LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
JOAQUÍN PIQUERAS. SELFIES DE UN HOMBRE INVISIBLE (Canalla, Madrid, 2020) por ANABEL ÚBEDA EL GRAN HERMANO QUE NOS OBSERVA Nos adentramos en la oscuridad de la sociedad, atentos a las instantáneas tomadas por Joaquín Piqueras en sus Selfies de un hombre invisible, un poemario de vocación polifónica, con muchos yoes diferentes que se mueven a un ritmo cinematográfico y nos adentran en esos recodos que nadie quiere fotografiar y, muchas veces, tampoco mencionar por su dureza. Son esos “hombres invisibles” los que nos hablan de las injusticias, los castigos y nos dan tenues momentos para la reflexión antes del próximo golpe, sin olvidar el espacio para el amor.
El filólogo y prolífico poeta crea juegos de palabras para titular los diferentes haikus que aparecen tras otras formas métricas como el soneto que se combinan aquí con el verso libre, y que están delicadamente compuestos para ocasionar un efecto de sorpresa o desasosiego en el lector. Ejemplos son ‘Me llamo Gump, Haiku Gump’, que nos retrotrae a la famosa película y en cuyos versos nos encontramos en una carrera constante hacia el futuro: «es la ausencia / de meta la que me hace/ seguir corriendo». O ‘Haiku fiction’, el deseo de derramar las palabras antes que perder el tiempo: «matar el tiempo / sin derramar más sangre/ que la palabra». El concepto de la ‘muerte’ transita el poemario, como una constante, puesto que no debemos olvidar que esta es inherente a la vida, mostrándola desde diferentes planos. Uno de ellos se sitúa bajo los acordes de Garryowen; Piqueras nos lleva a una escena de indios y vaqueros en ‘Breve informe’, donde los indios son los “perroflautas” y los caucásicos soldados, destructores por naturaleza gracias a su progreso, son derrotados: «les ofrecimos reservas, créditos basura / y hasta un lugar en el paraíso». Otro, también de tinte cinéfilo, escrito desde la perspectiva del asesino en ‘Las últimas palabras de Norman Bates a su madre’, donde la noche oscura del alma no es suficiente para que él se arrepienta de sus pecados; en este largo poema recuerda a algunos de sus maniacos compañeros y destiñe su propia fragilidad: «es imposible sentirse culpable / cuando no hay más límites / que las dimensiones de esta pantalla». El desplazamiento del hogar también toma presencia, y encontramos ‘Desahucio’, un soneto sin rima, donde nos recuerda la casa tomada de Cortázar y nos imbuye en el injusto trato entre arrendador y arrendatario, ya sea persona física o entidad, que roba los recuerdos de aquellos más desfavorecidos, pero sobreviven en las paredes del lugar: «que siempre pierden frente al interés / colono que ocupa sus hogares». A lo largo de los versos, se despide un fuerte olor a referentes, pues tiene cabida la metaliteratura y también las alusiones al proceso poético, al mundillo y a la docencia de nuestras letras. Por ello, ‘El impostor’ no es otro que aquel que juega a ser poeta entre falsos halagos, aquel que se contonea a la entrada del Parnaso cuando sabe que ni Cervantes fue valedor del título de “poeta”: «para poder doblar mi ego sobre mí mismo / hasta el punto de rozar con mi ignorancia / los suelos del Parnaso». El yo poético, esta vez sí, nos habla de ‘Enseñar a los clásicos’, un momento catártico en la vida del profesor que referencia a Gerardo Diego, Fray Luis, el Arcipreste y otros tantos que pueblan los libros de texto y son el oxígeno de los aciagos días, el regalo sin fin que nos desgarra y nos motiva. Y volvemos al principio, al amor, que todo lo puede y entre poemas sobre el divorcio y la violencia de género, duros y realistas, donde siempre uno de los miembros pierde, Piqueras deja un espacio para homenajear a amigos como Ángel Paniagua, hablando del deseo desde una perspectiva humanística; a María Teresa Cervantes, el referente inquieto que siempre vuelve a la infancia; y brinda la memoria de las notas de Amador Blaya. Sin olvidarse de esa pequeña parcela, referida a la espera del amor con que abre el poemario y que es ventana a la esperanza, a pesar de la observación continua de los golpes de la vida: «puede que no lo creas / pero escribí estos versos para ti / antes de conocerte».
