LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
JAVIER MORENO. EL HOMBRE TRANSPARENTE (Akal, Madrid, 2022) por ALFONSO GARCÍA-VILLALBA
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JAVIER MORENO. NULL ISLAND (Candaya, Barcelona, 2019) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Hay dos tipos de narradores: los que dicen “voy a escribir una novela”, y los que dicen “voy a escribir, en una novela”. El complemento directo de los verbos transitivos contiene una carga semántica que muchas veces se convierte en el verdadero foco significativo de la oración: “una novela” es lo importante, más que la acción verbal, que queda ensombrecida hasta el punto de ser sustituible en la oración (voy a armar/construir/desarrollar/ una novela). El complemento circunstancial, en cambio, es una información prescindible, que no puede rivalizar en importancia con el verbo intransitivo: “escribir”. Javier Moreno pertenece, claramente, a este segundo grupo. La escritura, para Javier Moreno, no es un medio para crear un producto que encaje en el género novela: es un fin en sí mismo que se justifica más allá de que el producto final se corresponda con lo que cierta tradición inmovilista, conservadora o reaccionaria, espere encontrar bajo la etiqueta “novela”. Pierre Michon, Pascal Quignard, Don DeLillo, Manuel Vilas, Luis Rodríguez, Agustín Fernández-Mallo, Eduard Levé, Mario Cuenca Sandoval, Ben Lerner... Son solamente algunos de los nombres que de una forma más evidente compondrían el segundo grupo y que se pueden considerar cercanas influencias o compañeros de equipo de Javier Moreno. Null Island es una muestra de escritura en estado puro: a diferencia de una novela convencional, en la que el narrador camina o corre con paso más o menos decidido para llevar al lector hacia un destino concreto, el desenlace de la acción. Aquí la voz narrativa se pasea sobre el vacío como un funambulista: avanza y retrocede, tiembla o se tambalea para no caer, se permite también piruetas que asombran al lector, que no cuenta con la intriga de saber a qué destino va a llegar, sino que comparte con el narrador-funambulista la apertura de un tiempo suspendido en el que la realidad se concentra y condensa en cada pequeño movimiento o temblor de ese cuerpo dividido entre el cielo y el abismo. Es el tiempo de la escritura, siempre, blanchotianamente, un tiempo de la posibilidad infinita y, por lo tanto, un tiempo del fracaso, de la impotencia: «Hay una belleza en el germen, en la semilla, en aquello que podría ser y que todavía no es o (tal vez) nunca será». La escritura de Javier Moreno siempre ha gozado de estas características, pero en esta novela las lleva un paso más allá. Siguiendo con la analogía: en Null Island ha decidido jugar sin red, o ha elegido el alambre más estrecho; pues renuncia, a diferencia de sus novelas anteriores, al concepto más tradicional de ficción (personajes, trama…) y hace que el narrador-protagonista de esta novela sea un escritor (fácilmente asimilable al propio autor) que se enfrenta a la tarea de escribir una novela sin personajes. Las reflexiones del narrador sobre ese reto narrativo que se ha autoimpuesto conforman la verdadera trama de la novela, en la que, por lo tanto, el elemento metaliterario es esencial. En paralelo a la trama metaliteraria se desarrolla una “trama” (cualquier terminología metaliteraria debe quedar entrecomillada al comentar una novela como esta, en la que dichas categorías son continuamente puestas en cuestión tanto explícita como implícitamente) relativa a la vida sentimental del narrador cuyo centro es un episodio de impotencia sexual. He dicho “en paralelo” por una inercia de comentarista, de forma irreflexiva y convencional; porque, obviamente, no se trata de tramas paralelas estricta o geométricamente hablando. El acontecimiento del “gatillazo” actúa como un generador de significados, como un objeto que el narrador inspecciona, analiza, sobre el que poetiza desde una variedad casi infinita de perspectivas que, de una forma esencial, implícita y explícita, se imbrica con la cuestión metanarrativa: «Pienso que la flaccidez de mi polla tiene que ver con la tesitura en la que me encuentro en relación a la escritura. En mi dimisión de los personajes. Se me aparece con toda claridad que un protagonista es una polla, del mismo modo en que la polla es el gran personaje que se esconde en todas y cada una de las peripecias de una trama y, por ende, de la gran trama que es la Historia». Durante toda la primera parte de la novela asistimos, por lo tanto, a un proyecto de escritura basado en la observación, la comparación, la yuxtaposición de elementos, de “cosas” que, puestas a jugar en el tiempo (o en el espacio) de la escritura, generan una cantidad prácticamente infinita de significados, de posibilidades. Es una operación (muy “moreniana”) de escritura en la que lo poético, lo ensayístico y lo narrativo se dan la mano de una forma absolutamente natural para producir en el lector ese asombro y ese placer estético que se deriva de la aparición de una “realidad aumentada” que se superpone sobre la limitada y empobrecida visión de la realidad que el lenguaje convencional estereotipado nos ofrece en la vida cotidiana y en la mala literatura. Si bien esa escritura ha definido desde hace años el estilo de Javier Moreno, en Null Island se intensifica y se justifica teóricamente gracias a la carga metaliteraria que en obras anteriores tenía menor peso o directamente no existía. En cierto modo, esta novela (especialmente su primera parte, “Falacia”) incorpora también una “poética” en la que Javier Moreno describe su narrativa de forma casi explícita, como puede observarse en esta clasificación “sexual” de la novela: «La aplazada expectativa del lector de lograr el clímax a través de la resolución de un misterio o del hallazgo del último eslabón de una cadena causal. Así cabría concebir la novela sexual como generalidad, contrapunteada por sus dos posibles excepciones: 1.-La novela onanista, autosuficiente, aquella que no necesita un prójimo sino que se satisface a sí misma a través de una sucesión ininterrumpida de intensidades, y 2.- La novela fláccida, la novela que es una sucesión de tentativas, que quiere y no puede y que precisamente hace de su no poder su justificación y su nobleza». El empeño del narrador de Null Island es, por lo tanto, construir una novela sin personajes, cuyo foco de atención no sean entes psicológicos de ficción envueltos en acciones causales y sentimentales, sino “las cosas”. Se rebela el narrador contra la consideración del “objeto” sometido siempre, desde su nombre, a esa distancia opaca que lo aleja del “sujeto” y lo inmoviliza bajo la etiqueta de un nombre que lo define y hace transparente, es decir, invisible: «Me levanto de la cama para darme una ducha. Bajo el agua me digo que hay que ser un escritor muy perezoso para despacharse así. Darse una ducha. Como si darse una ducha no fuera un acto maravilloso digno de ocupar cien o doscientas páginas de una novela». Poniendo el foco (un foco de lente caleidoscópica o cuántica) sobre ellos, es decir, desenfocándolos para recuperar su espesor, su irreductibilidad al nombre y al uso dado por el sujeto/personaje, el autor reclama la infinita posibilidad y la infinita (in)significancia del universo. Pero, para conseguir esto, debe hacer una operación más radical, lastrada por la imposibilidad, que solo puede intuirse o practicarse en “el espacio literario”: renunciar a ser sujeto o adelgazar