LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
RAMÓN MUR. EL SUEÑO DE KIL. ALS 30 ANYS DE LA LLIBRERIA SERRET (Onix, Barcelona, 2015) por JAVIER ÚBEDA IBÁÑEZ & JORGE CERVERA REBULLIDA Ramón Mur Gimeno (Pamplona, 1944), autor, entre otras obras, de las novelas Huellas de herradura (2009) y Sadurija (1990), es un periodista que escribió para Deia o El correo de Bilbao, y también trabajó en otros medios audiovisuales. Forma parte de diversas entidades culturales del Bajo Aragón (desde el año 2002, comarca aragonesa en la provincia de Teruel. Su capital es Alcañiz) y es conocido por dedicar su tiempo y esfuerzo a dar a conocer todo lo que de bueno ofrece esa tierra. Estas páginas son, tal y como relató Mur, «un conjunto de crónicas inventadas sobre el Bajo Aragón, ambientadas en 1913 y en la época actual». Él mismo nos dejó una metáfora que ilustra bien su formato: «Si fuera un cuadro, sería un collage de novela, ensayo y crónica». Este libro nació cuando Octavi Serret, dueño de la librería Serret en Valderrobres (Teruel, España), en el enclave del Matarranya (comarca aragonesa de la provincia de Teruel. Su capital administrativa es Valderrobres), anunció su propósito de convocar un concurso sobre literatura rural. Tristemente, esta andadura comercial llegó a su punto final en 2020 debido a la caída de las ventas, lo que coincidió con sus cuarenta años de vida. Entre sus paredes tuvo lugar una intensa labor de activismo cultural, con presentaciones de libros, coediciones, jornadas, clubes de lectura y premios literarios en los que se empleaban las tres lenguas de Aragón: castellano, catalán y aragonés. Serret, que fue merecedor del Premi Nacional de Cultura de la Generalitat en 2009, el Búho en 2014, la Cruz de San Jorge en 2017 y el Cepyme Teruel en 2018, ocupa hoy sus días en el local de su antigua librería, reconvertido en tienda de delicatessen, ofreciendo productos locales. No olvidó su amor por los libros, y tiene una marca propia, Camins Serret, para continuar organizando actividades literarias con escritores. Al mismo tiempo, dedica tiempo a la gestión cultural mediante la asociación Ilercavonia Terra Nostra (entidad que se inició en 2015 en Tortosa, municipio de la provincia de Tarragona, en la comunidad autónoma de Cataluña en España). Puede que lo más indicado sea presentar a los tres personajes que vertebran la novela que no es novela, por su carácter collagiano, y que son, en cierto modo, quienes sostienen el edificio. Así pues, comenzaremos por Marcel Llompart, que es un homenaje al citado Serret. Llompart tuvo una cadena de zapaterías en Barcelona y otras ciudades. Va al único bar del pueblo dos veces al día, a la hora del vermut, que ya ha llegado la prensa, y después de comer para tomar un café y volver a leer los periódicos, en un entorno donde «la taberna es más importante que la escuela, el consultorio médico, la tienda o la iglesia». En lugar de acudir al que es el pueblo de su mujer a enclaustrarse y vivir una jubilación plácida, sí, pero anestesiada, Llompart sigue lleno de vitalidad y proyectos. Para ello, se fija en qué puede dar la tierra que lo rodea que sea susceptible de forjar un negocio, y llega a la conclusión de que quizá el mimbre y la cestería fueran los emprendimientos idóneos. Todos lo vieron una idea disparatada, pero él, lejos de desanimarse, compró bancales a bajo precio y puso los mimbrerales, los abasteció de agua apropiadamente, instaló la factoría en unos viejos pajares y utilizó los viejos lavaderos para su tratamiento. A los dos años pudo recoger su primera cosecha. El negocio funcionó muy bien y fue creciendo y dando empleo a una zona que lo necesitaba. Se percibe que Mur siente franca admiración por quienes inician un negocio en lugares apartados y luchan por él. Llompart comparte conversaciones, impresiones y proyectos con Pere Rebled, trasunto del propio autor y personaje completamente ficticio, un recurso que se permite el escritor para apuntalar en el libro una amistad que se basa en remar a contracorriente, ya que ambos personajes comparten una visión nada convencional de la vida y detestan los comportamientos acomodaticios. Finalmente, a la pareja se une Kil Bayod, un joven licenciado en Metafísica (rama de la filosofía, filosofía primera, ciencia primera...) que participará también en las conversaciones y en el día a día, dejando en la historia una visión más joven. El libro se estructura en un preámbulo y seis