LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
IGNACIO FERRANDO. LA OSCURIDAD (Menoscuarto, Palencia, 2014) por PEDRO PUJANTE De vez en cuando nos acercamos por instinto a una obra, de cuyo autor no hemos leído nada, y disfrutamos de un hallazgo (permítanme el pleonasmo) inesperado. Ignacio Ferrando (Asturias, 1972) ya ha ganado varios certámenes literarios —El Setenil de cuento o el Premio Ojo Crítico, entre ellos—, ha publicado otra novela, Un centímetro de mar (Alberdania, 2011), y cuatro antologías de relatos. La oscuridad es su segunda novela. Endre Solberg, es un director de cine de escaso éxito que acaba de perder a Liv, su esposa. Vive en un oscuro pueblo noruego llamado Storborg. Tras la celebración, algo turbulenta, del entierro de su mujer vuelve a su casa. Y su sorpresa será mayúscula al encontrarla pedaleando en la bicicleta estática. ¿Qué está sucediendo? ¿No estaba muerta? ¿Es un fantasma, su doble, una farsante, una imitadora, la propia Liv que sigue viva, un espejismo, una broma macabra? A partir de este momento crucial y sorprendente asistimos a una historia de confusión, visiones, apariencias, duplicidades, interpretaciones, suplantaciones, diferentes y contradictorias versiones de los hechos. Una trama sutil, bien enhebrada que mantendrá al lector amarrado al libro como si de ello dependiera su vida. Mentiras, secretos y oscuras pulsiones que nos irán conduciendo lentamente por los recovecos inextricables de una historia intrigante. La oscuridad nos aboca una y otra vez a un abismo de incertidumbre inusitado. Su lectura, con un ritmo perfecto nos subyuga y nos atrapa. Las ambientaciones nos remiten en muchos casos al cine de Lars Von Trier, de Bergman o de C. Theodor Dreyer. El clímax general de la novela está bien logrado, y nos transporta a esos escenarios tenues, vibrantes y llenos de significados de los cineastas escandinavos. Además, la prosa de Ferrando, ágil, a ratos poética, cautivadora y muy cuidada nos arrastra, como ya hemos indicado, y nos involucra en el propio tejido narrativo de la historia. Dos de los platos fuertes de esta novela, además del lenguaje y la acertada elección del argumento, son la perfecta construcción de escenas (cinematográficas, visuales, de textura compacta) y la profundidad de sus personajes. Estos evolucionan, se conectan entre sí y establecen una red de relaciones que esta modesta reseña no pretende desentrañar. La manera con la que Ferrando se aproxima a las psiques de sus criaturas es digna de un Freud o de un Hitchcock. Alcanza a registrar magistralmente sus pensamientos y sus angustias, y disecciona con pulso de cirujano todo ese inframundo que es el alma. Hay un momento de la novela en que, citando a Stanislavski, nos dice el narrador: interpretar era vivir la realidad de un modo distinto al que vivimos la realidad. Y, ciertamente, la novela funciona como una teoría de la interpretación actoral. A menudo, el autor (también su narrador y protagonista) recurre a metáforas del mundo del celuloide para recalcar ese paralelismo entre vida e interpretación, entre realidad y ficción, entre casualidad y actuación. Los personajes, a pesar de su verismo, son en muchos casos actuantes conscientes de su condición. Actúan para adaptarse a las exigencias del guión de la propia vida, viven sometidos a la tiranía de una cotidianidad que les viene impuesta por las circunstancias. Celos, infidelidad, violencia, soledad, el destino. Las razones que los impulsan a dejar de ser ellos mismos son múltiples. Pero nunca están del todo claras, siempre permanecen esa oscuridad a la que alude el título.
Consciente de que la vida es una sucesión de escenas del gran teatro del mundo, Endre no tiene otra salida que hacer realidad su sueño: rodar su propia parcela de vida, montar su propio plató existencial. El azar le ha devuelto a su difunta esposa. Quizá las segundas partes sí que sean posibles, quién sabe. Espléndido planteamiento y desenlace para una novela que no dejará impasible a quien a ella se aproxime.
