LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
ANA BLANDIANA. EL SUEÑO DENTRO DEL SUEÑO Y OTROS POEMAS (Visor, Madrid, 2024) por FERMÍN HERRERO HACIA EL LUGAR HABITABLE Hemos ido sabiendo de la amplitud, solidez y profundidad de la poesía de Ana Blandiana (pseudónimo de Otilia Valeria Coman), inveterada candidata al Nobel, gracias a la labor perseverante, encomiable, de la que todo lo que se diga es poco, de Viorica Patea y Natalia Carbajosa, traductoras al alimón a nuestro idioma y esmeradas estudiosas de la obra de esta escritora rumana nacida en Timişoara el 25 de marzo de 1942, entre «gritos inhumanos» tal y como certifica en un poema. Ahora nos presentan El sueño dentro del sueño y otros poemas, en Visor, como con anterioridad hicieron con Variaciones sobre un tema dado o, conjuntamente, los libros de juventud Primera persona del plural y El talón vulnerable en la misma editorial; e igualmente con Un arcángel manchado de hollín, compuesto por tres libros: La arquitectura de las olas, Estrella predadora y El reloj sin horas, precedidos por cuatro poemas publicados en la revista Amfiteatru y un apéndice de una propuesta de poética fragmentaria, en la magna colección de Galaxia Gutenberg que dirige Jordi Doce; así como con Mi patria A4 (en el que fue Antonio Colinas, admirador de la lírica de Blandiana, quien acompañó en la traducción a Patea), Octubre, noviembre, diciembre y El sol más allá y El reflujo de los sentidos en la editorial valenciana Pre-Textos. Algunos poemas de este libro de reciente aparición en español fueron adelantados en el número 32 de la revista El Cobaya, las variaciones, más bien afinaciones, con cambios hasta en algún título, dan buena cuenta del infatigable quehacer de las traductoras. ¿Qué podría añadirse al trabajo continuado de ambas profesoras universitarias, al análisis pormenorizado de la figura de Ana Blandiana dentro de las letras rumanas y de su trayectoria literaria, tan extensa como intensa, a sus interpretaciones puntuales de libros y poemas? Nada de sustancia, me temo, así que me limitaré a tratar de hilvanar algunos apuntes sobre mi lectura de El sueño dentro del sueño y otros poemas que cuenta, como otros volúmenes citados, con un prefacio ajustado, clarividente, de Patea, bajo el título ‘La metafísica del sueño y el boicot de la Historia’, ante el que en verdad sobra toda aclaración explicativa a mayores. Con sus prólogos y artículos han caracterizado sobradamente la, por otro lado, resbaladiza y difícil de amojonar poesía de Blandiana (que no en vano defiende que el verso no debe decir, sino sugerir y que «Todo lo que se puede entender / Carece de esperanza y de ley») y la han ubicado en las coordenadas justas dentro de la lírica rumana contemporánea, en concreto encuadrándola en el neomodernismo, movimiento de contestación al realismo socialista impuesto a machamartillo que apuesta por la estética del arte por el arte como mecanismo subversivo, a pesar de que el estilo de nuestra poeta se corresponda más con la poesía pura, concepto también problemático y en el que no vamos a ahondar. La propia escritora, proclive a la teorización, tan intuitiva como sagaz, ha declarado que lo misterioso está por encima del lenguaje y prevalece: «detrás de cada verso, sin la posibilidad de expresarse, hechiza lo inefable que no puede ser nombrado». Una de las definiciones de poesía de Blandiana, aplicable, creo, a toda su obra, pero sobremanera al libro que nos ocupa, reza así: «La poesía no es una serie de acontecimientos sino una secuencia de visiones». No se infiere de esta aseveración que nos encontremos ante una poeta visionaria tal y como se concibe a partir de prerrománticos como William Blake o románticos como Samuel Taylor Coleridge, si bien Carbajosa la sitúa en la línea del idealismo mágico de Novalis, sino que en sus poemas nos transporta mediante la imaginación, fruto de una percepción como de ensueño, a lugares alejados de lo real o del presente, de esta forma negados, suplantados por la poesía como emplazamiento ideal, como veremos más adelante, con tintes espirituales, capaz de redimirnos del materialismo raso imperante. En este sentido, en El sueño dentro del sueño y otros poemas, ya desde el título, la preponderancia de lo onírico es absoluta, seguramente por efecto de la inconsistencia del mundo y de la desconfianza en