LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
SANTIAGO ELORDI. LA PANAMERICANA (La Huerta Grande, Madrid, 2018) por JOSÉ JOAQUÍN BERMÚDEZ La panamericana es un libro felizmente inclasificable. Puede leerse como autobiografía, cuaderno de viajes, prosa poética, libro de búsqueda espiritual… Lo importante es que se puede disfrutar en todos esos tópicamente llamados “niveles de lectura”. La editorial nos habla de «una profunda reflexión filosófica, salvaje y a veces descarnada», y también de un «viaje poético y psicotrópico»; y la biografía del autor (Santiago de Chile, 1960) de un poeta, escritor, documentalista y diplomático. ¿Es todo esto importante? Los que conocemos a Elordi y su obra anterior, Seven, estamos menos preocupados por las etiquetas que por la necesidad de extraer toda la riqueza que sus textos atesoran. No porque el autor juegue al hermetismo, sino por las capas sucesivas de significado con que los dota. Superficialmente, La panamericana es —o pudo haber sido— la crónica de un viaje personal a lo largo de buena parte del continente americano, desde Tucson (Arizona) hasta las islas de la Antártida, pasando por Méjico, Colombia, Perú, Chile y sus zonas fronterizas. Es también un viaje de vuelta hacia el conocimiento de una hija “secreta”, Diotima (y si ese es también el nombre de la hija del propio Elordi, también lo es de un personaje de El hombre sin atributos de Robert Musil, por no hablar del personaje platónico); no menos que un road book al estilo de Theroux o Naipaul. Sus páginas iniciales nos llevan a un desierto de Sonora más deudor de Perdita Durango que de Los detectives salvajes (las referencias a su difunto compatriota Bolaño no son muy apreciadas por Elordi), y las menciones a sustancias estupefacientes nos pueden hacer pensar en la generación beat de Burroughs, Kerouac o Ferlinghetti. Y sin embargo… Yo considero a Santiago Elordi fundamentalmente poeta, desde su personalidad a todas sus manifestaciones textuales y performativas. La habilidad de La panamericana es que no se trata de la “novela de un lírico” que desprecie la narración en aras de la frase bonita o el recurso retórico de estilo. Hallaremos aquí aventuras y desventuras, narraciones eficaces y descripciones grandiosas, análisis de los personajes y progresión de la trama, todo ello apoyado en un doble eje: el espacial de norte a sur (casi habría que escribir Norte y Sur) y el temporal, que lleva al narrador en un viaje iniciático —algo de bildungsroman hay también aquí—, de vuelta al origen y a lo eterno que es el amor paternal. Todo ello contado desde un futuro indefinido tras el final de la acción principal, desde un epílogo desengañado y algo distópico, en giro argumental que también hallábamos en Seven. Esa muletilla «…y así iban las cosas…» con la que el narrador hace avanzar la acción es también recurso anafórico, como otras repeticiones claramente poéticas (citaré solo las de la página 90: Fantasmas en la noche […] de noche […] las grises y frías calles […] era de noche […] por calles vacías, hacía frío […] calles vacías. Una insistente acumulación de rasgos —noche, frío, gris—, curiosamente asociada a la vuelta a la ciudad natal, Santiago de Chile, con la que tanto el autor como el narrador parecen tener múltiples cuentas pendientes. No solo el vocabulario preciso y bello de la flora y fauna amazónica, y luego desértica, el diálogo a ratos seco como restallar de látigo y otras frondoso, como en el mantenido con el compañero de avión borracho, sino los secundarios que aparecen como ráfagas de una linterna mágica, los recuerdos del pasado que en general arrojan más sombra que luz (esos compañeros del Club del florete, tan malogrados); todo ello contribuye a dotar de profundidad a la anécdota principal: el viaje de los tres, acompañados del chófer/narrador por La panamericana.