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PACO INCLÁN. DADAS LAS CIRCUNSTANCIAS (Jekyll & Jill, Zaragoza, 2020) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Circunstancia 1. Condición o característica no esencial (de tiempo, lugar, modo, etc.) que rodea a una persona o cosa y que influye en ellas o en hechos relacionados con ellas. 2. Estado o condición de una persona o cosa en un momento determinado Formas de empezar un libro Abrí el libro de Paco Inclán por un relato titulado ‘Exaltación de la ausencia’. Circunstancias y trabajos personales me hicieron interesarme por ese título que me llevó al relato en el que el protagonista (el yo del autor) viaja a la ciudad de Veracruz, donde se celebra un acto, perfectamente ubicado con un mapa, en el que conmemorar el hecho de que la mayor figura mítica de México nunca estuvo allí. Una investigación minuciosa y una película llevarán a esa conclusión. No importa el final, ni si se cumple la tesis, importa el recorrido, lo que ocurre por los lados. La peregrina celebración, y todo eso que se desborda en un acto semejante me arrastraron. No empecé el libro por donde debiera, o sí, dadas las circunstancias. El caso es que no me importó, que leí sorprendido y divertido el relato hasta el final, y que me di cuenta de que iba a ser un feliz hallazgo. A vueltas con la autoficción: Llevamos muchos años y autores utilizando un término denostado en ocasiones, en otras salvador de la novela, pero siempre vivo, que es la autoficción, y el propio autor ha reconocido que él necesita haber estado en un lugar para hablar sobre él, y además en primera persona, con su yo protagonista, reconocible. Es evidente la utilización de las experiencias personales para el hallazgo del relato, de las situaciones adecuadas. Datos, mapas en cada relato, ubicaciones exactas de los lugares clave nos llevan a ese territorio de absoluta realidad; pero en lo que ocurre, en los acontecimientos, personajes, o en la misma reflexión del yo protagonista nos encontramos bien con una ficción, una ficción sobrevenida, o con el absoluto deseo de que lo sea. En cualquier caso llegamos a la conclusión de que nos importa poco saber qué o cuánto es real y qué ficción. Modos de viajar / Maneras de estar en el mundo. Paco Inclán se plantea una meta, un objetivo de un traslado o una estancia, no tanto de un viaje, con la idea de que las cosas pasen mientras se intenta llegar. Serendipia, encontrar o buscar, parece evidente una actitud pendiente de dónde pueda estar lo interesante y dónde no. Paco Inclán está abierto a la búsqueda en el entorno y sus contornos, a la observación atenta, a escuchar en las mesas de los bares, en el público de una conferencia, en los habitantes de un pueblo, con el afán de un fotógrafo que busca el personaje decisivo o el asunto decisivo, que busca el protagonista o el autor proyectado y reflejado. Lo más importante, lo que más nos deja, es el camino más que el destino, más que aquello a lo que queríamos llegar. A partir de un deseo se encuentra lo imprevisto, lo ridículo de las situaciones, el particular humor del autor, y, conforme llegamos al final, es lo trágico de todo lo que se convierte en inevitable. Ahí veo lo más interesante, lo más actual de Inclán, la persecución de algo tal vez sin importancia que construye un relato importante. O la persecución de algo importante, de lo que pueda ser grande, pero que acabe en el fracaso o que ni siquiera importe si acaba o no. El camino del hallazgo se parece al del artista, y eso me alegra. Dado que los lugares que visita son lugares que se nos han trasladado llenos de tópicos, y dado que estos relatos no son crónicas de viajes, lo que aparece en ellos tiene que ser lo que se evade de lo conocido hacia lo que está oculto a la mayoría, las infrahistorias llenas de vida cotidiana y conocimiento pero también de crítica social o personal, de mostrar lo que queda tras el paso de las grandes teorías, la huella real de las cosas en los márgenes, en personajes periféricos, trabajadas con mucho humor e ironía y no exenta en ocasiones de mucha tristeza. Lenguaje y territorio
Hay una especial predilección de Paco Inclán por el lenguaje, entendido éste como territorio, a pesar de que esos territorios apenas se dibujen en algunos mapas y no estén habitados, sea el esperanto y su extensión en el mundo o el erromintxela y su último hablante, quizás éste mi relato favorito, donde se busca al último hablante de una lengua que mezcla el euskera con el romaní traído por los gitanos nómadas y que deciden asentarse hasta su asimilación. También el lenguaje aparece como vehículo que lleva a los equívocos de Plutón, el planeta enano y las dobles acepciones de esa palabra, lo perdido en la traducción y lo escuchado en las cantinas y tabernas; junto a la obra de Arnau de Vilanova y su lectura, la escatología propia del protagonista; y también el lenguaje de las imágenes terribles de las matanzas de guerra junto al lenguaje de la gastronomía siria. Pero sobre todo hay un magnífico uso del lenguaje en la propia escritura, perfecta en el uso y en