LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
VICENTE CERVERA SALINAS. EL SUEÑO DE LETEO (Renacimiento, Sevilla, 2023) por ÁNGEL ROSAURO SUEÑO ESPIRITUAL DE VICENTE CERVERA SALINAS La reciente publicación de la obra El sueño de Leteo de Vicente Cervera Salinas, profesor de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Murcia, contribuye a profundizar en un conocimiento poético mucho mayor en la lírica de este contrastado autor. En este caso, es una obra dividida en tres secciones que, si bien trazan marcadas líneas tras una primera lectura impresionista, acaban constituyendo las partes de una misma cosmovisión tras un nuevo acercamiento hermenéutico. En realidad, se presenta una combinación entre el pensamiento y el espíritu lírico, una emoción racionalizada y, en definitiva, un torrente de humana sentimentalidad. En la primera de las secciones se puede percibir cómo la cadencia severamente armónica de su forma configura el punto de partida para el desarrollo de una multiplicidad temática. De este modo, es posible apreciar la sutileza con la que las referencias mitológicas grecolatinas ayudan a apuntalar el tema del olvido de una falsa identidad humanitaria. Para ello, el empleo del distanciamiento irónico resulta fundamental, ya que es la vía a través de la que reflexionar sobre el encuentro con una verdadera esencia («aléjate del recuerdo obsesivo en el letargo»). Por otra parte, la versatilidad en la variación de las personas verbales también sería la herramienta con la que demostraría la forma de construir una latente musicalidad salmódica. Además, es evidente la apuesta por la filosofía propia del idealismo romántico alemán. De esta manera, se incluyen diferentes referencias hacia autores clásicos como Friedrich Hegel. En esta ocasión, se ahonda sobre la fidelidad fraternal asimilada como un amor que trasciende y sólo une al individuo en la magia del misterio poético. Es una obra que presenta también una gran profundidad en la erudición sobre la libertad sentimental («ajeno a las palabras que dictan y formulan») a partir de formas epistolares y conversacionales que ayudan a despertar el interés del lector en todo momento. Asimismo, también reflexiona sobre la pérdida del sentido en la búsqueda amorosa empleando el trasunto decorativo de la torre donde el poeta romántico Hölderlin estuvo recluido durante los últimos años de su vida. En adición, se plantea la “hastiada” búsqueda de un alma de juventud inmarcesible a partir de formulaciones que presentan un tono universalizador. Al mismo tiempo, también destaca la visión retrospectiva con la que la madurez humana provoca que el corazón “incauto” disminuya su nervioso latir condicionado por la mutabilidad de la candidez erótica. Es una composición que combina la descripción de efusiones sentimentales románticas a la vez que un poderoso humanismo permite la serenidad emocional. Esto ocurre así porque ayuda al lector a ser capaz de reflexionar sobre las dos caras del alma humana. El ser se presenta como la encarnación de un alma que puede ser febril e inconmensurable, pero que alberga una esencia de pureza y empatía. Sin embargo, es palpable la dirección hacia la construcción de un espíritu crítico que reconozca la corruptibilidad procedente de un cierto determinismo contextual («algún viento helado»). De este modo, siguiendo el trayecto de la obra es posible llevar a cabo una síntesis ontológica de una identidad humana tan compleja como incierta e inextricable en algunas ocasiones. No obstante, la presentación del texto desde la claridad de pensamiento e ideas permite su seguimiento en todos los planos de la lengua. De hecho, esa capacidad para la articulación de un discurso depurado es la que atrae la atención para su lectura. Por otro lado, uno de los temas más reseñables es la “otredad”. Sobre ella se presentará una visión con un carácter ágil y con matices pedagógicos. Por ello, es posible el análisis de un dinamismo especular que se combina con el legado humano donde “dos raíles” dejan de ser “líneas paralelas”. La búsqueda de lo ajeno como incorporación de lo propio es lo que aporta las claves suficientes para que se produzca el encuentro espiritual y físico. Por lo tanto, se consigue mostrar la apuesta por una solidaridad sentimental que se presenta desde un punto de vista musical y pitagórico. Además, el lector no quedará defraudado por ningún maniqueísmo ideológico, ya que el tema del recuerdo amoroso y melancólico desarrollado por la tradición literaria se recoge en la obra partiendo de una combinación simbiótica entre la cultura del pasado (por ejemplo, con la presencia de Bach) y la contemporaneidad popular (con Iggy Pop y Prince). Es un amor que, en el inicio, se refleja desde el punto de vista de la soledad y el llanto y que, posteriormente, queda incluido en una dimensión de deseo infructuoso, de reminiscencias nostálgicas y de conexión intemporal. Asimismo, se engloba la vertiente de los mundos oníricos como refugio del ser condicionado por un hastío inmóvil. De esta forma, se construye un correlato objetivo con la idea del tedio vital y cotidiano, que estaría complementada con la concepción del recuerdo hiriente, del dolor punzante y, al final, de la cicatrización a través de la sombra del olvido. No obstante, se edifican contraposiciones mediante la descripción del gélido despertar empleando un campo léxico muy variado y enriquecido. Se muestran así planteamientos relacionados con la destrucción de la humanidad, lo oxidado y harapiento o lo inhumano de un “mundo salvaje”. A lo largo de la obra se configura paulatinamente el reconocimiento de un ser escindido entre la evasión espiritual y la materialidad palpable al igual que se ilustra la distancia insalvable que puede existir entre almas humanas irreconciliables. Esto sucede así porque se dibuja la sinuosa sombra de una complicidad amorosa que puede acabar divergiendo al tomar diferentes direcciones sentimentales. Finalmente, esta primera sección acabará mostrando cómo la melancolía intimista puede llegar a unos niveles desconocidos de turbiedad y de asfixia existencial. La segunda sección, más breve como la tercera, comienza exhibiendo el tema continuista de aquel que vaga sin rumbo en busca de una certeza identitaria para evolucionar hacia una revitalización canalizada a través de un ímpetu genésico y del armonioso canto de una naturaleza fecunda. A todo ello lo acompaña el empleo de una estructura funcional y cuidada con la que se utilizan formas verbales futuras para ilustrar posibilidades, certezas y esperanzas. Por otra parte, se produce la unión de un dolor vallejiano con la tenacidad y fortaleza vital. De esta manera, esto se presenta como un deseo que se nutre de la utilización de referencias culturales mediante tópicos literarios (locus amoenus o tempus fugit). Esa erudición espiritual queda completada progresivamente con alusiones a autores ingleses (Lord Byron) y alemanes (Schiller). Asimismo, esa recuperación humana de la fuerza vitalista se ilustra a partir de una incesante metamorfosis social e individual condicionada siempre por un afán creador e imaginativo. De hecho, eso ayudaría a construir los cimientos de una sentimentalidad de trazos más firmes y serenos. Por lo tanto, se profundiza de forma precisa en la capacidad del individuo para reconstruir su tejido espiritual. La última sección será aquella en la que se percibe una mayor agilidad en el estilo con un carácter de influjo elegiaco. Esta vez de muestra la parte más personal e íntima del ser humano en el ámbito de su infancia. Así, se configura un ejemplo de vitalidad febril y plena cuando se señala el ímpetu y la intensidad emocional que se experimentan en los primeros años de descubrimiento infantil y juvenil.
