LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
MIRYAM HACHE. HE VISTO A LAS MEJORES MENTES DE MI GENERACIÓN TRABAJANDO EN UN CALL CENTER (Barcelona, 2020) por ANTONIO MARÍN ALBALATE «He visto a las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas histéricas desnudas, arrastrándose por las calles de los negros al amanecer, en busca de un colérico pinchazo». Allen Gisberg lo dejó dicho en Aullido, su libro de 1956. De este poema toma Miryam Hache el título de su primer poemario publicado en septiembre de 2020: He visto a las mejores mentes de mi generación trabajando en un call center. Miryam nació en Buenos Aires a finales de la década de los 80. Actualmente reside en Barcelona. Así escribe en el poema ‘Mi calle’: «Vivo en la parte alta de Barcelona, / entre escaleras mecánicas / y atisbos de más alturas. / En barrios / construidos sobre montañas». Cursó estudios de fotografía, cine, letras y antropología. Participó de diversos grupos literarios y colaboró como crítica de cine y literatura con distintas revistas culturales y periódicos. Durante varios años llevó el portal feminista de crítica de ficciones Imaginaciones fílmicas. Escribió varios libros de poesía y narrativa, todos aún inéditos. He visto a las mejores mentes de mi generación trabajando en un call center contiene catorce poemas escritos desde la libertad de unos versos no sujetos más que a la cadencia de «sabernos en el mismo barco / hacia ninguna parte» mientras bogamos por un bosque de palabras conscientes de que «hay hombres rotos / buscando todavía verdades / en los libros de filosofía oriental». Versos que saben de «la proporción del número áureo, / las proporciones matemáticas de la belleza, la importancia de la sonoridad de ciertos verbos». Versos de verbo desnudo en carne viva, como de activistas de Femen o del Ministerio de la Igualdad, contra quienes «todavía dicen que el feminismo no es necesario, / que todos sufrimos bajo el yugo del capital / de igual manera», versos contra quienes «todavía no se atreven a arañar las máscaras de los géneros» para que Miryam nos cuente que «de niña imaginaba que si el / chico que quería no me quería, / tal vez en mi velorio, / se daría cuenta al fin, / de rodillas junto a mi ataúd, / lo maravillosa que era». Versos para ahuyentar fantasmas: «Sigo trabajando / para que cada vez quede menos / de esa niña con miedo». Versos de quien denuncia la violencia en todos los niños que son «víctimas de la hostilidad del mundo». Versos que transitan por una “carretera perdida” con imágenes de «gente queriendo destruirse».
Versos de una «mujer cruda, / hecha de insomnio» que «se lleva las manos hacia, / el fluido a la boca» y que finalmente contempla cómo «la mancha bajo sus pies / se seca bajo el sol». Versos que caen a la música esa que salva para «teclear las nostalgias / que te sugieren las canciones de Joy Division / que sonaban / en todas esas fiestas de tus veinte años / en las que no pasaba nada». Versos que afirman que «el mugido del viento es una sílaba larga» que sabe que «en cada década, en algún país del mundo, / hay una generación sin futuro». No future, como dijeran los Sex Pistols en ‘God save the queen’, pero no future como signo de rebeldía ante los call center que Miryam denuncia en su libro. Recordemos cómo en un ejemplar de la revista Rolling Stone, Johnny Rotten afirmaría que el estribillo de ‘No future’ se pensó «como un llamado a la acción, no a la resignación. No hay futuro a menos que vayas y crees uno, entonces carpe diem, etcétera. No es terminar con todo, no hay futuro, punto final. No, es puntos suspensivos... Hay que levantarse y hacer el esfuerzo uno mismo. Nadie va a hacerlo por uno. No esperes que te lo sirvan en bandeja». Algo que dirían también la banda Ilegales en su canción ‘Tiempos nuevos, tiempos salvajes’: «Esta es tu pelea / levántate y lucha, / no voy a luchar por ti». Versos rabiosamente salvajes que, desde su propia trinchera, nos hablan de cosas cotidianas elevadas a su estado más esencial. Así, por ejemplo, sueños, muerte, sexo, jeringas, redes sociales, soledades, casas deshabitadas, okupas, fantasías de infancia, pasiones y deseos, conforman la sustancia y el alimento del lírico atraco con que este libro nos sorprende al abrirlo. Versos trasatlánticos, al cabo, abanderados de belleza para celebrar la voz y la escritura de esta poeta llamada Miryam Hache, apellido con nombre de letra que, como podemos comprobar, no es en absoluto muda sino sugerente voz de allende los mares que podemos escuchar en el adelanto de este poemario: https://www.youtube.com/watch?v=gztmBH5dSsQ.
