LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
CRISTINA MORANO. NO VOLVERÁS A HABLAR NUESTRA LENGUA (La Estética del Fracaso, Cartagena, 2020) por ANTONIO AGUILAR RODRÍGUEZ LA LENGUA DE LA FRONTERA No volverás a hablar nuestra lengua es el último libro de Cristina Morano, una de las poetas más significativas del panorama actual, que ha ido elaborando una trayectoria no siempre fácil, que se ha ido posicionando en editoriales como Amargord, Bartleby o La Bella Varsovia, entre otras más modestas, y en un número importante de antologías relevantes cuyos títulos apuntan a sus intereses: Generación blogger a cargo de David González, Esto no rima. Antología de poesía indignada del 15M de Abel Aparicio, Disidentes y en la tesis de Alberto García-Teresa Poesía de la conciencia crítica, término con el que se define la autora.
Quizás una de las aproximaciones más claras, y sin ambages, a la figura de Cristina Morano es la de Luis Bagué en Composición de lugar. Antología de poetas murcianos contemporáneos (La Fea Burguesía, 2016), que hace un ejercicio de síntesis loable: «Se aprecia un afán de denuncia que conecta con la vocación documental del socialrealismo, pero que evita incurrir en sus vicios inherentes... Su obra se pasea por el lado salvaje, se pronuncia contra las lacras del capitalismo tardío y desvela la cicatriz de la incomunicación en una sociedad hipercomunicada. Su propuesta política queda patente en la medida en que la identidad de la protagonista es indisoluble de su condición de ciudadana en la polis contemporánea. Cruel y compasiva al mismo tiempo, pero sin concesiones al sentimentalismo, la poesía de Morano es una de las más originales de entre las surgidas al filo del tercer milenio». Poeta no social o crítica, por tanto. Poeta de la conciencia crítica. Desde sus primeros libros, esta voluntad es palpable. Los que la conocemos hemos visto crecer los poemas desde aquel temprano De un hombre que se desangraba en los ceniceros, publicado dentro de los premios Murcia Joven, hasta esta nueva entrega. Las rutas del nómada, La insolencia, El pan y la leche, El ritual de lo habitual, El arte de agarrase, o el libro Hazañas de los malos tiempos. Los que hemos ido de la mano de Cristina, incluso en momentos vitales importantes compartidos o paralelos, sabemos de su preocupación por el lenguaje, no ya por el lenguaje pretendidamente poético, sino de su encuentro con su propio lenguaje. Cuando conocí a Cristina Morano, allá por los noventa, en las tertulias de la revista Thader, que dio a un grupo de escritores cierto sentido de pertenencia a una generación, sentimiento que probablemente viniera de los encuentros del Murcia Joven, Cristina ya tenía una actitud clara ante la literatura y ante la vida, pero es innegable que el encuentro con una serie de escritores y amigos como Ángel Paniagua, y también como Antonio Jiménez Robles y Joaquín Baños, modificó nuestro panorama de lecturas ampliándolas y enriqueciendo nuestro expectativas de hasta dónde podía llegar la poesía en general y la nuestra en particular y, si es verdad que no mediaban muchos años entre estos escritores y nosotros, poseían cierta madurez que aun hoy día, casi veinte años después, y con cierto camino andando, abruma. Pero Cristina es indomable, indomesticable. Al contrario del zorro de El Principito, la necesidad de no ser domesticada le ha llevado a un conflicto continuo y no resuelto con el lenguaje, abrazando la tradición pero cuestionándola, también y especialmente en los aspectos formales y en concreto en la prosodia, directa, pura y verdadera. Y este libro es un escalón más. Ha sabido incardinarse en la tradición —hay en Cambio climático poemas rotundos que parten de la reescritura de los mitos—, pero tomando de ella aquello que es su alimento pero no su condena, liberándose de los