MIGUEL ÁNGEL HERRANZ. LÍRICA DE LO COTIDIANO (Renacimiento, Sevilla, 2019) por ANTONIO AGUILAR RODRÍGUEZ EL RESTO ES FÁBULA ¿Qué se espera de un libro de poemas? A estas alturas, pasados los cuarenta y tantos, creo que me conformo con encontrar en un libro de poesía una experiencia —¿aventura?— también y el hecho de no tener la sensación de haber perdido el tiempo. Luego hay momentos para todo, momentos para la experiencia sublimada, anecdótica, la pretenciosa, momentos para esa experiencia tortuosa de algunos libros, para la feliz, la que es concebida pese a todo para el mundo editorial, la que alguien cree que queremos leer y la que queremos leer de verdad, aunque eso no lo sabemos hasta que lo hemos descubierto, y qué placer entonces encontrarla. Hay poemas que te iluminan una tarde y la tarde siguiente te sumen en la oscuridad, a veces hay poemas o libros que te seducen en el primer verso, en el primer poema y luego se te caen literalmente de las manos y libros en los que vas marcando títulos con el lápiz hasta que decides no señalar más porque recuerdas lo que un profesor de secundaria te enseñó al subrayar, que si destacas demasiado lo que realzas es lo que no querías destacar. Lírica de los cotidiano es el último libro de Miguel Ángel Herranz, poeta al que conocí no como escritor sino como lector, lector que en su perfil de Instagram, @mikinaranja, nos abre ventanas a otros mundos. Su selección ya habla de por dónde va, de quién pudiera ser y de cómo concibe la poesía, aunque no necesariamente nuestros gustos como lectores tienen por qué coincidir con nuestros gustos como escritores, en el caso en el que escribamos o en el otro caso, más literario aún, en el que pensamos cómo sería nuestra obra si la escribiéramos. Coincidimos, creo, en un momento en la lectura de José Mateos, uno de esos poetas sabios que ha encontrado el equilibrio entre una forma cuidada y una experiencia de la cotidianidad integradora. En los poemas que selecciona para sus estados predomina una poesía que antepone la vida a cualquier otra cosa, que relativiza todo desde la experiencia, pero no todo, y ese no todo, ahora en la poesía de Herranz, cabe en tres palabras. Es un mirlo que, como Ajmátova, canta porque puede, porque puede decir esto otro, este no todo que con mucha frecuencia escapa a veces de la mala poesía. No quiero joyas / tráeme flores. Hay un equilibrio, no obstante, un pacto con la palabra para que sea poesía y no otra cosa, un cuidado de la expresión descatable. Hay pulcritud y gusto por la palabra justa, gusto por no decir pájaro cuando puedes decir mirlo, por ejemplo, porque en el nombre hay un conocimiento y un respeto por la realidad. El ritmo es uno de sus grandes aciertos, la disposición textual que de pronto encabalga una palabra para que destaque, para que cobre un nuevo sentido. Versos breves que hilvanan, que son materia y voluntad, y no asustan, no dan pereza, prácticamente no hay que leerlos, vienen dados, como sin querer, como un caño de agua que fluye, que aceptamos, como aire, como el aire de las palabras. Destaca en este apartado de la forma su concisión, una voluntad de no malgastar las palabras, un tono coloquial que se sustenta en juegos de palabras sencillos pero eficaces, paralelismos, antítesis y un aguzado sentido del humor, que no acaba en carcajada pero que quita un poco de sobriedad a esa experiencia que llamamos vida. Creo, probablemente me equivoque o no —sucede con las creencias—, que esta forma no es azarosa, que viene de un compromiso ético, ya que los poemas, que por momentos recuerdan el tono de la poesía de Ángel González, entre coloquial y descriptivo, como en ‘Instrucciones para escribir un poema’, parecen un diálogo con las personas que le importan, también con los lectores que le importan, y así no cabe la trampa del artificio y del distanciamiento final. E igual que he citado a Ángel González, podríamos citar a Jaime Gil de Biedma, a Borges, a Bukowski, a Ajmátova o a Gloria Fuertes, que aparece y desaparece por momentos. Me quedo con infinidad de poemas. Sé que caminarán conmigo durante algún tiempo, que algunos olvidaré y que otros se anclarán a mis propias experiencias. Cogido con un imperdible queda este final del poema ‘Rotes tathaus’: Hemos venido a amar
y ser amados. El resto es fábula.