todo cuando se sufre una existencia grisácea, regida por una burocracia paralizante, permeada por la “tristeza metafísica” que los críticos han resaltado en los versos de Blandiana y que es apreciable también, por caso, en la novela de Gabriela Adameşteanu Vidas provisionales. Como «tratado acerca del sueño y de sus múltiples significados» enfocado a «superar las limitaciones de una realidad precaria [...] para adentrarse en el espacio de la imaginación y lo trascendente» lo conceptúa Patea en su mencionado prólogo. El significado del sueño, omnipresente también en la mayoría de los once poemas iniciales, añadidos como inéditos a la antología Poemas, de 1974, justo cuando Ceauşescu acaparó todo el poder, es ciertamente polisémico. El primero de los once nos introduce de entrada en un tobogán de disolución en lo metafísico que parece interminable: «Alguien sueña con nosotros / Y es soñado a su vez / Por otro / Que es el sueño de un sueño». Con frecuencia es un desvanecerse por completo de cualquier referencia sólida, como en ‘Tal vez alguien me está soñando...’. Conduce a lo interrogativo problemático («¿con quién y con qué soñar?», incluso «ahora que el tiempo ha crecido sobre nosotros / como pesadas montañas de nieve de sueño»). En otras ocasiones, en fin, la ensoñación, de forma antagónica, es positiva; «Tengo sueño así como / Tienen sueño los frutos en otoño». A mayores, la inventiva de Blandiana es desbordante: los espejos dentro de los espejos o reflejándose en cadena, como en ‘El reloj sin horas’: «Cada movimiento mío / Se refleja / En varios espejos a la vez», como si se atomizase su personalidad y al tiempo, pues no hay certidumbre que no sea quebradiza, no se supiese distinguir la verdad de lo que la vulnera; ángeles de toda condición, hasta en los bolsillos; la nieve a mansalva, embalsamadora, como símbolo de la pureza frente a la degradación ambiental o como un despertar de la belleza y una salida del horror cotidiano, o como rebaño trashumante, copo a copo, que la poeta pastorea mientras contempla, por contraste, «la soledad del mundo y su inmenso llanto», con múltiples sentidos también a lo largo de su obra, inclusive mensajera del odio y la hostilidad; las colinas cual «dulces esferas boscosas», elevadas a una armonía cósmica con un aire a Fray Luis de León; las iglesias voladoras o llenas de mariposas; las choperas expectantes desde sus hojas-ojos... Aparte del uso polivalente, abarcador, del sueño, la otra nota distintiva del libro respecto a los demás que conozco de la autora es, sobre todo en el tramo final, la aparición gozosa en extremo de lo campestre idílico, especie de locus amoenus raigal y con tendencia a cuajar, más en otoño que en primavera, a tal punto que la poeta encuentra la plenitud «aleteando» sobre una huerta «embrujada», «por entre frutos y hojas, / En la luz miel y polvorienta», refocilándose, restregándose, revolcándose por la hierba de los heniles o enterrándose en montones de cereal. Remite, pues, a lo matérico primordial, al topoi campesino, con su añoranza del ciclo de las estaciones sentido como un eterno retorno, antes de la implantación de la agricultura industrial y del horror de la colectivización manu militari. Que es a su vez un regreso hacia sí misma, «hacia dentro», como sostiene en uno de los poemas de Estrella predadora. Y, más allá, a lo ancestral y arquetípico, a la memoria colectiva de «un pueblo vegetal», hacia el que se proyecta en uno de los cuatro famosos poemas publicados en la revista Amfiteatru por los que fue perseguida y presente ya en su debut poético, desde el título, Primera persona del plural. De ahí el poema, basado en dos «baladas fundacionales e identitarias», dedicado (es un motivo que reaparece en otros libros suyos) a Avran Iancu, que, según nota de la edición, lideró en 1849 el levantamiento de los campesinos siervos de Transilvania para rescatarlos de la servidumbre y desde entonces es el símbolo de la liberación de los rumanos. Es en esa fusión, casi transustanciación con lo elemental, con lo auténtico sin mancillar por el hombre y sus afanes, donde encontramos el lugar habitable de la poesía, como cobijo contra la intemperie de la vida, cuando se torna desesperada. Blandiana ha explicado que «cuanto más difícil de vivir me resultaba la vida, tanto más interesante y soportable se volvía la escritura».
