LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
ALEJANDRO CÉSPEDES. LAS CARICIAS DEL FUEGO (Amargord, Madrid, 2018) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR En el año 2007, Alejandro Céspedes ganó el Premio de Poesía Blas de Otero con un libro titulado Los círculos concéntricos. Era un libro con 29 poemas, en verso y en prosa, protagonizados por un personaje llamado “Aurora”, víctima de abusos sexuales por parte de su padre. Un gran libro, que yo compré (usado, porque no había otra forma) cuando, deslumbrado por la lectura de ese libro esencial para la poesía española contemporánea que es Topología de una página en blanco, decidí que debía leer todo lo que ese tal Alejandro Céspedes, al que no conocía, había publicado. Ahora aparece este libro titulado Las caricias del fuego, que es una reedición de aquellos círculos concéntricos, pero es mucho, muchísimo más que una reedición; por eso, creo que el cambio de título es un gran acierto. En el epílogo, el propio autor explica el origen y el sentido de este nuevo libro: los poemas presentados a aquel concurso eran solo una pequeña parte de un proyecto mucho mayor que, por azares del tiempo, las mudanzas y los cambios de ordenador, se perdió o se creyó perdido. En 2018, el editor le propuso una reedición de Los círculos concéntricos y, como una especie de magia o de justicia poética, cuando ya el autor iba a enviarlo al editor, una amiga le escribió diciéndole que había encontrado el original en unos folios impresos hacía veinte años. Esa versión extensa es la que el lector encontrará bajo el título de Las caricias del fuego, con un 136% más de contenido que Los círculos concéntricos. Es, por lo tanto, un libro nuevo, mayor, y mejor que aquel. No solo por la gran cantidad de nuevos poemas que desarrollan aspectos nuevos del personaje (llamado aquí no ya Aurora, sino Aurelia), sino por la maravillosa edición con que Amargord ha arropado este texto: unas bellas ilustraciones de Eva Hiernaux acompañan a los poemas, y un pendrive diseñado como la portada del libro nos entrega también un material poético audiovisual para hacer que la experiencia de Las caricias del fuego vaya, como suele suceder siempre con Alejandro Céspedes, mucho más allá del concepto tradicional de “poema”. Como sucedía en Los círculos concéntricos, el lector encontrará en Las caricias del fuego una historia, un relato. Pero no se trata de poesía narrativa. Hay un sustrato narrativo porque hay una serie de hechos, de acontecimientos que generan y organizan las distintas partes del libro: los orígenes del abuso sexual, la muerte del padre-abusador a manos de Aurelia, la cárcel, el manicomio… Pero el modo elegido por Céspedes para trabajar con ese material narrativo, con esa historia familiar heredada y transformada, es el del monólogo dramático. Será la voz en primera persona de Aurelia la única que escuchará el lector. El sujeto lírico identificado tradicionalmente con el autor y su biografía es algo de lo que la poesía de Céspedes ha estado huyendo continuamente, hasta alcanzar un grado de perfección y objetividad-objetualidad máxima a partir de Topología de una página en blanco. Pero ya aquí, con un material poético tan delicado y terrible, se advierte esa decisión poética de dejar que la voz sea ajena; de manera que es el lenguaje en sí mismo, el lenguaje de Aurelia, sí, pero sobre el lenguaje como tal, quien hable de Aurelia, del sexo, de la inocencia, de la locura. Así comienza el libro: Traspasar la frontera era tan fácil… Quién le dice a la caricia cuál es el territorio prohibido. Cómo sabe la piel que a partir de una célula inexacta comienza la maraña del deseo a enredarse y hacerse vulnerable. Y esa voz, ese lenguaje concéntrico, lleva a los lectores a unos territorios bellos, terribles, desde la infancia, la inocencia y el amor puro y confuso, hasta el sexo, la muerte, la locura: y todo ello con una coherencia poética admirable, dejando ver en todo momento el armazón (narrativo y moral) del relato que subyace, pero sin dejarse dominar por él: se da toda la libertad a esa voz que da vueltas y vueltas, en círculos concéntricos, desde la caricia hasta el amor, desde la identidad y el espejo hasta la enajenación, desde la infancia hasta una edad que se borra en los espejos y los recuerdos como pozos de infinitos fondos que llevan a infinitos infiernos:
No busco la certeza. Quiero no recordar. Ser, en el tiempo que me quede, nueva. El universo y cuanto en él habita es artificio. Todas las existencias son extremos de cuerdas que conservan en los nudos deshechos la sustancial razón que las desdice. El libro se estructura en siete partes. De hecho, no en la portada, pero sí en la página inicial, encontramos el subtítulo siguiente: Las Siete Palabras. Cada una de las siete partes del libro va estar encabezada, y dominada temática o simbólicamente, por una de las siete últimas frases que Jesús dijo en la cruz antes de morir. Esa estructura también otorga al libro otra de sus características: una concepción trágica, más que narrativa. Porque la narración subyacente, los hechos del abuso, la muerte del padre, el encierro, no son tratados como sucesión de elementos narrativos, sino como escenas que tienen más que ver con la concepción atemporal de la narrativa del mito. Cuando uno termina de leer este libro no lo recuerda como “el relato de Aurelia”, sino como “el mito de Aurelia” o, para ser más exactos, “la tragedia de Aurelia”. Así como el relato de Jesús en la cruz, abandonado y sacrificado por su Padre no es una narración, sino un mito, el monólogo dramático de Aurelia nos sitúa en un marco atemporal y recurrente, en una repetición infinita de un hecho: como Cristo está eternamente en la cruz, Aurelia está eternamente siendo violada por su padre, eternamente matando a su padre, eternamente mirándose al espejo en un manicomio. Es, también, el tiempo mítico de la tragedia griega. No solo por ese elemento atemporal, por ese castigo repetido eternamente, sino porque, como en el mito de Cristo en la cruz, lo que tenemos en Las caricias del fuego es a un Dios violando a su hija, a un Dios sacrificando a su hija, porque todo padre es siempre, para una niña, el Padre: Soy Creusa y soy Casandra, violada por un dios y no creída. Si eso me hace culpable es preferible que pongáis más empeño en engendrar silencio en vez de hijas. Dice el autor en el epílogo: «El cambio radical que se produjo en mi forma de escribir en 2010 con Topología de una página en blanco y posteriormente con Voces en off, me hizo considerar toda esta producción anterior como una parte menor —y antigua— de mi obra que tal vez no mereciese la pena publicar». Afortunadamente, Céspedes ha cambiado de opinión para no privarnos a los lectores de versos como estos: Nunca tuve razones para habitar mis sueños porque aprendí de niña, como el agua, a rellenar los huecos del cuenco en que me echasen.
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ALEJANDRO CÉSPEDES. VOCES EN OFF (Amargord, Madrid, 2016) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Tras el magnífico y monumental Topología de una página en blanco, muchos nos preguntábamos qué estaría preparando Alejandro Céspedes. Algo en aquel libro, en aquella profunda y hermosa indagación sobre los límites del libro, de la palabra y del silencio, llevaba a pensar en un posible agotamiento, en ese silencio del que ha llegado demasiado lejos, demasiado alto. Pero ahora aparece Voces en off y lo primero que hay que celebrar es que la ambición de este poeta no solo no ha decaído, sino que ha subido la apuesta. Confieso mi debilidad por este tipo de poetas, no tan abundantes en nuestra época y nuestro país. Me refiero a poetas ambiciosos, que prefieren lanzarse a una indagación sobre el mismo género que cultivan y sobre las “grandes cuestiones” (con perdón) que mantenerse en la zona de confort donde se pueden hacer poemas correctos, muy correctos, y hasta perfectos, que no arriesgan nada y que, algunas veces, dicen poco. Siempre he añorado, del Romanticismo, aquella concepción (luego consolidada por Heidegger en su obra filosófica) que consideraba la poesía como un medio de pensamiento totalizador. Hace