LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
LUIS GARCÍA MONTERO. VENGO HERIDO (Autorretratos 1983- 2024) (Papeles del Náufrago, Almería, 2024) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Al escribir, siempre me observo en un espejo roto. Luis García Montero Al hablar de los retratos de la necrópolis de El-Fayum nos enfrentamos con términos modernos a una representación que pretendía ser lo más fidedigna posible de una persona, con una intención muy distinta de lo que hemos conocido después, tanto sean las ideas de representación de poder en Roma, o las pretensiones de la nobleza o burguesas posteriores. Querer ser reconocible para el tránsito a la muerte, y en consecuencia para nadie que no sean los posibles dioses, necesitaba de una actitud distinta de lo que conocemos hoy. Siempre nos hemos planteado los artistas si en el retrato somos nosotros quienes nos proyectamos en el modelo, o cedemos a la absoluta sumisión al retratado, es decir, a su apariencia y su estatus. Ejemplos hay de todo tipo, desde Van Eyck, el Renacimiento de Leonardo, Ghirlandaio y Rafael hasta hoy, pasando por los Greco, Velázquez, Goya, Freud, etc. Un cambio notable, dentro de los conflictos que siempre se plantean en un retrato, es el paso al autorretrato, donde el propio autor se enfrenta a sí mismo en todos los sentidos, pero ante todo a su propia mirada, secreta y herida (Caravaggio, Van Gogh, Freud...). Siempre he pensado cómo se podría enfrentar uno de esos pintores de El-Fayum a pintar su propio rostro para cubrir su momia, para enfrentar la muerte, para ser reconocido en ella sin ninguna duda. Dice John Berger en el caso de El Fayum que «el pintor se sometía a la mirada del retratado»; la relación existente entre los dos era una colaboración en la preparación para la muerte. Se dice que algunos retratos permanecían en la casa del retratado antes de su fallecimiento, o que la momia permanecía durante un tiempo en su casa tras el fallecimiento; en ambos casos estamos ante un memento mori destinado a futuro, pero mirando directamente al frente, al pintor en el que se reconoce la muerte. ¿Cómo responder ante todo este proceso en soledad? ¿Cómo, cuando la mirada no es la del modelo ni la del pintor, sino ambas? ¿Cómo, sin caer en la mentira? Esta mera suposición nos lleva a la traslación a los autorretratos poéticos y a los conflictos que se plantean (al menos si no nos contentamos con la mera apariencia. ¿El autorretrato se relaciona con la realidad, de qué manera? El proyecto de Los Papeles del Náufrago de Antonio Lafarque y Aníbal García, nacido en 2016 en la ciudad de Almería, es de esos que nacen por amor al arte y a la poesía y sin ISBN. Ediciones no venales que persiguen, en su colección Calcomanías, los autorretratos poéticos de los autores antologados en selecciones de Antonio Lafarque. Ya hablamos con ellos en El coloquio de los perros en una entrevista donde explicaban su proyecto. Hasta la fecha se han publicado los autorretratos de Karmelo Iribarren, Felipe Benítez Reyes, Luis Alberto de Cuenca, Carlos Marzal, Joan Margarit, Aurora Luque y Luis García Montero. Es de este último de quien hablamos hoy y es el mismo Luis García Montero quien establece su concepto de autorretrato poético en el prólogo: Al escribir siempre me observo en un espejo roto. Enciendo la luz, me miro a los ojos, y busco ese que vive dentro de mí, o los otros que también soy, los otros que conviven conmigo en el mundo que habito y que me habita. Escribir poesía es conocerse y reconocerse, preguntar qué decimos cuando decimos soy yo. Introduce la idea de espejo, ese espejo que parece necesario en la realización de un autorretrato, igual que en