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AURORA SAURA. AVIVAR EL FUEGO (Renacimiento, Sevilla, 2018) por NATALIA CARBAJOSA La publicación de una antología de poesía siempre es motivo de celebración porque les da una nueva vida a libros publicados en el pasado que, por la propia dinámica del mercado (y esto vale tanto para las pequeñas como para las grandes editoriales) son imposibles de encontrar. En esta ocasión, además, el hecho de que Avivar el fuego, de Aurora Saura, haya aparecido en una editorial no precisamente menor, como es Renacimiento, supone una doble alegría, y por ello celebramos este “renacimiento” como una magnífica noticia. Ofreceré un breve mapa de lectura que pueda ser de utilidad a quienes se acerquen a este esta espléndida antología. Para ello, comenzaré repasando los temas y características generales en la poesía de Aurora Saura, para después detenerme en cada libro. La antología contiene una selección de poemas de sus cuatro libros publicados entre 1986 y 2012: Las horas, De qué árbol, Retratos de interior y Si tocamos la tierra, más la reciente plaquette de haikus Mediterráneo en versos orientales y una sección final de poemas inéditos. Poco más de cien páginas para quien, pausadamente pero con firmeza, escribe desde la infancia y, más importante aún, se considera ante todo lectora. Una autora que ha sabido intercalar la escritura entre el resto de facetas de su día a día sin renunciar a las interrupciones que la vida impone, entendiendo con toda claridad que el poeta es una especie de trabajador “fijo discontinuo” que se halla siempre alerta, pero que en ningún caso fuerza la llamada de la inspiración ni pasa por el mundo de espaldas a la realidad. De la poesía de Aurora Saura se ha destacado, y ella misma lo confirma, su introspección, contención y melancolía, entre otros aspectos. Poesía clásica en el tono y en los temas a la manera horaciana y machadiana, por su atención al paso del tiempo; también por su deseo de fijar ese momento de belleza y verdad sublimes, a la manera de Keats; poesía que busca la moral en la estética, tal como ha aprendido de Camus y de Cortázar (muchos grandes poetas coinciden en que la visión ética es inherente a la imaginación poética, y no un añadido); poesía que, huyendo de la estridencia, conoce no obstante la extrañeza y la locura expresadas por Rilke y Hölderlin; poesía que sabe que todo lo que se afirma en un poema es absolutamente cierto y absolutamente contradictorio, a decir de Pessoa y Pavese; poesía del mirar, de la contemplación entendida como participación, que defendía Claudio Rodríguez; poesía del despojamiento del “yo” en los haikus, que transforma la obsesión occidental del sujeto que nombra en la levedad oriental del movimiento y la relación entre las cosas; poesía hecha no de grandes momentos sino de esos rasguños casi imperceptibles de la vida que, en palabras del poeta Tomás Sánchez Santiago, crecen sin permiso y acaban pergeñando eso que llamamos “personalidad”: «sólo pasado el tiempo es cuando caemos en que lo imperceptible tiene a menudo más peso y profundidad que aquello en lo que habíamos creído con supuesta convicción duradera». De esto último habla el poema, contundente en su brevedad, ‘Olvido’, a propósito de unos dátiles que caen al suelo: Nadie os mira ni os salva, el que pasa no advierte cuánta riqueza se pierde, callada, inútilmente, cada día. Menos evidente quizá que las características citadas, aun con el precedente expreso de los heterónimos de Pessoa, es la capacidad de la poeta de reconocerse múltiple, como esa casa abierta con infinitos huéspedes entrando y saliendo que es, para Czeslaw Milosz, el poeta. En el caso de Aurora Saura, es el “yo” quien se aventura fuera de su propia casa para, con la premeditación y alevosía que otorga la imaginación, allanar otras moradas: Supón, en fin —tal vez ya suponiendo demasiado-- que voy viviendo en ti como si fuera parte tuya. Tú andando por