Y las obsesiones omnipresentes: la felicidad (es absurdo y ambicioso describir los estados felices, nos dice en la página 81), las frases apodícticas (pa´lante que pa´tras no cunde, página 74) como en otras páginas nos alecciona con lemas como Festina lente o ni muy dentro ni muy fuera…, el amor cortés y la lírica trovadoresca, la naturalidad artificiosa de los contenidos sexuales… Y es que Elordi está escribiendo en serio, dándonos, sin que lo parezca del todo, su propia sangre en forma de tinta, su propia vida en forma de novela; no porque cada detalle sea autobiográfico —ya resulta cansino el debate sobre autoficción—, como porque la vida de un autor verdadero está sobre todo en sus textos (vean las citas de apertura). Y así van las cosas, si quieren una interpretación personal, puede que la estructura e historia de esta novela sean de índole sobre todo teológica: esa división en AC, DC y Epílogo que aparentemente responde a: antes de la caravana, después de la caravana, bien podrían ser Antes de Cristo, Después de Cristo y Apocalipsis (o Antiguo y Nuevo Testamento). Y es que los tres podrían ser la Trinidad que se aparece en el camino a un peregrino (como un pilgrim´s progress), pero en estos tiempos post-nietzscheanos Dios ha muerto, y el epílogo, distópico, apocalíptico, nos deja solos frente a pantallas de ordenador, sustituyendo las presencias reales por los videojuegos. Pero no incurramos en moralejas: vayamos al texto de Elordi —tan bellamente editado como nos acostumbra La Huerta Grande— y despidamos estas pinceladas con aroma nabokoviano: «Hola, hola, hola sombra…».
1 Comentario
BEATRIZ VILLACAÑAS. LA VOZ QUE ME DESPIERTA (Vitruvio, Madrid, 2017) por JOSÉ JOAQUÍN BERMÚDEZ OLIVARES VOZ PROPIA, VOZ AJENA En su más reciente poemario Beatriz Villacañas (Toledo, 1964) reúne unas sesenta composiciones, en su mayoría breves —del haiku a unos cuarenta versos—, de gran diversidad formal y métrica, acusada personalidad e innegable maestría. Dicha maestría se explica fácilmente por el extenso currículum de la autora, profesora de la Universidad Complutense de Madrid, especialista en literatura inglesa e irlandesa, ensayista, traductora y articulista, que cuenta hasta la fecha con ocho libros de poesía —citaremos El ángel y la física (2005) y La gravedad y la manzana (2011) por su relación con el que nos ocupa ahora—, el reciente volumen de aforismos Contra miedo y marea (2016) y una recopilación de la poesía de su padre, Juan Antonio Villacañas (1922-2001) El tiempo del padre, auténtico labour of love. Es por tanto una auténtica poetisa de raza —me apresuro a aclarar que cuento con su permiso para emplear esta palabra, casi tabú en la actualidad—, pues fue Juan Antonio, uno de los poetas importantes de la segunda mitad del XX, renovador entre otras cosas de la lira, quien le transfirió (podríamos decir que genética y nominalmente, ya que su nombre de pila remite a Dante), la voz poética; y de voz nos toca hablar ahora tras esta breve introducción. Por cierto, que toda información bio-bibliográfica está ausente de la presente edición, también mejorable en lo que hace a maquetación. La voz a que hace referencia el título es, nada menos, la de la propia Poesía: ‹‹pero yo soy la Poesía / y soy quien hace llamadas››; voz, por tanto, en principio ajena, externa, que convoca e interpela, tenaz, terrible a veces: ‹‹Te estoy quemando por dentro››, pero creemos que también voz propia, acusadamente personal, a ratos contracorriente: ‹‹y la palabra escrita se estrella contra el silencio y el vacío››. De la mencionada variedad formal da idea la presencia del romance (La voz que te despierta), el cuarteto, el serventesio, la canción, el haiku, la lira, como no podía ser de otra manera, y varios sonetos de extrema perfección y asuntos tan variados como Miguel Hernández o ¡el cerdo! Aunque los poemas se presentan consecutivamente sin división orgánica en partes diferenciadas, creemos que temáticamente permitirían —es una opinión personal— ser agrupados en cuatro áreas distintas: —Metapoética: desde el mismo inicio del libro, ‘Llamada’, se menciona ya el tema de la voz. Voz que llama, canta, ordena y guía. Voz que es a la vez la del padre muerto, la de la poesía (página 24), la de la palabra (página 13), la del sueño (página 45). Por lo tanto, la respuesta a esa llamada, también en forma de poesía, tiene que servir a la vez de aceptación (página 73) y de protesta: ‹‹Qué impune violar a la palabra›› (página 17). En esos versos se emplean motivos de luz y sombra, de sol y oscuridad, de color y grisura, de voz y silencio, en un correlato casi sinestésico.
