MARIBEL ANDRÉS LLAMERO. LA LENTITUD DEL LIBERTO (Maclein y Parker, Sevilla, 2018) por JESÚS CÁRDENAS FRENTE AL TERRITORIO En nombre de la seguridad el capitalismo ha ejercido más poder sobre los individuos, tanto que se ha hecho con el completo control. El miedo ha sido nuestra arma de destrucción masiva. Miedo a la falta de posesiones y a la falta de tiempo. El individuo que ha luchado en mantener ambas se ha visto excluido. El hecho de que los días no se hayan visto incrementados con más horas ha provocado que la urgencia se haya impuesto en la producción sin dar tiempo a que los frutos maduren. Así, se ha acelerado el orden natural de las cosas, especialmente, el de los propios campos. Frente a este poder, al sujeto sólo le queda volver a lo que era primeramente, antes de que las grandes ciudades se convirtieran en territorio inhóspito. De esta tesis de resistencia nos habla Maribel Andrés Llamero en su debut. En la entrevista publicada en el medio digital Palabra de Gatsby, la propia autora ha declarado que «Para mí, la poesía, escribirla pero también leerla, me ayuda a pensar, a comprender cosas que de otra manera no comprendo o no comprendo con la misma claridad», lo que, a priori, podría enmarcarla dentro de una línea de poesía de conocimiento. Sin embargo, esta lección de humanidad que es La lentitud del liberto ubicaría su poesía dentro un discurso más ético, del que concibe la poesía como medio de concienciación de la sociedad. Al conjunto le preceden unas páginas de Antonio Colinas, donde se indica algunos de los valores que a su entender ofrece este libro. Y no va desencaminado: contiene «un lenguaje y un contenido nuevos». El contenido se configura en dos partes y, de acuerdo con Bertal Castany Prado, nos recuerda a la Utopía de Tomás Moro, pues en la primera parte describe la decadencia de nuestra sociedad moderna; y, en la segunda, propone abrazar una vida que responda al ritmo natural de las cosas. Antes de mostrar las partes, llama poderosamente la atención la cantidad de citas en las que la autora salmantina se ha apoyado. Si reparamos en la página que antecede a la primera parte, son significativas las correspondientes a dos poetas de los cincuenta: Ángel González y Jaime Gil de Biedma —y en uno de los poemas José Ángel Valente—, y la del original poeta chileno Nicanor Parra, quien nos dejó a comienzos de este mismo año, junto con las citas de dos narradores, Mark Twain y Milan Kundera. Ellas nos evocan ambientes urbanos más rurales, sucesos y lugares particulares, presentados en un lenguaje directo. Uno a uno, los diecisiete poemas que configuran la primera parte van cayendo sobre su propio peso, mostrando críticamente una realidad que ha devorado al individuo por la creencia en el sistema poscapitalista. En ‘La soledad de la carcoma’ nos sitúa ante lo que parece las ruinas de un templo, no para enaltecerlo, de hecho, se nos dice que ha sido abandonado («la humanidad huida»), sino, tal vez, como el principio de la decadencia, como leemos en ‘Manifiesto’ («lo sagrado ya no merecía / respeto») y se refiere a que los seculares no entendieron lo que «sucede en el mundo». El sujeto se mueve dentro de un eje temporal para criticar la sociedad capitalista de consumo (y todos sus símbolos: aviones, televisores, anuncios, multinacionales, escaparates, cámaras, deseo de comprar y vender, pastilla contra la vejez) que fue invadiendo la ciudad astutamente. Se trata del «siglo de las naturalezas muertas». Es sombrío ese mundo, tanto que le lleva al título del famoso grabado de Goya El sueño de la razón produce monstruos —con otra cita, significativamente, de Ángel González—, que sólo le lleva a la producción mimética: «En la era industrial se fabricaban al por mayor / los rasgos de aquella temporada» y a las creaciones inertes. Habiendo picado del anzuelo publicitario, nuestro intento por parecer un Dorian («Fuimos disonantes sin remedio / entre tanta pastilla contra la vejez»), sólo deviene en frustración y en dolor (a creernos ganadores). Nos han mentido no somos perfectos ni somos máquinas. Al contravenir el ritmo natural de las cosas viajando en avión, surgen los versos cáusticos de los poemas ‘Territorio y fragilidad’ (con el verso en letanía que reproduce de la megafonía, «Pasajeros en tránsito») y ‘Descrédito del vértigo’ («aborrezco la ligereza contra natura de los aviones / el mundo impaciente, líquido y veloz»), pues si los seres somos tiempo, formamos parte del tiempo, no deberíamos evitarlo como lo hace el desacerbado productivismo («para que madure el fruto / son necesarios la flor y la hoja»). El «no ser» ocupa en este «no lugar» su mirada extraviada o acelerada («sería mejor aceptar la vida, / y su natural vaivén y sus ciclos»). Su propuesta es contemplativa: «pararse» y «aguardar».
