LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
RAMÓN BASCUÑANA. ANOTACIONES A PIE DE PÁGINA (Pre-Textos, Valencia, 2023) por ANABEL ÚBEDA BERNAL BAJAR LA VISTA PARA ENCONTRAR LA SEMILLA DEL POEMA La lectura individual y solitaria nos lleva, en muchas ocasiones, a tomar aquellas citas que podrían ser objeto de una posterior creación, ya sea una reflexión o un poema, que no siempre acaba siendo. Partiendo de esta premisa, Ramón Bascuñana (Alicante, 1963) construye Anotaciones a pie de página (Premio Juan Gil-Albert, XL Premios Ciutat de València, 2023), un artefacto donde la cita ocupa la parte superior del papel y el poema se halla en la anotación a su pie, un acto que rompe el horizonte de expectativas porque obliga a una lectura no solo más pausada, sino que también se convierte una invitación a reconstruir el acto mismo de su génesis.
En cierto modo, sin miedo a equivocarme diría en este punto que la acción de bajar la mirada es equivalente a introducirnos en sus propios pasos, teoría que queda confirmada en las primeras anotaciones a Pavese o Roland Barthes, donde descubrimos a un yo-lírico que siente que el pasado es inhabitable: «la senda tenebrosa / del que escucha el silencio que cantan las sirenas / y sueña ser feliz en el destierro», al que simplemente le acompaña el acto de la escritura como una suerte de escapatoria: «quizás por eso escribo / versos que hablan / de mí mismo / como si fuese otro». Lo metapoético ocupa, por tanto, un lugar privilegiado, cuando reflexiona sobre la génesis desde la soledad: «la única que importa, / porque incluye a las otras, / esculpo este poema»; y también sobre su desarrollo porque «importa que el proceso / de horadar el misterio / nos transforme en personas diferentes». Sin embargo, ningún acto de creación está exento de la duda, ni las palabras por sí mismas construyen una fe, aunque sostienen su discurso, en esto coinciden el poeta y el citado Alberto Cardín: «Porque es difícil tener fe si las palabras / levantan un muro insoslayable / entre el creyente / y el misterioso objeto de su culto». El imaginario del poema contiene el amor, los recuerdos, la esperanza, lo gris, todos esos planos de lo vital que nos atraviesan y construyen nuestra historia; el poema es asimismo un álbum de imágenes de la infancia: «Mientras tanto la muerte y la doncella / en plano contra plano / se juegan a las cartas / el destino del hombre que seremos» e incluso se convierte en un lugar donde nos reconocemos en los otros, porque siempre hay un punto de coincidencia: «que solamente somos / la copia de una copia, / un plagio repetido / hasta el fin de los tiempos». Entendemos, entonces, que lo vital y la poesía se convierten en dos planos complementarios, otras veces, opuestos, porque el poema certifica, construye, destruye, refleja, sana o simplemente muestra todo aquello que nos atraviesa porque: «Cada verso un disparo o una puñalada. / Legítima defensa / oscura realidad que nos acosa».
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INÉS BELMONTE AMORÓS. MUDANZAS (La cadena trófica, León, 2023) por ANABEL ÚBEDA EL DESARRAIGO: IMPERATIVO DE NUESTROS DÍAS Inés Belmonte Amorós (Murcia, 1993) nos trae Mudanzas, una suerte de diario lírico bajo una premisa inequívoca y propia de nuestra generación: el desarraigo. Este sentimiento se da en dos dimensiones complementarias, el no encontrar un espacio físico seguro y estable, yendo de alquiler en alquiler, que deriva en la imposibilidad de construir un hogar, y, por otro lado, desde la herida interior, la enfermedad que crece y se reproduce de distintas formas. La casa se convierte, entonces, en un espacio volátil donde se diseminan las fronteras entre lo físico y lo emocional, aunque este diario conste de dos partes: “La casa es un vestigio” y “La casa es una llaga”.
