena acompañando el discurso de bienvenida del responsable de la empresa ilegal de criogenización que le va a facilitar el “suicidio” con el que tanto había fantaseado. Pero, más adelante, en el relato que está haciendo de su vida a modo de copia de seguridad de sus recuerdos para su despertar futuro, una confesión que debería representar su alma, la identificación del personaje con la canción y, más concretamente, con su videoclip se hace mucho más evidente. Nunca había pensado que ese videoclip, aparentemente neutro, poco importante, pudiera resumir de una forma tan perfecta toda mi vida de personaje de dibujos animados, mi vida de osito insignificante que da vueltas en la nada sin acercarse jamás a nadie. Efectivamente, Gustavo, que se define como egohólico, ha vivido siempre al margen de los demás, encerrado en una hermética burbuja, alimentada por cierto snobismo cultural y por las drogas, motor de buena parte de su biografía. El enfrentamiento entre el personaje y su familia, de perfil tradicional, es claro desde el principio y expresa un rechazo mucho más amplio hacia los convencionalismos del trabajador medio, gris, consagrado al cuidado de los suyos, para el que el deber siempre está por encima del placer. (...) era como nosotros, es decir, era otro pez en la corriente de las sesiones y de los proyectos artísticos infinitamente postergados y de las conversaciones sobre música, cine, arte y literatura con las que nos sentíamos tan especiales, es decir, tan únicos, o tan superiores a toda esa gente que madrugaba a diario para ir a sus trabajos de mierda en los que solamente la alienación y el embrutecimiento podía esperarles tras el café con leche y las porras que se comían ante nuestros asqueados ojos de habitantes de la madrugada eterna y química. Gustavo desprecia continuamente ese mundo real y se recrea muchas veces en una contemplación artística de sus propias vivencias, distanciándose de ellas al verse como el protagonista de una ficción, lo que lo lleva al autismo emocional y una profunda incomunicación con aquellos que lo rodean. (...) y, aunque sentía que debería hacer algo, que debería levantarme, y abrazar a mi padre, y tal vez llorar, veía cada una de esas posibles imágenes de mí mismo haciendo esas cosas como si fueran escenas de una película malísima que me daba una infinita vergüenza interpretar (...) En su retiro final en una Manga apocalíptica donde espera la criogenización que haga real sus fantasías suicidas, la incomunicación es también abrumadora. Los miembros de la comunidad que aspira a formar la empresa Investigation on Cryogenesis and Eternity (I.C.E) no interactúan entre ellos y apenas cruzan tímidas miradas en los escasos momentos que comparten en los espacios comunes, celosos de su burbuja solipsista. Se comportan como espectros que habitan planos distintos, en un espacio también fantasmagórico, propicio para una introspección en la que el vacío vital del personaje resulta obvio. Y, una vez que te das cuenta de que tu alma solamente es la acumulación de los tópicos narrativos y culturales que te ha tocado vivir, puedes sentir una especie de paz, una paz que se parece mucho a una derrota. El carácter de Gustavo chocaba en muchos aspectos con el de la Rosa más optimista, la militante que todavía creía en fenómenos como el del 15M. Su vivencia de ese acontecimiento es muy distinta y, así, mientras para ella todo es luz y cambio, cada amanecer entre las tiendas de campaña, el guionista no puede evitar una actitud cínica y descreída, que lo aleja de la emoción del momento, incapaz de conectar con los demás. Y yo podía ponerme los auriculares siempre que quisiera, para no escuchar los gritos de los que estaban siendo jodidos de verdad, los que siempre son los primeros en caer, es decir, los obreros, la mano de obra más barata y menos cualificada, los inmigrantes, toda esa gente que yo no conocía y de la que nada sabía y que ahora eran considerados por todos nosotros como nuestros hermanos, nuestros compañeros, cuando esa era justo la gente de la que siempre habíamos estado huyendo, la masa que no sabía quién era Bill Viola y que nunca había escuchado a La Velvet. Esa enorme distancia entre los dos personajes, lógicamente, acaba con una relación, que, retrospectivamente analizada por Rosa, no fue más allá de compartir aficiones y una cierta complicidad, un fracaso más entre una serie interminable que hacen de ella un personaje agotado, conectado con la realidad sólo a través de las pantallas de la televisión y de su tablet, en las que espera