Una intemperie que nos imaginamos provocada por el exilio interior de la escritora, convertida en enseña de resistencia moral contra el régimen (una «pesadilla interminable»), contra la barbarie y el espanto de las ideologías. Y lo mismo tras la caída de la dictadura. Aunque un poema suyo se convirtió, al parecer, casi en un himno durante el proceso de derrocamiento y ejecución del matrimonio Ceauşescu en su ciudad natal, Blandiana ha sido muy crítica con la situación sociopolítica posterior. Igual que otros literatos del Este represaliados o exiliados, o las dos cosas, pongamos Imre Kertész, Alexandr Solzhenitsyn, Joseph Brodsky, Blandiana ha denunciado que la llegada de la libertad, según señala en ‘La arquitectura de las olas’, que ya es, desde luego, no ha supuesto una mejora digamos espiritual sino que, más bien al contrario, la asunción de los valores democráticos occidentales, con el determinismo económico y tecnológico a la cabeza, ha traído alienación y enajenación, puesto que obra en detrimento de la parte creativa e intelectual del ser humano. Para nuestra poeta existe un deber cívico, en cuanto «existimos sólo en la medida en que somos testigos de la Historia», unido a la fraternidad: «Se siente cálida la casa / Cuando unos para otros somos patria». En cuanto al estilo, con la salvedad de la rima, que lógicamente se pierde en la traducción, sorprende la alternancia de versos brevísimos, muchos de una sola palabra, con otros largos, produce una impresión de holgura espacial, propicia los ‘blancos’ en la página, en consonancia con su teoría creativa de que «la elocuencia de la poesía ya no se mide mediante la concatenación de las palabras sino mediante el silencio existente entre ellas», de tal modo que «la poesía nace de la pausa existente entre las palabras», efecto que se traslada a la lectura. Predomina un irracionalismo si onírico, con frecuencia tendente al surrealismo, implantado hasta en lo celestial: «Allí te esperará / Un dios anciano; / De su órbita derecha / Asoman nubes, / De su órbita izquierda / Nace el ocaso». Pero curiosamente, en términos generales, la expresión, a menudo enumerativa, es sencilla, transparente al decir de los versados en su obra lírica y de ella misma («Sueño con una poesía simple, límpida y transparente que insinúe la sospecha de que ni siquiera existe»), eso sí, «con insondable profundidad metafísica». Semejante conjugación me ha recordado la fórmula de José Bergamín para verificar la poesía neta: «clara y difícil». La sensación que tengo mientras leo a Blandiana, máxime en esta entrega tan volcada en la idealización del sueño, es la de un sonámbulo que va deslumbrándose entre los versos, mientras descubre que «Las palabras brillaban y gritaban / En el campo vacío / como faisanes», símil que me lleva a aquello de Wallace Stevens: «La poesía es un faisán perdiéndose en la espesura». He seguido al ave fabulosa a lo largo de las páginas del libro, feliz de la negación y fuga de la realidad, siempre cuando menos incómoda, en beneficio de un refugio conocido, dichoso, el de la poesía que emana de la naturaleza.
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ELÍAS GOROSTIAGA. LAS PROVINCIAS DE BENET O VIVIR EN UN CHAGALL (Pre-Textos, Valencia, 2023) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Las provincias de Benet o vivir en un Chagall, del poeta leonés Elías Gorostiaga, es el último premio de poesía Juan Rejano. He tenido la suerte de leer todos los libros que han recibido este galardón y puedo afirmar que es, sin duda, una garantía de calidad, como atestiguan algunos de los premiados en años anteriores (con obras tan indiscutibles como Los lagos de Norteamérica de José Daniel Espejo o Animales de costumbres de Andrea López Kosak, por citar solamente las primeras que me vienen a la cabeza o, mejor dicho, que nunca han salido de mi cabeza). El título puede llamar a engaño o incluso a prevención. Reconozco que esto último me sucedió a mí. El juego que se establece entre el título de aquel libro de Blanca Andreu y el nombre de Juan Benet me hizo pensar que tal vez ciertos entresijos biográficos o sentimentales de una de las parejas más famosas de la literatura española pudieran ser el material poético que iba a encontrar en sus páginas. Nunca he sido mitómano ni cotilla, y el tomate literario me interesa entre poco y nada, así que con esa cautela abrí este libro que, desde los primeros poemas, señaló con su potencia poética lo absurdo de mis temores o prejuicios. El título es y debe ser bimembre o duplicado, porque el libro consta de dos partes, de estilos casi opuestos, que completan un díptico poético que va desde lo épico hasta lo esencial. La primera parte del título remite a Benet, el narrador, y la segunda a Andreu, la poeta, y esos nombres ejercerán de guía sobre los estilos poéticos para componer una dualidad que ofrece una experiencia lectora compleja y profunda. El libro primero (“Expedición”) tiene un subtítulo o epígrafe que ya avanza el tono épico que dominará estos poemas (“En el que Juan Benet, ingeniero de caminos, canales y puertos, pintor, escritor, viajero, reflexiona, escucha sucesos y narra sus cartografías sentimentales”). Como en toda expedición, salimos fuera, viajamos, caminamos por tierras extrañas, anotamos las variaciones del paisaje geográfico y humano. Como en toda expedición, hay una herencia épica, hay un recuerdo de Homero y de los bíblicos éxodos. Y hay, también, una genealogía mítica, unos nombres que evocan historias y linajes de origen trágico. El Benet que aquí aparece no es realmente un personaje. Tampoco podría calificarse de protagonista. Benet es un nombre que significa silencio, Castilla; es, sobre todo, una mirada que arma y desarma la realidad entre el paisaje, la historia y lo más elemental de(l) ser humano. En los poemas de “Expedición”, bajo la ingeniera y distante mirada de Benet, el hombre es trágico no por las desgracias que acaecen, sino porque vive bajo el cielo y sobre la tierra, porque ya ha todo lo ha vivido tal y como había sido escrito. Así sucede, por ejemplo, en el poema en que se narran las peleas de jóvenes borrachos de pueblos vecinos: se cantan aquí bajo el signo de Troya, mezclando el costumbrismo castellano más bruto con el arquetipo de la batalla, el destino inmemorial que los hombres repiten olvidando, cambiando cada vez los nombres para que la emoción siga intacta. Esa técnica que ennoblece lo anecdótico a través de lo épico, lo trágico y lo bíblico se repite en muchos poemas a lo largo de esta primera parte, como en este dedicado al rapero Morat: «Bajo la oscura sangre del viaducto, / pelean con peleles los monos pobres y los árabes de sal / y esconden la rabia de Morad, / el joven Morad nombrado (por Samuel) Rey de Jehobá». No solo el paisaje humano queda ennoblecido, también el paisaje natural es pasado por el tamiz de la imaginación mítica y surrealista para captar una esencia que va más allá de lo sensible, que enriquece y hace brillar en todo su esplendor lo puramente descriptivo: «En las praderas del aeropuerto del Prat / pastan vacas santas y caballos blancos / que no oyen, ni temen el esfuerzo que ruge en los motores; / los vi regresar por la noche a las masías / caminando entre las cañas y grandes platos de sopa, / llaman por su nombre a los masoveros negros / y a la virgen, la llaman Montserrat. / Cada día regresan / a la hora en que palpitan, rojas, las antenas de los hoteles, / las torretas de alta tensión, / cuando la torre de control del Prat llama a la oración».