la pintura, incluyendo el concepto de mirada. Pero una vez que el poeta se mira el poema se construye, se dice, de otra manera (‘Vigila las miradas del espejo’). El autorretrato en un espejo roto no es escribir mientras te miras, es escribir sobre lo que queda después de mirarte, a veces sobre lo que habías olvidado, eso que reaparece cuando te enfrentas al yo guardado muy adentro, agarrado a lo que fue o no fue («Eso que somos vive acompañado por lo que ha sido y por lo que no pudo ser»). Respondiendo a la pregunta que quedó colgada anteriormente, la poesía permite la construcción de un mundo personal sin perder la relación con la realidad. Simone de Beauvoir pedía no una habitación propia, como Virginia Woolf, sino un mundo propio. El autorretrato no es sólo verse en el espejo de tu habitación propia, sino también crearse en el espejo («Recuerda que yo existo porque existe este libro»). Todos los poemas de un autor son fragmentos de un macropoema construido por la mirada interior y exterior al espejo. Pasa a veces que la vida nos altera, el autorretrato cambia y nos vemos forzados a escribirlo de nuevo, con más grietas, restañadas unas y abiertas otras, dando la misma forma a lo que ya no será lo mismo, y avanzando en el dolor de ausencia. De ahí el pertinente título Vengo herido. En otro momento ya dijo Luis García Montero que «la poesía es el camino más directo de plantearse qué digo cuando digo yo», aunque «no hablemos en línea recta». Escribir el poema será dar nuevo nombre al yo y mostrarlo, porque el poeta se expone a ser mirado. ¿Se ve el lector en el poema de otro o mira él como hace con los retratos de un museo? ¿O es el poeta retratado el que le mira como en las tablas de El Fayum? La respuesta en el poema: Déjame que responda, lector, a tus preguntas, mirándote a los ojos, con amistad fingida, porque esto es la poesía: dos soledades juntas. En los poemas hay voluntad de ser leído y cada libro es una respuesta a la propia vida. El recorrido de esta antología por los libros de Luis García Montero nos lleva por los caminos que ha transitado el poeta desde Granada, Lorca y Machado, la otra sentimentalidad, luego la poesía de la experiencia y sus diatribas, la eterna lucha y alianza ética entre el yo biográfico y el yo literario, la cercanía y el compromiso social y democrático. 29 poemas de todos sus libros y dos inéditos componen esta antología que comienza con el bellísimo ‘Infancia’ («Ocurre como en todas las infancias, / la mía tuvo un árbol / preciso y navegable»), pasea por Lorca y Granada («Se busca una ciudad. // Parece que fue vista / en manos de un poeta»), transita la política y la poética, los libros, la memoria y la ausencia («Todo es raro y difícil como llamarme Luis, / como esperar a que me llames / como vivir sin ti»). Y aunque toda la poesía de este autor pudiera englobarse y leerse como autorretrato, requiere mucho esfuerzo de lectura, selección y orden de los poemas para articular un libro con sentido riguroso. Y esto es lo que hacen los editores. No es necesario justificar la presencia de Luis García Montero en esta excelente colección, ni la suya ni la de ninguno de los anteriores ni de los que vengan. Sólo esperar que continúe un proyecto alejado de ningún beneficio económico, con tiradas pequeñas, basado en afinidades y en un gran trabajo intelectual de los editores. Cierro con un fragmento de uno de los inéditos que aparecen en el libro:
Y en cada situación sentir la piel desnuda o con abrigo, la posibilidad de conocer o de reconocerse, sentir el yo, el tú, las puertas y los barrios, la confesión y los secretos, direcciones, teléfonos, pantalla, las distintas maneras de sentirnos nosotros.
