LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
LUIS SÁNCHEZ MARTÍN. PASTILLAS DEBAJO DE LA LENGUA (Liliputienses, Isla de San Borondón, 2024) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Pastillas debajo de la lengua es el segundo poemario de Luis Sánchez Martín tras Carrera con el diablo (Lastura, 2019). También cultiva la narrativa, género en el que ha publicado el libro de relatos Todo en orden (Chamán, 2022), y es conocido por su trabajo de editor al frente de la recientemente desaparecida editorial Boria. Este poemario es un duro testimonio biográfico del poeta sobre sus problemas de salud mental. Esta cuestión se está convirtiendo en una auténtica epidemia en, al menos, la última década y sus causas no pueden atribuirse en exclusiva a la pandemia de 2019. Ya Mark Fisher (en Realismo capitalista) consideraba la salud mental, junto a la ecología, como uno de los territorios límites del capitalismo, donde el idealismo del beneficio y el crecimiento exponencial de este sistema choca contra la realidad material de quienes deben sostener esa exigencia inasumible: el planeta y los trabajadores. La abundancia de obras literarias que, como Pastillas debajo de la lengua, han tratado este tema en estos últimos años cumplen ese intento de la literatura por radiografiar los problemas del presente y ponerlos de manifiesto para promover el debate público. La dificultad de estos libros es que sus autores deben, también, superar ese estigma que el mismo concepto de “salud mental” acarrea en nuestra sociedad, donde se impone la figura del triunfador, la persona fuerte que puede con todo y que soluciona sus propios problemas. Pienso ahora, por ejemplo, en libros como Los brotes negros de Eloy Fernández Porta, Fármaco de Almudena Sánchez o El hundimiento de Manuel Vilas (cito solo los tres primeros que me han venido a la mente, seguramente el lector encontrará más ejemplos). Todos estos libros comparten con Pastillas debajo de la lengua esa valentía de hablar en primera persona de estos problemas. Como los anteriormente mencionados, el poemario que nos ocupa es, ante todo, un testimonio. Esta intención de anteponer la verdad de los hechos a la estetización propia del hecho literario es la que otorga al libro su peculiar composición, que combina el verso y la prosa, lo poético y lo narrativo. Este mandato testimonial se concreta formalmente de varias maneras. Por un lado, el libro incorpora textos en prosa con la forma de “informes médicos”, en los que se incluyen fechas de la consulta, nombre del facultativo, medicación recetada... Además, se emplean también como mecanismo que permite al autor desarrollar esa voluntad narrativa que hay en todo el libro que, en cierto modo, lo que se propone es contar una historia, ser el relato de la lucha de un personaje (el propio autor) contra una enfermedad: la depresión. Así, por ejemplo, el fragmento titulado ‘Caso clínico’ sirve para incorporar en el libro la biografía, el pasado más lejano («Es el menor de seis hermanos. Estudió BUP, COU...») y una descripción de su familiar («Padre y un hermano alcohólicos. Otro hermano cocainómano y sospecha que bipolar. Una hermana con síndrome de Asperger. Padre fallecido en 1999. A día de hoy no mantiene relación con nadie de su familiar (desconoce si viven o no)» (1)l que aportan ese carácter casi novelesco a este poemario. También en prosa, y también con evidente intención narrativa, encontramos el ‘Interludio’, donde explica los síntomas de la depresión. Aquí, el poeta se analiza a sí mismo, al mismo tiempo que narra situaciones concretas donde esos síntomas se manifiestan. Es en este texto donde más ampliamente se desarrolla esa lucha contra la depresión en la que se ha convertido su existencia, pues aunque mantiene a raya los peores síntomas o consecuencias (el suicidio), hay una batalla continua que convierte la vida cotidiana en algo doloroso y agónico: «Lo asumes, pero no te acostumbras». Es en este texto en prosa donde encontramos unas frases que resumen de forma concisa el contenido esencial de este libro: «Hace semanas que cabalgas entre la depresión y la ira. Sufres y odias con toda tu alma. A personas con nombre y apellido, pero también a una suerte de sombras sin voz ni mirada que te persiguen día y noche». En otras ocasiones, lo testimonial se manifiesta en verso, pero en poemas que mimetizan otros tipos de texto, como la transcripción literal de una