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KOBO ABE. IDÉNTICO AL SER HUMANO (Candaya, Barcelona, 2010) por PEDRO PUJANTE Leer a Kobo Abe (1924-1993) produce la extraña sensación de que en la literatura, mundo subterráneo que todo lo comunica, no hay aduanas ni extranjerías. Y esa sensación es debida a que algunos grandes autores como el tokiota son capaces de catalizar las perturbaciones, desasosiegos e incertidumbres que acosan a todo ser humano desde lo nimio y particular. Como Borges, que encontró el universo en el hueco de una escalera; como Cervantes, que inventó el antihéroe moderno mediante un hidalgo de un pueblo sin nombre. Idéntico al ser humano fue publicada en 1967; es una novela corta, de lectura fácil, pero de difícil asimilación. Digamos que de una densidad disimulada por una aparente frivolidad. La historia es estrafalaria, imprevisible y con grandes dosis de ironía. Un presentador radiofónico, que tiene un programa titulado Hola, marciano sufre un varapalo cuando un cohete espacial despega destino a Marte. Como su espacio de radio se basa en un supuesto fantástico, a base de conversaciones con un inexistente marciano, la noticia de la llegada del hombre a Marte amenaza con desbaratar todo su ‘mundo ficticio’. Estando el abatido narrador en su casa recibe la visita de un hombre que dice provenir de Marte. A partir de esta peculiar premisa, la novela consistirá en un tour de force entre los dos interlocutores. El uno, tratando de demostrar que en realidad es un extraterrestre. El otro, empeñado en refutar a su adversario. Los derroteros de la conversación y la trama se irán enrareciendo en un diálogo de lo más disparatado y zigzagueante. Ambos, testarudos y afianzados en su parcela de razón, enfocarán su discurso para tratar de desmontar el de su oponente. Pero, lejos de presentarnos Abe un combate dialéctico lógico, coherente y previsible, el lector se verá sumido en un caos absurdo, repleto de recovecos y sorpresas, giros verbales vertiginosos y desquiciantes situaciones surrealistas. En algún momento la escena nos recuerda a esa novela de Tomeo, Amado monstruo, en la que dos hombres conversaban en una extraña entrevista de trabajo, y en el transcurso, sus fantasmas y obsesiones afloraban. De forma análoga en Idéntico al ser humano los laberintos psicológicos de los dos protagonistas irán, como cebollas mentales, deshojando un sinfín de pliegues, verdades, excentricidades, propuestas inusuales y muchas mentiras. El lector no sabrá hasta qué punto lo que dice el supuesto alienígena está revestido de veracidad o no. De hecho uno de los asuntos capitales en la novela es la verdad, la realidad y las apariencias.
En esta novela, a diferencia de otras obras de Abe, la ironía afecta a toda la narración y consigue distanciarnos engañosamente de los problemas que en ella se abordan. El visitante que afirma provenir de Marte variará su discurso cuando se vea en un callejón sin salida, pero no por ello dejará de parecer menos elocuente. De hecho, su capacidad para la dialéctica nos hará dudar de si estamos ante un lunático o ante un verdadero marciano. Y si es un marciano, ¿cuáles son sus intenciones? Pienso, tras la lectura, en una película de Kevin Spacey, no su mejor película pero sí muy afín al espíritu de esta novela: K-Pax. En ella Spacey interpretaba a un hombre que pretendía ser de otro mundo, de otra galaxia. No sabemos al término de la cinta si hemos sido testigos de un drama sobre el delirio de un chiflado o si hemos visionado una verdadera película de ciencia ficción. Aquí ocurre algo parecido. Pero con un desenlace más delirante e inesperado que el amante de finales tortuosos aplaudirá, sin duda. Como apunté al principio, esta nouvelle se lee fácil pero no por ello es una obra ligera. Kobo Abe plantea grandes interrogantes que son de orden universal: la identidad, la realidad, la asfixia del mundo en el que vivimos, las apariencias, la locura, el éxito o el descrédito. Y en ese equilibrio perfecto que se establece entre narración divertida, prosa de factura precisa y píldoras para reflexionar encuentra