LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
NATXO VIDAL. PROYECTO ÍTACA (La Fea Burguesía, Murcia, 2024) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Un título como el que nos encontramos en la portada de la primera novela de Natxo Vidal, poeta con ocho libros publicados y uno de relatos, nos puede avisar de dos cosas: la primera es que estamos ante una historia que se relaciona, aunque sea figuradamente, con los relatos homéricos o con la también ya clásica idea cavafiana del viaje; y segundo y evidente, la figura de Sor Juana Inés de la Cruz, la poeta novohispana del barroco y su posible último poema. Ambas cosas y el autor, conocido poeta, no nos despegan mucho de la poesía, aunque podríamos pensar en algún tratado más cercano a la investigación académica, así que el mismo autor lo explica: Proyecto Ítaca es una novela de aventuras en la que, eso sí, el cofre del tesoro no contiene monedas, copas ni medallas de oro, sino un poema desaparecido hace más de trescientos años. Puede que el mejor poema jamás escrito en lengua castellana, robado a sor Juana Inés de la Cruz en su lecho de muerte y traído a España a escondidas, donde, con la connivencia de unos y de otros, ha permanecido oculto desde entonces. La suposición de la existencia de un último poema de Sor Juana, la posibilidad de haber encontrado la documentación necesaria para su hallazgo posible pero remoto, convierte a los dos protagonistas principales en una especie de enfermos literarios y obsesivos perseguidores de la Belleza condensada en un solo poema de una monja del XVII. Es eso y no solo eso. En la novela, además de acción, disparate, humor e ironía, se esconden ideas muy importantes alrededor de la literatura y sus personajes. Hablamos de obsesiones, y las dos principales son la dedicación a la literatura y la Belleza, en mayúscula. El personaje de Rodrigo Argento es el que abre el libro y es un personaje que se construye en torno a su eterna obsesión literaria que se viene desarrollando en todas sus actividades desde la investigación y la crítica. Que sea mexicano, profesor de una asignatura de intertextualidad en la Universidad Autónoma de Nuevo León en Monterrey, está muy pensado: la asignatura y el lugar serán necesarios para el libro. Profesor muy peculiar, muy bien dibujado en la novela incluso con una particular forma de hablar cercana a la tartamudez expresada con puntos suspensivos y repeticiones, que lo que señala en realidad es un pensamiento más rápido de lo que su boca puede expresar, excéntrico y muy dotado para el enfrentamiento público y la crítica de los asuntos del mundo de las letras, con duras referencias a Vargas Llosa, Isabel Allende, o citando a Octavio Paz y muchos más. Es un ser literario, una persona que vive de la literatura y de la búsqueda de la Belleza (como Azorín, que va a aparecer ya en la primera frase, o Sor Juana Inés de la Cruz, monja por su amor a la literatura), preocupado por la dictadura del lenguaje, que arrebatado por sus hallazgos, obcecado en la lejana posibilidad de hallar el mayor tesoro literario de todos los tiempos embarca al segundo protagonista, Jacobo Montes, sin darle opción a otra cosa que no sea seguirle casi obligatoriamente. Para pasar a la novela después de sus ocho poemarios, Natxo Vidal recurre a una minuciosa documentación y ambientación y a un trabajo diario de mucha constancia que le permite la fluidez y continuidad necesarias. En la novela hay un narrador en primera persona, que es Jacobo Montes, un personaje distinto, profesor de conservatorio «gris y anodino», que tiene características que lo acercan al propio Natxo Vidal, también profesor de conservatorio, con mujer y dos hijas, también nacido en Monóvar, donde vive, relacionado con Cartagena y Murcia..., en fin, rasgos que unidos a la primera persona de la narración, nos harían pensar en una suerte de autoficción, al menos un trasunto del autor, si no fuera porque los que lo conocemos vemos rápidamente que él no es así, que más parece el recurso a un territorio conocido, y bien conocido, por Natxo Vidal. A Jacobo le va a sacar de su vida monótona una llamada desde México («Rodrigo me saca de mi vida») y él se va a dejar arrastrar durante unos días acelerados en todos los sentidos, vertiginosos. Mucho tiene que ver Azorín desde la primera hasta la última página, el pinche Azorín («Ahí no más nos vamos a la simple verga por las pendejadas de Azorín»). Mucho tiene que ver y no mucho se puede decir por cuidar el misterio de la búsqueda, pero sí merece la pena dedicar un tiempo a una figura grande de las letras españolas al que todos hemos conocido en nuestra vida de varias formas, creo que las mismas que recoge Natxo en Jacobo: La primera, y utilizando palabras del libro, «Azorín es un rollo». Es así y ha sido así cuando nos hicieron leerlo de adolescentes con textos en los que apenas pasaba nada, casi ni el tiempo, aunque esa manera de hablar del paso del tiempo me lo señalaran a mí como virtud. La segunda: «En Monóvar casi nadie sabe nada de él». Es el caso habitual de los autores que nacieron en una ciudad o pueblo pero apenas vivieron en ella. La donación de su biblioteca a Monóvar y la creación de la casa-museo y su gestión no han garantizado el conocimiento de su obra ni generado tanto amor por su figura. Reconozcamos que mejora, y el impresionante valor de su biblioteca de más de 14.000 volúmenes, su correspondencia y otros documentos, de un valor inmenso. No sólo eso: la visión de ese piso de la casa que alberga la biblioteca causa una impresión física a los que hemos estado que explica muy bien Natxo Vidal en la reacción de Jacobo Montes primero y Rodrigo después (—La Belleza —ha dicho finalmente— se manifiesta... en fin... de muchas maneras... una biblioteca como esta... sin duda... es una de ellas...”) y que nos lleva a recordar a Borges, a Eco, o a Alejandría. Ahí estará y está el Volumen II de las obras de Sor Juana Inés de la Cruz, que tanto tiene que ver en la historia, por poner un ejemplo de obras muy valiosas, además de una excelente colección de obras de literatura francesa y en francés. La tercera: Azorín es un militante de la Belleza. Azorín trabajó en todos los géneros menos en la poesía. Pero supo llenar de poesía y de belleza lo que escribía, al menos es la visión de Jacobo: A base de impresiones, en las que lo particular prevalece sobre lo general, de libritos pequeños, de miles de artículos y cartas, Azorín había llegado a desarrollar un lenguaje impresionantemente poético sin escribir, apenas, un solo poema. Se dedica mucho a la biografía e ideas de Sor Juana Inés de la Cruz (1648-1695), algo necesario para dar valor a la búsqueda de su último poema. La décima musa, hija ilegítima de criolla y español, una mente prodigiosa y valorada en la corte y en los ambientes de alta cultura, es de una importancia tal en la poesía del barroco que era conocida no solo en México, sino también en España. En vida se publicaron sus obras completas en dos volúmenes, revisadas por ella, y fue de influencia decisiva en la literatura española coetánea y posterior. Pero para desarrollar sus conocimientos y dedicarse a escribir se quiso alejar de la corte virreinal en la que ya era dama de la virreina y decidió ingresar en un convento para huir del matrimonio y de todo aquello que le apartara de su obsesión, la escritura y la literatura. Y seleccionó cuál de las órdenes religiosas le permitiría más tiempo para su estudio personal y una vida más relajada y libre. No fue nada excepcional que un gran número de mujeres ingresaran en conventos con poca devoción, por escribir, huir de los hombres... En la Antología de poetas españolas de la editorial Alba, en el espacio dedicado a los siglos XVI y XVII, entre Santa Teresa y Sor Juana, se citan a 29 poetas, de ellas diecisiete fueron monjas, una vivió soltera toda su vida, una vivía con otra mujer, de cinco no se sabe apenas nada, solo algún poema y solo cinco son de la corte, de familia de alta sociedad y que pudieron escribir. De las monjas escritoras, no eran todas el caso místico de Teresa de Jesús. La propia Sor Juana escribía por encargo poemas de todo tipo, didácticos, religiosos e incluso amorosos, y se conoce que ganó mucho dinero con su poesía. La poesía de Sor Juana es de alto nivel y novedad, basta leer Primero sueño, según ella el único poema que escribió sólo para sí, y abarcaba todos los temas, llegando a discusiones sobre la capacidad y el derecho de la mujer a opinar y escribir. Fue precisamente eso y los problemas que le ocasionó (está todo en la novela) lo que le llevó a decidir dejar la escritura. Pero ser enferma de la belleza tiene eso y durante años de silencio pudo escribir en su cabeza, es el argumento de la novela, el poema más bello en lengua castellana, y que recitó en su lecho de muerte. Partiendo de Kavafis y su Viaje a Ítaca que da título al libro, me he acordado, cómo no, de La Odisea y de su narración por partes basada en un viaje y los largos períodos en islas. La novela me recuerda esa idea de islas separadas, que alguien, el narrador y el autor, van recorriendo mientras unen los relatos. Así que sin contar nada ahora que desvele la trama, se van desarrollando las vidas y obra y obsesiones, sobre todo de los cuatro protagonistas, dos que son verdaderos protagonistas en la ficción y dos históricos de la literatura, y se desarrolla a caballo (principalmente) entre Monóvar, Murcia, Madrid, Monterrey y Ciudad de México. Es así como se habla de Rodrigo Argento, de Azorín y su biblioteca, de Sor Juana Inés de la Cruz en tres intervalos, de Jacobo, su familia y un conjunto de secundarios deliciosos que introducen todo el estupor que en ocasiones nos causa el relato, y de otras referencias literarias, poéticas, cinematográficas (pobre Nicolas Cage) y hasta del mundo de la canción y del fútbol. Natxo Vidal no deja de ser él mismo como autor, el que conocíamos como poeta, y consigue llevarnos por la narración con soltura, sin que su voz aparezca entrometida, siempre un logro. Y se consigue porque es fácil verse arrastrado por la información de los protagonistas, el humor de algunos acontecimientos y la posible solución del enigma, tensión que no deja caer. Ha conseguido diferenciar a los personajes en su forma de hablar y que responda ésta a su forma de ser, hacer hablar a Rodrigo como un mexicano sobrepasado por sus conocimientos, a Jacobo como el profesor gris y dubitativo pero rápidamente interesado y confiado en su amigo de años, ensalzar a Sor Juana y dar una idea compleja de Azorín y un paraguas rojo, sin dejar de lado la importancia de los secundarios.