conversación, incluyendo fecha y lugar exacto donde tuvo lugar. Así sucede en ‘Formación y orientación laboral’, que reproduce un diálogo de una entrevista de trabajo. En cualquier caso, lo testimonial es el condicionante estilístico de todo el libro, y no sólo a través de los mecanismos textuales mencionados arriba. El estilo poético está marcado por la ausencia casi total de lenguaje figurado (solamente en el primer poema que funciona como “prólogo” predomina el lenguaje figurado) y por la abundancia de sustantivos concretos y verbos que aportan ese carácter narrativo también a los textos en verso. Esta es una voluntad de desnudez y verismo completamente consciente por parte del autor, que ya desde el segundo poema hace explícita esa intención de anteponer los hechos a la “literatura”. Este poema (‘Una habitación propia’) narra cómo el poeta pide a su hermana que le deje pasar una temporada en su casa para recuperarse de un intento de suicidio. El final del poema es todo un manifiesto estético del estilo de este libro: «Me dijo que no. / Intenta encontrar ahora / un mejor final / a este poema». El análisis que Luis Sánchez hace de su propia situación es interesante porque rompe con el dañino tópico de que la salud mental es una cuestión individual: a lo largo de estos poemas veremos que hay muchos factores involucrados: la familia, la sociedad, la explotación laboral, la precariedad, el alcoholismo..., es decir, su caso, por muy particular que sea, es uno más de un problema estructural. No ha de pensarse, no obstante, que el autor hace una reflexión ensayística o teórica sobre lo anteriormente mencionado. Como decía en el interludio, este libro «cabalga entre la depresión y la ira». Y esa ira, lo que hace, es señalar culpables «con nombre y apellido». La primera señalada en el banquillo de los acusados es su hermana y, por extensión, toda la familia. Es un tema recurrente en Luis Sánchez, pues también en su anterior libro podían encontrarse varios poemas dedicados a las malas relaciones que dominaron su vida familiar, hasta que perdió definitivamente el contacto con ellos. Desaparecida esa red de apoyo que suele ser el entorno familiar, el poeta se encuentra, por lo tanto, expuesto al ámbito social. Y ahí también falla todo. No sólo no hay refugio, sino una hostilidad que sin duda es otra de las culpables. La ira de Luis Sánchez señala en primer lugar la falta de empatía de una profesora de Empresariales (que le impidió graduarse por dos décimas) en el poema ‘No sé si es humano’; este consiste en una anécdota biográfica, pero que revela esa pérdida de la humanidad que domina las relaciones sociales y que son, sin duda, otro factor que mina la salud mental de la población. Si seguimos repasando ese banquillo de acusados, no podemos olvidar a sus jefes. La ira del poeta se torna más política en la denuncia de la explotación laboral, como sucede en el poema ‘Al menos tienes trabajo’: «No te quejes / que los anteriores camareros / trabajaban todos los días / en turnos de diez horas / y tenían prohibido / ponerse enfermos». Inseparable de la explotación laboral es la precariedad, el agotamiento que produce un entorno social donde el ciudadano se ve obligado a trabajar sin descanso para obtener, solamente, los más elementales derechos fundamentales de subsistencia. La presencia concreta y numérica del dinero en este libro no sólo es otro elemento más que resalta ese carácter testimonial; las sumas y restas que el lector realiza con los números que el poeta ofrece revelan una dolorosa, agresiva y violenta, precariedad asociada a la explotación («trabajaba 50 horas semanales / ganaba 800 euros / y pagaba 500 de alquiler»). Por último, en la lista de culpables con nombre y apellido, comparecen los psicólogos que, como aquella profesora de Empresariales, también revelan la deshumanización de las relaciones personales: apenas le prestan atención y lo tratan con un evidente desinterés carente de empatía («Quisiera tener la conciencia tranquila / como un asesino en serie / o un psicólogo») que termina de cerrar ese horizonte social en el que nada funciona. Todo: la familia, la explotación laboral, la precariedad, la falta de oportunidades, lo lleva a la depresión; y la herramienta del sistema que debería ayudar a curar esa herida que el mismo sistema provoca es una herramienta fallida, rutinaria, otro engranaje donde el individuo queda alienado y despersonalizado.
