LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
SERGI GROS. DONDEQUIERA (Pre-Textos, Valencia, 2024) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Al leer los libros de Sergi Gros te invade una sensación de recogimiento similar a una oración, por la música, el ritmo, por la esencia de sus temas, por el lenguaje limpio de adjetivos, por el nosotros. Es algo que se acerca a una mística que yo diría profana, esa poesía que necesitaron los místicos para completar su camino hacia lo sagrado en torno a una voz interior que precisa salir y sobrevolar el ruido que nos rodea. Como una voz que se levanta sobre otros ruidos sobre otras voces Así comienza el primer poema de Dondequiera, el último poemario de Sergi Gros, y es el concepto de voz, expresado como voz interior, poética, y también como otras voces exteriores, ruidos, y concretada en la palabra y el lenguaje, el que va a dirigir toda la lectura. Poemas cortos que se organizan por páginas, pero que se enlazan unos con otros en una continuidad narrativa y en el uso de la repetición de palabras-concepto claves, en un volver al tema aunque sea para enfocarlo de otra manera. La rima interna que se genera de esta manera, en el sentido de recuerdo de aquellos que ya oímos antes, hace que entendamos la unidad de todos los poemas como uno solo. Esta arquitectura, que se traslada y recorre todo el poemario, introduce interrupciones, intervalos que ayudan a una toma de conciencia emocional, y a pasar al siguiente fragmento identificándote con él, como si fueras aprendiendo por el camino las pautas necesarias. Además, una estructura visual interna en escaleras, a la manera de William Carlos Williams, domina rítmica y plásticamente, a la manera de reflexiones tomadas caminando, como esos paseos de los autores románticos. Y algo hay en la escritura de Sergi Gros que retoma la poesía romántica en lo que tuvo de conquista de la libertad creativa, en la construcción del individuo en su proyección sobre lo que encuentra en la naturaleza o el entorno, que si bien no es tan marcada aquí, sí tiene presente en algunos momentos («Como los pájaros que ya no cantan»; «Contra las mismas fuerzas / que doblegan la hierba / que desplazan el mar»; «Bajo las últimas ramas / de un bosque invisible»). Y una exaltación de lo sublime que hay en lo pequeño: «Como quien busca una luz / en el fondo de un depósito». Al principio del libro se parte de una inmovilidad, de una monotonía, expresada como el volver a empezar y los ciclos de vida y muerte y también el retorno a lo repetido, como Machado utilizaba la idea de la tarde («Y cada noche regresamos... a la misma ensoñación»), pero que cambiará al deseo y necesidad de cambio frente al inmovilismo. Y, como decía antes, será la voz la que se convierta en el tema del libro, esa voz tan necesaria para trascender el mero acto estético y convertirse en una conquista para ganar el futuro («Nuestro lenguaje es una semilla / … / Nuestro lenguaje / es una república / Un peldaño / en el aire»). La confianza en la palabra, en el lenguaje, en la actitud que luchará para apagar otras voces únicas e impuestas. Hay una voluntad de transmitir la necesidad de toma de conciencia y actuación colectiva. De ahí el uso de un nosotros poético, donde la voz no es individual, sino que se muestra una intención de trascender del individualismo a lo universal, con una proclama a la unidad («Y todos nuestros corazones juntos / constituyen una sola herramienta»). No hay acontecimientos, solo pequeños destellos de asombro ante vidas sencillas. Darse cuenta de nuestra pequeñez y a la vez saber que colectivamente se pueda avanzar. Gros utiliza un lenguaje extremadamente limpio de adornos al que ya nos tiene acostumbrados, donde la desaparición casi total de adjetivos nos transmite una esencialidad, unas imágenes nítidas por lo que son, sin intención de dirigir al lector a caminos cerrados. Se suma la ausencia de signos de puntuación (sólo las mayúsculas de inicio de oración quedan en los versos) y los sujetos ausentes, el inicio de los versos con preposiciones o adverbios, hasta, quizá, ante, como, desde, verbos como hablamos, venimos, veneramos... Hay en todo el libro una presencia, a veces simultánea o enfrentadas en las páginas, de la dualidad, la contraposición, como si existiera siempre una duda sobre la solución y su contrario, como si se supiera de qué forma actuar y la pereza y comodidad en dejar las cosas como fueron, y ahí aparece el quizá («Quizá la respuesta es compleja / y supera nuestras capacidades // Quizá deberíamos / obviar la pregunta») que nos enfrenta a nuestra