capítulos, estos últimos, de desigual extensión. Su estructura es circular, puesto que comienza y termina con una carta a Serret. El capítulo 1, «De ayer a hoy», da inicio con una rendida admiración al negocio del librero, en el que se entrevé el respeto que infunde su tesón por mantenerlo en pie. Lo compara con los regeneracionistas, movimiento que gozó de bastante predicamento cien años atrás, y como muestra pone la sociedad Fomento del Bajo Aragón (14 de noviembre de 1912, fecha de creación), «una de las más sobresalientes iniciativas de los regeneracionistas bajoaragoneses de finales del siglo XIX y del primer tercio del siglo XX», según Mur (Entre pàginas, WordPress). Se trata en particular de la tala de árboles para llevar postes a fin que llegara la luz eléctrica en aquel momento, en el que ya había señales de preocupación por la naturaleza y unas consideraciones que podemos tomar como protoecologistas. Se recoge también que Fomento pagó el acarreo femenino, aunque las mujeres fueron peor remuneradas que los hombres, lo que deja también a la vista un feminismo en ciernes. En aquellos tiempos, cada tormenta dejaba sin corriente a los pueblos y la luz era un lujo que solo se instalaba en las habitaciones principales o de mayor utilidad. Resulta interesante la reflexión del autor de que llevó tantos avances que solo se pudieron digerir con el paso del tiempo. También recoge el hecho incontrovertible de que permitió trabajar en las horas nocturnas y, como contrapartida, impidió descansar como se debe, en la noche. Los personajes que intercala Mur a lo largo de la obra son ejemplificaciones muy atinadas del paisanaje que se puede encontrar en cualquier parte, no ya de España, sino del mundo. Es el caso de Lo tio Rafel, un indiano que regresó a su pueblo y puso una fonda. Al llegar desde el extranjero, sabía mejor que nadie que el mundo estaba cambiando, y dejaba patente que el malestar de los trabajadores por las condiciones de pobreza en las que llevaban viviendo años en la zona era más que justificado. La crónica del día del árbol, aparecida en Heraldo de Aragón (periódico fundado en Zaragoza, España, en 1895 por Luis Montestruc Rubio, 1868-1897, creador o instaurador del Partido Republicano Centrista), se transcribe entera. Hace referencia a esos primeros troncos que se colocaron para que llegara la luz eléctrica. Lejos de estorbar, se lee con deleite, igual que con deleite se bebe un vino añejo. Aparece también la consideración de que, en tiempos, la mejor literatura se podía encontrar en las páginas de los periódicos. Mur se explaya aquí en una explicación del periodismo actual, cuyo objetivo es «antes influir que informar». Relata, probablemente con conocimiento de causa, cómo muchos periodistas se convirtieron en empresarios de la comunicación, con lo cual pasaron a ser vehículos de opinión, y no transmisores de información. Piensan que deben «influir en la sociedad, sobre todo mediante la información sesgada, orientada, y mediante la desinformación». Memorable y para tener siempre presente cuando queremos informarnos es esta aseveración: «Sobran cientos de noticias, pero siempre falta una, y no por casualidad». No podía faltar la referencia a Motorland (circuito de velocidad, Alcañiz, Teruel, España) en este viaje por la historia, ya que el motor está en todas partes. Se incluye una nostálgica semblanza de las motos de los mineros, curas, médicos, boticarios y maestros de los años cincuenta del siglo pasado, que lograron cambiar el paisaje y las formas de vida, antes de que el desarrollismo español favoreciera el uso regular del automóvil privado. La mecanización del campo ya había dado muestras de que un gran cambio estaba por llegar con la desaparición de las caballerías para el cultivo de la tierra. En aquel momento, muchas personas tuvieron que escoger entre seguir en el pueblo, aprendiendo cómo funcionaban los tractores, o emigrar a la ciudad. La conclusión muriana es que los vehículos de motor son una necesidad incuestionable para el hombre del presente, pero también lo tienen esclavizado. Situado en Alcañiz, Mimbreral Llompart participaba como patrocinador. Prepararon dos réplicas a tamaño real en mimbre de las motos Honda y un baúl de mimbre en forma de moto para Yamaha. La operación de marketing fue un éxito, y derivó en viajes a Japón que ilustraron aún mejor el hecho de que los negocios tienen que moverse y publicitarse para prosperar. El capítulo 2, de título «Borrifalda», relata cómo era la vida en las masías en el siglo XIX, y que podríamos definir como muy miserable. Las meditaciones sobre la agricultura en España, «un sector del que hoy carecemos por desidia e incompetencia», son dignas de ser llevadas al ministerio del ramo o a la división europea que sea menester. Se habla de la corrupción, en la figura de lo tio Borrifalda, siempre arrimado a los poderosos. Es este un personaje que es otro hallazgo del escritor para funcionar como reflejo de tantos otros que podrían ser él. Es el que existe en cada comarca, en cada barrio. Baste decir que «se entendió con la CNT, pero siempre hizo buenas migas con la Guardia Civil». Sin dejar de lado cuestiones que consideramos, lamentablemente, «tan nuestras», se detiene Mur en lanzar dardos contra la burocracia, que se hace odiosa porque «es el freno de mano constante a la iniciativa». Un poco amarga es la risa que le surge al lector cuando aprecia lo acertado de la frase siguiente: «Sus sagradas escrituras son los boletines oficiales». También, en el recorrido por el territorio que nos ocupa, se hace una excelente presentación del Instituto de Estudios Humanísticos, una entidad cultural promovida por el Ayuntamiento de Alcañiz y la Diputación Provincial de Teruel. Allí acuden nuestros protagonistas a unas jornadas y toman contacto con los sabios que están invitados a dictar las conferencias sobre el mundo clásico grecorromano y la cultura humanística. El capítulo 3, «Más tierra da menos», sirve para presentar formalmente a Kil Bayod. Magníficas palabras surgen aquí sobre los profesores, cuya lista rememora Bayod llena de «simples lectores de libros de texto, recitadores de discursos ajenos memorizados, esclavos de la pizarra, paseantes por el aula...». Se pregunta cómo es posible que personas que no reúnen unos mínimos requisitos puedan estar impartiendo clase en las aulas. También realiza un alegato que concluye con que, para escribir bien, hace falta haber leído antes mucho. El capítulo 4, «A ti te conozco», se dedica a Desideri Lombarte, el escritor, que narra cómo entró, con esfuerzo de su familia, a estudiar en un internado. Se relata la vida allí, el régimen impuesto, los horarios, el sacrificio de la familia para que un hijo de padres humildes pueda progresar, vidas, en fin, en las cuales la abnegación y las penurias estaban presentes cada día. En el capítulo 5, «De los toros a la cofradía», conocemos a Elpidio, de Sanz Pinturas, S. L. A través de este personaje de la zona, otro acierto del autor, se tratará el hundimiento del sector de la construcción. Se ve cómo va sobreviviendo con pequeñas obras, con «chapuzas», de manera intermitente. La conclusión de Elpidio es demoledora: «Hay que trabajar para el Ayuntamiento porque allí pagan siempre, también tardan, pero, al final, cobras». Continuando con el mundo del motor, y en relación con la empresa de Elpidio, se nos pone por ejemplo la terminal de autobuses de Barajas, que estuvo alquilada a una empresa particular durante cincuenta años. El uso normalizado del vehículo particular hizo que no fueran tan necesarias las rutas de autobuses, por lo que se terminó dando un abandono de la estación. «Muchos pueblos, igual que se quedaron sin tienda, sin escuela o consultorio, han perdido el servicio de autobuses. A la sociedad de hoy se le quita, sin el menor miramiento, cualquier prestación social que no proporcione suculentos beneficios a quien la presta». La terminal era una auténtica ruina, llena de suciedad a causa del abandono de la empresa, a la que ya no daba rendimientos económicos. Tras mucho tiempo, se rescindió el contrato y se comenzaron unas labores de saneamiento que no se habían dado en sesenta años. Ciertamente, Mur también señala la inacción de la sociedad civil ante aquella desatención. Se relata también una corrida de toros en la plaza de Alcañiz a la que acuden los protagonistas, más como parte de la vida social y para conocer el ambiente que por verdadero interés en la tauromaquia, a la que el autor le ve un sentido en el pasado, cuando cumplía «el doble objetivo de dar divertimento a la población y de abastecerla de carne de vacuno en las fiestas». El autor presenta una divertida cofradía que no es una al uso. La Cofradía del Pradillo de Alcañiz, cuyo prior laico es Elpidio, el pintor, es una reunión de hombres de la zona que se juntan a menudo para almorzar y charlar de asuntos del interés de todos, y más concretamente, de