la armonía esta pequeña joya de la literatura japonesa. KOBO ABE. EL HOMBRE CAJA (Siruela, Madrid, 2012) por PEDRO PUJANTE El escritor japonés Kobo Abe nació en 1924, el mismo año en que murió Kafka, lo que me hace conjeturar que posiblemente el espíritu del checo se prendiera en alguna fibra del nipón, porque en su escritura los laberintos de lo imposible y las paradojas narrativas se muestran y nos confirman que ambos autores comparten elementos y fantasmas y sombras y oscuridades. El hombre caja, publicada originalmente en 1973, se lee hoy día como una obra moderna, que ataca problemas y preocupaciones universales y cuyo lenguaje no ha perdido un ápice de fuerza. Quizá un excesivo fragmentarismo la hace adolecer de una composición poco sólida en apariencia y difícil de seguir para un lector desatento, pero en su conjunto rebosa de un magnetismo y una fuerza inusitados. ¿De qué va este libro? Como decíamos, el argumento no está del todo muy claro, pero podríamos decir que trata de un hombre que ha decidido, al igual que otros en Japón, vivir literalmente dentro de una caja. El problema viene cuando los fragmentos que componen la novela se contradicen, las voces narrativas son divergentes y el narrador (o narradores) es poco o nada fiable. Nos encontramos un triángulo de personajes extraño formado por un hombre caja, un médico y una supuesta enfermera. Pero la historia triangular se dilata y se desmembra, ofreciéndonos una multitud de perspectivas distorsionadas en las que todo cabe: obsesiones, miedos, locura, sexualidad, voyeurismo, sadismo, dominación y vergüenza. El hombre caja ha optado por apartarse del mundo y crear el suyo propio. La caja se erige como una metáfora del deseo de hacerse invisible para la sociedad, para una sociedad —no olvidemos que estamos en el Tokio efervescente de los 70— creciente y dislocada, hiperpoblada, tecnificada y consumista que condena al individuo a la esquizofrenia y el anonimato.
Se percibe el tema de la soledad como preocupación esencial. A la vez, otros asuntos son relevantes aquí: la identidad distorsionada, las fobias sociales, el deseo insatisfecho, la aceptación del cuerpo y la necesidad de ocultarse a un incomprensible mundo que nos deshumaniza, que nos aliena y que nos convierte en extraños para nosotros mismos. El narrador, como decíamos, es un ser cuya visión y psicología no nos parecen demasiado fidedignas. Hay en este sentido un juego de identidades y perspectivas entrecruzadas que nos hacen dudar de quién es el verdadero protagonista, qué es real, qué es soñado, qué es imaginado. Y entre los distintos planos narrativos, que Abe entrelaza de un modo magistral, caleidoscópico y desbocado, el lector no puede sino perderse, abismarse e intuir una desolación contagiosa. La lectura de El hombre caja es una experiencia extraña. Un libro que conversa con los recovecos más lúgubres de nuestra alma, y que nos envía noticias de los fantasmas marginales que la sociedad moderna construye para que la habiten. DAVID PÉREZ VEGA. EL HOMBRE AJENO (Baile del Sol, Tenerife, 2014) por PEDRO PUJANTE Esta es la primera novela que leo de Pérez Vega. Conozco al autor por encuentros fortuitos en las barriadas y espacios de las redes sociales, porque tiene un magnífico blog que recomiendo (Desde la ciudad sin cines) y porque en él descubro libros a través de sus exhaustivas e interesantes reseñas, crónicas de lectura que ahondan y van más allá de unas simples notas acerca de un libro o de su autor. Vayamos al libro. En El hombre ajeno, Pérez Vega nos cuenta la historia de Juan Linares, un joven doctorando que prepara su tesis sobre el salvadoreño Héctor Meier Peláez, guerrillero y poeta, personaje controvertido y no muy conocido cuya sombra oscila entre lo mítico y lo ignoto. En la vida personal de Juan se suceden los típicos problemas e incidentes generacionales de cualquier muchacho de nuestro tiempo: una familia normal, un hermano inadaptado que parece arrastrar un pasado de drogas, las relaciones sociales habituales, parejas, trabajos precarios, estudios. En estas coordenadas biográficas, y