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ENTRE DIQUES Y ESCLUSAS. ANTOLOGÍA DE POESÍA NEERLANDESA ACTUAL Traducción y edición: Antonio Cruz Romero (Ravenswood Books, Almería, 2022) por JOSÉ LUIS LÓPEZ BRETONES Con la reciente publicación de Entre diques y esclusas. Antología de poesía neerlandesa actual Antonio Cruz Romero (María, Almería, 1978) acaba de dar una nueva muestra de que es uno de nuestros neerlandistas mejores y más atentos a la evolución de una poesía normalmente desconocida para el lector español. Además de sus frecuentes estancias como «Translator in residence» en la Casa del Traductor de Ámsterdam, Antonio Cruz ha vertido a nuestro idioma a los neerlandeses J. J. Slauerhoff —del cual elaboró la edición crítica de la novela El reino prohibido—, Menno Wigman, Arie Visser, Ilse Starkenburg o F. Starik, así como a los flamencos Paul Snoek o Max Temmerman. No obstante, la de traductor es solamente una de sus facetas literarias, ya que Antonio Cruz es autor de una estimable obra propia que abarca tanto la poesía como la narrativa. Dentro de esta última ha dado títulos como la colección de relatos Cuentos macabros ilustrados (2014) o la novela El banquete: crónica de un ajusticiamiento (2017), además del diario Amsterdam es una ciudad maldita (2020), cuyas casi 300 páginas, escritas entre junio de 2014 y los primerísimos días de 2020, abarcan retazos muy significativos de sus numerosas estancias en la capital holandesa. El Amsterdam de Antonio Cruz aparece dibujado aquí como un universo húmedo y ambivalente donde el amor y el dolor se anudan muchas veces de una manera casi inextricable. Con todo, su vocación esencial es la de poeta, y en este género ha publicado Grecia: Guía de viaje para poetas y antipoetas (2016), En el abismo del olvido (2017) y Una habitación de hospital con vistas al mar (2018), un libro duro, lleno de elementos que nos recuerdan que somos ante todo seres para la muerte, pero donde también aparecía el presentimiento de la trascendencia, la invocación a una palabra última —la palabra de Dios— que se muestra al cabo para sanarnos del desconcierto que provoca en la conciencia el sabernos irremediablemente finitos. No en vano, Cruz fue antologado por Antonio Praena en 2019 en La luz se hizo palabra. Antología de poesía contemporánea judeocristiana en España: allí, junto a textos de Luis Alberto de Cuenca, Antonio Colinas, Enrique García-Máiquez, Julio Martínez Mesanza y otros, aparecían ocho poemas suyos no tanto de temática religiosa como existencial, poesía “desarraigada” si se me permite la expresión, un poco a la manera de Dámaso Alonso o Victoriano Crémer. La obra sobre la que ahora centramos nuestra atención, Entre diques y esclusas. Antología de poesía neerlandesa actual, tiene un precedente en otra antología que Antonio Cruz elaboró y tradujo bajo el título de Poesía experimental de los cincuenta en lengua neerlandesa (2016), que venía precedida de un breve ensayo en el cual daba cuenta de las peculiaridades de aquella generación rupturista y multidisciplinar cuyos componentes (Lucebert, Kouwenaar, Rodenko, etc.) acabarían abrazando, tiempo después, postulados estéticos menos radicales. En Entre diques y esclusas el antólogo ha reunido a veinte poetas belgas y de los Países Bajos nacidos entre 1973 y 1988 que se cuentan entre los más destacados del panorama contemporáneo: Annemarie Estor, Tsead Bruinja, Andy Fierens, Yannick Dangre, Delphine Lecompte, Lies Van Gasse, etc. En el breve prólogo que antecede a la selección Antonio Cruz hace un recorrido por la poesía en neerlandés desde la generación de “Los Ochentistas” de finales del XIX hasta la actualidad, pasando por los ya citados “Cincuentistas”, los “Tradicionalistas” de los años 70, hasta la actualidad. Quizá este texto inicial hubiese merecido un desarrollo más extenso, ya que resulta demasiado sintético y que estamos ante una tradición poética escasamente conocida entre nosotros. Una tradición de la que acaso podríamos recordar un par de nombres clásicos —por ejemplo los belgas Emile Verhaeren o Georges Rodenbach, ambos dentro de la órbita del modernismo y del simbolismo finisecular— o, ya más contemporáneamente, Hugo Claus o Cess Noteboom. Si bien el antólogo nos advierte que en el caso de los poetas contemporáneos de los que ahora se ocupa «no se puede hablar de un movimiento que guarde una coherencia formal ni un estilo claramente homogéneo», lo cierto es que es posible apreciar una serie de rasgos bastante presentes en la mayoría de ellos. Para empezar, se trata de una poética desconcertante, indagatoria y preferentemente antiemotiva, antisentimental, que transmite una cierta de sensación de extrañeza, de desubicación o de falta de acomodo con respecto a su circunstancia presente; y en cuanto al estilo, suele ser (al menos en la traducción) muy directo, con cierta tendencia al experimentalismo y al irracionalismo. Veamos al azar un poema sin título de Frank Keizer (1987): «has dejado la ficción de lo trascendental detrás / de ti y el vacío tampoco es ya beneficioso, aquel baño / de sangre, puro producto de tu comunión, te has / escondido y estás silencioso, ya no hay ninguna casa más, / ni una habitación en la historia, tan sólo / un teléfono para los afectos, una diáspora en lugar / de una internacional. no hay mucho que cantar, auténtico / para cantar. murmurar, no murmurar, tú puedes».