1 Comentario
JAVIER ALCORIZA. PSICOLOGÍA LITERARIA (Dykinson, Madrid, 2021) por ÁNGEL OLIVA LA VOZ DE LA LITERATURA La idea de este libro nace del seminario temático dirigido por Javier Alcoriza y organizado por la Biblioteca Regional de Murcia y el centro de Profesores y Recursos de la Región de Murcia durante el primer semestre de 2020, en el que tuve la fortuna y el placer de participar. Esta circunstancia me permite reseñar este libro desde esa doble experiencia: primero como asistente y ahora como lector. El contenido que recoge este volumen, con el añadido de otros textos anteriores, conforma un conjunto coherente, que permite al autor desarrollar la idea central del mismo y que es la que elige para iniciar el prólogo: «La psicología literaria no es la psicología aplicada a la literatura, sino el estudio de las formas del alma que nace de la experiencia literaria». Señala que frecuentemente asociamos la literatura solo con los libros, sin reparar en su esencial presencia en la oralidad. Es más, se podría decir que el hecho literario en sí mismo surge del relato oral, pues la palabra escrita nace de la palabra hablada. A partir de ese hecho, y de acuerdo con un contexto siempre en evolución, dinámico y determinante, se manifiesta nuestra disposición natural a la expresión y al relato, que muchas veces llega a verse representado de diferentes formas y siempre emerge sustentado por la imaginación y la creatividad. También en el prólogo, el autor nos revela una certeza: la literatura y la voz que contiene no se pueden limitar a la página impresa; es el lector el que debe trascender los libros, pues la voz de la literatura, expresada en una charla, en una crítica —en torno a lo leído— e incluso en una representación teatral, son también experiencias literarias de primer orden. Rescatamos dos ideas más que recogen bien el criterio del autor en relación con el hecho de leer. En la primera no hace concesiones, es el lector el que debe hacer el esfuerzo para entender y descifrar el contenido, y solo cuando lo hace obtiene el fruto de la comprensión profunda; así, la lectura se convierte en una escritura invertida que descifra lo leído; es trabajosa y, en lo que concierne al resultado, siempre es fecundo y enriquecedor. En la segunda, recuerda al lector amateur que la literatura es una fórmula apreciable para su instrucción, pues conquista nuestra mente, forja nuestras opiniones e influye en nuestra conducta. La psicología literaria prefiere los libros grandes y algunos autores escogidos, que no son los únicos posibles. Aquí no rigen normas, sino orientaciones. Lo que importa es que contengan voces que resuenen y que dibujen un mapa que pueda ser recorrido y compartido: que sea transitable. Con la lectura establecemos una relación con los autores, y así entablamos un diálogo con los verdaderos maestros. A eso se nos invita en el contenido de los diez capítulos en los que se desarrolla el libro y que giran en torno a diez escritores y algunas de sus obras más representativas. Algunos de los elegidos en esta ocasión son Edipo en Colono de Sófocles, La divina comedia de Dante, Otelo de Shakespeare, El enfermo imaginario de Molière, Soledad y sociedad de Ralph W. Emerson, El americano de Henry James, y la Carta al padre de Franz Kafka; junto a ellos hay múltiples referencias a autores como Thomas Carlyle, Oscar Wilde, John Ruskin Thomas De Quincey, Nietzsche, Walter Scott, Jorge Luis Borges, T.S. Eliot, Henry David Thoreau y tantos otros que aparecen citados en el desarrollo de los capítulos. A través de su aportación, cohesionada en un ejercicio de erudición muy apreciable, el autor va introduciendo y elaborando el concepto de psicología literaria de manera amplia y convincente. Cada capítulo empieza con una imagen que lo ilustra y presenta y también contiene preguntas que prolongan su desarrollo e invitan al lector a implicarse en las repuestas e incluso prolongar las reflexiones que propone. Su lectura, en algún momento esforzada, contiene el regalo de un conocimiento lúcido de la naturaleza humana, vista a través de la crítica de los autores mencionados. También son destacables las numerosas referencias cinéfilas y culturales de todo tipo que se utilizan para ilustrar las ideas que se van desgranado. Es admirable el saber enciclopédico que muestra el autor y el conocimiento amplio y profundo de la literatura, filosofía y las artes clásicas y modernas. Consigue contagiarnos el gusto por los clásicos y nos conduce e inicia en el arte de interpretar sus textos. Esta obra es también un mural que contiene temas e ideas que nacen de la vida y llegan a la literatura y viceversa, en un camino de ida y vuelta. El autor las va sacando, mostrando y poniendo unas al lado de otras. Con un tono amable, nos las presenta y nos anima a pensar en ellas, invitándonos a la disensión y al debate, pues, después de todo, como Alcoriza nos recuerda, la literatura no solo está en los libros, sino también en las palabras que elegimos cuando hablamos en nombre propio, en las palabras que los libros nos obligan a decir después de haberlos leído.
ANTONIO BARNÉS VÁZQUEZ. EL CORAZÓN DE LA LIBÉLULA (Kolaval, Sevilla, 2020) por ADOLFO TORRECILLA Publica Antonio Barnés Vázquez (Sevilla, 1967) su primer libro de poesía. Con anterioridad, ha publicado diferentes ensayos literarios. En la actualidad, dirige el proyecto de investigación y creación literaria “Dios en la Literatura Contemporánea”.
Se nota en este poemario su amplia formación humanística, que le lleva a abordar la realidad desde una perspectiva crítica y novedosa, huyendo de los tópicos y estereotipos y mostrando ingeniosos puntos de vista poéticos con los que sorprender al lector. Como escribe Jaime Siles en el prólogo, estamos ante «una poesía que es vida y redención a la vez». No se queda sin más el autor en la visión erudita o culturalista de la realidad, sino que intenta añadir un deseo de cambio, una renovación, una transformación. Siles habla de realismo trascendente, idea que refleja bien esta intención. Resulta muy interesante la tensión entre clasicismo y contemporaneidad, pensamiento que sintetiza con la acertada imagen del vuelo de la libélula (la eternidad es un chispazo de asombro, / llena de plenitud el alma en un soplo), que recoge en el título. El presente y el yo del poeta es el punto de partida de muchos poemas, pero las conexiones con la tradición y el pasado son constantes, como bien sabe por experiencia libresca el autor, doctor en Filología por la Universidad de Granada. Hay sugerentes recreaciones de poemas y temas clásicos (el desierto está en la quinta avenida / el desierto está aquí / no huir / ni beatus ille) y también quiebros