prejuicios de una métrica clásica para hallar la suya, la que vertebra su pronunciación, su discurso, su verdad. Su búsqueda también de un lenguaje que asuma y no excluya su condición de mujer que reivindica su visibilidad en el paradigma de la lengua castellana. No volverás a hablar nuestra lengua no es un libro sobre la pandemia, en este caso la del ébola, sino sobre lo que las pandemias agudizan y hacen visible. Esto se constata con el hecho de la oportunidad desafortunada del momento actual, donde otra pandemia, que podría articular perfectamente el libro, pone de manifiesto el mismo contenido, y ese contenido es la frontera con el sistema, Europa, que no es capaz o no quiere desmontar su mentira, al contrario, se vuelve aún más impermeable y asume su condición de paraíso sin ser capaz de ofrecer otras posibilidades que las de la frontera. Crea su mentira y la defiende a ultranza: no es necesariamente el mejor de los sistemas pero nos funciona, parece decirnos, con una actitud paternalista y condescendiente. El verdadero virus está en nosotros, en la idea de esta Europa desmemoriada e inconsecuente, nosotros mismos somos el sistema o directamente estamos plegados a él. Somos sistema y antisistema, identidad y enajenación, portadores y huéspedes de otro virus más destructivo. Es un libro de fronteras, de vallas con concertinas, del otro, de viajes de Solo ida como el de Erri de Luca, la docilidad o la inutilidad directamente de todo movimiento deglutido por las drogas, las bodas y la televisión de los domingos por la tarde. Este es el panorama crítico del libro que abordan en la actualidad con acierto libros como el de Sercko Horvat, Poesía del futuro. (Paidós). Pero esto en sí, siendo un enunciado necesario, no es poesía, es discurso. Volvamos a la búsqueda del lenguaje y a la expresión, que en este caso bebe, entre otras fuentes, de las vanguardias y me recuerda al Poeta en Nueva York de Federico García Lorca en las imágenes, en la configuración de los individuos que lo habitan, en el lenguaje surrealista por momentos tamizado ahora por cierto prosaísmo en las escenas. Los desfavorecidos, como en Lorca, adquieren toda la relevancia, la voz poética los idealiza y los vuelve héroes, heroínas en realidad. La desubicación se vuelve subversiva, como la propia lucha para decir —pues el lenguaje lo es casi todo—, crear, conceder realidad al discurso: el lenguaje / no sirve para esto. Esto, para lo cual sólo tienes el lenguaje. (Página 24). Las azucenas recuerdan las del poema ‘Insomnio’ de Dámaso Alonso y la vieja monja de una raza pobre, por establecer otra analogía, recuerda ‘La negra y la rosa’ de Juan Ramón Jiménez. En todos estos casos el espacio, también lorquiano, la ciudad, adquiere una significación especial. Baudelaire, poeta de la ciudad moderna, también canta a ‘Una mendiga pelirroja’, que de alguna manera es embellecida por la mirada del poeta. En Cristina es esa diminuta subnormal que se vuelve un icono punk, subversivo y heroico por los pasillos de cosmética de unos grandes almacenes. No volverás a hablar nuestra lengua es un libro sobre el lenguaje de los bárbaros, el que tiene que nombrar al otro lado, el del virus, el de la amenaza. Un libro breve pero intenso, que se queda agarrado a nuestra conciencia y nos inquieta. Es también un libro ilustrado que a diferencia de otros libros de poesía con ilustraciones, en este caso alcanza una relación sustancial, sumativa, entre texto e imagen. Relectura del también poeta José Óscar López, que vertebra, con acierto, un discurso paralelo en el libro mediante la yuxtaposición de imágenes. En definitiva, si creyéramos en el final de las distopías, No volverás a hablar nuestra lengua podría ser el punto de inflexión que desmotara la mentira del sistema alienante. Para los que no creemos es solo un buen libro de poemas de alguien que busca despertar en nosotros una conciencia que nos rehumanice.
