LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
MARÍA MARTÍNEZ BAUTISTA. GALGOS (La Bella Varsovia, Madrid, 2018) por CRISTÓBAL DOMÍNGUEZ DURÁN María Martínez Bautista (Madrid, 1990), ha recogido en Galgos unos poemas que, según ella misma, se han ido gestando a lo largo de diez años. Desde luego, en este caso, la duración del proceso de escritura se percibe en los treinta y tres textos que integran el libro por la guiada dicción que articula la voz poética y por el mimo con el que las palabras han sido elegidas, como ladrillitos de una casa que no se erigiría con otros tan siquiera parecidos.
A lo largo del libro, Martínez Bautista despliega unos versos que parecen provenir de una cotidianidad iluminada. El sueño que puede ser el ritual de la rutina se ve interrumpido por un despertar que abre las puertas a lo que hay más allá de lo presente. La de la poeta es una voz siempre pendiente a la latencia de lo invisible, en la espera y observación para ver qué hay detrás de lo que se nos muestra a priori, con la paciencia para ver más allá a través del lenguaje. En Galgos se trabaja profundizando en los elementos de la realidad y sus dobles apariencias, como la del agua «que se revela turbia en su conjunto / y es clara cuando bebes, cuando nadas». También recorre el libro una mirada nostálgica que no es celebración del recuerdo ni mucho menos, sino una búsqueda de sentido mediante lo que ha permanecido en la memoria, como puede verse en el poema ‘La siesta de los padres’. Con el paso de las páginas, los poemas nos van enseñando su objetivo de ser puentes, de establecerse como el cuerpo de un diálogo entre lo que es material y lo que no, pues hay en ellos un acto de generosidad paradójica plasmado en el verso «Yo la que soy para que tú no seas». No es de extrañar, siguiendo esta interpretación, la aparición del díptico ‘La ceguera de Piero’, propicio para trabajar esta dicotomía desde la no visión, o la segunda parte del libro, con la interlocución con otras vidas que pudieron ser, donde el misterio no está ahora tras unos párpados sino tras los muros de unas casas. Así es lo innombrable: «un cielo caudaloso, / móvil como los ríos que arrastran los cadáveres / y solo logran inclinar los juncos». A lo largo de la tercera y última parte del libro se suceden poemas memorables como ‘Los galgos’, una respuesta contra la tristeza vulgar, ‘Asinelli y Garisenda’, que funciona como una postal de un viaje a Bolonia: «Bajábamos / por esta calle roja de la tarde / y de repente el vértigo en el suelo, / la altura enferma de las dos gigantes: / las torres que no arrasa la violencia, / las torres que respetan los temblores / mientras vuelven iguales las casas y el escombro, / las rojas torres del orgullo antiguo. / Se acercaban feroces a nosotras. / Sobre ellas un cielo caudaloso, / móvil como los ríos que arrastran los cadáveres / y solo logran inclinar los juncos»; o el que cierra el libro, ‘Los ancianos durmiendo’, donde se intuye la muerte a través de las bocas abiertas de los viejos: Conoceréis la muerte por las bocas vacías de los viejos que duermen a deshora. El sueño se los lleva a la frontera, sus ojos se van altos y se van lejos, sus manos moteadas cogen fuerte el hilo transparente de la vida: lo poco de futuro, los mares de momento del pasado. Estaréis en los trenes, donde el sueño es un don de los incautos, y hablarán de la muerte las bocas que no encajan. Pensaréis en el hilo y en los vuestros. Otra vez el temor, como el veneno de un insecto antiguo, de morir lejos o que mueran mientras. Nos dejó María Martínez Bautista un libro difícil de acabar en el buen sentido. Un poemario atravesado por un hilo nostálgico, curioso y paciente para que llegaran a él, varados, los mejores versos.