su dominio, que viene a ser renunciar al significado: «Es la literatura la que nos permite situarnos junto al objeto sin dejar de ser sujetos, ubicados en ese punto de vista que es la tangencia que esos territorios comparten con lo humano». La renuncia del narrador a escribir una novela con trama y con personajes, para centrarse en una novela sin personajes, que se limite a dejar todo el espacio a “las cosas”, entra de lleno en esa línea blanchotiana de la escritura como espacio de desaparición del yo y de la realidad para dejar que sea la misma escritura la que revele un espacio original de la infinita posibilidad y el infinito fracaso. En Null Island la flaccidez del pene se corresponde con la atenuación o desaparición del sujeto (el que posee al otro, al objeto): «En realidad la impotencia puede abrir un universo de posibilidades hasta ahora inéditas. Una manera más serena de contemplar la belleza, sin el acuciante e irreprimible deseo de apropiársela». Todo lo dicho anteriormente responde fundamentalmente a la lectura de la primera parte de la novela, titulada “Falacia”, pues la novela tiene otras dos partes: “Segovia” y “Null Island”, que incorporan importantes variaciones sobre la primera. “Falacia” culmina con la definitiva conversión del sujeto en objeto a través de la narración de la esposa, que lo convierte en personaje/objeto. Por otro lado, las dos partes finales pueden considerarse dos relatos en los que Javier Moreno parece querer dar al lector un “orgasmo”, es decir, un relato en el que sí hay personajes y acciones. No obstante, los dos relatos finales funcionan, como dos tiradas de dados, también como dos propuestas en las que el objeto (la chica deseable, el objeto de deseo), que intenta ser poseído por el sujeto, se hace inapresable y huidizo en dos variantes (narrativas y argumentales) que tampoco me parece oportuno desvelar aquí. O tal vez sí, pero lo haré de una forma enigmática que solo quienes ya hayan leído la novela podrán descifrar. Además, lo haré a través de una cita de Blanchot, lo cual siempre garantiza un punto de oscuridad y misterio. Decía Blanchot: «Leer, escribir, tal como se vive bajo la vigilancia del desastre: expuesto a la pasividad fuera de la pasión. La exaltación del olvido. No eres tú quien hablará; deja que el desastre hable en ti, aunque sea por olvido o por silencio». Esta máxima parece estar grabada a fuego bajo cada una de las páginas de Null Island, en la que el desastre de la impotencia es aprovechado como espacio de creación literaria y de reflexión, en lugar de convertirse en previsible narración apasionada o sentimental. Y serán precisamente, como quería Blanchot, el olvido y el silencio los sustantivos más importantes en el desenlace de los dos relatos que cierran esta maravillosa novela. Null Island (nombre que se le da al espacio de 0 grados latitud y 0 grados longitud) es, en definitiva, una novela que hace disfrutar al lector desde la primera hasta la última página. Una fiesta de la inteligencia y la observación, cuyo lema parece ser siempre la intensidad: apenas hay “prosa circunstancial”: cada frase, cada párrafo y cada página están creando imágenes, comparaciones, relatos, comentarios que convierten la experiencia lectora en una experiencia estética e intelectual en la que el autor de Alma vuelve a triunfar sobre la mediocridad o la previsibilidad. Sobre Javier Moreno decía Agustín Fernández Mallo (con quien comparte muchísimos planteamientos estéticos) lo siguiente, que suscribo palabra por palabra para terminar mi recomendación de lectura: «De cada tres frases podría hacerse un poemario entero o una novela entera, concatenación de intuiciones audaces, exigentemente poéticas, inteligentes».
REZA NEGARESTANI. CICLONOPEDIA (Materia Oscura, Madrid, 2016) por JAVIER MORENO Uno ha leído tantas veces la etiqueta de inclasificable aplicada a un libro o a un autor que siente cierto pudor al comenzar una reseña como ésta recurriendo al tópico. Y, aun así, no tengo más remedio que anotarlo. Ciclonopedia es un libro —literalmente— inclasificable. Y conste que no se trata exclusivamente de una apreciación subjetiva. En una importante librería del centro de Madrid el librero, dubitativo, terminó colocando los ejemplares de este libro en la sección de ensayo. Lo mismo podían haberlo puesto en la de novela o en la de esoterismo o en una sección (necesaria, a mi juicio) de inclasificables. Esta sección le ahorraría muchos quebraderos de cabeza a los libreros y, sobre todo, a nosotros, los lectores. Ciclonopedia empieza, de hecho, como una novela. Una mujer acude a una cita en Estambul con un misterioso hombre al que conoció por internet que finalmente no aparece. En la habitación del hotel la mujer encuentra diversos objetos, entre ellos un misterioso manuscrito titulado Ciclonopedia, escrito por un tal Reza Negarestani. Y ahí prácticamente se interrumpe la peripecia novelística (apenas 30 páginas de un total de 446). Lo que sigue es el supuesto manuscrito encontrado por la mujer, el grueso del volumen, el ornitorrinco literario (o ensayístico, según se mire). Ciclonopedia es en realidad la extensísima glosa de los textos del —ficticio— arqueólogo, demonólogo y profesor de universidad de Teherán, Hamid Parsani. Parsani es el autor de Desfigurando la antigua Persia, un libro donde despliega sus teorías a propósito de la historia de la región, sus religiones, sus monumentos y sus lenguas, sin olvidar sus propios hallazgos arqueológicos. Recapitulando: una mujer encuentra un manuscrito que aparece en Ciclonopedia, que a su vez habla de una obra de un arqueólogo iraní, que a su vez incorpora antiguos mitos persas y se retrotrae hasta los orígenes de nuestro planeta. Estamos dentro de un juego narrativo de cajas chinas (o de muñecas rusas, lo que uno prefiera), una mise en abîme que converge hacia una cosmogonía de fuerzas telúricas desbordantes en cuyas manos el hombre no deja de ser una mera marioneta. Reza Negarestani es como un Lovecraft de izquierdas, un practicante de ese género híbrido que es la filosofía-ficción (un género que iniciaron los presocráticos y que llega por lo menos hasta el famoso texto de Sokal). Podríamos traer a colación a Burroughs y su teoría del lenguaje como virus (presente de algún modo en esta obra), lo mismo que a la pareja Deleuze-Guattari, una presencia constante en las páginas de Ciclonopedia. Podríamos hablar asimismo de posthumanismo o de realismo especulativo, corriente filosófica que tiende a asociarse con esta novela. Y es que sí, podemos concluir que Ciclonopedia es una novela siempre que estemos dispuestos a aceptar que los personajes de esta no son personas de carne y hueso sino dioses y demonios, la Tierra, el Sol y, ocupando el papel protagonista, el petróleo. En efecto, el petróleo es omnipresente, verdadero agente de la historia de la humanidad. A él se consagraron primitivas y oscuras deidades y sigue determinando la geopolítica de nuestros días. El petróleo estaría en la raíz del monoteísmo (una célula enferma que nació con el zoroastrismo): Es por eso que para los yihadistas radicales el desierto es un campo de batalla ideal: desertificar la tierra es convertirla en un espacio listo para la modificación, en el nombre del monopolio de lo Divino y en oposición a los ídolos terrestres. En la línea de los yihadistas wahhabitas y talibanes —para los que cualquier cosa erecta, cualquier verticalidad, es un ídolo manifiesto—, el desierto, horizontalidad militante, es la tierra prometida de lo Divino.