Si tuviéramos que tomar una de las definiciones de vestigio, sin duda, tomaríamos la que señala la RAE en tercer lugar: «Ruina, señal o resto que queda de algo material o inmaterial», pues alcanza a nuestros sentidos y, por tanto, a nuestra memoria, creando un camino de sensaciones al que retornar o que nos retorna. En esa necesidad de habitar un espacio, nos sentimos intrusos de las vidas que habitaron antes: «Y serpenteas esas vidas buscando las fisuras, los huecos sin latido, para colocar tímidos fragmentos de la tuya» (II); «Cubrirse el cuerpo con la sábana bordada de una madre que no es la tuya» (III); o el miedo de perderse en uno mismo, ante la precariedad de la soledad, del espacio mínimo: «Multipliques tu propia mirada hacia dentro y construyas paredes dentro / de paredes» (V). Cuando nada te pertenece, todo lo que te rodea es un vestigio que se guarda en las infinitas cajas de cartón, desde la infancia hasta la vida adulta, creando un rastro de humedad, de aceite, una mancha llena de recuerdos que van deformándose y crean mundos oníricos o delirantes que te protegen de la intemperie: «A veces siento que me visto con el reverso de los objetos, los estiro cuando estiro mis articulaciones, robándolos del mundo» (XII). La casa de alquiler es un espacio entre la ficción y la realidad, del mismo modo, que nuestra memoria es un espacio maleable: «¿Es la casa un ejercicio de metaficción, o la expulsión constante del espacio ficcional?» (XVII), por eso, con el tránsito entre un suelo y otro vamos borrando y transformando lo anterior, buscando un nuevo comienzo: «Pero la asfixia, tal como también sucedería después, no era completamente paralizante» (XXI). La llaga es «una ulcera o daño-infortunio que causa pena, dolor y pesadumbre», aquello que se queda grabado en el cuerpo físico, el daño causado por los vestigios que van acumulándose, el cuerpo va transformándose en otro cuerpo que muda dentro de sí, más allá del espacio exterior: «Ahora enfermo con más facilidad, me canso con más facilidad, me cuesta más llegar a un sueño profundo, aunque los sueños se me aparecen ahora más corporales y grotescos». Esa llaga se puede cantar, llorar y seguimos pedaleando: «Fue justo entonces, o quizá en otra época ligeramente distinta, cuando rescaté con terror una evidencia: —Las heridas podían escocer» (I). Se expone la fragilidad femenina hasta el punto de mostrarnos la máxima angustia junto con los otros terrores del siglo XXI, las bestias: la abulia, la ansiedad, la pérdida de otra vida o del apetito y la depresión, que se convierte en peñascos de un lenguaje que nos va enfermando, hasta dejarnos en lo mínimo (XI): Me doy cuenta, progresivamente, de que el lenguaje no solo puede ser un instrumento de sanación (hay quienes así lo consideran), sino también algo capaz de engendrar enfermedades; el propio verbo, de hecho, transita siempre hacia la enfermedad. La casa, a veces, se convierte en hospital o consulta, la casa es también el útero, la vuelta a la infancia, el dolor de no poder protegernos de aquello que nos hace daño desde dentro, la herida que va cociéndonos lentamente, nos convierte en un títere: «En un hospital, si no vas a morir, entonces empiezas a aprender las distintas tonalidades del blanco. Hay al parecer decenas de ellas» (XIV). La llaga es una casa que tampoco escapa de la genealogía, esa que tampoco escapa de la ficción, ni de la ficción de la memoria: En el caso de mi familia, cuando las historias fueron olvidadas o silenciadas; cuando algunas historias inverosímiles comenzaron a parecerse al mundo cotidiano, entonces, nacían las enfermedades (XVII). Toda la vida, todas nuestras vidas, como reza Inés Belmonte Amorós, son una somatización de la herencia, de los traslados, los cambios de los que nacen bestias o que las transforman, sobre la que ella se yergue como el árbol por el que la savia amenaza con dejar de correr ante los duros inviernos que nos acechan. GINÉS SÁNCHEZ. LAS ALEGRES (Tusquets, Barcelona, 2020) por ANABEL ÚBEDA SI CADA NOMBRE FUESE UNA FIRMA Hoy tomaremos el carro para conducir hasta Cheetah, un condado en algún lugar de Latinoamérica y en todos los corazones de las mujeres que ven cada día cómo el sistema se desploma encima de ellas, el lugar donde los gritos se unieron en una causa común: hacer justicia. Hasta allí nos lleva Ginés Sánchez (Murcia, 1967) en Las alegres, su sexta novela, en la que se desarrolla la sincronía de un estallido tan violento como necesario, como cuestionable. ¿Cuáles son las causas de que un grupo de mujeres diga “basta” y cambie las palabras por las armas?
