LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
EL SILENCIO. SAÚL SUANE (Ediciones en huida, Sevilla, 2017) por Manuel Guerrero Cabrera Una de las definiciones de enunciado que tuve que estudiar en la preparación de oposiciones era la de que aquel estaba comprendido entre dos silencios. Lejos de su certeza o falsedad, me parecía que esta afirmación hacía necesaria que para que se diera un enunciado debía haber silencio. Algo así ocurre en El silencio de Saúl Suane (Córdoba, 1984), quien ya había publicado en 2009 Las aguas y las horas (Groenlandia): el silencio existe porque la voz existe. Estos dos elementos, junto al agua, están indisolubles en este volumen. Pero hay una cuestión muy llamativa en este libro. El autor indica la cronología de la obra: desde invierno de 2007 hasta verano de 2009, dos años y medio; y, además, coloca cada una de las tres partes del libro en un lugar; esto es, «La voz» en Córdoba, «El silencio» en Madrid y «La pregunta» en Córdoba de nuevo. En definitiva, rasgos vitales de la necesidad de su enunciado y, por consiguiente, de sus silencios en la veintena de poemas que nos ofrece. En la primera parte, «La voz», nos encontramos con una poesía casi sin adjetivos, con bastantes verbos unidos a la preferencia por los sintagmas nominales. Poemas en los que la voz simplemente quiere hacer acto de presencia, sin matices. De manera etérea, pero presente, el silencio: Que era libre Creí Se anclaba a las cadenas que no existen a las ataduras que no se ven Que era libre Creí Ahora no sé dejar de amar La segunda parte, que da nombre al poemario, contiene la mayoría de los mejores poemas del conjunto, casi todos en la estética de la sección anterior. Textos muy basados en la imagen, enriquecedores y sugerentes; en los que la melancolía se presenta mediante motivos de agua, como la lluvia o las lágrimas: Una lágrima vaciada de mi cuerpo. […] Rompe el silencio la muerte, el duelo de amor. La última parte se intitula «La pregunta», en la que la voz y el silencio crean poemas como enunciados conjuntamente, sin que una prevalezca sobre otro. Así, el poema final nos brinda probablemente esa «pregunta» que el poeta, sobre su voz y su silencio, no deja de hacerse:
¿Debo volver mi cuerpo hecho interrogación hacia el cielo o la tierra, o debo dejar ir todo cuanto la marea fue dejando en mi orilla? La marea, como otras imágenes relacionadas con el agua, están presentes en los poemas de esta tercera parte. Los ríos, los mares, etc. parecen corresponderse con el tiempo, el elemento esencial que anima estos últimos poemas de El silencio. En relación con lo dicho al principio sobre el enunciado, basta recordar aquel principio del signo lingüístico de Saussure, acerca de que su significante es lineal mediante una secuencia temporal, como el poeta lo establece en cada verso, en cada imagen del agua, de lo temporal: Caminar sobre los mares, en los ríos me perdí. Y yo te buscaba, yo te buscaba. Y este cuerpo mío que traigo, y esta voz mía que traigo, en los ecos se pierde.