Además, otros temas tienen cabida en esta parte, ya que se entremezclan las cavilaciones sobre diversos sentimientos como la vergüenza, la pobreza física o la resignación ante un presente desesperanzado. Todo ello complementará una honda meditación sobre el agradecimiento y el legado familiar de una iluminación espiritual e intelectual. Esta obra publicada en 2023 es una de las composiciones más recientes sobre lo que entraña la naturaleza humana desde un punto de vista individualizado que se extiende a la universalidad colectiva. De hecho, otros autores como Francisco Javier Díez de Revenga han reconocido la «originalidad» y la «cohesión intelectual» de una obra tan equilibrada con una «profunda lectura de mitos» y una división estructural que organiza una gran riqueza reflexiva. En conclusión, es una composición reseñable debido a su variedad temática y a su precisión emocional y filosófica. El lector queda satisfecho de iniciar un viaje de descubrimiento y de reafirmación de su configuración humanística. Por ello, se anima a otros lectores a que disfruten de una obra de madurez que tan cuidadosamente queda cohesionada en todos sus planos.
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GINÉS ANIORTE. EL BARCO DE TESEO (Renacimiento, Sevilla, 2022) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES La vida está llena de momentos intrascendentes, de trivialidades que inundan todo de manera tal que no tenemos más remedio que intentar obviarlas para ser capaces de construir la historia basándonos en los hitos constituyentes de nuestra cronología. Y esos hitos nos llenan de acontecimientos que algunas veces son felices, pero que en su mayoría nos han marcado, nos han llenado de heridas que no son solo las que el tiempo pone en nuestro camino y nos arrollan, sino también las formas de enfrentarlas, deconstruirlas o contarlas. Contar su historia cambia a quien la cuenta, y nuestra identidad estará inevitablemente unida a la manera de contar, de poner nombres a las cosas para darles existencia, pero también a los cambios que practicamos en nuestras emociones al ser recordadas, reconstruidas, revividas. «Cada uno padece de su propio lado de la vereda y entiende el mundo de acuerdo a lo que se llega a ver por entre los visillos de su ventana» (Federico Falco). Vemos las cosas a través de una ventana, le ponemos visillos o no, nos pegamos a ella o nos alejamos, pero lo que es inevitable es que todo nos cambie, incluso las trivialidades que, por repetidas, crean un entorno de calidez que lo envuelve todo. El distanciamiento de los acontecimientos genera la verdad, la que resulta de sustituir unas piezas por otras, la que sustituye lo que fue real por una nueva realidad, lo que nos hace avanzar en el tiempo y en la sinceridad. Son diez años los que llevaba Ginés Aniorte sin escribir poesía, no solo sin publicar, sino sin escribir. Sí ha escrito y publicado narrativa, novela, pero es ahora cuando edita Renacimiento El barco de Teseo, que coincide en momento y editorial con Angelina, un enfrentamiento epistolar con el dolor y el trauma que marcaron la juventud y la vida de Ginés tras la enfermedad y muerte de su hermana mayor. Cuarenta años han sido necesarios para poder poner por escrito el acontecimiento que marcó su vida. Pero la brillante vuelta a la poesía que es este barco se enfrenta también con dos cosas: la primera es obvia, y es precisamente la poesía y su necesidad o su porqué, que queda clara en la lectura del libro, pero también, de manera irónica, en el poema ‘A modo de prólogo’, que abre el poemario y que se burla de la vanidad inherente a los artistas y que nos da en su final la esperanza de que este retorno no sea puntual. Tal vez lo esencial de abandonar la actividad poética no está lejana a nadie que se dedique al arte, donde hay una entrega que no es correspondida, y que en ocasiones es superior a lo que nos podemos permitir. Pero también están los retornos, y la cita de Lucrecio tras el prólogo: «Entonces, por fin, las palabras sinceras salen del corazón, cae la cáscara y queda el hombre», dan explicación a la necesidad de la poesía. Lo segundo es la forma de construirse en el tiempo. La edad nos acompaña inexorablemente, pero Ginés Aniorte no ha escrito un libro crepuscular, porque no toca, pero sobre todo porque lo que más desea es un autorreconocimiento íntimo, y abierto a todos, de todo lo que fue recogido en el camino, ese río, y aquello que también hemos ido dejando en los demás, pero sobre todo en nosotros mismos. La cita de Montaigne que inicia el libro nos da la línea en la cual debemos leer el libro, no como un repaso por la memoria de lo que fue la vida, la familia, los traumas, sino cómo resurgir con ellos, superando lo superable, conviviendo con todo lo demás: «Puesto que el espíritu tiene el privilegio de escapar de la vejez, le aconsejo con todas mis fuerzas que verdee, que florezca mientras pueda, como el muérdago en un árbol seco». La paradoja filosófica clásica del barco de Teseo plantea la duda de si después de cambiar todas las piezas de la embarcación, después de los viajes y las reparaciones necesarias, o del paso del tiempo mientras se conservó en el puerto (siglos, según el mito), sigue siendo el mismo barco o ya no. Es una paradoja y como tal no nos da más que una oportunidad de reflexión que puede ampliar el campo a niveles insospechados. Ginés Aniorte no necesita ahora pensar en si somos después del paso de la vida y sus acciones los mismos u otros. Él lo tiene claro: es el poema ‘El barco de Teseo’, el que da título al libro, el que nos explica con contundencia su resolución de la paradoja filosófica, que es vital: «Soy la suma de todas mis acciones» y también «a los míos y a otros debo yo / al menos la mitad de cuanto tengo. / ... / Porque soy sobre todo la memoria / que maneja los hilos del presente». Es decir, que no resuelve la paradoja clásica, pero da solución a su propia personificación en ese barco, que contiene heridas cosidas, traumas, vergüenzas y sombras que nos hacen distintos de cómo seríamos de no haberlas vivido, pero que se