Para examinar esta cuestión y presentarnos este escenario, Ginés Sánchez se vale de dos técnicas: por un lado, de la visión de un elenco de preadolescentes cuya infancia se ha visto truncada por la falta de educación de género, la violencia en sus hogares o vecindarios y la pornografía; y, por otro lado, de una serie de testimonios, conferencias, entrevistas y descripciones fotográficas que dotan a la narración de realismo, pero también de un análisis bidireccional que no olvida a ninguna de las dos corrientes de pensamiento. Dentro de un panorama cada vez más complicado surgen diferentes movimientos feministas que confluyen en una causa común para denunciar en las calles y en los medios, sin embargo, sus reclamaciones no son suficientes para crear conciencia, o conseguir medidas cautelares por partes de la fuerza del orden, pues la violencia se encuentra enraizada en los hombres jóvenes y mayores; y el silencio instaurado en la boca de las niñas, en las que la venganza se gesta con cada advertencia, amenaza o vejación que ocurre a su alrededor. Así, aunque encontramos hombres que van concienciándose a lo largo de las páginas y se convierten en colaboradores, otros reafirman su monstruosidad. Y que, además, las dos eran expertas en sonreír con la boca mientras sufrían con los ojos. Y eso fue lo decisivo: los cabellos negros recogidos y las caras casi tocándose y aquel sufrimiento en los ojos que quedaba acentuado por el patetismo de sus sonrisas tan falsas. «Lo que aparento y lo que siento», ese había sido el mensaje. (p. 91) Todo ello gesta dentro del movimiento madre, un subgrupo denominado ‘Las alegres’, que no solo realiza labores de acompañamiento a mujeres maltratadas o de vigilancia de las calles, sino que empieza a aplicar los mismos métodos que los hombres para hacerles comprender que vivir con miedo no es una opción y que ellos no son los dueños de sus voluntades. Frente al machismo endémico que las rodea, las jóvenes que compondrán ‘Las alegres’ irán creando una conciencia colectiva desde un lenguaje directo y no soez, que se enfrenta al registro de los personajes masculinos con menor formación que han pasado su infancia entre el visionado de pornografía y videojuegos, los cuales cosifican al género femenino. Estos últimos hechos, nos harán adherirnos más a la posición femenina o a la de sus aliados y sentir verdadera aversión por los personajes masculinos, capaces de esconder sus crímenes. Había empezado de una forma sutil, inocente. Aparentemente inocente. Ella en la silla de la cocina y el viejo detrás de ella. Mirando sus deberes y alisándole el pelo. Cogiéndoselo en una cola. (p.102) Este es el valor de ‘Las alegres’, una ficción que un día podría hacerse corpórea, que no tiene un final porque es el mundo real, pues el lector se convierte en un espectador que identifica y vive las situaciones, o mira al televisor, descubriendo personajes que se mueven entre lo humano y lo inmoral, para mostrarnos lo que puede engendrar una violencia sistémica, cuando no se conciencia mediante la educación, cuando no hay leyes de protección suficientes. --Porque uno de ellos actúa como si fuera un ejército en tiempo de guerra. Una guerra no declarada, si se quiere, pero guerra. Y mientras uno actúa así, ¿qué hace el otro? Pues poca cosa, la verdad. Casi que andar pidiendo perdón. Casi que nada más que andar educando al primero. (p. 63) Y si, por un momento, las paredes se llenasen de pintadas firmadas con las iniciales de las víctimas, ¿serían esas paredes el rastro suficiente que más allá del recuerdo se convirtiese en motor para el cambio? ANTONIO MORENO. VISITA DE AÑO NUEVO (Newcastle, Murcia, 2020) por ANABEL ÚBEDA LA NECESARIA DESPEDIDA La rememoración es, por sí misma, un juego de autoficción. Del mismo modo que un narrador dispone libremente de los personajes y lo que les ocurre para causar un efecto en el lector, nuestra memoria juega con nosotros, modificando los recuerdos y las sensaciones para que la despedida del ser querido sea lo menos dolorosa posible, en algunos casos. Antonio Moreno (1964), prolífico escritor de prosa y poesía, posee más de una docena de publicaciones que avalan su carrera y su anterior novela El sueño de los vencejos nos confirma una tendencia a la reflexión desde su propia biografía.