mucho que la poesía se ha desentendido del pensamiento y de esa enorme ambición romántica que pretendía que el espacio poético fuera el espacio del pensamiento más profundo, más completo, combinando pensamiento y símbolo para superar las carencias que el positivismo y el academicismo habían inoculado en el pensamiento filosófico “puro”. Alejandro Céspedes se ha lanzado de cabeza a un tipo de poesía que no solo no renuncia al pensamiento, sino que lo sitúa en el mismo origen de su proceso creativo y, con Voces en off, nos ofrece un libro que se propone tratar el tema del ser. Además, como explica el autor en la introducción, este volumen (de 220 páginas) constituye solamente el primero de un proyecto titulado Las 7 catástrofes elementales. 7 teorías sobre la existencia. Es decir, que a este seguirán otros seis. ¿No querías ambición? Pues toma tres tazas, como dicen en mi tierra. Pero Céspedes, aunque heredero en cierto modo de ese pensamiento poético heideggeriano, lo lleva un paso más allá, hacia el paso que Alain Badiou reclamaba: «¿Qué será el poema después de Heidegger, el poema después de la edad de los poetas, el poema post-romántico? Los poetas nos lo dirán, lo hemos dicho, pues desanudar filosofía y poesía, salir de Heidegger sin recaer en la estética, es también pensar de otro modo la procedencia del poema, pensarlo en su distancia operatoria, y no en su mito». Alejandro Céspedes se sitúa en esta línea, porque no acepta el espacio poético como lugar privilegiado donde el mito se considera premisa desde la que lanzar el pensamiento, sino que cuestiona una y otra vez los límites del propio género, del propio instrumento poético que, en sí mismo, no garantiza ninguna verdad. Para esta indagación ontológica y poética, el autor toma como punto de partida simbólico y filosófico el marco del pensamiento topológico de René Thom y su Teoría de las catástrofes elementales. En la introducción, el autor nos explica que «el término catástrofe designa el lugar exacto donde un estado cambia bruscamente de forma o configuración». He de reconocer que, tras la lectura del libro, he intentado profundizar en esta teoría, y que mis limitaciones en el campo de las matemáticas me han impedido poder establecer relaciones serias entre los poemas de Céspedes y las fórmulas matemáticas de Thom. No obstante, hay que advertir que, para el disfrute de esta obra, no es imprescindible el conocimiento previo de la teoría matemática en la que el autor se ha basado para emprender este proyecto poético. Para esta primera catástrofe (el pliegue), el autor ha elegido una fórmula textual que, como ya hiciera en Topología de una página en blanco, intenta (y consigue) superar el marco tradicional del “libro de poemas”. En este caso, además de todo tipo de juegos textuales con la disposición del texto sobre la página (como ya vimos en Topología), el espacio dramático se constituye como el verdadero eje topológico sobre el que se desarrolla el texto y el pensamiento. Alejandro Céspedes crea un teatro donde el lector ha de entrar (hay ilustraciones del ticket de entrada, del telón) y que unos personajes y un coro habitan de forma ininterrumpida. Se crea así el espacio de la representación, el espacio teatral en que todo es y no es al mismo tiempo, que configura una temporalidad de un presente eterno que permite, no obstante, sentir también el fluir del presente como tiempo que transcurre, que sucede. El autor consigue extraer de la característica dualidad ficción/realidad del teatro, es decir, esa mezcla de lo estable, lo que no cambia (el papel de los personajes, sus palabras eternamente repetidas e inalterables) y el suceder (el acontecimiento presente y temporal de la representación), un marco simbólico y conceptual perfecto para su investigación ontológica. Entre esos dos extremos o caras de la moneda humana va a transcurrir esta “comedia”. Esta representación involucra al mismo tiempo a Beckett (ahí están Vladimiro y Estragón, en ese absurdo presente infinito de la espera) y a Brecht (los mecanismos de distanciamiento, que recuerdan al lector que