Este cóctel de culpables (familiares, sociales, económicos) incorpora también otro elemento: el alcohol. El poeta incorpora testimonios de lo peor de esa adicción («Al llegar a casa de madrugada / vomito sangre / y no puedo dormir») y los combina con la lucha contra ella («necesito hacer cualquier cosa / para que pase el tiempo / sin pensar en servirme / otra copa a escondidas»), y su posterior superación («Las noches sin dormir / que acunan cada chiste / y las decisiones equivocadas / que hay detrás de un Bitter Kas // el recuerdo rosado que bebemos los alcohólicos / para no confiarnos y llegar a olvidar / el amargo sabor de aquellos días»). Si antes hemos citado esa dualidad de este libro que «cabalga entre la depresión y la ira», me doy cuenta de que hemos hablado más de la ira que de la depresión. El análisis de la situación del poeta, de los síntomas, del dolor, el sufrimiento y la visión del mundo a la que estos síntomas le abocan es tema central de muchos poemas, especialmente en la tercera parte. No hay, como en otros libros sobre la depresión, un final feliz, una curación o redención del poeta. La idea que domina es la de “convivir”, la de arrastrarse por una vida que ofrece muy pocos alicientes, solo algunas ilusiones (la poesía y la música, entre ellas), que no parecen suficientes para hablar de luz, de optimismo. En cierto modo, parece que la idea de “convivir” con la depresión convierte a la vida en un “sobrevivir”, y al poeta en un “superviviente” que apenas se conforma con encontrar las fuerzas suficientes para alejar la idea del suicidio, para pasar otro día con la ayuda de la medicación: «Mejor será bajar la persiana / y esperar sudando sobre un colchón sin sábanas / odio sobre lienzo / que las pastillas y las hierbas / obren su magia / y aceleren el tiempo». Pastillas debajo de la lengua es un duro testimonio que revela uno de los males más preocupantes de nuestro tiempo y que, en su ausencia de adornos, y en su profunda carga de ira y resentimiento, ofrece a los lectores la oportunidad de reflexionar sobre la hostilidad, la alienación y la deshumanización del mundo que habitamos.
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ÁNGEL CERVIÑO. EXOGAMIA (EN UN TRIS) (Liliputienses, Isla de San Borondón, 2022) por DIEGO L. GARCÍA DESPUÉS DEL AFUERA Esta nueva versión de Exogamia que nos trae Ediciones Liliputienses viene del futuro para advertirnos sobre los sonidos del final: el colapso de la música mientras nos obstinamos en inconscientes balbuceos. También viene a sacudirnos las ideas sobre lo que es un poema y cuáles son sus diálogos con el mundo. Un mundo que, de antemano, ya no existe. Escenas desfasadas, actuaciones que suben al máximo el relieve de lo paródico para exponer el ridículo maquillaje de lo real. El lirismo de Ángel Cerviño es el de un rebelde futurista contra la robotización de las voces. En algún sentido escribe rehumanizando las frecuencias, retomando toda la flexibilidad posible de la sintaxis, la arbitrariedad y la «pataleta de lo dicho / al paso // sin razones de estar ahí». Hablamos de lirismo, aunque saboteado por intervenciones de diversos materiales y, podemos agregar, sin que se tome como un prospecto sino más bien como destellos afines: una organicidad barroca, un tono atravesado por las tradiciones del teatro español, despegues quijotescos de autor-editor-comentador en notas a pie de página y una suciedad propia de la poesía occidental post generación Beat. Pero no es un lamento contra-distópico lo que promueve Cerviño. Es una acción calculada y precisa, una operación que apunta directo a los mecanismos del Pensamiento Ganador. La comunicabilidad (a priori algo positivo) que se vende como chatura, como tic inexpresivo de la masa cool, es aquí una pérdida total de orientación. Luego, en penumbras, alcanzamos a reconocer algunas formas y empezamos a oír. Es esta una de las claves para leer Exogamia: salirse de las habilidades de transacción discursiva cotizadas por el panelismo contemporáneo. La experiencia será así primitiva, es decir intuitiva de formas que recién se trazan en la arena de lo posible.