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HÉCTOR CASTILLA. CANTANDO EN VOZ BAJA (Balduque, Cartagena, 2015) por CRISTINA MORANO LÁZARO DE TORMES: CABREADO, ANTISISTEMA, RE-LOADED Empiezo / a odiar esta profesión Héctor Castilla Muchas cosas podemos creer o no de este libro vivencial y urgente, pero una de ellas es segura: el que habla está muy enfadado con el mundo, con su parte de culpa en él y con la culpa de los demás, con la vida, con las instituciones, con el sistema, con lo cotidiano, con las mujeres, con los jefes, con las ciudades. Es, al mismo tiempo, un cabreo de clase al estilo marxista: el cabreado sabe que todo lo que le pasa (su vida, su mundo, sus mujeres, sus jefes, sus ciudades), le pasa por pertenecer a la clase obrera. Es pobre y no le gusta. Sabe quiénes son los ricos y no le gustan. Sabe quiénes colaboran con los ricos y no le gustan. Eso no quiere decir que en este libro haya una toma de conciencia marxista y un posicionamiento con sus iguales: es un poemario de transición vital, vivencial, más narrativo que reflexivo. Como si Lázaro de Tormes hubiera levantado la cabeza y hubiera mordido la mano del clérigo, las botas del hidalgo, el cuello del ciego. Si en lugar de tartamudear y trastabillar y humillar la cerviz hubiera saltado y robado y huido con el pobre cargamento de calderilla, de queso, de panes roídos. Un Lázaro cabreado protagoniza este libro. A veces utiliza la picaresca clásica: asalta balcones, roba tangas, desvalija despensas, sonríe a los jefes si le invitan a algún extra, entra furtivamente en casas ajenas de la mano de mujeres feas, guapas, confundidas, malas o buenas, audaces siempre. Otras veces contesta con el sarcasmo o con la rabia, huye con lo puesto, sube el volumen de la música para no dejarnos dormir, o se caga en sus jefes o en Manhattan o en los libros. La mayoría de ocasiones acaba solo, buscando techo, sangrando, recordando un hogar lejano que también le es, ya, sin remedio, ajeno. Pero no le tengáis lástima. Dice Lázaro/Castilla: «Hemos medido esta ciudad / recorriendo las discotecas del extrarradio / ignorando cualquier peligro / aprendiendo a licuarnos en la boca / del otro». Retrato exacto, narración de una noche de fiesta (el único lujo que le será permitido a estos nuevos pícaros); pero también fotografía de un cómplice: el que compra la coca, el que sabe dónde hay que ir a las 4 de la madrugada, el que le da el primer cabezazo a los porteros de la disco, el que se lleva a la chica pero parece que no se lleva a la chica, el que suspende en la Facultad pero conoce a los bedeles, el que buzonea las octavillas del partido, el eterno candidato a los gases lacrimógenos (ver Mafalda), el enlace con el comando operativo, el que una vez vio, de lejos, un AK47, el que le presta una púa al guitarrista, el que guarda debajo de la estantería de los isabelinos ingleses, una baldosa suelta donde cabe una bolsa enrollada y un carnet de conducir con su foto y otro nombre.
No le tengáis lástima: «Ensimismados, torpes, / creyéndose en posesión absoluta / de la verdad, esclavos de sus neuras». Esos somos los demás en Cantando en voz baja. Algunos le miran desde arriba. ¿Desde qué arriba? ¿Quién no ha sido despedido, abandonado, despreciado, ninguneado, empobrecido, exiliado, estafado en los últimos cinco años? La crisis ha compuesto, de nuevo, un país de pillos a-legales, de pequeños estraperlistas de cualquier mercancía, algunas inverosímiles. Nos ha recordado cómo es vivir con lo puesto. Sin futuro. Ya no hace falta que nos lo canten los punkis, ahora lo sabemos. No hay futuro para nosotros en el sueño de Europa. «Detrás de la esperanza / anida el linchamiento». «Por mí, / ya pueden caer las torres de Manhattan». Pasamos de todo. Trabajamos