LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
ENRIQUE CABEZÓN. SÍLABAS TRABADAS (La cabaña del loco, Logroño, 2018) por MARÍA DEL PILAR GORRICHO «¿No estaba el atman dentro de él? Y aquella fuente primordial, ¿no fluía acaso en su propio corazón? ¡Habrá que encontrarla, descubrir ese manantial en el propio Yo y poseerlo! Todo lo demás no era sino búsqueda vana, extravío, confusión. […] Poco a poco fue floreciendo y madurando en Siddharta la idea, la noción de lo que realmente era la sabiduría, el objeto final de su larga búsqueda». Siddartha. Herman Hesse. Sílabas trabadas, el nuevo libro de Enrique Cabezón (Logroño, 1976), es una hoja de ruta por la cual transita la perspectiva de viajar en perfecta sincronía con ese acontecer diario donde la memoria se impregna de momentos únicos e insondables. «Los turistas no saben dónde han estado, los viajeros no saben hacia dónde están yendo». Con esta frase de Paul Theroux podemos atestiguar que todo lo que rodea al escritor en este viaje, tanto interior como exterior, cala hondo en el alma y da lugar a una bella cronología sanadora por el efecto catártico del encuentro entre lo deseado y la realidad. Con un lenguaje ceñido en la intemperie del círculo que conforma lo que somos, con los planteamientos que llegan a través del exterior, este escritor de amplia trayectoria crea una amalgama de vivencias y cuestiones que aborda con gran pericia. Porque consigue con su prosa un ritmo certero; basculando entre la narrativa y el ensayo, es fácil adentrarse en esa «movilidad discursiva» de encabalgamientos históricos con hondas reflexiones sobre el mundo del arte, de la poesía y su decadente brillo en una ciudad de provincias; de la política, de la música, del amor como obra maestra; de la guerra y su semejanza en el vértice de las ciudades; y de todo aquello que para el observador es importante, pues no en vano estamos ante un artista multidisplinar que hace de la curiosidad y el aprendizaje baluarte, tal y como señala en este párrafo: Me da miedo la gente que no se hace preguntas, que no duda nunca, sin esa posibilidad de duda no existe la autocrítica ni la mejora. Enrique Cabezón muestra una mirada retrospectiva y crítica del mundo poético intercalando anécdotas de su labor como editor, revelándonos cómo es por dentro ese discurrir de la escritura donde es importante señalar que, además de evocaciones y referencias a hechos ubicados en el pasado histórico o personal, la narración se centra, sobre todo, en el tiempo presente, y en la conquista de los recuerdos más próximos a la experiencia del viajero. Hoy la lírica se transforma y abandona sus tradicionales ítems: de la pluma o el boli Bic al teclado del Mac, del tacto del papel al intangible formato blogger, de lo improbable de ver publicado un poema en periódicos a colgar estrofas en los perfiles de la red. De ahí los cambios de registro y las oscilaciones entre narración y argumentación a causa de un giro autorreflexivo que otorga a la autofiguración, entendida como autorretrato probable, una orientación textual y estética más que subjetiva o personalista. Cobran vital importancia a lo largo de este libro, que trascurre desde el año 2014 a la actualidad, los tuits, tanto de carácter personal como los de poetas y amigos escritores, cuyo punto de vista es primordial para este autor de clara e innata curiosidad. Asimismo, las citas filosóficas y de grandes literatos, junto a artículos de opinión sobre la actualidad y noticias, conforman este libro de lectura amena, sin pretensiones de convencer al lector, donde la verdad desnuda del que escribe desde el «yo» más sincero y profundo repasa en un exhaustivo análisis esas otras caras de la moneda. Cuando la narración se interroga sobre la verdad y la certeza proyectándola sobre el pasado del sujeto mismo, en su capacidad de percepción de los demás fermenta el maridaje perfecto, que, si bien no ha de servir para cambiar el mundo, sí es útil para hacernos conscientes de que el mejor viaje es hacia dentro. Lo dijera o no Albert Einstein lo cierto es que la cita no tiene desperdicio: «Cualquier tonto inteligente puede hacer las cosas más grandes, más complejas y más violentas, pero se requiere un toque de genialidad para moverse en la dirección opuesta». Creo que la clave está en la palabra «moverse»; lo sencillo, lo cómodo, lo colaboracionista es el cinismo que nos inmoviliza y la permanente inacción ambiental. Para un artista, el contrapeso de la exultante creatividad es la frustración que suele acarrearle el resultado concreto de ésta. Anna Adell ilustra la idea de que quizá el arte exista como modo de exorcizar culpas e hipocresías sociales, y que responde a la antigua y tradicional vocación humana de encontrar un chivo expiatorio que pague por los pecados de todos. En este sentido apunta Enrique Cabezón a lo largo de todo el libro esa especie de vacuidad, manifestando ser todos y ninguno. Y, a pesar de que no le guste hablar de él, cuando habla de los demás en cierto modo ya se está mostrando. El lector agradecerá, como yo, esta apertura a corazón despejado donde la identificación es la nota dominante. Escribir constituye para Enrique Cabezón un ensayo interminable. El libro acabado, y no digamos ya publicado, es como un estreno prematuro que adolece de los defectos propios de una obra inmadura, siempre necesitada de más ensayos. El escritor nunca da por concluido un texto. Simplemente lo interrumpe y olvida para embarcarse en otro. El olvido lo libera de una asfixiante dependencia. No obstante, puede que el texto abandonado le persiga aun cuando esté trabajando en otro nuevo. La palabra, hablada o escrita, normalmente desencadena una interpretación en quien la percibe o la lee, en un proceso muchas veces inconsciente y automático. La posibilidad de concebir el impacto de los rasgos del léxico sobre la combinatoria sintáctica depende tanto de una concepción acerca de la relación entre lenguaje y pensamiento como de una concepción acerca de la clase de relación entre lenguaje y realidad, y de la innovación permanente de la que nos hace partícipes Enrique Cabezón al optar por nuevas formas gramaticales: La sintaxis es la disciplina gramatical que estudia cómo coordinar, combinar y unir las palabras para formar oraciones y sintagmas. Pienso ahora en el escritor como un camarero que dedica las horas a crear nuevos cócteles, se puede limitar a repetir las mismas combinaciones de alcoholes con jugos, frutas, mieles, cremas, leche, bebidas carbónicas, refrescos y especias e incluso desarrollar una verdadera maestría en ello. O puede buscar combinaciones innovadoras. «La misión del poeta no es salvar al hombre sino salvar al mundo: nombrarlo», nos dice Octavio Paz, y esta posibilidad que tiene el poeta de etiquetar, bautizar la realidad, es por el carácter lapidario de sus expresiones. Así, al poeta no le sucede lo que al hombre común, quien continuamente se queda a mitad de camino al nombrar la realidad; a veces lo deja quieto para asumir el mundo con la radicalidad del que todo lo puede.