Por otro lado, algunos de ellos recogen de manera más o menos explícita el tópico de la puesta en cuestión de la palabra, la pesquisa en torno a lo que las palabras realmente significan o pueden llegar a significar; en definitiva, el cuestionamiento de su eficacia como herramienta de comunicación a un nivel profundo, aspecto que viene siendo un tópico desde la modernidad alumbrada por el romanticismo. Esta preocupación, que supone al mismo tiempo una indagación en cierto sentido moral, deja traslucir una sospecha hacia los límites expresivos del lenguaje poético y suele derivar en la experimentación con la sintaxis y la puntuación. Así en el poema de Anne Büdgen (1979) titulado ‘¿Qué dices?’: «Palabras / pero no es lo que digo / antes del sonido / han sido confiscadas // mira mira la palabra palabra / está sobre patas cojas / que se vende a sí misma». O, en un sentido algo más irónico, ‘¡Los poemas son peligrosos!’, de Andy Fierens (1976): «el poema da comienzo con una explosión / que mata a todos los lectores / la única superviviente es una mujer joven / que se salva sólo / porque no entiende el primer verso / (es un poema posmoderno)». Más frecuente es la indagación que muchos de estos poetas emprenden acerca de su pasado personal, sobre todo en lo concerniente al ámbito familiar. Así, la presencia (o ausencia) de los padres, los hermanos o las parejas, y también la consideración de la niñez o la primera juventud, con su caravana de traumas, malos pasos o arrepentimientos, sobrevuela por muchos de estos poemas. Todo esto, junto con la asidua reflexión en torno al amor y la muerte, indica un notable interés por la cuestión de la identidad, la pregunta por quiénes somos, por quién se es en realidad; un asunto que conecta al fin y al cabo con esa problemática de la adecuación a la propia circunstancia que hemos apuntado más arriba: «¿Quién me revertirá de mi ser más negro? (...) / Entre falsos héroes y violencia busco el otro lado, / el otro del que la escapatoria soy yo», escribe Yannick Dangre (1987) en su poema ‘Dante I’. Junto a él, poemas que tratan sobre la muerte del padre, como ‘Los roncadores’ de Andy Fierens; ‘Cinco años ahora’ de Max Temmerman (1975); ‘Sobre mi espalda cargaba el ataúd’ de Mustafa Stitou (1974), o aquellos otros estremecedores donde también la muerte de un ser querido hace saltar la espita de los recuerdos difíciles o las ensoñaciones alucinadas, como sucede en ‘El abrigo’ de Annemarie Estor (1973), o en el poema ‘Sueños llamativos’ de Vrouwkje Tuinman (1974): «En el primer sueño en el que de nuevo estás vivo, ya estoy / recogiendo tu casa porque estás muerto. Llamas por teléfono: / ¿llegaré todavía? (...) / Quieres saber dónde se ha quedado tu anillo, no el de / siempre, sino el otro. Está en tu ataúd, digo, está en tu dedo / corazón izquierdo. No entiendes lo que quiero decir, estás aquí / en la habitación, sin anillo (...) A la noche siguiente / regresas con las manos vacías. Te abrazo, tú a mí no». En suma, aunque la muestra es cuantitativamente variada, en realidad no se aprecian grandes picos de calidad en la escritura de estos veinte poetas antologados, no hay autores que destaquen ni por su excelsitud ni por su inconsistencia. Ahora bien, dados los quince años exactos que separan la fecha de nacimiento del mayor de ellos con respecto al más joven —rango cronológico que según Ortega y Gasset y Julián Marías marcaba los contornos de una generación— este libro puede ser útil para conocer el mundo de ideas de estos poetas, su propio entramado espiritual o conceptual, su característico repertorio de convicciones: lo que se suele llamar un “espíritu de época”. Y también podría resultar curioso, con vistas a un posible estudio comparatista, poner en relación a estos autores con los de esa otra generación de poetas españoles que son coetáneos de los neerlandeses: Mariano Peyrou, Abraham Gragera, Juan