a figuras mitológicas con las que muestra perspectivas originales. Pero en su poesía no hay deseo de evasión: su objetivo es analizar la realidad que le ha tocado, que es la que también hay que poetizar. Consciente del profundo e inédito valor de las palabras, Barnés, y ese es el ambicioso reto que se plantea, quiere ver el mundo con ojos repletos de novedad, «mirar como si no se hubiera mirado / hablar como si fuera la primera vez». El resultado demuestra la fuerza humanística del autor, su bagaje cultural y literario y su atrayente y coherente manera de mirar el mundo y el hombre, aunque se muestre en ocasiones crítico. No le falta chispa a la hora de mostrar esta crítica, que tiñe por momentos de sentido del humor, como cuando escribe «Si la familia es lo que queda / tras el reparto de la herencia, / el amor es lo que queda / cuando se prolonga tu ausencia». Y en todo momento se desprende una huida de la asepsia técnica como fin. Barnés concibe su poética como «una desesperada llamada» con el fin de salir del «papel en blanco» para mancharse «las manos». FERNANDO SALAZAR TORRES Y FERNANDO GALLO. GACELAS (Espolones, México, 2021) por YORDAN ARROYO CARVAJAL EROTISMO, PASIONES Y AMOR CONFLICTIVO Hace poco menos de un año conocí al poeta y crítico mexicano Fernando Salazar Torres. Desde allí, empecé a leer sus publicaciones en espacios literarios y a seguir su destacada labor cultural por medio de la dirección de la Revista Literaria Taller Ígitur. No obstante, no es hasta hace escasos quince días que obtuve el privilegio de tener en mis manos un poemario completo suyo: Gacelas, influenciado por la tradición arábiga-andaluza; pero propiamente, por el poemario Diván del Tamarit (1936) de uno de mis poetas españoles preferidos: Federico García Lorca. En su poemario existen poemas de gacelas, entre ellos ‘Gacelas del amor imprevisto’ (1). Por ende, al leer el libro de Fernando Salazar Torres acompañado del material visual del artista plástico Fernando Gallo, se me hizo imposible no realizar esta reseña crítica. Dicho poemario posee diez poemas e inicia con una cita del poeta persa Hafez de Shiraz: «Mis ojos no se han saciado de mirarte. Fuera de ti no conozco ni pena ni deseo», dedicada, al igual que todo el libro en mención, a su novia, la poeta española María Calle Bajo. Y bien, a manera de paratexto, esta cita referida no es casualidad, pues el título del libro, Gacelas, según la nota crítica del poeta mexicano Maximiliano Cid del Prado, incluida en el mismo libro, deriva del árabe لزغ (Ghazal) (2). Además, es influencia de la casida, forma arábigomusulmana desarrollada en el siglo VI d. C: Esta […] fue la forma preferida para cantar al amor o al elogio por las tribus árabes de Mesopotamia. Hija de lo arábigo-persa y de lo islámico-israelí, la casida había ya sido estudiada y normalizada por las Escuelas filológicas de Cufa y Basora que habían recogido la herencia literaria de la Arabia pre-islámica. (p. 22) Aunque, a pesar de lo anterior, para Cid del Prado no es hasta el periodo Omeya en los siglos VIII y IX, paralelo a la creación del estado islámico de al-Andalus, que esta forma lírica, donde el poeta recuerda bellos momentos vividos junto a su amada, obtuvo su apogeo. Asimismo, como aporte al comentario de Cid del Prado, el significado de gacela en árabe remite a la elegancia y la rapidez que posee este animal para la cacería. Estos mamíferos (las gacelas), normalmente, andan en agrupaciones y están a la retaguardia para protegerse de los peligros a los cuales están sometidos en la selva. Conocen el valor de la colectividad y esta colectividad, justamente, es a la que evoca el epígrafe del libro. Existe una filosofía de completitud del ser al estar cerca del otro. La compañía le permite al yo lírico sentirse protegido en la selva o bien, desde otra posibilidad de lectura, ella (María Calle Bajo) es la misma selva. Por tanto, no tiene necesidad de salir de ella. Allí dentro lo tiene todo. Estos códigos expuestos, se piensa, deberían abrir el telón para apreciar una historia de amor y es así, pues al correr la página, encontramos el primer poema titulado ‘Gacela en la noche del amor’. Si atendemos a las palabras expuestas en el título podemos entender el diálogo erótico envuelto en el mismo. La noche en la selva, podría o bien, normalmente, representa el peligro para las gacelas, aunque, en este caso no es así, pues este momento del día, en esta creación poética, se convierte en el momento perfecto para entregar dos cuerpos transformados en kilos de carne que no arden en una parrilla, como sucede con normalidad en una fiesta o ritual, sino en la cama. Existen dos gacelas (yo lírico-tú lírico) entregadas al mundo de los deseos. En este sitio, el fuego de los cuerpos entregados al ritual le permite al lector imaginarse el orgasmo de dos animales. Asimismo, los aconteceres eróticos trascurren por todo el poemario, tal es el caso del poema ‘Gacela de media noche’, donde la noche sigue siendo invitada ideal para entregar las sombras del deseo a la dionisiaco. Por esta razón, el yo lírico utiliza el verbo “ir” en imperativo singular (ven) y en presente de indicativo de la primera persona singular (voy), en tres ocasiones, particularmente, durante las tres estrofas que conforman el segundo poema, solicitándole a su amada acercársele mientras también él también va con el fin de hacer más pronto el encuentro de dos animales. Recuérdese que las gacelas están acostumbradas a la velocidad. Yo lírico y tú lírico están deseosos de llenarse de vida mediante besos y caricias cargadas de “deseo”, misma palabra integrada en el tercer poema, titulado ‘Gacela del deseo’, donde de nuevo el tiempo del rito sexual sigue siendo la noche. En este caso, el depredador no es un guepardo, como sucede en el mundo real, sino los labios de la amada, representación ficticia de María Calle Bajo. El amor y la entrega en el ritual erótico son parte de la esencia del lenguaje de este tercer poema, junto con el lenguaje cuidadoso utilizado por su autor. Por esta razón, el poemario en mención no solo se consume en la entrega idílica. También muestra otra parte de las condiciones humanas ineludibles, entre ellas: el abandono y la condena de sentir a alguien cerca solo por medio de la memoria o como sucede en Lorca: el amor conflictivo, tal cual sucede en el último poema que da cierre al libro: ‘Gacela de la memoria’. En el cuarto verso se dice: «Vano es el consuelo de la memoria». Con tan solo leerlo, como lectores, en la cabeza se reviven las veces que, como humanos, nos ha correspondido recordar las miradas, los besos, las palabras y las caricias de alguien a través de la memoria. Esta parte del cuerpo puede