Desde el principio hasta el final, el tema es la búsqueda de la Belleza, ese concepto evasivo, trastocado, manipulado socialmente, y la amistad, la amistad que hace a unos amigos implicarse en algo a priori difícilmente realizable, pero que los arrastra por situaciones disparatadas, cómicas, irónicas y obsesivas: la búsqueda se convierte en «un canto a la Belleza en sus múltiples formas». Y la sensación de «eternidad presente» de Azorín: «Junto a nosotros presentimos como presentes el pasado y lo futuro», «una eternidad en la que todos, los de antes y los de ahora... estamos a la par».
1 Comentario
ANTONIO GÓMEZ RIBELLES. EL CASTIGO DEL EXILIADO (La Nube de Piedra, Cartagena/Madrid, 2023) por SEBASTIÁN MONDÉJAR LUGAR DE NADIE vine a un lugar habitado [Ildefonso Rodríguez] Está unido / el vencejo a la nube / la roca al agua / el pie al camino. Norte, sur / noche o día no son lugar / ni tiempo / ni estación. [Natalia Carbajosa] El poema es el lugar donde se deja pensar a los orígenes. [Charles Simic] Antonio Gómez (Valencia, 1962) es rayo que no cesa en su periplo creador. Él se define fundamentalmente como artista plástico, pero es también un formidable poeta y escritor. El castigo del exiliado es su segundo libro no híbrido (es decir, no acompañado por obra plástica) y el primero conformado enteramente por poemas, ya que en Las lagartijas guardan los teatros (La Estética del Fracaso, Cartagena, 2021) combinó prosas y versos. Antonio siempre escribe mientras pinta. Se siente cómodo en la alternancia. Decía Wallace Stevens que, «en buena medida, los problemas de los poetas son los problemas de los pintores, y a menudo los poetas deben volverse hacia la literatura de los pintores para debatir sus propios problemas». Antonio Gómez hace ese camino y el inverso: cuando la imagen no le basta, con la poesía dice lo que no puede decir de otra manera. Y otra vez Wallace Stevens: «La ética no es parte más importante de la poesía que de la pintura». Estamos ante un artista maduro y minucioso; un creador plástico y visual con una larga trayectoria y una obra muy sólida a sus espaldas, siempre acompañada por textos y poemas suyos; «uno de esos artistas de metodologías diversas que mantienen un fondo estético común y uniforme en sus proyectos», en palabras del fotógrafo y profesor de Bellas Artes Francisco José Sánchez Montalbán. Fiel a sí mismo —a su ética y su estética—, Antonio Gómez trabaja y crea sin estridencias ni aspavientos y, cuando menos lo esperamos, nos sorprende con una nueva exposición o un libro que parecen haber sido creados del modo en que nos acercamos a ellos: sin esfuerzo, dejándonos llevar. Porque cuanto miramos y leemos nos concierne, lo hacemos nuestro. Partiendo de la idea de viaje, de recorrido involuntario, este libro supone un paso más en su regreso al pasado para seguir construyendo su presente. Desde el primer verso (Es probable que en el nuevo lugar) al último (dentro, en la llama), Antonio traza la ruta de sus exilios personales, plenos de tránsitos y caminos sobrevenidos, no buscados, y los redirige. Todos los poemas son memorables y están impecablemente engarzados, todos encierran su poética y su actitud durante ese viaje: Nombrar las cosas correctamente / era ese día lo importante / pero no lo único; / también lo era ver arder en la pantalla / todo aquello que era tuyo (‘Mudanza/Eco’); El mundo desde el coche parecía / ir pasando por las ventanillas / respondiendo a mi dedo que dibuja / la ruta sobre un pequeño mapa / de carreteras (‘234’). Antonio es un poeta que escribe con imágenes. Él mismo ha reconocido muchas veces que piensa y escribe igual que pinta. Es un recolector de imágenes: Mi ‘tiempo’ era una imagen, / luego otra más y se apilaban todas / en capas transparentes (‘Ego’); ¿Recuerdas cuando veía imágenes / en las paredes? / Las sigo viendo / a veces les pongo nombre / y bautizadas las adopto / (...) / No se van / ni se pierden (‘Pareidolia’). Lo primero que pensamos cuando hablamos de exilio, sea éste de la índole que sea, es que se trata de un castigo, una tragedia. Todo exilio supone una imposición, un desgarro que nos borra y nos convierte en nada, en nadie, o nos sitúa en un no lugar en el que, como mínimo, nos sentimos solos y extraños. Una muerte en vida. Pero podemos sucumbir ante la pérdida, dejarnos arrastrar por el desánimo, u obligarnos estoicamente a recomenzar, a reconstruirnos. Todo depende de nuestra fortaleza, nuestro carácter personal, nuestra capacidad de ataraxia ante la turbación. Sin obviar ese castigo, Antonio Gómez, sometido desde niño a mudanzas radicales, optó siempre por ese afán de asunción y superación. «Las odiseas personales arrastran siempre un castigo y un deseo, el castigo de añorar lo perdido y el deseo de volver a crearlo», escribe en el texto de contraportada. Y ya en el primer poema (‘Prólogo’) apunta esta esperanza: Es probable que en el nuevo lugar / sigamos siendo felices / hermosos y elegantes. Al menos, que exista esa ligera posibilidad. En efecto, a lo largo de la lectura el título del libro choca de algún modo con nuestra sensación: no percibimos en este exilio castigo alguno, o éste, en todo caso, es relativo, no ha sido en absoluto catastrófico, irredimible. Dejad que cante el aedo / la historia de Odiseo, escribe Antonio en ‘Otras luces no sirvieron’. Desde el título, el espíritu homérico palpita de principio a fin. Para Odiseo, símbolo de ingenio, voluntad y resistencia, convertirse en Nadie (Outis) fue su salvación. Y también la de los suyos. La obra escrita de Antonio Gómez de las últimas décadas abunda en los mismos tres pilares sobre los que se sustenta su obra plástica: el lugar (sus lugares y sus no lugares); la casa (su casa, compendio de todas las casas en las que ha vivido); y la memoria, que puede no ser exclusivamente suya y se recrea, se reinventa ahondando en las rendijas y los rastros de su devenir a través de recuerdos, pequeños objetos, hojas, piedras, fósiles y fotografías. «Raíces de memoria» los llama él, «no solo de uno mismo, sino también de otros». En alguna ocasión yo he definido su proceso de creación como una «arqueología de la memoria». Pero estos tres pilares se sustentan en uno: el tiempo; de hecho, «tiempo» es la palabra más usada en El castigo del exiliado: «el tiempo detenido», «el tiempo de un domingo», «el tiempo recobrado en una imagen», «el tiempo fragmentado», «el tiempo abolido», «el tiempo horizontal»... Un tiempo aparte, fuera del tiempo cronológico; el tiempo sin tiempo de los griegos, convertido en clave esencial de toda su obra. Otro modo certero de percibir esos cimientos lo compartió Antonio durante la presentación del libro en el Museo Ramón Gaya, recordando las palabras de la poeta y traductora Natalia Carbajosa en la presentación que, unas semanas antes, tuvo lugar en el Museo del Teatro Romano de Cartagena. Según apuntó ella, Antonio trabaja en tres niveles: el mítico, el personal y el artístico. «El mítico es el mar, la idea del viaje homérico; el personal es la casa, las casas, lo más próximo habitado y deshabitado; y el artístico es el lenguaje, es decir, la vía para construir el pensamiento con las imágenes y las palabras». El libro, repetimos, parte de la idea de desplazamiento, de partida de un mundo al que no se habrá de volver, salvo a través de la memoria. Porque en este viaje la memoria es el mar --Querría entrar el mar hasta las aguas retenidas (‘No sé si tú recordarás’)— y también, por tanto, el lugar, el sostén del argonauta que lo surca en busca de su vellocino. Un viaje de ida y vuelta: Me gusta la luz de las tardes que descubro / tal vez como un retorno (‘Una leve equivocación’). Que sea más importante la espera que lo que suceda, / (...) antes el placer de mirar que el intento de comprender / un mar que solo responde con su enigma (‘Melancolía de Odiseo’). La palabra «lugar» es otra de las más recurrentes a lo largo de todo el poemario —y de toda la escritura de Antonio— y, para mí, la más significativa, la que más carga poética contiene (de ahí el título de este escrito y las citas introductorias): Este es el lugar donde no existe / nada y todo a la vez. / Aquí tendremos el consuelo / que renace entre lo oscuro (‘La casa isla’); Estoy en el lugar que me dijisteis, / el que existía antes de que le diéramos nombre (‘Otros sitios serán recuerdo’); Porque un lugar, su lugar, / el de esas cosas pequeñas / solo existe si estás en él (‘Armario’).
