LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
MARTÍN PARRA. MADRID DÜSTÓPOS (Madera Berlín, Madrid, 2019) por MIGUEL-ÁNGEL REAL La literatura, la buena, tiene estas cosas. Y es que hay textos que le devuelven a uno, desde sus primeras líneas, el gusto de dejarse atrapar por los hallazgos y las sorpresas. Textos que me recuerdan las palabras de mi profesor de literatura, mi venerado Pedro Ozalla, que nos decía que había que leer con un lapicero en la mano para enriquecer las páginas de los libros con nuestras notas, subrayando a placer las frases que a uno le hubiera gustado concebir o que nunca hubiera imaginado posibles.
En el aprendizaje de la literatura hay siempre hitos, referencias inolvidables a pesar de los años. Al leer “Madrid Düstópos”, la última creación de Martín Parra, me han venido a la mente, como perfumes que no han perdido su fuerza, algunas de las mejores páginas que he leído. Nos describe el autor un Madrid barriobajero, pillo y underground, de bares, traficantes y prostíbulos, donde la decadencia es la autenticidad. No solo tiene la lengua de Martín Parra, ya lo he dicho en otras reseñas, la fuerza imaginativa de Umbral, sino que en la puesta en escena del Café Lacroix, a través de conversaciones sin artificios y descripciones aceradas, hay mucho del café La Delicia de la doña Rosa de La Colmena. O más bien, lo que le ocurre al escritor es que siempre encuentra el ángulo nuevo para describir a los personajes con la precisión que solo puede aportar la poesía, que ronda en el relato como un personaje esencial. Me permito compartir algunos pasajes antológicos -subrayar y más subrayar- con los que se puede admirar la fineza de observación y la pericia estilística del libro, al que el asíndeton le concede un ritmo nervioso y lleno de una visión certera de las cosas: Corre un largo soplo de aire frío por las calles secas, un frío de finales de octubre, y la luz postiza se dispersa en los faroles, se disemina de farol en farol en la Avenida de la Albufera. O, como ejemplo de descripción: Vicente es breve, feo, ligero, sin demasiados ademanes; es un hombre cautivo de una camisa hortera y estrecha, un busto con camisa, cuerpo prestado e ideas obscenas. Y como éste, otros muchos ejemplos que me transportan al color y al lirismo originalísimo de Boris Vian, que me empapan con la misma miseria que describió Martín Santos en Tiempo de Silencio, que me arrastran hacia el esperpéntico valleinclanesco (con el personaje de la Dolores “que se llama a sí misma Estrella”: ¿como Max?) Hay algo barojiano, evidentemente, en la búsqueda caótica de los personajes, y una especie de nuevo costumbrismo casi galdosiano, pero posmoderno y único. El arte de Martín Parra se explica porque no es alguien al que le guste escarbar la realidad y el idioma para hallarle un sentido poético. No hurga en las heridas de la prosa banal y convenida -nunca-; la herida la crea él mismo en una hemorragia como de flor nueva, y lo hace con un escalpelo en forma de prisma, con cortes precisos, pespunteando después la existencia para dejar un rastro de olores, sombras y destellos de una agudeza psicológica notable, terriblemente clínica y lírica. Ve entonces el lector muy claramente la entrada doble y pisada del café, (que) permite el paso por una de sus puertas, (y) está ciega del otro ojo, en un guiño holgazán que ofrece a los consumidores. Como los personajes, subrayamos otras líneas en las que nos encontramos con el ímpetu de los grandes alardes estilísticos, cuando se nos dice que la Luisa está conociendo la melancolía en que se entra cuando una vida, un día, una noche, son declarados desiertos. Y así. Sin olvidar el humor, fino, amargo, terrible a veces, o tan jubiloso cuando se describe el caminar del perro Odie: ¿Tanto entusiasmo de patas podía generar avance tan estéril? Vuelvo entonces a Cela, cuando en su Colmena describe al loro Rabelais diciendo que es un loro de mucho cuidado, un loro procaz y sin principios, un loro descastado y del que no hay quien haga carrera. Hay hasta greguerías, como cuando el amanecer extiende al mantel del día o cuando los personajes pasean por el asfalto del arcén, que es la raya en que viene a morir el asfalto de la carretera. Que quede claro. Todas estas referencias hacen de Madrid Düstópos una obra única, indispensable para seguir gozando del placer que solo puede concedernos un escritor cuando sabe llevar al límite el poder de las palabras, redescubriendo a los clásicos para seguir abriendo brecha. Al fin y al cabo, tal vez sea éste el sentido del escribir. Me permito terminar, para hablar del desarraigo de los personajes del Madrid de Parra, con una cita de Tiempo de Silencio, que dice: De este modo podremos llegar a comprender que un hombre es la imagen de una ciudad y una ciudad las vísceras puestas al revés de un hombre, que un hombre encuentra en su ciudad no sólo su determinación como persona y su razón de ser, sino también los impedimentos múltiples y los obstáculos invencibles que le impiden llegar a ser. En esta distopía lumpen, parafraseando la obra de Bolaño, la frase final nos hace comprender, tal vez, que queda poca esperanza en un mundo en el que todo queda por cambiar. Pues que los que pueden cambien cualquier cosa. Excepto la prosa de Martín Parra.