con ansiedad noticias de un nuevo crimen que rompa su rutina y acabe con un mundo en el que no es capaz de encontrar su espacio y que contempla desde su particular atalaya. Creo que no nos enfadábamos porque no esperábamos nada el uno del otro. No sé si él esperaba algo de mí, si lo decepcioné de alguna manera. Nunca me había planteado eso. Lo pienso ahora y me parece algo inverosímil, que Gustavo esperara algo de mí. Tampoco sé qué pensaba él de nada, en realidad. El aislamiento de los personajes, por tanto, es completo. Como hemos visto, ni siquiera en el entorno más privado de la relación de Gustavo y Rosa se produce una verdadera comunicación, de manera que la imagen del vídeo musical de Radiohead de esos dos osos que giran uno alrededor del otro sin llegar nunca a unirse es una metáfora perfecta de la gelidez que domina las relaciones humanas en esta distopía. Ahora bien, esa soledad y el ejercicio introspectivo que conlleva en los dos personajes centrales toma una deriva muy distinta en cada caso. De ello nos vamos a ocupar en el último apartado. how to disappear completely LA APOCALÍPTICA DISOLUCIÓN DEL YO This isn’t happening I’m not here I’m not here In a little while I’ll be gone The moment’s already passed Yeah it’s gone And I’m not here Como en la canción de Radiohead que da título a este último apartado (Kid A, 2000), la salida de Rosa y Gustavo del estancamiento en el que viven inmersos y el avance del relato pasa en ambos casos por una disolución del yo, que para mí tiene un mismo punto de partida, el sentimiento de culpa, pero una dirección muy distinta según de qué personaje se trate. Lo religioso cobra mucha importancia en la dimensión semántica de buena parte de la novela, de manera que la culpa conduce a los protagonistas a una especie de confesión. Gustavo busca sintetizar lo que ha sido, apresar su alma, en un discurso que permita recomponer su memoria, en previsión de algún problema en su despertar de la criogenización. El resultado lo lleva continuamente al sentimiento de asco y vergüenza por lo que ha sido toda su vida. La imagen de la pistola en la sien lo había acompañado desde bien joven, como una fantasía en la que desahogar su desprecio de sí mismo, acostumbrado a vivir una realidad paralela en la que solo él tiene cabida, incapaz de comulgar con nada que vaya más allá de su ego. O estoy aquí por la culpa, porque en algún momento empezó esta voz, de la que siempre me he querido librar con las drogas, a entonar el canto de la culpa. La culpa por qué; la culpa por todo, por supuesto… Sus contemplaciones alucinógenas de la realidad, el surfing, en el que las drogas llevan su percepción a otro nivel son un buen ejemplo de la desconexión del personaje de todo lo que no sea su propia burbuja, en un ensayo de desaparición que ahora va a llevar hasta sus últimas consecuencias. Todo en mi vida ha sido una forma de desaparecer, de no estar donde estaba, de no mirar donde se supone que había que mirar. Mesías de la Nada, como en algún momento de la novela la alucinación fáustica lo denomina, sacrifica esa obra maestra siempre postergada que de él se esperaba por creaciones televisivas comerciales, de dudosa ética y cómplices del poder, que no hacen sino alimentar el vacío, la insatisfacción, que lo han acompañado cotidianamente. (...) era un vacío porque era yo el que había vuelto, porque era mi mundo real, sin talento, sin arte alguno, el que había vuelto. La solución pasa por hacer real su fantasía suicida pagando con el dinero ganado en televisión una criogenización en vida, con la dudosa promesa de una reanimación futura, en una apoteosis de su individualismo, entregado al dios del frío. Se trata de desaparecer, de desvanecerse en este hotel condenado, en esta ciudad deshabitada (...) estamos negando el futuro porque no soportamos nuestro pasado. Por el contrario, la disolución del yo de Rosa tiene un sentido totalmente distinto, en su caso no constituye una aniquilación sino su integración en un grupo, el de los usuarios de Factbook, que se comportan espontáneamente como un todo orgánico, movidos por una fiebre apocalíptica. Frente al falso sentimiento de comunidad que vendía el presentador de I.C.E cuando hablaba de las bondades de su producto a un auditorio fantasmagórico y estéril, los usuarios de Factbook inician un movimiento de incierto destino pero que supondrá un cambio, muchas veces anticipado en la novela, como cuando Gustavo habla de la inquietud que en su elitista círculo se está despertando, que lleva a muchas fortunas a abandonar