Carlos Abril, Rafael Espejo, Carlos Pardo, Miriam Reyes, Josep M. Rodríguez, Elena Medel, etc. Las páginas de Entre diques y esclusas. Antología de poesía neerlandesa actual incluyen también imágenes de Eva Gómez que pertenecen a la serie fotográfica Gatos, tumbas y escaparates cárnicos, tomadas en los Países Bajos a lo largo del año 2022. La antología resulta una buena excusa para adentrarse en los vericuetos poéticos y generacionales de una escritura no tan lejana pero sí bastante desatendida en nuestro país. ENTRE DIQUES Y ESCLUSAS. ANTOLOGÍA DE POESÍA NEERLANDESA ACTUAL Traducción y edición: Antonio Cruz Romero (Ravenswood Books, Almería, 2022) por JOSÉ LUIS LÓPEZ BRETONES Con la reciente publicación de Entre diques y esclusas. Antología de poesía neerlandesa actual Antonio Cruz Romero (María, Almería, 1978) acaba de dar una nueva muestra de que es uno de nuestros neerlandistas mejores y más atentos a la evolución de una poesía normalmente desconocida para el lector español. Además de sus frecuentes estancias como «Translator in residence» en la Casa del Traductor de Ámsterdam, Antonio Cruz ha vertido a nuestro idioma a los neerlandeses J. J. Slauerhoff —del cual elaboró la edición crítica de la novela El reino prohibido—, Menno Wigman, Arie Visser, Ilse Starkenburg o F. Starik, así como a los flamencos Paul Snoek o Max Temmerman. No obstante, la de traductor es solamente una de sus facetas literarias, ya que Antonio Cruz es autor de una estimable obra propia que abarca tanto la poesía como la narrativa. Dentro de esta última ha dado títulos como la colección de relatos Cuentos macabros ilustrados (2014) o la novela El banquete: crónica de un ajusticiamiento (2017), además del diario Amsterdam es una ciudad maldita (2020), cuyas casi 300 páginas, escritas entre junio de 2014 y los primerísimos días de 2020, abarcan retazos muy significativos de sus numerosas estancias en la capital holandesa. El Amsterdam de Antonio Cruz aparece dibujado aquí como un universo húmedo y ambivalente donde el amor y el dolor se anudan muchas veces de una manera casi inextricable. Con todo, su vocación esencial es la de poeta, y en este género ha publicado Grecia: Guía de viaje para poetas y antipoetas (2016), En el abismo del olvido (2017) y Una habitación de hospital con vistas al mar (2018), un libro duro, lleno de elementos que nos recuerdan que somos ante todo seres para la muerte, pero donde también aparecía el presentimiento de la trascendencia, la invocación a una palabra última —la palabra de Dios— que se muestra al cabo para sanarnos del desconcierto que provoca en la conciencia el sabernos irremediablemente finitos. No en vano, Cruz fue antologado por Antonio Praena en 2019 en La luz se hizo palabra. Antología de poesía contemporánea judeocristiana en España: allí, junto a textos de Luis Alberto de Cuenca, Antonio Colinas, Enrique García-Máiquez, Julio Martínez Mesanza y otros, aparecían ocho poemas suyos no tanto de temática religiosa como existencial, poesía “desarraigada” si se me permite la expresión, un poco a la manera de Dámaso Alonso o Victoriano Crémer. La obra sobre la que ahora centramos nuestra atención, Entre diques y esclusas. Antología de poesía neerlandesa actual, tiene un precedente en otra antología que Antonio Cruz elaboró y tradujo bajo el título de Poesía experimental de los cincuenta en lengua neerlandesa (2016), que venía precedida de un breve ensayo en el cual daba cuenta de las peculiaridades de aquella generación rupturista y multidisciplinar cuyos componentes (Lucebert, Kouwenaar, Rodenko, etc.) acabarían abrazando, tiempo después, postulados estéticos menos radicales. En Entre diques y esclusas el antólogo ha reunido a veinte poetas belgas y de los Países Bajos nacidos entre 1973 y 1988 que se cuentan entre los más destacados del panorama contemporáneo: Annemarie Estor, Tsead Bruinja, Andy Fierens, Yannick