recomponen en esperanza en este cuerpo. Y la tesis que tantos compartimos: somos memoria, seguimos mirando en ella y con ella todo se altera y vuelve realidad. Empieza el libro con el ya citado prólogo y con un brindis a modo de invocación a las musas. Canta, oh musa, aunque me hayas abandonado un tiempo: «Ha vuelto la poesía con sus lutos / y su sombra me auxilia y me redime. // Bienvenido sea el don que me descubre / brindando por las lágrimas del tiempo» (‘Brindis’). Es la memoria la que tiñe todo el libro y, estamos de acuerdo, somos memoria. De acuerdo, paseamos por las líneas del pasado, esas que nos acompañan pero de las que también dudamos, como si la memoria nos traicionara y fuese una memoria-ficción: «¿Y si al fin la memoria fuera también ficción / y no existió aquel día / que te trae su luz cuando cierras los ojos?» (‘Entelequia’). Pero el poeta puede intentar que aquellas cosas vuelvan, «piensa que quizás pueda escribir un poema / y traerla consigo esta mañana / e insuflarle la vida con sus versos», enfrentarse a la tristeza «¿Por qué no ha de enfrentarse a la tristeza / que pretende arrasar el alma toda / si está a su alcance el modo de abatirla?» (‘Primer domingo de mayo’). Es así como el poeta se afronta a su vuelta a la poesía, en la creencia renovada del poder que tiene el poema, el verso, para hacer renacer los espacios en los que habitó y habita todavía: «La sed de eternidad que anida en los poetas / consigue que regrese a aquella casa /... / en el espacio exacto que muestran estos versos», a pesar de que la duda aceche «porque acaso no sea lo bastante poeta / para obrar el milagro». De todas formas llega al acuerdo entre poesía, recuerdo, realidad, y muestra en el poema ‘Centro de día’ el mecanismo práctico de la memoria construida a través del personaje de la anciana en la residencia:
El uso constante de la memoria como guía es a veces un lamento por las cosas perdidas, como en ‘Augurio cumplido’, donde ya nada es lo mismo, una reflexión sobre la juventud y sus profecías que se han constatado vanas, «el tiempo ha desmentido tu pronóstico» (‘Bécquer’), «Dónde está aquella edad», y siempre constantes la presencia de la madre, del padre, de la hermana desaparecida hace tanto tiempo y la homosexualidad. Pero el uso del tiempo pasado lo hace venir al presente. Ya he dicho que Ginés Aniorte no escribe un libro de finales, de crepúsculo, sino que todo lo que aparece está usado como una renovación (es el barco de Teseo), sin dejar de lado el reconocimiento de que todo pasa a nuestro lado y deja huella, como cuenta en ese bellísimo poema que es ‘Quimera’ y que termina: «Al cabo todo pasa. / Menos yo, que persisto». El libro está construido como un río. Los poemas fluyen en un paralelismo con la vida pasando por el paisaje, con una métrica que es muy cómoda para el poeta, el endecasílabo y heptasílabo que te llevan de una manera clásica, limpia y sin ahogos por el repaso de todo aquello que te pasó factura. En esto cumple con el curso del pensamiento, donde las ideas se enlazan al fin con limpieza. Pero también el libro es cómodo para el lector que Aniorte espera: «Desde aquí yo os acecho y os convoco, / y espero que vengáis a visitarme, pero sin artificios ni aspavientos, / con la docilidad que lo prudente y sobrio nos dispensa». Miramos atrás en la memoria, pasamos por la intimidad y la experiencia y llegamos a lo real del poema. En el proceso de reconocimiento de uno mismo y de las posibles culpas, aunque no sean ciertas, o no del todo, Ginés está acompañado de certidumbres, esas que da la reflexión y el tiempo y la edad, incluso en los momentos de duda aparente; y también melancolía, a la que se enfrenta con el convencimiento que dan la vida, las reparaciones necesarias, y el deseo de huir «como única manera de encontrarme». No nos dejan detenernos en casi nada y el poema sí nos deja. En él tomamos conciencia de la vida y de lo que nos rodea, lo fijamos, y también aquello que pasó y nos dejará la gloria de los días, en ese toque Wordsworth que asoma en ‘La casa familiar’: «Se esfumarán la casa y el recuerdo, mas quedará la gloria, aunque perdida, / con que el azar nos quiso distinguir / y por la que hoy / —si bien me sabe a poco— / me muestro agradecido». Ginés Aniorte ha escrito un gran libro, pensado y valiente, muy bien trabado, con una sucesión de poemas que te lleva en una narración sincera y envolvente, acompañada por su saber en el verso y en la palabra que ya conocíamos. Para terminar os dejo con este poema que creo que condensa bien las ideas del libro. CANTAR DE CIEGO
Con el tiempo no ves sino dentro de ti. Para aquello que siempre te mostraron los ojos eres ahora ciego e insensible. Y palpas en lo oscuro y te deslumbra el tacto de cuanto hoy se niega a la mirada. Bendita sea la luz que solo se descubre cuando el mundo se eclipsa. RAFAEL ALARCÓN SIERRA. NUESTRO FUTURO ESTÁ EN EL AIRE. AVIONES EN LA LITERATURA ESPAÑOLA (Renacimiento, Sevilla, 2020) por JOSÉ LUIS LÓPEZ BRETONES ESCRIBIR DESDE LO ALTO Una de las canciones más famosas que se inspiraban en el hecho de volar estaba en realidad dedicada a los ojos azules de la amada. Pero Domenico Modugno supo expresar en las primeras estrofas de ‘Volare’ la sensación feliz de remontarse en el cielo azul e infinito y de contemplarse a sí mismo cada vez más alejado de la tierra. Y esa emoción gozosa, única, nueva para los sentidos es la que aparece consignada en muchos de los textos recogidos en Nuestro futuro está en el aire. Aviones en la literatura española (Renacimiento, 2020), que Rafael Alarcón Sierra, profesor de la Universidad de Jaén con un largo currículum de investigación y divulgación filológica a su espalda, ha recopilado para armar con ellos una singularísima antología. El volumen está dedicado a recoger los muy diversos textos en prosa que diferentes autores españoles dedicaron a referirnos sus travesías por aire y su experiencia con las aeronaves. Ahora bien, el antólogo ha querido establecer un límite temporal de publicación para los materiales escogidos: el año 1936. Y tiene su razón de ser puesto