En los momentos más desgarradores de la existencia está precisamente la poesía, la que anima, consuela y devuelve a la existencia esa extraña sensación de levedad; pero también en esos momentos de felicidad extrema se hace presente para precisar el estado pasajero de ésta y la necesidad de salir nuevamente a su encuentro. MIRANDO LA TAZA: en la penumbra arreglando el mundo, y reconfortando el aterido cuerpo con café caliente, confundimos, ilusos y patéticos poetas provincianos, el chispazo accidental con el mismísimo Fénix. Con el tiempo, negrura herviente y cuerpo erosionado fueron uno en el fracaso, uno a pequeños sorbos, a torpes envites. Sombra apenas, borrosa seguridad de lo que soñamos ser en múltiples alas vomitadas. Cuánto fracaso han visto estas paredes, cuánto tiempo de espera mirando la taza, llenándonos la boca de tinta, emborronándonos. Prosigue el libro en la misma línea de aunar pretérito con presente, con las grandes hazañas del hombre, que al cabo nos son otras que la vida abriéndose paso. Y en lo que da en llamar con gran acierto «El Evangelio según Helena» y «El Evangelio según Adriana» nos acerca al momento en el que sus hijas ven la luz por vez primera (la buena nueva) en unas páginas conmovedoras. Me emociona poderosamente el hecho de poder conocer más de cerca a este autor tan querido y conocido por su labor enaltecedora de la cultura (a menudo tan denostada), y sobre todo le agradezco, y a buen seguro que todos los lectores de estas Sílabas trabadas, esta apertura cabal, sincera y enriquecedora con la que nos obsequia y que les recomiendo encarecidamente.
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BORIS ROZAS. ANNIE HALL YA NO VIVE AQUÍ (CELYA, Toledo, 2018) por GREGORIO MUELAS BERMÚDEZ Desde el propio título, Annie Hall ya no vive aquí, el nuevo poemario de Boris Rozas nos traslada al ambiente cinematográfico estadounidense de los años setenta. Por una parte, remite a la protagonista de la primera de las obras maestras de Woody Allen, Annie Hall (1977), mítica comedia romántica donde el director de Manhattan narra el conflicto de una pareja de neuróticos; y, por otra, a una de las primeras películas de otro genio neoyorkino, Martin Scorsese, Alicia ya no vive aquí (Alice doesn’t live here anymore, 1974), que narra las vicisitudes de una mujer para mantener a su hijo después de la muerte de su marido en un viaje por Nuevo México y Arizona, de Socorro a Tucson. Las brillantes interpretaciones de Ellen Burstyn y Diane Keaton, que les valieron el oscar a la mejor actriz en 1974 y 1977, respectivamente, parecen ser la fuente de inspiración de la nueva obra del poeta hispano-argentino, por la que ha merecido el XVI Premio Internacional de Poesía León Felipe de Tábara 2018, galardón que se suma a la larga lista de reconocimientos que ha recibido recientemente, como el primer premio en el IV Certamen Umbral de la Poesía, organizado por la Asociación Cultural HABLA de Valladolid, por ‘Las mujeres que paseaban perros imaginarios’ (Pi, 2017). Boris Rozas ya había demostrado su fascinación por la ciudad de los rascacielos en un poemario anterior, Ragtime (CELYA, 2012), con el que obtuvo el primer premio de XVI Certamen de Poesía Villa de Ermua 2010 y que comparte con el que nos ocupa más de una característica. Ahora nos encontramos con un poeta en verdadero estado de gracia, que ya es poseedor de un estilo reconocible, firme, maduro. Vuelve a publicar CELYA en su colección “Generación del Vértice”, con un sugerente diseño de cubierta de Carolina Bensler, donde se muestra una imagen del Empire State Building y un sucinto comentario de contraportada de Diego Puigcercús. Boris Rozas organiza los poemas en cinco partes con epígrafes harto significativos, como el primero, “Lowcost”, donde el autor refiere en cinco actos el viaje de ida a una tierra prometida, país de sus sueños cinéfilos, pero también del desencanto, donde el reloj se aletarga en las salas de espera «donde un equipaje es como un hogar / en construcción permanente» y donde una maleta «sabe inevitablemente / a eterna despedida», pero que también semejan una bienvenida, una visión entre la urgencia y la complacencia que Boris Rozas expresa en versos blancos con intención crítica.
En “Permiso concedido”, el autor confronta su mirada con las imágenes de los libros de texto para trazar una lírica panorámica sobre los «nidos verticales» y las «viejas bahías» de Nueva York, así entre el bullicio de la ciudad y el silencio del poeta se mezclan el paisaje urbano y la evocación de José Hierro en el puente de Brooklyn («El viejo olmo que aún vigila los cadáveres del río»), en una especie de alucinación sobre un fondo otoñal, donde el poeta enfrenta su ars poetica con su corazón, que le devuelve la nostalgia y el rostro de la amada, cuyo físico recuerdo se imbrica con la arquitectura de la ciudad. Boris Rozas entona “Anchong” a ritmo de jazz en diez composiciones donde el lenguaje adapta el ritmo de las partituras de John Coltrane. Frente a un horizonte de áticos y grúas, el poeta reclama la «libertad para sentirme enjaulado entre las letras» y es que todo el libro constituye una suerte de metapoemario donde el autor reflexiona sobre su quehacer para creerse «marca comercial», mientras hilvana un discurso paralelo donde denuncia las injusticias del capitalismo porque «no siempre ganan los que más tienen». En “La primera vez que salté por una escalera de incendios”, se suceden los lugares como hitos en el tránsito melancólico del poeta: Washington Square, Greenwich Village, Christopher Street, Columbus Circle, Grand Central, el Bronx, donde la soledad y la pérdida se adueñan del amor y los recuerdos. Cierra el poemario la parte que da título al conjunto, donde Boris Rozas vuelve sobre sus pasos, como «uno de tantos». Aquí el lenguaje se aproxima a la imagen de inspiración surrealista, no hay más que ver estos versos: «el futuro / es un puñado de manzanas silvestres / adornando la entrada / a los garajes del parking». Del realismo al onirismo, así podríamos definir el nuevo trabajo de Boris Rozas, que destaca por su solvencia y gran variedad de recursos para resolver bien los versos. DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR. FACTBOOK (Candaya, Barcelona, 2018) por IGNACIO GARCÍA FORNET FACTBOOK: UNA DISTOPÍA EN TRES CANCIONES DE RADIOHEAD Había muchas ganas de leer lo nuevo de Diego Sánchez Aguilar como narrador, después de ese agudísimo y sutil retrato de las pequeñas miserias de la clase media que fue Nuevas teorías del orgasmo femenino (Balduque, 2016). Y la verdad es que no ha defraudado con una novela que escapa de cualquier etiqueta fácil, pese a que, cuando se habla