el país, o las visiones apocalípticas del investigador, sobrecogido por aquello que es incapaz de comprender. Cada vez que intentaba poner una imagen al líder o a los líderes de Factbook, fracasaba. Y entonces aparecía ese vacío extraño que hacía que tuviera que levantarme de la cama con palpitaciones, con asfixia. (...) Porque lo que veía en esos momentos era el mundo en llamas. Era el caos. (...) era esa imagen de un dios sin rostro y sin forma, un dios de la historia, del futuro o yo qué sé…, era esa imagen la que hacía que el corazón me latiera más rápido. A lo largo de la novela, asistimos al proceso de evolución de Rosa que pasa de ser una emocionada militante del 15M, con un pasado de joven antisistema, a una desengañada firmante de causas de Change.org, dominada por el fracaso cotidiano. Capítulo a capítulo, vamos viendo sus avances hacia el colectivo que compone Factbook, la red social paralegal a la que no le interesan las vidas falsamente luminosas de sus integrantes sino los datos puros que hacen a la sociedad ser como es. Otra vez el motivo de la confesión aparece, esta vez de forma explícita, ante una pantalla en la que se hace recuento de las faltas de un personaje, que pese a sus principios revolucionarios, se estaba integrando peligrosamente en el sistema que desprecia. Reverso negativo de Facebook, Factbook no le pregunta a Rosa “¿qué estás pensando?” sino “¿qué has hecho?” Y la conclusión de la profesora es que nada distinto de trabajar y consumir. También tenía vergüenza de estar en este piso, de ser una profesora que vive con un hombre, de estar en un sofá y no con ellos en las calles. Antes, cuando yo sabía hacer un cóctel molotov, cuando llevaba botas reforzadas, a eso lo llamábamos “aburguesarse”, lo llamábamos “morir”. Siguiendo la semántica religiosa, Rosa se comporta a veces como una figura profética, que proyecta visiones sobre el fin del mundo tal como lo conocemos, como cuando contempla las torres de oficinas que se pueden ver desde su apartamento, un claro símbolo del sistema contra el que se rebela. Cuando Gustavo se vino a vivir aquí, las torres estaban recién terminadas: ya no había grúas, ni focos. A veces, cuando había niebla, yo seguía viéndolas como una ruina. Veía superpuesta sobre la poderosa imagen que entregaban, la ruina que serán en el futuro, envuelta en niebla, con los contornos dentados e irregulares de los pisos altos desmoronados. A veces, pensaba en la Torre de Babel, de Brueghel el Viejo. Frente al individualismo hipertrofiado de Gustavo, Rosa ya proponía, cuando jugaba a sugerirle ideas para sus guiones, una ficción protagonizada por un colectivo impersonal que parece anticipar las reuniones de los seguidores de Factbook, al final de la novela. Una ficción donde desaparezca el hombre como individuo. Una historia de gente. Eso es lo que había que hacer. Estaba harta de individuos, le decía, harta de personajes. Despojada de su nombre y reducida a una cifra, Rosa se convierte en un componente más de un todo que se arrastra como movido por una fuerza superior hacia una suerte de juicio final. El sacrificio que deben asumir todos aquellos que profesan esta nueva fe pasa por renunciar a todo lo accesorio que servía para identificarlos cotidianamente y consagrarse a la esencia de los actos. Esa disolución del yo es lo que desconcierta al investigador que busca el sentido de esas publicaciones y un responsable para los crímenes que se han cometido, incapaz de entender qué puede llevar a esas personas a comportarse de forma tan atípica. Gente que de repente decide que tiene que escribir solamente hechos, que se borra, que se borra a sí misma: su nombre, su imagen, sus deseos… (...) Es como si Factbook fuera una secta que está esperando la aparición de un Mesías, de un dios que viniera a salvarnos, o a condenarnos, o yo qué sé. ¿Se da cuenta? No importan los nombres, no importa la individualidad de cada uno de los apóstoles. Una nueva fe en un dios primordial, vengativo e inmisericorde, que asume la potente imagen del toro de Osborne, arrastra a todos los descontentos usuarios de Factbook, como Rosa al campo. Otra vez las tiendas hacen acto de presencia, como en las acampadas del 15M, pero el optimismo de entonces se convierte en una fiebre que aspira a arrasar con el orden establecido sin una idea clara de qué es lo que vendrá, a la expectativa solo del próximo ahorcado, el nuevo sacrificio que se ofrece al dios del nuevo mundo, un dios del fuego frente al gélido dios al que se consagra Gustavo. Este discurso