Esta expedición nos lleva por tierras baldías, que escapan al significado urbanista, ruralista o del mercado. A veces parece resonar Federico García Lorca, no por sus tópicos gastados en los que caen los torpes poetas imitadores, sino por esa capacidad de transformar lo cotidiano en mítico y trágico, como hizo en su Romancero gitano y en Poeta en Nueva York. Aquí, en Las provincias de Benet o vivir en un Chagall, el paisaje de hombres, animales y cosas habitan en un mundo que, más allá de sus topónimos, es solo del poema, de esa mirada que une la belleza y la leyenda: «Todos pasean por el río muerto, / por el río seco, / con cruce de barro y de rottweiler. / Chapotean en la sangre cuatro patos blancos. (...) Puentes, cables, hierro, / un hombre solo, solo, desterrado, / a hombros / le cruzan cuatro caporales degollados. / Advierten y dicen: / —Cuidaos del rey, cuidaos del rey del páramo». Sin parecerse en nada a la literatura de Juan Benet, Elías Gorostiaga consigue lo más hermoso y lo más difícil que hizo el novelista, lo que hace la verdadera literatura: crear una Región mítica, cotidiana y surrealista, oscura, trágica y milagrosa al mismo tiempo: el río Lerma, los baldíos, los territorios sin nombre y sin función, los gitanos ingleses... La segunda parte del libro (“Serto”), lleva la expedición al interior. Los poemas se hacen ahora más breves, a veces un solo verso. Desaparece el caminar, el observar, la narración, como si estuviéramos ahora en un Chagall, bajo el reinado de Blanca Andreu, de la poesía del silencio. Estos poemas son breves apuntes en los que el cuerpo se hace presente, sujeto y objeto del poema. Hay menos mirada aquí, y el material poético se abre al tacto y al oído, a la escucha y a la sensación sin nombre, oscura: «Escuchas el discurso de las yeguas / junto al pantano del Porma, / con su cuello domado, sin queja alguna. // Vértebra a vértebra, suenan sus palabras». En la escucha siempre reina la ausencia, que se nombra a veces bajo el signo de la sed porque sed es siempre ausencia, como la escucha es espera de algo que no está y que debe llegar. Como el sentido, que debe llegar al hombre desde la palabra o desde su silencio, la poesía convoca la sed, la manifiesta: «Un éxodo de labios secos, sed. No hay besos sin un golpe de rocío». En la escucha está también la espera, la inminencia de algo que, en la comunión de lo orgánico, deviene sombra y anuncio de la muerte, de un tiempo sin sujeto: «Los cipreses, a lo lejos, te ven domesticado, los cipreses esperan, claman. / Su sombra se seca en el suelo, su decepción. / Esperan. Claman. En silencio sus raíces. / Te acercas mordido; tras tu edad llega la fatiga, la sombra». En “Serto”, todo tiende hacia lo telúrico, más que hacia lo contemplativo. Es el contrapunto del tono épico de la parte anterior. Ahora el poema se hunde, no va hacia fuera (paisaje, historia, leyenda, personaje) sino hacia dentro: silencio, cuerpo, palabra, origen. Se hace más denso: «Los pulmones de agua / sueñan con un lago / sin paredes, ni fondo cristalino / —no lo ven— / cobijan osamentas que pesan como piedras». Sin héroe, sin épica, sin paisaje, en este espacio de la sed, de la espera y de la escucha, la palabra llama a la palabra. Esa es la técnica con la que Elías Gorostiaga enfatiza el protagonismo de la palabra esencial en esta segunda parte: una palabra llama a otra palabra. Es un leixa-pren pero no musical o rítmico sino conceptual. Cada poema recoge una palabra del poema anterior y la lleva al poema siguiente, donde abre nuevos paisajes, interiores o exteriores, y nuevos silencios. Para cerrar el libro, Benet y su Región reaparecen en los últimos poemas, lanzando un hilo de conexión con la parte anterior, uniendo lo exterior con lo interior, cosiendo ambos paisajes y ambos lenguajes, el de la leyenda y el del silencio. JOSÉ ANTONIO OLMEDO. SAKURA. LOS PRINCIPIOS DEL HAIKU PARA TODOS (Celya, Toledo, 2023) por CLEOFÉ CAMPUZANO MARCO Noche de escarcha... Tagami Kikusha Una nada inolvidablemente significativa. Blyth Cuando hablamos de la esencia del haiku, hablamos de su universalidad, su brevedad esencial, hablamos de intuición concentrada en el tiempo presente, sin artificialidad, donde el valor de la permanencia y la fugacidad recaen en lo cíclico con asunción de finitud. La mística y la sacralidad de lo que nos rodea, esa mínima y sutil apreciación que aparece cuando nos detenemos y contemplamos, es el advenimiento del aware japonés, fenómeno que desencadena el haiku. Casi pasamos a un plano invisible donde poder captar la materialidad e inmaterialidad de nuestro entorno conformador, lo que es evidente y lo que está más velado, con su preciosismo y su carácter intimista en entrelazamiento con