de ella, está siendo habitual hacerlo en los términos de una distopía. Sobre esa premisa genérica se construye un discurso complejo en el que se alternan tres voces narrativas. Dos de ellas, la de Rosa, una profesora de pasado reivindicativo, desencantada con la sociedad en la que le ha tocado vivir, y la de Gustavo, su expareja, un exitoso guionista de televisión, egocéntrico, diletante y snob, a punto de criogenizarse, asumen la forma autodiegética. Un tercer personaje, innominado, que se dedica a revisar publicaciones en las redes sociales para perseguir a aquellos que se muestran disidentes con el sistema imperante, nos ofrece su voz como serie de respuestas a una entrevista de la que se nos han escamoteado las preguntas. Los tres componen una historia con muchos niveles de lectura perfectamente conectados entre sí, por momentos, de un lirismo subyugante, a partir del asesinato de tres grandes personalidades, que han aparecido ahorcadas en un toro de Osborne sobre el que se ha impresionado el logotipo de Factbook, una red social muy especial. Aprovechando la excusa musical que brindan los gustos de Gustavo, vamos a acercarnos a esta historia compleja y sugerente acompasando su avance al ritmo de tres canciones de Radiohead que, creo, constituyen un fondo adecuado. no surprises LA DISTOPÍA QUE ES Y LO QUE NO ES I’ll take a quiet life A handshake of carbon monoxide With no alarms and no surprises ‘No surprises’ (OK Computer, 1997) es una brillante sátira contra una sociedad aletargada, que se conforma con una felicidad consumista, que vive una vida estandarizada en la que no tiene cabida ningún sobresalto que saque al individuo de su miserable zona de confort. Muy parecido es el mundo que pueblan los personajes de Factbook, en el que, tras años de crisis económica, las nuevas generaciones han acabado asumiendo el empobrecimiento que se les impone como el único escenario posible. Lo estremecedor de la distopía que nos propone Diego es que es una leve evolución de lo que llevamos viviendo desde que estalló la crisis económica hace unos años, en los que los derechos sociales están retrocediendo progresivamente ante la pasividad de la mayoría. La sociedad que refleja Factbook está sometida por completo al poder de los Mercados, como si cualquier otra opción fuera imposible (¿os suena esto de algo?), algo que se encarga de garantizar un Estado policial que condena cualquier expresión disonante. Ese modelo social lo encontramos ampliamente desarrollado en los capítulos que corresponden a la tercera de las voces, la del defensor del orden oficial, que llega a citar a Parménides para cimentar la validez de su relato: —Pues eso es lo que hacemos aquí. Es la labor esencial de toda civilización, de toda cultura. Separar lo que es de lo que no es. —Exacto. Lo que se puede publicar, lo que se puede decir, es lo que es. Nuestro trabajo es limpiar el ser de nuestro país, hacer que España siga siendo como es y evitar que España sea como no es. —Los que piensan que puede ser de otra manera se están equivocando. Efectivamente hay una España oficial, cuyo discurso construyen diariamente los medios de comunicación, la televisión y las redes sociales convencionales, que, como en la canción de Radiohead que titula este epígrafe, aspiran a una sociedad conformista en la que la felicidad es algo impostado que se mide en el volumen de publicaciones con el que proyectamos nuestro yo ideal en internet, una España pensada para una clase media empobrecida y aborregada ante lo que le muestran las pantallas. En los capítulos en los que la voz corresponde a Rosa se insiste en esa idea de un estándar social que se inocula en el yo colectivo de un círculo social muy concreto. La voz del presentador está cuidada y diseñada para hablarnos a nosotros, a los que todavía tenemos un trabajo y vivimos en casas que pagamos con nuestro salario. Es nuestra voz y nuestro lenguaje; todo lo que está sobreentendido en ella somos nosotros, es nuestra vida y nuestro mundo. El silencio entre las palabras del presentador está compuesto por todas las leyes tácitas de la civilización occidental, por el dinero, el intercambio y la justicia de la deuda. La clase media, los votantes, los consumidores. Esa evolución hacia una sociedad cada vez más limitada y unidireccional se nos transmite con gran habilidad a través de las distintas voces pero es especialmente interesante un recurso muy efectivo en la voz de Rosa: la dispersa enumeración de los Change.org que ha ido firmando durante los últimos años, en los que se mezclan situaciones que hemos vivido realmente con otras que solo pertenecen a la ficción pero que resultan terroríficamente verosímiles. Firmé un Change.org pidiendo que no aplicaran la Ley de Terrorismo Global a un periódico satírico que hizo un chiste sobre la monarquía. Da mucho miedo el mundo que, con una inteligente economía de medios, se despliega ante nuestros ojos, sobre todo porque a veces cuesta distinguir lo que es realidad de ficción. No nos hace falta más para entender la sociedad en la que se mueven nuestros personajes, superándose anticuados discursos explicativos, habituales en el género distópico, todo un acierto de Diego en la construcción de su relato. Junto a los medios de comunicación, otra poderosa herramienta de cohesión social en el mundo de Factbook es la ficción televisiva, que ofrece una alternativa escapista o defiende los valores del mundo que es, frente al que no puede ser, según convenga. Buena parte de la historia de Gustavo tiene que ver con este motivo, dibujando una de las líneas argumentales de la novela más paródicamente divertidas. Me refiero al fáustico pacto con el Señor Guevara que le lleva a escribir sus dos series de éxito: Maquetas y Crisis. Desde su primera aparición en una de las sesiones que Gustavo organiza con sus amigos, el señor Guevara se nos muestra como una especie de Mefistófeles parecido a Andy Warhol que, vestido de negro y calzando unas botas Nike de suela color rojo infierno, se enfrenta a Gustavo con la superioridad de quien despierta un temor reverencial y parece controlar los destinos de quienes lo rodean. El “viaje” que le provoca a Gustavo la droga que Guevara le proporciona, en un cartoncito con una imagen del Fausto de Murnau en la que el diablo envuelve la ciudad con sus alas, lo enfrenta por primera vez en la novela con la aparición expresionista del diablo que parece guiarlo en la creación de sus dos series. La primera de ellas, Maquetas, es una sitcom semejante a Friends que vende a sus espectadores la hedonista libertad de unos personajes que viven el presente al margen de cualquier proyecto de futuro. La posibilidad de una evasión