alucinado, cargado de retórica religiosa, es asumido también por el investigador, que traza el paralelismo entre la “secta” de Factbook y el nacimiento del cristianismo. Tampoco sé si los cristianos sabían a qué dios esperaban, qué nuevo mundo iban a traer con su extraña fe. Lo que sí que tengo claro, o casi claro, es que los que escriben en Factbook no lo saben. (...) Me parece que su única fe es la del apocalipsis, que su Espíritu Santo es solamente el espíritu de la destrucción. Efectivamente, todo parece indicar que algo está cambiando y va a arrastrar todo lo que el investigador daba por inmutable a su paso, como ese viento que sopla entre los hierros de la estructura del toro de Osborne al final de la novela y que parece dotarlo de vida reproduciendo un mugido metálico. Tal vez era necesario disolver el yo, con sus imposturas y elementos accesorios para que la distopía cayera. Como si ya, para siempre, este viento fuera a acompañar la vida en La Tierra. *Aprovechando que se cita tanta buena música en la novela,
el autor de la reseña se ha permitido hacer una playlist de Spotify. JULIO ESPINOSA GUERRA. DE LO INÚTIL (Candaya, Barcelona, 2017) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR El poeta chileno Julio Espinosa plantea su último poemario como un tríptico, o como una casa con tres estancias bien diferenciadas, pero unidas por un mismo techo: “Elogio a la piedra” es la entrada, un jardín zen que nos abre paso a “Cosas que hay que decir”, que es la sala de estar, la habitación más grande y ecléctica (y la que más espacio ocupa) mientras que con “Trasluz” entramos en un pequeño dormitorio, minimalista, íntimo, que cierra el libro. Antes de hablar de cada una de las partes, que merecen comentarios independientes, hay que señalar que, si queremos buscar un elemento que dé unidad a De lo inútil, debemos buscarlo en la vieja dualidad filosófica y romántica, rilkeana, de la relación entre el sujeto y el objeto, el hombre y el mundo que necesita ser nombrado cada vez, para evitar que se convierta en algo transparente, insustancial. De ahí el título, porque “lo inútil” es, según Julio Espinosa, aquello que “no sirve” al hombre, lo que no es instrumento, objeto. Lo inútil es el mundo ajeno y pleno, y es la poesía la encargada (con su eterna inutilidad) de posar su brillo sobre esas cosas que están fuera del hombre. Si leemos este poema podemos, incluso, usarlo como guía para introducir cada una de las tres partes del libro: Y ahí está lo que nos ha sido dado / lo que duerme bajo una piedra, / el ladrido de un perro, / la sonrisa de un extraño, / la noche misma y el sonido del mar. // Una colección de palitos resecos, / de antiguos billetes de tren / o de piedras / o de palabras escondidas en una postal. // Cosas que nadie quiere, / eso que llaman lo inútil, / y que, alguna madrugada triste, / algún año lejano, / le prende fuego a nuestro corazón. Los dos primeros versos pueden ser la clave para entrar en “Elogio de la piedra”: Y ahí está lo que nos ha sido dado / lo que duerme bajo una piedra. Pues en esta primera parte lo que vamos a encontrar podría incardinarse en esa estética que se llamó “poesía del silencio”, heredera de Paul Celan, y que tiene en Hugo Mujica, José Ángel Valente y Roberto Juarroz a sus más destacados cultivadores en lengua castellana. Es decir, una poesía que renuncia a lo histórico y social para buscar, en el interior, un lenguaje del origen, de “lo callado”. De hecho, el primer verso de esta parte, “Piedra adentro”, recuerda inevitablemente al “Sed adentro” de Hugo Mujica, y es toda una declaración de intenciones: se crea un espacio de materia y silencio en el que el tiempo se concentra como la materia, del mismo modo que esta poesía concentrada quiere ser piedra, silencio. Encontramos en “Elogio de la piedra” poemas cortos (en torno a los cinco a seis versos) de métrica breve (entre tres y ocho sílabas por verso), sin puntuación y sin título, como si todos ellos formaran un solo poema en varios movimientos. En todos ellos aparece el motivo de la piedra, que se convierte en concentración-símbolo de todo lo material sin nombre, de todo lo ajeno, lo que no es humano. Véase, por ejemplo, este poema, donde tragarse una piedra significa metamorfosis, pérdida de lo humano, es decir, de su lenguaje: Saco una piedra del río / la trago / y soy mar y pato y pez / corriente / ciudad deshabitada / de lenguajes. Como en la poética juarrociana, se puede apreciar la aparición de una verticalidad descendente, que busca en la materia el origen, que interpreta