Dicho de otra manera, el petróleo cooptaría al monoteísmo musulmán y a la técnica occidental con la idea final de convertir Oriente Medio en un desierto. Disparatado, ¿no? Sin duda. No menos que coherente. Y en ese terreno de aparentes opuestos entre lo irracional y lo coherente se mueve el lector de esta obra. Como si Negarestani pretendiese justificar la historia universal (o al menos la de Oriente Medio) partiendo de una axiomática heterodoxa, sustentada en mitos y supersticiones. Y por ahí nos adentramos en una de las claves de la novela. El propio Negarestani nos habla en la novela de un grupo de personas que denomina genéricamente como hiperstición. Dicho grupo existe —o existió— realmente, y estuvo integrado por un grupo de profesores —incluido el propio Negarestani— de la universidad de Garwick que respondía a las siglas CCRU (Cybernetic Culture Research Unit). La hiperstición sería la incrustación de la ficción en lo real, en este caso la superstición (religiosa, simbológica y numerológica) como motor y fundamento nada menos que de la historia de la humanidad. La pregunta a la que nos aboca Ciclonopedia es precisamente esa: ¿puede una superstición —o una suma de ellas— explicar con mayor precisión la deriva de nuestro mundo que un puñado de tratados científicos? ¿Hay una coherencia en el mito desconocida por la razón? Ciclonopedia se inscribe, como ya dijimos con anterioridad, en el ámbito del realismo especulativo, precisamente por el mensaje explícito de que el hombre es algo así como un pelele en un universo gobernado por fuerzas telúricas y estelares, un universo en última instancia incognoscible. JUAN JOSÉ BECERRA. EL ESPECTÁCULO DEL TIEMPO (Candaya, Barcelona, 2016) por JAVIER MORENO Leí con enorme placer La interpretación de un libro, la primera novela publicada por Juan José Becerra en España, también en Candaya. Dicha novela me dio a conocer a un autor que poseía muchas de las cualidades que valoro como lector: expresión brillante, humor y, lo más importante, talento, ese imponderable que algunos reciben como don y que otros persiguen sin éxito durante toda su vida. El espectáculo del tiempo está constituida por una sucesión de fragmentos donde se narran las vicisitudes de una serie de personajes (amigos, amantes, familiares) que orbitan alrededor del narrador y al tiempo principal personaje, Juan Guerra. Lo primero que llama la atención es la estructura del libro. Todos los capítulos tienen como título un número, precisamente el año en el que transcurre la acción. La peculiaridad es que dichos capítulos no siguen un orden cronológico, sino que andan desbarajados, con lo cual el lector debe habituarse a los viajes temporales, hacia adelante y hacia atrás, cosa a la que por otra parte uno se acostumbra sin demasiado esfuerzo. Incluso hay capítulos que corresponden a una descripción de los orígenes del universo, así como otros en los que se narran supuestas escenas de un futuro más o menos lejano, un procedimiento (el del viaje en el tiempo y la contextualización de los personajes en el ámbito de la historia natural o la descripción científica) que recuerda al de autores como el danés Peter Adolphsen. El lector curioso se preguntará —legítimamente— hasta qué punto la vida de Juan Guerra se corresponde con la del propio autor Juan José Becerra. El autor juega premeditadamente con la ambigüedad y en ningún momento hace explícito el pacto autobiográfico, tal vez por innecesario, tal vez por desconfianza respecto a su propia biografía. Sospecho que en la batalla entre ficción y biografía en El espectáculo del tiempo es la primera la que se lleva el gato al agua. De hecho, Juan Guerra resulta a un tiempo tan singular y tan corriente como cualquiera de nosotros. Su principal singularidad radica en haber regentado una sala de cine (los cines Lumière) y en haber decidido finalmente contar esta historia que llega hasta nosotros en forma de novela. El punto fuerte de este libro no será por tanto el retrato de una ‘vida ejemplar’ en ninguno de los sentidos que queramos otorgar a la expresión, sino el modo en el que se nos cuentan esas cosas corrientes que son charlar con los amigos o follar con las amantes. La noticia, por poner un ejemplo, no es el sexo —muy explícito— de esta novela, sino cómo se narran dichas escenas de sexo. El sexo es un ingrediente de El espectáculo del tiempo, uno de muchos. Puesto que de lo que se trata es de componer un retrato —si quiera fragmentado— de una vida, habrán de comparecer el amor, la amistad, los odios, la relación con los padres (el padre, en este caso), el fútbol, el cine... Casi todo menos la literatura, omitida no sabemos si voluntaria o involuntariamente por el autor. Salvo alguna mención a Borges (un viejo choto a juicio del padre del protagonista) las referencias a la literatura son nulas, lo cual aleja esta novela de otras muchas cuyos protagonistas son escritores que reflexionan sobre su oficio (quizás porque Juan José Becerra ya cumplió con esta papeleta con creces en su anterior novela). Pero no solo se recrea aquí una posible biografía, sino que también aparecen capítulos que nos hacen viajar en el tiempo para asistir a los desvelos y rivalidades de los hermanos Lumière o, como ya dijimos antes, a los primeros instantes del universo.
El estilo ha de ser necesariamente el verdadero protagonista de esta novela. Uno no lee más de quinientas páginas de peripecias emocionales y deportivas de un sujeto cotidiano a no ser que esos nutrientes más o menos convencionales vengan aderezados por las mejores esencias de la literatura. Afortunadamente ese es el caso. De este modo Juan José Becerra consigue hacer de cada capítulo una aventura y de la novela al completo un menú de degustación apto para los paladares más exigentes. La impresión final tras la lectura de esta novela es la de haber completado un puzle cuya imagen corresponde a la vida de ese narrador, cuya vinculación con el autor poco nos importa. A quién le interesa la vaca cuando uno disfruta comiendo su hamburguesa. JAVIER MORENO. UN PASEO POR LA DESGRACIA AJENA (Salto de Página, Madrid, 2017) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Antes de empezar con este libro en concreto, que es de lo que se trata: Javier Moreno es uno de los escritores españoles más interesantes de la actualidad. Hay que decirlo, repetirlo, porque es un escritor “de obra”, y por eso no quiero entrar a comentar este nuevo libro sin hacer esta mención. Lleva veinte años consolidando una obra narrativa, poética y teatral en la que, pese a su variedad, ha conseguido eso tan difícil para un escritor: una marca de estilo inconfundible, caracterizada por la habilidad con la que fusiona lo sociológico, lo filosófico, lo poético y lo científico en una prosa (o un verso) siempre llena de hallazgos, de esas que te hacen tener a mano un lápiz para subrayar, hasta que te rindes porque te das cuenta de que estás subrayando el libro entero (1). En Un paseo por la desgracia ajena, su último libro de relatos, encontramos unas líneas que bien podrían servir como autodefinición de su peculiar estilo (2): Es necesario por tanto introducirse dentro de las cosas, ser intrínseco a ellas, mostrarse, como se dice, subjetivo, porque solo en la combinación de una mirada externa e interna, entre la generalidad y la abstracción de lo objetivo y la radical singularidad