Dangre, Delphine Lecompte, Lies Van Gasse, etc. En el breve prólogo que antecede a la selección Antonio Cruz hace un recorrido por la poesía en neerlandés desde la generación de “Los Ochentistas” de finales del XIX hasta la actualidad, pasando por los ya citados “Cincuentistas”, los “Tradicionalistas” de los años 70, hasta la actualidad. Quizá este texto inicial hubiese merecido un desarrollo más extenso, ya que resulta demasiado sintético y que estamos ante una tradición poética escasamente conocida entre nosotros. Una tradición de la que acaso podríamos recordar un par de nombres clásicos —por ejemplo los belgas Emile Verhaeren o Georges Rodenbach, ambos dentro de la órbita del modernismo y del simbolismo finisecular— o, ya más contemporáneamente, Hugo Claus o Cess Noteboom. Si bien el antólogo nos advierte que en el caso de los poetas contemporáneos de los que ahora se ocupa «no se puede hablar de un movimiento que guarde una coherencia formal ni un estilo claramente homogéneo», lo cierto es que es posible apreciar una serie de rasgos bastante presentes en la mayoría de ellos. Para empezar, se trata de una poética desconcertante, indagatoria y preferentemente antiemotiva, antisentimental, que transmite una cierta de sensación de extrañeza, de desubicación o de falta de acomodo con respecto a su circunstancia presente; y en cuanto al estilo, suele ser (al menos en la traducción) muy directo, con cierta tendencia al experimentalismo y al irracionalismo. Veamos al azar un poema sin título de Frank Keizer (1987): «has dejado la ficción de lo trascendental detrás / de ti y el vacío tampoco es ya beneficioso, aquel baño / de sangre, puro producto de tu comunión, te has / escondido y estás silencioso, ya no hay ninguna casa más, / ni una habitación en la historia, tan sólo / un teléfono para los afectos, una diáspora en lugar / de una internacional. no hay mucho que cantar, auténtico / para cantar. murmurar, no murmurar, tú puedes».
Por otro lado, algunos de ellos recogen de manera más o menos explícita el tópico de la puesta en cuestión de la palabra, la pesquisa en torno a lo que las palabras realmente significan o pueden llegar a significar; en definitiva, el cuestionamiento de su eficacia como herramienta de comunicación a un nivel profundo, aspecto que viene siendo un tópico desde la modernidad alumbrada por el romanticismo. Esta preocupación, que supone al mismo tiempo una indagación en cierto sentido moral, deja traslucir una sospecha hacia los límites expresivos del lenguaje poético y suele derivar en la experimentación con la sintaxis y la puntuación. Así en el poema de Anne Büdgen (1979) titulado ‘¿Qué dices?’: «Palabras / pero no es lo que digo / antes del sonido / han sido confiscadas // mira mira la palabra palabra / está sobre patas cojas / que se vende a sí misma». O, en un sentido algo más irónico, ‘¡Los poemas son peligrosos!’, de Andy Fierens (1976): «el poema da comienzo con una explosión / que mata a todos los lectores / la única superviviente es una mujer joven / que se salva sólo / porque no entiende el primer verso / (es un poema posmoderno)». Más frecuente es la indagación que muchos de estos poetas emprenden acerca de su pasado personal, sobre todo en lo concerniente al ámbito familiar. Así, la presencia (o ausencia) de los padres, los hermanos o las parejas, y también la consideración de la niñez o la primera juventud, con su caravana de traumas, malos pasos o arrepentimientos, sobrevuela por muchos de estos poemas. Todo esto, junto con la asidua reflexión en torno al amor y la muerte, indica un notable interés por la cuestión de la identidad, la pregunta por quiénes somos, por quién se es en realidad; un asunto que conecta al fin y al cabo con esa problemática de la adecuación a la propia circunstancia que hemos apuntado más arriba: «¿Quién me revertirá de mi ser más negro? (...) / Entre falsos