está ante una obra de ficción, son infinitos en Voces en off; puede que el más llamativo, el que más distancia proporciona sea el de los códigos QR que nos sacan literalmente del libro para ir a la pantalla). El autor nos pide continuamente que reflexionemos, no solo que nos emocionemos pasivamente ante la escena: «Si el lector no abdica de su aprendido rol entre los brazos de su cómoda butaca, el destino de esta tinta y de este libro será el mismo que le aguarda a la muñeca de la caja de música en la página 167». Se nos pide que entremos y salgamos de ese espacio, de ese teatro: que observemos esos movimientos de “el pliegue”, donde las cosas son y no son al mismo tiempo, y donde los personajes y las palabras van continuamente escenificando ese espacio o ese tiempo de frontera en que la estabilidad del ser y la identidad se ve interrumpida por el caos de lo informe y lo absurdo. Para hacer un análisis que dé cuenta de todo lo que hay en este libro sería necesario mucho más que un artículo/reseña como este. Sería necesario un ensayo en toda regla, casi una tesis doctoral, en realidad. Yo me limitaré a exponer algunos elementos que me han parecido especialmente relevantes, que han de ser asumidos como notas al margen, como simples intuiciones que puedan ayudar al lector de estas palabras a hacerse una idea de qué va a leer cuando tenga entre sus manos el libro. Si bien la teoría matemática de René Thom me tumbó por KO en el primer asalto, hay que advertir que la Teoría de las Catástrofes también tiene una aplicación lingüística y semántica. Y esta nos puede ser de ayuda para un somero análisis de Voces en off. Así, esta primera catástrofe o “Catástrofe del pliegue”, en su extrapolación semántica, sería de la siguiente manera: a) La semántica de los procesos de aparición o desaparición súbita. Como los parámetros son el espacio y el tiempo, se admiten las dos interpretaciones: desde un punto de vista espacial, la catástrofe «pliegue» simboliza la frontera y los extremos; desde un punto de vista temporal, comenzar algo y finalizarlo. b) Es el arquetipo del nacimiento / muerte. Y también el arquetipo de las fronteras, de los bordes. Define las situaciones en que una corriente se canaliza, de manera que ya no se extiende ilimitadamente, dando lugar al nacimiento de cilindros, de conducciones, de cauces. Especificaciones: a1) Entrar, salir, abandonar. a2) Perder una cualidad estable: casarse, morir... a3) Nacer / Morir; Llegar a / Salir o Arrancar; Alargar / Dejar. b1) Perder / Encontrar. b2) Aparecer / Desaparecer Comenzar / Terminar. (…) Este arquetipo es asimétrico; contiene dos estados que son contradictorios: estabilidad o existencia e inestabilidad o no-existencia. Es, por tanto, la base de la negación, irreductible a su conceptualización lógica. (Pérez Herranz, Fernando-M.: «Lenguaje e intuición espacial») Este espacio semántico es el teatro en el que entraremos al abrir Voces en off, un espacio de frontera, un espacio en que el límite (como también sucedía en Topología) es una constante significativa y simbólica. Es un espacio del que entramos y salimos, pero del que también los personajes se cuestionan continuamente por los conceptos de dentro y fuera (el dentro y fuera de la representación, el dentro y fuera de la casa de muñecas). Y es, por supuesto, el espacio del nacer / morir, del aparecer / desaparecer. Así, tras las primeras páginas en prosa que consisten en la presentación y creación del espacio, del teatro como edificio, pero también del escenario donde tendrá lugar la representación (que es eterna: «Las representaciones se repiten en un ciclo continuo, día y noche, a todas horas».), el Acto I, subtitulado “La libertad del títere (la noción de “acto”)” nos sitúa en una situación originaria en la que se dan todos los elementos semánticos del “pliegue”: arrancar, nacer, salir. Dentro de la casa de muñecas, el títere corta los hilos, como el niño que corta el cordón umbilical. Es un símbolo de nacimiento, entendiendo el nacimiento como catástrofe, como discontinuidad. También puede ser el nacimiento de la