los giros, en el humor y el asombro contenidos, en la estructura de cada relato y en la manera de llevarte sin caer en lo previsible, en trucos ni sorpresas fuera de lugar. Más que “aquello”, de lo que Paco Inclán demuestra que sabe mucho, se convierte en igual de importante “el escribir de aquello”. Lugar especial ocupa Cuba y sus personajes. Aquí aparece (en todos los relatos del libro, pero más en los cinco que componen este capítulo Pasajes cubanos) una observación de los acontecimientos y un tiempo distinto en el que todo se vuelve más lento, más aún desde la posición del visitante, observador atento y sorprendido. Allí aparece una visión de la revolución desde el ahora, abocada inevitablemente a la decadencia, a esa historia contada desde un particular Vladimir-Che Guevara instalado en vivir una macro historia a la que no alcanza; una librería que dibuja el lado triste y anticuado de la solidaridad; el lenguaje de un chiste que hizo morir a Julián del Casal; la historia idealizada de un encuentro-desencuentro de turistas; y lo que tienen que contar los cubanos, por fin un chiste. Es inevitable que el tiempo se convierta en una circunstancia más, tanto por su paso como por su revisión. Esta aparición variable del tiempo está en Cuba pero también está en su Viaje al país del esperanto en una noche, su aceleración en ‘La escatología en la obra de Arnau de Vilanova’, el encapsulado histórico en ‘Exaltación de las ausencias’, su personalización en ‘El hombre del tiempo’. Y si cuando acaben todavía se preguntan si algo o nada será verdad en todo esto, ya se lo pregunta el propio autor: —Oye, pero... ¿Cuánto de verdad hay en esto que me estás contando? —le pregunto (no me ha contestado). GEMA PALACIOS. LUMBRES (Polibea, Madrid, 2019, IV Premio Javier Lostalé de Poesía Joven) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO EL LATIDO DE ENTONCES La poesía de Gema Palacios rastrea los temblores del cuerpo en búsqueda, paciente y firme, de los estragos de la pérdida. Sin embargo, como esta ya ha sucedido de una manera tan lenta, y drástica, en la medida en que ya no es posible retroceder, solo queda captar, casi fotografiar, los detalles y afectos desapercibidos en nuestro día a día. Ahí empieza Lumbres y, con el poemario, una indagación trascendental que profundiza en la necesaria relación de lo físico y la naturaleza. Porque, he aquí su razonamiento: hubo un tiempo en el que estaba todo ligado. En efecto, el desarrollo de las nuevas tecnologías, con su modo de comunicación virtual, ha cambiado la forma en la que nos relacionamos, pero ¿son peores? Las nuevas generaciones le conceden el mismo grado de realidad a una partida online que a un paseo. Lo que sí puede producir, en ese caso, es una desconexión con su entorno más inmediato. Así pues, el poemario despliega una serie de composiciones, muy cercanas a los epigramas, que se asemejan, como su título indica, a pequeños fogonazos alrededor de una hoguera. Instantes breves, pero muy cercanos entre sí, a medio camino entre lo lírico y lo conversacional, que buscan la implicación del lector. Su función evocativa no es, exclusivamente, lingüística, ya que también se erige como un recetario con consejos, y recomendaciones, para sobrevivir. En parte, esto sucede debido al carácter mínimo de los poemas, que demuestran, de nuevo, el poder camaleónico de la voz de Gema Palacios para nombrar, y diseccionar, desde diferentes puntos de vista. En esta medida, no son simples abstracciones, o reflexiones, como suele ocurrir a veces, sino realidades que esta autora, desde su posición literaria, nos llama a cumplir. El resultado, nunca mejor dicho, habla por sí solo: la recuperación de la esencia del discurso, sin ningún tipo de artificialidad o teatralidad. A esto ayuda que, aun encarnando solo lo necesario, el lenguaje teja una red de vínculos que se van acumulando. De este modo, palabras como cuerpo, luz, o piel se van resignificando conforme transcurre el poemario. La indagación en la herida, por tanto, abre la polisemia de las palabras creando asociaciones libres, etéreas. Es, en realidad, un viaje que el lector hace junto a la autora y su discurso infraleve, potente y diáfano. A su vez, el viaje hacia el interior de las emociones, sin el cariz cursi que tantas veces hemos leído, se complementa con otro en altura desde la madriguera al nido, según las tres partes en que está dividido. En ese sentido, es también una metáfora que nos invita a dejar el espacio seguro en el que nos hemos acomodado: como los pájaros, ha llegado el momento de volar y aventurarse en lo desconocido. Aunque no haya escapatoria, el intento y la catarsis meditada sólo posible mediante el contacto con lo natural, muestra que un crecimiento personal es permisible. No es el propio de un emprendedor, o de una psicología de autoayuda. Requiere sacrificio, sufrimiento, porque todavía alrededor de la lumbre, sea esta una fogata o una ventana, necesita de la luz que, como en un cuadro de Caravaggio, nunca se sabe de dónde viene. Ahí termina Lumbres: en el pánico confuso de andar a ciegas por la vida.