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ANTONIO LUIS GINÉS. SERES DE UN DÍA (La Isla de Siltolá, Sevilla, 2017) por JULIÁN CAÑIZARES MATA LOS PUENTES SE INVENTARON PARA La poesía es un lugar, y el ensayo es un lugar. Pero hay entre ambos lugares un espacio que recoge los ríos de uno y otro, los bosques de uno y otro, los pensamientos y las emociones de uno y otro. Seres de un día está en ese lugar que no voy a nombrar, porque ya está nombrado en el título del libro. Su lectura se presenta como un ensayo, porque Antonio Luis Ginés ha escrito ante todo un libro de ensayo. Sin embargo, tras los argumentos, la voz de otros pensadores, la claridad intelectual, la búsqueda de una concreción satisfactoria, subyace la poesía. Treinta textos realizando el camino hacia la consciencia del momento, ese enigma irresuelto que nos envuelve cada vez que observamos con intención de observar. O que caminamos con intención de explicar por qué caminamos. Antonio Luis Ginés busca la contemplación de este hecho, este porqué del momento, de este preciso momento, y para qué este momento. De por qué el tiempo ofrece su alma en forma de instante. Y, por tanto: para qué estamos delante de una nube o para qué realizamos esta inspiración en forma de poema. Precisamente aquí radica una de las originalidades de este libro: él, como poeta con una obra ya consolidada, indaga en la experiencia poética para intentar explicar el poema, la poesía, el tiempo, la utilidad de sus fragmentos. Escribir sobre escribir, escribir sobre el hecho del poema, en una suerte de poética seriada que matiza cada uno de los átomos del poema. Porque el momento tiene los mismos pilares del poema: ritmo, emoción, pensamiento. La diferencia quizá sea que el momento se pierde, y el poema no. Porque quizá aquí radique la definición del poema: como una traslación del momento que no queremos perder, mediante el ritmo, la emoción y el pensamiento. Una suerte de reencarnación. Una suerte de rescate. La foto que no se perderá nunca porque su material es imborrable. Seres de un día gira en torno al poeta, el tiempo y la naturaleza. La naturaleza está presente en todo el libro. De hecho, no hay referencias espaciales propias, no hay personas, no hay artificios. Ni siquiera hay un tiempo ordenado, una cronología específica. Es como si todo el libro fuera el interior de un momento. Y una sola consciencia. La del autor, que nos lleva a esa necesidad de comprender el acto poético, el acto de sintetizar el tiempo en un espacio. Y ese espacio es el poema. El espacio que Antonio Luis Ginés tiene para aunar todas las variables que giran en torno a nosotros, cuando nos paramos y buscamos el matiz, la diferencia. Si leemos el índice, los títulos son poéticos, como si correspondieran a un poemario. El primer poema se llama ‘Ruptura’, que es lo que se necesita para empezar una conciencia del momento, y el punto de partida en el acto de escribir. El último poema, ‘Vueltas en torno a’ ofrece lo que es la materia prima de cualquier escritura, si es que escribir es orbitar el momento sin posibilidad de dejarlo. La primera parte incide más en el instante. La segunda parte investiga más el modus vivendi del poema. Seres de un día podría ser lo que hay dentro de una palabra, dentro de un paseo por el campo, dentro de la respiración concentrada al observar una nube.
El poema “Adaptación” comienza así: “Algunas veces llueve tierra.” Podría quedarse ahí, pero continúa. “Algunas veces llueve tierra” es el ejemplo mejor de lo que siempre ha buscado Antonio Luis Ginés en sus poemas: la intensidad. La intensidad está presente en todos los textos, porque sólo así se comprende la poesía y la vida. La búsqueda de esa intensidad lleva a llover tierra, pero también a que escriba “voy contra el tiempo, o quizás permanezco dentro de él”, en una evidente paradoja que subraya esa intensidad. El libro está lleno de versos que construyen el ensayo, en ese nuevo lugar. Y la precisión es incuestionable, por cuanto que para ser intenso hay que ser preciso, directo, capaz de descartar lo que no aporta a la emoción, al ritmo y al pensamiento. “Antes de hablar ya veía”. Y así poco a poco se hace camino, y tiempo, y así SERES DE UN DÍA otorga la intensidad de ser poeta por encima de todo. Si alguien preguntara: ¿para qué sirve este libro? La respuesta sería sencilla. Muy sencilla. Para conocer mejor el latido del poema. Y si alguien preguntara: ¿nada más? La respuesta tendría esta respuesta: Para conocer la naturaleza exacta del instante. Sus porqués, sus