la zona. De vez en cuando, invitan a alguien especial para que exponga proyectos innovadores para el progreso local. En determinado momento, convidan a Llompart para conocer su pensamiento y cómo ha podido llevar adelante su negocio de cestería. Llompart habla de saber dónde hay demanda y de exigir que haya buenas infraestructuras. La riqueza que se cree debe ser social, y hay que reinvertir lo ganado para crecer más. No deja sin tratar la desconfianza que encuentra el emprendedor en las ventanillas de Administración, que es terrible. «Para empezar a trabajar, yo no pido ayudas, sino facilidades». Él, por defecto, desconfía de las subvenciones y solo pide que no lo controlen. En el capítulo 6, «Agua amarga», visitaremos con Kil Bayod y una amiga las pinturas de la Val del Charco del Agua Amarga, un yacimiento rupestre que cuenta con unas pinturas prehistóricas de suma importancia. Posteriormente, soñará, y de ahí el título del libro, con que la gruta recibe muchos peregrinos, más que Dinópolis (parque cultural, científico y de ocio, Teruel) y Motorland, que en la zona se construyen nuevas urbanizaciones y carreteras, además de haber dos emisoras de radio y televisión y dos periódicos. Se pone en marcha un parador y llega un tren turístico. Igualmente, se establece allí una factoría automovilística, y son legión las empresas del sector agroalimentario. Como soñar es gratis, sueña hasta con el fin de la corrupción sistémica. Para terminar este capítulo y el libro, Rebled se dirige a Serret igual que al principio, y le hace partícipe de esas crónicas con narraciones y vivencias sobre el Matarranya. Confiesa que el relato es pura invención, pero que está cimentado sobre hechos reales. Los principales temas que aborda ya han sido expuestos. Entre ellos, destaca la despoblación del mundo rural, esta España vaciada, que se contempla como un desastre. Se puede ver en una cita del libro: «El abandono continuado en el tiempo es el peor bombardeo que puede sufrir cualquier núcleo de población».
Otro asunto muy presente son los avances, el progreso, que arrumba las costumbres y los modos de vida tradicionales y unidos a la naturaleza, ya que «el contacto diario con la naturaleza concede un plus de capacidad para reflexionar». Se pregunta y cuestiona el autor en varios momentos si la vida acelerada y tecnologizada no deviene en una pérdida de humanidad, y lo refleja en una cita de María Zambrano (intelectual, filósofa y ensayista española, 1904-1991): «Mientras la vida se llena de instrumentos técnicos, de maravillas mecánicas, de cachivaches de todas clases, el alma y el corazón se quedan vacíos...». Manifiesta también a menudo su rechazo a las ataduras de la burocracia, que impiden la creación sencilla y eficiente de negocios que puedan llenar de vida la zona. Estas tienen que convivir con gentes especiales con ganas de acometer nuevas aventuras empresariales, gentes con criterio propio, que no son convencionales, y que finalmente se ven muy solas, en ocasiones, víctimas de la falta de comprensión del entorno, del cainismo y de la envidia de sus propios convecinos. La cuestión lingüística siempre está presente en Mur. Su uso de las expresiones propias del terruño y su reivindicación de los tres idiomas que le son propios (aragonés, catalán y español) son una constante en el libro, ítem más, Llompart apuesta por la formación de sus empleados en catalán escrito para quienes solo lo hablan, inglés e incluso informática o música. El estilo del libro es singular, ya que determinados capítulos son un patchwork de textos propios y ajenos, aunque ello no es impedimento para que la lectura discurra agradablemente. Resulta, eso sí, un tanto desconcertante, hasta que se toma el hilo y se comprende el juego de espejos, la aparición de personas reales y de personajes basados en ellos. El lenguaje está cuidado y las conversaciones son de enjundia (de las que piden un lapicero para subrayar las grandes frases), así como las descripciones de los paisajes y del ambiente. Para concluir, resulta un libro recomendable para aquellas personas que deseen leer un texto ficticio, sí, pero bien sustentado y documentado, y a las que no les cueste sobreponerse a la desazón que producen tantas verdades dichas sobre nosotros mismos, sino que, más bien, tras meditar sobre esas realidades, sean capaces de echarse a la espalda las ganas de ser mejores y cambiar las cosas, de arriesgarse, como Llompart y Serret.