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JOSE A. MIRANDA Y PAULO DÍAZ. RETALES (Fantasma, Almería/Aguascalientes, 2019) por A. L. GUILLÉN Conocí a Jose en el concierto de presentación de Sefronia Tres, un disco que venía a tratar la muerte del ego artístico a través del nacimiento de la hija. Ese día él me regaló un panfleto poético, Fandango Revolución. Yo comenzaba entonces a leer a Debord. Esa insinuación de fuego flamenco en coito con la que yo consideraba entonces potencia intelectual de Debord parecía tener sólo sentido en él, en este panfleto. Yo no había visto otro panfleto igual. El texto de Jose y Elena se refería a un fuego de poesía que disolvía la propia literatura. Este fuego procedía cuestionando qué es la poesía, qué es la literatura, qué degeneración ha sucedido para separarlas de la Vida. Sin querer retarles, les retaron. Retales es una palabra grave, lo que sigue es una especie de sugerencia esdrújula, un Rétales. De los retales de la madre al rétales del hijo. Entrando en esta geografía de retales de Jose A. Miranda, planteo si es posible separar el Jose que reflexiona del que dispara retales que llaman versos. Ya adelanto que mi conclusión es esta: no se puede. Y la esencia de esta imposible separación ejemplifica el propio problema de la poesía separada de la Vida, y de la reflexión crítica separada de la poesía. Voy a saltar como un ebrio Shaolin entre esta falsa dicotomía, entre dos polos (pues reflexionar es crear, versificar es reflexionar) hasta conseguir disolverlos en una conjunción, en un lugar: en la Vida. Hay un marco de reflexión que se dirige a la raíz. Puedo decir del trabajo de Elena y Jose, dando a conocer en Almería con su distribuidora Fantasma los materiales para la némesis de la Gran Enfermedad de nuestro mundo, que me ha emocionado de forma poética. No es posible erradicar con luz el problema del desarrollismo, la producción, la mercancía y el aparato democrático capitalista si no nos identificamos como seres privados, de manera autoritaria, de Vida. Si no sentimos poéticamente, a través de la palabra que reflexiona y versifica, la obligación del fuego, contra la muerte que nos infligen en vida. Aquí, cada retal de Jose, cada verso, sólo puede emanar de la emoción poética de un estar en el mundo a la luz de la crítica de toda institución que mantenga la extinción del deseo. ¿Existe la institución de la poesía con mayúsculas?, ¿de la literatura con mayúsculas? Si nuestra manera de vivir, aún “poetas”, imita, colabora, asimila la institución política, ¿puede ser la palabra poética sólo el verso malabar egótico de una camarilla, y ser vendido como poesía?, ¿puede ser esa palabra el agente esencial de la reificación de la poesía?, ¿puede ser el “poema cuyo principio, cuyo final, es su único argumento”? En cada retal de Jose parece gritarse en silencio (él es silencioso como Miles en In a silent way) una verdad, una extraña verdad en la que se imbrica esa verdad con la reflexión crítica sobre la vida que tenemos, que nos dejan. Este grito, que interpela en silencio, nos dice sobre cómo se dirige alguien de forma radical con el deseo de actuar sin concesiones. Es un espejo de un anhelo, de una necesidad, un mirar a los ojos a todo y a todos. No hay rasgo de narcisismo literario aquí. Y eso incluye el cómo decir; lo que sobra se quita: la cerilla puede ser diminuta pero reducir a ceniza entrópica una Catedral de Nuestra Madre. Al ser un complejo espejo de esta subjetividad del anhelo emancipado, es el espejo de todos los que, de algún modo, anhelamos. Con los materiales Fantasmas sigo aprendiendo a cuestionarme y cuestionar, a emocionarme por hacer. En los versos de Jose me veo. En la necesidad de hacer, de mirar con lambreazos de Fuego a los ojos de los demás, porque sí que pueden ver y verme. ¿Si muchos ojos ven se cierra el Gran Ojo? O no. Pero ya actuamos prendidos.