En resumen: la vida es mudanza. Nuestra odisea es la vida. Todos somos de algún modo exiliados. Carne de pérdida, desposesión y desarraigo. Todos hemos sido desterrados de la infancia y nos alejamos irremisiblemente de lo vivido (de su memoria, por tanto). ¿Qué podemos hacer? Antonio Gómez nos propone buscarnos en la pérdida. «La poesía es pensamiento, memoria personal y colectiva, realidad construida tanto a través de las búsquedas como de las pérdidas desde la esfera del tiempo» (son también palabras suyas durante la presentación del libro en Murcia); «ésa es la base: la búsqueda de la pérdida, de la manera en que hemos construido nuestra forma de ser y nuestros pensamientos a través de las pérdidas, del exilio que conlleva toda pérdida». Mediante la pintura y la poesía, Antonio ha trocado su exilio en su ‘locus amoenus’. Ver las cosas desde la frontera, dice en el poema ‘Las afueras’. Yo escribí hace tiempo —perdón por la auto cita— un verso aforístico muy próximo al espíritu de este libro: «Hacer nuestro el lugar que no elegimos». Hacerlo lugar de Nadie. De todos y ninguno. [Murcia, mayo de 2024] LUIS G. ADALID. CARTOGRAFÍA (Zambucho y AdB, Madrid, 2023) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Durante estos días en los que a veces llueve, con la mente en el libro Cartografía de Luis G. Adalid, me he encontrado con algunos textos que me han llevado a relacionarlos con él. Uno de ellos ha sido un pequeño relato de Rafael Argullol en su último libro. Habla de cómo por accidente, un accidente literal, conoció a un hombre al que sólo le preocupaba poder caminar. Había caminado por todo el mundo, durante años, pero lo que más me llamó la atención es que el caminante, al que bautiza al final como Walker Walker, es que después de caminar por medio mundo, no pone nombres a los sitios, a los hitos importantes, apenas unos cuantos le sitúan en el mapa, y lo demás es sólo la tierra que pisa, el contacto con la tierra bajo sus pies. No hay lugar. No es lo mismo un caminante que un paseante, el que recorre caminos conocidos o cercanos en los que se busca lo nuevo, lo cambiante de su territorio emocional, para volver luego al refugio de la sombra protectora; ése que usa la mirada y adecua su pensamiento a la velocidad de su caminar. Naturalmente, recuerdo a los filósofos y a Thoreau o a Sergio Chejfec en el mundo literario, que narraba el mundo paseando con la mirada; y a Robert Smithson y sus nuevos monumentos de Passaic, por el paseo por el espacio periurbano, en busca de esas ruinas nacidas ya como ruinas. Tal vez es más cercana la labor artística de Hamish Fulton, o de otros artistas del caminar, pero su obsesión por la peregrinación y las fotos como registro lo alejan. También Luis practica la fotografía, como pudimos ver en Calblanque o Celebración, este último muy próximo en el tiempo y relacionado con lo que leemos hoy, pero de otra manera, más ligada a sí mismo. Y es que Luis G. Adalid es un paseante que pone nombres cuando pone la mirada. Mirar es crear la realidad y a la vez es una manera de pensar en modo poeta, viendo otra cara de las cosas, o la cara principal, que se vuelve tan evidente que nadie más la ve. Esta ha sido otra referencia, esta vez de Agustín Fernández Mallo, otro paseante: «La realidad no está ahí fuera esperándonos, la realidad se crea y se crea con el lenguaje». Los artistas somos todavía como Adán poniendo nombres a las cosas, a los lugares, a los hitos de nuestra infancia y nuestra vida, creando realidades. Los artistas todavía mapeamos el mundo, nuestras casas, anotamos los lugares, bautizamos huecos, pero siempre en modo poeta, donde la metáfora y el pensamiento en imágenes ilumina la cara emocional de las cosas. Así que esa manera de mirar, que se parece tanto al dibujo, es nuestra manera de mirar el mundo. Luis el paseante mira, nombra, piensa y crea con el lenguaje. «Pintar es nombrar las cosas con exactitud» decía Barceló. De una manera u otra nos lo dicen él o John Berger, que además defendía cómo el dibujo, además de poder sustituir al nombre, requiere de una manera propia de mirar: «Miraba para encontrar sólo lo que quería encontrar». Proyectarse y buscar en el paisaje, el pequeño paisaje del pequeño país. Porque el camino más íntimo y creador es aquel que recorremos por los lugares, físicos y mentales, que ya vivimos y consideramos nuestros y que permiten su actualización en el recuerdo y el papel que tuvieron. La posible alteración de estos recuerdos en el tiempo y su reconstrucción no impide su verdad ni que nuestra mente siga creando a esos 4 km por hora de velocidad. «El paseo es un instrumento de memorización» (Solnit). No olvidemos que los recuerdos requieren también su espacio y las líneas que dibujamos en los mapas serán nuevas, tal vez irregulares, o antiguas y regulares. Todas ellas serán de nuevo realidad, siempre una nueva realidad: El destino ese lugar que creíamos a salvo, es finalmente el propio mapa. Caminar y lenguaje tienen coincidencias en su concepción o utilización del tiempo o en el tiempo: los dos se desarrollan en él y lo precisan y aunque no lo parezca, como en la pintura, todo el tiempo necesario para la realización de la obra queda contenido en su final. La obra contiene en sí misma el tiempo necesario para su elaboración material e intelectual. Y es importante hablar de la pintura, del dibujo, del dibujante convencido, de la poesía de un artista que precisa manejar los lenguajes conteniendo en ellos los recuerdos, en el disparo del paseo la memorización del lugar, la verbalización del pensamiento que nos fluye en imágenes hacia la escritura y la pintura. Todos los procesos se relacionan y necesitan, y cuando uno no da lo necesario, ahí está el otro para crear lo posible.
El hecho de que sea la mirada y la imagen lo que origina el pensamiento es algo propio de artistas, y surge de considerarnos ante todo pintores aunque también seamos poetas o fotógrafos, y Luis, esencialmente pintor y gran conversador, me dijo una vez «hagamos lo que hagamos siempre lo hacemos con ojos de pintor». La realidad y el pensamiento se construyen entonces a partir de la imagen. Respiro hondamente y me diluyo en el entorno y soy probablemente mirada únicamente mirada. Pero también son las palabras las que construyen el mundo y escriben las sombras y escribe la luz. Son las palabras el poder de las palabras las que dan sentido y construyen mundos Un tal Juan Ramón Jiménez nos dio una consigna «Basta lo suficiente» válida como poética, como norma de limpieza en la escritura y contra el exceso y el barroquismo. En Luis esta opinión persiste y se hace modo de vida y se explicita en el poema porque Parece suficiente este momento, esta brisa, este olor, esta luz y esta hora. Aprendemos con el tiempo cuantas de todas esas cosas eran esenciales y cuantas de ellas se volvieron innecesarias, y el daño que provoca lo innecesario. El paseo es pensamiento y es crítica, es tomar conciencia de lo que fue, de lo que se nos anunciaba que iba a ocurrir y que después no pasó, de la degradación del entorno y de que podemos dar sentido a lo pequeño, a los lugares que habitan los límites, al retorno. Éramos gregarios y acabamos buscando sólo lo suficiente, la felicidad del jardinero. Tal vez pensamos demasiado, la decepción nos habita y nos alejamos al ámbito de soledad necesario donde surgen las palabras que también caben en los cuadros pero que precisan desarrollarse en el tiempo, igual que surgen las hierbas y crecen en el descampado. Cada día es un descampado nuevo que vive en el cambio continuo, que se vuelve jardín si lo dejas, paisaje sólo para los benditos. Coinciden las piedras: unas marcan dirección, otras quedan enterradas, todas marcan lugares y todas llevan nombres escritos, a veces sólo piedra, otras, hermano; lo suficiente, que ya es mucho. Y siempre origen. Todo está en todo y yo lo vivo y lo construyo y soy piedra, y soy nube. Y todo conforma una cartografía de imágenes, miradas, pintadas y nombradas mil veces; ahora, escritas, serán poemas, el inventario de lugares donde fuimos felices, de objetos que acompañaron nuestro vagar, un mapa que solo sirve si se hace a mano, con ese hábito de paseante que lleva el dibujo, que solo le sirve a quien lo hace y puede que solo por un tiempo, que el poema, el mapa y el cuadro serán solo una huella, cenizas de arte en los papeles y los lienzos, pero huella inevitable, como los caminos de Walker que son recuerdos de quien pisó antes y seña para el que viene. ÁNGELA SEGOVIA. JARA MORTA (La Uña Rota, Segovia, 2023) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Abro el libro después de admirar la portada de Laura Ríos. En las primeras páginas, después de la dedicatoria, lo primero que podemos leer de Ángela Segovia es la siguiente frase: «Todo lo que aquí se cuenta es verdad. Juro». La creación se resuelve en esta afirmación, toda una teoría del arte se engloba en ella, una declaración de intenciones y una poética. Sabemos qué es la realidad, qué la ficción, tal vez qué sea verdad o mentira en lo cotidiano, y que mentir es un acto creativo. El famoso «Yo no miento nunca. Yo cuando digo una cosa se convierte en verdad. Y Amén» de Carmina, me parece una definición perfecta de la creación y su verdad si la llevamos a nuestro terreno. Como artista, convencido del valor de la mentira como acto creativo, esta frase me interpela y me hace reflexionar de nuevo sobre cómo construimos los relatos, las obras y su verdad. Todo lo que escribimos es lo real, desde el mismo momento que lo hacemos, y debemos asumirlo más allá de disquisiciones filosóficas sobre realidad y ficción, lo real y la verdad. Coincide mi lectura de Jara Morta, (así, con dos mayúsculas, como nombre y apellido) con mi relectura de Las sombras errantes de Quignard, y me encuentro con esta sentencia: «El lenguaje es mentir», además de que «el novelista no calla el hecho de que él miente». Frente a otros libros que anuncian la mentira en contraportadas, la ficción reconocida, la afirmación de Ángela