incapacidad, una contraposición entre la revolución y el conservadurismo, como si no saber el sentido nos llevara de nuevo a la obediencia y a una cultura conservadora («Heredar un sueño / Seguir un patrón»). Dualidad que aparece en otras ideas contrapuestas («Una extraña circunspección / determina nuestras palabras»), siempre con el nosotros, («el fondo y la superficie», «Nuestro canto / es un error») donde el canto representa la voz que llega lejos y el error la duda permanente. Lo mismo ocurre con la idea de Dios o lo sagrado, que aparece como necesario, esos «santuarios permanentes» que se desean construidos por nosotros por un lado, y la crítica a las religiones del «juez que monopoliza las palabras» («Ante la presencia / de un dios severo / Bajo el ritmo / de otra voz»). También la idea expuesta anteriormente de lo colectivo presenta su parte negativa en la metáfora de la sociedad o el grupo como colmena y su obediencia «a una diosa enorme, a una reina estática», y el deseo de cambio se enfrenta a solicitar «las migajas de las migajas» y contentarse con «un poco de amor». Pero estas dualidades o confrontaciones no impide que se pueda leer como quien está orando. La división en poemas breves, a su vez divididos por estrofas cortas, con un cuidado exquisito en eliminar lo superfluo, y el control de la visualidad del poema, hacen que el lector adopte la postura de quien ora o lee textos o poesía sagrada, de ahí mi referencia a una mística profana, porque a la vez que se leen estas plegarias no se espera la ascesis, porque tal vez no exista lo sagrado, o solo exista en un pequeño ámbito. Decía Bárbara Guest que «El acto más importante de un poema es ir más allá de la página, para que seamos conscientes de otro aspecto del arte. Esto nos introducirá en su esencia espiritual».
Otras palabras dirigen también el sentido de Dondequiera como son deseo, sueño, alma, luz, y amor. Todas estas palabras tan positivas en su sentido primero se encaminan a un proceso de cambio y conquista, aunque todo acabe, tal vez igual, o tal vez con el convencimiento de que no se puedan lograr grandes cambios y que seguirá faltando luz, que los sueños serán sueños, y que nos quedará el amor. Así que el poemario no pretende dar lecciones de nada, sí abordar el mundo y sus enigmas y la dificultad de sobreponerse a algo que nos parece muy ajeno, y que sin embargo es de absoluta actualidad. Termino con el poema que da título al libro, ese Dondequiera que recoge perfectamente el ideario del libro. 22 Y nuestras almas permanecen violentamente adormecidas Como un puñal en una vaina Como una flor en un abismo En el fondo de la carne Dondequiera
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LUIS GARCÍA MONTERO. VENGO HERIDO (Autorretratos 1983- 2024) (Papeles del Náufrago, Almería, 2024) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Al escribir, siempre me observo en un espejo roto. Luis García Montero Al hablar de los retratos de la necrópolis de El-Fayum nos enfrentamos con términos modernos a una representación que pretendía ser lo más fidedigna posible de una persona, con una intención muy distinta de lo que hemos conocido después, tanto sean las ideas de representación de poder en Roma, o las pretensiones de la nobleza o burguesas posteriores. Querer ser reconocible para el tránsito a la muerte, y en consecuencia para nadie que no sean los posibles dioses, necesitaba de una actitud distinta de lo que conocemos hoy. Siempre nos hemos planteado los artistas si en el retrato somos nosotros quienes nos proyectamos en el modelo, o cedemos a la absoluta sumisión al retratado, es decir, a su apariencia y su estatus. Ejemplos hay de todo tipo, desde Van Eyck, el Renacimiento de Leonardo, Ghirlandaio y Rafael hasta hoy, pasando por los Greco, Velázquez, Goya, Freud, etc. Un cambio notable, dentro de los conflictos que siempre se plantean en un retrato, es el paso al autorretrato, donde el propio autor se enfrenta a sí mismo en todos los sentidos, pero ante todo a su propia mirada, secreta y herida (Caravaggio, Van Gogh, Freud...). Siempre he pensado cómo se podría enfrentar uno de esos pintores de El-Fayum a pintar su propio rostro para cubrir su momia, para enfrentar la muerte, para ser reconocido en ella sin ninguna duda. Dice John Berger en el caso de El Fayum que «el pintor se sometía a la mirada del retratado»; la relación existente entre los dos era una colaboración en la preparación para la muerte. Se dice que algunos retratos permanecían en la casa del retratado antes de su fallecimiento, o que la momia permanecía durante un tiempo en su casa