que, para hallar un lenguaje o un ser puro de las cosas, hay que olvidar lo humano, su lenguaje, su historia. Verticalidad hacia abajo y hacia adentro, hacia el silencio y la negación del hombre como sustento de las cosas (raíz), y no verticalidad humana, hacia fuera, hacia arriba (ciudad): No buscar decir / Desdecir / Retroceder en el abecedario / Y en el damero / construir con la sombra / de las piedras / una raíz / Nunca / una ciudad. Hay varios poemas en los que utiliza la técnica del infinitivo-imperativo de tipo impersonal que tanto empleó Juarroz, que se plantea como una orden o como unas instrucciones de uso poético-personal (Dejar crecer el polvo (...) Hundir (...) Y escuchar(...). Y, también como en el poeta argentino, vemos cómo las tres acciones son la clave de la propuesta: el “dejar”, que es el abandono de la humanidad, de los usos y lenguaje del hombre-sociedad-historia; luego, “hundir”, es decir, profundizar, hacia abajo, hacia el origen y el silencio de la tierra-piedra y, entonces, “escuchar”: porque, una vez abandonado lo humano (que siempre es dominio-hablar-nombrar-usar), debe o puede aparecer ese “respeto” por el objeto, esa humildad del sujeto que deja de hablar para escuchar algo parecido a un origen, a un misterio vedado para el hombre-sujeto: Y escuchar / el latido dodecafónico / del corazón / cuando nace. Si volvemos al poema ‘De lo inútil’, del cual decía que podía servir como explicación en cierto modo tanto del sentido general de este libro como de definición de cada una de sus tres diferenciadas partes, encontramos estos versos que, en mi opinión, explican lo que vamos a encontrar en “Cosas que hay que decir”, la segunda parte del poemario. Decía en ese poema: Una colección de palitos resecos, / de antiguos billetes de tren / o de piedras / o de palabras escondidas en una postal. // Cosas que nadie quiere, / eso que llaman lo inútil. Esta segunda parte encajaría con esa idea de “una colección de...”, y con la idea de “cosas que nadie quiere”. Hay un cambio de estilo muy acusado respecto a la primera parte: los poemas son más largos y tienen título; los versos también ganan extensión y se reduce esa concentración “mineral” de la primera parte; se usa la puntuación… Todos esos cambios formales están relacionados con una mayor presencia del “yo” biográfico, histórico, frente a la impersonalidad de la primera parte. El título, “Cosas que hay que decir”, también parece acercarnos a la realidad más cotidiana, a las “cosas” que reclaman una especie de dimensión ética del poema, con esa perífrasis de obligación relativa al decir. El orden de los poemas es (casi) alfabético, según la primera palabra del título de cada uno de ellos, lo que aporta ese sentido de diccionario, de inventario de cosas vistas, vividas, como recogidas de la observación (“Una colección de…”), más que la indagación abstracta y concentrada de la primera parte. No obstante, pese a estos cambios sustanciales, sigue estando presente ese tema central de la presencia y de la ausencia, del ser y del no ser, de todo aquello que no se nombra y forma parte del mundo. Pero aquí lo hace con una mayor presencia del yo humano, cotidiano, a diferencia de la primera parte, en la que el yo casi desaparecía o era un yo más poético, de la escritura. Así sucede en poemas como ‘Abracadabra’ (Desaparecer del mundo / para aparecer en el mundo / aunque nadie reconozca tu cuerpo, / aunque habites en el osario / de los espejos) o en ‘Al otro lado’ (Al otro lado / está la ciudad que no se hizo, / la ventana por la que no miraste, / la puerta que no llegaste a cruzar. (...) En realidad, es este tema el que da unidad al todo el libro, el que justifica que tres partes tan distintas estilísticamente puedan convivir sin extrañeza en un mismo volumen. Este poema, (titulado ‘Palabra’) que propone el abandono, el intento de borrarse a uno mismo del lenguaje, de dejar un lenguaje “puro”, es un buen ejemplo: Corto una pequeña rama del árbol. / La deshojo, una a una, / y queda ella sola, / verde rama sin hojas: / esta palabra mía / sin mí. Podemos encontrar dos grandes líneas poéticas en esta segunda parte. La línea “juarrociana”, paradójica, atenta a las contradicciones del hombre inserto en un mundo y un lenguaje que se muestra insuficiente, que restringe la experiencia del conocimiento y frente al que se propone una especie de rebelión poética. Y la otra línea, más cotidiana, más anecdótica, donde conviven Simic con Ángel González. La influencia norteamericana le da también a esta parte esa atención por