Segovia, bajo juramento, es, como dije, una toma de postura que obliga al lector a cambiar de actitud, es una forma de sujetarlo a la narración, anclarlo a una manera de leer y estar ante lo que la autora va a contar, para luego superar las páginas y hacerlo suyo. Tal vez esto no fuera necesario en un libro de poemas, donde el yo lírico se tiende a leer como confesional, o muchos lo entienden así y así se sienten cómodos. Pero encontrarnos con esta narración donde realidad y ficción se rozan nos sitúa de nuevo en la misma lógica que en la poesía, y es uno de los aciertos del libro, convertir cada fragmento en un poema, donde los yoes lírico y autobiográfico se mezclan y la verdad se alumbra. En la solapa, a modo de biografía: Ángela Segovia (Las Navas del Marqués, 1987) todavía escribe. Como si la escritura fuera algo que en cualquier momento se pudiera perder, como una entrega que no siempre se produce, y que tarde o temprano puede dejar de suceder. Y solo será mientras haya cosas que decir y una manera de decirlas. Las dos frases citadas, a modo de mandamientos que encierran en dos todo, explican la postura de Ángela Segovia ante la escritura: todo lo que está escrito es verdad y escribiré mientras lo sea. Este libro es evidentemente narrativo, que se acerca a la novela en su estructura, aunque dividida en fragmentos, capítulos, que se acercan en muchos casos, y lo son en otros, evidentes poemas. Ángela Segovia usa los géneros de manera indefinible, híbrida, yo diría que más que géneros los altera con absoluta libertad como modos de escritura, como voces necesarias. Las prosas de Jara morta son tan poéticas como prosas podrían ser a veces sus poemas, estos o los de Mi paese salvaje. La elección en cada momento de una u otra no nos importa ni lo necesitamos, porque el lenguaje fluye con tal suavidad que prosa y poesía conforman un lenguaje propio en el que las palabras en dialecto, los giros extraños y los encabalgamientos en los escasos poemas acompañan el ritmo y el sonido de las palabras. Basta con oírla leer algún poema para saber que todo lo que ocurre en la escritura de Ángela Segovia es necesario en ritmo, en música y en imágenes. Todo parte de un retorno, podríamos decir que a la infancia o a la casa, y a la reconstrucción somera de una cabaña en ruinas en un cementerio de jaras muertas, con las que se construye la techumbre. Guarida llama a este refugio. Salir de la casa, dejar lo querido, recorrer un camino y atravesar un bosque hasta llegar al cementerio de las jaras y a la guarida, relacionarse con lo que allí ha muerto, y crear el lugar donde estar dentro. Allí encuentra la soledad necesaria y el silencio como origen de toda creación, allí la capacidad de absorber la naturaleza y su relación con ella, la vida marcada por la muerte, sueños, apariciones y desapariciones, todo dentro («Igual que se construye una cabaña en el bosque para estar protegidos, / así se prepara el alma para rezar»). Hay mucha influencia de la mística en la forma de hablar con la naturaleza, con “dieu”, de mostrar una fe construida en su interior y desde el interior, silencio y soledad. Y amor por los que le rodean y los que estuvieron.
Y para contar todo esto, porque hay relato, hace uso de la mirada, una mirada que proyecta hacia el interior todo lo que aparece, sean las jaras, el paisaje o lo desaparecido. Todo baila entre sus pestañas, palabras visualizadas. La postura de esa mirada nos lleva de nuevo al dentro donde nace la escritura y el secreto indescifrable o inconfesable, ese que nos acompaña a todos o que (de nuevo Quignard) todos deberíamos tener. Pero también la creación de imágenes personifica la guarida con un rostro pintado que mira, así como los nombres bautizan objetos. Es bellísima la manera de narrar con las imágenes la experiencia de la reconstrucción de la guarida y su reflexión ante la muerte, la muerte que nos hace vivos. De hecho, La Bella Morte es la serie de la que forman parte Mi paese salvaje y Jara morta. Habrá un tercer libro que parece cerrará el tríptico de esta serie. Ángela Segovia utiliza, como ya hizo en Mi paese salvaje, un Mi posesivo y a la vez íntimo; no pretende que sus textos y poemas sean de nadie más o extrapolables a una universalidad o alcanzarte por la ética. Leer los libros de Ángela Segovia es asistir a una especie de espectáculo teatral único, en el que tú sólo estás ante alguien y ese alguien habla para sí y tú le escuchas embelesado. Es un mundo tan personal que no puedes identificarte más que como acompañante, acompañante en un mundo que precisa la soledad y en el que a veces querrías esconderte como ella. Retraerse al mundo interior, volver a la soledad primigenia y volver a la fuente de los sentimientos, construir una guarida donde esperar a que aparezca de nuevo el día antes de haber nacido: Toco la vieja cara de musgo con las manos. La toco con las manos abiertas. Tal vez mañana estaré viva y la habré olvidado. Y luego, algún día volveré a recordarla. ¿Verdad? Sí, verdad. La originalidad de Ángela Segovia, su compromiso con el lenguaje, su conciencia clara de la escritura y de dónde nace, la belleza y hondura de su poesía, la convierten en una autora que va a ser de referencia. El recorrido y los premios de sus libros publicados lo demuestra. Y ya. Esto es el fin. IURY LECH. LA DIVINA PROBABILIDAD DE LOS RECUERDOS EXTINTOS (Jekyll & Jill, Zaragoza, 2022) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Reconozco mi debilidad por los libros que establecen su relato como un viaje que se convierte en existencial, en la búsqueda de un sentido y la posibilidad de no encontrar ninguno que puede tener enfrentarse a territorios que ya paseamos en otro tiempo con la idea del retorno o por otros por los que nunca se pudo navegar y ahora funcionan como descubrimiento, aunque de ellos ya se espere algo. Sus escritores y protagonistas son seres literarios, escriban o no, que entienden el viaje como necesario, la búsqueda como recuperación de lo perdido, el hallazgo como posible, la construcción de la memoria como algo esencial. Escritores como Sebald, Chejfec, artistas como Long, Smithson, cineastas como Tarkovsky o Angelopoulos, poetas y artistas románticos como Wordswoth, por citar algunos y sin olvidar las epopeyas clásicas, se mueven en un viaje que, además, se convierte en un viaje por el lenguaje, por el léxico, los signos, los símbolos, por la temporalización de la obra en recorridos de orden musical, incluso. Y si además el autor, el ucraniano-español Iury Lech, es artista interdisciplinar, mi lectura se vuelve aún más abierta a todos los lenguajes. Enfrentarse al nuevo libro de Iury Lech se parece mucho a estar viajando en nuestra propia mente y en nuestros recuerdos o la ausencia de ellos, la memoria y el olvido, mientras tenemos de compañero a un personaje fascinante, Wolef, que supera todos los conceptos y estereotipos humanos que nosotros creemos inalterables, y que él deja a un lado mientras vuelve hacia unos recuerdos que en algún momento de su larga vida, que le convirtió en una especie de ser posthumano, le dejaron con una historia llena de agujeros y grietas que él quisiera reconstruir, como un arqueólogo que apenas encuentra los restos de algo que pudo ser posible, de algo que tal vez pueda hacer posible un retorno. Y a su vez, tan importante como él, el narrador le acompaña en sus desplazamientos en la búsqueda del pasado perdido para avanzar hacia el futuro o el presente posible. Nos faltan claves para saber quién es Wolef y quién el narrador-acompañante; pero de la misma manera que nunca conocemos la totalidad de lo que nos llega, como tampoco recordamos la totalidad de nuestra vida. La memoria crea y ocupa, y el olvido actúa y filtra lo que en su momento no creímos necesario. Y además reconstruimos la memoria con su uso. Funes el memorioso lo recordaba todo y sufría por ello, y otros necesitan escribir todo aquello que se olvida para volver al pasado necesario (Memento). Así que esa falta de claves nos vuelve activos, nos lleva al movimiento y la creación, lo que no se cuenta adquiere valor; y ante los misterios, los huecos de la existencia, la respuesta es poética: Wolef construye lo real sobre lo desconocido por extinto pero que debió ser conocido. Junto con el narrador, el uso de la memoria y el olvido serán generadores de lo real. Y en lo real queremos estar nosotros. Wolef es una presencia que pertenece a un mundo (ética y estética) que, aunque le contiene, no es el que busca. A pesar de ir hacia delante, siempre siente la necesidad de sus recuerdos, esos que en algún momento de su creación le fueron extirpados y que ahora han quedado convertidos en ruinas. Mientras leía me he acordado de la mirada asombrada del Ulises de Angelopoulos, o del Stalker de Tarkovsky, rostros que se vuelven hacia dentro, en una ciencia ficción que más que buscar en el futuro miran siempre hacia atrás como un arqueólogo asombrado y atormentado porque lo que encuentra le sirve, tras el esfuerzo del viaje y la excavación entre los distintos niveles de escombros, para hallar tan solo unos pequeños fragmentos de recuerdos sin hilvanar que, ante la necesidad del pasado, le resultan insuficientes. De un artista como Iury Lech, transdisciplinar, músico, artista visual, escritor, no se puede buscar una clasificación, aunque no creo que un buen lector deba querer clasificar nada. Domina lo visual en un artista visual. Domina la sucesión de imágenes en un artista audiovisual. Se mantiene el ritmo en los capítulos como movimientos de una composición musical, propio del lenguaje de un músico. Y tenemos entre manos una epopeya lírica y épica, un largo poema sobre la búsqueda de lo que quedó. Iury Lech mantiene también como escritor, de todas formas, la imagen como raíz y foco de lo que se irradia. En muchos momentos aparece esa querencia, como en que Wolef mantenga, de todos, el sentido de la vista, en la aparición de algunas fotografías antiguas de la familia, las descripciones a veces cinematográficas y el propio cine.