horizontes, sus paradojas. Antonio Luis Ginés también es profesor desde hace años en talleres de creación literaria. Este libro podría ser perfectamente un manual para poetas que quieren ser intensos, verdaderos poetas. No valdría para poetas que quieren ser poetas de escenario. Sus textos son lecciones de cómo entender el poema, el punto de partida del primer verso, la arbitrariedad del segundo, la lógica del tercero. Sin olvidar que nos permite conocer mejor su extensa obra poética, repleta de búsquedas, de hallazgos, y de lealtad a la esencia misma de la poesía. Tener la oportunidad de acceder a un making of, a un modus operandi de la Literatura, es una buena noticia, porque además de los lugares fijados en los mapas, hace falta esos lugares que están entre ellos, y que se encuentran unidos por puentes desde los que se observa el río, el árbol, el cielo arriba. También en ellos viven el poeta y su lector. SAÚL LOZANO BELANDO. MADE IN: LA BESTIA (Boria, Cartagena, 2017) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Saúl Lozano tiene veintidós años y, según se lee en la solapa, canta en «la banda de punk llamada BETOVEN IN YEYO». Con esto quiero decir que es fácil, casi obligatorio, viendo la portada, leyendo esa solapa en la que se autodefine de forma paródica, grotesca, punk («Aficionado a la masturbación, muy aficionado»); es fácil, decía, caer en el prejuicio (positivo o negativo, da igual, según las simpatías o fobias de cada uno) de decir: “Ah, vale, un libro punk, rompedor, joven, irreverente”. Y yo también caeré, porque yo he crecido con Lou Reed y con Iggy Pop y porque casi le doblo la edad a Saúl Lozano, y hay una tentación muy grande de ser condescendiente y ser paternal; y si no consigo evitarla pido perdón de antemano, antes de empezar a hablar de poesía, porque de eso se trata, claro. Y sé que me va a costar separar poesía y vida, poesía y biografía, poesía y personaje, y creo que eso ya está diciendo algo de este libro y de este poeta. Porque los poemas de Made in: la Bestia son un canto a la exaltación, a la intensidad, a la juventud (1) entendida como caos, como amor infinito y doloroso, como locura. Y es difícil separar la literatura de la vida y del personaje porque todo el libro consiste en la creación de un personaje, de un Saúl que está presente en todas las páginas, como un ser angelical y demoníaco que deambula por las calles de la ciudad amando todo lo que ve y sufriendo con todo lo que ve. Los poemas están hechos con trozos de vida, con anécdotas de bares, con conversaciones oídas en la calle, y todo resuena en ese personaje que se llama Saúl y que quiere ser un Jesucristo ebrio y perdido en un mundo que no puede entender, porque la esquizofrenia capitalista no da opciones a la razón, solamente a la celebración, a la locura, a la ebriedad: de mí solo conocéis las ruinas / 21 años 8010 días como 8010 meteoros impactando contra el suelo / lo siento tanto, / te saludo muy lento aunque me alegre de verte / te beso el cráneo y quiero invitarte a cosas / si estoy bien de dinero / de mí solo conoceréis las ruinas / 21 años 8010 días como 8010 hachazos / no soy revolucionario / o soy el mayor revolucionario / por estos puñetazos en la cara interior de la carne / de mí solo conocéis las ruinas / y esta tristeza matemática / que es como una combustión una potencia interior / que me pone un pie delante del otro / que me mantiene atento / a ti y al número y a la línea vertical / que va desde el núcleo de la tierra a mi cráneo / y baja por la línea del nervio a la línea de la losa / y llega a la vertical de la farola hasta la bombilla / y entonces la luz impacta en la materia que confieso ser / dejando caer mi sombra en cualquier ángulo. Hay tres poemas encabezados por citas de Manuel Vilas. Hay un poema encabezado por una cita de Bukowski. Ellos son los dos padres espirituales de este libro, de una forma muy clara, especialmente la paternidad de Vilas es muy patente: la exaltación, la construcción de un personaje que se convierte en el núcleo del poema, la continua aparición del amor, de la santidad, de la ebriedad, de la sociedad de consumo hacen imposible no pensar en Manuel Vilas mientras se lee este libro. Vilas y Bukowski. Ambos han hecho de su vida su literatura, convirtiéndose en personajes. Ambos han intentado saltar el muro vida/literatura de esa manera, y Saúl Lozano ha tomado nota de esa maniobra y la ha aplicado a conciencia, con talento, con una energía contagiosa, con una cantidad de aciertos poéticos (mirar el