servir como punto de salvación para no cometer, a manera de conciencia, errores del pasado o, del otro lado de la moneda, como infierno, tras vivir condenados al recuerdo de acontecimientos atormentadores de por vida, pues estos nos obligan a habitar en la cueva de nuestros dolores y anhelos durante toda la vida. En este poema, además, la ausencia y la esperanza se convierten en una especie de condena. Incluso, el mismo fuego que se sentía en el encuentro erótico del primero al tercer poema, ahora se siente, pero en el alma de manera inversa, consecuencia de no tener cerca a esa mujer o a esa gacela que tanto se ama. Este poema tiene las posibilidades que tiene el fuego, para marcar un rito de placer o para marcar un rito de sufrimientos provocados por la soledad o las ausencias. Asimismo, en el cuarto poema, titulado ‘Gacela de amor negado’, el yo lírico sufre o se muestra deseoso de tener muy pronto a su gacela en brazos, pues, en este poema, ella no está. Él le pide que se marche para no tener que sufrir más. Existe, tal cual lo dice el título, negación en torno al ars amatoria. El sufrimiento de este mamífero viene provocado por una especie de soledad. Recuérdese que, a modo verosímil, en el mundo real (3) las gacelas no están acostumbradas a caminar solas. Lo asfixiaste de la soledad en el poema ‘Gacela de mal de amores’ se convierte en dudas. Esto explica el uso seis veces de la pregunta “¿qué será?”. El yo lírico se pregunta qué será de él y de ese amor, eje temático del libro, cuando no estén juntos. Incluso, a raíz de este tópico amor-erotismo; desamor-sufrimiento, se explica el color de las ilustraciones del poemario: blanco con negro. El blanco y el negro representan la dualidad del mundo bajo la que se encuentran condicionados los seres humanos. No existe un amor solo lleno de blancura, la negritud como imaginario de dolor o caos, siempre está presente o ¿acaso no crecemos sufriendo? También, la dicotomía blanco-negro explican por qué en los poemas de este libro de Fernando Salazar Torres se hace referencia no solo a la noche como espacio perfecto para la entrega o consumación de los cuerpos, sino también al día, tal cual se aprecia en el quinto poema, titulado ‘Gacela del medio día’ (4). En él, el encanto de la gacela sobre el lapso de la noche llega hasta el día. Su belleza es tanta que sobrepasa los límites del tiempo y las condiciones de la naturaleza o ¿acaso no es ella, su gacela, la naturaleza misma? Quizás así sea, porque al igual que la madre tierra, nuestros sentimientos se ven condicionados por ella. ¿O acaso no se han sentido tristes cuando llueve? Así mismo le sucede a la gacela (yo lírico) en todo el poemario cuando no se ve cerca ni en la posibilidad de tener a su amada. En fin, el poemario híbrido mezcla de lo andaluz con lo español, aquí comentado, desnuda a cada uno de sus lectores para hacernos ver que, primero, al igual que las ilustraciones del libro, en temas de amor no puede existir un orden lineal, sino rayas negras y blancas creadas sin la necesidad de un esquema. Quien ama sonríe y disfruta, pero también sufre. El libro de Fernando Salazar Torres contiene una filosofía intimista. Nos permite reconocer la gacela que todas las personas llevamos dentro. Asimismo, al igual que las gacelas son presas de los guepardos, los humanos lo somos del amor. Por más rápido que corramos nunca podremos huir de su ambivalencia y complicaciones. El amor es una sustancia ambigua como los mismos humanos. Unos días nos hace sentir los seres más felices del planeta y otros días presas absorbidas por la ausencia de un otro femenino que todos necesitamos. Requerimos del Yin Yang, las dos fuerzas del cosmos para sobrevivir y el poemario Gacelas da muestra consciente de ello al entrar en diálogo con Lorca sin importar que muchas personas lo consideren muerto. (1) Se recomienda consultar el artículo académico: Alcidés Jofré, M. Lectura del Diván de Tamarit, de Federico García Lorca (1898-1936). Literatura y lingüística. http://dx.doi.org/10.4067/S0716-58111998001100006
(2) Otra posibilidad consultada en el Diccionario Etimológico del Castellano en Línea, fuente bastante confiable, es que derive del árabe غزال (Ghazal), en fin, sea cual sea de las dos opciones, de una lengua indoeuropea que ubica a este animal en las zonas de África, Siria, Mesopotamia y otros sitios más de África y el sureste de Asia. (3) El guepardo es uno de los mayores depredadores de gacelas en África. Justo, el guepardo es el animal más rápido del mundo, solo por encima de la gacela, segunda más veloz del planeta. Adquiere una velocidad de 90 kilómetros por hora. (4) El uso de los elementos de la naturaleza y los animales también son un referente de la poesía de Lorca, autor amante también de la pintura. Recuérdese su cercanía con Salvador Dalí. JUANA ADCOCK. MANCA Y MÁS POEMAS (Eolas, León, 2021) [Introducción y edición de Mª José Bruña Bragado] por NATALIA CARBAJOSA
Con estas palabras, el novelista portugués rendía homenaje en La caverna al oficio de alfarero como ejemplo del trabajo manual, oficio y modo de vida a punto de ser engullidos por las exigencias de un fantasmagórico centro comercial. Dos décadas después, la poeta mexicana residente en Escocia Juana Adcock (1982) parece continuar, en el poema que da título a Manca y más poemas, esta historia sobre la degradación de las manos como parte constitutiva y definitoria del ser humano. Desprovistas ya de toda función, y alienado sin remedio el cerebro que —según Saramago— de ellas dependía, resulta coherente, en su delirante incoherencia, esta historia de automutilación: Empecé por el dedo anular izquierdo. Corté justo debajo del nudillo. Flexionando el dedo para hacer el lugar del corte más visible. Como cortar un pollo. La sangre no saltó. El cuchillo era aserrado, no tenía tanto filo, pero tampoco hacía falta. Luego el dedo medio. Luego el dedo chiquito. Ahí me quedó parte del hueso sin carne... más aún cuando el “oficio” al que sirven los dedos de Adcock, a diferencia de los de Saramago, es tan alienante como ellos mismos: «Mientras tanto me dedico a servir café en una cafetería de tres pisos. Tengo que aprender a organizarme bien según mi habilidad y recordar las cosas...». Manca y otros poemas, publicado por primera vez en España por la editorial Eolas en su cuidada colección “Anfitriones” y precedido por el gran prestigio obtenido tanto en su país de origen como entre la joven poesía internacional, puede leerse como el relato de la violencia que asola México y, por extensión, todo el mundo conocido, ahora que nuestras pantallas llegan obscenamente a todos sus confines. Su sintaxis interrumpida y descoyuntada y sus imágenes