Pero además hay inteligencia narrativa; el texto te arrastra, utilizando personajes, acciones, imágenes, personajes que influyen en la personalidad de Wolef sin antecedentes, sin explicar en primer término (Algunos pertenecen a otros libros de Lech, con lo que el sentido de continuidad de la obra se sobreentiende). Eso crea la intriga y le necesidad de seguir leyendo. Son preguntas. El mundo narrado nos atrae y nos intriga, nos lleva de lo extraño a lo fascinante, pero sin caer en el exceso, un texto no muy largo con la extensión necesaria, y que nos llevará a seguir en él después de su lectura. A pesar de hablar de cientos de años en la vida de Wolef, a pesar de entrar en un posible tiempo futuro o sin tiempo, un post-tiempo, conceptos y temas del presente siguen apareciendo en las reflexiones: el amor, la inadaptación, la inmortalidad y la muerte latente, la filosofía, la divinidad, la inteligencia artificial, la desaparición, la crítica del sistema cultural, la lectura y las bibliotecas, el mundo humano y el posthumano. Y la identificación posible con el propio autor o con nosotros, lectores. Magnífico este libro de Iury Lech en la editorial Jekyll & Jill. Para seguir. JULIA NAVAS MORENO. ZAPATOS SIN CORDONES (Chamán, Albacete, 2021) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Todo empieza con un cristal, y tú mirando a través de él. Puede ser que estés a un lado o a otro, (Entonces el infortunio siempre era / la historia de otros) o no saber cómo has pasado de uno a otro y tus creencias acerca de a quién le ocurre el daño se alteran por completo y te sumerges en una nueva verdad. EL CRISTAL Todo lo que ansío está tras el cristal. Si me miras desde el otro lado quizás creas que estoy atrapada, insatisfecha y difusa, pero es a ti a quien veo moverse en círculos concéntricos, caminar sobre campos trillados con tu sombra pegada a los zapatos. Todo empieza en una sala de urgencias: Nadie nos predijo /… / que las sillas de las salas de urgencias / fueran potros de tortura. Lo que se escribe, lo que queda escrito en los poemas es siempre verdad. Puede responder o no a la realidad, ser la elaboración de esa realidad a partir de las imágenes inmediatas que se nos quedan grabadas, o las imágenes mentales que genera el pensamiento y el trauma; o ser las imágenes que generan las palabras, palabras que van a seguir su proceso difícil hasta el verso. Pero una vez trasladadas unas y otras al poema, todo queda convertido en lo real, en lo que será real a partir de ese momento para todos los lectores del libro; y es más, será lo real en el tiempo, siempre en el mismo tiempo. Es el tópico, no por ser tópico menos cierto, de ver siempre el presente del pasado, ese presente que queda anclado a los versos del poemario. Hay una poesía doliente, hay una poesía elegíaca, hay libros sobre el duelo violeta de las pérdidas, y todos contribuyen a la superación del dolor. La poesía doliente ante la enfermedad mental y sus ramificaciones sirven porque quien lo escribe tiene el deber y la obligación moral para sí mismo y su entorno de contarlo, no solo como la narración del proceso, que sería más propio del ensayo o la narración, sino como la reconstrucción mental de todo lo que ocurre en uno mismo y en los demás usando la potencia de la mirada, la capacidad de sorprenderse que tiene el poeta, en este caso la poeta Julia Navas, que teniendo experiencia como novelista necesita usar la poesía y el valor de sus imágenes, de las palabras y sus quiebros para transferirnos todo el sufrimiento que hay en su experiencia y su manera de dominarlo por medio de la esperanza y el amor como entrega (El amor nada tiene que ver con las mariposas...). Porque de lo que trata este libro es de la experiencia, su única experiencia. Nadie sufre las mismas cosas, ni de la misma manera, nadie tendrá las mismas emociones ni sufrirá el mismo dolor, porque la experiencia es intransferible, y nadie es capaz de sufrir por ti, ni contigo, aunque estemos a tu lado. La poesía tiene ese valor legal de ser el acta de nuestras angustias y nuestros amores, de las tristezas melancólicas o de la celebración. En este caso, Zapatos sin cordones, nos toca ir del lado más oscuro, pero con ánimo de contar y superar. Y para ello hay que convocar la imagen de lo oscuro, mirar hacia dentro, y desde dentro volver a mirar hacia afuera y hacerlo con limpieza. No hay símbolos posibles en este recorrido, en todo caso solo pueden ser marcas de vuelo, imágenes que son testigos de todo aquello, lo que pasó y lo que queda. Es notable el uso de infinitivos en varios poemas, como expresión de lo que acontece y su respuesta. No siempre se puede con todo, no siempre funciona el infinitivo como definición de la acción, sino de estar inmerso en ella. El infinitivo da la idea de presente permanente (No ensuciarte, conservarte en la asepsia, / despreciar la rugosidad de las sábanas. / Desconfigurar los circuitos de la demencia, / abrazar la perfección / y ser esfinge hierática). Enfrentarse a la enfermedad mental no es algo que corra solo a cuenta del enfermo. Parece que se extiende por rizomas deleuzianos para transmitir no el conocimiento, la empatía o las relaciones, sino a manera de contagio. Esto lo saben bien quienes han sufrido y sufren el hachazo que provoca el daño y el estallido que parece extenderse a todos los rincones de la casa. (Estás. // A miles de kilómetros / en la habitación de al lado). Si una mujer que llega a un nuevo lugar donde habitar (decía Pilar Adón) lo primero que hace es medirlo, Julia Navas no puede hacerlo porque se ve inmersa en unas medidas inabarcables, y parece que la manera de salir fuera acotar, aproximar los límites de tanto espacio de sufrimiento, y es eso lo que deja en el libro.
PRESENCIA Hay un olor en cada objeto que tocas. Puedo decirte que te haces eterna, que sellas tu presencia en todos los rincones de mi vida y se hacen imprescindibles tus pensamientos. Estás. A miles de kilómetros en la habitación de al lado, en el cisco que alimenta la brasa, en las sombras de los puentes y en las delicadas fibras que arropan mis miedos. El “yo” de este libro claramente anotado por la autobiografía, es un lugar compartido. Julia Navas nos hace leer los poemas viendo un yo, un tú, ella, él, compartido, pero que no llega a ser un nosotros en cada poema, como si la medida del dolor y la enfermedad fuera en cada caso propiedad privada. No hay mucho que compartir en los picos, pero hay mucho que esperar y compartir en la manera de salir. La entrega de la familia en el acompañamiento, el amor de los otros y hacia los otros son el camino hacia la puerta de salida. Hay esperanza, muy serena (Y seguimos cumpliendo la promesa / de socorrernos mutuamente / y guardamos en los bolsillos / tisanas de hierbabuena y jengibre), pero la esperanza queda para siempre tocada por lo conocido, lo que ahora sabemos y a lo cual ponemos nombre (porque en la penumbra siempre anidan los miedos. / Ahora tienen nombres y dueños). Los últimos poemas del libro dejan un poso duro, como la toma de conciencia de que a pesar de que se supera, siempre quedará el desconsuelo o la inseguridad ante la anomalía: ‘Contra las cuerdas’, ‘Supervivencia’, ‘Catatonia’, ‘La sábana’ (Y anhelamos, impacientes, la normalidad anómala de nuestra existencia), son estos últimos poemas que dejan escrita la duda y la prevención, el pasado en el presente. GINÉS CRUZ. PALABRAS DE PIEDRA (Hércules de Ediciones, La Coruña, 2022) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Palabras de piedra, casi todas huecas, aunque duras, que el tiempo llenará de contenido y de uso. Este es mi oficio, ser escritor de palabras de piedra. Ginés Cruz Cojo piedras de los sitios que visito y me las llevo. Me atrae su color, su forma. A veces las busco a conciencia y otras saltan a la vista. Todas ellas se trasforman en algo más que una simple piedra, de alguna manera son capaces de guardar en ellas cosas que yo les otorgo y colocadas en una estantería irradian todo ello de vuelta. Puestas en un sitio propio, incluso los demás entienden que hay algo especial en ellas. Este verano he estado observando como las piedras se modelan por el agua y las presiones, por el viento y los hielos, y siempre recordaba el reciente libro de Ginés Cruz Palabras de piedra y su poema inicial, del que cito en el encabezamiento unos versos. Recuerdo tener en mi mano una, observarla, estudiar sus formas exteriores y pensar en las interiores, esas que soy yo quien le aporta y que a partir de ahora siempre estará irradiando desde su lugar algo de Ginés y de su libro. Más ahora que lo dejo por escrito en esta reseña. El contexto de esas palabras de piedra hacen referencia al difícil aprendizaje de las palabras y sus sentidos por parte de las personas que sufren Trastorno del Espectro Autista (TEA). Es conocido que uno de los más usuales signos de este trastorno es la incapacidad o dificultad para reconocer los dobles sentidos de las palabras y las frases, quedarse en la literalidad del lenguaje verbal, lo que profundiza en los problemas de relaciones de quienes sufren TEA. Se ha tratado o utilizado el tema del autismo en libros, cine y TV: ahí están El curioso incidente del perro a medianoche, El rastro brillante del caracol, por citar alguna novela, o Rain man, El faro de las orcas, en el cine, y The Good Doctor o Big Bang en televisión. Pero la novela de Ginés Cruz lleva el caso del autismo a lo más cotidiano, al enfrentamiento diario y ordenado del protagonista, autista él mismo pero con gran autonomía e independencia, al trabajo, el dinero, la cocina, la casa y, sobre todo a su hijo, autista también pero con una mayor afectación. La organización de un viaje y sus dificultades inherentes se pueden convertir para el protagonista en una prueba insalvable, o en una demostración de que las capacidades desarrolladas en su evolución como afectado de TEA y su aprendizaje con los demás y con los especialistas le han llevado a una superación de las trabas que una sociedad como la nuestra pone a todo lo que se sale de la norma. Puede ser la realización de un gran logro. Es