La que ahora nos ocupa, Visita de año nuevo (2020), también editada por Newcastle Ediciones, podría compararse a una epístola de carácter elegíaco donde la madre se convierte en la interlocutora que habitará siempre en la memoria y en los lugares. Este trasunto, quizá muy manido en un principio, se aborda como una entrañable sacralización de los últimos años de la misma, marcados por su propio redescubrimiento y la necesidad de encontrar el bienestar, siendo este el nexo que unirá la muerte a la vida, al despertar. Se divide en una primera parte, la cual recoge el diálogo del yo-protagonista; y una segunda parte, titulada ‘Retratos entre dos mundos’, que recoge una reflexión ensayística del retrato físico en la Antigüedad como modo de hacer perdurable la fugacidad de la vida y la mirada. La ‘Visita de año nuevo’ es el día feliz en que la madre del protagonista pone su fe de vida y sirve como motor de cambio para afrontar cada período con ansias renovadas junto a sus hijos que, a su muerte, comienzan a entender este ritual. Desde el tono reflexivo y nostálgico del yo, se nos ofrece un canto a la verdadera vida y a las oportunidades de que lo cotidiano se erija centro de la felicidad, pues desde una profunda empatía él mismo aprende la lección materna y reescribe su dolor mediante un duelo repleto de lenguaje poético, prosa fluida y sin digresiones, que se escribe tras haber superado lo más duro. Son tantos los momentos narrados que muchos destacan por el equilibrio de desgarro y ternura que nos atrapa, como en el capítulo 32, en que los relieves y el envejecimiento de las manos de la madre nos llevan a imaginárnosla escuchando la radio sola en la cama y cómo la recuperación del objeto reconforta: «Y en algo así, en una inmensidad oceánica, cada noche te internabas por la oscuridad con tu aparatito entre las manos». Otros, en cambio, presentan momentos de ruptura, como en el capítulo 10, en que se nos adelanta la marcha del padre y este momento se va desarrollando en los siguientes, al tratarse con nostalgia un dolor que fue volviéndose liviano de forma temprana y cómo la luz juega incluso con las últimas fotos, al velarlas: «Fotografiamos el vacío. Como si nadie hubiese accionado el disparador de la cámara aquel día. O como si el destino hubiera decidido adelantarse para mostrar una inexistencia». Dentro de esos recuerdos se van dando reflexiones sobre la importancia del lenguaje en la expresión de los sentimientos, o nos remite a su obra anterior y cuáles han sido las razones para escribir esta larga carta, la influencia de ella como interlocutora. Y en algunos momentos nos devuelve a esa necesidad de despertar: «Por eso me parece bien extraño que quien no piensa, el que no se dice nada de nada, el que respira el silencio de la tumba, decida invocar el auxilio del lenguaje. Es como ir a bañarse en el desierto». La segunda parte, ‘Recuerdos entre dos mundos’, nos brinda un paseo por la importancia de la mirada que fija la vitalidad de los antepasados íbero-romanos, de los que solo nos han quedado los retratos de una juventud que los acompañó a la muerte como una foto fija que nos lleva a creer que no seremos eternos en el recuerdo de los otros, pues en su falta se pierde lo vivido, pero que en la palabra o la imagen siempre queda el leve susurro de lo que nos atenazaba. Visita de año nuevo es la despedida necesaria de aquel que ama por encima de todo y sabe que la mirada se transforma con el paso del tiempo, siendo la única capaz de transmitir la aceptación, el aprecio, la incertidumbre o la nostalgia, entre otros muchos sentimientos que nos hacen inmensamente vulnerables a la pérdida de la vida como la habíamos conocido, cuando no hemos apreciado del todo: el breve instante. JOAQUÍN PIQUERAS. SELFIES DE UN HOMBRE INVISIBLE (Canalla, Madrid, 2020) por ANABEL ÚBEDA EL GRAN HERMANO QUE NOS OBSERVA Nos adentramos en la oscuridad de la sociedad, atentos a las instantáneas tomadas por Joaquín Piqueras en sus Selfies de un hombre invisible, un poemario de vocación polifónica, con muchos yoes diferentes que se mueven a un ritmo cinematográfico y nos adentran en esos recodos que nadie quiere fotografiar y, muchas veces, tampoco mencionar por su dureza. Son esos “hombres invisibles” los que nos hablan de las injusticias, los castigos y nos dan tenues momentos para la reflexión antes del próximo golpe, sin olvidar el espacio para el amor.