surrealistas reproducen la visión de esos miembros cercenados (la cabeza separada del cuerpo como imagen recurrente en multitud de poemas) sumidos en un caos acumulativo, baudelerianamente moderno, de basura y desechos; de voces poéticas —del yo al tú al nosotros, de la responsabilidad individual a la colectiva—; de estilos y registros —prosa y verso, denuncia e ironía— y de idiomas —inglés y español, sin olvidar los neologismos construidos por el camino—. Así, en el poema ‘Omisión’ leemos: Dos cabezas de cabra desbocadas, filatelias y huesos tubulares, eyeballs sobre hielo, y nos vamos por grado de clase social: mentira semi-mentira pecar a voces por omisión (...) esta tarde lamimos las flores las botellas flotando en el agua los hongos que plantan esporas en los pechos de los insectos y ni una sola vez nos detuvimos a decir: esto somos Ahora bien, se equivocan quienes leen en los poemas de Adcock solamente el atropello feroz de la contemporaneidad. Si la autora pone especial cuidado en citar al comienzo de su libro, nada menos que tres veces y en distintas versiones traducidas, unos versos de La Ilíada —ella misma ejerce de traductora—, es porque sabe que toda violencia, tanto la de los periódicos como la que, con el paso del tiempo, ha pasado a la categoría de “literaria”, es una; y que la cabeza seccionada de un guerrero aqueo, troyano o pre-colombino retorna en la del sicario de hoy, “un extraño samurai”. Si acaso, la terrible actualización del mito posee, en las páginas de Manca y más poemas, lo mismo que en la que Theodor Kallifatides realiza en su novela El asedio de Troya, una sensibilidad muy reciente respecto a la violencia ejercida sobre las mujeres, por ejemplo, la que destila el poema ‘Loro’: «Una mujer morado verde amarillo rasguños latigados amarrados los pies y un mensaje cavado en las plantas...». Donde Kallifatides es serena contención aun en medio del horror, Adcock sin embargo evidencia la crueldad no solo sobre el cuerpo desmembrado y por tanto deshumanizado, reducido a despojo, sino también como marca visible de la miseria y la enfermedad, apenas mitigada por el uso del humor negro o los juegos léxicos. La poeta tan pronto inunda la página con enumeraciones sin tregua, como en el goyesco ejercicio titulado ‘Grande hazaña! Con muertos!’ (Un terreno estéril, dirían algunos, sin ver cactáreas, agaves, rastreras, cutículas, caparazones, picos, pencas, espinas, garras, pelajes, liquidez, fibras, intransigencia, raíces, soles, lunas contadas, calor, frío, todo el rango, el repertorio completo) como interpela al lector con fingida objetividad de lingüista: LOBO MEXICANO (poema plagiado de la más reciente versión del diccionario de la Real Academia Española) Del latín lupus, m. Mamífero carnicero desde el hocico hasta el nacimiento de la cola de altura hasta la cruz pelaje gris oscuro cabeza aguzada orejas tiesas y cola larga Animal salvaje, dañino Manca y más poemas contiene todo lo dicho y algunas sorpresas más, desde una brevísima “ars poetica” (“Todo es poesía”) hasta una descripción humorística, con título digno de Pessoa, de la escurridiza relación entre palabra y realidad (“Truth is structured like a fiction”), pasando por el tono irónico del “understatement” en “Comarca de San Fernando”, poema que podría leerse como el negativo del célebre “Esperando a los bárbaros” de Cavafis, o quizá como continuidad en esa infinita capacidad humana para la justificación: Otros eran los amos de la comarca no nos quedó de otra más que orar y mantener la calma y todos en San Fernando lamentamos mucho lo que ocurrió (...) Nos preparamos para una nueva temporada de siembra los pescadores están esperando que concluya la veda para regresar al mar a pescar los ganaderos están esperando que pase el estiaje para echar adelante al ganado Para un libro que parece haber sido escrito sobre la idea recurrente, también muy contemporánea, de los fragmentos —dos poemas llevan por título ‘Esquirlas’—, resulta llamativa la sensación de totalidad que produce su lectura: es como si todos los registros posibles de la poesía actual no acomodaticia, esto es, de cierto calado intelectual y expresivo, estuvieran contenidos entre sus páginas; como si éstas nos ofrecieran no una, sino infinidad de ventanas abiertas a lo que poéticamente está por venir sin negar por ello el hilo, fino pero firme, que las une al pasado.
JOHN ASHBERY. LAS VANGUARDIAS INVISIBLES (Kriller71, Barcelona, 2021) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Los poetas, cuando escriben acerca de otros artistas, tienden a escribir sobre sí mismos. John Ashbery La aparición en los años 40, y sobre todo en la posguerra, de artistas y movimientos artísticos como nunca se habían desarrollado en Estados Unidos, pero sobre todo en Nueva York, venía precedido de la visita en las décadas anteriores, de numerosos artistas europeos, unos exiliados por la 1ª guerra mundial y el surgimiento del nazismo, otros por el interés de llevar a Estados Unidos el arte de las vanguardias europeas, dominadas ya por el surrealismo o la abstracción. Después de la II Guerra Mundial, el cambio de centro del arte de París a Nueva York estaba cantado, además de convertirse en una prioridad nacional. Esto es harto conocido así como la intervención de los organismos estatales, la potente inversión económica y también los debates sobre las tendencias políticas de los artistas para evitar la intromisión de ideas políticas de izquierda en un arte que se pretendía americano y moderno y una plataforma publicitaria en plena guerra fría. Naturalmente, todo es más complejo que esto, pero la consecuencia fue el surgimiento de la Escuela de Nueva York, cuajada ya en los 50, como se la quiso dar a conocer en comparación con la dada por fallecida Escuela de París y ligada a lo urbano y moderno. El expresionismo abstracto, necesariamente abstracto excepto algún caso, nacía desde los críticos, Greenberg, Coates, Rosenberg, que daban nombre y su aprobación a los artistas y su obra como pertenecientes o no al grupo, representantes de un arte puramente americano. Ellos no se consideraban tan cercanos, pero ahí está la foto de Los irascibles (1950), en la que las individualidades posan con traje y corbata, una sola mujer subida a una silla, una mínima muestra de las pocas mujeres artistas de las que se habló como pertenecientes al movimiento y que en algunos casos solo se les trataba de “mujer de”. Y todo esto produjo en paralelo la aparición de otra escuela de Nueva York, la Poetry School of New York. Se repetía lo mismo: un nombre que aglutina a cinco poetas a quienes alguien agrupa y pone nombre arrastrado por un fenómeno volcánico en el arte. Frank O’Hara, John