Nos encontramos en Retales con este hermoso objeto, de aspecto casi sacro (un “misario”, oí decir en las redes con la superficialidad “ilustrada” con la que se describe habitualmente hoy cualquier objeto con el que religar, o todo aquello que huela a “religión”). Aspecto de Libro Rojo Jungiano, del De Imitatione Christi de Thomas de Kempis con el que Jung soñó. En este sentido, y a favor de mi sugerencia sobre el saber sobrenatural de ese Fuego, éste es un libro sembrado de imágenes de potencia alquímica, de Paulo Díaz (México: donde jamás la revolución dejó de lado por imposición ilustrada ninguna apocalíptica religiosa-revolucionaria: donde la muerte está). Dialoga oblicuo, sugiere, a los versos de Jose. Desfilan dioses antropomorfos, cristos y figuras marianas, de Paulo... pero “contaminador” de símbolo religioso más anterior y profundo a la cristiandad: tauroctonía mitráica, inversiones odínicas de murciélagos, cráneos dhármicos, dioses abrahánicos que viajan sobre la serpiente: aquella que simboliza el pecado del conocimiento emancipatorio del hijo sobre el poder del dios paterno astral.
Veo que los Retales se despliegan así con tal iconografía simbólica, o se repliegan germinativamente, hacia un magma que disuelve nuestros egos, en pos del Impersonal Sacro Revolucionario: el magma arquetípico primordial. El antes del yo, el antes del nosotros, que nos transmuta en Nosotros del Fuego. El Nosotros del Fuego supera la Abstracción Colectiva Ilustrada Revolucionaria. Por ello, Retales nos hace volver, y renacer, en una forma de estar en el mundo que yo llamo la Sagrada Emancipación. —Sólo la palabra medium puede nombrarla. —Sólo nuestra salida, nuestro destete, del aparato tecnológico-desarrollista capitalista democrático nos puede hacer actuar con Amor. —Sólo el Amor Impersonal previo-posterior a nuestros egos puede prender el Nosotros del Fuego que deseamos. El Fuego más acá y allá de toda poesía y de toda teoría crítica. El Fuego de la Vida: «El cambio climático lo producen tus venas». FRANCISCO DÍAZ KLAASSEN. EN LA COLINA (Candaya, Barcelona, 2019) por EDUARDO RUIZ SOSA ESCRIBIR CONTRA EL AUTOR [CONVERSACIÓN CON FRANCISCO DÍAZ KLAASSEN] No sé todavía qué es lo que hace que dos individuos establezcan un vínculo de amistad. Entiendo que la historia común ayuda, es decir, una historia compartida, digamos, desde la infancia. O desde la adolescencia. Un modo de relacionarse que es más bien producto del azar y de elecciones compartidas que no de intereses concretos como los que podrían tener dos adultos que nunca coincidieron en el pasado y que un día, luego de encontrarse, caen en cuenta de que esos intereses concretos, aunque diversos, incluso divergentes, los empujan a un futuro semejante. Esto le pasa al Francés, el personaje de En la colina, del escritor chileno Francisco Díaz Klaassen (Santiago, 1984): recuerdo un comentario de Facundo Cabral sobre la amistad, cuando citaba un verso del poeta Jorge Guillén, o un comentario que luego se convirtió en un verso, o cualquier cosa parecida que sonaba así: «Amigos, y nada más. El resto es selva»; lo que le pasa al Francés es que en la selva, en el bosque, en esa colina que zigzaguea borracho todas las noches que transcurren en la novela, encuentra a esos amigos divergentes, Beto y Fritz, a quienes bien podía haberles dicho otro verso, de otro chileno, de Neruda, en Farewell, que dice que «para que nada nos separe, que nada nos una». Ciertamente Neruda es tramposo en muchos de sus versos, pero quizás aquí tiene razón. Nos une el futuro, y como el futuro no existe, nada nos separa, podría ser la primera conclusión. Esas formas de la amistad, que son una manera de vernos desde afuera, de encontrar un «yo que no soy yo» y que nos ve desde la periferia, se extiende salvajemente en la novela donde se emborracha el Francés. A veces pienso que Díaz Klaassen es el Francés. A veces pienso que no. En ambos casos, estoy seguro, de manera intermitente, tengo razón. El problema es que, hablando con los dos, al mismo tiempo, es difícil ponerse de acuerdo. O es difícil que entre ellos dos se pongan de acuerdo. En un punto, quién sabe dónde, le pregunté al Francés, o a Díaz Klaassen, ya no estoy seguro, si pensaba que la escritura es siempre una escritura contra algo, es decir, no un ajuste de cuentas, al final eso es imposible o demasiado sencillo, sino una suerte de continua lucha contra la sombra (¿no es así como se conoce cierta práctica solitaria de los peleadores cuando golpean al aire como si el enemigo fuera una ausencia, o ellos mismos divididos en dos, un peleador con cuerpo y otro sin cuerpo?, ¿no es eso la escritura?). Entonces Díaz Klaassen me contó una historia. Me habló de un maremoto en el sur de Chile en 1960, en Valdivia, donde su presente pudo haber quedado barrido por el peso del océano: Mis bisabuelos, dijo, vivían en un pueblo pequeño que bordeaba un puerto, uno de esos pueblos en los que todos se conocen entre sí; cuando el mar se recogió, los pescadores hicieron que todos corrieran a los cerros porque tenían claro lo que iba a pasar a continuación; a medio camino, mi bisabuela, la omama (era alemana), se dio media vuelta y volvió corriendo porque se había olvidado de algo: cuando estaba poniéndole llave a la casa llegó una ola gigante que la destruyó a ella junto con el pueblo. ¿A tu bisabuela la mató una ola gigante?, le pregunté, no sé si para acentuar la obviedad o el absurdo. Entonces dijo que tal vez hay algo en esa muerte ridícula a lo que vuelve una y otra vez en lo que escribe. Como si la afectación, continuó hablando mientras el Francés escuchaba, silencioso, esa afectación, pues, con la que solemos hablar de las tragedias, podría ser la misma afectación con la que solemos hablar de la vida, y como si en ese dejar fuera los elementos absurdos nos faltara un grado de entendimiento respecto a la realidad. ¿A la realidad literaria le hace falta el sentido del ridículo?, le pregunté. El Francés, o Díaz Klaassen, es serio al principio. Gesticula, mueve las manos, hace aspavientos. Como habría dicho mi abuela de haberlo conocido: Hay que darle una bofetada para que hable y dos para callarlo. En ese sentido, dijo, uno mismo, la idea de uno mismo que se pueda tener, es decir cualquier tipo de definición, siempre va a traer consigo una cuota de ridículo: a menudo nos preguntamos qué pensaría alguien, un extraño o incluso un conocido, si pudiera vernos cuando estamos completamente solos, creo que en este libro quise preguntarme, dijo, qué pensaría yo mismo: yo, que sé lo que escondo y lo que muestro, ¿qué pensaría de un yo que no soy yo? Esa última frase parece sacada de una galleta de la fortuna, le dije, y el Francés se me quedó viendo como si me odiara. El Francés, cuando subía y bajaba la colina de su libro, que es la misma colina que la de su pueblo, uno de esos pueblos en los que todos se conocen entre sí, como él mismo había dicho, abría galletas de la fortuna, chinas, según parece, y surcaba el monte entre ciervos y mapaches leyendo una especie de sabiduría barata y profunda, como toda la sabiduría de los borrachos, que viene de cualquier parte y lleva a todos lados. Quiero decir, que es una sabiduría encontrada donde sea, que siempre abre caminos, aunque sean caminos para perderse. ¿Qué buscas?, le pregunté. Yo quería escribir a la manera de los borrachos que avanzan en zigzag, dijo Díaz Klaassen, así de simple y así de