VÍCTOR M. DÍEZ. LA TAREA CONTRARIA (Liliputienses, Isla de San Borondón, 2021) por SEBASTIÁN MONDÉJAR DESCASCARANDO EL TIEMPO DE LAS NUECES La realidad hay que dejarla que vuele, que se traslade al más allá, para que pueda regresar con su carga poética. Pero también puede internarse dentro, penetrar en el acá, entre los canales y las tuberías, donde deambula la “perduta gente” del Infierno de Dante. Esperanza Ortega sean muchas. seamos más. decidamos en contra. Tina Escaja I Hace unos años emprendí la aventura de acercarme a la obra de un buen número de poetas castellanoleoneses que hasta entonces no había leído. De muchos no había oído ni siquiera hablar. Conocía la poesía de Antonio Gamoneda, Olvido García Valdés —nacidos ambos en Oviedo, pero con raíces profundas en Castilla y León—, Claudio Rodríguez, José-Miguel Ullán, Miguel Casado, Antonio Colinas, Juan Carlos Mestre, Julio Llamazares, Tina Escaja y pocos más; también, claro, la de Juan de Yepes, Teresa de Jesús, Hernando del Castillo o León Felipe. Pero el territorio es harto antiguo, vasto y diverso (sin contar con sus excelentes narradores) y aún me queda muchísimo por conocer. Entre los poetas que he venido leyendo más a fondo están Tomás Salvador González, Ildefonso Rodríguez, Miguel Suárez, Tomás Sánchez Santiago, Esperanza Ortega (todos próximos a mi generación y con poesía reunida en la editorial Dilema) y Víctor M. Díez. Sobre los dos primeros he hablado y escrito en varias ocasiones. Hoy quiero hacerlo sobre el último, con motivo de la publicación de su libro más reciente, La tarea contraria (Liliputienses, Plasencia, 2021), dedicado por cierto a su amigo y maestro Tomás Salvador González (Zamora, 1952 - Móstoles, 2019) cuya poesía reunida (Una lengua que él hablaba) prologó en 2018. A Víctor M. Díez (León, 1968), espíritu poliédrico donde los haya (es también actor, agitador cultural, autor teatral y músico), lo vi y escuché por primera vez en unos vídeos y grabaciones con el cuarteto Sin Red, una veterana formación poético-musical de libre improvisación en la que comparte tablas con la percusionista y saxofonista Chefa Alonso, la cantante Cova Villegas y el también poeta y saxofonista Ildefonso Rodríguez. Me impresionó su energía, su voz potente y clara, torrencial, y me puse de inmediato a indagar sobre él. Por entonces, su libro más reciente era aún Todo lo zurdo (Varasek, Madrid, 2016). Me encantó la fuerza del título y lo compré. Y superó mis expectativas, ya muy altas de entrada. Estos días he estado leyendo, como digo, su último poemario, La tarea contraria, un libro que desde su título encierra múltiples correspondencias con el anterior. Por poner sólo un ejemplo: «Todo lo que queda atrás, lo que voy / perdiendo, me compone», escribía el poeta en el primero; «En la siempre parte de atrás / hay un rosario de tablones abandonados», nos dice en el segundo. II Tarea: labor, misión, faena, ocupación... Contraria: antagónica, distinta, opuesta, disidente... La primera sección de La tarea contraria, encabezada por una cita de Kafka, se inicia con un ascenso: “El bocado invisible” (título extraído de dicha cita), un largo poema escrito subiendo a Louredo, según apunta el poeta al final del mismo. Con la tracción de sus pasos —otra tarea contraria— el ocaso tricota y zurce al bies / lejos con cerca, tojo con estrella, el mundo se mueve, el paisaje muta, el camino se palpa como un cuerpo que amar y el caminante advierte el idioma salvaje que no se ha de decir, porque se va haciendo; un habla que pellizca / las sienes del forastero y conduce al refugio / por última vez cada vez. En ese subir se activan los sentidos, se riegan las correspondencias; y el cuenco imaginario hierve; y la memoria hilvana ecos e imágenes al son de la banda sonora del camino, el farfullar del viento y la hojarasca, mientras chispean / yemas de luz en el horizonte, fragmentos arqueológicos de un pretérito extinguido que el poeta se empeña en recoger, en un intento último por salvarlos de la pérdida y el olvido...; para terminar haciendo una exhortación al cuerpo salino del origen, el mar y la piedra secreta / que dejamos de un año para otro / en el planeta oblongo. // Una mole que resume todo, nos mira / de reojo. / Nos ve partir bajo sospecha, / su bocado es invisible. Y del ascenso panorámico e iniciático, al descenso urbano en los poemas siguientes; la reinmersión en las calles cotidianas que nos siguen hablando (¿por cuánto tiempo más?) del pulso de otras épocas. Desde el barrio de El Ejido —donde bajo un futbolín ladran fuerte los mastines— al barrio de San Esteban, el poeta se sumerge en ese gua / donde solo queda un eco ya casi inaudible / de aquellos