a través de una prosa objetiva y equilibrada, el narrador nos abre una ventana que mira a la sociedad actual, realiza un dibujo preciso de nuestra España, con sus problemas más acuciantes: inmigración, precariedad laboral, dificultades para conciliar trabajo y estudios, por citar los más destacados. Pero además, a través del protagonista principal y sus reflexiones literarias, podemos asistir a una interesante discusión sobre literatura, que, creo yo, podría ser la zona más acertada y suculenta de todo el libro. La novela, de hecho, está dividida en tres partes. La primera y la tercera se ocupan de la narración, de los avatares de Juan. En la parte intermedia, titulada “Interludio. Vida de Héctor Meier Peláez”, ha insertado Pérez Vega muy hábil y apropiadamente un inciso de medio centenar de páginas en el que se nos da cuenta de la vida y obra, de las hazañas, avatares y pintorescas aventuras que aureolan al casi mítico escritor Héctor Meier. Un revolucionario, poeta vocacional, piloto de aviones y líder guerrillero. Autor de culto, que fue perseguido por su homosexualidad y cuya obra, ahora, Juan trata de recomponer en su tesis doctoral, gracias a una minuciosa investigación y ayudado por el primo del poeta. Juan, además de sufrir las levedades de su vida cotidiana (estudios, trabajo, una relación que no acaba de cuajar, familia), es acosado por la lacerante sombra de un pasado infantil luctuoso que creía ya olvidado. Pero que un día, el encuentro casual con un antiguo compañero de colegio con el que vivió el aciago incidente, lo revive en su memoria; y con él se abren las heridas de la insidiosa culpa.
Al final nos asediarán algunos interrogantes: ¿son los recuerdos reales o simplemente lo que creemos que recordamos? ¿Es fiable nuestra memoria? ¿Qué de nuestra personalidad debemos a un recuerdo falso? Es El hombre ajeno un ejercicio literario de gran calidad, no solo por su ajustada composición y estructura; también por el uso de una prosa absolutamente calibrada que acierta a construir un argumento interesante, ambiguo y variado. Y que nos hace reflexionar sobre asuntos como la culpa, la fiabilidad de la memoria y la fragilidad de los recuerdos. Pérez Vega no se detiene en atajos, sino que opta por la línea recta y consigue, con creces, su objetivo: contar una historia, valiéndose del lenguaje con pericia, sobriedad y sin recaer en florituras innecesarias. Si bien es cierto que no se aventura en experimentalismos ni en juegos estridentes, también hay que aclarar que esta novela no los precisa. En ese sentido, hay que decir que el lenguaje está en perfecta sintonía con la trama: una historia de personas sencillas, cercanas y creíbles que tratan de sobrevivir a sus abismos cotidianos. JUAN JOSÉ SAER. NADIE NADA NUNCA (Rayo Verde, Barcelona, 2014) por PEDRO PUJANTE Uno de los escritores más independientes, audaces y vanguardistas que han existido en Argentina se llama Juan José Saer (1937-2005). Fue autor de una vasta y coherente obra novelística, además de cuentos, ensayos y poemas. Nadie nada nunca es quizá una de las novelas más innovadoras y raras que tiene en su haber, (al menos yo ya he leído cuatro de ellas y ninguna es tan compleja e inclasificable como esta). Se podría hacer una analogía, para entendernos, del siguiente modo. Si una novela tradicional es una línea que avanza del principio al final en un movimiento rectilíneo, Nadie nada nunca se expande en círculos concéntricos, como las señales que dejaría un objeto al penetrar en una superficie acuosa, un lago, una playa. El procedimiento que emplea Saer consiste en someter la trama (una trama nimia y tenue) y las acciones que la componen a distintos puntos de vista que se suceden y que se suman, ofreciendo así una visión de conjunto rica, poliédrica, variada y profusa. Repeticiones incluso de un mismo texto, con variaciones más o menos leves, a veces rozando la simetría y la exactitud, avanzando en un círculo de analogías para desbancar la linealidad lingüística y narrativa. Y a la postre, desconcertar al lector. Porque el verdadero protagonista aquí —como en Joyce