conciencia, entendiendo la conciencia como separación, como desgarro. El títere como símbolo del hombre, como personaje que, al mismo tiempo que tiene conciencia y desgarra los hilos que lo mantienen, está limitado y definido por esos hilos: el lenguaje, el ser dado, el espacio en el que ha de desarrollar su acción. Más allá está el silencio, o el abismo, o la caída, o la utopía, el no-espacio donde el títere ya no es títere sino otra cosa. «Queda un hilo. / El que hizo posible desenganchar el resto. / Cómo romperá entonces / lo último que sigue atándolo a sí mismo. // Así se terminaba / y así comienza la genealogía». Parménides, René Thom, Hegel, Goethe, San Agustín… son algunos de los personajes que aparecen sobre el escenario para discutir entre ellos las implicaciones de las acciones del títere, de ese acto de desgarramiento que consiste en cortar los hilos que lo mantienen y definen, y que tanto tiene que ver con la conciencia, con ese límite o frontera por la que el hombre es consciente de sí mismo y, por lo tanto, separado, apartado. La “historia” que se narra en este escenario es la historia, ya lo hemos advertido, del ser: Más tarde es la conciencia la que instaura el principio de la separación interior / fuera ser / no ser” El Acto II, subtitulado “Ser o no ser (el actante en conflicto)” está dominado por la casa de muñecas, y por unos niños en los que adivinamos a los hermanos Trakl: otra forma de plantear los temas de la identidad y la ruptura, de lo que ha de separarse. Y, si llevamos estos elementos a un esquema más sencillo de narración simbólica temporal, podríamos ver que, tras el nacimiento, el parto, el corte del cordón umbilical, entraríamos en el territorio de la infancia: la casa de muñecas, el paraíso de la infancia o el paraíso del amor (incestuoso) por lo idéntico, por el reflejo de uno mismo. Es un paraíso que encuentra como otra topología simbólica, junto a la casa de muñecas, la del tablero de la oca, con lo cual se intenta trasladar el espíritu topológico de las teorías de Thom: todo cambio está previsto, el azar puede formularse y ser definido de alguna manera. Así es el tablero de este juego: un espacio donde el azar y el caos se reúnen y en el que se contemplan todas las opciones; todas las catástrofes están recogidas en esa topología del tablero que abole el azar de los dados, convirtiendo cada tirada en una jugada prevista de una u otra manera. Y la casilla central, el gran agujero o abismo del origen: —Para empezar es necesario un punto de partida. Tal vez también un tiempo y un espacio. Un recorrido. Un orden. —Orden no es necesariamente ni equilibrio ni armonía. —Entrad al laberinto. Quizá no estén en él ni todas las preguntas ni todas las respuestas, pero al menos jugad con el azar y sus misterios para llegar al centro mientras la periferia se va haciendo un ovillo. —La expectativa se enrosca sobre sí, nos quiere hacer creer que el centro es lo inmutable, que todo tiende a él y en él termina. El Acto III, titulado “Los intrusos (el conflicto”) está dominado por los espejos. Aquí el no-ser, lo ajeno, entra en juego para desestabilizar el juego de la identidad donde la reproducción y la repetición se convierten, con la participación de la ausencia, en catástrofe, en discontinuidad: Soy el intermediario de tu prójimo. / El testamento de lo que no ha ocurrido. / El tú inúmero. / El cuerpo de los cuerpos desgarrados que difieren / en la deformación de la inexperta semejanza. / El sin nombre. / Soy aquel que te encuentra y que se evade, el ojo / que da forma a tu absurda realidad domesticada. / Vuelvo para hacerte pensar en lo excluido. / Le dicen esas voces. El Acto IV, titulado “La morfogénesis de la disolución (el arquetipo estructural)” está dominado por la idea de lo vivo, por una definición de lo vivo como lo carnal y temporal sujeto a la disolución y a lo no estable. Aquí toman más sentido que nunca aquellas palabras sobre la aplicación semántica de la catástrofe del “pliegue” que sustentan en gran medida el imaginario simbólico de todo el libro. Me permito repetir la cita concreta en este