que, a pesar de que en la Guerra del 14 la aviación ya había hecho acto de presencia en los campos de batalla, su desempeño ofensivo había sido menor. Sin embargo, el año en que comienza nuestra guerra civil es cuando el aeroplano pierde definitivamente su “inocencia” a causa sobre todo de los raids sobre las poblaciones de retaguardia —tímido ensayo, no obstante, de los feroces bombardeos estratégicos de la Segunda Guerra Mundial—, despojándose así del carácter deportivo, moderno, ágil y aventurero con el que escritores, pintores, músicos e ilustradores europeos habían revestido las hazañas aéreas. El lector tiene ante sí, por tanto, los primeros artículos, reportajes, fragmentos de novelas y crónicas de viaje que un buen puñado de los mejores autores españoles de esa época —de Gómez de la Serna o Jardiel Poncela a Chaves Nogales, de Azorín o Julio Camba a Ramón J. Sender, de Concha Espina a González-Ruano, etc.— dedicaron al vuelo y a la aviación. Pero tan importante como los textos recopilados resulta el amplio estudio con el que se abre el volumen y que ocupa casi un tercio de sus cerca de 400 páginas. En ellas, y en un ejemplo de amenísima erudición, Alarcón Sierra realiza un completo repaso por los registros literarios que el deseo de volar ha inspirado siempre a los hombres: desde los vuelos imaginarios, de antiquísima raigambre clásica, hasta los vuelos reales, que comienzan a finales del XVIII con la invención del globo aerostático y culminan con el planeador y los primeros prototipos a motor, ya en los albores del XX. A lo largo de este recorrido el compilador nos va ofreciendo datos de quienes acogieron en el ámbito de las letras —pero también en el de la pintura, la fotografía, el cine o la música— una experiencia que parecía estar llamada a cambiar nuestra percepción del mundo. No en vano, vanguardia artística y aviación surgieron casi al unísono, y la primera contempló los progresos de la segunda como el signo de una era que barruntaba la aparición de un hombre nuevo. De hecho, Marinetti, en su Primer manifiesto futurista (1909), pide cantar, entre otros prodigios de la ingeniería, «el vuelo resbaladizo de los aeroplanos», y sugiere la pertinencia de una especie de poética de la velocidad que fuera capaz de expresar la flamante «realidad dinámica», de abolir tiempo, espacio e incluso sintaxis, lo cual habría de incidir en un cambio de percepción, en un nuevo paradigma tocante a la sensibilidad, la moral y la psicología humanas y, por tanto, a cualquier género de manifestación artística. Esta fascinación por la velocidad y la máquina acabaría derivando en un cierto espíritu belicista que empujó a algunos pintores y escritores a buscar materia artística en los enfrentamientos del primer tercio del siglo XX: por ejemplo, en el asedio de Adrianópolis en el marco de la primera guerra de los Balcanes (recuérdese el famoso poema visual ‘Zang Tumb Tumb’, del citado Marinetti) o, sobre todo, en la conflagración de 1914-1918. Para el ideólogo del futurismo la guerra constituía la «única higiene del mundo», convirtiéndola en el tema recurrente de sus palabras en libertad que, con el descoyuntamiento de la prosodia tradicional, aspiraban a ser reflejo de la tensión dramática de la guerra y sus apabullantes sensaciones simultáneas. Al sangriento conflicto europeo acudieron como enviados especiales de diferentes periódicos autores como Valle-Inclán, Gaziel, Ricardo León o Azorín. Todos ellos, en algún momento de sus diarios y de sus crónicas —que más tarde pasarían a formar parte de libros independientes— describen alguna incursión aérea, si bien con un estilo más próximo al periodismo literario que a la vanguardia. Alarcón Sierra recoge en su libro varios fragmentos de esas crónicas en las cuales estos cualificados corresponsales españoles describen la intervención del arma aérea, entre ominosa y fascinante (léanse por ejemplo los párrafos de Europa trágica [1917] donde Ricardo León describe el frente de Verdún), en los choques que pudieron presenciar. Pero ya antes de la Guerra de 1914-1918, que constituye el tercero de los cinco tramos temáticos en los que el antólogo distribuye los textos recopilados, se había publicado la primera novela española sobre aviación, Los nietos de Ícaro (1911), de Francisco Camba; en ella el autor elude las audacias vanguardistas y expone una historia folletinesca de tintes cosmopolitas y con un más que tradicional final feliz. Por cierto, de su hermano Julio Camba, periodista y escritor bastante más conocido que Francisco, también se recogen tres artículos sobre la «emoción del vuelo» plenos de humor inteligente. Tampoco haría uso de las recetas de la vanguardia la primera escritora española en subirse a una carlinga, Concha Espina, que voló en 1916 y que publicó dos años después la novela corta Talín, recogida en parte en la antología; se cuentan aquí los amores imposibles de una adolescente impedida y huérfana hacia un joven y aguerrido piloto que consiente un día en pasearla entre las nubes. El final de la historia, narrada con cierto garbo entre galdosiano y modernista, no deja de constituir un curioso melodrama con el ingrediente del contexto aéreo. En las décadas siguientes al período bélico los aviones siguieron surcado la narrativa española, a menudo para imprimir un toque de modernidad y mundanidad a la trama. Juan Chabás, Felipe Ximénez de Sandoval o Ramón Gómez de la Serna, entre otros autores, están representados en este capítulo de la antología con obras que vieron la luz durante los últimos años de la década de los 20 y los primeros 30. No faltan, del último de los citados, algunas greguerías de tema aviónico que Alarcón Sierra ha escogido con acierto; cito tan sólo un par de ellas por su chispa paradójica e ingeniosa: «La hélice es el trébol de la velocidad»; «Subir en avión es subir a los abismos». La parte más extensa y nutrida del volumen es la última. En ella el antólogo ha reunido los textos de ocho autores que viajaron en avión y escribieron la crónica de aquella experiencia, primero para los periódicos y más tarde en forma de