Ashbery, Kenneth Koch, Barbara Guest y James Schuyler se vieron juntos a pesar de sus diferencias, que eran muchas también. Pero había cosas que les unían y una de ellas era, aparte de su amistad, su interés por lo experimental, el arte, el expresionismo abstracto naciente, las influencias del surrealismo y ciertas formas de vanguardia, la subjetividad en la relación con la realidad del poema, el juego, la ironía, el lenguaje coloquial que convive con el culto, menos interés por la política que los beat y, sobre todo, la búsqueda de una forma y un lenguaje nuevo en poesía. El éxito excesivo del expresionismo abstracto en los años 50 y 60 ya les generaba dudas, incluido el de la propia Escuela Poética, pero como marketing les vino bien a todos. «Todos parecíamos beneficiarnos de ese intenso momento, incluso si le prestábamos poca atención». A la larga parece que les fue mejor a los poetas, con una continuidad que hizo, por ejemplo, que Ashbery disfrutara del mayor reconocimiento a partir de los 70. La obra de todos ellos está viviendo un florecimiento gracias a la aparición en series (O’Hara en Mad men), el cine (Padget en Patterson) y ensayos y antologías de varias editoriales. Y este es un ejemplo. El interés por el arte venía de antes: John Ashbery ya estudió pintura de joven, y se formó viendo el arte europeo que visitaba Estados Unidos. Pero su ligazón con Nueva York no era tanta en ese momento (llegó en 1949 a la ciudad) y en 1955 se fue a París, donde una vez acabada su beca Fullbright empezó a trabajar como crítico de arte en Art International, corresponsal de Art News en París y director de edición del Herald Tribune en la capital francesa. Posteriormente seguiría, a su vuelta en 1965 a Nueva York, en The New Yorker, Newsweek y ARTnews, entre otros. Frank O’Hara, mientras tanto, acaba siendo conservador del MOMA, es el poeta del grupo más relacionado con Nueva York, pero su muerte prematura nos dejó con poca obra poética y un gran trabajo en arte pendiente. A pesar de la centralidad del arte de los 50 y 60 en Nueva York, muchos de los artistas que trabajaron tanto en pintura como en poesía, no tenían en el olvido a la cultura europea y la admiraban y buscaban: Joan Mitchel, de Kooning, Motherwell, Cy Twombly, o todos los poetas, viajaron o vivieron temporadas en Europa. Ejemplos de esa relación hay muchos pero no lo desarrollaremos ahora. Así que el poeta se dedicó a la crítica de arte y fue reconocido y valorado por ello. Hay más ejemplos de poetas que escriben de arte, y en España se dio el caso de Juan Eduardo Cirlot, del que se acaban de publicar sus escritos sobre el informalismo, un paralelismo en Barcelona con Ashbery en París y Nueva York. El título del libro proviene de una conferencia, La vanguardia invisible, donde habla de sí mismo en relación a las vanguardias y de cómo esas vanguardias decayeron. No es de ahora, sino de 1968, y ya hablaba de los medios, de la sobrevaloración..., naturalmente imbricado con su propia evolución y su relación con lo experimental. Además, un recorrido bien agrupado por temas que recorre el Romanticismo, el Surrealismo, tan querido, y Dadá, artistas norteamericanos, incluso los exiliados (él mismo), por supuesto la abstracción americana, y una serie de “retratos”, entre otros, pero mostrando y buscando lo que le interesa del pasado europeo y americano y está en el presente. Y eso lo comunica muy bien. Todo el libro es para leerlo con mucha atención, es entretenido, divertido en ocasiones, muy interesante en sus planteamientos. Los que compartimos arte y poesía disfrutamos mucho, pero es un libro que no deja indiferente a nadie. Un excelente prólogo de Edgardo Dobry nos introduce en el trabajo de Ashbery y en el del libro, y tampoco tiene desperdicio. El trabajo de traducción ha corrido a cargo de Andrea Montoya, Aníbal Cristobo, Edgardo Dobry y Patricio Gringberg. Como he dicho antes, un buen trabajo el que está haciendo la editorial Kriller 71 con la poesía americana de la Escuela de Nueva York, y en todas sus publicaciones, y a la que vamos a seguir. Muchos títulos de su catálogo andan apuntados en la lista. Salud. La editorial Kriller71 está haciendo un gran trabajo para publicar en España la obra de los poetas de la Escuela de Nueva York, tanto los de la primera generación como otros posteriores. Y del libro del que hablamos ahora es una selección de críticas y escritos sobre arte que publicó John Ashbery en la prensa, tanto de París como de Nueva York, entre los años 1960 y 1987, extraídos de Reported Sightings; Art Chronicles 1957-1987, en lo que parece una excelente selección de los editores, ya que muestra un recorrido, aunque no estén ordenados cronológicamente sino agrupados por temas, y sobre todo una sucesión en el pensamiento artístico y poético de Ashbery de mucha lucidez. Hay en Ashbery una manera de ser crítico que responde a la cita inicial, y es hablar de uno mismo como poeta en relación a ciertos métodos del arte con el que convivían («Los pintores que conocíamos eran más divertidos que los poetas»). Se ha hablado de los paralelismos entre la realidad del poema y la creación del acontecimiento que suponía el expresionismo abstracto y el action painting (y el surrealismo, y el cubismo). En uno de los artículos del libro, el dedicado a su amiga la pintora Jane Freilincher habla de sí mismo, de su poesía y del cubismo como inspiración de ese proceso:
Después de un período de absorber influencias del arte y otras cosas que suceden a nuestro alrededor, llega un período de consolidación cuando uno cierra la puerta intentando ordenar lo que se tiene y hacer con ello lo que se puede. [...] Es más bien una cuestión de conservar y usar lo que uno ha adquirido. El cubismo analítico y su sucesor, el cubismo sintético es un modelo perfecto de este proceso... Y un segundo marco de su obra y la crítica de arte aparece también en el mismo párrafo y en muchos de los artículos del libro, y es la duda: Más tarde llegó una fase de duda en la que examinaba las cosas y las desmontaba sin poder volver a montarlas a mi manera. Todavía estoy tratando de hacer eso. Esa duda que ve siempre en su trabajo la ve también en muchos artistas y en las decisiones que tomaron. Ashbery escribe cómo piensa ante lo que ve y conoce, con un razonamiento progresivo que le hace plantearse el qué, el cómo está expuesto (suele hablar de exposiciones), el porqué del momento y las decisiones de los artistas, y, pasado el tiempo, si fue lo correcto, incluso lo correcto de la muestra. Y eso lo explicita con Pollock, «el elemento de duda en Pollock es lo que lo mantiene vivo ante nosotros»; Rothko, con el expresionismo abstracto; con Kitaj, Duchamp, de Chirico o