o Cortázar— es obviamente el lenguaje. Y Saer se revela como un demiurgo endiabladamente diestro que conjura las palabras y las sentencias creando una sensación de vacío y sobrecogimiento en un mantra de sinergias inagotable y caudalosa. El texto compositivo de Nadie nada nunca se desplaza a zancadas lentas, a veces se detiene como hiciera el maestro del autor Robbe-Grillet, en la minuciosa recreación de objetos, descripciones, detalles irrelevantes, es decir, en el decorado. Y en esa lentitud parsimoniosa retoma una y otra vez los mismos motivos, desde ángulos distintos, y los agota. Además, el apelmazado lenguaje y la cantidad de descripciones sensoriales y sinestésicas hacen que el texto se pueda ver, oler, ‘palpar’, y que se nos presente con una plasticidad apabullante. Descripciones de la materia, cromáticas, de la temperatura, de la luz, del mundo… Por poner un solo ejemplo: «masa negra y compacta de la noche, niveles, dimensiones, alturas, distancias diferentes, unas estructuras de ruidos que producen, en la negrura uniforme, una espacio frágil, precario…». El argumento de la novela (falsa novela o novela experimental) nos comunica el crimen brutal y en serie de unos caballos. Unas muertes misteriosas que mantienen desconcertados a los vecinos de Rincón, en Santa Fe. Mientras tantos unos personajes pasan el tiempo, hacen el amor y soportan el sofocante calor de un tórrido verano. El calor, el tiempo detenido y la morosidad del texto saeriano se alían y consiguen hacer que la lectura sea por momentos claustrofóbica. Si bien es cierto que hay ocasiones envolventes de verdadera catarsis, hay otras que la monotonía y las insistentes repeticiones nos abruman y pueden llegar a causar cierto sopor. Saer es un escritor prodigioso, que conjuga el lenguaje y lo transforma. Su lectura es sobre todo una experiencia lingüística, un desafío y un placer denso para los sentidos. El acto de escritura llevado al límite. PEDRO PUJANTE. EL ABSURDO FIN DE LA REALIDAD (Ediciones Irreverentes, Madrid, 2013) por JOSÉ ÓSCAR LÓPEZ Pocos autores han generado tanto consenso favorable, entre los jóvenes escritores de la última década, como Enrique Vila-Matas. Quizás porque el proyecto del escritor barcelonés ataca el centro de la creación literaria, constituyendo no tanto una literatura metaliteraria, como suele decirse, sino intra-literaria, vivida y narrada desde el centro mismo de la fiesta de la ficción, en la almendra de la construcción narrativa, para festejar y reproducir, en tiempos que pareciera suponen el monopolio de las novelas de usar y tirar, un bucle encerrado en sí mismo -un en-sí-mismo literario, que se mira en el espejo de los referentes de la tradición que el propio Vila-Matas ha elegido- para la salvación y la perpetuación de la gran literatura. Y no solo ha sido grande el consenso, sino también la influencia. Es difícil afirmarlo con rotundidad, dada la gran cantidad de novelas que se publican y la imposibilidad de leerlas todas, pero pocas han debido de escribirse tratando de mezclar esa influencia con el género de la ciencia-ficción. Yo me atrevería a decir que ninguna, al menos hasta ahora. Porque Pedro Pujante lo ha hecho con su primera novela, El absurdo fin de la realidad. “Me enteré ayer, o quizá hoy de que ¡llegan los extraterrestres a mi pueblo!”. Así empieza esta obra, y el género al que se adscribe –ha ganado el I Premio 451 de novela de ciencia-ficción, de la editorial Irreverentes- es presentado de forma directa, pero también tenemos ya un ejemplo del humor tan absurdo como entrañable que recorre todas sus páginas. ¿Amanece que no es poco? ¿Bienvenido Mr. Marshall? Algo de esto hay, pero hay sobre todo las sorpresas que la novela nos depara: no pienso desvelarlas. ¿Vila-Matas mezclado con ciencia-ficción? Si es así, creo que es una mezcla inédita hasta ahora, como ya he dicho. “Me enteré ayer o quizás hoy”, leíamos. Pero espera, ¿eso no es el principio de El extranjero de Albert Camus: “Mamá ha muerto hoy, o quizás ayer, no lo sé”? La batidora ficcional de Pedro Pujante deconstruye el existencialismo, y la