de lo subjetivo, puede encontrarse algo parecido a la verdad, sea esto lo que sea. Un paseo por la desgracia ajena es uno de esos libros de relatos marcados por la variedad. El conjunto de cuentos recogidos bajo ese título no pretende acotar o diseccionar un solo tema, o explorar un determinado estilo. Son cuentos escritos con total independencia y reunidos en un volumen, si bien en todos ellos se reconoce esa combinación de mirada externa e interna con la que Javier Moreno intenta explicar el mundo. Porque esa es otra de las virtudes de su literatura: la idea de que solo a través de la palabra (y, en el caso de este libro, también de la ficción) se puede intentar entender una realidad que, en bruto, carece de significado (3). Javier Moreno opera como un filósofo que descree de la filosofía, como un matemático que aprecia la belleza de la forma, pero que al mismo tiempo es consciente de que no hay sistema, no hay verdad; que toda fórmula, toda abstracción totalizadora, son hermosos intentos de atrapar la realidad, y que esos intentos son todos fallidos, y que por eso hay que seguir, y escribir más poemas, más novelas, más cuentos, porque el pensamiento, contrariamente a lo que durante muchos años intentó sostener la filosofía, no es sin el hombre, no existe el pensamiento puro, y por eso hay que escribir ficción: Cualquier pensamiento atraviesa todos los estadios: la rabia, el miedo, la emoción…, como un feto recorre todas las fases de la evolución (reptil, pez, ave, mamífero) hasta llegar a su definitiva forma humana, hasta dar (cualquier pensamiento) con la razón y las palabras capaces de expresarla, pero no por ello deja ese pensamiento de llevar dentro de sí todo el miedo y toda la emoción, y así todo pensamiento conlleva la historia de nuestra especie y de todas las que le antecedieron. Y así tras cada pensamiento anida la esperanza, pero también el terror, el miedo a la disolución y la muerte. La raíz y la condición inicial. (pág. 79) Javier Moreno es un escritor tremendamente ambicioso, capaz de meterse en esos terrenos, sin miedo a etiquetas como “pedante”, “difícil”, “raro”. Yo valoro esa ambición. Prefiero, antes que el virtuosismo y la perfección, la valentía para intentar hablar de lo que importa, aunque eso pueda negarte cierto público. Y, como Javier Moreno sabe y demuestra libro tras libro, lo que importa es lo que está fuera del tópico, del lugar común, de la trama previsible, del dibujo de personajes efectivo y académico, es decir, de la repetición de lo mismo. En estos 17 relatos encontraremos todo tipo de historias y personajes, por lo que el análisis pormenorizado de todos los cuentos sería excesivo. Podríamos intentar agruparlos. Así, hay tres relatos que podríamos llamar “blackmirrorianos” (4): ‘Phoenix’ (la posibilidad de enviar mensajes post mortem a través de un servicio de internet), ‘Selfie vamps’ (la búsqueda de la inmortalidad a través del selfie macabro), ‘Ello’ (el Big Data como alma y destino). El género distópico no es nuevo para Javier Moreno. Más que distopías, lo que plantea son realidades paralelas, posibilidades no desarrolladas a partir de elementos del presente, que es una forma muy adecuada de entendernos a nosotros mismos (5). Ya lo vimos en sus novelas 2020 y en Acontecimiento y, como en estos tres relatos, Moreno consigue esa dualidad entre análisis sociológico y verdad individual con una maestría envidiable. Precisamente, ya que hemos citado Black Mirror, podemos decir que Javier Moreno triunfa allí donde la serie fracasa. Porque, pese a que soy seguidor de la serie (por esa capacidad que tiene, no tanto para predecir el futuro, sino para mostrar el presente a partir de un falso futuro), siempre me queda la sensación de que lo hace muy bien en lo abstracto, en lo social y tecnológico, pero fracasa en lo concreto, en lo individual y en la técnica narrativa, donde siempre suele caer en el tópico, en lo previsible. En cambio, Javier Moreno hace literatura, con mayúsculas, y es capaz de unir lo general y lo particular en estos tres soberbios relatos, dejando que la literatura hable donde debe hablar, muy consciente de que la ficción televisiva o cinematográfica tiene sus convenciones (en el mal sentido de la palabra) en las que la literatura no debe caer si quiere seguir siendo literatura. Otros, como ‘El discurso del método’ o ‘El arquitecto y la modelo’ muestran al Javier Moreno que nos recuerda más al de sus novelas Click o Alma: relatos con una fuerte carga ensayística, analítica, en los que un personaje intenta atrapar el sentido de la realidad en un gesto, en una forma definitiva. La búsqueda de la forma, de la fórmula, de aquello que hace que la realidad quede explicada o detenida o conservada (como en los maravillosos fragmentos de ‘Gota de ámbar’) es una de las obsesiones de la literatura (incluyo aquí, por supuesto, la poesía) de Javier Moreno, y es un terreno en el que se maneja con maestría, en esa ambigüedad entre la belleza y el caos, entre la perfección y el fracaso. Javier Moreno, heracliteano convencido, siempre ha mantenido la obsesión por el error, por la fecundidad de la diferencia como motor del mundo frente al mito del origen y de la identidad estable (6). Por eso encontramos relatos en que esa idea trabaja como detonante mismo del relato, del argumento, en relatos impecables, con un tono de humor muy oscuro y sutil. Así, en ‘Dos camisas iguales’ el protagonista siente que, de dos camisas idénticas, una le queda perfecta, y la otra le queda fatal. Esa nimiedad, ese mínimo error que no sabemos si sucede en la realidad objetiva o en la percepción íntima del protagonista, provoca toda una teoría personal sobre la realidad y la identidad. También podríamos encajar en este grupo a ‘La criada’, donde una pareja ve alterada no solo su cotidianeidad, sino toda su estabilidad emocional y vital por la introducción en su cerrada intimidad de ese personaje ajeno de la criada. Una simple sonrisa, un simple gesto que no encaja en lo previsto, en el esquema de la identidad, sirve para que todo se venga abajo, para que se genere un caos que requiere que una nueva forma se instale sobre esa casa (7). Puesto que el número de relatos es elevado y no todos permiten encajar en clasificaciones como las que he ensayado aquí arriba (8), creo que basta lo anterior para que el lector se haga una idea de lo que tiene o tendrá entre manos: un gran libro de relatos, por supuesto, eso lo primero, con algunos cuentos que estarán sin duda en antologías del género (‘La criada’, ‘Selfie vamps’, ‘Ello’...) y, además, un libro de Javier Moreno, con todo lo que eso conlleva de atrevimiento, inteligencia y audacia narrativa y filosófica. ————--