brillo del plástico es un dolor moderno un dolor / que no es dolor) que superan en mucho los inevitables defectos de un primer libro de un jovencísimo poeta. Pero es casi inútil hablar de defectos cuando el libro se ha planteado de esa manera excesiva y torrencial. Es la tentación paternalista y condescendiente del poeta adulto que intenta guiar al joven poeta, y ese es un papel que no voy a encarnar en estar líneas. Dejemos que el gran himno de “la Bestia” siga su canto, que nos lleve y nos eleve en su vilasiana santidad. Brindemos con Saúl y con Vilas y con Bukowski: disfrutemos del canto y del dolor. Ya sé que no estoy siendo crítico, analítico, como debería ser. Solo estoy recomendando un libro que se puede disfrutar mucho: Mamá besa vírgenes y cruces / pidiendo la salvación familiar / la redención / con el metal de la fábrica en su carne / yo beso a las muchachas como queriendo redimirme / salvarme / del hachazo continuo. // Debe haber un lugar donde corran los ciervos / los brillantes ciervos los brillantes ciervos y la pureza. // Cuántas veces hemos hundido la cabeza en la bebida y lo sintético / como queriendo redimirnos / salvarnos / del hachazo continuo / destrozos inmaculados // yo sé del fondo antiguo del lago antiguo / el lodo santo y el agua / el agua el agua / quiero estar ahí desnudo y puro y ligero / donde el agua donde el agua donde la carne de pez. // Hace años había un loro en casa / en las antiguas broncas familiares / en la cocina // yo me quedaba junto al loro y su jaula y me sentía mejor casi / fui el primero en verlo muerto / sus alas estaban extendidas y el pico lo tenía enganchado a los barrotes / lo mató el frío la congestión la presión interior / murió intentando escapar el loro aquel. // Cuántas veces arañamos esto cada día el cemento el óxido el número / buscando la pureza cristalina buscando / cristalina desnuda. // Debe haber un lugar donde corran los ciervos / los brillantes ciervos los brillantes ciervos y la pureza. // Todos nosotros tenemos derecho a salvarnos / bien lo sé / todos nosotros tenemos derecho a salvarnos / a salvarnos / todos nosotros / bien lo sé. ————--
(1) Bueno, vale, ya he caído. Quiten “juventud” y pongan “vida”. CARMEN PIQUERAS. VEINTE PELÍCULAS DE AMOR Y UNA CANCIÓN DE JOHN LENNON (Raspabook, Murcia, 2017) por VEGA CEREZO Es mi andar discreto e indiscreta es mi alegría. Antonio Vega, ‘Palabras’ Tus ojos son la patria / del relámpago y de la lágrima, decía Octavio Paz en su poema ‘Tus ojos’. Escribo rodeada de árboles y silencio sobre la mesa que yo misma restauré este verano con paciencia artesana, unas líneas que alcancen a poner en palabras lo que tan locuaz y hermosamente Carmen Piqueras ha edificado con sus versos en Veinte poemas de amor y una canción de John Lennon. Lo hago mientras Antonio Vega suena de fondo y bebo vino blanco. Les parecerán detalles menores, pero no lo son; por el contrario, responden a una ceremonia orquestada para la ocasión: elementos imprescindibles para este ejercicio de encuentro que me propongo emprender y que tantas veces nos han reunido a ambas en tardes de charla. Me une a la poeta una inmensa admiración por su trabajo, un amor incondicional hacia ella y un lugar común que nos contextualiza y reinventa: nuestra playa, La Torre de la Horadada. No es poco: el Mediterráneo por patria, la amistad por bandera y la admiración por la luz. Y en este universo de plenitudes, pongo —al margen de tales subjetividades—, mis ojos de lectora apasionada, de mujer y poeta para hablarles de Carmen Piqueras y su último poemario, Veinte poemas de amor y una canción de John Lennon, editado por Raspabook. Carmen Piqueras envejece bellísimamente: en lo humano y en la tinta. Sus poemas, amasados desde lo más pequeño y cotidiano, desnudos de artificios, nos llevan a la única patria que reconoce a estas alturas de la película: el amor. Lo hace desde la ternura, la derrota del tiempo, lo doméstico y la soberbia; sí, también desde la soberbia. En ese juego difícil de hilar ella cose con maestría y construye, desde su educación cinéfila, un lugar reconocible para el lector que va más allá de la trama del celuloide sin perder el poso de memoria que individualmente guardamos de tal o cual película. Escribe en ‘Un hombre tranquilo’: Todo eso fue, y más pero antes de eso, fue la abundancia de tu boca que tú, hombre prudente, imperturbable, negaste a mi codicia. La universalidad de la cinta llevada a sus ojos, a su memoria y, a su vez, cobijo de nuestros anhelos y derrotas. La ausencia del padre, por