libro, publicados la mayoría de estos a lo largo de los años 20. Se trata de Corpus Barga, el ya mencionado Julio Camba, Luis de Oteyza, César González-Ruano, Manuel Chaves Nogales, Jacinto Miquelarena, Ernesto Giménez caballero y Ramón J. Sender. El primero de ellos, al relatar para el periódico El Sol un viaje efectuado entre París y Madrid en 1919, hace uso de un estilo deliciosamente ramoniano («las nubes acolchadas son muebles confortables, estilo inglés») y en cierto momento vuelve a referirse a esa nueva relación cronoespacial que el vuelo permite brindar a los viajeros: «el aeroplano es la ofensiva del tiempo contra el espacio». Por su parte, Chaves Nogales, en el curso de su extenso periplo aéreo hasta la Rusia soviética, relatado en 1928 para el Heraldo de Madrid, confiesa que «la aviación ha empequeñecido el mundo» al permitir cubrir, en condiciones de razonable comodidad, largas distancias en breve tiempo, algo impensable pocos años atrás. «El tiempo es aviador», admite, y «las cosas son de otro modo desde arriba», lo cual propiciará que cuando la mayoría de la gente viaje en estos aparatos adquiera «otro concepto de las cosas». No obstante, Chaves Nogales confiesa también que volar sentado en un cómodo butacón de cabina era, ya en su tiempo, algo que no entrañaba ninguna molestia ni heroicidad. Por su parte el inquieto y contradictorio ingenio de Giménez Caballero logra en ‘Sobre el signo avión’ uno de sus mejores artículos al hilo de un vuelo Madrid-Barcelona a comienzos de 1928. A Gecé no le interesa tanto describir sus sensaciones de viajero —algo que él consideraba ya usado y rutinario— como anunciar el «nuevo y radical punto de vista» que la experiencia del vuelo le proporciona, y que encuentra su mejor correlato en el arte cubista y surrealista. De este modo el aeroplano, «caballo de alas de los poetas», es el heraldo de un tiempo otro para la pintura y la lírica, un tiempo en el que ingenieros y poetas serán capaces finalmente de alumbrar una España «aviónica y transparente», recorrida de un cabo a otro sin escalas, sin límites geográficos ni obstáculos locales.
Ese tiempo nuevo llegó, efectivamente. Pero no para cambiar el paradigma de nuestras percepciones o de nuestras consideraciones sobre el arte y la historia, sino más bien para proveernos de un arma letal de combate a partir de 1936; y también, gracias al espectacular desarrollo de la industria aeronáutica, de un medio de transporte absolutamente rutinario en la actualidad al que el pasajero accede casi con indiferencia para arrellanarse en los estrechos asientos y engolfarse en sus móviles y portátiles o tomar el piscolabis que le sirve la azafata, sin prestar más que una despreocupada atención al espectáculo que se divisa desde las ventanillas. Si muchos de los escritores que engrosan el pasaje de Nuestro futuro está en el aire (título que Alarcón Sierra ha tomado con evidente atino de unos lienzos de Picasso) hubieran podido contemplarnos habrían asegurado que, desde luego, el futuro ya no es lo que era. Y que los sueños que soñaron no han de volver jamás, como por cierto aseguraba Modugno en la primera línea de aquella famosa canción. MIGUEL ÁNGEL HERRANZ. LÍRICA DE LO COTIDIANO (Renacimiento, Sevilla, 2019) por ANTONIO AGUILAR RODRÍGUEZ EL RESTO ES FÁBULA ¿Qué se espera de un libro de poemas? A estas alturas, pasados los cuarenta y tantos, creo que me conformo con encontrar en un libro de poesía una experiencia —¿aventura?— también y el hecho de no tener la sensación de haber perdido el tiempo. Luego hay momentos para todo, momentos para la experiencia sublimada, anecdótica, la pretenciosa, momentos para esa experiencia tortuosa de algunos libros, para la feliz, la que es concebida pese a todo para el mundo editorial, la que alguien cree que queremos leer y la que queremos leer de verdad, aunque eso no lo sabemos hasta que lo hemos descubierto, y qué placer entonces encontrarla. Hay poemas que te iluminan una tarde y la tarde siguiente te sumen en la oscuridad, a veces hay poemas o libros que te seducen en el primer verso, en el primer poema y luego se te caen literalmente de las manos y libros en los que vas marcando títulos con el lápiz hasta que decides no señalar más porque recuerdas lo que un profesor de secundaria te enseñó al subrayar, que si destacas demasiado lo que realzas es lo que no querías destacar. Lírica de los cotidiano es el último libro de Miguel Ángel Herranz, poeta al que conocí no como escritor sino como lector, lector que en su perfil de Instagram, @mikinaranja, nos abre ventanas a otros mundos. Su selección ya habla de por dónde va, de quién pudiera ser y de cómo concibe la poesía, aunque no necesariamente nuestros gustos como lectores tienen por qué coincidir con nuestros gustos como escritores, en el caso en el que escribamos o en el otro caso, más literario aún, en el que pensamos cómo sería nuestra obra si la escribiéramos. Coincidimos, creo, en un momento en la lectura de José Mateos, uno de esos poetas sabios que ha encontrado el equilibrio entre una forma cuidada y una experiencia de la cotidianidad integradora. En los poemas que selecciona para sus estados predomina una poesía que antepone la vida a cualquier otra cosa, que relativiza todo desde la experiencia, pero no todo, y ese no todo, ahora en la poesía de Herranz, cabe en tres palabras. Es un mirlo que, como Ajmátova, canta porque puede, porque puede decir esto otro, este no todo que con mucha frecuencia escapa a veces de la mala poesía. No quiero joyas / tráeme flores. Hay un equilibrio, no obstante, un pacto con la palabra para que sea poesía y no otra cosa, un cuidado de la expresión descatable. Hay pulcritud y gusto por la palabra justa, gusto por no decir pájaro cuando puedes decir mirlo, por ejemplo, porque en el nombre hay un conocimiento y un respeto por la realidad. El ritmo es uno de sus grandes aciertos, la disposición textual que de pronto encabalga una palabra para que destaque, para que cobre un nuevo sentido. Versos breves que hilvanan, que son materia y voluntad, y no asustan, no dan pereza, prácticamente no