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EMILIANO SCARICACIOTTOLI. GUSANOS (Barnacle, Buenos Aires, 2023) por MARCOS HERRERA EL ALEPH RABIOSO Los clásicos de la literatura argentina del siglo XIX fundaron una gran línea temática que atraviesa, en mayor o menor medida, hasta hoy, todas las obras que se producen: civilización y barbarie. Sarmiento, Echeverría y, con su estilo elegante, Mansilla instalan esto como motor narrativo inagotable.
Hay que decir que la barbarie fascina con la potencia de “lo otro”, lo extraño que siempre es una amenaza. Yendo a Freud: lo siniestro: lo familiar que se vuelve extraño y peligroso. De entrada, en Gusanos, Emiliano Scaricaciottoli presenta tópicos aberrantes, fascinantes y muy conocidos: fascismo (antisemitismo), prostitución, contrabando, droga, pedofilia, barras bravas («La negra aprovechó, como todas estas inmigrantes inmorales y traicioneras, para escaparse con barra brava de All Boys que ya le había prometido asilo, una comida al día y dos o tres clientes de Floresta»). El mal. Sus brillos y su negrura. (Se podría decir que sin oscuridad no existen los brillos). Ahora, quisiera destacar el estilo. Es fluido, muy plástico. Con imágenes que desfilan como lo hacían por las pupilas del jefe drogo de La naranja mecánica cuando lo reeducaban obligándolo a ver. Esto en consonancia con una combinación rítmica que combina oraciones cortas o más largas. Siempre precisas. Controladas como con un estetoscopio y cortadas con un bisturí. Por último, la estructura. Siete capítulos (¿las siete plagas?) de cuatro hojas cada uno, salvo el sétimo, de cinco. Cada uno titulado con el nombre propio de los personajes protagonistas: 1) Juan José Wolff, 2) Quimey “Rully” André, 3) Vicente Viloni, 4) Maite Becker, 5) Juan de Dios Inmaculado, 6) Jefferson “Granizo” Molinas, 7) Sheyla Ly Arana. Como Vemos Dios está en el 5 y no en el séptimo descansando. Ah, y los nombres propios: Guillermo Moreno, Seineldín, Gómez Centurión, Sarlo (o sea Walter Benjamin explicado por Sarlo), Santiago Maldonado. Y, encima, la palabra “todes”. Y la ministra Eloísa Basualdo, a cargo del Instituto contra la Transfobia y la Violencia de Género de la provincia de San Juan, la primera burócrata trans de nuestro país. Gusanos es un Aleph y también un crisol. En el sentido en el que se usa este término en filosofía: el lugar donde interactúan y se unen diferentes ideas, personas, nacionalidades y culturas dando lugar a una síntesis de todas ellas. ¡Y qué síntesis! RUBÉN ORTEGA. HUELLAS EN LA NIEVE (Nazarí, Colección Mexuar, Granada, 2021) por DAVID FERREZ GUTIÉRREZ (Universidad de Granada) Que el capitalismo es incompatible con una vida fácil o un fácil amor —una muerte fácil, incluso— es algo que Rubén Ortega ha aprendido gracias a Herman Hesse. Como también ha aprendido de Lorca que errar el camino es llegar a la nieve. El lugar que nos rebela una ausencia en forma de invierno, en palabras de García Montero. Sobra decir que, en esta ocasión, errar engloba sus acepciones más comunes: vagar de un lugar a otro, y los errores que cometemos en el trayecto. Las huellas, pues, que dejamos durante ese camino que se construye —en un sentido machadiano— son las pruebas irrefutables de un crimen. Marcas que materializan pérdidas y ausencias sobre el blanco desierto de la página, tal y como sugiere Martín Gijón en sus palabras preliminares. Los motivos, a fin de cuentas, de una escritura