tras el fallecimiento; en ambos casos estamos ante un memento mori destinado a futuro, pero mirando directamente al frente, al pintor en el que se reconoce la muerte. ¿Cómo responder ante todo este proceso en soledad? ¿Cómo, cuando la mirada no es la del modelo ni la del pintor, sino ambas? ¿Cómo, sin caer en la mentira? Esta mera suposición nos lleva a la traslación a los autorretratos poéticos y a los conflictos que se plantean (al menos si no nos contentamos con la mera apariencia. ¿El autorretrato se relaciona con la realidad, de qué manera? El proyecto de Los Papeles del Náufrago de Antonio Lafarque y Aníbal García, nacido en 2016 en la ciudad de Almería, es de esos que nacen por amor al arte y a la poesía y sin ISBN. Ediciones no venales que persiguen, en su colección Calcomanías, los autorretratos poéticos de los autores antologados en selecciones de Antonio Lafarque. Ya hablamos con ellos en El coloquio de los perros en una entrevista donde explicaban su proyecto. Hasta la fecha se han publicado los autorretratos de Karmelo Iribarren, Felipe Benítez Reyes, Luis Alberto de Cuenca, Carlos Marzal, Joan Margarit, Aurora Luque y Luis García Montero. Es de este último de quien hablamos hoy y es el mismo Luis García Montero quien establece su concepto de autorretrato poético en el prólogo: Al escribir siempre me observo en un espejo roto. Enciendo la luz, me miro a los ojos, y busco ese que vive dentro de mí, o los otros que también soy, los otros que conviven conmigo en el mundo que habito y que me habita. Escribir poesía es conocerse y reconocerse, preguntar qué decimos cuando decimos soy yo. Introduce la idea de espejo, ese espejo que parece necesario en la realización de un autorretrato, igual que en la pintura, incluyendo el concepto de mirada. Pero una vez que el poeta se mira el poema se construye, se dice, de otra manera (‘Vigila las miradas del espejo’). El autorretrato en un espejo roto no es escribir mientras te miras, es escribir sobre lo que queda después de mirarte, a veces sobre lo que habías olvidado, eso que reaparece cuando te enfrentas al yo guardado muy adentro, agarrado a lo que fue o no fue («Eso que somos vive acompañado por lo que ha sido y por lo que no pudo ser»). Respondiendo a la pregunta que quedó colgada anteriormente, la poesía permite la construcción de un mundo personal sin perder la relación con la realidad. Simone de Beauvoir pedía no una habitación propia, como Virginia Woolf, sino un mundo propio. El autorretrato no es sólo verse en el espejo de tu habitación propia, sino también crearse en el espejo («Recuerda que yo existo porque existe este libro»). Todos los poemas de un autor son fragmentos de un macropoema construido por la mirada interior y exterior al espejo. Pasa a veces que la vida nos altera, el autorretrato cambia y nos vemos forzados a escribirlo de nuevo, con más grietas, restañadas unas y abiertas otras, dando la misma forma a lo que ya no será lo mismo, y avanzando en el dolor de ausencia. De ahí el pertinente título Vengo herido. En otro momento ya dijo Luis García Montero que «la poesía es el camino más directo de plantearse qué digo cuando digo yo», aunque «no hablemos en línea recta». Escribir el poema será dar nuevo nombre al yo y mostrarlo, porque el poeta se expone a ser mirado. ¿Se ve el lector en el poema de otro o mira él como hace con los retratos de un museo? ¿O es el poeta retratado el que le mira como en las tablas de El Fayum? La respuesta en el poema: Déjame que responda, lector, a tus preguntas, mirándote a los ojos, con amistad fingida, porque esto es la poesía: dos soledades juntas. En los poemas hay voluntad de ser leído y cada libro es una respuesta a la propia vida. El recorrido de esta antología por los libros de Luis García Montero nos lleva por los caminos que ha transitado el poeta desde Granada, Lorca y Machado, la otra sentimentalidad, luego la poesía de la experiencia y sus diatribas, la eterna lucha y alianza ética entre el yo biográfico y el yo literario, la cercanía y el compromiso social y democrático. 29 poemas de todos sus libros y dos inéditos componen esta antología que comienza con el bellísimo ‘Infancia’ («Ocurre como en todas las infancias, / la mía tuvo un árbol / preciso y navegable»), pasea por Lorca y Granada («Se busca una ciudad. // Parece que fue vista / en manos de un poeta»), transita la política y la poética, los libros, la memoria y la ausencia («Todo es raro y difícil como llamarme Luis, / como esperar a que me llames / como vivir sin ti»). Y aunque toda la poesía de este autor pudiera englobarse y leerse como autorretrato, requiere mucho esfuerzo de lectura, selección y orden de los poemas para articular un libro con sentido riguroso. Y esto es lo que hacen los editores. No es necesario justificar la presencia de Luis García Montero en esta excelente colección, ni la suya ni la de ninguno de los anteriores ni de los que vengan. Sólo esperar que continúe un proyecto alejado de ningún beneficio económico, con tiradas pequeñas, basado en afinidades y en un gran trabajo intelectual de los editores. Cierro con un fragmento de uno de los inéditos que aparecen en el libro:
Y en cada situación sentir la piel desnuda o con abrigo, la posibilidad de conocer o de reconocerse, sentir el yo, el tú, las puertas y los barrios, la confesión y los secretos, direcciones, teléfonos, pantalla, las distintas maneras de sentirnos nosotros. HILARIO J. RODRÍGUEZ. RECUERDOS DEL FUTURO. EL AÑO PASADO EN MARIENBAD (Providence, Madrid, 2024) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Fue en un cine de verano, con sillas incómodas y cerveza. La película había ido avanzando sobre las consecuencias del final de la guerra y por el encuentro y la historia personal de los dos protagonistas, cuando, de repente, los dos frente a una librería, todo se detiene en un solo fotograma. Un fotograma estático que no podía soportar el calor de la lámpara de proyección y tardó muy poco en empezar a quemarse, primero deformándose, luego cambiando de color del blanco y negro al marrón y al rojo y fundiendo, literalmente, en blanco. En ese momento me pareció una perfecta rima poética con el hongo nuclear de Bikini que se entrometía en la historia de amor. Naturalmente, hablo de Hiroshima, mon amour, la película de Alain Resnais de 1959, la primera que vi de él, su primera película, y a la que he vuelto tanto en cine como en literatura, a través del guion de Marguerite Duras. No ardió la película entera y pudimos volver a ver cómo el pasado de ella (Emmanuelle Riva) aparecía en el presente, nunca se fue, a través de la memoria y el dolor de la protagonista sin nombre en los finales de la guerra en Europa. Todo esto viene a cuento del pequeño gran libro de Hilario J. Rodríguez sobre la película de Alain Resnais El año pasado en Marienbad (1961), por el autor, porque se habla ampliamente de Hiroshima, mon amour y de Duras, por el tiempo pasado que domina el presente y el futuro, tal vez inexistente, la memoria, y por el análisis minucioso de una película hoy en día, estudio que en su tiempo no se hubiera podido hacer precisamente por ser cine y no vídeo y la imposibilidad de parar la imagen y rebobinar a voluntad de ahora. A este respecto, cita Hilario el detalle y el texto escondido en el cartel anunciador de la obra de teatro, principio y fin de la película, detalle que no podríamos haber atendido en su momento, juegos de autor que Resnais parece proponer a un futuro investigador. Mi recuerdo de esta película ha venido siempre marcado por sus imágenes, más incluso que por su ambiente fantasmal o su historia: los reflejos en los espejos que multiplican los planos, los brillos en las ropas y en los peinados, las luces que parecen oscurecer, los pasillos y, claro está, el jardín donde las figuras hacen sombra y los setos no; y leo algo que me confirma: «Sus imágenes asesinan al mundo porque no lo representan pero al mismo tiempo se salvan como imágenes». Imágenes que rompían con todo para quedarse, películas que quedarán ajenas al tiempo, imágenes que «seguirán inalterables, en presente, no conocerán el pasado ni el futuro». Y es que el tiempo y las heterocronías es el gran tema de la película, como es el gran tema del arte, de la literatura, del cine, un tema recurrente que nos hace conscientes de la importancia de lo que ya he tratado alguna vez y nos ocupa y preocupa a tantos, que es la capacidad humana para hacer que el pasado vuelva siempre, que esté al alcance, nos altere el presente, o más bien que lo construya y que influya en el futuro. En la película es él (Giorgio Albertazzi) quien pretende hacer recordar un pasado imposible para ella (Delphine Seyrig). Pero no es sólo el gran argumento de El año pasado en Marienbad, o de Hiroshima, mon amour, películas ambas en la que se recupera traumáticamente o se intenta recuperar el pasado, sino también de Recuerdos del futuro, el libro de Hilario J. Rodríguez, el título lo delata. Los que hemos seguido la obra de Hilario J. Rodríguez sabemos de un estilo que nos lleva atrás y adelante en el tiempo, y diría también en el espacio, del gusto por cruzar elementos que corresponden a los viajes, a los estudios, a los libros, es decir, a