LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
CONCHA GARCÍA. VASTA SED (Cántico, Córdoba, 2020) por MANUEL GUERRERO CABRERA Tengo todo el instante resumido en un libro y abro las piernas para mentir. La editorial Cántico, de Córdoba, presentó la colección de poesía “Palabra de mujeres” bajo la coordinación de Raúl Alonso, quien ha conseguido que contemos con una nueva obra de Concha García. En verdad, y como la propia poeta manifiesta en el prólogo, se trata de una selección de algunos poemas que formaron parte de Otra ley (1987), Por mí no arderán los quicios ni se quemarán las teas (1986), Ya nada es rito (1988) y Desdén (1990). En otras palabras, una revisión de textos que vieron la luz hace más de treinta años, pero que conservan la misma fuerza y sugerencia de entonces; probablemente, como dice la propia Concha García: «Era un decir oscuro que daba luz al deseo. Las palabras para decirlo no fueron halladas en el repertorio de mi tradición y me inventé la manera de cantar el goce de estar viva»; una aportación original que ha logrado que sea una de las voces de mujer más destacadas en la poesía hoy.
Atónita habla de ahondarse y rápida vigila la manta como si ebullición fuese ser solo pauta o inverosímil temporalidad. El rasgo principal de los poemas de Vasta sed es el sugerente erotismo que hallamos en ellos, estimulado, además, por el estilo intenso de la autora que en sus breves poemas plasma una original visión femenina. Amo el desliz con el que me lo dijiste, y tu perfil abrasando mi acarreo de besos y tu izamiento al ser tendida toda la tarde en tus alfombras y tus succiones de esfinge arrebato en dos jornadas que yo amé. Y esa terrible manera de decantarse por lo absoluto. El poemario ofrece un prólogo o, mejor dicho, una introducción firmada por la poeta acerca de la selección publicada. María Rosal, otra indispensable poeta cordobesa, ha manifestado en alguna ocasión (la memoria me lleva a la presentación del libro Freud me debe una explicación, editado en Lucena) que no es habitual hallar metapoéticas o autoras que reflexionen sobre cómo han escrito; por lo que esta introducción resulta muy valiosa para comprender el ánimo de nuestra poeta, ayer y hoy, y conocer mejor sus propósitos estéticos o poéticos. Los textos poéticos recogían vivencias lejos de los estereotipos femeninos de aquellos años en España. [...] Era un decir oscuro que daba luz al deseo. Las palabras para decirlo no fueron halladas en el repertorio de mi tradición y me inventé la manera de cantar el goce de estar viva. Así, luego expone cómo el yo poético se plasma en el amor, y sus modos, en otras mujeres; para concluir que estos poemas ya no están sujetos a su tiempo, al contrario que la poeta: «la mujer que escribió aquellos poemas ya no está»; sin embargo, Concha García es consciente de lo que han aportado estos versos: «una nueva mirada para visibilizar el sujeto poético femenino sin sesgos tradicionalmente patriarcales». En definitiva, Vasta sed nos devuelve una serie de poemas que Concha García escribió hace más de treinta años, como si los hubiera escrito hace unas semanas, pues tienen, y me repito, la misma fuerza y sugerencia de entonces por el siempre necesario erotismo y la expresión original del amor a la mujer. [...] y me como los dedos de mi amante que no me amó, y me lamento de la humedad que da eso en la mirada, todo más lejos, y me acuso de divinizar lo que toco con el ojo, y me asusta llevar la incertidumbre en los besos, y me pongo celosa porque soy olvidable.