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JORGE GARCÍA TORREGO. EL DESPERTADOR DE SÍSIFO (Lastura, Ocaña, 2018) por MIGUEL-ANGEL REAL LA POESÍA PARA DARLE SENTIDO A LO BANAL
MARTÍN PARRA. LOS DÍAS REITERADOS (Ars Poética, Madrid, 2018) por MIGUEL-ANGEL REAL LOS NUEVOS LÍMITES DE LO COTIDIANO Martín Parra vuelve a demostrarnos que es un escritor del riesgo. Su nuevo trabajo, siempre lindante con el surrealismo, no es la obra de un escritor adepto de escritura automática y vacía, sino la de un imaginero del idioma, que cincela las páginas para recrear constantemente la lengua y hacer estallar connotaciones. La libertad que provoca en la relación entre los significantes y los significados permite ofrecer al lector un mundo original, personalísimo en su expresión: Hay que restar, roer detrás de las imágenes; basculen así con riesgo de marco roto. En “Los días reiterados” hay a veces un desdoblamiento del yo, y en ese diálogo contra un probable alter ego (tal vez el Martín/Nitram al que al autor nos acostumbró en “Camille, viñeta amorosa” (Queimada Ediciones)) hay todo un trabajo en el que el objetivo de la escritura es luchar contra el absurdo que acompaña el paso de los días y rechazar la indiferencia, como remedio para poner de relieve tanto los sentimientos más profundos como los pequeños detalles que pueden resultar salvadores: Las ambiciones que caben en una postal no son tan pocas, pequeñas; conforme abren camino, se desalojan de la miniatura y verlas coger cuerpo revista morbidez del propio. El libro es fundamentalmente una reflexión sobre el oficio de escribir, pero sabiendo que la palabra es frágil y que de su elección certera depende nuestra visión del mundo: caos o cosmogonía, quién sabe Aquí un desperfecto, un tiempo repetido, ¡un hombre! Porque tras intentar resolver la ecuación compleja que nos propone la existencia, el día a día, se ve que vivir vale la pena y que el hallazgo del sentido vital (si existe) se encuentra entre los desperfectos: el hombre que describe Martín Parra es responsable tanto de la búsqueda de una razón de seguir adelante como de los errores repetidos. En cualquier caso, todo es válido, excepto la inacción, para ir al menos hacia las preguntas: ¿Será la vida una obsidiana tan fácil? ¿Un collar de cuentas de pasta vítrea? Sea como sea, hay otro aspecto fundamental en la obra de Martín Parra: huir de la norma, del condicionamiento social, para vivir su propio ser o su propio desorden. Y ante todo, dar fe de ese supuesto no encajar en los moldes que se nos proponen; contar su experiencia y adentrarse en el lenguaje huyendo (o para huir) de los estereotipos.