descampados, en el agujero raquítico del poema --al que gusta venir a mirar—, en el barro invisible donde el último afilador / hace su música al paso, en el fondo de una vasija sellada o en la caja de cartón donde la metáfora es un gusano de tierra. Es el camino inverso de alguien que te piensa a ciegas / y tendría para ti / un tacto mudo que decir (...), alguien que te nombra con gestos (...), alguien que te piensa como un zureo de palomas; es la tarea contraria, el habla a medio zurcir de alguien perseguido por una lengua deslavazada, porque faltan fonemas, / nos han arrancado / casi todas las letras de la boca y se hace necesario recoger lo orgánico que aún nos rodea, compostar esta escritura de mondas / y restos de lo humano, / un estiércol que nadie necesitaría, para hacer retornar la fantasía de un tiempo antiguo / aun por estrenar, redivivo en la paradoja de lo doméstico (...); un tiempo antiguo que nos es familiar y nos hace famélicos (...); un tiempo escaso (...), un tiempo curvo en el que no se escriben las leyendas (...) y que parecería un principio en ruinas / que alguien debería retomar. La segunda sección, titulada “Disfraces” e introducida por una oportuna cita de Thomas Bernhard, la conforman ocho imitaciones a la antigua usanza, un ejercicio de mímesis en homenaje a Juan de Yepes, Lezama Lima, Emily Dickinson, Alejandra Pizarnik, Vladimir Holan, Else Lasker Schüller, Paul Celan y Blas de Otero. Una poética, por tanto; un manifiesto de las afinidades electivas del autor. Del dedicado a Celan toma su título el libro, con este poema que condensa todo su espíritu y su mensaje: LA TAREA CONTRARIA Lo que sucede contra uno es el camino. Tú vas a muerto en tu tarea contraria. Esa es tu mano y no la desaprovechas. Dejarte llevar por ese idioma transparente hacia la orilla del poema invisible. Nadie habrá que te agradezca el vacío que creas. Ni falta. (Paul Celan) Que Víctor M. Díez haya optado por titular con él su poemario no es, creo, en absoluto fortuito. En mi lectura me ha parecido escuchar a menudo ecos del gran poeta rumano. Pocas tareas, en verdad, se han dado en la poesía tan contrarias como la suya. «Así podemos enfrentarnos / contra ti, contra mí», escribió; y también: «contra cada púa del alambre»; y también: «el golpe de silencio contra ti, / los golpes de silencio». De ahí que incluso el título de esta reseña haya sido soplado por estos versos de Celan: «Descascaramos el tiempo de las nueces y le enseñamos a andar: / el tiempo retorna a la cáscara». La tercera y última sección, titulada “La mano cortada”, bien podría ser una prolongación a la inversa —es decir, por amputación— de la mano que regía en Todo lo zurdo, «la mano que da cuerda» sosteniendo «la cometa del tiempo», «la mano que muerde», ahora devenida en una mano ausente que escribe sola y amasa en vano, como si recogiera restos de un rastro indescifrable (...), la mano lenta del mago manco (...), la mano que escarba en lo invisible y lo invisibilizado, muda, desnuda, transparente; la mano ventrículo y la mano diástole blandiendo su cincel contra la culpa, para que la mano zurda fuese, por fin, una buena mano (...), la mano ligera, / la de los dedos huéspedes (...), la mano dormida (...), la mano mansa que se dejase besar y, revoloteando, nos devolviese al umbral del pensamiento hecho a mano y nos detuviese siquiera a un palmo de lo otro para decirnos: casi, casi... III
En fin: además de las citas iniciales de Esperanza Ortega y Tina Escaja, a la poesía de Víctor M. Díez le sientan como un guante estas palabras de Olvido García Valdés: «La poesía, como la filosofía, trabaja a la contra; por ejemplo, contra la cultura, contra la lengua de la cultura, contra el método, contra lo que se sabe hacer; y contra la idea de musicalidad que parece perseguirla». También estas otras, pronunciadas en 1972 por un joven José-Miguel Ullán durante una entrevista con Ramón L. Chao para el número 517 de la revista Triunfo, publicada bajo el titular “José-Miguel Ullán o la destrucción”: «Examinando los problemas de tipo social, económico y político, a veces pienso que la misión de la poesía es puramente negativa frente a todas nuestras pobres armas cotidianas. El arte, finalmente, a lo mejor es sólo eso: el rechazo subversivo, el enarbolamiento de lo estéril ante la fiebre constructora de las ideologías». Víctor M. Díez, con una ya considerable obra a sus espaldas, es actualmente uno de los puentes más firmes entre las diferentes generaciones de poetas del vasto territorio arriba mencionado —para mí, definitivamente, uno de los más ricos y singulares de nuestro país—, en el que el clasicismo y las vanguardias, la tradición popular y el compromiso