la experiencia cotidiana: «El haiku más que tratar de lo sagrado, lo contiene» en palabras de Vicente Haya. José Antonio Olmedo (Valencia, 1977), escritor inquieto y versátil, docente, crítico literario, editor y autor de libros de diversos géneros (crítica literaria, poesía, aforismo y haiku), después de estudiar durante años el haiku, iniciándose de la mano de Vicente Haya y de impartir formaciones desde 2017, nos regala un libro muy necesario: Sakura. Los principios del haiku para todos. En él, aquellos interesados en la cultura japonesa y con ávidas inquietudes literarias en este terreno, encontrarán un documento para el detenimiento, pero también una guía para la consulta especializada, ya que incluye interesantes referencias que abarcan diferentes recursos por sectores: literatura, webs, revistas, entre las que también se encuentra Crátera, de la que es coeditor. Estamos ante un ensayo crítico, didáctico y aperturista de 182 páginas, donde el autor se propone llegar a todo tipo de lector para acercarnos con humildad a los fundamentos que autentifican el haiku, de ahí su título. Es un ejemplo de cómo la crítica literaria y el rigor no están reñidos con la accesibilidad comunicativa. En este sentido, merece la pena detenerse en la nota del autor que encontramos al inicio ¿Por qué escribir este libro? Ahí, con cercanía y acierto empático, Olmedo desgrana los motivos que le han llevado a conformarlo, a través de trayectoria, vivencias a hitos personales, mencionando a su maestro Vicente Haya y a referentes como Fernando Rodríguez-Izquierdo y la repercusión que ello ha tenido en el devenir vital y literario del autor. El libro está dividido en cinco partes bien diferenciadas y conectadas entre sí, pero con aportaciones específicas y detalladas. En la primera parte se habla de la contemplación de la Sakura como antecedente cultural inspirador; en la segunda, se especifican los factores fijos y variables que ha de tener un haiku; la tercera aborda los elementos culturales vinculantes y se menciona la transculturación, la importancia de naturaleza y sus simbolismos y se adentra en la concepción generalizada de la muerte para entender qué es un haiku, además de señalar diferentes categorías de haiku, como el urbano, tan en auge en las últimas décadas; la cuarta parte explora el alma del haiku y sus orígenes en composiciones como el Tanka, el Juè Jú y el Sedooka, su vinculación con el Taoísmo, la importancia del sincretismo filosófico y religioso y las características de la lengua japonesa que hacen difícil su traslación semántica a otra lengua; aquí merece especial detenimiento la leyenda de Cang Jie por su belleza y sentido fundacional. Finalmente, en la quinta parte, se hace un repaso por los cuatro maestros Basho, Buson, Issa y Shikki y también se dan unas pinceladas del haiku en España, siendo especialmente destacable un epígrafe destinado a la mujer en el haiku. Sin duda, uno de los pilares fundamentales de este libro es la inclusión del enfoque de la teoría feminista, dando a conocer este aspecto tan relegado a un segundo plano. A lo largo de unas cuantas páginas, se ponen en valor las aportaciones de las mujeres haijines, que fueron grandes cultivadoras del género. Así, se citan autoras maravillosas como Chinyo-Ni, Enomoto Seifu-Jo, Tatami Kikhusja o Den Sute-Jo. Con gran habilidad comunicativa, un lenguaje cuidado, sensible y aperturista, nos conmina a su descubrimiento. Como fórmula poética, el haiku ha llegado a nuestros días a través de un proceso de transculturación y lo hemos adaptado al pensamiento y morfología sintáctica del mundo occidental, no siempre de la manera más acertada. Este ensayo pone de manifiesto la necesidad de recuperar la esencia del haiku, sumarse a su conocimiento real y auténtico. Esta fórmula literaria no es únicamente forma-contenido de aparente sencillez, es mucho más, constituye una experiencia espiritual y mística que tiene que ver con la cultura en la que nace y se desarrolla. Asimismo, condensa un sincretismo espiritual con un formato mínimo indesligable de su filosofía esencial. Una de las cosas interesantes en la estructuración del ensayo es que no llegamos a la pregunta: ¿Qué es un haiku? hasta bien avanzada la lectura, momento en que se nos presentan definiciones diversificadas, entre las que recojo esta de María José Ferrada por su belleza de instante insólito: «Un haiku es como una foto hecha de palabras, más que una forma de escritura, el haiku es un camino para aprender a mirar el mundo»; primero, el autor nos introduce en los elementos culturales que han contribuido a su nacimiento (históricos, antropológicos y religiosos) para llegar nutridos a esa parte. Otro aspecto destacable es la valoración