en negro, compramos química por internet, nos infectamos, caemos heridos, nos abrigamos con la ropa de hace diez años, comemos en Cáritas, robamos la wi-fi, «con los vaqueros y una camiseta / negra de homenaje al IRA». No es solo un Lázaro el que corre por la calle, somos casi todos. Pronto, este pícaro se juntará con otros. Tened cuidado entonces jefes, ciudades, instituciones, mundos varios, con las «Curvas pendientes, precipicios» y sobre todo con las «Cosas que caen a plomo». Hacen daño. Explotan. ELENA MEDEL. CHATTERTON (Visor, Madrid, 2014) por CRISTINA MORANO MI NOMBRE ES NADIE Con mis poemas levanté un imperio. / Pero todo acabó, ¿quién soy ahora? Elena Medel, Chatterton, pp.39 El genio es el genio. Decidme que necesita madurar, que a veces resbala, que sus metáforas eran infantiles o demasiado pop o que no entendisteis a las niñas de Tara, escondiéndose bajo la cama de la muerte de la abuela. Decidlo. Pero no me digáis que Elena no era ya un genio o que ahora sí, ahora que la infelicidad o el desengaño han herido su mirada la han hecho genial, porque mentiréis. Hasta aquí somos, desde allí éramos, las cosas nos dan sus límites. Cosas que limitan: macetas, transportes públicos, mujeres solas que son cosas adoloridas, cajas de mudanzas, hogar familiar, lenguaje limpio, verbos que se rompen o que no concuerdan o que abren ese lenguaje limpio y lo convierten en alienígena. Dice Elena: «Yo he pensado en nosotras». Es ese “nosotras” lo que hace de este libro un artefacto venido de otra galaxia, véase: en mitad de la seriedad de haberse hecho adulto sin saberlo, un chiste («Márchate olor a lavavajillas, déjame con mi sueño!»). En mitad de la contemplación simple de unas hortensias, una alucinación leve («morado o violeta o más bien azul sucio»), la poeta desconoce el color de las flores que tiene delante, duda, le sobrecoge no poder nombrarlo, no encuentra palabra tan exacta que identifique la inminencia, la flor dañada pero aún viva, lo que va a perder pero aún en sus manos. Aún en su balcón, al borde de mudarse. Lo que se lleva no puede enumerarlo, entiende solo que «Tanto entregué que se marcha conmigo». Tanto. La poeta come entre otras mujeres, hay microondas y autónomos, hay pollo barato y bandejas. No hay alcohol, no dolor, no épica donde comen las mujeres sin hablar, sin quejarse, es una estación, es un restaurante de franquicia. Elena recoge esta normalidad, aparta un poco las migas caídas: «Hasta aquí / de cómo las mortales / quedaron por escrito», dice y luego saca unos papeles y un bolígrafo: «He corregido este poema / cuando nada de lo que hablaba / existía ya».
El libro termina con un capítulo que tiene por título, la frase más triste que puede decir un autor, afortunadamente desmentida por el mismo libro. Se llama: «Cuando me preguntan si escribo, respondo que ya no». Dentro están los mejores poemas que Elena Medel ha escrito: ‘Chatterton’, ‘Poema de despedida para mi hermana’, ‘Mensaje a los autoestopistas’, ‘Un cuervo en la ventana de Raymond Carver’ y ‘A Virginia’, madre de dos hijos, compañera de primaria de la autora. En este último la autora da cuenta de un encuentro, en un autobús de línea, con una amiga de la infancia, madre de dos hijos en el presente. La poeta no es reconocida por Virginia. No se saludan. La amiga cree que la cara que la mira desde el asiento de enfrente es el rostro de cualquiera. Es decir, la Medel nos advierte: el poeta es cualquiera. La máscara que porta quien dice nosotras/os es indistinguible del resto de nosotros. El libro que comenzó hablando de una poeta concreta y exitosa (Elena Medel, niña prodigio, superventas, it girl de las revistas culturales), es ahora un anónimo (autónomo, mujer que almuerza sola, joven fracasado que ha vuelto a la casa familiar). Es nadie. «En el fondo habláis de mí, / habláis de mí, de