El filólogo y prolífico poeta crea juegos de palabras para titular los diferentes haikus que aparecen tras otras formas métricas como el soneto que se combinan aquí con el verso libre, y que están delicadamente compuestos para ocasionar un efecto de sorpresa o desasosiego en el lector. Ejemplos son ‘Me llamo Gump, Haiku Gump’, que nos retrotrae a la famosa película y en cuyos versos nos encontramos en una carrera constante hacia el futuro: «es la ausencia / de meta la que me hace/ seguir corriendo». O ‘Haiku fiction’, el deseo de derramar las palabras antes que perder el tiempo: «matar el tiempo / sin derramar más sangre/ que la palabra». El concepto de la ‘muerte’ transita el poemario, como una constante, puesto que no debemos olvidar que esta es inherente a la vida, mostrándola desde diferentes planos. Uno de ellos se sitúa bajo los acordes de Garryowen; Piqueras nos lleva a una escena de indios y vaqueros en ‘Breve informe’, donde los indios son los “perroflautas” y los caucásicos soldados, destructores por naturaleza gracias a su progreso, son derrotados: «les ofrecimos reservas, créditos basura / y hasta un lugar en el paraíso». Otro, también de tinte cinéfilo, escrito desde la perspectiva del asesino en ‘Las últimas palabras de Norman Bates a su madre’, donde la noche oscura del alma no es suficiente para que él se arrepienta de sus pecados; en este largo poema recuerda a algunos de sus maniacos compañeros y destiñe su propia fragilidad: «es imposible sentirse culpable / cuando no hay más límites / que las dimensiones de esta pantalla». El desplazamiento del hogar también toma presencia, y encontramos ‘Desahucio’, un soneto sin rima, donde nos recuerda la casa tomada de Cortázar y nos imbuye en el injusto trato entre arrendador y arrendatario, ya sea persona física o entidad, que roba los recuerdos de aquellos más desfavorecidos, pero sobreviven en las paredes del lugar: «que siempre pierden frente al interés / colono que ocupa sus hogares». A lo largo de los versos, se despide un fuerte olor a referentes, pues tiene cabida la metaliteratura y también las alusiones al proceso poético, al mundillo y a la docencia de nuestras letras. Por ello, ‘El impostor’ no es otro que aquel que juega a ser poeta entre falsos halagos, aquel que se contonea a la entrada del Parnaso cuando sabe que ni Cervantes fue valedor del título de “poeta”: «para poder doblar mi ego sobre mí mismo / hasta el punto de rozar con mi ignorancia / los suelos del Parnaso». El yo poético, esta vez sí, nos habla de ‘Enseñar a los clásicos’, un momento catártico en la vida del profesor que referencia a Gerardo Diego, Fray Luis, el Arcipreste y otros tantos que pueblan los libros de texto y son el oxígeno de los aciagos días, el regalo sin fin que nos desgarra y nos motiva. Y volvemos al principio, al amor, que todo lo puede y entre poemas sobre el divorcio y la violencia de género, duros y realistas, donde siempre uno de los miembros pierde, Piqueras deja un espacio para homenajear a amigos como Ángel Paniagua, hablando del deseo desde una perspectiva humanística; a María Teresa Cervantes, el referente inquieto que siempre vuelve a la infancia; y brinda la memoria de las notas de Amador Blaya. Sin olvidarse de esa pequeña parcela, referida a la espera del amor con que abre el poemario y que es ventana a la esperanza, a pesar de la observación continua de los golpes de la vida: «puede que no lo creas / pero escribí estos versos para ti / antes de conocerte». MARÍA PILAR CONN. LA ALMENDRA Y EL MAÍZ (Balduque, Colección Sudeste, Cartagena, 2019) por ANABEL ÚBEDA BERNAL LAS SENDAS INUSITADAS DEL NATURALISMO AMERICANO Nos acercamos, por primera vez, a la voz lírica de la naciente María Pilar Conn, cuya incursión en el mundo editorial vino de mano de su libro Cardinal American Bakery, Pasteles, del Arte a la Creación (2015). La autora, oriunda de Indianápolis, se formó en California, aprendiendo español gracias a su madre sevillana y a su abuela, que leían en casa a Espronceda y a Rubén Darío, como ella misma apunta, y moviéndose en los equilibrios de la poesía hispana y la americana, pues al otro lado, debido a sus raíces paternas, centró sus lecturas poéticas en Robert Frost o Walt Whitman, como bien atestiguará su estilo poético.