ahí, y sin saberlo. Otro rasgo que, en nuestra opinión, la singulariza frente a sus autores de referencia, es su voluntad de conjugar tradición y ruptura, sin aspavientos pero con una fortaleza que convierte a cada poema en una suerte de declaración de principios. Así, un paisaje, una pintura o una pieza musical, actualizan la tradición en su manera particular de interiorizarlos. Otro tanto ocurre con la idea clásica del destino, tamizada por la lectura de Camus, es decir de la obediencia al mismo que practicaban los griegos. Por eso la poeta se pregunta: ¿Por qué disuadir al que desea arder en el fulgor de una querencia? Para concluir esta historia de una mariposa que avanza hacia la luz de este modo: Tal vez sólo el calor que la destruye la salva de sí misma. El topos de la edad de oro, por su parte, está formulado en otro poema en términos casi reivindicativos, leídos a la luz de los titulares de hoy, y sin embargo inequívocamente líricos: El mundo no tenía estos contornos ásperos, los árboles, las piedras y la arena no eran tan ajenos a nosotros […] Se podía recibir al que llegara sin preguntarle antes si era amigo o extranjero. Qué distinta esta alusión a un “entonces” mítico, un espacio-tiempo ilocalizable, de la del poema cultural y geográficamente bien definido que lleva por título ‘Lager’, dedicado a Primo Levi. Especialmente significativo, en esta reescritura de la tradición, resulta el lugar de las mujeres en la misma, con las alusiones a su falta de voz o a la ausencia de referentes intelectuales femeninos. En el poema ‘Entre las mujeres’, elocuentemente subtitulado “sueño”, aflora este asunto en forma de imágenes yuxtapuestas de momentos históricos distintos, unidos por un mismo sujeto en primera persona. El efecto es ágil y contundente al mismo tiempo (esperamos que lo lea la propia autora porque si se lee nada más que una parte, se pierde la magia). Un tema reciente, deudor de la curiosidad de Aurora Saura por la ciencia y de las fabulosas metáforas que ésta nos brinda, y abordado como un todo dentro de la imaginación humana, nos lo presenta el poema ‘Física (y química) elemental’. Dicho poema imita a la perfección la secuencia tesis/antítesis/síntesis, y de paso nos recuerda que la poesía, por su condensación extrema, es un modo de conocimiento especial, un fogonazo esclarecedor a medio camino entre la ciencia y la filosofía, sin más herramienta que el lenguaje hecho ritmo. Avivar el fuego es un título más que coherente para un libro que, como hemos dicho al principio, supone en realidad un renacer, remover el rescoldo de lo que acaso parecía apagado y no obstante seguía crepitando. El primero de los títulos, Las horas, es una referencia más que explícita al paso del tiempo e, indirectamente, a esos libros de horas que ajustaban el vivir a los ritos y oraciones cristianas. No por casualidad, leer y escribir poesía es una clase de oración, de meditación si se quiere. Modula nuestro paso por el mundo en función de un calendario interior, celebra sus propios ritos y señala sus propias fechas. Se habla de momentos del día y de estaciones, en poemas como ‘Rosa’ y ‘Olvido’, como si el tiempo fuera la única casa posible que habitar, el único templo. De qué árbol es un libro más luminoso, lúdico y variado, también más sensual. Aunque la voz poética de Aurora Saura es sobria y certera desde el principio, acaso porque no tuvo prisa en publicar ningún libro de juventud arrebatada del que arrepentirse después, aquí los diálogos con figuras como Cortázar o Gil de Biedma revelan una soltura estilística y una confianza en la propia voz mucho mayor. El título, tomado de Basho, subraya la esencia misma de la poesía: como la alondra de Shelley, a la que no vemos porque vuela demasiado alto pero cuyo canto podemos escuchar, el perfume del árbol sin identificar de Basho es el resto indecible que queda tras descubrir que la poesía es, precisamente, lo que nunca se puede decir del todo.