lo que poseíamos (…) Todo lo sabíamos, todo lo tendríamos, todo lo que se espera». Oh, sí. El genio. Nadie. V.V.A.A. EN LEGÍTIMA DEFENSA. POETAS EN TIEMPOS DE CRISIS (Bartleby, Madrid, 2014) por CRISTINA MORANO NO-ANTOLOGÍA Dedicada “con nulo afecto” a los gestores de la crisis, En legítima defensa, poetas en tiempos de crisis es la no-antología por excelencia. No se trata de un libro de la corriente de la poesía social, neo-social, ni de la poesía de la conciencia crítica, ni de ningún otro estilo, sino que se trata de un libro que acoge en sus 350 páginas a más de 200 autores de todas las estéticas, edades, géneros y calidades que puedan encontrarse hoy día escribiendo en castellano. Antología o no-antología, En legítima defensa es una instantánea del momento concreto que se vive en Europa en 2014. Quizás ese sea su mejor mérito: esa foto de familia, ese retrato del panorama poético de la crisis. Dentro de muchos años, cuando queramos saber qué hacían los escritores en esta crisis económica que aún no tiene nombre, deberemos consultar este libro. Cuando queramos saber qué pensaban del momento tendremos que consultar este libro. Y no sólo por los poemas recogidos en él, sino también por la clase de textos entregados al editor: así, sabremos quién entregó un texto inédito escrito para la ocasión, quién lo tenía ya escrito desde el principio de los malos tiempos, quién dio sólo un poema ya publicado, incluso antiguo, etc. Esta no es la primera recopilación de textos poéticos sobre la crisis llevada a cabo en España, ya lo hizo Visor hace casi dos años, lo que las diferencia son el modo de recogida de los textos: Bartleby Editores ha preferido lanzar un llamamiento a través de las redes sociales y publicar lo obtenido sin filtro. Todos los textos han sido incluidos. Su orden es el alfabético según el apellido primero del autor. Otra virtud de este libro es su actualidad, ‘periodísticamente’ hablando. Muchas veces se ha criticado la atemporalidad de la poesía en castellano, su falta de reflejos para “ponerse al día”, lo antiguo de sus temas que parecían no poder salir de la juventud perdida, el amor y la clase media. Esta vez no, esta vez se publica (a nivel nacional y con buena distribución) algo que está hecho con la pura actualidad, casi con el informativo de las nueve. En legítima defensa tiene un pequeño patrocinio de la asociación Vallecas Todo Cultura para su primera edición. Esta asociación privada también acogió una de sus primeras presentaciones en Madrid. ENFRENTADOS A LA CRISIS Me detengo en algunos poemas: María Solís Munuera aporta a la antología una revisión del cuento de Pulgarcito (pp. 305-306). La maldad de los corruptos, de los fascistas es trasladada al ogro: «Los niños se abandonan en el bosque / vaciado / de piedras». Los esfuerzos por sobrevivir de Pulgarcito perdido en el bosque son en vano: «Todo será alimento de los pájaros. / El pasto de los lirios (…) El bosque / —dijeron cuando el niño fue encontrado— / siempre tiene razón». Hasta que se revuelva el niño contra los represores: «Padre, no nos deje la tierra en nuestra almohada / (…) Padre, no tenga miedo. / Mate, por nosotros, al último gigante». Miguel Ángel Serrano escribe en ‘La copa de agraz’ (pp. 299) una elegía por el ¿futuro? «como animales en flor los tiempos de recuerdo» y un recuento breve y exacto de lo que ha pasado: «el daño en lo que fuimos y el secuestro de lo que íbamos a ser». El aire se desliza muy leve por el poema, un aire triste: «un desánimo de siglos, pasar quedo en puntillas. / Y lo peor, clama un sedicente, es que ni siquiera sabes / por qué se tuerce el hueso y te da la espalda el dios / de las cosas que importan». Una cierta ternura levanta y anima el texto en su final, convocándonos a todos: «completud de los días que pasemos escuchándonos». Marta Sanz, periodista