complejo, no sé si lo habré conseguido: me fascinaba ese ritmo, esa mezcla de torpeza con dosis de gracia desinhibida e intempestiva, quería emularlo con la escritura y me pareció que el estilo aforístico era el que mejor se prestaba para crear algo que avanzara por medio de pausas, es decir, un ritmo a partir de quiebres constantes. Por primera vez en la conversación, el Francés lo interrumpió bruscamente: O eres un imbécil o eres un genio, le dijo. Se hizo un silencio, una pausa que no cabe en el libro de Díaz Klaassen pero que de inmediato se hizo posible en ese momento impreciso. Como si no le prestara atención, pero mirándolo al Francés por el rabillo del ojo, Díaz Klaasen dijo que los personajes de la novela protagonizan una búsqueda algo frenética por encontrarle sentido a sus vidas, por intentar encontrarle sentido a la existencia en general, al funcionamiento del universo si se quiere. Las galletas de la fortuna (de las que yo había hablado antes) le servían un poco para hacer avanzar la trama, a modo de nodos a la manera de los quiebres de Bernhard o los epítetos homéricos. En eso, el Francés lo interrumpió con una risa burlona, una risa que decía «imbécil» con la boca abierta, que intentaba interrumpirlo diciendo que las galletas de la fortuna no eran chinas, pero Díaz Klaassen siguió hablando, diciendo que los mensajes de las galletas le servían para eso, para canalizar esa búsqueda. ¿Cuál búsqueda?, le preguntó el Francés, tratando de lograr conmigo una complicidad, pero luego el otro dijo que, en su opinión, hay mucha paranoia y narcisismo en la novela y sus personajes, y le echó una mirada al Francés, con lo que los intentos por entender la realidad o lugar en el cosmos están de alguna manera regulados por esa imagen del universo enviando mensajes cifrados a través de galletas de la fortuna. La fortuna no existe si no se escribe, sentenció el Francés. Creo que en ese momento se dio cuenta de que en algo sí estábamos de acuerdo. La conversación se tornó tensa: Díaz Klaassen y el Francés se miraban con los mismos ojos, unos ojos pequeños, como de un odio de amistosa verdura, y traté de quebrar la incomodidad preguntando a ambos si eran parientes. Parece que preguntar a la gente si son parientes es un riesgo habitualmente no calculado. El Francés dijo, como si leyera el mensaje oculto en el interior de una galleta china: La familia es, qué duda cabe, una maldición; y por un momento, en el que parecía que alguno de los dos iba a lanzar un puñetazo, o un escupitajo, o al menos otro insulto, Díaz Klaassen dijo: Habría que pensar en ese poema de Philip Larkin sobre no tener hijos; y entonces el Francés, que era el de los ojos más violentos, se fue tranquilizando: Pasa que luego no todas las maldiciones son desdeñables, respondió, y Díaz Klaassen refrendó el comentario: El libro busca reflejar un poco esa incapacidad para escapar de aquello que nos determina, es decir del pasado: amoroso, histórico, familiar fundamentalmente; y antes de que el Francés lo interrumpiera, continuó: Pareciera ser que el mundo al que el personaje se enfrenta tiene reglas que se le escapan y que no termina de comprender nunca; y entonces volvió la tensión cuando señalando al Francés dijo: Continuamente se va a topar con estas bestias que funcionan con otros códigos, y cuyos comportamientos pueden a lo mejor ser intelectualizados pero nunca del todo aprehendidos. Ni yo ni el Francés entendimos si esas bestias a las que se refería eran como el Francés mismo o como los ciervos, mapaches y alimañas que atravesaban el andar por la colina, en el zigzagueo ebrio que daba forma y ritmo al libro, o como Fritz y Beto, porque al final los amigos son otra forma de la animalidad.