esta la clave del libro, mostrar que la realidad impuesta por unas sociedades tendentes a la “normalización” que solo de vez en cuando establece requisitos para la accesibilidad a la ciudad y sus servicios, sin embargo mira con indiferencia cuando menos y con desapego y temor lo que es diferente. Me cuesta utilizar las palabras normal, diferente, afectado, autista, sin pensar inmediatamente si estoy incurriendo en el mismo error de siempre, y que las palabras son efectivamente de piedra; aprendemos su uso y debe pasar el tiempo hasta que soy capaz de modelarlas para adecuarlas a una utilidad real desprovista de tópicos y de generalizaciones peligrosas. Nadie es normal, cada uno muestra, y así debe ser, una personalidad formaba por herencia, por deseos y por educación y experiencias. Pero nadie pone pegas a los que entramos dentro de unas características generalmente aceptadas. Ahora bien, en cuanto hablamos de TEA, todo cae en el otro lado, otras normalidades nos asustan, alteran nuestra realidad percibida e interfieren en un mundo que no está diseñado para ellos. Sin embargo, lo real es lo que construimos cada uno y esto es lo que nos muestra Ginés Cruz, la manera en que las personas con TEA, cada uno diferente de los otros, como lo son los neurotípicos, son capaces de construir lo real, partiendo de ellos mismos, sin perder su implicación en una sociedad en la que deben saber estar, pero sabiendo que habrá límites a su mundo personal. El tema central del libro es la realización de un sueño, la organización de un viaje y poder llevarlo a cabo solo con su hijo, rompiendo todas las cuerdas de seguridad que la familia ha tendido siempre, y las dudas que le plantean acerca de su capacidad. La primera persona del narrador era necesaria para que nos sintamos exactamente en su mente, en sus miedos, en su manera de organizarse tan estricta, en cómo se puede caer en el desastre cuando algo se sale de lo establecido. Conocer al protagonista es conocer un mundo muy limitado, sencillo en las cosas que son necesarias, pero muy complejo en el sistema que las relaciona y en los pensamientos que le rondan en la comparación con los demás. El lenguaje utilizado es sencillo porque es el que necesita un autista, en una sencillez que no esconde la complejidad de un pensamiento necesitado del control absoluto. El torrente de cosas que deben ser controladas, las obsesiones constantes que no son creativas, la organización de un viaje medido al máximo y con horarios fijos, las dudas propias, nos transmiten ese mundo complejo y obsesivo. La narración va y viene entre el recuerdo y el presente, porque todo es necesario para entender la evolución del personaje y los pocos que le rodean. La narración, que no es anárquica, sí es desordenada, dentro de la sabiduría de Cruz para ponernos delante a cada paso lo que es necesario en la novela, que persigue también identificar el relato con un pensamiento autista de alto rendimiento. Además, los flash back sirven para hacer un homenaje y reivindicación tanto de las familias que rodean o tienen a su cargo a las personas con TEA, de las asociaciones y de los profesionales dedicados al autismo y a ayudar en la formación de las personas con este trastorno.
Vuelvo a las palabras, y me doy cuenta de que la mente del hijo del protagonista y sus percepciones se guían más por las imágenes, y para él aprender palabras y su significado se convierte en algo lento y duro («Conoce las palabras, sí, aunque sé que esas palabras, para él, no significan nada ahora»), tal y como le ocurrió a él mismo («conocía casi todas las palabras pero no entendía que significaban en su conjunto»), mientras que las imágenes podrían ser lo natural en un sistema perceptivo y de aprendizaje. «Para Guille, las palabras también son como pequeñas trampas, como enigmas a los que debe habituarse. Para él resultan más cómodas las imágenes». Palabra e imagen vuelven a competir en la construcción del pensamiento, y esto lo acerca al de los artistas y su capacidad creadora. Incluso introduce Ginés Cruz el posible paralelismo entre los autistas y la manera de ver el mundo de los poetas, poniéndolo en el razonamiento del protagonista, porque el poeta «no puede evitar interpretar las cosas desde su óptica exclusiva, trascendiendo los lugares comunes y las respuestas generalizadas, fruto de una educación monocromática y obscenamente utilitarista». Es más: «Que un poeta pueda ver el mundo de otra forma, es porque puede mirar en su interior muy profundamente, aislarse de lo que le rodea, incluyendo las formas de pensar generales inculcadas por la cultura y mirar de una forma más personal, más íntima, menos influida». «Es como si tuviera autismo», sentencia el protagonista. Se cuida mucho en el libro la aparición de las imágenes y la mirada, de los sonidos, incluso de las palabras, de la música y la poesía, además del enfrentamiento con las matemáticas y el mundo práctico, con sus horarios, sus tiempos, el control de los cambios y la capacidad de adaptación. Las pequeñas historias que quedan desapercibidas ganan en este caso la calidad de no solo ser percibidas sino interiorizadas. La ausencia de nombre para el protagonista, el uso de la primera persona y el hecho de que no aparezca nada que no esté directamente ligado a lo que perciben él o su hijo, el lenguaje utilizado y su literalidad, la estructura de pasado, presente y el posible futuro, nos hace vernos dentro de él, compartiendo una forma distinta de percibir realidad y construir lo real, y que eso sea ser independiente durante una semana y llevar a su hijo a la playa. A todo esto sumamos como es la vida y actuación de un padre o madre (precioso el homenaje que hace a los padres) cuando está a cargo de un menor con mucha más afectación. Estamos dentro del trastorno y la identificación está perfectamente conseguida, sin agobios, con un carácter optimista y de autoconocimiento. GINÉS ANIORTE. EL BARCO DE TESEO (Renacimiento, Sevilla, 2022) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES La vida está llena de momentos intrascendentes, de trivialidades que inundan todo de manera tal que no tenemos más remedio que intentar obviarlas para ser capaces de construir la historia basándonos en los hitos constituyentes de nuestra cronología. Y esos hitos nos llenan de acontecimientos que algunas veces son felices, pero que en su mayoría nos han marcado, nos han llenado de heridas que no son solo las que el tiempo pone en nuestro camino y nos arrollan, sino también las formas de enfrentarlas, deconstruirlas o contarlas. Contar su historia cambia a quien la cuenta, y nuestra identidad estará inevitablemente unida a la manera de contar, de poner nombres a las cosas para darles existencia, pero también a los cambios que practicamos en nuestras emociones al ser recordadas, reconstruidas, revividas. «Cada uno padece de su propio lado de la vereda y entiende el mundo de acuerdo a lo que se llega a ver por entre los visillos de su ventana» (Federico Falco). Vemos las cosas a través de una ventana, le ponemos visillos o no, nos pegamos a ella o nos alejamos, pero lo que es inevitable es que todo nos cambie, incluso las trivialidades que, por repetidas, crean un entorno de calidez que lo envuelve todo. El distanciamiento de los acontecimientos genera la verdad, la que resulta de sustituir unas piezas por otras, la que sustituye lo que fue real por una nueva realidad, lo que nos hace avanzar en el tiempo y en la sinceridad. Son diez años los que llevaba Ginés Aniorte sin escribir poesía, no solo sin publicar, sino sin escribir. Sí ha escrito y publicado narrativa, novela, pero es ahora cuando edita Renacimiento El barco de Teseo, que coincide en momento y editorial con Angelina, un enfrentamiento epistolar con el dolor y el trauma que marcaron la juventud y la vida de Ginés tras la enfermedad y muerte de su hermana mayor. Cuarenta años han sido necesarios para poder poner por escrito el acontecimiento que marcó su vida. Pero la brillante vuelta a la poesía que es este barco se enfrenta también con dos cosas: la primera es obvia, y es precisamente la poesía y su necesidad o su porqué, que queda clara en la lectura del libro, pero también, de manera irónica, en el poema ‘A modo de prólogo’, que abre el poemario y que se burla de la vanidad inherente a los artistas y que nos da en su final la esperanza de que este retorno no sea puntual. Tal vez lo esencial de abandonar la actividad poética no está lejana a nadie que se dedique al arte, donde hay una entrega que no es correspondida, y que en ocasiones es superior a lo que nos podemos permitir. Pero también están los retornos, y la cita de Lucrecio tras el prólogo: «Entonces, por fin, las palabras sinceras salen del corazón, cae la cáscara y queda el hombre», dan explicación a la necesidad de la poesía. Lo segundo es la forma de construirse en el tiempo. La edad nos acompaña inexorablemente, pero Ginés Aniorte no ha escrito un libro crepuscular, porque no toca, pero sobre todo porque lo que más desea es un autorreconocimiento íntimo, y abierto a todos, de todo lo que fue recogido en el camino, ese río, y aquello que también hemos ido dejando en los demás, pero sobre todo en nosotros mismos. La cita de Montaigne que inicia el libro nos da la línea en la cual debemos leer el libro, no como un repaso por la memoria de lo que fue la vida, la familia, los traumas, sino cómo resurgir con ellos, superando lo superable, conviviendo con todo lo demás: «Puesto que el espíritu tiene el privilegio de escapar de la vejez, le aconsejo con todas mis fuerzas que verdee, que florezca mientras pueda, como el muérdago en un árbol seco». La paradoja filosófica clásica del barco de Teseo plantea la duda de si después de cambiar todas las piezas de la embarcación, después de los viajes y las reparaciones necesarias, o del paso del tiempo mientras se conservó en el puerto (siglos, según el mito), sigue siendo el mismo barco o ya no. Es una paradoja y como tal no nos da más que una oportunidad de reflexión que puede ampliar el campo a niveles insospechados. Ginés Aniorte no necesita