—Teológico: sea confesional o no, búsqueda de dios o de Dios, recorre el libro una evidente vena religiosa: ‘Estado de gracia’, ‘Escucho’, ‘A Santa Teresa’, ‘Me muero por tener fe’, ‘Credo’, ‘Esperanza’…, los títulos son bastante evidentes. Predomina aquí el verso libre y la forma breve, despojada, esencial, como queriendo aprehender ¡y aprender! lo inefable, la presencia real detrás del eco que resulta ser el poema: ‹‹Bendito tú, Imposible, porque existes›› se nos dice para cerrar el libro, en una adecuada paradoja de la búsqueda sin fin del poeta, fijar lo etéreo, hacer materia lo ideal. —Poemas sobre o a propósito de… No solamente de personas conocidas de la autora (véanse dedicatorias explícitas) o de lugares que frecuenta (Irlanda, Nueva York, Madrid, Toledo). También de clásicos como Platón, Manrique, Carlos V, Garcilaso, el citado Miguel Hernández… Y una sección sobre la relación entre escritura y ciencia, materia e idea; preocupación habitual en Villacañas (y poco habitual entre los poetas, digamos, filológicos) desde esos libros indicados: ‘El ángel y la física’, ‘La gravedad y la manzana’. —El yo poético. No es nuestra autora voz epigonal o contingente, rendidos los homenajes pertinentes en el apartado anterior, queda aún un puñado de poemas donde la voz propia (voz claramente de mujer sin alharacas morbosas o manidas experiencias cotidianas que a pocos más pueden interesar), voz de duda y fragilidad tanto como de convencimiento y polémica. Puede declararse ‹‹miedosa›› (página 33), sentirse en un ‹‹agujero negro›› (página 75), pero también pelear contra los ‹‹sabios postizos›› (página 65) y los profanadores de la palabra (página 17). Nos interesan sobre todos los poemas finales, ‘Indefensión’, ‘Credo’, ‘Aceptación’, ‘Todo’, ‘Esperanza’ porque en ellos se reivindica el amor como medio para unir la vida personal y la vocación poética, la voz ajena que llama y la propia que responde. Y nos impresiona ‘Vocación’, el único ejemplo de poema en prosa, con ese ‹‹cuerpo sanguinolento e incompleto›› que recuerda algunas cosas de Emily Dickinson (y no se me ocurre elogio más alto). Como hemos declarado conocer personalmente a la autora, y para que no todo sean elogios, diremos que en alguna rara ocasión la propia facilidad derivada de la maestría declarada lleva a alguna acuñación débil ‹‹como la Poesía, estás en nosotros cada día›› o ‹‹un trozo de esperanza que yo os doy para que os acompañe el resto del camino››, ‹‹los caminos andados son paisajes por mí recién pintados››. Dicho lo cual, estamos ante un gran libro, para meditar y subrayar (‘Los versos subrayados’ se titula uno de los poemas). ARCADIO PARDO. DE LA NATURALEZA DEL OLVIDO (La Isla de Siltolá, Sevilla, 2016) por JOSÉ JOAQUÍN BERMÚDEZ OLIVARES El libro más recientemente publicado por Arcadio Pardo (Beasain, 1928), apareció en 2015 dentro de la colección TIERRA de la editorial sevillana La Isla de Siltolá, con un epígrafe tomado de su anterior obra Lo Fando, Lo nefando, Lo Senecto (Calima, Palma de Mallorca, 2013). Aunque no somos partidarios de un enfoque ‹‹biográfico›› a la obra poética, parece inevitable —dadas la edad del poeta y la relación con la materia del libro—, hacer una breve semblanza. El autor se estableció con su familia, siendo muy niño, en el Valladolid anterior a la Guerra Civil, y allí completó sus estudios de Lengua y Literatura hasta el grado de Doctor. Tras alguna breve estancia anterior en Francia, obtiene una plaza de profesor en París, donde reside (con esporádicos retornos a Valladolid) desde 1960, habiendo ocupado diversos puestos en la educación secundaria y universitaria. Desde muy joven se dedica a la