de la realidad es el mensaje más conveniente para las oscuras fuerzas que representa el señor Guevara y Gustavo va a encargarse de introducirla en cada hogar. El mismo escapismo lo encontramos en las RRSS convencionales, como Facebook, en las que se suceden las expresiones de exaltación de un yo hedonista y atractivo que pocas veces se corresponden con la realidad de sus usuarios pero les hacen mucho más digeribles sus vidas, como muy bien señala el investigador. Queremos parecernos a esos anuncios de cerveza, y eso está bien. Queremos que nuestra vida imite esos anuncios de cerveza, queremos ser felices, joder (...) y, si no podemos, aunque estemos hechos una mierda, queremos que el mundo, o que nuestros amigos, piensen que lo somos, y que nuestra vida es lo más parecido a un anuncio de cerveza. Tras Maquetas, Crisis, en clave dramática, desarrolla el discurso del sacrificio que tanto hemos escuchado estos últimos años; en una nueva alucinación, el personaje de Murnau le da las claves a Gustavo de lo que va a ser su obra maestra. Que la cruda realidad. Que el día. Que la solidaridad. Que la familia. Que iba a ser la serie de la gran familia que se apoya y se sacrifica y trabaja duro para sacar las cosas adelante. Que el espíritu emprendedor. Que la gente corriente. Que un canto a las pequeñas cosas buenas de la vida. Que la épica de lo cotidiano, que el sentido del deber, de pagar las deudas, de ser honrado y amar a tus hijos y a tus padres. El éxito de la propuesta de Gustavo es total y lo contemplamos a través de los ojos de Rosa en una de las imágenes más potentes de la novela: el destello acompasado de los televisores que se percibe en las ventanas de los edificios vecinos, conectados a una misma ficción, que dirige a toda una sociedad hacia un pensamiento único como si se estuviera produciendo la invasión alienígena de La invasión de los ultracuerpos y nos condujera a una sumisión en la que la palabra “vida” sustituirá a nuestra palabra “crisis”. Las pantallas encendidas en las ventanas de todos esos edificios, parpadeando, enviando señales eléctricas, como una imagen de la actividad neuronal del país. Él no se daba cuenta de ese poder, o lo fingía, o quería renunciar a él porque sabía que lo usaba de una forma perversa, aparentemente inocente. (...) Se realizaba, ante nuestros ojos, la sinapsis entre las pantallas y la imaginación de los espectadores. Mientras descansan, mientras cenan, los personajes de la serie les explican cómo son ellos, cómo es su mundo, cómo podrían llegar a ser. Pero, frente a esa España oficial, hay otra realidad que no tiene cabida en los telediarios o cualquiera de los medios que utiliza el Sistema para construir su discurso unívoco. A esa realidad es a la que da voz Factbook, una red social que funciona como negativo de Facebook y que aparece vinculada a los crímenes sobre los que gira la novela. El toro de Osborne se convierte en un sutil símbolo de esas dos realidades confrontadas cuando, ya en el primer capítulo, Rosa muestra su sorpresa al descubrir una realidad oculta tras el anuncio icónico, al contemplar en la televisión la noticia del asesinato del presidente de la CEOE. El reportero está debajo de las vigas: parece pequeño, parece perdido en esa ciudad esquemática de estructuras vacías y enormes a las que nunca había prestado atención cuando veía las siluetas de los toros desde la distancia de mi coche. La clave está en la mirada, la nueva perspectiva de Rosa es la que tal vez, nos lleve a otra posibilidad que pueda imponerse al castrante discurso admitido, el país de aquellos a quienes no está destinado el relato del telediario. Pero eso lo veremos un poco más adelante. idioteque LA SOLEDAD Y LA ALIENACIÓN Who’s in a bunker? Who’s in a bunker? I have seen too much. I haven’t seen enough. ¿Cómo son las relaciones entre los personajes de Factbook? Hacia el final de la novela, Gustavo expresa su devoción por ‘Idioteque’ (Kid A, 2000), canción de Radiohead, cuyo sampler suena acompañando el discurso de bienvenida del responsable de la empresa ilegal de criogenización que le va a facilitar el “suicidio” con el que tanto había fantaseado. Pero, más adelante, en el relato que está haciendo de su vida a modo de copia de seguridad de sus recuerdos para su despertar futuro, una confesión que debería representar su alma, la identificación del personaje con la canción y, más concretamente, con su videoclip se hace mucho más evidente. Nunca había pensado que ese videoclip, aparentemente neutro, poco importante, pudiera resumir de una forma tan perfecta toda mi vida de personaje de dibujos animados, mi vida de osito insignificante que da vueltas en la nada sin acercarse jamás a nadie. Efectivamente, Gustavo, que se define como egohólico, ha vivido siempre al margen de los demás, encerrado en una hermética burbuja, alimentada por cierto snobismo cultural y por las drogas, motor de buena parte de su biografía. El enfrentamiento entre el personaje y su familia, de perfil tradicional, es claro desde el principio y expresa un rechazo mucho más amplio hacia los convencionalismos del trabajador medio, gris, consagrado al cuidado de los suyos, para el que el deber siempre está por encima del placer. (...) era como nosotros, es decir, era otro pez en la corriente de las sesiones y de los proyectos artísticos infinitamente postergados y de las conversaciones sobre música, cine, arte y literatura con las que nos sentíamos tan especiales, es decir, tan únicos, o tan superiores a toda esa gente que madrugaba a diario para ir a sus trabajos de mierda en los que solamente la alienación y el embrutecimiento podía esperarles tras el café con leche y las porras que se comían ante nuestros asqueados ojos de habitantes de la madrugada eterna y química. Gustavo desprecia continuamente ese mundo real y se recrea muchas veces en una contemplación artística de sus propias vivencias, distanciándose de ellas al verse como el protagonista de una ficción, lo que lo lleva al autismo emocional y una profunda incomunicación con aquellos que lo rodean. (...) y, aunque sentía que debería hacer algo, que debería levantarme, y abrazar a mi padre, y tal vez llorar, veía cada una de esas posibles imágenes de mí mismo haciendo esas cosas como si fueran escenas de una película malísima que me daba una infinita vergüenza interpretar (...) En su retiro final en una Manga apocalíptica donde espera la criogenización que haga real sus fantasías suicidas, la incomunicación es también abrumadora. Los miembros de la comunidad que aspira a formar la empresa Investigation on Cryogenesis and Eternity (I.C.E) no interactúan entre ellos y apenas cruzan tímidas miradas en los