patrimonial de elementos identitarios de la cultura japonesa que se visibilizan en el haiku y que pueden considerarse patrimonio inmaterial universal; hay un hermanamiento entre la identidad y la emoción en cuanto se da validez experiencial del momento presente y lo que, de él, hay que conservar: «La transformación de la sociedad es un hecho a todos los niveles, y eso es algo que afecta forzosamente al individuo. Es necesario no recuperar sino cultivar y dignificar el shinkoo haiku». En la primera parte, “Conciencia de la finitud”, se examina la brevedad de la existencia en la concepción japonesa, recogida en el símbolo del cerezo en flor, La Sakura, con la celebración del Hanami; así, el árbol aglutina la belleza efímera, la vida y la muerte en un mismo fenómeno, precisamente para recordar «lo valioso del tiempo que posee quien está vivo y sabe que un día (al igual que estas flores) morirá»; esto no sería posible sin la premisa de un tiempo sobre una nada que es todo en el ciclo de las estaciones y sin la abnegación-humildad, ambos como elementos esenciales. En este capítulo, se da cuenta también del momento fundacional del haiku, inmanente al momento presente, al silencio y la serenidad, adheridos como decimos a un tiempo/no-tiempo valiosamente finito e infinitamente valioso. El haiku está ligado al sincretismo religioso y a una filosofía de vida muy específica, de manera que toda su condición de sentido reside ahí. Como el autor indica «para comprender no siempre debemos racionalizar el objeto que pretendemos discernir. En el caso del haiku el filtro es, en la mayoría de ocasiones, la sensibilidad».
Hablar sobre la poeticidad o forma interior en el haiku, es hacerlo sobre dar nombre a las cosas desde la sencillez, sin artificialidad. La poeticidad reside en lo que pasa en el fenómeno que existe alrededor y existe en mayor medida cuando es registrado y compartido. De ahí que en la segunda parte nos introduzca en los elementos indispensables del haiku, que él divide en indispensables (existencia de un suceso, darse en momento presente, la composición silábica desde el paradigma del alfabeto y lenguaje japonés, entre otros). La experiencia del instante sin el sujeto lírico presente, evanescencia ante la contemplación y la afectación que se registra, la constelación de las frecuencias sensoriales, auditivas, visuales, presencia diluida en el tacto de lo que nos transforma. Nos indica que lo que importa es el suceso y su registro sensorial «la mirada del poeta se obvia, puesto que sin ella no habría poema. Saber sugerir esas emociones casi dermatológicas, gustativas, olfativas o sonoras se convierte en un arte exquisito y complejo». Tal y como avanzaba anteriormente, uno de los epígrafes más interesantes que incluye Sakura —y que hasta el momento no se había explorado lo suficiente ni recogido en cuidado análisis— es el que hace referencia a la mujer en el haiku. En estos escritos se observa una línea confluyente de pensamiento y emoción que se aleja del haiku canónico, pero no por ello abandona su esencia; es más, otorga un valor de singularidad por su aportación cultural, literaria y universal específica, donde existe una presencia relevante del yo lírico; en efecto, uno de los motivos que se enuncian como posible razón por la que no se tuvo en cuenta a las mujeres en los escritos y críticas sobre el haiku japonés, puede ser debido precisamente a que se determinó una diferenciación que aludía a la idea de que las mujeres escribían composiciones que fueron consideradas tankas y no haikus, debido a su carácter más personal en los temas tratados como el amor, la vejez, incluso la maternidad y la sexualidad. «Faz de muñeca / sin duda yo también / envejecí» (Enomoto Seifu-Jo). Así, Olmedo reorienta un discurso en el que reivindica diferentes personalidades femeninas destacables y su proyección emancipadora: «En el siglo XX, momento en que las mujeres haijines adquirieron verdadero protagnismo, Den Sute-Jo, Shushiki, Shofuni o El Pai: La lista de mujeres que practicaron el haiku en Japón es larga y muy interesante. En el siglo XVII, Den Sute-Jo, nacida en 1633, consolidó un estilo propio común a las haijin de la época creando haikus de exquisita belleza y armonía». Volviendo a esas palabras del inicio de Vicente Haya sobre lo sagrado que el haiku contiene y para concluir, me parecía interesante destacar un concepto muy vinculado y al que Olmedo dedica unos párrafos, la hierofanía, como toma de conciencia de lo sagrado, su acto de manifestación. El mito antropológico panteísta está muy presente en el valor inmaterial del haiku, es lo que nos conecta a lo esencial de la vida «si tal como afirma Vicente Haya el haiku es un vaciamiento del yo para