Procuremos vivir en voz alta. (…) De ser neceseario, una afonía ¡ya! Nos acuda, impida terminar un discurso, revista quiebras en cada uno de estos perfiles. Se adentra así el autor para nuestro deleite en una misión de escritor no convencional, que no cesa de dudar sobre el papel que le corresponde para terminar convenciéndose (tal vez) de que expresarse es dar una coz viva. Todo ello en un estiloque debe mucho a Umbral o a Mallarmé, en el que ferocidad y temblor constantes provocan una tensión estética estremecedora, en todos los sentidos. Yo no quiero vivir nunca en vida declarada, yo quiero mi monstruosidad. Pero ese desafío permanente, ese desmarcarse es por supuesto una manera de respirar: porque en realidad la forma digerible de cultura con la que se nos intenta alimentar en regla general es, en su banalidad, la nada misma: para huir de ella, partamos pues de la deliberada asperidad con la que escribe Martín Parra – que se erige una vez más en una de las voces más innovadoras en el actual panorama literario en lengua hispana- para recuperar nuestra exigencia hacia lo que vemos, sentimos, vivimos y leemos, dirigiéndonos así hacia descubrimientos y emociones renovadas. Al fin y al cabo, puede que ésa sea la meta de “Los días reiterados”: dibujarle límites nuevos a lo cotidiano y recuperar el placer de la lectura. PATRICIA GONZÁLEZ LÓPEZ. OTRO CASO DE INSEGURIDAD (Santos Locos, Buenos Aires, 2018) por MIGUEL-ANGEL REAL UNA INSEGURIDAD FIERAMENTE HUMANA Navegando entre el dolor y fragilidad bajo la que subyace una gran entereza (o tal vez sea lo contrario), Patricia González López (Buenos Aires, 1986) nos ofrece un poemario de una desbordante sinceridad para poner en evidencia -entre otras cosas- los egoísmos en las relaciones humanas. Pero mucho más allá de ser una poesía que ahonda solamente en el sufrimiento de la mujer, tenemos entre las manos un libro que desvela y denuncia aquéllo que queda roto en el ser humano al ser humillado y violentado física, moral y socialmente. Con una parte central (« Off ») en la que se recogen aforismos certeros para revindicarse como persona, a la autora le queda también la rabia para afirmar su ansia de ser frente a la ausencia de ternura, aun sabiendo que la confianza y la entrega que forman parte de su persona no van, en tantas ocasiones, a encontrar eco: me doy tiendo puentes que se caen cuando llega mi turno de cruzar Le sorprenden entonces a la poeta la generosidad ajena o incluso la ternura animal, pues las heridas recibidas (el pasado frustrante, los recuerdos ligados a la muerte, la vacuidad de los amantes) irrumpen en el aprendizaje de la vida haciendo que nos tambaleemos y que reine en nosotros la inseguridad, tema principal de la obra. la ternura es animal , el resto imita Pero en esta poesía joven no existe ingenuidad alguna. La sinceridad surge a través de versos bien cincelados, afilados incluso, para adueñarse de la realidad y rebelarse contra nuestras falsedades puestas en evidencia de manera flagrante (Valga como ejemplo el excelente poema « Llegaron las encuestas ») nos oponemos a la mentira salvo que sea nuestra. Otro caso de inseguridad es un libro que evoca con determinación y sin tapujos la violencia de género y la hipocresía de este mundo patriarcal que pretende convertir en culpables a las víctimas, despojándolas así de la esencia vital de un ser humano : el tiempo ; o bien las mujeres se quedan sin futuro, al quedar la indignación necesaria ante lo que han sufrido puesta en entredicho y sencilla, cínicamente, postergada, o si no, se les termina por robar el pasado.