acontecimientos, que como en el cine se convierten en territorios que se atraviesan, con digresiones tomadas de recuerdos que como tales también son reconstrucciones literarias. Ya lo dice el propio autor: «Escribir sobre esta película no guarda relación con escribir sobre crítica cinematográfica, escribir sobre ella consiste en aprender de nuevo a escribir al posible dictado de sus hipnóticas imágenes o al posible dictado de su hipnótica voice-over». Pero yo añadiría que también hay una necesidad en Hilario Rodríguez de escribir sobre esta película, porque hay una proyección sobre ella, porque la película es la maravillosa obsesión que le permite a Hilario construir este pequeño artefacto literario que va a hablar de las películas de Resnais para poder hablar de sí mismo a través de cantidad de datos, informaciones y mundos paralelos a la película que le han rodeado desde siempre. Naturalmente, el trabajo es minucioso como corresponde a un experto en cine, es literario como corresponde a un gran escritor, pero yo diría que tiene más valor como obra literaria sin clasificar, en la que el pasado ocupa el presente, y el autor se entremezcla en los viajes, otros autores, el cine... Sí, ya sé que suena a querer ser actual, pero en Hilario es de pura cepa el establecer una investigación e infiltrarse en ella inevitablemente a través de la literatura y la memoria, porque somos así. Si fuera de otra manera se defraudaría a sí mismo y a nosotros. Esta película y las otras que hizo Resnais en colaboración con escritores ponían sobre la mesa la necesidad de la relación entre las artes que ampliaran el campo del cine y de la literatura, e incluso las artes plásticas, y es algo que cuenta bien Hilario con las figuras de Robbe-Grillet y Duras, guionistas, con la referencia a Bioy Casares de La invención de Morel, libro inspirador de El año pasado en Marienbad, o con las de otros realizadores que compartieron la instalación artística y el arte audiovisual. Hilario Rodríguez también incluye en este libro espacio y tiempo para las grandes referencias personales que ya hemos visto en otras ocasiones. Es así como van a aparecer Sebald y sus novelas, otra vez, Vila Matas, Robert Smithson, Borges, Foucault y otro más, traídos siempre muy a cuento de la narración y de las notas.
Porque donde más nos damos cuenta de que Hilario Rodríguez no se puede quedar en la crítica literaria es en el corpus de 42 notas que se expanden en una sucesión de desvíos en paralelo al propio libro y que ocupan casi la mitad del volumen, no a pie de página sino al final y con el mismo tipo de letra, lo que da idea de su equiparación al texto. Son parte de él pero se pueden leer de manera separada y en otro orden si quieres. De hecho, la lectura de alguna nota interrumpiendo el texto que anota me desviaba tanto que preferí dejarlas para el final del capítulo. No pude evitar pensar en Rayuela. La notas son una maravilla que complementa el trabajo crítico, un trabajo erudito que se puede disfrutar incluso sin ver o haber visto la película, porque de lo que se habla es de la creación artística y sus efectos en nosotros, de la compleja construcción de una obra cinematográfica que une literatura e imágenes, de los enigmas y no de las explicaciones, de su complejidad técnica y artística, de los técnicos y de los autores y actores, y de lo que es la visión de una película, de la obra abierta al espectador en que se convierte «una obra del mañana dirigida por un realizador de hoy». Quiero hablar también de las maravillosas citas que llenan el libro, no solo en el principio de cada capítulo, perfectas, sino también otras entrelazadas en el texto. Y por puro gusto personal me quedo con esta de Robert Smithson: «No hay futuro en Marienbad. Allí no se pregunta qué hora es sino dónde está el tiempo». Quizá sea eso, el espacio en el que está el tiempo, y nosotros en el tiempo (Tarkovski). Y esta otra de Resnais: «Mis películas son encuentros y desvíos; son encuentros de varias mentes que no ven una novela como algo cerrado, definido, sino más bien como algo en continuo proceso creativo, la excusa perfecta para que a partir de sus páginas se establezca una amistad que haga avanzar la trama». No me preguntéis cuando vi por primera vez El año pasado en Marienbad porque no lo sé, supongo que en la carrera o en los ciclos de cine francés en Valencia en sesión doble, pero como el tiempo nos envuelve, están a la vez El Resplandor y Hotel California, Hiroshima, mon amour y La invención de Morel, el arte Rococó y Paul Delvaux, Sebald y Vila-Matas y Smithson y sus monumentos... Quiero decir, que todo