héroes y violencia busco el otro lado, / el otro del que la escapatoria soy yo», escribe Yannick Dangre (1987) en su poema ‘Dante I’. Junto a él, poemas que tratan sobre la muerte del padre, como ‘Los roncadores’ de Andy Fierens; ‘Cinco años ahora’ de Max Temmerman (1975); ‘Sobre mi espalda cargaba el ataúd’ de Mustafa Stitou (1974), o aquellos otros estremecedores donde también la muerte de un ser querido hace saltar la espita de los recuerdos difíciles o las ensoñaciones alucinadas, como sucede en ‘El abrigo’ de Annemarie Estor (1973), o en el poema ‘Sueños llamativos’ de Vrouwkje Tuinman (1974): «En el primer sueño en el que de nuevo estás vivo, ya estoy / recogiendo tu casa porque estás muerto. Llamas por teléfono: / ¿llegaré todavía? (...) / Quieres saber dónde se ha quedado tu anillo, no el de / siempre, sino el otro. Está en tu ataúd, digo, está en tu dedo / corazón izquierdo. No entiendes lo que quiero decir, estás aquí / en la habitación, sin anillo (...) A la noche siguiente / regresas con las manos vacías. Te abrazo, tú a mí no». En suma, aunque la muestra es cuantitativamente variada, en realidad no se aprecian grandes picos de calidad en la escritura de estos veinte poetas antologados, no hay autores que destaquen ni por su excelsitud ni por su inconsistencia. Ahora bien, dados los quince años exactos que separan la fecha de nacimiento del mayor de ellos con respecto al más joven —rango cronológico que según Ortega y Gasset y Julián Marías marcaba los contornos de una generación— este libro puede ser útil para conocer el mundo de ideas de estos poetas, su propio entramado espiritual o conceptual, su característico repertorio de convicciones: lo que se suele llamar un “espíritu de época”. Y también podría resultar curioso, con vistas a un posible estudio comparatista, poner en relación a estos autores con los de esa otra generación de poetas españoles que son coetáneos de los neerlandeses: Mariano Peyrou, Abraham Gragera, Juan Carlos Abril, Rafael Espejo, Carlos Pardo, Miriam Reyes, Josep M. Rodríguez, Elena Medel, etc. Las páginas de Entre diques y esclusas. Antología de poesía neerlandesa actual incluyen también imágenes de Eva Gómez que pertenecen a la serie fotográfica Gatos, tumbas y escaparates cárnicos, tomadas en los Países Bajos a lo largo del año 2022. La antología resulta una buena excusa para adentrarse en los vericuetos poéticos y generacionales de una escritura no tan lejana pero sí bastante desatendida en nuestro país. ANTONIO GUERRERO. APUNTES DE FILOSOFÍA MORAL (Playa de Ákaba, Almería, 2018) por ANTONIO MUNDO ¿Son lo mismo el bien, el mal propio y el común? ¿Cuáles son los conceptos más importantes en filosofía moral? ¿Significa lo mismo ética que moral? ¿Qué es la filosofía moral? Este libro no solo pretende responder a estar preguntas sino que aspira también a ofrecer un manual de consulta a los lectores sobre las cuestiones éticas clásicas, pues aún están vigentes. Arrancando con los presupuestos del Génesis se hace un recorrido histórico por la filosofía clásica y contemporánea, estableciendo los pilares básicos de la filosofía moral. La forma que reviste el libro puede parecerse a la iconología de Cesare Ripa, basada en las alegorías morales. Y de igual manera este libro pretende que el lector lo use como manual de consulta para lo personal. Centrándonos en la ética, aparece como la rama de la filosofía que estudia lo correcto o no del comportamiento humano: esto es la virtud, el deber, la felicidad y etc. En realidad, la ética, tiene como centro de atención las acciones humanas y las características de las mismas. Por eso existen muchas digresiones sobre la relación entre libertad y felicidad, o entre libertad y justicia: foco de diferentes planteamientos éticos de donde resulta el concepto de dignidad y otros como el de responsabilidad, o incluso el de bien común. Por otro lado la moral, ‘lo