RAQUEL JADUSZLIWER. ÁNGEL DE LA ENUNCIACIÓN (Barnacle, Buenos Aires, 2020) por LUCAS MARGARIT TODO PERTENECE A LA SOMBRA Cuando enunciar se vuelve una creación de la imagen nace una pregunta: ¿cómo representar el olvido y el origen? Una visión que atraviesa cada una de las palabras y crea orificios para espiar siempre ese otro lado, allí donde la naturaleza se vuelve oscura. Ver las cosas invertidas y ver cada objeto como una piedra nueva donde la sensibilidad se explaya entre la distancia y lo que no puede ser sacrificado.
El nuevo libro de Raquel Jaduszliwer se asoma siempre por esos barrancos a través de los que las impresiones se abisman y se transforman. Hay árboles, muchos árboles que estuvieron en el centro y en el origen en cada una de las creencias, pero también en los márgenes de todo Paraíso. El árbol que fue centro en ese Edén desarmado y en ruinas, un cielo aniquilado que continúa entre las sombras múltiples de las palabras. Por ello se produce la búsqueda a través de la enunciación que nos lleva por un camino con árboles diferentes y semejantes. allá donde los árboles prefieren no haber nacido árboles ni morir como árboles (p.7) las cabezas más altas que son las de los árboles lloran por los perdidos pensamientos (p.51) Los árboles que son así centro y margen a la vez de cada experiencia y de cada susurro. Árboles que atraviesan este libro para guiar a los ángeles y poder saber cuál es la palabra que los llama por su nombre. Cada cosa es necesaria para poder enunciar, aunque sea un nombre, para que ese ángel que se acerca como se acerca el silencio enuncie otra vez. Ya no puede anunciar porque no hay sucesos ni primicias... Tiene la vista dirigida hacia un pasado remoto, el pasado de la caída. ¿qué, acaso no sabías que en el origen nos atraviesa un rayo y nos perfora un orificio al centro? (p.12) Este volumen de poemas es también un libro de preguntas y cada afirmación se da no como respuesta, sino como una presencia o experiencia física, experiencia corporal, de cada imagen que se desliza frente a los ojos, como una epifanía: «aparición eterna y fugitiva / pasa un ángel de agua / resplandece», imagen que, como un haiku, se retrotrae al hábito y al fracaso de querer conocer lo eterno. Por ello los árboles son parte ineludible de la presencia que regula la eternidad. Por eso son necesarios para la palabra. Ángel de la enunciación es también un libro que expone una serie de pasajes y paisajes oscuros. Es en esta serie de oscuridades donde vemos cada una de las apariciones y donde brillan más descaradamente las enunciaciones de los declives y aciertos. Todo está dispuesto fuera del Paraíso. Todo se construye como la imagen que Caravaggio quiso recuperar del pasado y de la oscuridad: Caravaggio, que no conocía la hora ni la fecha ni circunstancia alguna de su futura muerte lo registraba todo en la tiniebla lugar de donde emergen las apariciones (p. 22) Y hablar en las oscuridades es también preguntar por cada una de las palabras que son dichas en cada verso y en cada poema. Donde no hay repetición, sino “alumbramientos” y perseverancia. ¿Quién enuncia cuando habla el ángel que se disemina como un bosque o un cadáver? Y volvemos nuevamente a pensar en aquello que tiene un nombre impronunciable, no porque no podamos decirlo, sino simplemente porque fue olvidado. Y siempre recordamos otra cosa, otra palabra, otra intuición. Así la diáspora se presenta también como el signo de que hemos dejado atrás un territorio y un lenguaje que no nos correspondían. y ese rumor larguísimo impronunciable como el nombre de dios le va dando a las cosas un aire lento de funeral antiguo (p. 51) Y así se construye un tono de tristeza que nace de girar la cabeza y observar cada paraíso y todas las herencias que se han perdido, que como cosas lejanas no dejan ni siquiera un eco donde apoyar la voz. Un nuevo credo que nace con nuevos atributos y rituales. Todo pertenece a la sombra porque ya no hay jardines, por eso Jaduszliwer recrea en diferentes tonos de luz cada palabra que se ha incendiado o cada palabra que se ha ahogado. Una enunciación y una catábasis donde nos reconocemos en los intersticios y en las grietas cubiertas del oro que ya no brilla, que se ha guardado su resplandor para observar una vez más el jardín del que se aleja. Tristeza, nostalgia y noche se entrecruzan y se juntan como rebaños en un campo desolado. Eso es lo que nos declara. En estos poemas se nos habla como huérfanos que