(1) No sé, por poner algún ejemplo: «La madurez es un estado ficticio, un mito sociológico que busca atemperar el deseo y el instinto a cambio del disfrute de cierta seguridad económica y emocional. A un hombre maduro le delatan sus convicciones, como si el objetivo de su vida fuese extraer un conjunto de reglas a las que atenerse y juzgar a los demás». (pág. 55) o este: «Y ahora que los seres humanos se ausentan a través de la multitud de dispositivos, diluyéndose en las redes sociales o en la nube de información, es ahora cuando, convertidas aparentemente en un amasijo de datos, de cifras combinables con otras cifras, las cosas campan al fin a sus anchas, dejadas de la mano del hombre, convertidas en imprevisto, en incesante acontecimiento, en accidente. De manera que puede decirse que las cosas sólo aparecen por sí mismas, aunque sea a través del hombre, cuando el hombre se ausenta». (pág. 72). Y así podría estar un buen rato, llenar unas cuantas páginas. (2) Estas líneas aparecen en el relato titulado ‘El discurso del método’, que consiste en el monólogo interior de un personaje que, disfrazado de Descartes, o de estatua inmóvil de Descartes, está quieto en la plaza de Sol, detenido en el instante de escribir el famoso e inaugural “Pienso luego existo”. Esta situación, imaginar esta situación como motor de un relato, es algo que todos los lectores de Javier Moreno reconocerán con una sonrisa como algo típicamente “moreniano”. (3) «Si el hombre quiere saber algo de sí mismo y de las cosas que lo rodean, entonces debe hacer uso del lenguaje y, por tanto, del pensamiento, y el lenguaje siempre es discontinuo, una letra y luego otra, una palabra y a continuación la siguiente, una frase y otra frase, la misma separación inconmensurable que existe entre lo analógico y lo digital, el lenguaje como un compresor de la realidad porque el lenguaje debe necesariamente comprimirla, nunca expandirla, porque el lenguaje no puede ir nunca más allá de lo inabarcable y si a veces tenemos la impresión contraria no se trata más que de un artificio de nuestra imaginación, de la imaginación de quien escribe y, consecuentemente, de quien lee esas palabras, porque la densidad de la realidad, un solo instante, un centímetro cuadrado de materia, supera con creces todo lo imaginable y por tanto nuestro lenguaje solo puede aspirar a comprimir lo que allí ocurre». (pág. 81) (4) Para quien no conozca la serie: el adjetivo inventado “blackmirroriano” hace referencia a pequeñas distopías de un futuro, casi presente, relacionadas con la tecnología y su impacto sobre la sociedad. (5) Un ligero desvío nos ayuda a mirar mejor, como explicó Sklosvki con su teoría del extrañamiento o desautomatización. (6) «El pensamiento nunca nace de la serenidad, la serenidad es la naturaleza y la naturaleza y el instinto son todo lo contrario del pensamiento. El pensamiento nace de la inquietud. Sólo puede pensarse desde la inquietud, desde la incomprensión del mundo y la incomprensión del mundo hacia uno mismo. Desde esa disonancia y ese desacuerdo». (7) Permitáseme citar el genial arranque de ese cuento, en el que se pone de manifiesto ese humor negro con el que el autor introduce esa obsesión temática del desvío, del error que pone en jaque la identidad: «Empecé a preocuparme cuando descubrí que experimentaba cierto placer morboso al dejar restos de mierda en la taza del váter». (pág. 31) (8) Uno de los relatos, ‘Dos parejas’, es, de hecho, casi totalmente dialogado, con unas mínimas intervenciones del narrador que parecen acotaciones. Este cuento es, o parece ser, el origen de su obra de teatro Sala de juegos, representada en Murcia y en Madrid. ÓSCAR GUAL. LOS ÚLTIMOS DÍAS DE ROGER LOBUS (Aristas Martínez, Badajoz, 2015) por JAVIER MORENO Dicen los entendidos que los grandes temas de la literatura son el amor, la muerte, y poco más. Y que la variedad, por tanto, depende del modo en el que se afronten estos temas, en el gusto que el escritor tenga por rellenar un armazón prefigurado, una percha anoréxica (el amor, la muerte, ya se sabe) que lo mismo vale para un roto que para un descosido. O para una obra de arte. Cualquiera sabe. La muerte del padre es una de esas etiquetas temáticas bajo las cuales pueden agruparse un conjunto más o menos extenso de novelas. Los últimos días de Roger Lobus podría formar parte de ese conjunto. Lo normal es que a uno se le muera el padre. Lo que no resulta tan normal es que un escritor decida escribir una novela inspirándose en ese acontecimiento que tiene tanto o más de cultural que de biológico. Una de las originalidades de Óscar Gual (hay muchas originalidades dentro de esta novela) es haberse centrado en el aspecto más biológico de la muerte, recordando insistentemente al lector que un moribundo es por definición alguien que agoniza y sufre —más o menos— parapetado en la trinchera de los cuidados paliativos. No es la intención primordial del autor, por tanto, la identificación emocional del lector ante ese suceso ineluctable. Los sentimientos pasan a un segundo plano en medio de las peripecias de una serie de personajes que pululan por la novela, el más importante de los cuales es sin duda Junior, el hijo díscolo y réprobo de Roger Lobus. Junior, con un pasado politoxicómano, curtido en la psicología de Proyecto Hombre, asiste durante una semana a la agonía de su padre. El lector irá sabiendo de la vida de Junior, a pesar de que una goma de borrar parece haberse deslizado por la memoria de los últimos años de su vida. Y así lo vemos desenvolverse y recrearse en sus múltiples adicciones, no todas químicas; persiguiendo, junto a un compañero de servicio militar, ese objetivo inasible y enloquecedor del sueño lúcido; integrando un grupo de rock junto al siempre fascinante Carlos Manrique de la Santa Delgado, fabulador de varias teorías conspiranoicas, entre ellas la de que el grunge y su personificación más visible, Kurt Cobain, vinieron al mundo para acabar con el heavy y para truncar el más que probable suicidio de Axel Rose. Imaginemos mientras tanto al lector como ese padre sedado, incapaz, por imposibilidad física, de abofetear al joven Junior (pe… pero… ¡¿tú te drogas, hijo?!). Delirante es el momento en el que Junior, colmo del mal hijo, arranca la vía del brazo de su padre para enganchársela y flipar con el cóctel opiáceo de los cuidados paliativos. Aunque tal vez sea todo lo contrario y el hijo busque así la identificación con el padre moribundo, saber lo que siente o no siente. Drogarse juntos como despedida y último homenaje. No hay que descartarlo. Encontrarán los lectores en Los últimos días de Roger Lobus espacios y personajes comunes con su anterior novela, Fabulosos monos marinos. La ciudad de Sierpe, de siniestra fundación y más que siniestra historia, el propio personaje de Roger Lobus (atenuado aquí por su estado comatoso), o Llaga, un extraño personaje, una especie de Freddy Kruger disfrazado de monje cisterciense cuyo aliento bastaría para agostar un invernadero. Óscar Gual suma y sigue, fiel a su mitología personal y, sobre todo, a su escritura, tan contundente, tan próxima en ocasiones al universo cinematográfico sin descuidar por ello el lenguaje ni la forma literaria. Una escritura pródiga en teorías disparatadas pero no por ello inverosímiles, en iluminaciones propias de la mejor antropología, fusionando la crónica de una muerte más que anunciada con aquella historia de ciencia ficción en la que unos robots de cartón reivindican su humanidad frente a unos seres humanos que tal vez no lo sean tanto. Drogas, música, Bruce Lee… ingredientes del universo de Junior y, muy probablemente, del propio autor de la novela. Y mucho humor. Uno se ríe mucho con esta novela que trata aparentemente de la muerte. Y al final, solo al final, como una concesión a lo biográfico, el autor que desgrana casi paso a paso el making off de su obra, el itinerario real que da soporte a la ficción pero que no la agota. En fin, lean esta novela. Sierpe y la estirpe de los Lobus les esperan.