Hemos llegado a las señales evidentes de las ruinas de nuestro tiempo. Muchas veces se han leído críticas en contra del proyecto urbanístico del “Gran París”. Un territorio frente al ser, un espacio carente de medios naturales y espacios abiertos. La autora repasa el subsuelo parisino (y su metro) y reproduce el desalentador «París no existe». La Ciudad de la Luz representa en sus calles la miseria al abandonar al individuo, al que ha abandonado el sistema, a dejarlos solos (como aparece en el poema ‘Extensión de la carestía’). El ser ha sido engullido, debido a la alienación que ejerce el sistema. El resultado no puede ser más pesimista: tendremos generaciones posteriores («esterilizados, de sonrisa aséptica, alérgicos todos») sin conciencia crítica («un grandísimo mercado para rebaños»; «un maniquí más»). Antes de concluir con la primera parte, se ubica el poema de cien versos de gran aliento lírico ‘Qué mal hicimos’, con versos rotundos que vienen a sacudirnos, pues se critica que nos hayamos descargado de toda culpa cuando nos consagramos a «la Gran Empresa», que genera la desigualdad, levantando una ciudad «de hormigón armado», antinatural, en todo caso; la solución es liberarse de todo ese proceso degradante. La salida o solución al grito de la primera parte viene dada en la segunda. Una sección organizada como una sucesión de cinco cuadros. En el primero se encuentra las claves para comprender el resto bajo el complemento de una nueva cita de Parra. Tras el desastre y la desolación, los que no saben de religión ni de jardines, sino de bosques o medios naturales salvajes, allí se encuentran los «cimarrones» o «libertos», los seres que no han sido absorbidos por el sistema, seres que carecen del miedo, liberados del conocimiento inútil; saben mirarse y amarse («no conocen, pueblo salvaje, más gloria / que la caridad de otro cuerpo desnudo, / así / se hacen humanos») y, en distintas analogías, son igualados a un árbol o una planta, porque su ritmo natural no ha sido desviado. Todo ese desvío se solventa con un abrazo; eso sí, verdaderamente sagrado. Más allá de esta información, entre líneas, el lector podrá descubrir el sustrato cultural y filosófico (Moro, Rimbaud, Pessoa, Max, Jean Baudrillard, entre otros). Posee unas connotaciones religiosas antagónicas, pues la religión y sus símbolos de poder condenaron al ser, recluido en el sacrificio frente al placer y la libertad de ser. En definitiva, La lentiud del liberto es un libro valiente, con una palabra arriesgada, con un lenguaje directo, afilado y mordaz; reflexivo y liberador para el que lo lee. Su autora, Maribel Andrés Llamero, escribe sobre algunos de los problemas más trascendentes que nos asolan, por mucho que a veces no queramos verlo.