ejemplo, versada con rabia e impotencia en ‘En el nombre del padre’, deja al descubierto la fragilidad ante nuestro propio dolor, incapaces de convocarlo a nuestro capricho. O, quizás, sí, es posible —sería tan curativo, tan propio de él, del que fue antes y luego—, viene a tu sueño para proponerte una reconciliación, viene para perdonarte y ser perdonado, para recuperarte y que lo recuperes, para nombrarte albacea de su memoria, viene para exigirte, en nombre del amor que te profesó sin límites en vida, que te dejes de culpas que él no culpa y que llores, que llores, que llores. El paso del tiempo, la necesidad urgente de recomponernos en un entorno natural, el amor ausente, al fin, del látigo y la adrenalina de los comienzos, la difícil complicidad de ser dos sin dejar de ser uno, la primacía de la ternura y la patria del sexo cálido armado en la rutina de los años: nuestras ruinas hechas castillo y delirio. Y el cine: la vida reinventada en tramas ajenas. Algo de esto tiene la poesía, ¿no?: sentir como propia la emoción de otro. Escribe en ‘Dublineses’: Cae, indiferente, la nieve sobre los vivos y los muertos mientras unos ojos infantiles atraviesan el tiempo clamando lealtad para el amor. Quizás, incluso, por encima del amor, de la ausencia, del canto a la amistad, de toda la generosidad que los versos de Carmen Piqueras destilan; la voz solitaria de la autora dialoga —omnipresente— con sus propios monstruos y grandezas. Son múltiples los ejemplos de esa generosidad y gratitud. Cito, por ejemplo, Memorias de África por la celebración personal que para mí representa. Imposible no descubrir en ellos el préstamo fértil de la juventud y su añoranza. El libro, armado con sublime intelecto, construye una memoria propia a través de la visión cinematográfica que se transgrede para ser plural y se presenta dividido en dos partes: “Veinte poemas de amor y una canción de John Lennon” y “Programas de mano”. La primera en verso y la segunda, en prosa poética. El conjunto ejemplifica un ejercicio de acomodador, magistral. Creo, honestamente, que es tarea tan compleja escribir un poemario, como hacerlo habitable al lector. En ese ejercicio de habitabilidad hay un talento tan alto como el que se precisa para la construcción de los poemas. Esta grandeza no es labor sencilla. Las siete partes en que está dividida la primera acaban con un extenso poema: ‘La canción de John Lennon: In my life’, muestra contundente de oficio y belleza y que ella dedica a Antonio Nicolás, su compañero en la vida y el amor.
No obstante, el lector tiene a continuación “Programas de mano”, un divertimento en prosa poética que nos deja hallazgos como este ‘Metrópolis’: Vivir no es un infinitivo. Es un gerundio de futuro imperfecto. Así hasta dieciséis textos que dialogan con dieciséis películas en esta segunda parte. Alabo la generosidad de la poeta que, incluso en su palabra final “END”, nos trae a Panero, redondeando así todo el armado. Todas las palabras son la misma que se inclina hacia muchos lados, la palabra FIN, la palabra que es silencio, dicha de muchos modos. Porque es un FIN que incluye a todos en la única tragedia, la que sólo se puede contemplar participando en ella. En fin, querida, deseo envejecer como vos: con las manos llenas de belleza y lucidez. Gracias por tanto y tan bueno. ALFONSO ARMADA. CUADERNO RUSO (Bartleby, Madrid, 2017) por PEDRO GARCÍA CUETO Los poemas de Cuaderno ruso son un espejo donde mirar el universo onírico de un periodista de larga trayectoria, un periodista que ha dirigido el ABC Cultural, que lleva la revista Fronterad, un hombre, Alfonso Armada, que ha ido creando a través de otros libros, los últimos, dos excelentes recorridos por dos mundos, Sarajevo, diario de la guerra de Bosnia (Malpaso, 2015) y El rumor de la frontera. Viaje por el borde sobre Estados Unidos y México (Península, 2016), sin olvidar que ya había publicado poesía, es decir, todo un prolífico autor de gran mirada, un periodista que se siente escritor, reflexivo y de profunda y meticulosa visión existencial. Cuaderno ruso es un libro desgarrador, que pulsa la existencia de un mundo que ha ido gestando el odio, la venganza, el comunismo donde se prometió un universo, pero que todo quedó en la dictadura, en la sinrazón y el autoritarismo, como el que camina por decenas de muertos. El libro es un espejo donde vemos Rusia, sus caminos. Las reflexiones de Armada son de un lirismo hondo y duro que desgrana fisuras, las que van dejando las líneas del poema. En la lectura uno siente un