su amado Parmigianino (el de Autorretrato en espejo convexo), y lo hace con un conocimiento profundo, muy culto, pero sin dar muestras de exceso de erudición ni de halagos; sabe muy bien para quién estaba escribiendo, cómo se debe escribir en un periódico, pero creo que es como quería escribirlo. Es interesantísimo el análisis de los artistas y su entorno y el hecho de contarlo desde dentro, pero también con la distancia que dan años de separación entre algunos artículos. Ahí vemos una evolución muy sensata y razonada, y la ironía, por supuesto, nada complaciente en muchos comentarios y crítico con las sobrevaloraciones, las vanguardias, los movimientos y algunos nombres: Estábamos asombrados por de Kooning, Pollock, Rothko y Motherwell y no estábamos muy seguros de lo que estaban haciendo exactamente. La decisión de Duchamp de cambiar el arte por el ajedrez no fue una idea brillante. El éxito repentino que les sobrevino a los pintores expresionistas abstractos es uno de los motivos que hicieron que su trabajo pasara de moda tan abruptamente. ... Estuvieron sobreexpuestos. La vanidad los hizo pontificar. Y en la mayoría de los casos, hubo que ignorar sus declaraciones sobre sus trabajos para poder seguir amándolos. JAVIER LOSTALÉ. LECTOR CÓMPLICE (Athenaica, Sevilla, 2021) por PEDRO DIEGO VARELA UN ACERCAMIENTO A JAVIER LOSTALÉ, VERDADERO LECTOR CÓMPLICE «Dichoso el que se cruzó en su camino con un noble espíritu en su juventud». Con esta cita del poeta cumbre Friedrich Hölderlin comienza Javier Lostalé —tras una carta dirigida al lector— el segundo de los capítulos del breviario Lector cómplice. Y es que a modo de un lirismo que recuerda a Paul Valéry, autor aludido y multiplicado a lo largo de todo el libro, Lostalé circunscribe la inspiración y complicidad de un pulso poético que no ha dejado de latir; un cuerpo sanguíneo que se sitúa desde espacios como las Cartas a un joven poeta de Rilke hasta las respuestas de un eterno Juan Ramón Jiménez: «es poesía lo espontáneo sometido a lo conciente», decía este último. Así, nos encontramos con una voz que asciende a través del propio texto, un autor que —sirviéndose de la esencia prosaica que le caracteriza, poética cuanto menos—, nos permite recuperar el instante literario; el espíritu ameno y poético utilizado por Lostalé es signo inequívoco de ello, dando cuenta del instante inicial —y límite— que tras una colección de breviarios como ésta habita. Por su parte, seis han sido a la fecha los breviarios que componen esta valiosa colección, donde podrá encontrar el lector a figuras tan interesantes como la de Jaime Siles, que bajo el singular título de Un Eliot para españoles ofrece las claves de su poética; mismo caso es el caso de Adolfo García Ortega, autor de El arte de editar libros, obra que ofrece «en breves exposiciones llenas de sabiduría y amenidad, un retrato de grupo alrededor del mundo del libro: el abrazo tenso entre escritor, editor y lector». Pero, como digo, estos son sólo algunos de los ejemplos del sexteto de obras que dan forma —y fondo— a esta colección. En consecuencia, se inicia un despliegue cuya dirección apunta a convertirse en una de las principales colecciones en lo referente a un formato como el de los breviarios, cuyas ventajas —hasta ahora inexploradas en el mercado— no quedan relegadas en exclusiva a la extensión que les caracteriza, a saber, breve. Por contrario, la potencia de un formato como éste va mucho más allá: como ejemplo, atienda el lector al libro que aquí mencionamos, Lector cómplice, que será incapaz de dejarlo en la distancia emulada de la indiferencia, estado pasivo de la sociedad posmoderna que habitamos. Para este ya consagrado poeta, fiel conocedor de los versos aleixandrinos, el diálogo con el lector es fundamento substancial a lo largo del texto, en tanto que éste nos posibilita un medio de desarrollo para la necesidad imperiosa de aquel que escribe, el autor. Por tanto, no es de sorprender que en esta esfera Lostalé remita a los jóvenes poetas; aquellos cuya figura, tan genuina como múltiple, les corresponde habitar en la frontera interior de una búsqueda propia, su voz poética. Y es que quien aspire a la consumación del momento creacional, deberá disponer su vista —y espíritu— de manera constante hacia ciertos términos recuperados, y posteriormente desarrollados por el autor en las correspondientes páginas: soledad, necesidad, pausa, silencio, destino, interioridad... Éstas son algunas de las palabras —y temas— que, desde su mirada atenta, Lostalé considera como ejes circulares de la poesía, y por tanto necesarias. Tras esto, señala Lostalé a la paciencia como estatuto central en todo poeta. Y por el carácter de esta misma, me he visto en la necesidad de añadir algo más: esta paciencia, pausa ontológica del poeta, deberá de ser inseparable del vigor interno, tan característico del espíritu creador; del ser de comprometido rigor y fuerte pensamiento —y en último caso, definido—. Así, sobre esta cuestión dedicará Lostalé un tercer apartado no menos cómplice, estadio de análisis inédito del ya famoso acto creador, quedando manifiestas sus partes diferenciadas, participativas por otro lado del gesto-oración que requiere el poema, que como si de un momentum se tratara, buscará abrirse paso en su escritura. Considerando esta propuesta, parece, pues, que la cita de Vicente Gallego reproducida por el autor es del todo necesaria, donde «el poeta sólo ayuda al parto, no concibe a la criatura». Sin embargo, para que haya parto ha de haber criatura previa, y en este sentido le corresponde al lector preguntarse de dónde procede la misma: el poema. En otras palabras, es el lector quien, a nuestro juicio, deberá asistir al parto del poema, siendo el poeta el encargado único de gestar, de concebir tal criatura, el poema. Pero quizá sea cuestión de disposición material; quizá asunto de las ideas —y sus pertinentes usos— que nuestra inteligencia y sensibilidad permite lo que da espacio al poema; lo que materializa al mismo en la realidad realmente existente. Pero al margen de estas cuestiones, convendrá conmigo el lector que, en su complicidad, todo texto o poema tenderá hacia un cierto fin —puesto que en caso contrario caeríamos en un reduccionismo, en tanto que medio—. ¿Y cuál es el fin al que, tanto el lector como el poeta están sometidos? Quizá a ninguno que atienda a otra serie de intereses que no sean los propios, honestos; «no esperar más recompensa que la satisfacción por la obra bien hecha», escribe Lostalé. Desde este punto de vista, el resto no es más que una añadidura innecesaria, que no sirve sino para apartarse del fin que al poeta, al creador y al lector corresponde como propio.