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ÓSCAR AGUADO. ESPERANDO EN LA ESTACIÓN A LA CHICA DEL PSIQUIÁTRICO (Ediciones Mandres, 2018) por ELENA ROMÁN Encontrar a Óscar Aguado en algún bar de Malasaña es señal de que en ese lugar se puede conseguir un poco de poesía de la buena. Sólo hay que hacerle un gesto con los ojos, abrirlos mucho o guiñarle a la vez que nos colocamos la mano en el pecho, a la altura del corazón. Son seguros y fieles clientes quienes, hartos de subgéneros sintéticos mal llamados poéticos, se acercan a él preguntándole si le queda algo. Claro que le queda. Le queda para rato, porque él no es un fantasma. Fantasma es el amor, fantasma es el metro cuando cierra sus puertas con alguien dentro, fantasma es la temperatura de un pelícano, fantasmas son los astronautas. Esperando en la estación a la chica del psiquiátrico es un libro tan real y contundente que atravesaría hasta las paredes ectoplasmáticas que separan las habitaciones de un epitafio. Y a pesar de esa realidad y contundencia, no lo localizaremos en el catálogo de ninguna editorial ni en sitios por los que no ande Óscar… ¿por qué? Porque de tanto esperar a la chica del psiquiátrico se cansó de esperar. De ahí que no haya esperado a ninguna editorial ni distribuidora que pudieran demorar la edición del libro, y que tampoco haya esperado que pasara el tiempo tras el que hubiera dejado de leerse a sí mismo en sus palabras, por eso las ha derramado ágilmente en el papel antes de que se enfriaran. Óscar Aguado tenía emociones grandes en los ventrículos y en la garganta y necesitó verlas materializadas de inmediato. No se puede prorrogar lo que ya está saliendo por sus propios medios y en su momento porque, cuando un libro es tan personal como éste, la única distancia salvable no es temporal, es espacial: es la que va del corazón a las manos. Esperando en la estación a la chica del psiquiátrico es la historia de alguien que espera (de nuevo el verbo tranquilo), de alguien que va y viene, que va feliz y viene triste, y cuyos sueños y realidades viajan en el mismo vagón: el de al lado, siempre el de al lado. – ¿Es un muestrario de imposibles? – Tal vez. – ¿Cómo que tal vez? – Óscar Aguado presenta lo imposible como algo cercano, tierno, comprensible. – ¿Lo humaniza? – En cierto modo… No, no en cierto modo: sí, sí lo humaniza. Lo humaniza revelándonos la existencia de “un principio con su lágrima y andén”, o de “una lima rasgando el hilo que une la garganta con los muertos”, o de “esa extrañeza al juntar las letras y expresar una sombra”. – ¿Y qué ocurre exactamente: que Óscar Aguado convierte en posible lo imposible? – Qué manía con hablar de lo imposible… No del todo, aunque consigue que salten ciertos integrantes desde las páginas hasta el lugar donde se hojean. Y conforme salen brincando se quedan revoloteando alrededor hasta que se olvidan, si es que se olvidan. Lo explicaré mejor: cuando leía este libro, en un porche en una calle llena de grafitis a la hora en la que apenas existe la gente, llegué a una página donde se anunciaba “Es la muerte deslizándose como una babosa en la cocina”. Bien, pues esa noche o la siguiente vi… una babosa en el suelo de la cocina. No sabía qué era, vi su forma de interrogación aplastada en el suelo y, creyendo que se trataba de algo inerte, la cogí. Al notar su tacto, frío y escurridizo, la dejé caer en la encimera. Ése es el tacto de la muerte, y a la vez ése es el poder de la poesía: los buenos versos terminan transformándose en los insectos que nos acompañan. Mediante una prosa poética mágica, magnética y magistral, Óscar Aguado danza desnudo en la terraza del mundo en invierno, a sabiendas de que su contorsión terminará en constipado. Es más, lo hace precisamente por eso: para que la fiebre consiga que quien lo acoja le diga que no se preocupe, que todo está bien, y es que… todo está bien, sí, claro que sí, todo está bien cuando leemos a Óscar. Somos sus lectores en nuestra lectura los que suministraremos mantas y paracetamol al poeta para que no abandone, para arropar su desconcierto y asegurarle que estamos aquí, con él, porque necesitamos la droga que en su delirio nos suministra. Y así, en pequeñas dosis, irán desapareciendo los temblores contagiados, el miedo y el frío, la inseguridad, la anemia. Hace unos días un niño me enseñaba la casa insostenible con estructura en “L” que había diseñado, y después me enseñaba la de su amigo: pequeña, convencional y con puertas. “A mí no me gusta construir nada con puertas”, me confesó, mientras buscaba piezas con las que componer un vehículo para conducir por las estrellas. Aquella sentencia en absoluto infantil me recordó a Óscar: él construye lo increíble y sin puertas. Y lo construye con, por ejemplo y entre otras delicias: “El ser humano anhelaba caer, levantarse y vomitar la