ahora pensar en si somos después del paso de la vida y sus acciones los mismos u otros. Él lo tiene claro: es el poema ‘El barco de Teseo’, el que da título al libro, el que nos explica con contundencia su resolución de la paradoja filosófica, que es vital: «Soy la suma de todas mis acciones» y también «a los míos y a otros debo yo / al menos la mitad de cuanto tengo. / ... / Porque soy sobre todo la memoria / que maneja los hilos del presente». Es decir, que no resuelve la paradoja clásica, pero da solución a su propia personificación en ese barco, que contiene heridas cosidas, traumas, vergüenzas y sombras que nos hacen distintos de cómo seríamos de no haberlas vivido, pero que se recomponen en esperanza en este cuerpo. Y la tesis que tantos compartimos: somos memoria, seguimos mirando en ella y con ella todo se altera y vuelve realidad. Empieza el libro con el ya citado prólogo y con un brindis a modo de invocación a las musas. Canta, oh musa, aunque me hayas abandonado un tiempo: «Ha vuelto la poesía con sus lutos / y su sombra me auxilia y me redime. // Bienvenido sea el don que me descubre / brindando por las lágrimas del tiempo» (‘Brindis’). Es la memoria la que tiñe todo el libro y, estamos de acuerdo, somos memoria. De acuerdo, paseamos por las líneas del pasado, esas que nos acompañan pero de las que también dudamos, como si la memoria nos traicionara y fuese una memoria-ficción: «¿Y si al fin la memoria fuera también ficción / y no existió aquel día / que te trae su luz cuando cierras los ojos?» (‘Entelequia’). Pero el poeta puede intentar que aquellas cosas vuelvan, «piensa que quizás pueda escribir un poema / y traerla consigo esta mañana / e insuflarle la vida con sus versos», enfrentarse a la tristeza «¿Por qué no ha de enfrentarse a la tristeza / que pretende arrasar el alma toda / si está a su alcance el modo de abatirla?» (‘Primer domingo de mayo’). Es así como el poeta se afronta a su vuelta a la poesía, en la creencia renovada del poder que tiene el poema, el verso, para hacer renacer los espacios en los que habitó y habita todavía: «La sed de eternidad que anida en los poetas / consigue que regrese a aquella casa /... / en el espacio exacto que muestran estos versos», a pesar de que la duda aceche «porque acaso no sea lo bastante poeta / para obrar el milagro». De todas formas llega al acuerdo entre poesía, recuerdo, realidad, y muestra en el poema ‘Centro de día’ el mecanismo práctico de la memoria construida a través del personaje de la anciana en la residencia:
El uso constante de la memoria como guía es a veces un lamento por las cosas perdidas, como en ‘Augurio cumplido’, donde ya nada es lo mismo, una reflexión sobre la juventud y sus profecías que se han constatado vanas, «el tiempo ha desmentido tu pronóstico» (‘Bécquer’), «Dónde está aquella edad», y siempre constantes la presencia de la madre, del padre, de la hermana desaparecida hace tanto tiempo y la homosexualidad. Pero el uso del tiempo pasado lo hace venir al presente. Ya he dicho que Ginés Aniorte no escribe un libro de finales, de crepúsculo, sino que todo lo que aparece está usado como una renovación (es el barco de Teseo), sin dejar de lado el reconocimiento de que todo pasa a nuestro lado y deja huella, como cuenta en ese bellísimo poema que es ‘Quimera’ y que termina: «Al cabo todo pasa. / Menos yo, que persisto». El libro está construido como un río. Los poemas fluyen en un paralelismo con la vida pasando por el paisaje, con una métrica que es muy cómoda para el poeta, el endecasílabo y heptasílabo que te llevan de una manera clásica, limpia y sin ahogos por el repaso de todo aquello que te pasó factura. En esto cumple con el curso del pensamiento, donde las ideas se enlazan al fin con limpieza. Pero también el libro es cómodo para el lector que Aniorte espera: «Desde aquí yo os acecho y os convoco, / y espero que vengáis a visitarme, pero sin artificios ni aspavientos, / con la docilidad que lo prudente y sobrio nos dispensa». Miramos atrás en la memoria, pasamos por la intimidad y la experiencia y llegamos a lo real del poema. En el proceso de reconocimiento de uno mismo y de las posibles culpas, aunque no sean ciertas, o no del todo, Ginés está acompañado de certidumbres, esas que da la reflexión y el tiempo y la edad, incluso en los momentos de duda aparente; y también melancolía, a la que se enfrenta con el convencimiento que dan la vida, las reparaciones necesarias, y el deseo de huir «como única manera de encontrarme». No nos dejan detenernos en casi nada y el poema sí nos deja. En él tomamos conciencia de la vida y de lo que nos rodea, lo fijamos, y también aquello que pasó y nos dejará la gloria de los días, en ese toque Wordsworth que asoma en ‘La casa familiar’: «Se esfumarán la casa y el recuerdo, mas quedará la gloria, aunque perdida, / con que el azar nos quiso distinguir / y por la que hoy / —si bien me sabe a poco— / me muestro agradecido». Ginés Aniorte ha escrito un gran libro, pensado y valiente, muy bien trabado, con una sucesión de poemas que te lleva en una narración sincera y envolvente, acompañada por su saber en el verso y en la palabra que ya conocíamos. Para terminar os dejo con este poema que creo que condensa bien las ideas del libro. CANTAR DE CIEGO
Con el tiempo no ves sino dentro de ti. Para aquello que siempre te mostraron los ojos eres ahora ciego e insensible. Y palpas en lo oscuro y te deslumbra el tacto de cuanto hoy se niega a la mirada. Bendita sea la luz que solo se descubre cuando el mundo se eclipsa. MANUEL MADRID. FONDO DE ARMARIO (Balduque, Colección Sudeste, Cartagena, 2022) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Al abrir Fondo de armario podríamos pensar que quizás fuera una versión poética de Carne de caimán, el anterior libro de Manuel Madrid (una suerte de coda, dice Francisco Torres Monreal), que conocimos y que recibió el premio de diseño en el Creamurcia 2019 (Estudio María y José Luis). La dedicatoria que el autor nos hace a los que leímos ese libro “por dejarse herir” nos relaciona íntimamente con él. Sabe Manuel Madrid de la relación de este libro con el anterior y demanda al lector afortunado de ambas obras que la tenga presente y además hace coincidir el número de poemas, 26, en uno y otro; pero a pesar de la evidente relación, no es ni una continuación, ni una versión en verso. No solo el paso al poema, que es evidente, sino otras ideas, hacen de Fondo de armario un libro distinto y especial. Dos citas dan claves de qué se propone Manuel Madrid: la primera presenta el poemario y es de Julian Barnes en la que se plantea la existencia de momentos que podrían pasar por cotidianos, algunos banales y que sin embargo se convierten en cruciales («el primer cigarrillo, la nieve sobre un árbol en flor, Venecia, el placer de comprar...»). Son todas esas cosas y acontecimientos las que componen la vida y dan sentido, aunque algunas queden colgadas: «Colgué lo que puede que hoy no sea... / Ahí en el fondo de un armario en Barcelona». Los que tenemos la suerte de conocer a Manuel sabemos de su método reflexivo en torno a su trabajo periodístico, conversador sin agobios, como si no hiciera una entrevista, no interrogativo, diálogos en los que tanto habla tanto él como tú, sin miedo a la sinceridad, para extraer después lo esencial, lo que nos demuestra su alto nivel de atención y sobre todo de observación, de asombro ante las cosas que ve tanto en los territorios más alejados por sus viajes, en las personas conocidas o buscadas en esos nuevos caminos, como en los más cercanos, con un gran dominio del lenguaje que le permite jugar con la manera de contar. Pero para contar bien hay que saber captar la esencia. En este trabajo tan personal en el que se convierte su poesía, intuyo que el proceso es el mismo, pero mayoritariamente sobre él en sus relaciones con los demás. Asume lo esencial del poema en su carácter dialógico con otros, pero esencialmente consigo mismo, en esa forma reflexiva y de mensaje que tiene la poesía que, de alguna manera, podrá llegar a un destino. Tiene que ver con los viajes como hizo en anteriores libros, pero no en la parte de descubrimiento de los nuevos espacios, sino en la parte del encuentro. Solo en unos pocos poemas se acerca a un lugar determinado dando el nombre (Génova, Jerusalén, Barcelona, una calle de Murcia), aunque eso no quiere decir que no haya un paisaje en todos, sino que la prioridad está esta vez en él y el otro. Es lo humano lo más visible, esta vez liberado del lugar, o mejor, convertido él y sus encuentros en el “lugar” del acontecimiento. El Eros, el amor, la búsqueda del contacto, en definitiva los afectos deseados y no siempre conseguidos, porque en muchos queda un regusto de decepción, la desazón ante lo que se quería y no se alcanza, que es personal pero también crítica de la sociedad en el actual sistema de relaciones. No quiero ver lo autorreferencial, sino lo que queda. Partir del acontecimiento puede llevarnos a narrarlo, pensando que aquello fue de tal manera y nos iluminó tanto que con un estilo descriptivo bastaría. Pero Manuel Madrid parte de aquello, las vivencias, para ir posteriormente construyendo el poema, podando hasta limpiar la prosa original (que ya era poética siempre en su estilo), dar forma, también visual, al lenguaje y los versos, crear imágenes poéticas y dejar lo importante, lo que puede ser luz, “realidad invocable” que decía Celan. Y para Manuel Madrid esa realidad estará en la belleza que queda en el poema, marcado por un ritmo vital, una cadencia casi respiratoria, una concisión a la que yo no llamaría sencillez pero sí adaptación al habla cotidiana. No hay vibración del tiempo, todo son escenas extraídas, pequeños momentos recordados, verdaderos en su construcción a partir de la memoria y del proceso de aparición. El tiempo está, lo sobrevuela todo, pero asumiendo su levedad. Todo ocurre en un tiempo, todo es tiempo recobrado, nunca nada es intemporal, pero Madrid sabe escapar del érase una vez para instalarse en la suma de todos los tiempos que es el presente donde no hay tiempo detenido.