escasos momentos que comparten en los espacios comunes, celosos de su burbuja solipsista. Se comportan como espectros que habitan planos distintos, en un espacio también fantasmagórico, propicio para una introspección en la que el vacío vital del personaje resulta obvio. Y, una vez que te das cuenta de que tu alma solamente es la acumulación de los tópicos narrativos y culturales que te ha tocado vivir, puedes sentir una especie de paz, una paz que se parece mucho a una derrota. El carácter de Gustavo chocaba en muchos aspectos con el de la Rosa más optimista, la militante que todavía creía en fenómenos como el del 15M. Su vivencia de ese acontecimiento es muy distinta y, así, mientras para ella todo es luz y cambio, cada amanecer entre las tiendas de campaña, el guionista no puede evitar una actitud cínica y descreída, que lo aleja de la emoción del momento, incapaz de conectar con los demás. Y yo podía ponerme los auriculares siempre que quisiera, para no escuchar los gritos de los que estaban siendo jodidos de verdad, los que siempre son los primeros en caer, es decir, los obreros, la mano de obra más barata y menos cualificada, los inmigrantes, toda esa gente que yo no conocía y de la que nada sabía y que ahora eran considerados por todos nosotros como nuestros hermanos, nuestros compañeros, cuando esa era justo la gente de la que siempre habíamos estado huyendo, la masa que no sabía quién era Bill Viola y que nunca había escuchado a La Velvet. Esa enorme distancia entre los dos personajes, lógicamente, acaba con una relación, que, retrospectivamente analizada por Rosa, no fue más allá de compartir aficiones y una cierta complicidad, un fracaso más entre una serie interminable que hacen de ella un personaje agotado, conectado con la realidad sólo a través de las pantallas de la televisión y de su tablet, en las que espera con ansiedad noticias de un nuevo crimen que rompa su rutina y acabe con un mundo en el que no es capaz de encontrar su espacio y que contempla desde su particular atalaya. Creo que no nos enfadábamos porque no esperábamos nada el uno del otro. No sé si él esperaba algo de mí, si lo decepcioné de alguna manera. Nunca me había planteado eso. Lo pienso ahora y me parece algo inverosímil, que Gustavo esperara algo de mí. Tampoco sé qué pensaba él de nada, en realidad. El aislamiento de los personajes, por tanto, es completo. Como hemos visto, ni siquiera en el entorno más privado de la relación de Gustavo y Rosa se produce una verdadera comunicación, de manera que la imagen del vídeo musical de Radiohead de esos dos osos que giran uno alrededor del otro sin llegar nunca a unirse es una metáfora perfecta de la gelidez que domina las relaciones humanas en esta distopía. Ahora bien, esa soledad y el ejercicio introspectivo que conlleva en los dos personajes centrales toma una deriva muy distinta en cada caso. De ello nos vamos a ocupar en el último apartado. how to disappear completely LA APOCALÍPTICA DISOLUCIÓN DEL YO This isn’t happening I’m not here I’m not here In a little while I’ll be gone The moment’s already passed Yeah it’s gone And I’m not here Como en la canción de Radiohead que da título a este último apartado (Kid A, 2000), la salida de Rosa y Gustavo del estancamiento en el que viven inmersos y el avance del relato pasa en ambos casos por una disolución del yo, que para mí tiene un mismo punto de partida, el sentimiento de culpa, pero una dirección muy distinta según de qué personaje se trate. Lo religioso cobra mucha importancia en la dimensión semántica de buena parte de la novela, de manera que la culpa conduce a los protagonistas a una especie de confesión. Gustavo busca sintetizar lo que ha sido, apresar su alma, en un discurso que permita recomponer su memoria, en previsión de algún problema en su despertar de la criogenización. El resultado lo lleva continuamente al sentimiento de asco y vergüenza por lo que ha sido toda su vida. La imagen de la pistola en la sien lo había acompañado desde bien joven, como una fantasía en la que desahogar su desprecio de sí mismo, acostumbrado a vivir una realidad paralela en la que solo él tiene cabida, incapaz de comulgar con nada que vaya más allá de su ego. O estoy aquí por la culpa, porque en algún momento empezó esta voz, de la que siempre me he querido librar con las drogas, a entonar el canto de la culpa. La culpa por qué; la culpa por todo, por supuesto… Sus contemplaciones alucinógenas de la realidad, el surfing, en el que las drogas llevan su percepción a otro nivel son un buen ejemplo de la desconexión del personaje de todo lo que no sea su propia burbuja, en un ensayo de desaparición que ahora va a llevar hasta sus últimas consecuencias. Todo en mi vida ha sido una forma de desaparecer, de no estar donde estaba, de no mirar donde se supone que había que mirar. Mesías de la Nada, como en algún momento de la novela la alucinación fáustica lo denomina, sacrifica esa obra maestra siempre postergada que de él se esperaba por creaciones televisivas comerciales, de dudosa ética y cómplices del poder, que no hacen sino alimentar el vacío, la insatisfacción, que lo han acompañado cotidianamente. (...) era un vacío porque era yo el que había vuelto, porque era mi mundo real, sin talento, sin arte alguno, el que había vuelto. La solución pasa por hacer real su fantasía suicida pagando con el dinero ganado en televisión una criogenización en vida, con la dudosa promesa de una reanimación futura, en una apoteosis de su individualismo, entregado al dios del frío. Se trata de desaparecer, de desvanecerse en este hotel condenado, en esta ciudad deshabitada (...) estamos negando el futuro porque no soportamos nuestro pasado. Por el contrario, la disolución del yo de Rosa tiene un sentido totalmente distinto, en su caso no constituye una aniquilación sino su integración en un grupo, el de los usuarios de Factbook, que se comportan espontáneamente como un todo orgánico, movidos por una fiebre apocalíptica. Frente al falso sentimiento de comunidad que vendía el presentador de I.C.E cuando hablaba de las bondades de su producto a un auditorio fantasmagórico y estéril, los usuarios de Factbook inician un movimiento de incierto destino pero que supondrá un cambio, muchas veces anticipado en la novela, como cuando Gustavo habla de la inquietud que en su elitista círculo se está despertando, que lleva a muchas fortunas a abandonar el país, o las visiones apocalípticas del investigador, sobrecogido por aquello que es incapaz de comprender. Cada vez que intentaba poner una imagen al líder o a los líderes de Factbook, fracasaba. Y entonces aparecía ese vacío extraño que hacía que tuviera que levantarme