lo tengo al alcance y a la vez, y ahora Recuerdos del futuro, con ese título tan redondo. La foto que recoge el libro del final del rodaje de la película me ha llevado a aquella otra de El Resplandor en la que aparece Jack Torrance, pero en 1921. El pasado, ya se sabe, en el presente. Un libro excelente, editado en Providence Ediciones, en su colección Telemark, dedicada a los films que dejan huella. NATXO VIDAL. PROYECTO ÍTACA (La Fea Burguesía, Murcia, 2024) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Un título como el que nos encontramos en la portada de la primera novela de Natxo Vidal, poeta con ocho libros publicados y uno de relatos, nos puede avisar de dos cosas: la primera es que estamos ante una historia que se relaciona, aunque sea figuradamente, con los relatos homéricos o con la también ya clásica idea cavafiana del viaje; y segundo y evidente, la figura de Sor Juana Inés de la Cruz, la poeta novohispana del barroco y su posible último poema. Ambas cosas y el autor, conocido poeta, no nos despegan mucho de la poesía, aunque podríamos pensar en algún tratado más cercano a la investigación académica, así que el mismo autor lo explica: Proyecto Ítaca es una novela de aventuras en la que, eso sí, el cofre del tesoro no contiene monedas, copas ni medallas de oro, sino un poema desaparecido hace más de trescientos años. Puede que el mejor poema jamás escrito en lengua castellana, robado a sor Juana Inés de la Cruz en su lecho de muerte y traído a España a escondidas, donde, con la connivencia de unos y de otros, ha permanecido oculto desde entonces. La suposición de la existencia de un último poema de Sor Juana, la posibilidad de haber encontrado la documentación necesaria para su hallazgo posible pero remoto, convierte a los dos protagonistas principales en una especie de enfermos literarios y obsesivos perseguidores de la Belleza condensada en un solo poema de una monja del XVII. Es eso y no solo eso. En la novela, además de acción, disparate, humor e ironía, se esconden ideas muy importantes alrededor de la literatura y sus personajes. Hablamos de obsesiones, y las dos principales son la dedicación a la literatura y la Belleza, en mayúscula. El personaje de Rodrigo Argento es el que abre el libro y es un personaje que se construye en torno a su eterna obsesión literaria que se viene desarrollando en todas sus actividades desde la investigación y la crítica. Que sea mexicano, profesor de una asignatura de intertextualidad en la Universidad Autónoma de Nuevo León en Monterrey, está muy pensado: la asignatura y el lugar serán necesarios para el libro. Profesor muy peculiar, muy bien dibujado en la novela incluso con una particular forma de hablar cercana a la tartamudez expresada con puntos suspensivos y repeticiones, que lo que señala en realidad es un pensamiento más rápido de lo que su boca puede expresar, excéntrico y muy dotado para el enfrentamiento público y la crítica de los asuntos del mundo de las letras, con duras referencias a Vargas Llosa, Isabel Allende, o citando a Octavio Paz y muchos más. Es un ser literario, una persona que vive de la literatura y de la búsqueda de la Belleza (como Azorín, que va a aparecer ya en la primera frase, o Sor Juana Inés de la Cruz, monja por su amor a la literatura), preocupado por la dictadura del lenguaje, que arrebatado por sus hallazgos, obcecado en la lejana posibilidad de hallar el mayor tesoro literario de todos los tiempos embarca al segundo protagonista, Jacobo Montes, sin darle opción a otra cosa que no sea seguirle casi obligatoriamente. Para pasar a la novela después de sus ocho poemarios, Natxo Vidal recurre a una minuciosa documentación y ambientación y a un trabajo diario de mucha constancia que le permite la fluidez y continuidad necesarias. En la novela hay un narrador en primera persona, que es Jacobo Montes, un personaje distinto, profesor de conservatorio «gris y anodino», que tiene características que lo acercan al propio Natxo Vidal, también profesor de conservatorio, con mujer y dos hijas, también nacido en Monóvar, donde vive, relacionado con Cartagena y Murcia..., en fin, rasgos que unidos a la primera persona de la narración, nos harían pensar en una suerte de autoficción, al menos un trasunto del autor, si no fuera porque los que lo conocemos vemos rápidamente que él no es así, que más parece el recurso a un territorio conocido, y bien conocido, por Natxo Vidal. A Jacobo le va a sacar de su vida monótona una llamada desde México («Rodrigo me saca de mi vida») y él se va a dejar arrastrar durante unos días acelerados en todos los