hay que leerlos, vienen dados, como sin querer, como un caño de agua que fluye, que aceptamos, como aire, como el aire de las palabras. Destaca en este apartado de la forma su concisión, una voluntad de no malgastar las palabras, un tono coloquial que se sustenta en juegos de palabras sencillos pero eficaces, paralelismos, antítesis y un aguzado sentido del humor, que no acaba en carcajada pero que quita un poco de sobriedad a esa experiencia que llamamos vida. Creo, probablemente me equivoque o no —sucede con las creencias—, que esta forma no es azarosa, que viene de un compromiso ético, ya que los poemas, que por momentos recuerdan el tono de la poesía de Ángel González, entre coloquial y descriptivo, como en ‘Instrucciones para escribir un poema’, parecen un diálogo con las personas que le importan, también con los lectores que le importan, y así no cabe la trampa del artificio y del distanciamiento final. E igual que he citado a Ángel González, podríamos citar a Jaime Gil de Biedma, a Borges, a Bukowski, a Ajmátova o a Gloria Fuertes, que aparece y desaparece por momentos. Me quedo con infinidad de poemas. Sé que caminarán conmigo durante algún tiempo, que algunos olvidaré y que otros se anclarán a mis propias experiencias. Cogido con un imperdible queda este final del poema ‘Rotes tathaus’: Hemos venido a amar
y ser amados. El resto es fábula. AURORA SAURA. AVIVAR EL FUEGO (Renacimiento, Sevilla, 2018) por NATALIA CARBAJOSA La publicación de una antología de poesía siempre es motivo de celebración porque les da una nueva vida a libros publicados en el pasado que, por la propia dinámica del mercado (y esto vale tanto para las pequeñas como para las grandes editoriales) son imposibles de encontrar. En esta ocasión, además, el hecho de que Avivar el fuego, de Aurora Saura, haya aparecido en una editorial no precisamente menor, como es Renacimiento, supone una doble alegría, y por ello celebramos este “renacimiento” como una magnífica noticia. Ofreceré un breve mapa de lectura que pueda ser de utilidad a quienes se acerquen a este esta espléndida antología. Para ello, comenzaré repasando los temas y características generales en la poesía de Aurora Saura, para después detenerme en cada libro. La antología contiene una selección de poemas de sus cuatro libros publicados entre 1986 y 2012: Las horas, De qué árbol, Retratos de interior y Si tocamos la tierra, más la reciente plaquette de haikus Mediterráneo en versos orientales y una sección final de poemas inéditos. Poco más de cien páginas para quien, pausadamente pero con firmeza, escribe desde la infancia y, más importante aún, se considera ante todo lectora. Una autora que ha sabido intercalar la escritura entre el resto de facetas de su día a día sin renunciar a las interrupciones que la vida impone, entendiendo con toda claridad que el poeta es una especie de trabajador “fijo discontinuo” que se halla siempre alerta, pero que en ningún caso fuerza la llamada de la inspiración ni pasa por el mundo de espaldas a la realidad. De la poesía de Aurora Saura se ha destacado, y ella misma lo confirma, su introspección, contención y melancolía, entre otros aspectos. Poesía clásica en el tono y en los temas a la manera horaciana y machadiana, por su atención al paso del tiempo; también por su deseo de fijar ese momento de belleza y verdad sublimes, a la manera de Keats; poesía que busca la moral en la estética, tal como ha aprendido de Camus y de Cortázar (muchos grandes poetas coinciden en que la visión ética es inherente a la imaginación poética, y no un añadido); poesía que, huyendo de la estridencia, conoce no obstante la extrañeza y la locura expresadas por Rilke y Hölderlin; poesía que sabe que todo lo que se afirma en un poema es absolutamente cierto y absolutamente contradictorio, a decir de Pessoa y Pavese; poesía del mirar, de la contemplación entendida como participación, que defendía Claudio Rodríguez; poesía del despojamiento del “yo” en los haikus, que transforma la obsesión occidental del sujeto que nombra en la levedad oriental del movimiento y la relación entre las cosas; poesía hecha no de grandes momentos sino de esos rasguños casi imperceptibles de la vida que, en palabras del poeta Tomás Sánchez Santiago, crecen sin permiso y acaban pergeñando eso que llamamos “personalidad”: «sólo pasado el tiempo es cuando caemos en que lo imperceptible tiene a menudo más peso y profundidad que aquello en lo que habíamos creído con supuesta convicción duradera». De esto último habla el poema, contundente en su brevedad, ‘Olvido’, a propósito de unos dátiles que caen al suelo: Nadie os mira ni os salva, el que pasa no advierte cuánta riqueza se pierde, callada, inútilmente, cada día. Menos evidente quizá que las características citadas, aun con el precedente expreso de los heterónimos de Pessoa, es la capacidad de la poeta de reconocerse múltiple, como esa casa abierta con infinitos huéspedes entrando y saliendo que es, para Czeslaw Milosz, el poeta. En el caso de Aurora Saura, es el “yo” quien se aventura fuera de su propia casa para, con la premeditación y alevosía que otorga la imaginación, allanar otras moradas: Supón, en fin —tal vez ya suponiendo demasiado-- que voy viviendo en ti como si fuera parte tuya. Tú andando por ahí, y sin saberlo. Otro rasgo que, en nuestra opinión, la singulariza frente a sus autores de referencia, es su voluntad de conjugar tradición y ruptura, sin aspavientos pero con una fortaleza que convierte a cada poema en una suerte de declaración de principios. Así, un paisaje, una pintura o una pieza musical, actualizan la tradición en su manera particular de interiorizarlos. Otro tanto ocurre con la idea clásica del destino, tamizada por la lectura de Camus, es decir de la obediencia al mismo que practicaban los griegos. Por eso la poeta se pregunta: ¿Por qué disuadir al que desea arder en el fulgor de una querencia? Para concluir esta historia de una mariposa que avanza hacia la luz de este modo: Tal vez sólo el calor que la destruye la salva de sí misma. El topos de la edad de oro, por su parte, está formulado