social han ido siempre de la mano; un territorio con muchas voces distintas, pero todas con abundantes rasgos comunes, pues participan de lo mismo; y un territorio aún por explorar a fondo en el resto de territorios poéticos de nuestra geografía. Qué cerca pero qué lejos podemos llegar a estar unos de otros por mero desconocimiento. Y lo digo por mí, que he vivido ajeno a la existencia de algunos de los poetas aludidos hasta bien cumplidos los sesenta. Es una pena que no haya más trasvase y convivencia, mayor difusión e interrelación entre los poetas de las diferentes regiones. Pareciera que vamos a rebufo, que nos cuesta salir de nuestras lindes, que creemos que nos basta con lo nuestro. Sé bien que no es así. La vida es corta, nos llega lo que nos llega. Por fortuna, hay editoriales independientes que hacen un trabajo impagable, como Liliputienses, Varasek, Eolas o Malasangre —por mencionar sólo unas pocas. Y la Red está ayudando a ampliar la perspectiva. Pero nos queda aún mucha tarea contraria por hacer. RACIEL QUIRINO. OUIJA (Liliputienses, Isla de San Borondón, 2020) por DIEGO L. GARCÍA UNA CARNICERÍA DENTRO DE UNA NUBE En el reciente libro de Raciel Quirino (México, 1982) podemos explorar el devenir de la lengua al otro lado de la vida. ¿En qué se parecen el proceso de invocar a los espíritus y la escritura de un poema? O más en profundo aún: ¿en qué se parece la voz de los muertos a la voz del poema? ¿HAY ALGUIEN MÁS EN ESTA HABITACIÓN? No hay anomalía en la imagen excepto por las esferas brillantes como motas de polvo que cruzan a cuadro. Excepto por las luces que nacen en ningún lugar de la casa. Excepto por las interferencias en el escáner térmico. La textura de preguntas y respuestas que produce la Ouija va generando el propio libro a través de dos secciones espejadas, “Arte Negra” y “Arte Blanca”. Una textura cuya racionalidad es el capricho de los muertos. El lenguaje en su libertad total, ¿qué podríamos reclamarles acaso? ¿QUÉ SIENTE EL ALMA CUANDO REGRESA A DIOS? Una carnicería dentro de una nube. Un conjuro interminable traduciendo fórmulas químicas para fabricar drogas. Un escenario que se puebla lentamente de conejillos de indias. La lógica de los vivos y su metafísica genera preguntas como estas, pero cuyas respuestas intervienen en otro plano. Así también, como un Ars Poetica, Ouija pone en cuestión el lugar de emergencia de la poesía: ¿qué tan vivo está el sujeto que se desplaza a creer en la lengua poética, a entrar en su ritmo, a estropear las percepciones tan cómodas de los sentidos vitales? Tal vez una parte del poeta se asoma, como Ulises, al Hades. Tal vez, como Orfeo, desciende en busca de pactos siempre fallidos con los dominios del Inframundo, pero fecundos en melodiosos cantos. Al mismo tiempo, otros sistemas espectrales como un software generador de texto aleatorio o un mash-up de Wikipedia ponen a correr en la misma línea al lenguaje. Se trata de poner en tensión el control sobre la comunicabilidad (característica dominante en la pedagogía del consumo y la normalización de las subjetividades de nuestro tiempo). Así, la poesía bordeando el no-control podría acceder a otras frecuencias. Elijah Bond patentó la ouija en los Estados Unidos en 1890. Los juegos de tablero para conectarse con el mundo de los muertos trascendían el movimiento espiritualista para popularizarse hacia los años de la Primera Guerra. Desde un comienzo, la poesía estuvo ligada a estas experiencias. También las vanguardias supieron ver en lo esotérico una postura desestabilizadora de lo canónico (1). El trabajo que Quirino realiza en la obra que abordamos en parte sintoniza con aquellas rupturas y en parte abre nuevos cauces: más allá del artificio que medie para dislocar lo decible en tanto poema, la potencia textual es superior a la satisfacción espiritual o metafísica. Ante preguntas cruciales como «¿Tienes algún mensaje para mí?», encontramos respuestas como la siguiente: ¿TIENES ALGÚN MENSAJE PARA MÍ? (…) Quiero que me retengas definitivamente con una canción country que hable de cómo escapamos, aunque ya nadie pueda escapar con una mujer y morir en un auto en llamas. El lector ingresará por las preguntas habituales a un lado de la línea, y saldrá por los agujeros más inesperados de lo real. Porque también este plano es parte de lo real. La insatisfacción del espiritista ante la ruptura del diálogo es la satisfacción de quien huye de lo predeterminado, de quien evoca en parte sus escenas a través del único contacto posible con lo otro: el propio lenguaje y sus vidas interiores. (1) Banga, Fabián. Brujos, espiritistas y vanguardistas. Arlt, Huidobro & Valle-Inclán. Buenos Aires: Leviatán, 2016, p. 19.