de la cama con palpitaciones, con asfixia. (...) Porque lo que veía en esos momentos era el mundo en llamas. Era el caos. (...) era esa imagen de un dios sin rostro y sin forma, un dios de la historia, del futuro o yo qué sé…, era esa imagen la que hacía que el corazón me latiera más rápido. A lo largo de la novela, asistimos al proceso de evolución de Rosa que pasa de ser una emocionada militante del 15M, con un pasado de joven antisistema, a una desengañada firmante de causas de Change.org, dominada por el fracaso cotidiano. Capítulo a capítulo, vamos viendo sus avances hacia el colectivo que compone Factbook, la red social paralegal a la que no le interesan las vidas falsamente luminosas de sus integrantes sino los datos puros que hacen a la sociedad ser como es. Otra vez el motivo de la confesión aparece, esta vez de forma explícita, ante una pantalla en la que se hace recuento de las faltas de un personaje, que pese a sus principios revolucionarios, se estaba integrando peligrosamente en el sistema que desprecia. Reverso negativo de Facebook, Factbook no le pregunta a Rosa “¿qué estás pensando?” sino “¿qué has hecho?” Y la conclusión de la profesora es que nada distinto de trabajar y consumir. También tenía vergüenza de estar en este piso, de ser una profesora que vive con un hombre, de estar en un sofá y no con ellos en las calles. Antes, cuando yo sabía hacer un cóctel molotov, cuando llevaba botas reforzadas, a eso lo llamábamos “aburguesarse”, lo llamábamos “morir”. Siguiendo la semántica religiosa, Rosa se comporta a veces como una figura profética, que proyecta visiones sobre el fin del mundo tal como lo conocemos, como cuando contempla las torres de oficinas que se pueden ver desde su apartamento, un claro símbolo del sistema contra el que se rebela. Cuando Gustavo se vino a vivir aquí, las torres estaban recién terminadas: ya no había grúas, ni focos. A veces, cuando había niebla, yo seguía viéndolas como una ruina. Veía superpuesta sobre la poderosa imagen que entregaban, la ruina que serán en el futuro, envuelta en niebla, con los contornos dentados e irregulares de los pisos altos desmoronados. A veces, pensaba en la Torre de Babel, de Brueghel el Viejo. Frente al individualismo hipertrofiado de Gustavo, Rosa ya proponía, cuando jugaba a sugerirle ideas para sus guiones, una ficción protagonizada por un colectivo impersonal que parece anticipar las reuniones de los seguidores de Factbook, al final de la novela. Una ficción donde desaparezca el hombre como individuo. Una historia de gente. Eso es lo que había que hacer. Estaba harta de individuos, le decía, harta de personajes. Despojada de su nombre y reducida a una cifra, Rosa se convierte en un componente más de un todo que se arrastra como movido por una fuerza superior hacia una suerte de juicio final. El sacrificio que deben asumir todos aquellos que profesan esta nueva fe pasa por renunciar a todo lo accesorio que servía para identificarlos cotidianamente y consagrarse a la esencia de los actos. Esa disolución del yo es lo que desconcierta al investigador que busca el sentido de esas publicaciones y un responsable para los crímenes que se han cometido, incapaz de entender qué puede llevar a esas personas a comportarse de forma tan atípica. Gente que de repente decide que tiene que escribir solamente hechos, que se borra, que se borra a sí misma: su nombre, su imagen, sus deseos… (...) Es como si Factbook fuera una secta que está esperando la aparición de un Mesías, de un dios que viniera a salvarnos, o a condenarnos, o yo qué sé. ¿Se da cuenta? No importan los nombres, no importa la individualidad de cada uno de los apóstoles. Una nueva fe en un dios primordial, vengativo e inmisericorde, que asume la potente imagen del toro de Osborne, arrastra a todos los descontentos usuarios de Factbook, como Rosa al campo. Otra vez las tiendas hacen acto de presencia, como en las acampadas del 15M, pero el optimismo de entonces se convierte en una fiebre que aspira a arrasar con el orden establecido sin una idea clara de qué es lo que vendrá, a la expectativa solo del próximo ahorcado, el nuevo sacrificio que se ofrece al dios del nuevo mundo, un dios del fuego frente al gélido dios al que se consagra Gustavo. Este discurso alucinado, cargado de retórica religiosa, es asumido también por el investigador, que traza el paralelismo entre la “secta” de Factbook y el nacimiento del cristianismo. Tampoco sé si los cristianos sabían a qué dios esperaban, qué nuevo mundo iban a traer con su extraña fe. Lo que sí que tengo claro, o casi claro, es que los que escriben en Factbook no lo saben. (...) Me parece que su única fe es la del apocalipsis, que su Espíritu Santo es solamente el espíritu de la destrucción. Efectivamente, todo parece indicar que algo está cambiando y va a arrastrar todo lo que el investigador daba por inmutable a su paso, como ese viento que sopla entre los hierros de la estructura del toro de Osborne al final de la novela y que parece dotarlo de vida reproduciendo un mugido metálico. Tal vez era necesario disolver el yo, con sus imposturas y elementos accesorios para que la distopía cayera. Como si ya, para siempre, este viento fuera a acompañar la vida en La Tierra. *Aprovechando que se cita tanta buena música en la novela,
el autor de la reseña se ha permitido hacer una playlist de Spotify. VICENTE CERVERA SALINAS. DE AURIGAS INMORTALES (Verbum, Madrid, 2018) por LAURA PEÑAFIEL Nunca el adjetivo contenido en el título de una obra supuso una profecía tan acertada de su destino. Inmortales son los aurigas que se pasean por el poemario de Cervera, inmortal parece que estará destinada a ser también aquella obra que su propio autor ve reeditarse 25 años después de que viera la luz por vez primera. Si el sentido último de una obra literaria es la permanencia en el tiempo, esta ya se ha proclamado vencedora de la primera de las batallas del devenir, reforzándose y volviéndose a erigir como vigente su mensaje tiempo después. Porque no nos encontramos aquí con la simple enumeración o exposición de referencias culturales. Cualquiera que conozca mínimamente la vasta formación de Vicente Cervera es consciente de que sería capaz de realizar un ejercicio semejante con una maestría indiscutible. La valía de su mensaje se extiende más allá. Los diversos emisores culturales, la ingente sucesión de referencias biográficas, los distintos movimientos artísticos identificados, quedan subsumidos en una voz poética de una intensidad y veracidad plenas, que nos recuerda que el poema no debe ser otra cosa que la expresión de una emoción singular y que, como reza Yeats en uno de los versos de la obra, el lector