en otro poema en términos casi reivindicativos, leídos a la luz de los titulares de hoy, y sin embargo inequívocamente líricos: El mundo no tenía estos contornos ásperos, los árboles, las piedras y la arena no eran tan ajenos a nosotros […] Se podía recibir al que llegara sin preguntarle antes si era amigo o extranjero. Qué distinta esta alusión a un “entonces” mítico, un espacio-tiempo ilocalizable, de la del poema cultural y geográficamente bien definido que lleva por título ‘Lager’, dedicado a Primo Levi. Especialmente significativo, en esta reescritura de la tradición, resulta el lugar de las mujeres en la misma, con las alusiones a su falta de voz o a la ausencia de referentes intelectuales femeninos. En el poema ‘Entre las mujeres’, elocuentemente subtitulado “sueño”, aflora este asunto en forma de imágenes yuxtapuestas de momentos históricos distintos, unidos por un mismo sujeto en primera persona. El efecto es ágil y contundente al mismo tiempo (esperamos que lo lea la propia autora porque si se lee nada más que una parte, se pierde la magia). Un tema reciente, deudor de la curiosidad de Aurora Saura por la ciencia y de las fabulosas metáforas que ésta nos brinda, y abordado como un todo dentro de la imaginación humana, nos lo presenta el poema ‘Física (y química) elemental’. Dicho poema imita a la perfección la secuencia tesis/antítesis/síntesis, y de paso nos recuerda que la poesía, por su condensación extrema, es un modo de conocimiento especial, un fogonazo esclarecedor a medio camino entre la ciencia y la filosofía, sin más herramienta que el lenguaje hecho ritmo. Avivar el fuego es un título más que coherente para un libro que, como hemos dicho al principio, supone en realidad un renacer, remover el rescoldo de lo que acaso parecía apagado y no obstante seguía crepitando. El primero de los títulos, Las horas, es una referencia más que explícita al paso del tiempo e, indirectamente, a esos libros de horas que ajustaban el vivir a los ritos y oraciones cristianas. No por casualidad, leer y escribir poesía es una clase de oración, de meditación si se quiere. Modula nuestro paso por el mundo en función de un calendario interior, celebra sus propios ritos y señala sus propias fechas. Se habla de momentos del día y de estaciones, en poemas como ‘Rosa’ y ‘Olvido’, como si el tiempo fuera la única casa posible que habitar, el único templo. De qué árbol es un libro más luminoso, lúdico y variado, también más sensual. Aunque la voz poética de Aurora Saura es sobria y certera desde el principio, acaso porque no tuvo prisa en publicar ningún libro de juventud arrebatada del que arrepentirse después, aquí los diálogos con figuras como Cortázar o Gil de Biedma revelan una soltura estilística y una confianza en la propia voz mucho mayor. El título, tomado de Basho, subraya la esencia misma de la poesía: como la alondra de Shelley, a la que no vemos porque vuela demasiado alto pero cuyo canto podemos escuchar, el perfume del árbol sin identificar de Basho es el resto indecible que queda tras descubrir que la poesía es, precisamente, lo que nunca se puede decir del todo.
Retratos de interior, hermanado con el concepto de “cuarto de atrás” de Carmen Martín Gaite, hace referencia a la vez a un espacio mental (la introspección) y físico (la necesidad de esa habitación propia desde la que proyectar la voz creadora). Desde ese interior real y metafórico, se alternan poemas de clara intención literaria (‘Joven diosa en el museo británico’) con otros de corte social, urdidos siempre desde lo pequeño y lo cotidiano (‘Niños de la ciudad en guerra’). Si el primero es un ejemplo de poesía ecfrástica (ut pictura poesis), el segundo, por su plasticidad, parece justo lo contrario: un poema que, en su sobrio e implacable decir, se convierte en pura imagen, esto es, en el pathos de una imagen indeleble. Si tocamos la tierra recuerda a aquel libro anterior, De qué árbol. Árbol y tierra funcionan como arquetipos por cuanto pueden referirse tanto a lo concreto como a las coordenadas universales del espacio que habitamos. Aunque no ha cambiado el tono respecto a los otros libros, algunos de los títulos de los poemas (‘Destino’, ‘Eternidad’), sí delatan una mayor preocupación metafísica, apoyada en los elementos de siempre (pintura, música, paisaje), por reflexionar sobre las tres o cuatro incógnitas fundamentales de la existencia. Mediterráneo en versos orientales es un apropiado resumen de lo que puede significar el haiku en un lugar tan cargado de connotaciones culturales de otra índole. Aurora Saura asume el reto y lo resuelve con veracidad, pues a menudo los practicantes occidentales del haiku, poetas incluso célebres en otros estilos, se quedan sólo con la parte del cómputo de sílabas y pasan por alto la manera particular de asomarse al mundo que esta estrofa conlleva. En cuanto a la sección titulada “Poemas últimos”, que podría constituir en sí misma un libro independiente, lamentamos que no lleve otro título porque hubiéramos apostado con la autora a que éste haría referencia de un modo u otro a esa casa, a veces hecha de tiempo y a veces de espacio real o mítico, que ella ha ido llenando de palabras a lo largo de los años. Dentro de sus muchos aciertos (‘Niño a caballo’ y ‘En la mina romana’ entre nuestros favoritos), se debe prestar atención al poema que termina hablando de un vaso roto: magistral reformulación de esa “palabra en el tiempo” y esa ambivalencia ante la eternidad que es la poesía, y de reminiscencias claramente “holderlianas” (no sé si se puede decir así). En una entrevista, Aurora Saura explica que los poemas de sus libros están unidos antes por un tono común que por los temas diversos que tratan. Ello concuerda con la lógica de que el creador no se sienta a escribir un libro de poesía; escribe un poema, y días o semanas más tarde otro, y ellos solos van conformando un libro. Pero lo interesante de sus palabras, a nuestro entender, es el término “tono”. A este asunto se refiere la poeta irlandesa Eavan Boland cuando subraya, en algunos poetas, la disparidad entre “voz” y “tono”, que