VALERIA ROMÁN MARROQUÍN. AGE OF CONSENT (Liliputienses, Isla de San Borondón, 2016) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO Hay obras que se escriben en la rapidez de un viaje en la carretera. Las paradas son escasas, y casi no hay tiempo para volver la vista atrás. Siquiera para pensar qué es lo que está sucediendo. Para bien o para mal, es el propio proceso el que da forma a la experiencia, y más allá, puede haber vacilación, cambio, pero la esencia ya está ahí plasmada. La primera obra de la poeta peruana Valeria Román Marroquín, Age of Consent, participa de ese proceso y construye su ruta al ritmo de los acontecimientos, que no son más que el paso de la edad juvenil a una adulta, más extraña e irracional. Esto produce una reflexión en torno a la identidad, aunque esta palabra esté tan repetida en las reflexiones actuales que ha perdido su valor, y un paso consciente y decisivo hacia lo desconocido. La incertidumbre penetra toda la obra para definir constantemente al sujeto poético, la propia Valeria, y a su propio país. Sigue la estela, en ese sentido, de artistas como Joaquín Torres García y su todavía pertinente Mapa invertido (1943), que rodea ese deseo de unidad, reconocimiento real de lo local e imbricación, no menos ficticia, en el panorama global como un centro social y cultural de importancia, a la altura de los ya archiconocidos Nueva York o París, en aquella década de los cincuenta, y casi en la actualidad (los cambios de poder en el arte no son demasiado frecuentes). En esa lucha de cada uno por ver sus objetivos cumplidos y, socialmente, o eso se espera de estos tiempos cada vez más ruinosos, por restaurar sus derechos y libertades, hay futilidad, desesperanza. Con la intensidad propia de la juventud, otra etiqueta fácil de la crítica actual, la autora aborda de una manera combativa los distintos temas. El discurso parte de su propia duda y se abre, muta en cada poema, hasta dar con una perspectiva ambigua y acelerada del precipicio al que puede verse abocada la juventud. Por tanto, predomina un marcado tono narrativo, que no es otro que un ejercicio intenso de memoria sobre las posibilidades, los errores y los pequeños logros de lo cotidiano. Hay, también, muchos elementos autobiográficos que enmarañan la rima y la impulsan como una letanía desesperada e ininterrumpida que busca protección, o al menos algo de seguridad, frente a una edad que ya parece gastada, no consentida en tanto que no vivida. A la vez, es un registro de emociones, por lo que, si bien la nostalgia impregna la obra, la esperanza hace aparición como contrapeso elemental e inevitable. La poesía, en este caso, es un acto de desnudo lleno de manías, experiencias y reflexiones que vuelven una y otra vez enroscándose, como lo hacen la combinación de versos largos con otros más cortos, para producir una serie de imágenes que encuentran en su evanescencia su potencia. love letters are meaningless
(unless you give them to the one you love) i. me dicen que un tallo cualquiera una rosa un geranio una ortiga crece dentro de una herida cualquiera como yo crezco de una costra como yo existo en un estómago común como yo comprendo vivir con agua en el vientre agua en las llagas me dicen que espere el error está en el objeto que amamos el error está si el miedo es una carta de amor todas las muchachas escriben cartas de amor todas las muchachas tienen poemas gigantescos dentro muy dentro de un corazón sobre las cosas que han perdido sobre las raíces infértiles que sembraron alguna vez en las cosas que nunca regresan como los buses que pasan de largo la luz tú, cosas así |
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