Y ya sabes, dijo, todo es una tragedia familiar, una tragedia que pareciera ser eterna y circular, que se va a ver continuamente ridiculizada al contrastarla con seres incapaces de tener pasados, que de hecho sólo pueden vivir en un presente eterno. No sé, otra vez, si hablaba de Fritz, de Beto, o del Francés, que al parecer se intuyó a sí mismo como un ente sin pasado, o con un pasado limitado, delimitado, incluso, por los caprichos y necesidades de Díaz Klaassen, cosa que, por la mirada enrojecida, no le estaba gustando. El libro es un mapa para no encontrar ningún origen, para desencontrar, en todo caso, el origen heredado por una historia que, a partir de un momento impreciso, dejamos de reconocer. Así funciona En la colina, como una constante escritura telegráfica que borra la posibilidad de algunos pasados al reescribirlos. Uno no puede ser amigo de uno mismo. Es la conclusión final para mí. Uno ha de ser su más acérrimo enemigo. Es algo que se aprende leyendo En la colina, o subiendo y bajando la colina, como Sísifo, como cualquier castigado por el pasado que busca un futuro posible en la repetición, anhelando la diferencia y la novedad. MARICRUZ GARRIDO. SIEMPRE ES DEMASIADO [Evocación a María Zambrano] (Ánfora Nova, Córdoba, 2019) por MANUEL GUERRERO CABRERA El pensamiento, vida y obra de María Zambrano (Vélez-Málaga, 1904 – Madrid, 1991) han sido motivo de interés para los estudios contemporáneos; citemos como ejemplos recientes el estudio de Juana Castro en Editorial Sabina de 2016 o la edición de Javier Sánchez Menéndez de sus poemas en La isla de Siltolá de 2018. La escritora Maricruz Garrido Linares (Priego de Córdoba, 1958) realiza su aportación de manera creativa con Siempre es demasiado: poemas basados en sus aspectos filosóficos y vitales, recreando el espíritu de la autora malagueña. Garrido, que tiene una dilatada trayectoria poética y cultural (fue responsable del Aula de Literatura de Priego durante una década), vuelve a la poesía después de Festum (2017), un canto a la cultura latina en la localidad de Almedinilla, y del corte social de Café pendiente (2015). Hallamos tres posibles tipos de poemas en Siempre es demasiado. El primero lo conforman aquellos en los que se reconstruye su personalidad e inquietud, versos en los que Garrido consigue acercarnos a la agitación personal de Zambrano: La noche es mi refugio, mi noche inacabada y la brisa nocturna, evoca en mi memoria el hogar natural, la infancia desterrada, la sed de eternidad, del duermevela oculto, mas ando desmembrada, como brújula que no encuentra su norte, huida de la nada. Ser ella misma, deberse a ella misma, inventar una utopía… son algunos de los motivos con los que Maricruz Garrido ha escrito algunos de este primer tipo de poemas. Un segundo grupo trata de reconstruir el pensamiento de María Zambrano, o inspirarse en él, para ser más preciso; como entender la razón como aurora, o cuando dice ser «ciudadana del mundo» o «peregrina de todo», o cuando habla sobre la palabra: No sé si soy yo misma o es otra yo, que me acompaña en este arduo viaje de peregrinaje oculto para tratar de salvarme a través de esta palabra libre que elevo a lo imposible. El tercer grupo, el que más está presente en el poemario y que resulta el más interesante, es el que se inspira en aspectos vitales, como aquellos en los que aparece Araceli, la hermana de María: Yo sé que estás ahí, pues cada paso mío se entristece al no verte, […] en espera que un día de nuevo nos despierte un gato azul burlón retozando a tu lado. El exilio y España también se incluyen aquí, en especial, porque Garrido nombra el recorrido de Zambrano por el mundo y las personas que se relacionaron con ella. Cuba, tan bella como una luz de tarde, al igual que Xirau, Valladolid antiguo, o Morelia, San Nicolás, Michuca, México intenso y profundo. […] Salinas fue mi apoyo al tomar frente fijo y me encontré de nuevo mi corazón sangrando, apasionado y regio donde siempre habitó. Maricruz Garrido emplea un estilo intimista generalmente en este poemario, aunque en ocasiones tiende a lo reflexivo mediante el uso del verbo «ser», «vivir» y similares; y opta por imágenes claras y resolutivas. Con todo ello, la escritora prieguense arroja una visión personal con la que reconstruye la figura de María Zambrano, que nos resulta nítida en los versos que cierran este Siempre es demasiado: Yo sé que siempre he sido viva luz de mí misma,
un canto estremecido, soledad sumergida, territorio de nadie, mirando en mi pupila la desnudez del alma. DAVID ACEBES. UNA DÉCIMA PARTE DE MÍ (PiEdiciones, San Juan de la Arena, 2018) Por MIGUEL ÁNGEL REAL El escritor vallisoletano David Acebes Sampedro nos presenta en este libro todo un homenaje a la poesía del siglo de Oro español, y más particularmente a la décima, una estrofa de gran tradición en nuestra lírica. Escritas con virtuosismo y elegancia en un tono eminentemente clásico, las décimas que componen el libro nos ofrecen una poesía humana que se enfrenta a los temas tradicionales de la literatura: el paso del tiempo, el sentir, la esencia del existir y el desasosiego en las relaciones con la persona amada. Poco a poco, partiendo de citas de Francisco Brines, Clara Janés o glosando versos de Lope de Vega o Jorge Manrique, se van desgranando preguntas sobre el futuro, sobre el absurdo del vivir y sobre el silencio, que es lo que vuelve inestable nuestro acercamiento al otro.