desgarro, es como si al leer los poemas sintieras que miles de rostros de la estepa rusa volvieran, son así como caleidoscopios donde vemos figuras borrosas, pero que tuvieron vida ayer. Dice el poeta: Lo que duele como sólo duele el mal / Enterrados con nuestros padres: / tanto de cera, / tanto de barro, / tanto de piedad. / ¿Cuántos quintales de lluvia, / cuántos campos de centeno para que se acueste el viento? Sin duda, el tiempo susurra, en el poema oímos su respiración, el mundo que dejó la lluvia. La tempestad vuelve a nosotros. Pensamos en los muertos, en los vivos, pero también en aquellos que dejaron su eco en la fría estepa, un mundo que Armada conoce y va perfilando a través de los poemas, hay muchos en que vemos la sombra del dolor: ‘GPO’ o ‘Bf-2’, en este último dice: Nunca fuimos buenos comunistas / algo mujiks /algo cosmopolitas / celosos de nuestra intimidad / dispuestos a perder el norte. Sin duda alguna, la sombra de Stalin sobrevuela y así termina el poema: Pero hasta los países y los jarrones / pegados con cola estalinista / acaban por desgajarse y naufragar / como témpanos a la deriva. Armada sabe que el mundo de las grandes palabras es una gran mentira, que los proyectos de colectivización no esconden más que esclavos y dolor, que Stalin es una sombra terrible, donde se acumulan los muertos y el horror. No exento de lirismo el libro va navegando por ese mundo, vemos esos seres que dejan su vida, el universo onírico es real, pero Armada lo lleva al terreno de la palabra poética, hay una crítica al comunismo, pero también al nazismo, los poemas se desangran, nos van dejando su eco, su lastimero transitar.
Cito uno que me parece especialmente hermoso: Y morir con la altivez de los alces / hermosos quebradizos. / Salto por encima de los arroyos / el tiempo vibra en mis tendones. / No sé qué nieve sucia / qué musgo reseco / voy a masticar a partir de ahora. / Qué gritos en la espesura / voy a empezar a oír. No lo cito completo para que el lector disfrute de su lectura, pero nos llega el eco del tiempo, la soledad inmensa, el espectáculo de la nieve, la tristeza de la vida, hay una querencia triste en el poema y en el libro, como un universo que transita el poeta, lo que me hace imaginar sus pasos ante ese mundo extensísimo y desolador, que seguro ha recorrido, porque Armada es testigo del mundo, de las guerras, de la política que oprime, de tantos seres anónimos que ha querido en sus viajes, hay en el libro esa huella, la del hombre que mira ese enorme silencio del tiempo, como en el cine de Bergman o Antonioni, mundo hecho de silencios, que llevan dolor en su interior. Libro muy recomendable, porque nos hace viajar y en las líneas del poema oímos los susurros de esos seres que ha amado en sus viajes a Rusia, esos hombres y mujeres que tanto se parecen a nosotros y que también sufren. Oigo al leer el libro sus ecos, lo que confirma la buena poesía de Alfonso Armada que hay que celebrar. JOSÉ MANUEL JIMÉNEZ. HOMBRE SIN FIN (Balduque, Cartagena, 2017) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR La novela comienza con un acto objetivo, inapelable: «El impacto de la cabeza de Elena contra el asfalto, el golpe seco y definitivo, y después las réplicas sobre el cuerpo inerte que resbala y que se aleja». El título de este primer capítulo es ‘Lo que no puede ser contado’, porque sobre ese hecho “original”, es decir, sin significado, sin explicación, es sobre el que va a construirse la novela que es Hombre sin fin y que, precisamente, va a tratar sobre la necesidad que todo ser humano tiene de un relato para entender las cosas, la necesidad casi física, violenta, de reducir los hechos brutos e incomprensibles a la forma de un relato, a ser posible, con buenos y malos, en blanco y negro, sin zonas grises que puedan confundirnos. El narrador que ha elegido José Manuel Jiménez para esta novela (la primera que publica) es un narrador omnisciente que le permite entrar en los pensamientos y recuerdos de todos y cada uno de los personajes. Esta elección tiene que ver con la intención de mostrar cómo cada uno de los personajes de la novela reacciona a ese hecho original del «impacto de la cabeza de Elena sobre el asfalto». Lo que nos cuenta José Manuel, con gran habilidad narrativa, manteniendo siempre el pulso y la intensidad, es cómo cada uno de los personajes va a intentar contarse a sí mismo un relato que explique ese hecho original del «impacto de la cabeza de Elena sobre el asfalto». Usando un narrador omnisciente, el autor nos muestra cómo