los detalles puramente biográficos, ese intento de rescatar la poesía de lo cotidiano olvidado, de la poesía de las pequeñas cosas insignificantes, que aparecen ligadas a una presencia muy rotunda del yo en poemas como ‘Aproximación’: Me he despertado tarde. / Sobre las tejas cae el sol y seca la noche. / Bajo la sábana de franela las cosas parecen agradables. (...) Universo cotidiano. / Lo que no aparece en los periódicos. / El revés del derecho de la trama. También está la pura observación poética de lo cotidiano, como en el poema ‘Poética del gato’, cuya esencia es proyectar una mirada poética sobre algo que tenemos delante a diario y a lo que no prestamos esa atención poética profunda, es decir, “lo inútil”. Por eso (glosando groseramente a Heidegger), lo inútil, lo que no tiene “uso”, lo que no es “objeto” bajo el dominio del “sujeto-hombre”; y ese es o debería ser el espacio de la poesía, la señal donde el mundo se nombra a sí mismo, que es donde el poeta escucha la llamada para hacer aparecer eso, esa ausencia, esa presencia sin uso, sin nombre, en el poema. Esto se ve muy bien en el poema llamado ‘Simplemente’, en el que ya desde el título se asocia lo simple con lo auténtico y lo auténtico con la desaparición del yo y del lenguaje: Atrapar el silencio, dicen, / y me quedo detenido en medio del campo. // Silencio, dicen, / y simplemente se trata de abrazar el mundo, / de dejar descansar las palabras. El poema que da título a esta parte, “Cosas que hay que decir”, parece declarar esa necesidad de nombrar las cosas cotidianas con un respeto que eluda la metáfora, que evite convertir la cosa en instrumento para el hombre. El viejo intento de mirar las cosas sin “contaminarlas” con lo humano que se proyecta sobre ellas. La eterna separación entre el mundo de los hombres y el mundo que rodea al hombre: Hablaré de las líneas que corren por las manos / como si simplemente fueran / las líneas que corren por las manos. (...) No pretendo decir nada con esto. / Qué decir, en realidad. /Quizá solamente que los pájaros siguen volando / y yo quiero verlos volar, desdoblarse, cruzar el cielo.” La tercera y última parte, titulada “Trasluz”, es en realidad como un único poema dividido en varias partes, una de ellas incluso en prosa. Si volvemos al poema ‘De lo inútil’, que he estado usando para extraer de él una especie de autodefinición poética de cada una de las tres partes del libro, esta última se correspondería con los siguientes versos de aquel poema: eso que llaman lo inútil, / y que, alguna madrugada triste, / algún año lejano, / le prende fuego a nuestro corazón.
Porque aquí encontramos que “lo inútil” entra en contacto emocional y ardiente con “el corazón”, con un omnipresente “yo poético” que, en “una madrugada triste”, es decir, en un tiempo muy concreto, intenta explicar poéticamente esa relación o contacto o experiencia biográfico-poética de la extrañeza de las cosas y del hombre en medio del mundo. Es, tal vez, mi parte preferida de las tres. En realidad, es un solo poema, dividido en varias partes, en el que vuelve a desaparecer la puntuación (excepto en un poema en prosa), así como los títulos. Está protagonizado por un “yo” que, de forma casi narrativa, “cuenta” un despertar, un amanecer. El poema consiste en la poetización de una serie de elementos asociados a esa situación social del “despertar” o “levantarse de la cama”. Aquí, el café, la ducha, la toalla, los pasos dados del dormitorio al baño, son elementos a los que Julio Espinosa consigue dotar de una carga poética muy profunda, que demuestran de forma palpable que esas disquisiciones poéticas anteriores sobre la piedra, sobre la palabra, sobre el silencio y el mundo no eran “temas poéticos”, imposturas, cuestiones “filosóficas” ajenas o teóricas. Consigue magistralmente integrar todo lo anterior en una vivencia común y cotidiana. El elemento casi narrativo se llena de ese lenguaje interior confuso que nos acompaña siempre y que el poeta consigue concretar aquí con una voz poética poderosa y sutil al mismo tiempo, en lo que me parecen los momentos más altos del libro. Un ejemplo, que nos sirve también de cierre de estas impresiones de lectura: Camino por la habitación oscura / con los ojos abiertos / Sé cuántos pasos hay / del cabecero de mi cama / a la pared / De los pies de la cama / al baño / De mi mano / al interruptor de la luz // Cuando la enciendo / mi insignificante sabiduría de silencios / muere / Los ojos / llenan de palabras / el mundo |
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