y novelista que también ha publicado varios libros de poesía en Bartleby, responde con un poema (pp. 296) lacónico, moderno, construido con pequeñas frases que describen lo que podría ser un país en bancarrota: «Casas herméticamente cerradas con cinta aislante. / Tiendas sin luces, / y un cartel de ‘se alquila’ / en el escaparate». La miseria avanza y casi podríamos estar en la posguerra: «Criaturas que nacen / con hierros en las piernas / para ayudarse a andar». La ansiedad: «El miedo / a una vejez / pobre» determina el poema: «La reticencia a levantarse de la cama. / Las ganas de dormir». La gran Fanny Rubio nos regala un poema inédito (pp. 280) donde habla de: «Ellos, la mano de la cambiante historia». Situando así, de un solo golpe, a los jóvenes en el centro de la praxis política, cosa que ya estábamos olvidando. Un grupo de estos Ellos se divierte en la fiesta: «Asediados por tantas renuncias / mordisqueados por el tiempo dorado que ganar / están aquí, aquietados para el dulce festejo». Sutilmente, Fanny les invita a la revolución: «La tarde podría ser luz sobre los puños». Javier Rodríguez Marcos, periodista y crítico en Babelia —gracias a él descubrí a Agotha Kristof y ¡a él lo admiraba la Moix!—, recoge en un breve escrito (pp. 274) sus resueltas dudas: «Si ni siquiera sé de qué bando estoy. / De los que dan la mano / de los que cortan la mano». Representa al ciudadano normal, al que no tiene herramientas para tomar partido o para conocer la verdad, al que constantemente pregunta y duda hasta de sí mismo: «me pregunto si acaso / soy uno de los nuestros». Este final de poema recuerda a Camus: «si existiera un partido de los que no están seguros de tener razón, yo estaría en él». Jorge Riechmann, indispensable en este En legítima defensa, publica (pp. 270) una reflexión sobre la lucha de los pueblos. El autor, descorazonado y harto, se pregunta si algún día podremos dedicarnos a pensar lo que importa: «la finitud humana, / el rompecabezas del sufrimiento, / el desamparo infinito / de nuestro tener que morir». Pero no podemos «como si no lleváramos / doscientos mil años en la Tierra» porque otra vez tenemos que luchar por «qué comer mañana, (…) tramas financieras / fraude fiscal / conservar el empleo». Riechmann no le perdona al Poder «Todo nuestro tiempo malgastado / con tal primitivismo». Esa es su queja y su grito, ese círculo vicioso en que la humanidad está metida desde el comienzo de su historia ‘gracias’ a los tiranos. A base de paralelismos «La fruta y los mendigos / maduran rápido / envueltos en periódico», Javier Moreno (pp. 221-222), traza el relato de un día completo dentro de una vida común y corriente: «Recuerdo la tarde de compras. / Te gustó aquel anillo barato. Cada primavera compro / uno nuevo, dijiste». Empleado y Naturaleza se encuentran en la mañana: «De camino, en el coche, he tropezado / una carroña en medio de la carretera y / alrededor de ella, un puñado de grajos». Se reencuentran en la noche, la carroña ha sido consumida por los pájaros, el hombre ha dado sus clases en el instituto local, el poeta concluye: «los grajos y yo / cumpliendo nuestro trabajo». Como si ambas especies fueran empleados, trabajadores inscritos en la misma lista de funciones y horarios con nómina. Debemos anotar que a pesar de ser poemas en tiempos de crisis, no todos llaman a la lucha o atestiguan una protesta contra el sistema. Solo un puñado de ellos son, en puridad, poemas revolucionarios, tal y como los entendemos. Por ejemplo, entre otros, María Eloy-García (pp. 104), Teresa Domingo (pp. 101), Alberto García Teresa (pp. 126), Antonio Jiménez Paz (pp. 163), Ángel Fernández Fernández (pp. 108), Matías Escalera (pp.105), Juan Vázquez (pp.326-327) o Eva Vaz (pp. 323-324). En otra forma de lucha Antonio Orihuela (pp. 238-239) trata de advertirnos de lo parecido