podemos comprender ese páramo que acumula imágenes y palabras. Enunciar es esperar un eco o ver cómo cada verso se proyecta en este desierto que nos propone la poeta. De la noche es que emergen los restos de la infancia un eslabón perdido atado a lo perdido de avanzar en su agua vería el surgimiento vería salir a flote el cuerpo de la criatura ah, verla salir así brillante a la superficie reanimada fabuloso animal de las inmensidades y el olvido. (p.74) Y encontrar cómo decir es encontrar otras palabras, las que desconocemos y vamos aprendiendo en cada verso, las que están dirigidas a los callados y a las cosas que guardan el instante de la enunciación y guardan sus nombres bajo el sello de los que ya no hablan: Y era como si hablara en lenguas; no, era más bien como si hablara en una lengua muerta una lengua olvidada que se habla a sí misma o como se le habla a un huérfano o quien sabe como si nada aconteciera entre palabras sino lejos de ellas, en el mundo de las cosas lejanas las perdidas galaxias la sombra de los existentes. (p.28) El libro de Raquel Jaduzsliwer es un recorrido por aquellas zonas y círculos secretos que recuperan la voz del ángel, el que sobrevive. El mensajero que alumbra y crea sombras. Pero también es una reflexión sobre cada una de las palabras que se dispone sobre el papel, sobre cada sentido que las cosas oscurecen y olvidan. Hay una historia detrás de cada poema que resguarda el valor de la memoria y del fragmento y que busca una palabra que pueda sorprender. Una historia que nos devuelven esos “animales fabulosos” que lejos de tener o ser una palabra nos invaden como señales de una poesía en lo deshabitado y en lo nuevo. El ángel de la enunciación es un libro donde se recrean los mitos, las herencias en un teatro de sombras y en la sombra; que limita cada imagen con el sonido impreciso del mar y del murmullo. Un libro para imaginar durante la noche. SERGI GROS. HISTORIA DE LA MÚSICA SOBRENATURAL (La Garúa, Santa Coloma de Gramenet, 2019) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Silencio, dice en las salas de las bibliotecas. En las sociedades actuales occidentales se tiene, se ha creado una obligada actitud de aislamiento en muchas de las actividades que se consideran individuales, de desarrollo personal. Se quiere silencio en el cine, en el teatro se exige un público casi ausente, que no se vea ni se oiga. Y naturalmente, en un concierto de lo que llamamos música clásica se pide un respeto religioso, se busca que seamos uno escuchando. También en la lectura buscamos una situación de silencio que nos permita escuchar una lectura que hacemos en silencio, sólo para nosotros. Las normas sociales nos llevan a actuar como si no estuviéramos, con una sacralidad del acontecimiento por encima incluso de nosotros mismos. Se sabe que esto no fue así siempre ni en todos los casos. Sobre todo no fue así en el caso de la lectura, que se hacía en voz alta, aunque solo fuera para uno mismo. Hacerlo en silencio no es algo tan antiguo. El texto era sagrado, pero su escucha también lo era, y una de las razones era captar por el oído la musicalidad y el ritmo de los textos, asumiendo una presencia poética en todos ellos. Cabe recordar que en la Grecia clásica se reunían sin distinción la poesía, la música y la danza, y siempre la poesía por encima de todas las artes. Y siempre dependiendo de su oralidad. La poesía era oral o no era.
Ahora leemos en silencio, y sabemos disfrutar igualmente del ritmo y la música asociados a la poesía, inherente a ella, y a muchos otros textos literarios. Pero es en la poesía donde se siguen dando recitales, porque junto al teatro es el reducto de la oralidad de la literatura. No tenemos tanta costumbre, como la hay en las culturas anglosajonas, de la lectura por el autor de fragmentos de sus novelas y relatos, y tal vez deberíamos hacerlo. Pero seguimos asumiendo solo la poesía como algo recitable, musicable y público, donde escuchemos una interpretación, la correcta si es el autor el lector, aunque después leamos en silencio y nos convirtamos también nosotros en intérpretes del poema. Historia de la música sobrenatural se mueve en la unidad de música y poesía, en la capacidad de la poesía de ser música, de ocupar el lugar de la música, ser música en su oralidad. La cita de Paracelso con la que Sergi Gros abre el libro ya incide en ella como el arte capaz de mantenernos entre los hombres, despejados los sentidos, la música capaz de dar