poesía dentro de la mítica revista Halcón, que editara desde 1945 en compañía de Alonso Alcalde y López Anglada: en ella aparecerá su primera obra (Un tiempo se clausura, 1946) y desde entonces publica, con cierta irregularidad cronológica, al tiempo que se dedica a su obra crítica y académica. Hasta aquí lo que cualquiera puede saber fácilmente desde cualquier web y por la concisa reseña de la solapa del libro (tal vez demasiado corta, obligada por el formato de la edición). Pero fijémonos en las fechas. Parecería inevitable situar a Pardo en la llamada generación de los 50, siendo un año mayor que Valente, seis que Claudio Rodríguez…, como superviviente de algo que ha pasado ya a los libros de texto y al reino de las acuñaciones automáticas que antes dificultan que ayudan al esclarecimiento. Hay que añadir, además, la “extraterritorialidad” de más de medio siglo que, más allá de la anécdota afecta, como veremos, al lenguaje poético. Por edad, pasaje y paisanaje (adoptivo) sería un prosista como Jiménez Lozano acaso el más cercano a Pardo. En este libro concreto, al que nos ceñiremos más allá de que en él se sugiera la conexión con el citado de 2013, como si se tratase de un continuum poético que, a estas alturas, poco dependiese de la parcelación en volúmenes al uso, se encuentran cuarenta y tres poemas numerados y de una extensión bastante uniforme alrededor de los treinta versos libres, en su mayoría versículos extensos alternados con encabalgamientos breves. Además del epígrafe citado hay otro (en francés) de Ameisen (Sur les épaules de Darwin) y citas de o a Berberova, Tsvetaeva, Ranke, Bottéro…, se completa con un índice de primeros versos —ya el primero es directamente el que da título al libro—. Evidentemente, lo primero que nos llama la atención de la presente obra es su eco: de la naturaleza del olvido /de la naturaleza de las cosas; además, de forma inevitable, la curiosidad por el acercamiento al olvido de alguien que va a cumplir noventa años. No hay, sin embargo, ecos de la herencia greco-romana en la escritura de Pardo; antes bien aparecen rastros y alusiones a los egipcios, sumerios o la prehistoria de hace 25000 años. Pero lo auténticamente importante (a nuestro modesto entender) es el lenguaje y la expresión de lo “abstracto”, por supuesto ambos van generalmente unidos, y esto desde el principio, de modo que los tres elementos que van a centrar nuestro comentario (la sintaxis, lo abstracto y lo mineral), aparecen ya en los diez versos iniciales (página 13): De la naturaleza del olvido: tiene la dimensión de lo inconmensurable; lo su más es la pausa, lo detenido, lo inmovible. Se encarna siempre en estabilidad, que ni retrocede ni avanza. Algo de mineral en su quietud, mucho de lo invisible, como el frío glaciar, como color de abisal, como lo permanente: el marfil, el diamante, el roquedal. Seis veces «lo», y en una construcción tan sorprendente —lo su más— como repetida a lo largo de todo el libro: lo su fantasmal (p. 14), lo suyo más (p.15), y passim hasta el mismo final, lo en potencia (p. 94). Esta elipsis verbal, con uso del pronombre neutro como sujeto, es una marca de fábrica del poeta, que se une al uso más habitual de artículo ante sustantivos abstractos —cinco veces en la estrofa citada: inconmensurable, detenido, inmovible, invisible, permanente—sugiere indecibilidad, inefabilidad, como características (naturaleza) del olvido. Y lo mineral (glaciar, marfil, diamante, roquedal) como metáfora de lo no-vivo, de lo invariante, del olvido sin fisuras. Vale decir que esta primera estrofa (no nos permitiremos citas tan largas, pues el objeto de cualquier reseña es la