ciencia-ficción, así como la plácida, pero también anodina, vida en provincias cuyo pulso queda atrapado en afirmaciones como la de que los libros son ventanas a lo desconocido, ya lo dijo mi padre adoptivo, un hombre que jamás ha leído un libro pero que sabe apreciar su valor intrínseco. No ha leído nunca porque, según él, tenía miedo a lo desconocido. Pedro sabe muy bien que la literatura es, ante todo, ese aventurarse en lo desconocido. Y también que el terreno más desconocido para todos nosotros reside en nosotros mismos. Uno de los recursos más divertidos de la novela es la cita que abre cada uno de los pequeños capítulos de la novela, y devenido diálogo con escritores que le han precedido, o cineastas, o personajes de ficción; es un diálogo brillante y divertido; hay incluso autores inventados, mezclados con los reales, y también proverbios “venusinos” como este: “El mayor día de tu vida lo descubrirás otro día”. Y Shakespeare o Sebald, pero también foros de internet de cocina, y la Biblia y el Tao Te King. Añado aquí una cita que es real –bueno, supongo-, de George Romero, primer cineasta que hace famosos a los zombis en el cine, y que vuelve a dar la medida del humor de la novela de Pedro Pujante: ENTREVISTADOR: Siempre se le ve sonriendo, ¿qué lo hace tan feliz? GEORGE ROMERO: Supongo que mis pesadillas se las dejo a ustedes. Pedro, como buen hijo de su tiempo, mezcla con inteligente desenfreno alta cultura y baja cultura, o cultura popular. Hay en su libro una posmodernidad sencilla y directa, que ataja hacia la esencia de las ideas que vertebran el pensamiento desde la segunda mitad del siglo XX pero sin necesidad de alharacas ni fatigas, con esa sencillez y quintaesencia que solo logran los buenos escritores; por ejemplo cuando escribe: Olvidamos constantemente. Y los recuerdos son muchas veces fragmentos de otras veces que recordamos. Recuerdos de otros recuerdos que se jalonan, se superponen y enhebran una memoria falsa y adulterada. No recordamos el día en que nos bañamos en el río. Recordamos la última vez que tuvimos tal recuerdo. Y así sucesivamente. Recordamos recuerdos. Son reflexiones que se suceden al hilo de la vida del protagonista en Orentes, una hilarante vida social en un pequeño pueblo imaginado, y una no menos hilarante vida mental, la de este personaje, trufada al mismo tiempo de poesía y de verdadera filosofía. “¿Por qué esa obsesión casi poética y demencial”, se pregunta, “de atribuir significados a todos los significantes?” , y es una pregunta que conecta con la posmodernidad, pero también con las vanguardias históricas, de las que Pedro es deudor, por ejemplo Kafka: regresamos a uno de los centros dilectos de esa resistance literaria de la que hablábamos antes –uno de los autores preferidos por Vila-Matas, pero ¿acaso es posible un autor valioso literariamente y que no sea admirador, de alguna forma, del universo kafkiano? ¿Es posible, después de Kafka, un autor literario que no sea kafkiano por acción o por omisión?-. El en-sí-mismo literario reaparece una y otra vez, formulado por el narrador de El absurdo fin de la realidad con un humor descacharrante: “Lo mejor que hay después de leer novelas es no leerlas”, afirma este. Es decir que, en uno u otro caso, sea por acción u omisión, está la voraz pasión lectora; y como toda buena paradoja, ese viejo arte que inventaron los primeros pensadores, la que Pedro Pujante formula con esta frase resulta muy reveladora: sea para afirmarla o para negarla, la literatura siempre está ahí, alimentando la pasión. Hay más ejemplos de poesía y filosofía: Los niños, pues, son como recuerdos que se pierden con la edad del tiempo viejo y la amnesia de la vida. ¿No seremos los adultos la memoria fragmentaria y dolida de un tiempo ya extinto? Sigo centrándome en estas perlas, estas frases afortunadas que afloran por toda la novela, porque el hilo del argumento prefiero dejarlo intacto para ustedes. Sigo con esta filosofía de Pedro Pujante, que también entra de lleno en el aburrimiento de la vida en provincias; lo pequeño, la vida humana y su modesto arañar con el pensamiento