alegría, paz, unidad, pureza y honorabilidad, capaz de curarnos la melancolía. Con este título es evidente el camino por el que quiere transitar el libro, pero sin hablar en puridad de conceptos musicales, sino acudiendo a los efectos psicológicos, esos que no se rigen por leyes naturales, que produce la relación con el otro, sea este otro u otra la música o la pareja. Sergi Gros recurre a los contenidos simbólicos, no metafóricos, que van a aparecer una y otra vez, conservando en la lectura el ritmo poético, visual y musical. Este es un libro construido como una continuidad, como un largo poema con una estructura que nos va a llevar a la lectura enlazada de los poemas, que a pesar de su individualidad se deberían leer de una vez. No hay títulos, solo números para cada uno de ellos, pero además, cada poema breve, muy sintéticos, no más de ocho versos, y solo en algunos, termina con una “coda” de dos versos en cursiva, como una segunda voz que aparece en la contrapágina par y que resumen las dominantes del poema en una construcción plenamente musical. Y no solamente termina el poema-fragmento, sino que lo relaciona con el siguiente (en la página par aparece los dos versos en cursiva del anterior, y en la impar el siguiente). Una lectura completa del poemario nos dará cuenta del alto contenido musical del mismo. Sergi Gros utiliza un lenguaje altamente depurado, muy desvestido de adornos y llevado hacia la esencia que hace que por un lado la lectura sea suave gracias a las cadencias rítmicas que me hacen recordar el “fraseo” en el jazz, y que por otro, temáticamente, esos ritmos se mantengan e intensifiquen por la creación de imágenes potentes. Las imágenes y los símbolos dan un contenido narrativo a una poesía que no lo es, porque la poesía de Gros no es narrativa, yo diría que es casi visual por la enunciación, algo que los artistas plásticos usamos en los libros de artista, pero que esta vez son imágenes poéticas que se escuchan porque lo que recupera Gros es la oralidad de la poesía. Hasta los versos que llamo “coda” pueden recordar a una segunda voz o a un coro griego. También, puestos a recordar hay algo de la poesía japonesa en su síntesis, o de Gamoneda en el sentido de tránsito y vida. Nuestra obsesión por permanecer más allá del tiempo convenido. Del mismo modo que permanecen los metales. Nuestra escasa durabilidad. La tristeza resultante. Nuestras manos sobre el bronce. Nuestra vida prorrogada. Pero, además, el libro se convierte en un acto de amor. Leamos como queramos, el acceso a la belleza, la entrega o el puro amor están en todo el sistema de relaciones: no existe el yo como tal, sino el tú y el nosotros, el yo siempre en relación, entregado al fuego y al incendio, a la vibración, a la permanencia y a la luz. Y, sobre todo, a la palabra. Léanlo en voz alta. Tantas guerras perdidas de antemano por el sobrevenir de la belleza. Por la omisión voluntaria de tus palabras de asalto. Por amor. Por simple delicadeza. Tantos fuegos abandonados donde no podían arder. Tantas ciudades incendiadas. Tantísima luz en tus ojos. ALEJANDRO MORELLÓN. CABALLO SEA LA NOCHE (Candaya, Barcelona, 2020) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Caballo sea la noche es un laberinto, en todos los aspectos de su composición. En primer lugar, lo es en su concepción espacial. Una madre, Rosa, y su hijo, Alan, viven en una casa de la que nunca salen. Se cruzan pero apenas se hablan, se miran desde el fondo del pasillo, se evitan, se ocultan, dan vueltas sin encontrar la salida. La casa, los recovecos, el cuarto de la lavadora, el pasillo, las luces apagadas, la oscuridad, son las ramificaciones de este laberinto en el que Alejandro Morellón ha situado a sus personajes. Por definición, un laberinto es un espacio en el que hay una salida, así como la dificultad de llegar hasta ella: hay que recorrer infinitos pasillos, hay que perderse una y otra vez, volver a pasar por el mismo sitio, hasta que se encuentra la salida. Pero, sobre todo, en un laberinto, el destino de las víctimas es el minotauro a cuyo bestial apetito se sacrifican las jóvenes vírgenes de la polis. En este opresivo espacio que ha creado Alejandro Morellón, el minotauro está presente en cada rincón, en cada bifurcación: está fuera de la casa, pero dentro de Alan, y dentro de Rosa. Todos son víctimas de ese omnipresente y omniausente minotauro: porque el ausente continúa y sigue siendo por sí mismo, pero en los otros permanece.