contexto, para destacarlas: «Este arquetipo (el pliegue es asimétrico; contiene dos estados que son contradictorios: estabilidad o existencia e inestabilidad o no-existencia. Es, por tanto, la base de la negación, irreductible a su conceptualización lógica». Se prepara así la aparición del personaje de la muerte, que deviene sin embargo escena cómica e irónica. Es también, y sobre todo, el acto de las preguntas, de las eternas preguntas sin respuestas, lo que define al hombre es la interrogación, la cuestión, la incertidumbre. La idea de incertidumbre está presente desde el mismo comienzo de la obra, pero es en este acto donde se convierte en el eje central. Por supuesto, toda esta investigación poética y dramática sobre el ser del hombre no puede llevar sino a la incertidumbre, y mucho más aquí, tras la aparición del factor carnal y temporal que viene a alterar los ya alterados intentos de definición estable previos: «Toda pregunta ahonda en una zanja, pero al final del día /sobre las respuestas cae la misma noche». El Último Acto se titula “El hombre superviviente (Histéresis, rupturas y singularidades”, y en él encontramos una especie de conclusión que bien podría servir como auténtico prólogo del libro, o como texto de contraportada. Creo que en las siguientes palabras se resume la “idea” que ha guiado todo el proceso creativo de Voces en off: Tras el hundimiento de los llamados grandes discursos de la modernidad y de los mini discursos posmodernos bien vendrá ensayar una nueva vía. No dejen pasar esta ocasión, pues si ya no hay “razón” ni “modernidad” ni “caos”, como quería la posmodernidad, ¿qué puede haber? Yo se lo digo: no parece que haya otra cosa que soluciones locales, y enigmáticas metamorfosis. Pero, de momento, hay que saber cómo el hombre conserva su identidad a través de su metamorfosis y su catástrofe. Se lo advierto, será un saber apropiado para supervivientes, que es lo que somos todos. En cuanto tales, solo disponemos de un futuro y, aunque sería exagerado decir que no tenemos pasado, la verdad es que nos sirve de tan poco que es como si no lo tuviéramos. Lo único que nos ha quedado como herencia es el nombre de las cosas. Obviamente, el que estas palabras resuman una idea de Voces en off no quiere decir que resuman el libro Voces en off, que puede llegar a abrumar por la cantidad de imágenes, pensamientos, recursos poéticos y no poéticos, imágenes, iluminaciones, juegos, ironías, en este valiente intento de “libro total” que Alejandro Céspedes nos ha entregado. De hecho, tal vez, el único “pero” que se le podría poner a esta obra sería precisamente ese: el enorme despliegue de líneas de pensamiento, de haces simbólicos, de referencias históricas, literarias, filosóficas…, de giros, de cambios de tono, de saltos desde la ironía más distanciada y cínica a las imágenes poéticas más poderosas y bellas. Parece que Alejandro Céspedes ha querido meter todo dentro de este teatro, y tal vez no haya otra manera de hacerlo, cuando de intentar una historia del ser se trata. En cualquier caso, en esta selva de poesía y pensamiento estaremos muchas veces perdidos, y no importará demasiado, porque estaremos siempre ante unos paisajes donde se adivina algo muy cercano a la verdad.
Volveré a unas palabras de Alain Badiou (sí, también aparece él en Voces en off) que me parece que definen muy bien el riesgo que Céspedes ha asumido y que creo que es el que cierta poesía debe siempre asumir si quiere intentar llegar a algo: «Para nombrar un suplemento, un azar, un incalculable, es preciso apoyarse en el vacío del sentido, en la ausencia de las significaciones establecidas, con peligro de la lengua. Es necesario entonces poetizar, y el nombre poético del acontecimiento es lo que nos lanza fuera de nosotros mismos, a través del cerco en llamas de las previsiones». Quedamos entonces, como los “seriófilos”, esperando la prometida aparición del segundo volumen, la segunda temporada, la siguiente catástrofe que, según la teoría de René Thom, es la de “fruncido o cúspide”. |
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