en el misterio de la existencia, se conectan con lo grande, los eventos cósmicos, cuando el narrador sentencia: El eterno retorno es una idea que seguramente está bien considerada en toda la galaxia. El Big Bang continuo, la explosión, la implosión, etc. Las galaxias a la deriva, agujeros negros, viajes ultrafotónicos. Todo vuelve a su punto de partida. Como intentar evadir este mundo que nos oprime. Sí, me siento oprimido en esta envoltura de orentense mal aprovechado y sin pasado. No quiero adelantar nada de su argumento, repito, sobre todo de su final. Pero les adelanto alguna de mis impresiones: creo el narrador de esta historia hace un compendio, casi sin pretenderlo, de aquello que nos constituye como especie, acuciado por la llegada de esos grandes “otros” que, en nuestro imaginario, desde la segunda guerra mundial, sobre todo, y a través del cine y la ciencia-ficción, representan los extraterrestres: esos que, si se confirmase su existencia, nos dirían que no estamos solos en este gran enigma que es el universo. Claro que también podríamos añadir: ¿no estamos solos, en el universo, como “vida inteligente”? ¿Qué vida inteligente puede encontrar nadie en nuestro planeta? Y ahí empieza la farsa, la gran comedia, esa broma, seria en el fondo, de la que da cuenta a su manera la novela de Pedro Pujante. Quizás lo que nos constituye, ante todo, sea nuestro carácter absurdo, y nuestra pequeñez. Pero también el amor, y el humor, quizás solo estos dos ingredientes nos hacen grandes. Así como la necesidad de inventarnos a nosotros mismos, y de inventar las historias que queremos que nos cuenten. Inventar, por ejemplo, la posibilidad de vida inteligente en otros planetas, si no inventar a secas la vida inteligente. Jugar a que existe en alguna parte. Una de las conclusiones posibles a las que llega Pedro Pujante a través de su narrador es que lo mejor de nosotros es nuestra necesidad de contar historias, y de que nos las cuenten. Porque estamos hechos de historias, además de carne. Dice el narrador de El absurdo fin de la realidad: Somos más que carne […] carne y literatura, aunque jamás he visto a un carnicero leer un libro. Esta imagen no me vale para el discurso pero me ha venido y no me la puedo sacar. Carnes y versos, palabras y vísceras, corazón, poesía, fantasía, cartílagos… Toda la novela queda vertebrada por esa esencia narrativa que nos constituye como especie, una especie de seres que narran, y se narran, y que solo pueden imaginar a una entidad creadora y superior a imagen y semejanza de sus creaciones. Cita Pedro Pujante a Augusto Monterroso, cuando el autor guatemalteco escribe: “Dios aún no ha creado el Mundo, y solo lo está imaginando”. Si considerásemos a lo escritores como una divinidad repartida en muchos, que a su vez son trasunto los unos de los otros, qué curioso ateísmo sería ese. ¿O hablaríamos de agnosticismo? Dioses inter pares, en todo caso, todos esos autores que han creado el mundo para el mundo; nuestro mundo mental, el mundo que nos contamos los unos a los otros. Hay escritores como Pedro Pujante que aún lo hacen, crear el mundo, para seguir contándonos nuestro desconcierto. Escribe Pedro Pujante en su novela: ““Los autores se funden y se pierden en su espacio anónimo”. Y también: “Quién fuera Dios para crear de la nada. Gran poeta cósmico, genio anónimo e incierto”.
La historia de los hombres es la historia de lo que todos esos hombres han sentido e imaginado alguna vez. Porque esa es toda la realidad que los hombres llevan consigo a cuestas, todo su legado. Perfecto, por ejemplo, para meterlo en una capsula que salve del tiempo, y dé testimonio a cualquier pueblo extraterrestre, extrasolar, de lo que para muchos supuso en nuestro planeta, en nuestra absurda civilización, la literatura. He intentado acercarles a la novela sin desvelar las sorpresas de su argumento, mediante una lectura personal y aventurándome por el rodeo de una interpretación. Pero admite muchas más, prueben ustedes. Acérquense a ella y disfrútenla, no va a decepcionarles. |
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