habrá de sentir que «sin su sangre, no podría conocer nunca el poema». Un auriga, concepto originado en la época romana, no era más que un conductor, un guía. La obra nos presenta así un total de 28 aurigas capaces de conducir a distintos poetas y filósofos de renombre internacional por los pasadizos y las tortuosas vías de sus emociones, hombres y mujeres que entablaron relaciones sentimentales de distinta naturaleza con los grandes escogidos del arte y la literatura y condicionaron con su carisma y su existencia la obra que hasta hoy ha pervivido. Si tenemos en cuenta esa otra denominación del término auriga, que designaba a los esclavos que sostenían la corona de laurel y repetían durante los triunfos romanos a los generales: “recuerda que eres solo un hombre”, estos aurigas conectarían igualmente con la dimensión más humana de los creadores, aquejados de las más bajas pasiones e incluso de las más míseras inclinaciones amatorias, emociones que no hacen otra cosa que transfigurar y convertir el mensaje contenido en un canto universal. El lector se enfrenta así a la posibilidad de realizar la lectura de las distintas voces poéticas limpias de condicionantes biográficos y de estatus literarios para llegar a empatizar con esa emoción íntima y en ocasiones desgarrada que logrará finalmente una conexión universal y humana en cuyo centro se proclama la verdadera grandeza de la obra. De esta forma, la primera de las tres partes en las que se estructura el poemario se denomina “Credos”. Porque el amor no puede alimentarse más que de fe, de creencia y porque en ocasiones el amor humano habrá de confrontarse con ese otro de naturaleza divina en algunas de las biografías que nos propone Cervera. En esta primera parte encontramos Los himnos a la noche de Novalis, que no serían lo que hasta nosotros ha llegado sin la temprana muerte de su amada, que redujo a la tragedia el mes de marzo y otorgó al concepto de la flor azul un nuevo y más profundo significado. Pero lo que en realidad brilla aquí magnánimo es el dolor de un hombre cuya pérdida del ser amado y la erosión de la enfermedad le han hecho «comprender la incorruptible facultad de la miseria». También en este momento del poemario nos sorprende un bellísimo poema salpicado de referencias bíblicas, donde se expone la relación sentimental que sacudiera a Hopkins; pero lo que leemos más allá de ese contexto es la súplica enternecida de perdón de un ser confundido que ansía confesión. Cesare Pavese da voz de cierre a la primera parte, haciendo evolucionar esos credos que estructuran los primeros poemas a la categoría antagónica de la experiencia, hasta concluir con esta sentencia dirigida a Tina: Me convirtieron a la duda. E ignoraba que hay razones que no admiten enseñanza, pues se viven o se olvidan con su solo aprendizaje. Como encerrando la pasión propia del enamoramiento, la inmaterialización a menudo de los amores referidos y las obras que alzándose inmortales no habrán de ser jamás «pasto de las llamas» se abre con este título la segunda parte, conformada esta vez por trece composiciones breves caracterizadas por la capacidad de condensación y de encerrar conceptos tan logrados como el que proclama ‘A Lou’, en el que bajo lo voz poética de Nietzsche se plantea una metáfora del verdadero y constante amor frente a aquel que resulta efímero y fugaz. La hojarasca es soberbia y engañosa porque en ella prende el fuego con violencia y con súbita bravura y con fruición. Mas pronto cede. Sólo a aquél resiste el tronco. Y en su sólida materia se habitúa persistente. Y las lenguas lo acarician contra el tiempo y su cuerpo les revela llama a llama la promesa y la amenaza de su amor. Otro ejercicio destacable de conceptismo ensalza la necesidad de dilatar el tiempo en el encuentro amoroso, hasta perfilar a golpe de cortas pinceladas toda una declaración de amor. Así, sentencia Joyce:
Un segundo no era todavía nada más que la emoción de un día —¡tan pequeña!—. Antes de conocerte no entendía el significado de los relojes de arena Tampoco Antonio Machado antes de conocer a su Leonor había contemplado el mundo en su absoluta plenitud. De esta forma, cuando la enfermedad y la muerte sumen en el dolor al poeta que no pudo al fin observar «el milagro de la primavera» que rogara en sus célebres versos, a su vez en el recuerdo del amor vivido logra la creación de la que solo es capaz el demiurgo, haciendo brotar «un nuevo día innominado». Y porque la expresión de la emoción supone siempre aliarse a los recuerdos, porque liberar aquello innominal que nos hizo amar hasta empaparnos supone al fin y al cabo desviar atrás nuestra mirada, este será precisamente el adverbio que da nombre a la última parte del poemario: “Atrás”. Epitafios y metáforas marinas la salpican para acabar cerrándose de forma simbólica y cohesionada, con esa voz vallejiana que enuncia el sentido último de la obra y nos propone trazar el camino inverso al devenir del tiempo, «navegar desde las olas hasta el río», ser siempre un cauce «sin dejar de ser atrás». Vicente Cervera ha logrado perfilar así los retratos de una serie de aurigas esenciales, que en su función orientativa, transformaron y condujeron la historia de la literatura y del pensamiento hasta hacer beber las obras que inspiraron del don de la inmortalidad. Una segunda oportunidad con esta nueva edición para ti, lector, no solo de deleitarte con las intrahistorias de los grandes escritores que una vez te apasionaron, sino también de convertirte en cauce, de incitarte a la osadía de desviar muy atrás tu mirada, para en ese ejercicio de memoria provocarte la emoción última del ser que se sabe humano, que se reconoce, que una vez también amó, también erró, y se supo conducido un tiempo por un auriga ya inmortal en su recuerdo. CRISTÓBAL DOMÍNGUEZ DURÁN. SECUELAS (Pre-Textos, Valencia, 2018) por JUAN ANTONIO FERNÁNDEZ-PÉREZ LA NOSTALGIA DEL IMPACTO No encontrará el avezado lector de poesía el título Secuelas ocupando nómina en las ya tan socorridas e interesadas listas de best books of the year que trufan los distintos suplementos culturales al declinar el año. Más allá de unas atentas palabras que Joaquín Pérez Azaústre le dedicara en El Cultural, nula ha sido la atención prestada por la crítica a este poemario. Y no podía ser de otra forma, pues su autor, Cristóbal Domínguez Durán (Vejer de la Frontera, 1993), reacio a la lente pública, parece haber tomado desde un comienzo la honesta decisión de pasar desapercibido, haciendo suyo el famoso aserto del polaco Adam Zagajewski: «poetry is the revenge of introverts». El jurado del XXXIX Premio Arcipreste de Hita destacó, por encima de otras características, la