gloria de seguir en pie”; “Tras tus párpados cuelgas tu ropa interior”; “Dios era pequeño como un pedazo de cordón umbilical, como un hueso de pollo y como una tinaja vacía”; “Coger tu mano sería regresar al animal de cuatro patas que escondí tras el espejo”; “Vamos a dejarlo todo así. Sin mover nada. Sin cambiar el gallo ni la colmena. Sin enhebrar el hielo”; “Se puso la casa al costado y se dejó caer”; “Las lágrimas del niño ladran por debajo de la puerta. La televisión de los vecinos oscurece la tarde”; “Porque la piel nos recuerda a nosotros. Es lo único que tenemos mientras tenemos algo”. Gracias a su facilidad para con lo difícil, es capaz de hilar un texto a base de imágenes y conseguir que incluso las escuchemos. “Un agujero es un vacío que piensa”, dice Óscar Aguado en alguna de las calles que componen esta historia, para a continuación afirmar que él está lleno de agujeros. En cualquier agujero la vecina es la piel y el inquilino nunca está… despierto. No sé, Óscar –le diría si lo tuviera ahora enfrente–, no sé si te das cuenta de lo que has escrito; no sé si te das cuenta de que has escrito uno de tus mejores libros, y para mí personalmente el mejor que he leído este año entre tantos como han caído en mis manos. Él me miraría desde la barra y no me habría escuchado porque habría alguien cerca arreglando algo a martillazos. Pero sin duda sabrá cuál ha sido mi pregunta, y responderá introduciendo la mano en alguna parte y sacando un verso que calmará mi adicción desmesurada. “Lo malo de salir a la superficie es la superficie”, dirá, dice, ha dicho. Y yo me retiraré presurosa para disfrutar de ese u otro verso sentada en cualquier bordillo y sin necesidad de comprender nada más. En resumen, si es que se puede resumir la belleza, la poesía, cuando es verdadera poesía, tiene dos manos izquierdas y te toca el corazón dos veces. Yo quiero que me lo toque tres y pienso como una abeja saliendo de un poema. Siempre es verano. Las historias vienen en tren y se marchan en autobús (en avión sólo viajan las nubes). Hola, magia, hola, lo imposible: os conserváis bien entre las palabras de Óscar. Ellas, como él, también nacen a cada momento y en un lugar diferente. Y te tocan el corazón tres veces. MARÍA TERESA ESPASA. EL LABERINTO DE VENUS (Lastura, Ocaña, 2018) por PEDRO GARCÍA CUETO Como si nos halláramos ante la poderosa narrativa de Durrell y su Cuarteto, la poeta, narradora y profesora María Teresa Espasa nos altera con estos relatos. Hace que nos hallemos ante un cristal que todo lo deja ver, asistimos a relatos de gran calado emocional, lo que no elude la sensualidad latente. Hay erotismo, pero siempre mitigado por el gusto estético, que logra que sintamos la pasión de los protagonistas, conscientes de que el amor es el origen de todo, principio y llegada de todos los deseos. Cito: Valentín me sujeta por la cntura mientras yo le susurro al oído mis historias de quererle. Todavía en el ascensor, incluso antes de llegar a la suite de la quinta planta, la fiebre asoma y los besos ardientes nos hacen tropezar con la alfombrilla del rellano. (p. 41) Las descripciones de las escenas amorosas tienen una clara influencia en esas historias de seres heridos por la vida que quieren encontrar su lugar en el mundo. Los relatos están llenos de pasión, navegan en un incontrolable deseo. Aparecen seres que escriben y después hacen el amor, siempre con las citas que anteceden al relato de grandes poetas valencianos, en especial a Ricardo Bellveser, uno de los mejores nombres de la literatura valenciana por la labor cultural que ha ejercido siempre y por su obra de creación poética, narrativa y ensayística. María Teresa Espasa ha escrito unas historias donde los personajes necesitan amar y vivir a través de los cuerpos que aman. La autora es consciente de que la inspiración también llega por la intimidad, por esos deseos que viven los seres que se quieren y que comparten momentos de amor únicos.
Como si volviésemos a ver a Justine en el Cuarteto de Alejandría, las mujeres del libro son mapas que no podemos descifrar; los hombres seres que viven la pleamar del deseo, que buscan el beso que les lleve al acto sexual, ese preámbulo del amor que va creciendo como prólogo para un mundo de besos y caricias. La poeta Isabel Alamar ha escrito que El laberinto de Venus es un libro donde el cuerpo, la piel y la boca lo son todo, en el que vivimos el deseo, la importancia de tocar y de disfrutar de otro ser amado, desde la ciudad amada, su Valencia, hasta Madrid, donde cita el café Comercial, que tanta buena literatura nos ha dejado. Vemos esas historias, sentimos su peso, encuentros que acaban en el lecho, anhelos que se cumplen. Este libro debe saborearse como un buen vino, hondo, espléndido y muy sensual. |
LA BIBLIOTE
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