La búsqueda del sentido se enfrenta en sus versos al fatalismo (“lo profundo es el abismo”), oponiéndose al “lo profundo es el aire” de su paisano Jorge Guillén, otro gran creador de décimas. Se vislumbra además cierto cansancio para afrontar la realidad, incluso cierta desidia para reivindicarse como persona en un mundo en el que debemos constantemente justificar nuestras elecciones, porque el poeta es alguien “que zozobra con la gente / en un magma de pereza / donde yerra la proeza / de saberse diferente”. David Acebes nos presenta entonces la disyuntiva entre permanecer ocultos, solos con nuestras consideraciones, y el hecho de enfrentarnos a un mundo que somos incapaces de abarcar y de comprender. El poeta sabe que ninguna de estas posibilidades es perfecta: la simple contemplación hace de nosotros un “payaso de pura raza”, un “arlequín iluminado”, y de este modo plantarle cara al futuro no puede redimirnos ni del pasado ni del destino. ¿Qué queda pues? Refugiarse en el pasado tampoco es viable. A pesar de la fragilidad que supone toda relación, debemos volver a la presencia del otro, a su ser concreto (“Imprima forma el favor / a tus ojos singulares”), a los sentidos, aunque vuelve a quedar de manifiesto una voluntad contemplativa y silenciosa frente al mundo, puesto que al avanzar en el poemario queda claro que el amor es, ante todo, fuente de turbación “que sucumbe como un leño / en las brasas de una hoguera, / donde quemo la quimera / de un pasado que desdeño”. El pasado, precisamente, es un “tiempo condenado” por nuestros errores, o por las relaciones amorosas fallidas. Una de las soluciones propuestas, como digo, es la de esperar (“a la espera de que el día / amanezca sin quebranto” o “posterguemos el ocaso / al instante de la muerte”.) Pero aunque puede entreverse un conato de esperanza en la persona amada, (“¿de qué sirve la esperanza / cuando faltas de mi lado?”), el libro avanza hacia un hondo pesimismo, porque la soledad no puede ser una solución (“en ti mismo está el abismo / que corrompe tus entrañas”) y la vida se vuelve un lugar inhabitable. A pesar de la cita final de Guillén (“De la desesperación / Va surgiendo la esperanza”), se diría que sentirse lleno de energía vital es para Acebes un quiero y no puedo, puesto que la penúltima décima del poemario nos precisa lo siguiente: “¿Y para qué sentirse ala / en un cielo tan absurdo / donde básicamente urdo / un futuro sin escala?”. En resumidas cuentas, consigue el poeta elaborar un libro rico, denso en emociones, al que el tono clásico al que aludíamos al principio le da un carácter intemporal. Esa unión de fondo y forma, poco habitual en el panorama poético actual, hace que aprendamos, tal y como dice Fermín Herrero en el prólogo de la obra, mucho más que la décima parte de un autor generoso y certero. SANTIAGO ÚBEDA CUADRADO. EL REY DESNUDO (El sastre de Apollinaire, Madrid, 2019) por ENRIQUE DARRIBA EL DÍA EN QUE EL LÁZARO DE TORMES SE HIZO RICO Fue en las islas Canarias, expuesto a sus vientos constantes y a sus filosas piedras volcánicas, donde Santiago Úbeda concibió su libro de poemas El rey desnudo. La historia de un loco con momentos de lucidez o la de un cuerdo con momentos de locura; la de un pícaro con accesos de honestidad o, por el contrario, la de un honrado ciudadano que en ocasiones no puede evitar preguntarse, a la vista de sus cuantiosos ingresos, si no será en realidad él mismo simple y llanamente un estafador, hermano de sangre de los adivinadores televisivos que con nocturnidad socavan cerebros y cuentas bancarias. Quede a criterio del lector, si le parece, elegir