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DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR. LA CADENA DEL FRÍO (La Estética del Fracaso, Cartagena, 2020) por IGNACIO GARCÍA FORNET Cuando leímos hace algo más de un año Factbook. El libro de los hechos (Candaya, 2018) nos pareció avasalladora la fuerza de muchas de las imágenes que allí encontrábamos; su potencia simbólica y su capacidad de sugerencia dotaban a la novela de un lirismo que no nos sorprendió a los que conocíamos la faceta poética de Diego Sánchez Aguilar. Cuando en junio llegó a nuestras manos la edición de La cadena del frío (La Estética del Fracaso, 2020), fue tan agradable como descubrir la cara b del último single de nuestro grupo preferido (ya sabemos que a veces las caras b nos deparan estupendas sorpresas...) y la constatación de que, libro a libro, Diego está construyendo una obra mayúscula y compleja en la que temas y personajes se adensan evolucionando con enorme coherencia. La cadena del frío responde a una concepción épica de la poesía que ya había explorado el autor en sus poemarios anteriores: Diario de las bestias blancas (Universidad de Murcia, 2008), el repaso de la semana de un yo contemplativo inmerso en la rutina, y esa absoluta maravilla que es Las célebres órdenes de la noche (La Palma, 2017), compuesto por tres oscuras historias sobre muerte, sexualidad, y monstruos que deben ser sacrificados para hacer más llevadera nuestra existencia. En esos dos libros, como en La cadena del frío, los poemas se encadenan y las imágenes se desarrollan completando sus sentidos en un esquema minuciosamente trabajado en su dimensión narrativa. Si en Factbook se destacaba la canción de Radiohead ‘Idioteque’, y la contemplación de su vídeo musical llevaba a Gustavo a reflexionar sobre la intrascendencia de su propia vida (1), en La cadena del frío será Kid A, el LP al que pertenece, el que guíe nuestra lectura en el proceso que lleva al héroe del libro a la aséptica perfección del hielo, claudicando ante los simulacros de felicidad que le ofrece un Estado del Año 2000 que constituye el paradigma de ese neoliberalismo incuestionable contra el que se rebelaban los usuarios de Factbook. Las diez canciones del disco reciben su correspondiente visión poética repartidas en las tres partes que componen el libro. A través de ellas, y de los poemas-reflexiones que las enmarcan, recorremos el ciclo que lleva al agua desde su estado líquido, pasando por la nieve, a la solidez del hielo, en un viaje del propio héroe hacia una placentera e insípida inmutabilidad. El efecto es el de una especie de ópera rock, como el propio autor ha definido su libro, en el que imágenes de gran tradición poética se revisan para construir una terrible distopía, protagonizada por un paradójico “héroe” que, como nos destaca la nota a pie de página del prólogo a la primera parte, «no realizará más acción que mirar por la ventana y mantener un soliloquio permanente». Algo que nos recuerda mucho al protagonista de Diario de las bestias blancas, que se enfrentaba también a la rutina cotidiana y a su propio yo desde la atalaya de su apartamento. Como otros días he estado haciendo, / me acerco a la ventana sin pretensiones. / La tele todavía a mis espaldas murmurándose. / La otra distancia enfrente y oscura / todas las noches, / repetida como un anuncio de un producto que no existe / la distancia, o las distancias / y este espacio entre ellas / esta lámina / esta transparente membrana que debo ser yo, a juzgar por el temblor. (2) Como en aquel libro, el despertar del protagonista abre su peripecia y la primera canción de Kid A, ‘Everything in its right place’, da pie a un poema en el que un caos informe, un agujero negro, el del sueño, va dando paso a un orden artificial, una realidad diseñada a la medida de una institución nombrada con unas siglas deliciosamente polisémicas (FMI) (3), que encierra la realidad en la convención de un nombre, que asigna un sitio para cada cosa, dibujando un mundo terrible, paradigma del capitalismo más descarnado. Piensa, pon cada hombre en su trabajo. / Piensa, pon cada coche en su familia. / Persianas levantando nombres, / rótulos de empresas familiares, / generaciones de esclavos y felicidad solo en las fotos, / con la muerte abrazando por la espalda. (4) Nos enfrentamos, por tanto, a un espacio pulcramente organizado, habitado por autómatas encerrados en apartamentos con todas las comodidades, que cada día son adormecidos por la emisión televisiva de la gélida sintonía del Niño A que invita a que se dejen llevar, encadenados a lo inmediato. Flota su Niño Inmaculado en todas las pantallas. / Amnióticas hileras de pupilas / reciben en todos los edificios / la caricia azul y la feliz noticia: (5) / bendecidos, / ungidos por el frío. (6) Y, si la sutileza de Kid A nos llevaba a una melodía casi de cuna que sedaba a los habitantes del Año 2000, la rotundidad del bajo de ‘The National Anthem’ tiene su correlato en el apabullante himno, entonado por un nosotros, con el que el mundo que puebla nuestro héroe fija sus principios incuestionables, eternos, basados en el consumo y la resignación del ciudadano ante el orden que se le ofrece, con sus injusticias inevitables. aguantamos bien, / aguantamos bien, somos buena gente. / El pez grande se come al pequeño. / El