de nuestros tiempos con los de los nazis: «A falta de rojos, el neofascismo populista / arremetió contra médicos, profesores, administrativos (…) De ahí a la exclusión solo hay un paso / y de ahí a Auschwitz el camino está despejado». Y Ana Pérez Cañamares (pp. 247) nos propone ganar la guerra con nuestras armas inmediatas, nuestro modo de vida; sus instrucciones son: «Permitir la soledad a quien la elija. / Adoptar perros y recién llegados» pues así «Llegará el enemigo / y no entenderá nuestro lenguaje». Hay mucho en este libro de testimonio y empatía con los despojados, con las vidas alienadas de la gente común, de (como diría Miguel Espinosa) los que trabajan y aun así no ganan para el desayuno. El libro está poblado por esos hombres y mujeres decentes que cumplen con su deber (como los grajos), a los que el poeta rescata y dota de entidad contra el olvido. Así Julia Uceda con los muertos en un incendio (pp. 316), Manuel Rico con las calles de su infancia (pp. 268-269), Julio Más Alcaraz con una chica despedida (pp.195), David González con una pareja cuyo amor sucumbe bajo los malos tiempos (pp. 146-147), Guadalupe Grande anotando el sufrimiento de perros y hombres hambrientos, Juan de Dios García (pp. 123) contando la historia (en el futuro) de un anciano que guarda un terrible secreto de su infancia, Inma Luna (pp. 182) rescatándose a sí misma como sujeto de derechos tras ver atropellada su dignidad («la que nada trae, la que anda vale, la que no os sirve ya»), etc. Podría parecer inane re-dignificar a estas personas, pero no olvidemos que para el fascio los enfermos, los parias, incluso los feos son perseguibles («Toda la hez de los fracasos: los torpes, los enfermos, los feos, el mundo inferior», Madrid de corte a checa, Agustín de Foxá). Otros poemas interesantes: La rabia contenida vierte en el poema de José Mª García Martín, donde aparece el ciudadano medio cansado, que no puede más con su vida y que somos cualquiera: «Quien no ha mirado alguna vez los muros de la propia casa / pensando atravesarlos», romper algo, hacerse daño o hacer explotar algo: «quién no ha pensado en derramar la sangre», pero se reprime: «Pero / mantengamos la calma, no perdamos el juicio». Como nos ha ordenado el Poder. Emilia Conejo expone en su poema (pp. 86-87) a una mujer musulmana, Hadiya, que debe someterse a un raspado, tras un aborto porque «el feto ya ha desistido de crecer, de palpitar». Hadiya es una emigrante, su caso es el caso de muchas compatriotas suyas que calladamente hacen su trabajo sin obtener a cambio más que el estricto salario: «Quizás seis, quizás diez años ya en España. / Pueblos de sierra / donde ahora solo ellas trabajan / solo ellas hablan la lengua, / solo ellas pagan el tabaco de sus maridos / que las esperan durante el día». La autora hace hablar a su personaje, su dignidad defiende sola: «Ya soy mayor, tengo náuseas. / Con Jasmine fue igual. / Faltan el brillo, la energía, / la tarjeta sanitaria. / Si voy a urgencias aquí, me cobran». El colectivo de los emigrantes (llamados inmigrantes desde la perspectiva del país de llegada o Amo) aparece en otros autores como Bernardo Santos (pp. 293-294, usando el título del programa Españoles por el mundo) o Antonio Mª García Castillo (pp. 129). El atque amemus de Catulo es recordado en En legítima defensa como base de vida, como parapeto frente a la injusticia social: ¿cabe el amor en cuanto que plenitud y felicidad como asidero y resistencia durante la crisis?: «Amémonos como si llegase hoy / la gran melancolía / la última escena abierta» dice Alejandro Castell (pp.79). Porque «Es terrible vivir en este tiempo / mientras viene, callémonos amando» como aseguran Rafael Fombellida (pp.111-112) y José Antonio Martínez Muñoz: «justo cuando el mundo se precipita / a la barbarie, aunque no vistas de azul / ellos