entre alguna de estas opciones. Sea como sea, el protagonista, cansado de atender bacalao, judías pintas y latas de conserva en la tienda de ultramarinos de su padre, decide dar un giro a su existencia y cambiar el mundo de la alimentación por el de la meditación, el de la pura manutención por el de la adivinación, proclamándose así apóstol de un ser invisible y todopoderoso llamado Gran Flowing, nombre que el autor coge del término Flow, que en psicología positiva es un estado de máxima felicidad alcanzado mediante la concentración en una determinada tarea. Como se ve, el largo poema que constituye El rey desnudo tiene una estructura argumental equiparable a la de una novela. Dispone de tiempo y también de un espacio donde se desarrollan los acontecimientos, dispone de personajes y de peripecias, lo que equivale a decir que Santiago Úbeda, en un arrebato de audacia, opta por retomar una poética ya casi olvidada, u olvidada del todo, desde hace mucho, circunstancia que hace de este libro, de golpe, una obra radicalmente moderna. El rey desnudo se sitúa, pues, en el ámbito de la poesía narrativa al modo del Orlando furioso o del Cantar de Mío Cid, entre otros muchos ejemplos de la antigüedad, aunque al contrario que éstos no trate de grandes temas ni narre la vida de personajes insignes, sino que se limita a las andanzas de un ser corriente que, sin embargo, termina por convertir su existencia en el alegato épico, y mítico, de aquél que quiere salir de pobre a toda costa. Y ello utilizando un lenguaje ágil y rico que lleva al poeta a hacer uso de palabras inventadas por él mismo, como soplología o vientología, o de términos científicos del todo incomprensibles, como Plasmones, gluones o leptones, o a echar mano, incluso, de americanismos, o canarismos, que aquí y allá intercala, tales como metiche o jodón. Una obra que, en el colmo del paroxismo creativo, se cierra con un poema-tabla donde se relacionan numerosos conceptos de muy variada índole: cartas del tarot, planetas que albergan vida inteligente, puntos energéticos del cuerpo, colores, sonidos, acordes de guitarra, etc. En palabras del propio autor, «El poema-tabla es ciencia y es arte. Nada menos que todo un recetario para la vida». Es ésta una obra de muy fino humor que además no elude la crítica social, como al referirse a ciertos nombres de planetas, empezando por el nuestro, al que llama “Perra”, y siguiendo con aquellos otros en los que asegura haber vida inteligente, tales como “El chorizo de cantimpalo”, “El sartén”, “Ático sin ascensor” o “Descampado infecto”. En fin, en El rey desnudo se hace gala tanto de la mística del creyente arrebatado como de la mítica y la ciencia de los vientos y las estrellas, de la materia y la antimateria, un libro en donde campa el ingenio, en el mejor sentido de la palabra, y que no está muy lejos de la literatura picaresca del Siglo de Oro, así, se hace referencia al Lázaro de Tormes o al Retablo de las maravillas, de Cervantes, y digamos, ya de paso, que esta última obra toma como punto de partida un argumento más o menos recurrente que ya tratara el infante don Juan Manuel en uno de los cuentos que componen El Conde Lucanor, y que siglos después retomó Hans Christian Andersen con El traje nuevo del emperador o también llamado El rey desnudo. ¿Qué relación guarda el libro de Santiago Úbeda con estas obras? Para averiguarlo, al lector no le quedará más remedio que meterse de lleno en las aventuras y desventuras del protagonista, anónimo currante que un día decide ponerse el mundo por montera.
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