JAVIER MORENO. LA IMAGEN Y SU SEMEJANZA (La Garúa, Barcelona, 2015) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Este libro reúne en un solo volumen once años de obra poética de Javier Moreno. Si bien, gracias a sus últimas novelas (Alma y 2020), muchos conocen al autor como uno de los grandes renovadores de nuestra narrativa, este libro viene a recordarnos que, sin duda, estamos también ante uno de los poetas más interesantes de la poesía española del siglo XXI. Cuatro de los seis poemarios recogidos en este volumen ya habían sido publicados (La elocuencia del azar, Cortes publicitarios, Acabado en diamante y Renacimiento) y otros dos (Recuerdos de nube y Cifra o arena) ven la luz por primera vez. En el prólogo, el propio autor nos advierte de que no se trata de unas obras completas, sino de una selección realizada por él mismo. También advierte de una organización cronológica inversa, poco habitual en este tipo de selecciones: va desde el 2009 (Renacimiento) hasta 1998 (La elocuencia del azar), en lo que se puede considerar, siguiendo palabras del propio autor, un intento de reconocerse a sí mismo yendo hacia atrás, hacia el origen. Para su análisis crítico, yo dividiría este volumen en dos partes. El Javier Moreno del siglo XX, con sus libros del 98, 99 y 2000 por un lado, y el Javier Moreno del siglo XXI, con sus libros de 2006, 2008 y 2009 por otro. Quien no haya leído nunca a este poeta, puede agradecer a La Garúa la posibilidad de tener en uno solo tres libros que, sin lugar a dudas, estarían en mi “top ten” personal de lo que llevamos de poesía del siglo XXI: Cortes publicitarios, Acabado en diamante y Renacimiento son tres joyas imprescindibles. Los que ya hayan tenido la suerte de leer esos libros, encontrarán aquí una excusa para releerlos, con el placer añadido de conocer al Javier Moreno del siglo XX, muy diferente del poeta que es en el XXI, pero como insinúa el autor en el prólogo, con unos temas comunes que iremos viendo a continuación. Pero empecemos por el principio, es decir, por el final, por el siglo XXI. En Renacimiento y en Cortes publicitarios leeremos un tipo de poesía que, por su originalidad y coherencia, solamente puede calificarse de (con perdón) “moreniana”. Una poesía ambiciosa y arriesgada, tremendamente coherente, que se atreve a mirar la realidad sin aceptar su sentido dado, evidente, y que en un ímpetu claramente filosófico (y lírico, si alguien lo considera incompatible, tiene una idea muy pobre de la poesía) apela nada más y nada menos que al origen, al pensamiento del ser y del sentido de la realidad, en una experiencia estética que busca la emoción en el descubrimiento de la grieta temporal y ontológica de toda representación. Y todo esto de una manera plenamente contemporánea, disfrutable por el lector medio, sin que sea requisito obligatorio conocer las obras completas de Heidegger. Lo que tienen en común estos dos libros es una técnica poética que responde a una filosofía: una técnica que podríamos llamar deconstructiva, según la cual una imagen hace referencia a otra imagen, que puede a su vez hacer referencia a otra imagen. Se puede entender como un neobarroco, mezcla de conceptismo y culteranismo: hay un barroquismo del concepto, de la imagen, y de la referencia, que juega tanto con la mitología como con la ciencia y con la filosofía. Se resume todo en la imagen, en el juego de imágenes y de metáforas que se contienen unas dentro de otras. Pero no de una manera puramente ornamental, ni lúdica, ni pedante. No se trata de jugar para apabullar al lector, sino de mostrar esa cadena de imágenes que somos nosotros, que es la realidad sin origen (esa puesta en escena) que habitamos. Si nos fijamos en el primer poema de Cortes publicitarios, se puede observar con claridad. Se titula ‘Himno a George Eastman’. G. Eastman fue el fundador de Kodak, el democratizador de la fotografía popular y portátil en cuyo seno vivimos ahora de una forma casi enloquecida, con o sin paloselfie. En los primeros versos cita a Daguerre como pionero de la fotografía, pero inmediatamente después salta a Aristóteles para recuperar su «no es posible pensar sin imagen». A continuación cita el Mercurio necesario para el proceso químico de la impresión luminosa, pero Mercurio no solo es el nombre del elemento químico, sino también del dios mensajero, («mediador entre lo visible y lo invisible»). Las analogías se fundan en sí mismas. Es decir, que no es una relación simbolista basada en percepciones sensoriales, sino que se nos muestra con estas aparentemente sorprendentes uniones, que la realidad misma es metafórica y analógica. Que la imagen está en el origen, sobre el origen, mejor dicho, sobre su abismo, y que las imágenes se transforman y mutan eternamente, dándose fundamento unas a otras: nombres, imágenes, fantasmas, sin los que es imposible pensar. De Aristóteles a Daguerre, a Kodak, a la fotografía digital, todas las técnicas de creación y reproducción de la imagen pasan por el poema, pero al final (spoiler) siempre aparece la ausencia sobre la que se funda toda imagen y todo signo: «usando el zoom puedo aproximarme / a tu rostro(…)hasta el negro abisal de la pupila / Y ahí acaba todo / y empieza tu ausencia / desbordando píxels y pronombres». Para terminar con Cortes publicitarios hay que señalar que el mundo de referentes que fundamenta el libro es, como indica el título, la publicidad, la imagen por excelencia del mundo contemporáneo de las sociedades occidentales capitalistas. La publicidad, que se basa precisamente en el dominio de la imagen, en el poder que tiene la imagen para crear, sobre la nada que es el dinero, o el deseo (ausencia pura), la compulsión consumista, un mundo, un significado donde el hombre se sienta representado, explicado. Coca Cola, Nike, Mercedes, Christian Dior, Private, Bayer, Telefónica, Lucky Strike, son los héroes que protagonizan estos pindáricos himnos que pretender cantar nuestro siglo a través de sus imágenes. Es decir, de su mitología, de las imágenes y nombres que determinan el espacio en el que la realidad cobra sentido, el espacio al que las palabras y los nombres se refieren. La presencia casi constante de la mitología clásica asomando por detrás de los nombres, de las imágenes y de los anuncios de nuestra contemporaneidad, quiere insistir en esa necesidad de crear una mitología, un conjunto de dioses o de imágenes poderosas sobre las que siempre se ha explicado el mundo. Y la marca, la imagen de marca, es sin duda la manera en que el siglo XXI se explica a sí mismo. No obstante, no hay que pensar que Cortes publicitarios es un libro de crítica sociológica o puramente ideológica. Las asociaciones de imágenes infinitas con que juega el autor devienen casi siempre en profundidad, sitúan lo temporal de una época en lo intemporal del ser humano y su relación con el propio ser. Esto se muestra de forma magistral en el poema ‘Top manta’. El fenómeno de la falsificación del “top manta” le vale al autor como excusa para iniciar una reflexión sobre la reproducción más allá de Benjamin, y de ahí entra en su gran tema, el que recorre toda su obra: la relación entre original y copia; la diferencia, en definitiva. De manera que el poema, que había comenzado haciendo un apunte social sobre la caída de las marcas como la caída de los dioses, en virtud de su pérdida de aura de originalidad y exclusividad por la reproducción masiva y democratizada, se convierte de pronto en una reflexión sobre la ausencia, llegando a identificar genialmente, en los últimos versos del poema (spoiler) “madre” y “ausencia” como sinónimos: «Lo aprendemos en la cuna / la primera vez que lloramos / y no acude el pecho. Entonces / madre y amor dejan / de ser tibieza próvida / solo palabras, otra manera / —la más cruel, quizás— / de llamar a la ausencia». Renacimiento juega con la misma técnica poética, pero esta vez el mundo icónico no es el publicitario, sino el que el título indica: el Renacimiento, especialmente la pintura y la escultura de ese periodo. El yo poético que enuncia es, no obstante, una conciencia del siglo XXI, una mirada de turista, que abre la perspectiva del tiempo y de la recepción e interpretación contemporánea de dichas imágenes. Una mirada en que todo es analogía, todo es significante, todo está relacionado con algo anterior, que tiene historia: la ausencia del tiempo pesando sobre la imagen original, significante sobre significante en una huida eterna que siempre posterga el significado o lo resume en la carne, en la sangre, en el olvido, en la ausencia: «Piensa en esas estrellas de cine que / muestra la pantalla (otra ventana) / que al igual que las del cielo / ya no existen // Y que sin