sentidos, vertiginosos. Mucho tiene que ver Azorín desde la primera hasta la última página, el pinche Azorín («Ahí no más nos vamos a la simple verga por las pendejadas de Azorín»). Mucho tiene que ver y no mucho se puede decir por cuidar el misterio de la búsqueda, pero sí merece la pena dedicar un tiempo a una figura grande de las letras españolas al que todos hemos conocido en nuestra vida de varias formas, creo que las mismas que recoge Natxo en Jacobo: La primera, y utilizando palabras del libro, «Azorín es un rollo». Es así y ha sido así cuando nos hicieron leerlo de adolescentes con textos en los que apenas pasaba nada, casi ni el tiempo, aunque esa manera de hablar del paso del tiempo me lo señalaran a mí como virtud. La segunda: «En Monóvar casi nadie sabe nada de él». Es el caso habitual de los autores que nacieron en una ciudad o pueblo pero apenas vivieron en ella. La donación de su biblioteca a Monóvar y la creación de la casa-museo y su gestión no han garantizado el conocimiento de su obra ni generado tanto amor por su figura. Reconozcamos que mejora, y el impresionante valor de su biblioteca de más de 14.000 volúmenes, su correspondencia y otros documentos, de un valor inmenso. No sólo eso: la visión de ese piso de la casa que alberga la biblioteca causa una impresión física a los que hemos estado que explica muy bien Natxo Vidal en la reacción de Jacobo Montes primero y Rodrigo después (—La Belleza —ha dicho finalmente— se manifiesta... en fin... de muchas maneras... una biblioteca como esta... sin duda... es una de ellas...”) y que nos lleva a recordar a Borges, a Eco, o a Alejandría. Ahí estará y está el Volumen II de las obras de Sor Juana Inés de la Cruz, que tanto tiene que ver en la historia, por poner un ejemplo de obras muy valiosas, además de una excelente colección de obras de literatura francesa y en francés. La tercera: Azorín es un militante de la Belleza. Azorín trabajó en todos los géneros menos en la poesía. Pero supo llenar de poesía y de belleza lo que escribía, al menos es la visión de Jacobo: A base de impresiones, en las que lo particular prevalece sobre lo general, de libritos pequeños, de miles de artículos y cartas, Azorín había llegado a desarrollar un lenguaje impresionantemente poético sin escribir, apenas, un solo poema. Se dedica mucho a la biografía e ideas de Sor Juana Inés de la Cruz (1648-1695), algo necesario para dar valor a la búsqueda de su último poema. La décima musa, hija ilegítima de criolla y español, una mente prodigiosa y valorada en la corte y en los ambientes de alta cultura, es de una importancia tal en la poesía del barroco que era conocida no solo en México, sino también en España. En vida se publicaron sus obras completas en dos volúmenes, revisadas por ella, y fue de influencia decisiva en la literatura española coetánea y posterior. Pero para desarrollar sus conocimientos y dedicarse a escribir se quiso alejar de la corte virreinal en la que ya era dama de la virreina y decidió ingresar en un convento para huir del matrimonio y de todo aquello que le apartara de su obsesión, la escritura y la literatura. Y seleccionó cuál de las órdenes religiosas le permitiría más tiempo para su estudio personal y una vida más relajada y libre. No fue nada excepcional que un gran número de mujeres ingresaran en conventos con poca devoción, por escribir, huir de los hombres... En la Antología de poetas españolas de la editorial Alba, en el espacio dedicado a los siglos XVI y XVII, entre Santa Teresa y Sor Juana, se citan a 29 poetas, de ellas diecisiete fueron monjas, una vivió soltera toda su vida, una vivía con otra mujer, de cinco no se sabe apenas nada, solo algún poema y solo cinco son de la corte, de familia de alta sociedad y que pudieron escribir. De las monjas escritoras, no eran todas el caso místico de Teresa de Jesús. La propia Sor Juana escribía por encargo poemas de todo tipo, didácticos, religiosos e incluso amorosos, y se conoce que ganó mucho dinero con su poesía. La poesía de Sor Juana es de alto nivel y novedad, basta leer Primero sueño, según ella el único poema que escribió sólo para sí, y abarcaba todos los temas, llegando a discusiones sobre la capacidad y el derecho de la mujer a opinar y escribir. Fue precisamente eso y los problemas que le ocasionó (está todo en la novela) lo que le llevó a decidir dejar la escritura. Pero ser enferma de la belleza tiene eso y durante años de silencio pudo escribir en su cabeza, es el argumento de la novela, el poema más bello en lengua castellana, y que recitó en su lecho de muerte. Partiendo de Kavafis y su Viaje a Ítaca que