Retratos de interior, hermanado con el concepto de “cuarto de atrás” de Carmen Martín Gaite, hace referencia a la vez a un espacio mental (la introspección) y físico (la necesidad de esa habitación propia desde la que proyectar la voz creadora). Desde ese interior real y metafórico, se alternan poemas de clara intención literaria (‘Joven diosa en el museo británico’) con otros de corte social, urdidos siempre desde lo pequeño y lo cotidiano (‘Niños de la ciudad en guerra’). Si el primero es un ejemplo de poesía ecfrástica (ut pictura poesis), el segundo, por su plasticidad, parece justo lo contrario: un poema que, en su sobrio e implacable decir, se convierte en pura imagen, esto es, en el pathos de una imagen indeleble. Si tocamos la tierra recuerda a aquel libro anterior, De qué árbol. Árbol y tierra funcionan como arquetipos por cuanto pueden referirse tanto a lo concreto como a las coordenadas universales del espacio que habitamos. Aunque no ha cambiado el tono respecto a los otros libros, algunos de los títulos de los poemas (‘Destino’, ‘Eternidad’), sí delatan una mayor preocupación metafísica, apoyada en los elementos de siempre (pintura, música, paisaje), por reflexionar sobre las tres o cuatro incógnitas fundamentales de la existencia. Mediterráneo en versos orientales es un apropiado resumen de lo que puede significar el haiku en un lugar tan cargado de connotaciones culturales de otra índole. Aurora Saura asume el reto y lo resuelve con veracidad, pues a menudo los practicantes occidentales del haiku, poetas incluso célebres en otros estilos, se quedan sólo con la parte del cómputo de sílabas y pasan por alto la manera particular de asomarse al mundo que esta estrofa conlleva. En cuanto a la sección titulada “Poemas últimos”, que podría constituir en sí misma un libro independiente, lamentamos que no lleve otro título porque hubiéramos apostado con la autora a que éste haría referencia de un modo u otro a esa casa, a veces hecha de tiempo y a veces de espacio real o mítico, que ella ha ido llenando de palabras a lo largo de los años. Dentro de sus muchos aciertos (‘Niño a caballo’ y ‘En la mina romana’ entre nuestros favoritos), se debe prestar atención al poema que termina hablando de un vaso roto: magistral reformulación de esa “palabra en el tiempo” y esa ambivalencia ante la eternidad que es la poesía, y de reminiscencias claramente “holderlianas” (no sé si se puede decir así). En una entrevista, Aurora Saura explica que los poemas de sus libros están unidos antes por un tono común que por los temas diversos que tratan. Ello concuerda con la lógica de que el creador no se sienta a escribir un libro de poesía; escribe un poema, y días o semanas más tarde otro, y ellos solos van conformando un libro. Pero lo interesante de sus palabras, a nuestro entender, es el término “tono”. A este asunto se refiere la poeta irlandesa Eavan Boland cuando subraya, en algunos poetas, la disparidad entre “voz” y “tono”, que evidencia una falta de convicción poética. Afirma Boland que el tono «tiene menos que ver con la expresión de la experiencia de un poeta que con la impresión que dicha experiencia le causó en primer lugar. […] Establece una distancia entre el poeta y su material que después se traslada a la distancia entre el poema y el lector». El argumento de la irlandesa tiene sentido si pensamos en el poeta como alguien que, antes que por lo que escribe, se define por su manera de estar en y mirar el mundo… y por lo que lee, podríamos añadir. Desde este punto de vista, la tierra que pisa Aurora Saura, el árbol cuyo perfume le llega, las horas que escande y la habitación interior desde la que se asoma al mundo confirman, por su coherencia vital, la veracidad de su fuerza poética. Y cuando decimos “coherencia vital” no nos referimos a una vida no exenta de contradicción o de incertidumbre, ya que precisamente la incertidumbre es la única verdad de la poesía. A este respecto escribe el pensador rumano Nicolae Steinhardt: «El que no es consciente de la pluralidad y la simultaneidad de los planes contradictorios de la conciencia, nada puede saber acerca de los hombres». Para nuestros fines, pues, se trata de algo mucho más simple y complejo a la vez: poner la vida propia en manos de esa caja de resonancia mayor que es el lenguaje, obedecer a la palabra poética en medio de todas las vicisitudes del vivir, sean cuales sean. Y como muestra Aurora Saura, para ello hace falta el fuelle de la voluntad, respetando por supuesto la cadencia personal, sin prisa pero sin cejar en el intento; hace falta, en otras palabras, y para que nunca falte calor en esta morada, frágil y duradera al mismo tiempo… avivar el fuego. JOAQUÍN CALDERÓN. SOY COMO PUEDO (Renacimiento, Sevilla, 2018) por SERGIO M. MORENO Con el tiempo se aprende que un lugar no son sólo las piedras que lo forman. Los sitios son también esas personas con las que compartimos amistad. Es por esa razón que regresar a una ciudad, a veces, nos trastoca. Porque las piedras permanecen solas, pero muchos amigos ya no están. Todas las calles siguen donde estaban, pero nos falta un beso en cada esquina, un desamor, una aventura, un sueño. Tenemos más historias que palabras, por eso utilizamos los poemas, para guardarlo todo en el recuerdo. Parece que algo parecido le sucede al autor de Soy como puedo. El reconocido músico sevillano Joaquín Calderón, referente para los cantautores del momento, nos regala el diario en verso de sus andanzas cotidianas. En sus composiciones, de extensión variable, relata, con lenguaje directo y sencillo, estampas costumbristas de nuestro tiempo. Es delicioso verle hablar con cariño de su hijo, de su padre y de sus perros, o dedicarle una oda a las llaves de la casa o al café de la mañana. A nivel emocional, su punto fuerte hace patente, en cada línea, el bagaje que atesora su maleta de músico trotamundos, la cifra incalculable de su cuentakilómetros, las largas noches de hotel y la distancia. Con cada palabra, derrama sobre el papel verdades sin procesar, descargando a bocajarro sus sentimientos, frustraciones y ansiedades.