Tras esto, podrá entenderse dicha teoría —o al menos sus puntos comunes— de forma similar a la propuesta por Roland Barthes, pues si el lector es cómplice del autor, ¿a quién le corresponde, por tanto, hablar de texto, de poema? Al lector, está claro, pues para Barthes se produce lo que él mismo llama «la muerte del autor». Sin embargo, y pese a las diferencias personales —que son muchas— que podamos encontrar respecto a la tesis de Barthes, no me corresponde a mí posicionarme a favor o en contra de la misma, sino sólo criticarla en la medida en que ésta afecta al libro. Dicho, pues, lo anterior, permítanme reproducir a modo de cierre la Confesión que Lostalé realiza al final del libro, centro dedicado «a todos los lectores cómplices», el mismo en el que el poeta manifestará lo siguiente: Escribo porque me salva, porque es lo único que me queda, porque fija un sonido, unas luces, el final de un acto de amor, el escenario de unas horas de deseo. Escribo porque están conmigo los que ya nunca estarán, porque bajo al mar desde la mesa donde apoyo la cuartilla y me quedo quieto en la memoria de un cuerpo, y prolongo unas voces hasta perder la noción del tiempo (días y años juntos, apretados en un instante que me deja sin defensa). Escribo porque al abrir el seno de una palabra encuentro la iluminación última del beso, porque pronuncio a solas mi única verdad: esa que después desmiento con mi vida. Escribo porque hay un llanto íntimo que me purifica desde que comienzo a hacer signos en el papel, porque poseo las cosas desde su respiración humana y puedo habitar aquello de lo que fui desterrado. Escribo para ser joven y alimentar una esperanza radical, para tener lo que no tengo y escuchar lo que nunca me dijeron. Escribo porque nunca fue más bello el engaño. Sea, pues, el verbo en el marco íntimo de un lector celeste, aquel que tras estas palabras sostiene, como la lanza de Cristo, su atenta vista, siempre despierta, bajo el valor de una palabra. Sea, así, este lector, en el lenguaje aquí inscrito. Sea, tan sólo, el verdadero lector cómplice. FÀTIMA BELTRAN CURTO. CANCIÓN BAJO EL AGUA (Espasa, Barcelona, 2021) por ELOI BABÍ FICCIÓN BAJO EL HECHIZO Es un gusto y un lujo reencontrar el placer de adentrarse en narraciones tan hábilmente contadas como la novela que aquí se reseña. Para amantes de los relatos con encanto, se nos brinda la feliz ocasión de dejarse llevar por una ficción de estilo hechizante como es Canción bajo el agua.
En esta cautivadora obra de prosa robusta, que contiene trazos elegíacos y poéticos (junto al realismo de un dramático contexto histórico) no exentos de una afilada ironía, encontramos ecos de las inolvidables Cien años de soledad, Pedro Páramo o La casa de los espíritus, entre otros clásicos del género. En efecto, Fàtima Beltran Curto es heredera del mejor realismo mágico literario, una digna sucesora del caudal imaginativo y creativo de maestros del arte de las letras como Gabriel García Márquez, Juan Rulfo, Isabel Allende... La autora de Canción bajo el agua muestra una gran capacidad de fabulación, un enorme talento para crear historias de ficción magmática con estilo magnético, un don especial y una habilidad portentosa construyendo tramas y personajes con una sólida potencia imaginativa y una solvencia narrativa encomiable. Revistiendo su universo narrativo de un estilo fresco y de una admirable riqueza léxica, sorprende en esta novela la precisión de los adjetivos, tan bien hallados y acertados en una prosa fluida, rica y envolvente. La trama y sus partes están muy bien enlazadas gracias a una eficaz estructura y a una historia contada con una fuerza que no decae en ningún momento, al filo de una tensión sostenida. Ahí encontramos ideas ingeniosas y originales, detalles sorprendentes que otorgan color a la narración e interés a los personajes. Estos se nos antojan tremendamente humanos, con sus fortalezas y flaquezas, sus virtudes y defectos. Complejos y a la vez entrañables, parecen cercanos en su peculiaridad. Hay en ellos luces, sombras y penumbras en una gradación de colores y grises que nos resultan familiares y nos remiten, en el contexto de la guerra civil española y la posguerra en que se desarrolla el argumento, a nuestros mismísimos antepasados. Se hace inevitable asociar, en el baúl de nuestra mente y a medida que avanzamos en la novela, algunos de sus personajes con el recuerdo —o con lo que nuestros familiares nos han contado— de algunos antepasados nuestros que vivieron aquel contexto, o por lo menos con lo que ellos contaban de aquella época y de la contienda bélica referida en el libro. El marco espaciotemporal (los años de la guerra y la posguerra franquistas, un pueblo pintoresco...) y los personajes con sus variopintos caracteres, nos llegan a través de una prosa vívida, ricamente descriptiva a la vez que ágil. Y a menudo trasluciendo, como guinda añadida a la lectura, una ironía que hace ligera y atractiva la retahíla de sucesos contados con gracia e ingenio. Muchas anécdotas resultan chuscas, así como abundantes y singulares detalles y matices realzados por una prosa a veces poética (con metáforas y comparaciones, hipérboles, antítesis y otros trucos), bien trenzada y siempre efectiva. Por eso las primeras páginas de la novela nos invitan a seguir leyendo una historia que, como se ha dicho antes, no decae. Por cierto: el primer capítulo es ya, todo él, una pequeña obra maestra; solo este primer capítulo es ya magistral y perfectamente redondo en sí. Esta perfección unitaria se manifiesta de nuevo al final, cuando todo vuelve a encajar y el conjunto cobra un maravilloso sentido entre el inicio y el desenlace de la obra. La maestría en el arranque del primer capítulo adquiere, pues, una luz especial cuando concluimos la lectura de la novela. Excelentemente escrita, Canción bajo el agua mantiene el hechizo que ya nos había ofrecido la anterior novela de su autora, la brillante Bienalados. Uno de sus muchos aciertos es cómo combina drama —incluso tragedia— con un refrescante y bien dosificado sentido del humor, a veces sutil y entre líneas y otras descaradamente directo, humanizando con inteligencia chispeante la materia contada. El trasfondo histórico, real —la guerra civil española y la posguerra— aparece yuxtapuesto a un costumbrismo agridulce y tragicómico, entre lo realista y lo poético, lo terrenal y lo fantasioso, lo serio y lo irreverente, lo verosímil y lo deliciosamente absurdo. Así, nos hallamos ante una novela completa y una obra calidoscópica, tanto en el fondo como en la forma. En cuanto a su vertiente formal, por ejemplo, el texto alterna el género puramente narrativo (incluyendo el estilo directo, indirecto y diálogos) con el estilo epistolar. Este rasgo —las cartas, todas ellas cortas, intercaladas en la trama— junto a la brevedad de muchos de los capítulos, otorga agilidad a la lectura a pesar de los saltos cronológicos con que juega la estructura narrativa. Una lectura, por otro lado, presentada en un soporte cómodo gracias a una letra impresa grande y gruesa, fácil de reseguir en un volumen bien diseñado y editado por el sello Espasa Calpe. En suma, Canción bajo el agua es sin duda una novela entretenida y recomendable para lectores ávidos de buenas historias, para lectores con sed de ficción de calidad. Ideal para sumergirse en una vibrante ficción narrada con brío, con un gran dominio del vocabulario y con un estilo impecable. El disfrute está asegurado. |
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