embargo iluminan nuestras noches». Atendiendo al título del libro (Renacimiento), y a la técnica filosófica del poeta, es inevitable recordar lo que Foucault decía sobre el Renacimiento. Este decía que lo propio del lenguaje renacentista era su carácter de comentario. El lenguaje era un ser más de la realidad (que no sólo incluía la percepción, sino también otros textos. Ejemplo: cuando se escribía un tratado sobre una planta, no se limitaba a la descripción de la planta y sus propiedades; lo que Aristóteles había escrito sobre ella era un elemento más del nombre de esa planta), y la realidad era un gran texto que los textos-comentarios pretendían descubrir o revelar, llevados por la seguridad de un fundamento superior que daba sentido al texto-mundo divino. Pues bien, esa idea del lenguaje como “comentario” está aquí plenamente presente. No obstante, se añade la perspectiva derrideana: nada fundamenta el texto; el comentario es siempre comentario sobre comentario. Eso se ve muy claro en estos poemas, especialmente en los que terminan con ese asomarse al vacío bajo el significante: «Se quebró la analogía / La metáfora es un salto al vacío / sobre la rota red de las palabras». Para terminar con el Javier Moreno del siglo XXI, hay que pasar ahora a Acabado en diamante. Este libro completa la magnífica trilogía, pero con un desplazamiento en el objetivo poético. Mientras que Renacimiento y Cortes publicitarios mostraban el recorrido de las imágenes, el juego de espejos entre significante y significado ampliado por la eterna diferencia del tiempo, de la interpretación, del error y la semejanza, para terminar asomándose muchas veces a ese abismo original sobre el que (no) se fundamenta toda imagen, toda analogía, en Acabado en diamante el foco se pone directamente en ese final, en el origen, en la oscuridad o vacío original que genera el castillo de naipes de la realidad: «La mirada que indaga la ubicua / diferencia de lo uno / consigo mismo // El tajo del vacío». La voz poética recurre con menor frecuencia a lo histórico y lo social. La iconografía básica sobre la que gira todo el libro es la del carbono. Se juega con el carbono como origen de la materia, y aparecen, claro, las variantes, las copias, las formas: el carbón, el diamante, como metáfora de la forma pura y perfecta; el grafito (del lápiz, de la escritura), como variante física del mismo elemento que es la posibilidad infinita, el origen de la palabra y el poema. También está el diamante en los meteoritos, con lo que al origen metafísico de la vida, une el poeta el origen biológico de la vida en la Tierra («Científicos autorizados contemplan la posibilidad de que el germen de la vida viajase en el interior de un meteorito que cayó sobre el planeta, que la vida anide alojada / en algún incierto lugar / entre el carbón y el diamante»). E incluso consigue el poeta convertir el diamante en muerte biológica: «Extremadamente novedosa resulta la posibilidad de fabricar diamantes a partir de las cenizas de los difuntos». Aquí el barroquismo es menor, y dada esa obsesión por insistir en el origen, podemos percibir a veces (salvando muchísimas distancias), a Valente, Juarroz, Hugo Mujica, en algunos poemas («Busca lo oscuro / la transparencia del diamante»; «El silencio que antecede al vuelo / de la flecha / Navega la luz del origen»). Pero hay una diferencia, especialmente con Mujica: no hay un sentimiento místico del silencio y del origen. Lo que encontramos generalmente es la muerte como forma original o final («Todos desapareceremos, aunque sean distintos /los modos de marchitarse») y la ausencia como desaparición («Si el duelo es cuidado y batalla declarada contra el olvido entonces yo podría soñar al fin con tener un oficio. Duelo por todo aquello que me precede.») Las semejanzas con los poetas mencionados, poetas de la ausencia y del origen, aparecen en los poemas más breves, en determinadas imágenes aisladas. Sin embargo el tono y el estilo de Acabado en diamante es totalmente opuesto las más de las veces: poemas en prosa, mezcla de prosa y verso en el mismo poema, poemas planteados como problemas, como ecuaciones, referencias culturales, matemáticas, físicas, referencias históricas y biográficas… todas ellas, eso sí, relacionadas con ese tema central. Por poner un ejemplo muy significativo, la recurrente aparición de Coleridge y su Kubla Kahn, es decir, la imposibilidad de detener la imagen, la ausencia que queda entre lo posiblemente original (el sueño del poema) y la materia verbal resultante: el poema, los fragmentos del poema que giran en torno a la ausencia de la que nace el poema. Al final, la pregunta por el origen («¿Está oscuro / tras la luz, o es la luz / la que anida en lo oscuro?») resulta siempre la pregunta por la ausencia. Y la pregunta por el origen es siempre una pregunta por el ahora. No un origen temporal, arqueológico, sino el origen como brecha eterna de la representación, como abismo eternamente encontrado cuando se cuestiona la relación entre el significante y el significado, entre lo que representa y lo representado: «La realidad / como un castillo de naipes / se asienta sobre lo fantástico». Así, Acabado en diamante funciona en cierto modo como comentario de Renacimiento y Cortes publicitarios, confirmando ese tema esencial que, como sospechaba el autor en su prólogo, puede que aparezca en toda su obra, y que explica el título que ha decido dar a esta recopilación: «La imagen y su semejanza». Haciendo un juego de palabras con el título, podríamos decir que La imagen pertenece a Cortes publicitarios y Renacimiento; que la “y”, es decir, el tajo, la separación o unión, la pausa o abismo que hay en toda representación, en toda imagen o signo, es Acabado en diamante. ‘Su semejanza’ sería la otra parte del libro. El Javier Moreno del siglo XX. Porque si el Moreno del siglo XXI ha conseguido una voz absolutamente propia, inimitable, original, el Javier Moreno del siglo XX es totalmente siglo XX. Es decir, es deudor de una serie de estéticas poéticas que dominaron parte del siglo XX y que se reconocen inmediatamente. Empecemos con ‘Recuerdos de nube’. Este libro puede adscribirse, sin ninguna duda, a ese estilo poético tan importante para la poesía del siglo XX que fue la “poesía pura”. Valèry, Jorge Guillén, Juan Ramón Jiménez… todas esas voces resuenan en un libro que cumple los requisitos esenciales de la “poesía pura”: verso corto, poema breve, ausencia de referencias históricas, culturales o sociales, carga semántica máxima de cada palabra, tensión del verso, búsqueda de la esencia, en definitiva, en cada palabra, cada verso y cada poema. Si antes hemos hecho referencia a cierto barroquismo en el estilo del autor, no he podido evitar recordar, al leer este libro, el neogongorismo de Miguel Hernández en su Perito en lunas. En cierto modo, este libro es el ‘Perito en nubes’ de Javier Moreno. Como aquel, se centra en un solo referente: la nube (bueno, Hernández usó más referentes además de la luna, pero se entiende lo que quiero decir). Y sobre ese único referente despliega un soberbio ejercicio poético de transformaciones metafóricas que construyen un universo de imágenes y sentidos a partir de esa imagen central y única. La nube, sus transformaciones, y el poeta. Con esos tres elementos Javier Moreno consigue cuajar un libro excelente, más allá del déjà vu estilístico que primeramente nos golpea. Es un gran libro porque no es un mero ejercicio de estilo, sino que la nube le sirve para desplegar una serie de temas que hemos visto aparecer en sus libros posteriores. La imagen y su semejanza sigue siendo el tema, el hilo de Ariadna, aunque ahora Ariadna se haya vestido con ropa vintage. Así, la nube se convierte en imagen ambigua, generadora de imágenes, símil de la palabra creadora: «Eres perfil del agua / blanco incierto / de la luz la llave cernida / en lo claro / de la tierra: tú siempre / distinta: paradoja pura / de la palabra». Es también, cómo no, imagen de la ausencia: «Pasas sólo pasas / pasas sin dónde / No ahí sino viento / pronuncia tu labio / Pasas y no te olvido / no te olvido / Aquí no estás ya / no estás tú: / ausente de ti». Tenemos, en definitiva, en la serie de variantes que es este libro, en esas mutaciones constantes con que se manifiestan las nubes en el mundo natural, pero también en el de este poemario, una pregunta por la presencia y la ausencia, por el hiato temporal de la representación que abre siempre el espacio de la ausencia: «No basta el rayo / para decir tu presencia / Varado en el extremo / de tu luz espero / tu sombra el trueno / la música del drama / que diga que nada / ocurre en el instante / sino un súbito modo / de la ausencia».