Técnicamente Joaquín se aleja de la complejidad de lo lírico, lo que es de agradecer, en cierto modo, a la hora de comprender sus intenciones comunicativas, pero que, a su vez, deja entrever ciertas carencias. En ocasiones, se extraña un cierto orden compositivo y un poco de atención hacia la rima que, aun siendo libre, tiende a caer en la asonancia. En cualquier caso, errores perdonables para quien se enfrenta, por vez primera, al reto intelectual de la poesía. Estamos ante la semilla de un árbol que crecerá tanto como su autor quiera, siempre que, además del nutriente esencial del sentimiento, se aventure a utilizar las siempre necesarias herramientas de la poda. Soy como puedo calará especialmente entre los jóvenes, complaciendo a esos lectores que anden buscando una escritura fresca y natural, de corte canalla y callejero y fondo melancólico, reflejo poético de esas canciones tan “anfibióticas” a las que el autor nos tiene acostumbrados. ALFREDO RODRÍGUEZ. ALQUIMIA HA DE SER (Renacimiento, Sevilla, 2014) por JOSÉ ALFONSO PÉREZ MARTÍNEZ ![]() Entre los saberes pre-científicos destacó la alquimia. Intentaban sus practicantes transmutar en oro otros metales menos nobles —el plomo, el mercurio—. La poesía, según Alfredo Rodríguez, debe hacer lo mismo: transmutar en aurea dicta el idioma. Y a fe que lo consigue. Decía Frank McCourt que cuando descubrió a Shakespeare se le llenaba de joyas la boca al leerlo en voz alta. Es eso, es eso, el cómo se dice ha de importar tanto como el qué. Cuidado en la expresión, elección precisa de las palabras con la belleza en mente. La poesía, que salvó la vida de Alfredo, es una dama de alta cuna, y no una vulgar cortesana. Si no está bellamente adornada no es poesía. Si vamos, poetas, a escribir como hablamos, ¿para qué escribir? Hay que construir con palabras un edificio ideal, bello, humano, para consolar al hombre de la fea e inhumana realidad. Hay en este poemario ecos orientales —mandalas, chakras—, se busca el «oro espiritual», la «vida hermosa», la «playa protegida», el hermanamiento o la armonía de los contrarios, del espíritu y de la materia. El poeta es guerrero con grebas de bronce, alquimista errabundo, mensajero alado. Se celebra el cuerpo tanto como el alma, se avisa sobre la importancia de «distinguir lo fingido de lo verdadero», se aspira a una existencia “plácida y libresca”, se quiere escribir sólo si se hace bellamente («el poema será en su doradura»), como deberíamos, en un mundo ideal, hacer todas las cosas. Séptimo poemario de Alfredo Rodríguez. A veces difícil, oscuro, este libro engendra, en quien se esfuerza en adentrarse por sus meandros, destellos de conocimiento, y de reconocimiento también: sabemos que debemos ser, que en alguna parte dentro de nosotros somos ese alquimista-guerrero con grebas de bronce que vive en belleza y en armonía con las cosas. Como un ave del paraíso: en perfección o si no, nada. |
LA BIBLIOTE
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