Adquiere importancia lo no dicho. Las cosas ocurrieron en un entorno del que solo queda ese recuerdo en el poema, al menos para el lector. Lo demás ya está, porque cada poema queda sin contornos, abierto hacia todo aquello que no se dice. Igual que en las fotografías queda siempre el fuera de campo, a veces tan importante o más por conocimiento o ignorancia. Lejos de la imagen, del poema descriptivo, Manuel Madrid está más cerca de la poesía como pensamiento y reflexión. Es cierto que en ocasiones se acerca al aforismo o la sentencia, pero sin ese afán de tener razón que en ocasiones acabas teniendo de los libros de aforismos. En el mundo de la poesía o se es valiente o no habrá nada que perviva. Y en eso, en este libro y en los anteriores, y en su trabajo periodístico, Manuel Madrid tiene claras las cosas y lo que es verdad. Los temas no son siempre celebrativos, y un principio más elegíaco nos sitúa en este bellísimo poema que es ‘Otoño sin soldadura’ y que comienza: Hoy te habría besado. Quería contarte que volvió el otoño. Que sentí, de nuevo, la tristeza del frío. Pasaremos por la decepción («Ni aprecio, ni atracción ni aliciente / los asientos del tiovivo / estaban ocupados por imposibles»; «Eliges ser nada / pudiendo ser todo»), el humor, el sexo, la busca («busco cuerpos deshabitados»), la toma de partido y la defensa de lo que se cree (‘Asilo’ o ‘Trimonios’), y sí, el acontecimiento («cuando rompiste a reír con júbilo, // habías adivinado / el paradero de Júpiter) y la obligación de buscar la felicidad. La otra cita de las dos a las que hacía referencia es de cierre y es de Carmen Laforet, extraída de Nada y de la que copio un fragmento: «Me marchaba ahora sin haber conocido nada de lo que confusamente esperaba: el amor en su plenitud, la alegría, el interés profundo, el amor». Ese cierre, esa insatisfacción final, decepción al fin, sobrevuela los poemas; y ese deseo no siempre cumplido seguirá moviéndonos en la búsqueda, el viaje, el otro, y serán momentos cruciales que volverán a ser poema. Belleza. XIX. MECÁNICA CELESTE Cayó de repente Desde el azul del mundo Y el corazón se me encogió MARI TRINI ‘Una estrella en mi jardín’ (1982) Vuelan desorbitados. Aquí, allí. Tras de sí dejan colas de polvo y gas. Torpes e ignorantes, no reconocen al astro rey. Cuerpos celestes, sí. Nada más. Un centelleo que se evapora como nube de verano. CURTIS BAUER. SELFI AMERICANO (Vaso Roto, Madrid, 2022) Traducción: Natalia Carbajosa por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Pensar en imágenes, pensar en palabras, écfrasis, descripción, observación dentro, dolor, tiempo, espacio, autorretrato, imagistas... Hace tiempo que me planteé el pensamiento en imágenes o el pensamiento en palabras, en conversaciones entre artistas y poetas, y aunque no pretenda cambiar las cosas imposibles de cambiar, sí me planteo cómo articular eso como pintor y poeta. Sigo pensando en ello admitiendo mi total predisposición hacia las imágenes en la construcción del pensamiento. Me consta que es así en muchos de los que usamos las imágenes como creadores, y que es más normal el uso del pensamiento verbal en los poetas. Pero el uso en estos de la descripción, de la creación de imágenes poéticas a partir de la imagen visual no es nada extraño. Un artículo de Natalia Carbajosa, brillante traductora del libro del que hablamos, sobre La écfrasis en la obra de Luis Javier Moreno me devuelve a un planteamiento más técnico y francamente interesante. Fue precisamente cuando recibí el libro de Curtis Bauer Selfi americano de su mano. Hablamos de muchas cosas, de la dificultad de traducir un lenguaje dominado por monosílabos y sonidos vocálicos (Kerouac, Kerouac) al nuestro, de la longitud de los versos en castellano y sus pegas, y de lo contrario en alemán, de Brueghel. Y surgieron temas que aparecerán aquí. Pienso de nuevo en todo eso cuando empiezo a leer el último libro de Curtis Bauer, de título muy explícito en intenciones, Selfi americano, pero que lejos de lo peyorativo que nos pueda resultar el término por el abuso que desarrollan las redes, acoge en este mundo pequeño pero grande de la poesía toda la hondura que le puede dar la maravilla que es partir de la imagen para llegar a la palabra. En un artículo publicado por el autor en North America Review, “Mirando detrás del poema”, en el que habla de un poema, ‘Río Manzanares’, recogido en este libro, y de las circunstancias que rodearon su escritura y que le ayudaron a conformar la poesía reunida en este libro, Bauer establece una posición clara: «...escribir un poema puede llevarnos a un lugar que no creíamos posible imaginar y puede permitirnos ver experiencias y visualizar emociones que de otro modo parecerían imposibles». Curtis Bauer se mueve entre la realidad y la visión, no la mirada sino la visión, esa que se llena de la experiencia personal de la mirada y de los caminos y bifurcaciones a las que el pensamiento crítico le lleva, un lugar pensado pero a veces inesperado. Lo que queda de surrealismo en esa visión lo detectamos formalmente en los desvíos, en las imágenes y frases subordinadas que llenan los poemas, los lugares que nacen casi del automatismo pero que a diferencia de este sí están filtradas y sabiamente enlazadas, y sí sirven para crear tanto el espacio común al autor como a sus pensamientos. Pasa lo mismo con el tiempo, que crece con el poema y que circula entre la realidad y los recuerdos para la consecución de esas experiencias y emociones que solo así son posibles. Del “no ideas but in things” de Carlos Williams subyace la presencia de la cosa, esa cosa que se somete a un proceso de descripción que se transforma en algo que puede llegar a ser lo que él necesita. La observación para no perder nada y para modificarlo. Solo se escribe sobre aquello que nos obsesiona, que es imagen en muchas ocasiones, que se mezcla con otras imágenes, que en un proceso ecfrástico sobre la propia imaginación se traslada al poema. El poema ‘Si Brueghel hubiera pintado un paisaje de Iowa’ nos relaciona con William Carlos Williams y sus Cuadros de Brueghel y es un perfecto ejemplo del proceso creativo de Bauer, de la relación con su paisaje de nacimiento, de la interpretación del método, de la manera genial de regresar a un pasado que no se debe olvidar (por eso se escribe) pero que de todos modos es imposible a través de la actualización de la pintura de un Brueghel moderno y de la écfrasis sobre un cuadro inexistente, salvo en la imaginación del poeta y después en la del lector. Un fragmento: SI BRUEGHEL HUBIERA PINTADO UN PAISAJE DE IOWA Ahora se centraría en las luces urbanas de la noche todas rojas, cada una retenida en su espera. Nada que imitara el brillo de las estrellas ni cómo los cuervos reunidos en los árboles en torno a la biblioteca en medio de la ciudad se acicalan, observan, se acicalan. Un graznido a punto de rasgar la noche, y un tañer de campanas, y un ¡pum! sordo a punto de sonar tras un cobertizo. El dueño de una tienda de barrio se sacude un poco de soledad con cada refresco Big Gulp y cada litro de gasolina. El olor es libre pero difícil de pintar.
SELFI AMERICANO Quién es el hombre, pues solo puedo imaginar un hombre, que tocaría a una niña, que desnudaría a esa niña, que la haría agacharse y la penetraría y a él y a él Combina, pues, lo elegíaco con lo descriptivo, lo familiar con el dolor, el paisaje con la imaginación, la ternura con la dureza, la memoria con el trauma. Y no deja de sentirse extranjero pero capaz de adaptarse, como en ‘Exile’ o ‘HappyTX’: «pero rescato lo que he perdido al regresar, enraízo los pies en la tierra, me aferro a un lugar, me convierto en parte del terreno».
La cuidada edición bilingüe de Vaso Roto, como siempre, (esas portadas de Víctor Ramírez) y la excelente traducción de Natalia Carbajosa nos introducen de manera muy apreciable en la poesía de este autor, también profesor de escritura creativa, y que se dedica a la traducción del español al inglés (Jeannette Clariond, Luis Muñoz, Juan Antonio González Iglesias, Fabio Morábito...) y del que había solo una pequeña obra en castellano: Cuaderno en español - España en dibujos (Ediciones en Huida). Sus dos poemarios anteriores quedan pendientes, Fence line y The real cause for your absence. |
LABIBLIOTeca
|