dejar entrar el mundo en nosotros», quizás hay una nada que, una vez sentida, nos permite volver para ser un yo y un nosotros ya en vías de transformación, aprendizaje y tránsito. JESÚS CÁRDENAS SÁNCHEZ. DESVESTIR EL CUERPO (Lastura, Madrid, 2023) por LUIS LLORENTE El nuevo libro de poemas de Jesús Cárdenas Sánchez (Alcalá de Guadaíra, 1973) propone la aventura de la búsqueda del ser en la percepción del mundo y de los reflejos de uno mismo. Se puede detectar, incluso, una materialización del cuerpo, en cuanto a que está sujeto a los vaivenes existenciales del mundo contemplado. Así pues, el cuerpo, en términos místicos, es una especie de morada. Haciendo referencia directa al título, desvestirlo es el grado máximo de autoconocimiento. Y, como bien afirma José Antonio Olmedo López en el prólogo, en esa desnudez no solo encontraremos la singularidad del poeta; también la nuestra. Así pues, el lenguaje es un espejo de nosotros mismos, la materialización de nuestras emociones y pensamientos; un conducto quasi ontológico. El reflejo viene dado por la propia naturaleza cuando es asumida y observada. Hay una identidad, un topos semioculto, un sentido de pertenencia no como apropiación material sino como reflejo anímico. Identidad pero también alteridad, porque en algunos momentos aparece lo ajeno como una extensión en la que uno se refleja con implacable asombro. Lo metapoético de la identidad. Cuerpo-espejo, y la escritura como una representación del espacio mítico, de ese espacio en el que uno quisiera quedarse contra la muerte, hacia la eternidad. Todos esos elementos que configuran lo que somos, que nos hacen conocer. Y lo amoroso de lo real. La realidad como algo corpóreo que tiene diferentes estados; así el libro se estructura con tres apartados temáticos que definen ese viaje, esa aventura: “Todos los espejos”, “Cristal ahumado” y “Callada ceniza”. Todo el libro acaba resultando un tejido poderoso e impermeable, precisamente por su elevado grado de homogeneidad estética y temática. El autor sevillano opta por el poema breve y conciso, con algunos versos verdaderamente sentenciosos. Y siempre de fondo una estructura metafórica, un sistema de imágenes perfectamente cohesionado. Es decir, que se presenta el lenguaje como representación del mundo y el reflejo de ese yo, o de ese espacio habitado, pero también ese palimpsesto estético que distribuye el fogonazo metafórico en el discurso. Esa unidad, esa continuidad imaginativa y reflexiva, logra el efecto de un trazado en ascensión si hacemos una lectura lineal. Si la metáfora brillante es el motor estético del poema, es el tono reflexivo el guardián de fondo que custodia las ideas, el pensamiento que se encauza desde la emoción. Con inteligencia y fulgor, es un viaje hacia dentro. En el primer poema del libro el poeta asume ese sentido ritual de la escritura. «Comienza el rito / y hasta aquí nos empujan estos versos». Hay un lugar en el que el yo sabe que existe, que está existiendo, «Ante el espejo se ve la oscilación / de quien ardía con el mismo asombro / que los labios al estrenar otra piel». La necesidad de la escritura, una búsqueda consciente, y si es consciente es precisamente por ese grado de insuficiencia (y aquí podemos señalar una especie de mística moderna, además de ser uno de los mayores aciertos del libro): «Necesito que grites que es poesía / si, al doblar la página, aún persiste la sed». El desorden del mundo, el azar, ante el cual el poeta no puede hacer nada, y asume de manera estoica que solo puede controlar lo que depende de su territorio anímico: «Sospechas que el azar nos encadena». Los espejos son ese desafío, elementos que no siempre responden a las preguntas: «¿Cuánto de fuego queda en mí? / ¿Dónde la dicha de los días cándidos?», o, como dice en otro poema, «La gloria que pudo ser aquí acaba. / Ningún deseo arregla nuestro mundo». La apariencia de las cosas y el análisis de su distorsión a partir de la identidad: «La raíz en el vidrio de la luna / endereza la imagen que conservas / como si fueran ecos, rumores y murmullos»; así dice en uno de los poemas más bellos de la primera parte, que por cierto incluye una exquisita aliteración. (No olvidemos que la tradición hispánica está presente en todo momento, desde el ritmo y la sintaxis hasta ciertos recursos expresivos de sobrado arraigo como la metáfora o la aliteración). Más allá de lo estilístico o de los aciertos evidentes de una voz madura, que un buen lector detectará enseguida, lo que el poeta propone es un mensaje, una cosmogonía. Uno escribe un libro para dar algo, para sacar algo de sí mismo. Y este es el caso. La influencia del primer José Ángel Valente está presente en los poemas más sentenciosos. «Ebrio de