incitación a la lectura y no su desánimo) se presenta in toto una de las dos líneas de fuerza del libro entero: el olvido como amenaza, como enemigo a resistir, como (perdón por la pedantería), lo unheimlich. Pues, en efecto, ¿puede haber a los noventa años algo más familiar que el olvido? Y ¿puede haber algo más angustioso para el poeta que el olvido de sí como sujeto poético? La otra línea, con menor presencia pero mayor originalidad —es nuestra favorita, si eso sirve de algo al lector—, es la contraria: el olvido como algo débil que puede ser vencido, vencido por el recuerdo, obviamente, pero más como recuerdo inadvertido, involuntario, venido de afuera (cual magdalena de Proust) que procedente del esfuerzo consciente. Los mejores ejemplos de la primera clase son, además del citado 1, los número 2, 21, 22, 36 y 43; con acuñaciones tan estremecedoras como: ya el olvido le hizo al cosmos suyo (p. 15), la variante infinita de la voz (p. 51), el olvido…es todo y uno y solo (p. 54), por dentro de qué atuendos está, si es que está/ dentro de atuendo alguno (p. 82), permanecedor de yo en yo (p. 94) o el final lo que en verdad es/ saber decir qué es/ saber qué es (p.95).
Respecto al segundo tipo podríamos destacar la declaración de intenciones del magnífico poema 19 (pp.47-48): Erijo esta ahora verdad: que la memoria es ente vivo, empapa/ las cosas, los vivientes y fenectos… La actividad constante de lo vivo / contra lo imperdurable. Pero es evidente que el poeta no se limita a estas grandes divisiones, un tercer venero tiene que ver con el efecto de música y palabra sobre el recuerdo, con eruditas referencias al Sahara, Creta, Mongolia, Sumeria, el antiguo Egipto, Nínive, el Tigris, las repúblicas bálticas, en un recorrido que nos recuerda, tal vez, a nuestro insigne paisano el maestro José María Álvarez ¡y qué frutos sazonados esperamos de sus noventa años! Me extiendo seguramente demasiado, pero no querría pasar por alto una palabra ‹‹emblemática›› que se repite con cierta frecuencia —no dispongo de uno de esos programas de análisis léxico para asegurar con cuánta— y que justifica nuestra mención anterior a Claudio Rodríguez, es (tal vez lo hayan adivinado) ebriedad. Una ebriedad que puede estar asociada a la naturaleza «la ebriedad de cada estío», al sonido «embriagadas en el ritmo», «tañen erguidas a ebriedad», o al animal «jilguero en ebriedad», pero siempre indica la imperiosa necesidad de emborracharse de presente (no del presente de la experiencia sino en lo que tiene de eterno sub aespecie eternitatis) para remediar el poder erosivo del olvido. Y ¡cómo no!, el lenguaje. Palabras como «cotidianía», «mozarabía», «pocamente», «tremendidad», «huroneador», que suenan entre neologismos y arcaísmos, o el enfrentamiento cara a cara con el lenguaje como herramienta, sin que el conocimiento del profesor mengüe la creatividad del poeta en poemas como el 20, que se interroga sobre la diferencia entre los términos castellanos y sus traducciones literales en francés: el aire / l´air, los muertos / les morts, ojos / yeux, el olvido / l´oubli; o como el 16 con el eterno asunto de la distancia entre significante y significado: indagar el provoque del fonema desde el objeto…enlazar natalidad de voz a la cosa. Me gustaría acabar con dos nuevas citas, cerca ya del final (p. 93) se extiende el poeta en una plegaria, bien que laica: Plegaria: sea el olvido recompensa. Serenidad o sea, sin estruendos, sueño en continuidad, Albura en la conciencia, paz en paz, La calma de la noche en los desiertos. Y mis versos favoritos de este emotivo libro: En qué memoria ajena quedaréis, y cuándo, Bibliotecarias. |
LABIBLIOTeca
|