nómada que certifica la presencia de una ausencia a la vez que delimita el destino del viajero: el sentido último de su identidad. De este modo, para Ortega, el sentido/destino de la escritura se materializa en el devenir indeterminado de su producción, o sea, en un camino sin límites y sin fronteras: «¿—en qué vagón desea viajar, señor? — en el de los pasajeros sin destino?». El guiño a Lewis Carroll, al margen de la cita que introduce ‘El viajero’, es más que evidente. Por supuesto que las huellas —o los motivos— no pueden interpretarse ingenuamente, como tampoco es conveniente leer los textos línea a línea, si no queremos ser víctimas de ese lobo feroz que nos devora desde dentro. Hablamos, obviamente, de nuestro inconsciente ideológico. No queda más que preguntarse: ¿cuáles son los motivos de Rubén Ortega? El primero bien podría ser la soledad. No nos referimos a la soledad teórica que le otorga Althusser a Maquiavelo. Tampoco a la soledad buscada de Unamuno. Nos referimos, evidentemente, a la soledad estructural de nuestra sociedad capitalista, que nuestro autor ha suplido con la lectura. El intento de Rubén Ortega por aferrarse a una compañía solitaria, compartida con uno mismo, ha hecho que persiga, a través del blanco desierto, las huellas que había leído en otros libros. Huellas en la nieve, en este sentido, es solo el pago de una deuda que nuestro autor contrae con la tradición literaria que lo define. O de incrementarla, según se mire. La otra, probablemente, sea la búsqueda de una identidad. La cual estaría relacionada, por un lado, con la memoria familiar. En su itinerario genealógico cobran sentido relatos como ‘Fotograma de una guerra, 1994’, incluso, ‘Como mira un ojo bizco a un ojo de cristal’: «alguien con rostro antiguo observa el mío cambiado por el tiempo». Más adelante, las deudas se hacen explícitas. Coge prestado el título a Justo Navarro e introduce el relato con unos versos desconcertantes de Pavese: «como ver en el espejo asomar un rostro muerto». Grosso modo, el protagonista vuelve a su antiguo hogar de vacaciones. Tras deshacer el equipaje, y revisar su antigua colección de vinilos, descubre que nada ha cambiado y, sin embargo, todo existe de otra manera: «alguien con rostro antiguo observa el mío cambiado por el tiempo». Evitaremos la alusión a Jean-Paul Sartre para no extendernos demasiado. Junto a la familia, quizá otro de los motivos sea la ceguera. Un peligro que atemoriza a los lectores más inquietos, pese a que Borges la compare con un lento atardecer de verano. Saramago, por su parte, en el ensayo que dedica a esta amenaza ineludible, nos sumerge en las cloacas de nuestra cotidianidad a tientas, en un sentido freudiano. Algo que consigue dejando a un lado la bifurcación de lo personal y lo colectivo a través de la alegoría. La mirada literaria de Saramago no descubre a sus lectores un mundo que se construye frente a ellos, sino el mundo que, desde dentro, construye a sus lectores. Por estas razones, y otras más que evidentes, no es extraño que, ante la clásica pregunta previa que nos lanza un oftalmólogo: «¿gafas de cerca o de lejos?», Rubén Ortega conteste: «para ver hacia dentro». Ahora bien, ¿qué se busca cuando miramos en nosotros mismos? Con esta pregunta, llegamos al punto neurálgico de esta intervención. El lugar donde convergen la soledad compartida y la herencia familiar —y literaria— que Rubén Ortega arrastra en su día a día.