pez grande se come al pequeño. / Las cosas son como han de ser, / han de ser las cosas como son. (7) [...] Morirán las estrellas, pero no morirá nuestro nombre. / Morirá nuestro nombre, pero no nuestro dinero. / Morirá nuestro dinero, pero no nuestra pirámide. / Será inmensa. / Aguantamos bien, / aguantamos bien, somos buena gente. (8) En ese mundo gris, la lluvia irrumpe como un milagro, como la melancólica intuición de que somos algo más de lo que nos propone el orden del Estado del Año 2000, por lo que es un fenómeno que escapa a la concepción de la realidad de sus habitantes. La lluvia es una letra oclusiva. / No encaja en nuestro nombre. (9) El hogar se convierte entonces en el refugio en el que el héroe se siente seguro ante esa vertiginosa sensación de inestabilidad, donde se pone a resguardo de las emociones que provoca en él, traicionando un impulso primordial. Se inicia así una dialéctica, que también encontrábamos en la tercera parte de Las célebres órdenes de la noche (10), entre dentro y fuera, un orden convencional y una puesta en abismo que está más cerca de nuestra esencia. Todas estas casas mojadas y hacia dentro, / estas altas fronteras contra la lluvia y su religión suicida, / para que el hombre se sienta dueño de su tiempo / y de sus nombres. (11) El Año 2000 impondrá la solución menos arriesgada, por supuesto, ofreciendo a sus habitantes una falsa sensación de plenitud, un mundo de secadoras que vibran en la unánime tarde de la clase media, en el que, frente a la emocionante ficción cinematográfica de la lluvia, el sol brilla sobre las señales de un solo sentido. La misteriosa seducción de la lluvia ofrece, en definitiva, solo una efímera sensación de trascendencia, casi un sueño, porque... Para que significara algo, / debería poder venderse la lluvia. / Hacer una droga, encapsular este préstamo de alma. (12) El agua da paso a la nieve en la segunda parte del libro. Igual que la sustancia va cristalizando, nuestro héroe va sintiendo el progresivo avance del frío (la nieve, invisible, / ha estado cayendo durante siglos) (13) y va vaciándose, en una desintegración del yo que parece fruto de herramientas de control mental, de las que resultan ciudadanos mucho más convenientes. Escucha la voz, es un agujero negro. / Deja que tus palabras salgan. / No son tus palabras. No las conoces. / Mírate. Ese de ahí, ese que habla con una mujer en un sofá, / ese que mira el telediario, ese rostro que es una pantalla. / Ese no eres tú. / Esto no está sucediendo. / Mírate: ya hemos cerrado la grieta. / Tienes un alma nueva, / tienes el alma de los dibujos animados. / Ese eres tú, / esto no está sucediendo. (14) La nieve se ofrece, al igual que la lluvia en la primera parte, como un milagro que, por momentos, parece llevar la mirada del héroe más allá de su castrante realidad; pero, en esta segunda parte, esa ilusión va a verse continuamente interrumpida por diversas degradaciones, bien por la violenta imposición del mundo material (cuando los coches la convierten en barro / y todo vuelve a su sitio / como un reloj que vuelve a funcionar de repente, / un apagón que se arregla demasiado pronto) (15) o bien porque se insiste en su carácter ilusorio, parte de una sociedad de consumo. En Navidad, que es tiempo de milagros, / reproducciones en plástico de esas estrellas / adornan los escaparates de las tiendas: / cuelgan de sedales que no deberían verse, / como peces que se han sacado del mundo de las ideas / y flotan junto a maniquís, en su pecera. (16) Nuestro héroe ya está preparado para el encierro en su búnker, despreciando a las voces disonantes que se alzan contra el orden establecido, recuperando las consignas del poema dedicado a ‘The National Anthem’ y enfrentándolas a esas revueltas estériles. Yo ya he cerrado las ventanas. / He terminado mi turno. / La pirámide será inmensa. / Han sonado dos veces los cerrojos. / La noche está fuera y yo ya estoy dentro / de mi caja. (17) / Alguien ha puesto todas esas bombas. / Esos optimistas de la dinamita, / haciendo ruido, como si me llamaran a las armas. / Yo he terminado ya mi turno. / Les dije que no me molestaran. [...] Yo ya he cerrado las ventanas. / Aquí dentro el silencio adormece. / La televisión brilla sin volumen. / Llaman en los cristales y es el viento: / gira y golpea todas las ventanas / como un borracho que cree conocerme / y tiene algo importante que decirme. (18) Todo está dispuesto para la llegada de la tercera parte del libro: “La era del hielo”, última etapa en la transmutación del héroe, que logra el alma de dibujos animados al que aspira el ciudadano ejemplar del Año 2000. Alcanza así la meta de su viaje, cumpliendo con un destino irresistible que le conduce a una insípida inmutabilidad, en una declaración de intenciones que nos recuerda mucho a la de Gustavo, protagonista de Factbook (19), alter ego narrativo del de este poemario. Quién, de verdad, puede decir que no. / Quién no quiere ser un enorme bloque de hielo. / Quién no está harto de dormir boca arriba, / contando estos latidos. / Quién no quiere una noche eterna y fría, / donde nadie sale derrotado del trabajo, / ni va a visitar a familiares que se derriten / en goteos y son como ríos lentos / donde temblando te reflejas. // Quién no querría habitar unos cuantos siglos / en los glaciares más hondos de la