La almendra y el maíz es un poemario para transitarlo con botas camperas y, probablemente, con algún tipo de protección para el alma, pues va rescatando imágenes que conforman un todo, un paisaje cambiante, una interpelación de la propia voz poética que nos inserta en planos que se identifican con nuestro imaginario cinematográfico americano y, un día, parece que nos reconocemos al otro lado del charco. Así es, de forma breve, como esa voz mantiene la tensión hasta el final, no ocultando que el maíz se identifica con ella misma, pero cuyo referente es la almendra. Cada poema es un núcleo fundamental que perfila un pequeño relato que queda relacionado mediante los recuerdos e imágenes propiamente castizas: el alce, los rifles, el estiércol, frente a un Mediterráneo que se conforma dentro de la misma poeta cuando no conoce aún su futuro hogar. Por ello, hay un evidente choque entre las raíces paternas americanas y las españolas de la madre que prevalecen en la musicalidad y ritmo de algunos poemas, como en ‘La espera’: vengo de la escarcha, en la nieve nací. / Vagué por los bosques buscando frutos, me perdí. / Vivo una vida lejos de los campos de maíz, / de los árboles inmensos bajo los que me ponían a dormir. Con un lenguaje directo y claro, nos traslada a Indiana, allí se entremezclan las sensaciones olfativas que emanan de la presencia de los cerdos, identificándose con el desprecio de alguno de sus familiares, o con el dolor que produce a su madre no sentirse en el hogar, como en ‘Barro en los zapatos’: He pensado en tu mirada triste al bajar del autobús / y ver que todo era mentira. / He recordado tu lucha por que fuésemos distintas del maíz que crecía, / en esa Indiana que tanto te estremecía. A la vez, las imágenes nos remiten a pequeñas ensoñaciones, momentos familiares llenos de amor o de violencia, como la primera caza, que se ven cubiertos del halo de la tristeza, como en ‘Ojos muertos’: Dejé muerte a mi espalda en el bosque pero el olor de la sangre / me quiso acompañar. Todo nos lleva a una infancia donde la autora busca el lugar seguro, como en ‘El alce y el camisón viejo’, aún desde la edad adulta: En invierno, saco el camisón que dejó / una triste tarde antes de su adiós. Mucho más allá de Indiana, se cruza con una patria que parece confundirse al recorrer los paisajes de ‘Suecia’, en que se encuentra con el amor del animal: El galgo llevaba rato mirándome. / Vi en sus ojos entendimiento. / Pues ¿no era ella una extranjera también? Pero ella ya sabe dónde está en parte la suya y atraviesa los ventanales de una Murcia entre la montaña y el mar, donde nos descubre que la almendra es el hallazgo del amor que cura, en versos como los de ‘La niña salvaje’: pero siempre estás ahí, esperando con paciencia en tu silla de playa. / Sacas al verme el alcohol y el algodón para curar mis heridas […]. Es La almendra y el maíz, un poemario personal donde transita el dolor de la identidad mestiza y también el feliz encuentro con la paz interior que se mueve entre coordenadas opuestas culturalmente, pero siempre conectadas por los sabores del cereal más norteamericano y del fruto seco que llena de nieve nuestros campos. ELENA TRINIDAD GÓMEZ. AFECTOS DE LEJANO ALCANCE (Balduque, Cartagena, 2019) por ANABEL ÚBEDA BERNAL Elena Trinidad Gómez (1997) era para nosotros la “poeta-breve” desde aquel día que presentamos la antología Siete menos veinticinco, ya que la condensación de sus imágenes nos obligaba a abrir aún más los oídos y el corazón. Hoy, con Afectos de lejano alcance, Elena da el pistoletazo de salida a su poética, dándonos su voz en papel, y conquistando la cima de La Montaña Mágica, en esta tercera edición de su concurso. Su primera obra ha sido publicada en la editorial Balduque y desde la portada se muestra un árbol casi infinito, que simboliza la vida. Más allá de la poeta está ella como lectora y como “bibliotecaria” de sus amigos, pues siempre sabe dar la bocanada exacta de ensayo o poesía cuando no sabes qué elegir. Esto también se muestra en las citas que abren el poemario, de parte de Albert Camus y Manuel Machado, mojan nuestros pies advirtiéndonos de lo que se nos viene encima, en ellas ya la vida no parece pertenecernos y el dolor de la partida de uno mismo o de los otros, nos deja el poso amargo que trae consigo la vida adulta. El poema que abre esta primera obra es un