tremenda sencillez, lejana a la simplicidad, que sostiene Secuelas de principio a fin. El veredicto no pudo ser más justo y certero. Desde el primer poema hasta el último, los textos están atravesados por ese tono mínimo, por ese breve latido que dicen las cosas mientras viven. Podría incluso afirmarse que, dada la sencillez de Secuelas, a medida que avanzamos en su lectura resuenan aquellos versos de Eugenio Montejo sobre el desprendimiento nominal del poema: «La poesía cruza la tierra sola / apoya su voz en el dolor del mundo / y nada pide / ni siquiera palabras». Acogiéndose al magisterio de Montejo, Angélica Liddell o Gamoneda, citados en el frontispicio del libro, Domínguez Durán muestra que el poema no se escribe, el poema se gesta, para después alumbrarse, tal y como reconociera José Ángel Valente: «escribir no es hacer, sino aposentarse, estar». Por eso el título: secuela, cardenal, hematoma. Términos surgidos para indicarnos que, tras el golpe poético, urge una demora reflexiva que permita meditar la herida. Cualquiera herida. Incluso aquella que, sin ser propia, nos duele como «algodón rojo en nariz ajena». Pues, ciertamente, toda herida deja en la carne el recuerdo de una ausencia, la nostalgia del impacto. Cada herida atestigua la lenta procesión que ensaya la cicatriz hacia una ausencia (la de carne). Las cicatrices son el cuerpo afirmándose en la vida. Por tanto, según esta lógica de lo ausente y lo increado, el verso —«línea que es eco / de algo que nunca digo»— se convierte en simple grafía, tachón o sonido imposibles de fijar en el folio. Dividida en tres capítulos —“Umbral”, “Preludio de carnaval” y “Certezas inexactas”— la opera prima del gaditano oscila entre la reflexión metafísica y el enjuiciamiento del lenguaje, transitando a través diversos temas literarios con un recurrente tono cuestionador, que se emplea con ánimo de que el poema alcance el fondo del ojo de dios, que diría Bolaño. De tal modo, desde los versos que dan entrada a la primera parte, ya advertimos cómo se arremete contra el signo lingüístico y la noción de identidad: Si los nombres invocan a las cosas y a mí nadie me llama es que no existo. La sección de “Umbral”, además de reunir la mayor carga filosófica del libro, esboza un sendero en el que el poeta deja restos de un misterio tenue pero cierto. Como en ‘Una foto en otoño’, donde la personificación de una fotografía sirve para explorar en qué medida la vida excede a la muerte, es decir, la existencia muda e invisible que siguen manteniendo, en nuestro recuerdo, los seres queridos al marcharse: su inesperado olor en unas sábanas, su nombre en un recibo, sus libros a medias, sus proyectos. Como si hubieran vuelto y nos dejaran «la certeza inexacta» de su «vida en las cosas». En otro lugar, este poder evocador (y creador) del recuerdo es reafirmado como invisible certidumbre de algo que existe en tanto que sigue siendo en la memoria. Así leemos en ‘Transcendencia’: Un fuego se ha extinguido Ya no arde pero es cierto en la mente y el humo. Los aires metafísicos cambian de tercio por completo con “Preludio de carnaval”, segunda parte. Aquí el motivo del carnaval es asumido como un pretexto que, a lo largo de diez poemas numerados, sirve de estopa para la reflexión política. Muy en la línea del teórico ruso Mijaíl Bajtín, el capítulo constituye un orden de cosas invertido, enmascarado, donde se cumple el viejo sueño de la tabula rasa estamental. En este sentido, la eliminación de clases posibilita un espacio poético comprometido y pesimista a partes iguales, el cual nos muestra: 1. La pasividad y el estatismo de las mayorías sociales ante la injusticia política, las cuales son equiparadas a «unos cuerpos inmundos / que juegan a estar vivos». 2. El inmovilismo que subyuga a los sectores más desfavorecidos, pues «existe algo en este aire / que no permite la huida». 3. La radiografía de un clima general de insatisfacción en el que «no sabemos dónde anda / nuestro lugar del sueño». Todo ello, a la postre, queda revestido de un cariz desencantado muy próximo al César Vallejo de Trilce (1922) y, más concretamente, a su poema ‘LXXV’: «Estáis muertos. Qué extraña manera de estarse muertos. […] vosotros sois los cadáveres de una vida que nunca fue». Sin embargo, al tiempo que se vence el pulso al derrotismo, sobresale en esta parte el poema ‘VIII’, el cual supone una apuesta final por la esperanza: Tengo que abrir los ojos. No me resigno, aunque lo que vea sea muerte manando de los vuestros. Veo un fanal de luz, hacia él voy […] En el último capítulo, la apretadísima antítesis “Certezas inexactas” agrupa un conjunto de poemas que presentan una suerte de cotidianidad filtrada, nuevamente, por el tamiz de la memoria. Tal es el caso de ‘Noche descubierta’, donde, al igual que para Breton la realidad estaba en otra parte, aquí el amor siempre está en «las ventanas encendidas de los otros». Lo mismo sucede en ‘Una extraña mujer’; aquí, el posible contexto festivo de un bar Erasmus va tejiendo un poema erigido por completo sobre una sinécdoque (mirada-cuerpo), la cual expande a la plenitud del mundo el lugar que ocupan unos ojos familiares «desde el mínimo espacio de sus cuencas». En la misma línea, en ‘Resignación’ el costumbrismo amoroso —una pareja en la cama antes de levantarse— es sometido al bisturí de la duda, para desencadenar una aguda y elegante reflexión sobre el amor. Por último, dicho cuestionamiento, que se extiende en todas direcciones, va a parar a uno de los poemas más condensados y mejor conseguidos del libro, ‘Masturbación’. Pese a su brevedad, el texto carga todo su nervio poético hacia el final, gracias al drástico cambio de entonación (afirmación/interrogación) producido por el repentino quiebro que dibuja la curva melódica ascendente de la pregunta indirecta del último verso: De la memoria va cayendo la carne como en rodajas toda sobre mi cuerpo erecto para quién. A la cita de Secuelas acuden, vehiculados por el tono místico propio de San Juan de la Cruz o Juan Ramón Jiménez, canciones encriptadas de Héroes del Silencio, el respeto por la tierra que hay en la poesía de Montejo, la hondura melismática de Montserrat Figueras, el arrojo teatral de Angélica Liddell, la espiritualidad polaca aprendida en la lectura de Zagajewski, Szymborska o Tsvetáyeva, el carnaval elevado a tópico literario y consigna política… En suma, Secuelas es un cúmulo de materia desbordado por la vida, el cual nos invita a descubrir qué fiebre, qué ceniza o qué «máscara de nadie» nos acecha desde el fondo del recuerdo. Atreverse a alcanzar tal fondo es responsabilidad de quien lo lea.
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