relativo a los usos y las costumbres’ es un conjunto de normas, valores, costumbres e incluso creencias, que funcionan como directrices en la sociedad. Gracias a su carácter normativo es posible distinguir qué es lo bueno y lo malo, sus hechos, cuales son las acciones correctas y cuáles son las incorrectas. Recordemos que la ética era una reflexión filosófica, de ahí lo de filosofía moral. Separar una de otra supone situar a la ética en el nivel de la propuesta sobre lo correcto en las acciones humanas y a la moral en el nivel de la codificación: códigos de comportamiento concretos. No obstante cuando se mantiene un comportamiento moral no suele pensarse, en principio, en estos conceptos. Por lo general actuamos de manera muy intuitiva y emocional, amén de establecer una reflexión posterior al respecto. Además gran parte de nuestro comportamiento está determinado por la cultura donde vivimos. En el caso concreto de el bien y el mal, existe una vinculación plena con la cultura (no solo religión) cristiana de la formamos parte. Ese fue el punto de inicio de la moral en nuestra cultura y de donde siempre extraemos referencias sobre el bien y el mal hasta llegar a lo justo y lo injusto. Pero esa idea de base se ha ido modulando a lo largo de la historia y tal modulación ha sido de orden conceptual. Para desarrollar esta idea es justo aclarar que si bien es cierto que la ética surgió en diferentes culturas, fue en la occidental donde la disciplina adquirió talante filosófico, siendo Aristóteles el iniciador formal con sus ideas sobre las virtudes (antes hubo más filósofos aunque no trataron formalmente a la disciplina, amén de sus reflexiones: Sócrates, que trató la ética individual, Platón, la idea del bien, y el elenco de presocráticos al mismo tiempo). Tras Aristóteles, el cristianismo fundido con el neoplatonismo, llevó la idea de el bien y el mal, el árbol del conocimiento, y la teoría de las virtudes platónicas, al mundo que conocemos. A partir del renacimiento y hasta el siglo XVIII surgieron modulaciones nuevas: en lugar de primarse el deber anclado en la tradición y en los dogmas religiosos comenzó a darse importancia el deber subjetivo, basado en la razón como única arma para la creación moral. Kant formuló un deber desde la libertad individual y el intelecto frente al determinismo de la naturaleza. Desde ahí surgieron teorías sobre cuál era la naturaleza ética humana, como las de Hobbes, Rousseau, los utilitaristas y etc.
En España existe una gran tradición ética, desde Séneca hasta la actualidad. Son muchos los éticos aparecidos en este país. Acortando la cronología acabaré con José L. Aranguren y su idea de la ética de la responsabilidad. A la ética subjetiva, surgida a partir del renacimiento y sobre todo en el siglo XVIII, él le encontró defectos. La ética debía tener relación con la sociedad por eso una ética basada solo en la razón y la libertad individual no podía ser completa. La ética debía ser social y desarrollar la idea de responsabilidad, de ahí su idea de la ética de la responsabilidad. Esta consideración llevaba implícita otra: el estado de justicia, donde el ente público se implicara moralmente con sus ciudadanos a través de una moral aplicada (el derecho, las instituciones) y garantizara el bien común. A raíz de lo dicho, con las modulaciones sobre la idea de el bien y el mal establecidas en nuestra cultura, sería muy interesante tejer un mapa conceptual ético de las grandes preocupaciones del hombre de nuestro tiempo para detectar en ellas dichas modulaciones. Eso es lo que aparece en el libro. Dichas preocupaciones describen quiénes somos y cómo es nuestra existencia actual. Al mismo tiempo pueden servir de guía interior para el descubrimiento personal de la ética y de cómo aplicarla a lo cotidiano. Ese pretende ser el objetivo de este libro. |
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