hasta dejar roto el último rastro de niñez Y es que esa infancia perdida es otro tema esencial del poemario, desde esas maestras sin empatía ninguna a la tormenta de los mayores de la que es difícil regresar y que desbarata nuestra fe en el mundo. Pero a pesar de eso, desde las dudas de « no querer ser buena », de no saber qué hay de poesía en la poesía surge una fuerza que, aun entremezclada de dudas perfectamente comprensibles, define lo más personal de Patricia González: no voy a borrar mis días por delante ahora no, no voy a morirme, mañana hay mucho trabajo. Para terminar, la voz y el testimonio de esta joven autora se erigen de este modo como un faro poderoso y necesario entre nuestras tinieblas cotidianas y -como una auténtica razón para vivir- en un deseo de solidarizarse con los olvidados (jóvenes sin adolescencia, la vecina « que apenas camina de tanto fregar »), puesto que las variaciones sobre la inseguridad que reinan en todos los poemas dejan de manifiesto que Patricia González López es una poeta cuyo compromiso revela un carácter -personal y poético- fieramente humano. DIEGO TRELLES PAZ: LA PROCESIÓN INFINITA (Anagrama, Barcelona, 2017) por MIGUEL ÁNGEL REAL ENTRE EL FUEGO Y LA MUERTE He aquí una novela sobre las sombras, el olvido y la culpa. Sobre la soledad de aquellos que se vieron obligados a abandonar su país natal y que, parafraseando a Gabriel García Márquez, no gozarán ni en cien años de una segunda oportunidad sobre la tierra.
Culpa de recordar. Culpa de olvidar. Culpa de escribir. Originarios de “un país descompuesto donde todo es odio”, los personajes están envueltos en una violencia cuyo posible atavismo es una interrogación sobre la esencia o no de lo peruano. Todos son perseguidos de algún modo por la muerte, que se convierte en una segunda piel de la que es imposible deshacerse. En el fuego cruzado de la represión institucional y de la ceguera senderista, la población (excepto si es blanca y pudiente) vive en un desgarro permanente. Ya lo reflejó Alfredo Pita en El rincón de los muertos. Diego Trelles Paz habla ahora de la culpa de ser un superviviente entre los estragos causados por la dictadura fujimorista, y va más allá, puesto que sus personajes fracasan en la búsqueda de hipotéticos paraísos substitutorios: la droga, el sexo, el exilio en un París que nada tiene que ver con la bohemia vivida por tantos escritores sudamericanos y que a su vez se halla sumergido en una etapa convulsa de atentados y exasperación social. Culpa de no saber escapar. De no poder hacerlo. Porque Diego “el Chato”, personaje de inspiración claramente autobiográfica, sabrá, a pesar suyo, que la fuga es imposible; aún peor, rebuscar en el pasado para hallar respuestas es inútil. E incluso, tal vez, sería más conveniente hallar el modo de olvidar un Perú que es solamente una inmensa llaga. Pero ¿cómo, con todos esos fantasmas que uno encuentra donde menos se espera? La virtuosa técnica de Diego Trelles Paz descompone el relato y forma una novela exigente, en la que la variedad de registros y los saltos temporales constantes consiguen transmitirnos un desasosiego voraz. Este traumatismo del que el escritor no puede escapar ilustra también una reflexión sobre el sentido de la escritura; “Para escribir hay que matar”, dirá el enigmático Pocho. ¿Es esa, entonces, la única salida que le queda a un autor para darle sentido a su obra? ¿De qué manera puede el personaje de Diego hacer que sus primeras novelas sean algo más que un lastre en su introspección sobre el problema peruano? Las alusiones a los primeros libros del verdadero Trelles Paz (El círculo de los escritores asesinos y Bioy) provocan una mise en abîme vertiginosa y llenan algunas páginas de una ironía mordaz: la última se transforma en Borges y el escritor es acusado en general de ser tan sólo un edulcorado Vargas Llosa, de cuya sombra es necesario alejarse. ¿Cómo comprender el camino a seguir para pasar del legendario “la literatura es fuego” del premio Nobel al categórico “para escribir hay que matar” que atraviesa la novela como un escalofrío? ¿Qué le queda al autor de la novela, a Diego “el Chato”, sino contemplarse en esa procesión infinita como un simple penitente que deberá pasear su culpa por el mundo, a sabiendas de que nunca podrá reflejar la verdad de lo ocurrido?, «¿De qué sirve el escritor que desconfía de sus palabras?». Culpa de estar vivo en la vorágine peruana. Y, eternamente, dar cuenta de la muerte que acecha. |
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