sí llevan trajes oscuros», pues, cómo no, estos tiempos son también los de los mitos (el Bogart de Casablanca en este caso). En este poema (pp.192-193), Martínez Muñoz expone claramente sus prioridades: primero «tus brazos y tus labios», después «el torpe sollozo del mundo». Aunque el poeta reconoce que «los años de vigor y entusiasmo se han ido / rezumando de una vasija mal sellada», todavía comprende que es posible una cierta vida plena basada en nuestro particular proyecto de vida, «mientras el mundo se va al carajo». A esta esperanza en lo propio, contrapone Héctor Castilla (pp. 78) el desamparo: mientras «todos tienen / un puñado de cosas / a las que llaman su vida», al poeta solo le queda encontrar «un edificio con la puerta abierta» para poder dormir. «La claridad o el ruido / ya me despertarán por la mañana». No la esperanza o el deber: nada más que la claridad le empuja; el nombre popular de la luz. Marta López Vilar (pp. 177), tras una fantástica cita de Yorgos Seferis, su Vaya donde vaya, Grecia me hiere, resucita a Teseo como habitante de una Grecia desolada por los recortes: «Atenas ya no existe / —herida fría, abierta de pobreza—. / Otros reyes ocuparon el trono de mi padre». Como en Homero, en Marta López Vilar el mar y los pájaros de la Hélade son signos: «Solo existía el mar, / su negrura tan honda no me enturbió / lo que veía (…) Así me lo anunciaron las aves de la costa». Aventurero, chulo (de Ariadna, principalmente) y viajero antes de fundar Atenas, Teseo vuelve al mar como emigrante. La incertidumbre de este Teseo se desliza en otros poemas, «Bienvenido a la tristeza / de los almacenes» dice Jordi Doce (pp. 100), «En medio de la guerra cotidiana / mantengo la esperanza en pocas cosas» nos advierte José Daniel Espejo (pp. 106), pero sus hijos le mueven, le hacen cantar en medio de «un suelo movedizo / que el pánico quebraba todo el rato y que gente / valiente y generosa sujetaba a su favor». Y aventura quedarse en su recuerdo con ese canto: «Y ese enigma tan leve le acompañe / e ilumine alguna parte de su vida». ESTA EDICIÓN Cuando entregue esta reseña, la segunda edición, corregida y aumentada, estará saliendo de máquinas. Muchos de los deslices que anoto aquí estarán, seguramente, subsanados. A En legítima defensa le falta un poco de unificación ortotipográfica de todos los textos (mayúsculas —o no—, de principio de verso, sangrías, etc.), aunque entendemos que esta labor se ha visto entorpecida por la amplia nómina de autores recogidos (229 en la primera edición, 233 en la segunda!) y la imposibilidad de realizar una correcta revisión de galeradas por parte de todos ellos. Lo más grave, quizás sea que los poemas sin título no llevan ningún diacrítico que anuncie su primer verso (aunque en los textos de Sergio Gaspar y de Eduardo Moga se ha extraído el primer verso y se ha colocado, tipográficamente y entre corchetes, como título). Por esta razón, nunca sabes si estás comenzando un texto nuevo o viene de la página anterior (esto es especialmente cruel en el caso de Ana Vega y Recaredo Veredas, pues el corto nombre de la autora casi desaparece en el lomo del libro). En el poema de Gamoneda no está señalado que se trate de un fragmento, cosa que sí se señala en el poema de Félix Grande. Los mismos parámetros de las citas (cuerpo menor, alienación derecha y cursiva) se le aplica a las dedicatorias o a las indicaciones de autor, aunque hay citas con comillas y otras sin ellas. El índice de la primera edición (sólo hay uno) era un absoluto caos donde títulos, primeros versos y nombres de autores se sucedían sin diferenciación, componiendo curiosidades como el “Pródigo Pablo García Casado” o la “Carta del francotirador suicida a su hija Luis Ingelmo”. Esto sí se ha corregido en la segunda edición.
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