cada personaje va montando un relato que encaje con su propia vida, su psicología, su historia, sus necesidades. La verdad no va a importar nada a estos “buscadores de la verdad”. La tesis que parece sostener el autor (1) es algo que está de plena actualidad, como muestra el éxito de ensayos como Arden las redes de Juan Soto Ivars: a veces, quienes dicen buscar la verdad olvidan lo más importante, es decir, que no hay verdad sencilla, que la verdad está hecha de muchas cosas y, sobre todo, que la verdad está hecha de hombres y que, si olvidamos lo humano, la comprensión, entonces la verdad se convierte en un dios peligroso, ajeno, voraz. Y ese dios voraz nos lleva a la siguiente clave de esta novela: su sentido de tragedia. En un sentido totalmente etimológico, asistimos al sacrificio del chivo expiatorio. Parece que José Manuel Jiménez se ha planteado esta obra con ese objetivo tan elemental y primario de la literatura, de los orígenes de la literatura como elemento social, como espacio de ficción que interpela al lector sobre cuestiones sociales y éticas. Y este planteamiento implica directamente al estilo de esta obra: todo en la novela está al servicio de una historia que avanza hacia un desenlace inevitable, hacia el sacrificio trágico que se adivina desde el primer capítulo. El propio narrador omnisciente se viste en algún momento de “coro” para advertir a los lectores, al público, sobre el avance de los acontecimientos y el peligro en que está sumido el protagonista: «Pero no es ese el camino que Miguel ha decidido emprender. Y si no es ese, ¿cuál diría él que es? Sea cual sea la decisión que haya de tomar, ya puede darse prisa en hacerlo y volver a escena cuanto antes, porque los de afuera no parecen dispuestos a permitir que sea él quien marque los tiempos». Es, por lo tanto, una obra deliberadamente no original, sencilla, directa. Se abre con una cita de Coetzee, y puede que ahí resida la clave estilística y, en cierto modo, también temática de la novela: sinceridad, estudio de lo humano, de lo mejor y lo peor, sin miedo a mancharse, con una actitud ética y humanista siempre por delante, para hacer que el lector se mire a sí mismo ante la pregunta eterna: ¿cómo actuar?, ¿qué hacer? Como en algunas novelas de Coetzee, hay un conflicto entre un individuo que intenta ser fiel a unos principios éticos personales, más o menos discutibles (definitivamente no sociales, de ahí la decisión del protagonista de encerrarse, de no hablar, de no explicarse) y un grupo social que se ha formado sumando una serie de individualidades parciales. El grupo, la masa social, es solamente la coincidencia de determinadas circunstancias que coyunturalmente han unido a una serie de personas que solamente tienen en común ese hecho, esa idea, esa circunstancia. Pero, nos parece decir José Manuel Jiménez, he ahí el peligro de las redes sociales, de los linchamientos virtuales y los juicios sumarísimos de esos tribunales improvisados de Twitter (2): su lógica no es la del ser humano, es otra cosa, una bola de nieve de trayectoria errática e imprevisible incluso para las personas que la forman. ————--
(1) No es una novela de tesis, ¿vale? Por otro lado, creo que ya está bien de ese miedo a hablar de “tesis” o de “mensaje” o de “ideología” en la narrativa contemporánea. Hay temas de los que hay que hablar, y la novela es un medio excelente para pensar el mundo, para plantear problemas y analizarlos a través de unos personajes creíbles. De eso va José Manuel Jiménez. De eso va Coetzee, de eso iba Baroja, no sé, por citar autores que considero grandes y que no tuvieron el temor a enfrentar los problemas de manera directa, sin el rodeo o la vacuna de la ironía y la distancia. (2) Hay también una comparación implícita entre las nuevas formas de socialización a través de internet y la opresión de los pequeños pueblos, del mundo rural. Es como si de la expresión “aldea global”, el autor hubiera querido destacar (a través de uno de los personajes que vive en la ciudad huyendo de un pueblo cerrado y violento) cómo las redes sociales pueden resucitar ese ambiente cerrado, opresivo, que en los pueblos pueden ejercer los vecinos, las murmuraciones, la moral tradicional que juzga y condena entre susurros y reuniones siempre a las espaldas de la persona condenada de antemano. La Justicia del Pueblo, o peopleyastizz.org, convierte, en esta novela, a la ciudad en una pequeña aldea de murmuración y condena de la que no se puede escapar. |
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