nada, / donde los pájaros se pelean en silencio, / sin mover las alas. (20) Construida esta tercera parte, en buena medida, sobre el motivo del recuerdo, episodios juveniles sobre los que flota una sensación de derrota se suceden; junto al avance del frío, reiteran la imagen de la grieta o del hielo derretido, que ponen en cuestión su solidez y, con ella, la del sistema que lo ha consagrado como modelo eterno de perfección. La memoria se desarrolla ampliamente en el poema dedicado a ‘Idioteque’, el más extenso del libro, en el que sobre la repetición de el rock ha muerto se nos invita a aceptar la glaciación que se aproxima, en la que todo está en venta, donde el punk se ha convertido en la banda sonora de los centros comerciales y la música que nos sacudía, en una marca registrada; un mundo en el que la tranquilidad de la vida a los cuarenta ha sustituido a las rabiosas guitarras eléctricas y de los vinilos no quedan más que digitales astillas. Entra en el búnker, mujeres y niños primero, luego viene / el gran silencio. / Ya no habrá más tormentas. / La edad de hielo durará hasta que estemos muertos. / El día que salgamos, ya no quedará nada, salvo el frío. // El mundo será un anuncio congelado / que venderán a nuestro hijos. (21) Más allá de ese extenso recorrido por el fracaso de las expectativas juveniles que lleva a rendirse ante el nuevo orden que se impone, una serie de poemas se relacionan con el recuerdo y en ellos destaca el desarrollo de una imagen muy interesante, la del hielo derretido. Así, la noche se ofrecía como una posibilidad de trascendencia que era ignorada por el proyecto de ciudadano del año 2000 que era nuestro héroe en sus años de botellón, en los que los cubitos derretidos de las bolsas parecen anticiparnos su destino y hablarnos de posibilidades perdidas, que escaparon del hielo inmutable. La vida se bebe en tragos baratos y amargos bajo un cielo / que nadie mira. / (No importa. Es negro y aburrido y siempre ha estado ahí). / Cada vez que levantas el vaso vienen los hielos a besarte: / se posan en tus labios y susurran / su zumo ardiente hasta el fondo de tu noche, que nadie mira / (no importa, es un pozo, negro y aburrido, y siempre ha estado ahí). [...] En el suelo del aparcamiento, / el hielo deviene charco dentro del plástico rasgado. / Las ruedas de los coches que desaparecen en el tiempo / lo harán saltar por los aires, / como un diluvio para seres que nadie conocerá jamás. // Ponle nombre a ese charco, ponle un nombre. / Un día será el mar donde nadarás hasta la muerte. (22) La misma idea se desarrolla algo más adelante, cuando el héroe, dispuesto con su cubitera a preparar un gin tonic, evoca una escena similar en la cocina familiar cuando era niño. La burla contra la corriente que nos lleva y nos oxida fracasa cuando el agua de la cubitera se derrama antes de entrar en el congelador, como si se rebelara contra esa eternidad inmutable y no quisiera renunciar a su esencia al adaptarse a un molde. Di: cuánto líquido fue derramado / sobre aquellas baldosas del recuerdo; / cuánto tiempo ha sido pisado en charcos, / dónde están esas huellas, / hacia dónde van esos mares rotos, sin nombre, / y con mareas. (23) Por último, la analogía entre esa agua derramada y el héroe del poemario se hace mucho más evidente algo más adelante cuando este expresa su deseo de alcanzar la ataraxia en la perfección del hielo pero sueña con aquello que quedó fuera de su nombre y no llegó a cristalizar. dejemos que el tiempo nos termine de hacer quietos y / perfectos / y luego nos disuelva lentamente / en la eternidad de un gin tonic celestial / y así / es como imagino / la trascendencia / y el inefable nombre de dios. [...] Y sueño que soy uno de esos charcos cuya noche brilla / abajo / como si mi tiempo hubiera sido derramado, camino del / congelador, / y me hubiera quedado ahí fuera, al otro lado de mi nombre. (24) En este mundo, donde se ignoran motivos de tan rica tradición poética como el misterio de la noche o la fuerza de la tormenta es normal que, en la ‘Décima y última visión de Kid A’, los ángeles que se deslicen por el hielo sean los de Victoria Secret y no los de Rilke. El surco que dejan en el hielo las cuchillas de sus patines dibuja un símbolo del infinito que nuestro héroe recorrerá sin descanso con sus dedos, haciendo eterno un instante de artificiosa felicidad. Pero se intuye algo más tras las grietas del lago. ¿Llegará el día que nuestro héroe detenga el movimiento de sus dedos y la melodía del Año 2000 cese? entre las grietas del hielo observas el abismo. / Todo cae, al otro lado, / como cae la lluvia y como cae la nieve. / Tienes ganas de caer, y estar mojado. / Todo cae al otro lado del escaparate. / Tienes miedo de caer, de no ser nadie. Ice age coming... Después de haber terminado La cadena del frío, ya nunca nos sabrá igual un gin tonic ni escucharemos el Kid A con los mismos oídos. Las grietas de ese mundo helado, perfectamente aséptico, se empiezan a abrir bajo nuestros pies y empezamos a sentir la irresistible fascinación del abismo. (1) Nunca había pensado que ese videoclip, aparentemente neutro, poco importante, pudiera resumir de una forma tan perfecta toda mi vida de personaje de dibujos animados, mi vida de osito insignificante que da vueltas en la nada sin acercarse jamás a nadie. (Factbook, p. 344).