En pleno auge del teatro existencialista, el ya mencionado Jean-Paul Sartre escribe A puerta cerrada en defensa de una subjetividad humanista frente a las miserias que impone la lógica del libre mercado. Ángeles Mora, en su libro Contradicciones, pájaros, pone en tela de juicio la condición sustantiva que el filósofo francés atribuye al sujeto, y le otorga un carácter relacional, construido en conexión con nuestra sociedad: «mi nombre es el desierto donde vivo». Tiempo después, García Montero toma prestado el título de Sartre para uno de sus poemarios. En la línea trazada por Ángeles Mora, el poeta granadino reformula al existencialista parisino y concluye que, probablemente, el infierno seamos nosotros mismos. De ahí que la mirada literaria se parezca a la figura en una finestra que mira el mundo desde una habitación propia. De esta manera, la escritura se produce en tanto que materialización discursiva de nuestra voluntad para definirnos. De ahí que el sujeto narrativo, Rubén Ortega, se escribe —e inscribe— en —y desde— la historia, o sea, siendo consciente de que el yo forma parte de un nosotros amarrado a unas relaciones de producción objetivas y subjetivas que son, en última estancia, relaciones de explotación. Probablemente, esto sea lo que mejor ha aprendido Rubén Ortega de la vida y de sus lecturas, especialmente, del profesor Juan Carlos Rodríguez; junto a una de las máximas que repetía incansablemente en todas sus clases: «solo existe aquello que se dice o se escribe». Mientras no se construya —en un sentido lingüístico— el concepto de explotación, y nadie sospeche de nuestros ojos de lluvia, el sistema continuará narrándonos colectiva e individualmente. Solo desde el anhelo lorquiano por cortarle el cuello al capitalismo, en tanto que horizonte de vida, puede entenderse la narrativa breve de Rubén Ortega. Un intento desesperado por sobrevivir a la explotación cotidiana «con el corazón latiendo entre las páginas del frío». INÉS BELMONTE AMORÓS. MUDANZAS (La cadena trófica, León, 2023) por ANABEL ÚBEDA EL DESARRAIGO: IMPERATIVO DE NUESTROS DÍAS Inés Belmonte Amorós (Murcia, 1993) nos trae Mudanzas, una suerte de diario lírico bajo una premisa inequívoca y propia de nuestra generación: el desarraigo. Este sentimiento se da en dos dimensiones complementarias, el no encontrar un espacio físico seguro y estable, yendo de alquiler en alquiler, que deriva en la imposibilidad de construir un hogar, y, por otro lado, desde la herida interior, la enfermedad que crece y se reproduce de distintas formas. La casa se convierte, entonces, en un espacio volátil donde se diseminan las fronteras entre lo físico y lo emocional, aunque este diario conste de dos partes: “La casa es un vestigio” y “La casa es una llaga”.
Si tuviéramos que tomar una de las definiciones de vestigio, sin duda, tomaríamos la que señala la RAE en tercer lugar: «Ruina, señal o resto que queda de algo material o inmaterial», pues alcanza a nuestros sentidos y, por tanto, a nuestra memoria, creando un camino de sensaciones al que retornar o que nos retorna. En esa necesidad de habitar un espacio, nos sentimos intrusos de las vidas que habitaron antes: «Y serpenteas esas vidas buscando las fisuras, los huecos sin latido, para colocar tímidos fragmentos de la tuya» (II); «Cubrirse el cuerpo con la sábana bordada de una madre que no es la tuya» (III); o el miedo de perderse en uno mismo, ante la precariedad de la soledad, del espacio mínimo: «Multipliques tu propia mirada hacia dentro y construyas paredes dentro / de paredes» (V). Cuando nada te pertenece, todo lo que te rodea es un vestigio que se guarda en las infinitas cajas de cartón, desde la infancia hasta la vida adulta, creando un rastro de humedad, de aceite, una mancha llena de recuerdos que van deformándose y crean mundos oníricos o delirantes que te protegen de la intemperie: «A veces siento que me visto con el reverso de los objetos, los estiro cuando estiro mis articulaciones, robándolos del mundo» (XII). La casa de alquiler es un espacio entre la ficción y la realidad, del mismo modo, que nuestra memoria es un espacio maleable: «¿Es la casa un ejercicio de metaficción, o la expulsión constante del espacio ficcional?» (XVII), por eso, con el tránsito entre un suelo y otro vamos borrando y transformando lo anterior, buscando un nuevo comienzo: «Pero la asfixia, tal como también sucedería después, no era completamente paralizante» (XXI). La llaga es «una ulcera o daño-infortunio que causa pena, dolor y pesadumbre», aquello que se queda grabado en el cuerpo físico, el daño causado por los vestigios que van acumulándose, el cuerpo va transformándose en otro cuerpo que muda dentro de sí, más allá del espacio exterior: «Ahora enfermo con más