También es laberíntico el tiempo. No hay orden, no hay semanas, no hay días, ni meses. Solo hay un presente eterno en el que desaparecen las indicaciones que nos ayudan a avanzar, a encontrar la salida. El tiempo existe siempre pero nuestra relación con él varía tanto que parece que haya dos, diez, multitud de escenarios diferentes y desemejantes entre sí, el tiempo de antes es un tiempo antagónico del de ahora, aunque todos sean el mismo, aunque esta casa sea la misma casa. La casa se come el tiempo, lo hace desaparecer: la ausencia de salida ha eliminado el futuro de la ecuación temporal: solo hay un antes y un ahora. No hay un después, no hay un mañana, solamente hay pasillos temporales llenos de recuerdos y de confusiones sobre lo que fue, lo que no fue, lo que podría haber sido, lo que nunca tuvo que haber sido. Esta casa, suspendida en un tiempo brumoso, convertida en un laberinto por el que los dos personajes giran eternamente como en un purgatorio es, también, una casa encantada. Tiene algo de casa gótica, pues está habitada por fantasmas. Hay dos fantasmas presentes, y otros dos fantasmas ausentes. Alan, el hijo, es el fantasma de sí mismo, el espectro de lo que fue Alan en otro tiempo, en ese antes que no es el ahora laberíntico que habita. Como buen fantasma, ronda los pasillos de la casa, se deja ver, pero no habla con nadie, se esconde, gime en las noches porque es un alma que ha perdido la vida y ha perdido la muerte y no encuentra la salida del laberinto. Alan es un fantasma para sí mismo: salí sin carne, sin materia, mi cuerpo reconvertido en una nebulosa que se dispersaba a lo largo del pasillo, flotando a la deriva como calima en medio del bosque, adentrándome en lo más nuclear de la casa hacia el cuarto de estar. Y es un fantasma también para su madre: me sudan las manos cada vez que mi hijo sale de su habitación, casi siempre con el caminar lento y narcoléptico, en una actitud fantasmal, porque parece que en lugar de andar se arrastrara, como si no quisiera pertenecer al mundo (...) no puedo mirar a mi hijo, porque no quiero tocarlo, porque prefiero revivirle por los recuerdos que me quedan de él. Los fantasmas vagan por su laberinto cargados con su culpa. Es la culpa lo que los retiene en la casa, lo que no les deja encontrar el mañana, el futuro, la salida. Cada uno tiene su culpa y cada uno de estos dos fantasmas presentes tiene su modo de evitarla: Rosa, la madre, ensimismada con sus álbumes de fotos, encerrada en ese pasado antes de ser el espectro de culpa que ahora es; Alan, el hijo, perdido en su identidad. También es la culpa lo que hace que estén ausentes los otros dos fantasmas: Marcelo, el padre, y Óscar, el hermano. Su ausencia de la casa los hace más presentes: ellos, su ausencia, son la verdadera casa. Ellos son la culpa, los fantasmas de la culpa que no dejan salir a nadie de este laberinto. No hay narrador, claro. No puede haber una voz de narrador en un laberinto, porque entonces conoceríamos todos los caminos y la arquitectura. Hay dos voces solamente. La madre, el hijo. Rosa, Alan. Ariadna, Teseo. Hay dos voces, y hay solamente cinco capítulos, y cada capítulo es una sola oración. Cada una de las cinco frases que componen la novela son cinco pasillos del laberinto. No van a ningún sitio: tienen un emisor, pero no tienen receptor: son palabras que no encuentran su salida, que giran sobre sí mismas, que se pierden y que pierden al lector, que lo llevan dando vueltas y más vueltas para que vayamos conociendo las estancias y los horrores, la huella del minotauro y los cadáveres de sus víctimas. La voz de Alan no es la voz de Alan, es la voz, a secas. Es un lenguaje que escapa del hijo, porque el hijo no es el hijo sino un fantasma que no encuentra su lugar, su identidad. «La palabra poética ya no es la palabra de una persona: en ella nadie habla y lo que habla no es nadie, pero parece que la palabra sola se habla». Esto decía Maurice Blanchot hablando sobre la poesía. Y Caballo sea la noche es, ante todo, una novela poética. Pero no es una novela poética por adorno o voluntad de estilo: hay una justificación esencial, está en el mismo origen de la novela y del personaje de Alan que su voz sea poética: porque Alan no es nadie. Su palabra no es la palabra de una persona: Quise ingresar de nuevo en la noche para evitar el rostro de mi madre, el de mi hermano, el de mi padre, e intercambiar los afectos y los defectos de mi familia por una presencia redentora, reemplazarlos a todos por el cuerpo soñado de la bestia: un caballo blanco, descomunal, como un rey pálido bajo la tormenta (...) quise dormirme hasta el final de las cosas e invocar una oscuridad en la que no se leyera mi nombre. Usamos la poesía para nombrar lo que no se puede nombrar, lo nefando. Lo que no tiene nombre nos lleva a esa noche en la que una cosa puede ser una cosa y su contraria: una noche puede ser un caballo, por ejemplo. Las cosas que han quedado fijadas por una palabra están definidas. Y Alan quiere huir de su nombre, de lo que ese lenguaje pactado entre todos, el lenguaje llamado “denotativo”, ha decidido que él es, lo que su hermano le dice ante