(2) Diario de las bestias blancas, ‘La razón, tal como la conocemos’. (3) Fundación metafísica internacional. (4) La cadena del frío, ‘Primera visión del Kid A de Radiohead. [...]’. (5) La imagen la encontramos también en Factbook, cuando el éxito de la serie que ha escrito Gustavo se convierte en el más eficaz transmisor de los valores del sistema imperante: «Las pantallas encendidas en las ventanas de todos esos edificios, parpadeando, enviando señales eléctricas, como una imagen de la actividad neuronal del país». (Factbook, p. 180). (6) La cadena del frío, «Segunda visión del disco Kid A de Radiohead [...]’. (7) Parece que se ha impuesto el primero de los dos mundos que se contraponían en la televisión del protagonista de Diario de las bestias blancas, en ‘Desayuno con tigretón y pantera rosa’: «Mientras en las demás cadenas el telediario de la mañana / sigue girando hasta hacernos aparecer en él / correctamente vestidos, peinados y despiertos, / en otra cadena la pantera rosa corta el césped de su jardín; / encuentra un pequeño arbusto / le molesta / lo corta / y entonces se cae todo. / Desaparecen el horizonte y la pantera aferrada a sus tijeras, / mirando fijamente a la cámara. / Arriba queda el trozo de arbusto que sostenía al mundo. / [...]». (8) La cadena del frío, ‘Tercera visión sobre Kid A [...]’. (9) La cadena del frío, ‘Primera reflexión sobre la lluvia [...]’. (10) «No puede tener nombre / aquel que habita fuera de los muros. / El nombre, Fritz, también es una casa: / un hogar que acoge el hueco y le da forma. / Es la forma quien domina el tiempo y la intemperie: / mira cómo los minutos encajan en las horas. / En el reino que se anuncia no hay palabras. / Quien ha venido a mostrarnos el reino / no tiene nombre, ni tiene casa». (11) La cadena del frío, ‘Segunda reflexión sobre la lluvia [...]’. (12) La cadena del frío, ‘Tercera reflexión sobre la lluvia [...]’. (13) La cadena del frío, ‘Segunda reflexión sobre la nieve [...]’. (14) La cadena del frío, ‘Cuarta visión sobre Kid A [...]’. (15) La cadena del frío, ‘Segunda reflexión sobre la nieve [...]’. (16) La cadena del frío, ‘Tercera reflexión sobre la nieve [...]’. (17) Si salimos de Kid A, cómo nos recuerdan estos versos a ‘Packt like sardines in a crushd tin box» de Amnesiac: «I’m a reasonable man. / Get off, get off, get off my case». (18) La cadena del frío, ‘Sexta visión de Kid A [...]’. (19) «[...] morir congelado, quedarme quieto en ese arcén del tiempo mientras las cosas siguen a su velocidad sin sentido hacia algún sitio que nunca me ha importado, era algo para lo que había estado preparándome toda la vida». (Factbook, p. 340). (20) La cadena del frío, ‘Segunda reflexión sobre el hielo [...]’. (21) La cadena del frío, ‘Octava visión de Kid A [...]’. (22) La cadena del frío, ‘Primera reflexión sobre el hielo [...]’. (23) La cadena del frío, ‘Tercera reflexión sobre el hielo [...]’. (24) La cadena del frío, ‘Quinta y última reflexión sobre el hielo [...]’. |
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