facilidad, me canso con más facilidad, me cuesta más llegar a un sueño profundo, aunque los sueños se me aparecen ahora más corporales y grotescos». Esa llaga se puede cantar, llorar y seguimos pedaleando: «Fue justo entonces, o quizá en otra época ligeramente distinta, cuando rescaté con terror una evidencia: —Las heridas podían escocer» (I). Se expone la fragilidad femenina hasta el punto de mostrarnos la máxima angustia junto con los otros terrores del siglo XXI, las bestias: la abulia, la ansiedad, la pérdida de otra vida o del apetito y la depresión, que se convierte en peñascos de un lenguaje que nos va enfermando, hasta dejarnos en lo mínimo (XI): Me doy cuenta, progresivamente, de que el lenguaje no solo puede ser un instrumento de sanación (hay quienes así lo consideran), sino también algo capaz de engendrar enfermedades; el propio verbo, de hecho, transita siempre hacia la enfermedad. La casa, a veces, se convierte en hospital o consulta, la casa es también el útero, la vuelta a la infancia, el dolor de no poder protegernos de aquello que nos hace daño desde dentro, la herida que va cociéndonos lentamente, nos convierte en un títere: «En un hospital, si no vas a morir, entonces empiezas a aprender las distintas tonalidades del blanco. Hay al parecer decenas de ellas» (XIV). La llaga es una casa que tampoco escapa de la genealogía, esa que tampoco escapa de la ficción, ni de la ficción de la memoria: En el caso de mi familia, cuando las historias fueron olvidadas o silenciadas; cuando algunas historias inverosímiles comenzaron a parecerse al mundo cotidiano, entonces, nacían las enfermedades (XVII). Toda la vida, todas nuestras vidas, como reza Inés Belmonte Amorós, son una somatización de la herencia, de los traslados, los cambios de los que nacen bestias o que las transforman, sobre la que ella se yergue como el árbol por el que la savia amenaza con dejar de correr ante los duros inviernos que nos acechan. PABLO BALERIOLA. CARNE TRISTE (Cántico, Córdoba, 2023) por ELENA TRINIDAD GÓMEZ Quizá, con un poco más de retraso del que se acostumbran las reseñas de las novedades en la actualidad, y con el nuevo aire que siempre trae septiembre entrando por la ventana, traigo la reseña de este nuevo libro, degustado con calma y con cariño, desde los ecos de la complicidad que ofrece compartir prácticamente generación y lugar de nacimiento. Todos tenemos, en mayor o menor medida, una necesidad de ser nombrados, y más si somos nombrados desde la inocencia, desde el blanco puro de la infancia, donde surge el punto de inflexión en el que tiempo después todo se quiebra.
Pablo Baleriola nos habla en Carne triste desde una voz lenta, como él mismo dice, un narrador agotado ante el ruido de la producción incesante, los antidepresivos y las vacaciones que se vuelven cíclicas a la espera de que un día, como narra en ‘Un muchacho que duerme’, «nadie te habla ni te espera, ni siquiera tú porque te pierdes». Su poética comienza en un habitáculo, un constante intento de hogar cuando el mismo yo se ve agotado ante la gentrificación de las grandes ciudades, las idas y venidas en busca de un espacio donde habitar, donde existir. El autor se encuentra en una huida permanente hacia un no sabe dónde, sin fin. El texto, en un logro literario a modo de simulador Game Boy, nos muestra un cuerpo agotado que vuelve a Pueblo Lavanda en busca de lo reconocible como si de Ash se tratara, de los orígenes y el amor de la familia, sin olvidar el reconocimiento en los otros, en esos amigos que tomamos como parte de nosotros. Carne triste se divide en tres partes que podrían ser perfectamente tres libros distintos que se encuentran en un diálogo constante por la búsqueda de la identidad desde diferentes perspectivas: desde el espacio habitable, la convivencia con los demás hasta la voz más introspectiva. La obra funciona a modo de capas que se van encontrando, levantando, por parte del lector. Las emocionales imágenes no paran de generarse en una lucha persistente entre lo frenético y lo violento de la vida, a la vez que el autor nos muestra un imaginario riquísimo y generacional, pero sin dejar de lado la idea de amplitud, de abrazar lo excepcional sin miedo, sabiendo que todo tiene cabida, diálogo, encuentro. El autor ha logrado reunir la belleza de los instantes ya vividos y se muestra como un poeta de la memoria. Una voz lenta, sí, pero no por ello menos original; al contrario, de esa idea de voz que se desdobla nacen dos fuentes importantes de producción: la vital y la narrativa, que siempre terminan encontrándose. Aquí empieza el diálogo, la escucha del otro, que en este caso es un autor de gran calado y emotividad, presente y futuro. |
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