evidencia una falta de convicción poética. Afirma Boland que el tono «tiene menos que ver con la expresión de la experiencia de un poeta que con la impresión que dicha experiencia le causó en primer lugar. […] Establece una distancia entre el poeta y su material que después se traslada a la distancia entre el poema y el lector». El argumento de la irlandesa tiene sentido si pensamos en el poeta como alguien que, antes que por lo que escribe, se define por su manera de estar en y mirar el mundo… y por lo que lee, podríamos añadir. Desde este punto de vista, la tierra que pisa Aurora Saura, el árbol cuyo perfume le llega, las horas que escande y la habitación interior desde la que se asoma al mundo confirman, por su coherencia vital, la veracidad de su fuerza poética. Y cuando decimos “coherencia vital” no nos referimos a una vida no exenta de contradicción o de incertidumbre, ya que precisamente la incertidumbre es la única verdad de la poesía. A este respecto escribe el pensador rumano Nicolae Steinhardt: «El que no es consciente de la pluralidad y la simultaneidad de los planes contradictorios de la conciencia, nada puede saber acerca de los hombres». Para nuestros fines, pues, se trata de algo mucho más simple y complejo a la vez: poner la vida propia en manos de esa caja de resonancia mayor que es el lenguaje, obedecer a la palabra poética en medio de todas las vicisitudes del vivir, sean cuales sean. Y como muestra Aurora Saura, para ello hace falta el fuelle de la voluntad, respetando por supuesto la cadencia personal, sin prisa pero sin cejar en el intento; hace falta, en otras palabras, y para que nunca falte calor en esta morada, frágil y duradera al mismo tiempo… avivar el fuego. JOAQUÍN CALDERÓN. SOY COMO PUEDO (Renacimiento, Sevilla, 2018) por SERGIO M. MORENO Con el tiempo se aprende que un lugar no son sólo las piedras que lo forman. Los sitios son también esas personas con las que compartimos amistad. Es por esa razón que regresar a una ciudad, a veces, nos trastoca. Porque las piedras permanecen solas, pero muchos amigos ya no están. Todas las calles siguen donde estaban, pero nos falta un beso en cada esquina, un desamor, una aventura, un sueño. Tenemos más historias que palabras, por eso utilizamos los poemas, para guardarlo todo en el recuerdo. Parece que algo parecido le sucede al autor de Soy como puedo. El reconocido músico sevillano Joaquín Calderón, referente para los cantautores del momento, nos regala el diario en verso de sus andanzas cotidianas. En sus composiciones, de extensión variable, relata, con lenguaje directo y sencillo, estampas costumbristas de nuestro tiempo. Es delicioso verle hablar con cariño de su hijo, de su padre y de sus perros, o dedicarle una oda a las llaves de la casa o al café de la mañana. A nivel emocional, su punto fuerte hace patente, en cada línea, el bagaje que atesora su maleta de músico trotamundos, la cifra incalculable de su cuentakilómetros, las largas noches de hotel y la distancia. Con cada palabra, derrama sobre el papel verdades sin procesar, descargando a bocajarro sus sentimientos, frustraciones y ansiedades.
Técnicamente Joaquín se aleja de la complejidad de lo lírico, lo que es de agradecer, en cierto modo, a la hora de comprender sus intenciones comunicativas, pero que, a su vez, deja entrever ciertas carencias. En ocasiones, se extraña un cierto orden compositivo y un poco de atención hacia la rima que, aun siendo libre, tiende a caer en la asonancia. En cualquier caso, errores perdonables para quien se enfrenta, por vez primera, al reto intelectual de la poesía. Estamos ante la semilla de un árbol que crecerá tanto como su autor quiera, siempre que, además del nutriente esencial del sentimiento, se aventure a utilizar las siempre necesarias herramientas de la poda. Soy como puedo calará especialmente entre los jóvenes, complaciendo a esos lectores que anden buscando una escritura fresca y natural, de corte canalla y callejero y fondo melancólico, reflejo poético de esas canciones tan “anfibióticas” a las que el autor nos tiene acostumbrados. ALFREDO RODRÍGUEZ. ALQUIMIA HA DE SER (Renacimiento, Sevilla, 2014) por JOSÉ ALFONSO PÉREZ MARTÍNEZ Entre los saberes pre-científicos destacó la alquimia. Intentaban sus practicantes transmutar en oro otros metales menos nobles —el plomo, el mercurio—. La poesía, según Alfredo Rodríguez, debe hacer lo mismo: transmutar en aurea dicta el idioma. Y a fe que lo consigue. Decía Frank McCourt que cuando descubrió a Shakespeare se le llenaba de joyas la boca al leerlo en voz alta. Es eso, es eso, el cómo se dice ha de importar tanto como el qué. Cuidado en la expresión, elección precisa de las palabras con la belleza en mente. La poesía, que salvó la vida de Alfredo, es una dama de alta cuna, y no una vulgar cortesana. Si no está bellamente adornada no es poesía. Si vamos, poetas, a escribir como hablamos, ¿para qué escribir? Hay que construir con palabras un edificio ideal, bello, humano, para consolar al hombre de la fea e inhumana realidad. Hay en este poemario ecos orientales —mandalas, chakras—, se busca el «oro espiritual», la «vida hermosa», la «playa protegida», el hermanamiento o la armonía de los contrarios, del espíritu y de la materia. El poeta es guerrero con grebas de bronce, alquimista errabundo, mensajero alado. Se celebra el cuerpo tanto como el alma, se avisa sobre la importancia de «distinguir lo fingido de lo verdadero», se aspira a una existencia “plácida y libresca”, se quiere escribir sólo si se hace bellamente («el poema será en su doradura»), como deberíamos, en un mundo ideal, hacer todas las cosas. Séptimo poemario de Alfredo Rodríguez. A veces difícil, oscuro, este libro engendra, en quien se esfuerza en adentrarse por sus meandros, destellos de conocimiento, y de reconocimiento también: sabemos que debemos ser, que en alguna parte dentro de nosotros somos ese alquimista-guerrero con grebas de bronce que vive en belleza y en armonía con las cosas. Como un ave del paraíso: en perfección o si no, nada. |
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