búsqueda, algo deslumbrado, / me topé con los mismos nombres / y una conjugación de tiempos toscos», versos del último poema del primer apartado. Pero podríamos mencionar a muchos otros poetas que pueden haber sido decisivos en la escritura del poeta alcalareño, como Carlos Marzal, Vicente Gallego o María Victoria Atencia. En cualquier caso, en su voz hay ritmo más o menos ortodoxo, metáfora audaz, tono reflexivo y universo simbólico definido. En el segundo apartado entramos en el espacio mítico de un modo más explícito, o mejor, más explícitamente perceptivo. El tiempo deja su huella o dibuja una erosión de las cosas. «Como si al retomar el mundo / no aguantasen los ojos». Aparecen en estos poemas una idea de la identidad: «La imagen del cristal es ella misma; / en cambio, al despojarse, hay algo más: un precio que extiende el tiempo en su uso». La sinceridad como una epifanía ante esa realidad aparece en un poema cuyo primer verso da título al libro: «Sentir entre los huesos / el tiempo y la palabra. Nada de fingir»; «Mostrar ya no la piel sino los huesos, / esos huesos que quieren ser poemas». Lo reflexivo reaparece en este apartado dando fuerza al discurso, la materia puede funcionar como un lugar preciso, «El reflejo constata nuestro fin: la razón liberada por el sueño / termina por romperse en las aristas». La búsqueda de todo aquello que es refugio emocional, materia de la vida: «Miras fuera aquello que ya no está, / pero le haces un hueco en un lugar cercano, / y te ves, ahí fuera, junto a lo que se fue»; «perseguir el camino sin camino / del perderse para luego encontrarse». La idea del cristal como algo que forma parte de una levedad consciente o inconsciente, algo que se erige frente al desamparo, o que genera duda o tristeza: «Ahora el cristal no te protege / del tiempo y la intemperie / ni del frío aliento de enero; // sólo refleja ese perfil de ave cansada».
El tercer apartado, “Callada ceniza”, es otro viaje hacia dentro. Al mismo tiempo celebratorio y elegíaco, encontramos aquí un tono de mayor desolación, pero con gratitud hacia el asombro, con la satisfacción de contemplar un ciclo, de hacer habitable su desarrollo, incluso de refugiarse en el final. «¿Por qué busco el invierno / siguiendo cada gota / que se desliza en los cristales?»; el ciclo de la naturaleza, la memoria, el olvido, lo que está y no está en distintas formas de estar... «La tarde se humedece lentamente / como la brisa oxida la esperanza / a mediados de octubre». La ambigüedad de la percepción, de la que hablaría Alberto Caeiro. «Hay un fuego confundido que persigue / un modo de futuro. Lo inexacto / existe en una distorsión». En uno de los poemas más intensos de este bloque se afirma la necesidad de construir un discurso que sea verdadero, no impostura. «Lo siento por la poesía, / pero algunos mienten. / Mienten con sus palabras y silencios. // Las canciones no mienten. / Las raíces no mienten. / No mienten los ojos del animal / a punto de morir». En otro poema, la aventura de sostener la escritura frente a la ceniza, o la memoria como baluarte, lo que se queda anclado. «Al fin, simulas el ancla en el verbo, / sin presente ni avance. Si te pulsa, / ya sabes que es membrana que conmueve». No hay diferencias estéticas importantes entre los apartados, pero sí, aunque muy sutil, en la temática de cada uno. Tres bloques que vertebran la idea de la desnudez, del despojamiento y del reflejo del yo. Como una obra musical que consta de tres partes, y las divisiones no son otra cosa que un ligero cambio en la modulación. Por último, añadir lo que dice Luis Ramos en el epílogo: este libro, recordando lo que dijo Vitrubio sobre la arquitectura, es una construcción firme, es una casa bella y es un lugar útil. En definitiva, Desvestir el cuerpo es un libro compacto y extenso que se puede disfrutar tanto si uno sigue el orden de los poemas como si opta por un orden aleatorio. Rezuma equilibrio en forma y fondo, lecturas y oficio, y reposo en el trabajo de cada poema. Un tríptico para la conciencia. No es un libro más; tampoco es el único; es un buen libro de poesía de los muchos que se han publicado en 2023. La poesía española goza de buena salud, aunque atraviesa un momento complejo por tener demasiada dispersión y por la excesiva oferta, por la hegemonía marcada por las grandes editoriales pero también con una valiosa poesía que sólo emerge a través de editoriales independientes y medianas o pequeñas (esto daría para una disertación larga en otro lugar y en otro momento). La poesía española actual es literalmente inabarcable. De eso ya no cabe duda. Tampoco cabe duda de que este es un buen libro. Pasen y disfruten. |
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