canto a la infancia, a un recuerdo que nos devuelve la imagen de una niña escalando las rocas de la playa y con imágenes tales como «uso mis brazos como pilares / en las rocas» o «recorro perfilando / los vientres de los / cangrejos» que se unen a un concepto de patria muy personal donde no existe la bandera, sino simplemente el yo de la experiencia. Frente a esta primera patria, la de una misma antes de todo, llegamos al poema XI, donde la patria real de la voz poética se convierte en uno de sus dolores, recordándonos, en cierto modo, a la Generación del 98. A continuación, entramos en un segundo bloque que se mueve entre lo directo y lo velado, como el del amor en forma de admiración, aunque también se muestran otros que destacan por la presencia del desgarro. El ejemplo más claro es ‘Cartografía de silencios’, donde nos remite a otra voz que la acompaña o, en la imagen de la madre en ‘XVI’, donde en una escena muy clara nos muestra tanto el apoyo incondicional de la misma como el miedo a la pérdida en sus ojos. Si continuamos poniendo pilares a estos afectos, encontramos también la cara de la cotidianidad, presente en autores coetáneos como Álvaro Bellido o en los comienzos de Luis García Montero, que se hace presente en un poema de estética contemporánea como ‘Lentejas con verduras para cenar pasadas las doce y media’, en el que la poeta nos sitúa en el momento de la deglución mientras visualiza un libro y remite su pensamiento a esos “poetas” que parecen más áureos que pedestres; o poemas similares, como ‘Cúpula’, donde el repetitivo ritual de fin de año, trae una muerte en el calendario para darnos nuestra resurrección. Como no podía ser de otra manera, dentro del poemario de Elena hay citas pretextuales extraídas de autores como José María Álvarez y, por contra, del mundo de la música como las de Christina Rosenvinge o Rosalía, que nos muestran la simbiosis de la tradición y la modernidad dentro de la misma voz poética. Además, si hay dos leitmotiv que surcan todo el poemario son la presencia de la mujer, desde el primer verso hasta el final, y la sombra del final o de la muerte.
Afectos de lejano alcance es un poemario feminista, desde las palabras de la propia autora en su presentación, y por poemas como ‘Grumo’, donde se reivindica el papel de la mujer rural siempre desplazada en las luchas pero que fue sostén por mucho tiempo de la propia sociedad, o en poemas dedicados al amor como ‘XVII’, donde la voz poética interpela a una joven llamada Dasha, que parece olvidarse de sí misma en una constante búsqueda de afecto; o en ‘Diálogo’, donde las metáforas del siglo XXI se entremezclan con la imagen destruida de la mujer tras una violación, así como en la propia presencia del yo en ‘XIX’, en el que se descubre con la confusión propia de no saber ya la importancia de un te quiero. Para mantenerme clavadísima al suelo sin verte, preciso de dos palabras alumbrando el camino. Aunque, si te soy sincera, olvidé su significado. Y desde la misma perspectiva femenina, se nos muestra una fobia a la sangre y una aceptación de la pérdida que coinciden con el presenciar o presentir la muerte de los otros, remitiéndonos a las palabras de Camus, Elena nos enseña que hay muchas formas de morir más allá de lo físico, a pesar de su importante presencia, en versos como «Nadie dice nada al verme / bajo la cabeza huyendo del dolor / desangrándome», o en otros como ‘Txulo (dialéctica del vacío)’, donde un hombre deja flores en la tumba de su amada y la visión se centra en el bastón. Frente a la muerte se alza la juventud y la revalorización de la misma, en poemas como ‘Manhattan’, en el que nuestra piel no ha hecho más que rozar el paso de los años —parafraseando a la autora— y sabemos que nos queda mucho por conseguir. Por todo ello, y lo que aquí no se muestra, Afectos de lejano alcance es un canto al proceso de madurez, al paso de las estaciones y de las experiencias que nos mueven a aprender casi por obligación lo que es el dolor y las diferentes formas de amar a la vida y a los otros. Es una poesía ya depurada desde su primer vagido y que se mueve en lo urbano, llevándonos a ciudades como Salamanca o Manhattan, sin sacarnos de las páginas de un libro cuidado por el editor y por la poeta para darnos el hálito que nos impulsa a seguir caminando. |
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