un espejo ante el que fugazmente aparece el minotauro. Por eso ingresa en la noche de la poesía, por eso la voz que sale de él ya no es su voz, sino una voz que vaga suelta entre imágenes donde las cosas son y no son, laberínticamente. «La imagen resulta escandalosa porque desafía el principio de contradicción: lo pesado es ligero. Al enunciar la identidad de los contrarios, atenta contra los fundamentos de nuestro pensar». Eso decía Octavio Paz. Y eso quiere la voz de Alan, evitar un fundamento nefando de nuestro pensar, evitar una palabra, cubrir esa palabra con el laberinto de imágenes: porque si la tiniebla se hizo fue por la mirada sobre el acto y no por el acto en sí mismo, por la palabra y no por el afecto. Es casi imposible presentar Caballo sea la noche sin desvelar elementos importantes de su trama que pueden arruinar la experiencia lectora. Sobre ese tabú central del spoiler está escrita esta reseña, que también se deja llevar por lo poético y recurre a una imagen, la del laberinto, para decir una cosa y la contraria, para convertirse en un pasillo más, que muestre sin mostrar. Solo queda recomendar al lector que se pierda en este terrible y hermosa noche de voces y secretos. JOSÉ LUIS PIQUERO. TIENES QUE IRTE (Isla de Siltolá, Sevilla, 2017) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO EL SECRETO QUE NO ESTÁ EN LOS LIBROS La trayectoria literaria de José Luis Piquero demuestra, por sí sola, que es posible conciliar el dolor con su depuración poética. No en vano, el malditismo, como corriente, ha colocado siempre el foco en algo tan común como evidente: vuestro dolor no es nada comparado con el mío, pobres mortales gozosos. Ya los cambios sociales, llenos de ofendiditos, relatos de trastornos nerviosos, traumas infantiles y amores imposibles, parecen contradecir esta tendencia. No obstante, si hablamos de poesía, la aparente profundidad de lo dicho queda, muchas veces, para desgracia de sus seguidores, compensada por la superficialidad del resultado. Ese exceso, por tanto, queda como una parodia del propio autor, y si tiene la suerte de no ser hermético, digámoslo sin más: las metáforas sobre el tabaco, las drogas y el sexo sucio no aseguran demasiado, al menos hoy en día. Tienes que irte, afortunadamente, participa de una visión poliédrica, más o menos acentuada dependiendo del poemario, especialmente en El fin de semana perdido (DVD, 2009), que va dando cuenta de un pasado extraño, placentero, y oscuro. Vista así, la obra de Piquero parte, en un viaje de ida y vuelta, desde un sentimiento o situación enigmática, que rodea y fragmenta en sensaciones, donde, filtrada por los breves y efímeros momentos de recreo, acaba ensombrecida y, en cierto modo, devastada, sobre todo en este último poemario. Sin embargo, no por más sombras, hay más luz: estas esconden, a su vez, otros detalles, de manera que la comprensión total nunca es posible, así como el retrato completo de su autor. El distanciamiento del objeto poético, por muy autobiográfico que sea, es una de sus claves y, como consecuencia, uno de sus logros personales en el panorama poético actual. A través de anécdotas y experiencias, aparentemente intrascendentes, podemos asistir a un examen concienzudo e implacable de la condición humana. En ella, las certezas se vuelven difusas, y en los versos aflora la incertidumbre. Puede que haya mentiras, ¿pero se notarán? Es imposible mantenerse coherente toda la vida, nos diría Piquero en la lejanía. Cuando la pérdida es grande, en algunas ocasiones, el mensaje es honesto y triste. Algunas veces puede ser hasta enigmático, si el poeta asturiano usa a Ulises, o el cíclope, como figuras enmascaradas. Sea como sea, en el momento en que entra en juego la fuerza de lo erótico, la agresividad inunda el poema y el sentimiento queda despedazado, a su manera, como huella del intento de la mente por domesticar un impulso emocional violento que nunca llegó a comprender del todo. VACÍO DE RAFAEL SUÁREZ PLÁCIDO
Se me ocurre que no tenía muchas ganas de vivir. Y es mejor no pensar qué medidas podía haber adoptado: nuestra devastación y sus rayos letales enrareciendo el aire Dios sabe cuánto tiempo, mucho después de él. Terrible que la herida de su muerte nos ahorrase esa herida. Y luego está el asunto de la literatura. También es un motivo para vivir, no sé si suficiente. Hacia el final, de sus poemas sólo le gustaban unos pocos. Un hombre necesita una tarea, como contar su historia. Y eso es algo que ahora ya nadie puede hacer por él. Ni siquiera yo mismo. Supongo que esto es lo que ocurre siempre: ese silencio sordo de todo lo que ya no hemos hablado ni hablaremos. Y yo quiero entender mi propia pena. Hay muchísimas cosas que no diré jamás porque sólo podía decírselas a él. Es su hueco de mí. Dicho esto, la vida no prosigue, porque es otra, y el que yo era con él ya se ha desvanecido (no habré de defraudarle, no me verá faltar a mi conciencia). La espantosa añoranza del futuro amputado: las palabras, la historia, los poemas, cuanto no seré yo y no será él. Y hasta, en las noches malas, su otra muerte. |
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