Unos versos de uno de estos poemas pueden ser casi proféticos de lo que luego sería su estética. El amor por la imagen, por el juego de la imagen sobre el vacío, asumiendo ese vacío, dejándolo atrás para amar y entregarse con pasión a la construcción y deconstrucción de imágenes y significados que es su poesía en el siglo XXI: «…amarte / siempre así / copia sin original». Y seguimos hacia atrás, hacia el origen, y seguimos en el siglo XX, bajo el signo de “su semejanza”, para llegar a Cifra o arena, de 1999. Aquí encontramos a Paul Celan como referencia. Poesía pura, más oscura, más unida a la idea de creación, de artefacto abstracto autorreferencial y sustentado solo en la palabra y sus torsiones sobre un espacio de ausencia y nacimiento original: «Esto sea / el envés del cisne / lo azul de la rosa / el disfraz de la cifra / Memorable / pulposo mugrón / del olvido / Lo que no fue sido». Heredero de la vanguardia más profunda, dura y concentrada del siglo XX: de Paul Celan, de René Char, del Vallejo de Trilce, Moreno se muestra en Cifra o arena otra vez magistral. Sigue el lector sintiendo ese déjà vu, pero eso no resta mérito a un libro oscuro, denso y lleno de hallazgos, en el que logra retorcer cada palabra, inventar neologismos sugerentes, y hacer estallar pequeñas bombas de significado, siempre bordeando el pozo de la ausencia, siempre creando imágenes que nos llevan al borde de ese pozo y nos dejan luego con su silencio: «Si dices FLOR / se derrama la llama / de una vela cae / al fondo / del abismo / salpica la luz / que petalea y deslumbra / un qué». Para terminar, en el origen encontramos a un jovencísimo Javier Moreno en La elocuencia del azar, de 1998. Poesía de juventud y de talento. Ecos de los novísimos, de ritmo sincopado a veces, de inteligencia y culturalismo en algún poema, de hallazgos («Ahora lo sabes / El mundo es obvio / Como el canto de un pájaro») y de libertad. A veces recuerda a Martínez Sarrión, otras a Cirlot o a Carlos Edmundo de Ory (véase ‘Meristema’), si bien ya hay un interés, que luego será esencial para su estética, por introducir la fórmula matemática o física como elemento poético, como ocurre en ‘El principio de indeterminación de Heisenberg’. Para terminar con este recorrido, me gustaría insistir en esa imagen central que es el título: La imagen y su semejanza, que recoge perfectamente el tema sobre el que el autor (y la humanidad, podríamos decir) ha hecho girar su obra poética: esa “diferencia” derrideana, ese espacio o tiempo de retraso o de pausa entre lo representado y su representación; esa imposibilidad de un origen sobre el cual realizar copias estables con que entender el mundo. Creo que todo eso lo expresa de muchas maneras, todas ellas geniales, a lo largo del libro; pero el poema en que lo hace de una manera más sencilla, más efectiva y emocionante, puede que sea este, que me permito usar como despedida: «Como un pez fuera del agua / durante el breve instante que dura su salto / vislumbra a un hombre asomado a la cubierta de un / barco / observándolo // Y se sumergen de nuevo / en el mar / en la soledad / infinita del camarote // Donde trenzar el sueño: // Dispuestos en el tapiz / la urdimbre y la trama / fractal del deseo / interpuesto / entre dos nadas». JOSÉ DANIEL ESPEJO. PSYCHO KILLER QU’EST-CE QUE C’EST (Ad Minimum, Murcia, 2014) por JAVIER MORENO Llega a mis manos el segundo número de Ad Minimun, una colección de poesía de pequeño formato que se despliega como un origami poético y visual a un tiempo, una publicación humilde si nos atenemos al tamaño pero ambiciosa en cuanto al cuidado de la edición. José Daniel Espejo y Ángel Palomo son los artistas (poeta e ilustrador, respectivamente) de este número que lleva por —desconcertante— título Psycho Killer Qu’est-ce que C’est?, acompañado todo ello de un pequeño prólogo a cargo del poeta Diego Sánchez Aguilar. Los poemas de José Daniel Espejo son, haciendo honor a su apellido, superficies más o menos límpidas donde el poeta se mira para preguntarse no quién es la más guapa del reino sino quién soy yo, poeta pero también persona de a pie, bípedo implume del siglo XXI. Cinco poemas que son un políptico sobre la identidad de un poeta que es todo menos puro. En ellos el poema es una ventana más en nuestra pantalla y comparte espacio (de memoria RAM, de disco duro emocional) con un archivo P2P, con la lista de la compra y el fragor del tráfico. El poeta, en su naturaleza mutable, ha de renunciar a una verdadera identidad (a no ser que la identidad resida en esos pies übermundanos que asoman irremediablemente por debajo de la cama del Ser o del Amor o de cualquier otro refugio acogedor y al mismo tiempo estrangulador de palabras), algo que permite amoldarse al cambio, a ese tiempo que todo lo borra (ahí lo carnavalesco y lo festivo), pero que acaba cerrando esas puertas que solo se abren ante la convicción del héroe, ante la contraseña infalible y rotunda del pronombre (ahí la nostalgia y el Sehnsucht). Poesía de trinchera existencial en un formato exquisito. En el reverso, la ilustración de Ángel Palomo es el azogue imprescindible que nos permite reflejarnos en los poemas de José Daniel Espejo. |
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