da título al libro, me he acordado, cómo no, de La Odisea y de su narración por partes basada en un viaje y los largos períodos en islas. La novela me recuerda esa idea de islas separadas, que alguien, el narrador y el autor, van recorriendo mientras unen los relatos. Así que sin contar nada ahora que desvele la trama, se van desarrollando las vidas y obra y obsesiones, sobre todo de los cuatro protagonistas, dos que son verdaderos protagonistas en la ficción y dos históricos de la literatura, y se desarrolla a caballo (principalmente) entre Monóvar, Murcia, Madrid, Monterrey y Ciudad de México. Es así como se habla de Rodrigo Argento, de Azorín y su biblioteca, de Sor Juana Inés de la Cruz en tres intervalos, de Jacobo, su familia y un conjunto de secundarios deliciosos que introducen todo el estupor que en ocasiones nos causa el relato, y de otras referencias literarias, poéticas, cinematográficas (pobre Nicolas Cage) y hasta del mundo de la canción y del fútbol. Natxo Vidal no deja de ser él mismo como autor, el que conocíamos como poeta, y consigue llevarnos por la narración con soltura, sin que su voz aparezca entrometida, siempre un logro. Y se consigue porque es fácil verse arrastrado por la información de los protagonistas, el humor de algunos acontecimientos y la posible solución del enigma, tensión que no deja caer. Ha conseguido diferenciar a los personajes en su forma de hablar y que responda ésta a su forma de ser, hacer hablar a Rodrigo como un mexicano sobrepasado por sus conocimientos, a Jacobo como el profesor gris y dubitativo pero rápidamente interesado y confiado en su amigo de años, ensalzar a Sor Juana y dar una idea compleja de Azorín y un paraguas rojo, sin dejar de lado la importancia de los secundarios.
Desde el principio hasta el final, el tema es la búsqueda de la Belleza, ese concepto evasivo, trastocado, manipulado socialmente, y la amistad, la amistad que hace a unos amigos implicarse en algo a priori difícilmente realizable, pero que los arrastra por situaciones disparatadas, cómicas, irónicas y obsesivas: la búsqueda se convierte en «un canto a la Belleza en sus múltiples formas». Y la sensación de «eternidad presente» de Azorín: «Junto a nosotros presentimos como presentes el pasado y lo futuro», «una eternidad en la que todos, los de antes y los de ahora... estamos a la par». ANTONIO GÓMEZ RIBELLES. EL CASTIGO DEL EXILIADO (La Nube de Piedra, Cartagena/Madrid, 2023) por SEBASTIÁN MONDÉJAR LUGAR DE NADIE vine a un lugar habitado [Ildefonso Rodríguez] Está unido / el vencejo a la nube / la roca al agua / el pie al camino. Norte, sur / noche o día no son lugar / ni tiempo / ni estación. [Natalia Carbajosa] El poema es el lugar donde se deja pensar a los orígenes. [Charles Simic] Antonio Gómez (Valencia, 1962) es rayo que no cesa en su periplo creador. Él se define fundamentalmente como artista plástico, pero es también un formidable poeta y escritor. El castigo del exiliado es su segundo libro no híbrido (es decir, no acompañado por obra plástica) y el primero conformado enteramente por poemas, ya que en Las lagartijas guardan los teatros (La Estética del Fracaso, Cartagena, 2021) combinó prosas y versos. Antonio siempre escribe mientras pinta. Se siente cómodo en la alternancia. Decía Wallace Stevens que, «en buena medida, los problemas de los poetas son los problemas de los pintores, y a menudo los poetas deben volverse hacia la literatura de los pintores para debatir sus propios problemas». Antonio Gómez hace ese camino y el inverso: cuando la imagen no le basta, con la poesía dice lo que no puede decir de otra manera. Y otra vez Wallace Stevens: «La ética no es parte más importante de la poesía que de la pintura». Estamos ante un artista maduro y minucioso; un creador plástico y visual con una larga trayectoria y una obra muy sólida a sus espaldas, siempre acompañada por textos y poemas suyos; «uno de esos artistas de metodologías diversas que mantienen un fondo estético común y uniforme en sus proyectos», en palabras del fotógrafo y profesor de Bellas Artes Francisco José Sánchez Montalbán. Fiel a sí mismo —a su ética y su estética—, Antonio Gómez trabaja y crea sin estridencias ni aspavientos y, cuando menos lo esperamos, nos sorprende con una nueva exposición o un libro que parecen haber sido creados del modo en que nos acercamos a ellos: sin esfuerzo, dejándonos llevar. Porque cuanto miramos y leemos nos concierne, lo hacemos nuestro. Partiendo de la idea de viaje, de recorrido involuntario, este libro supone un paso más en su regreso al pasado para seguir construyendo su presente. Desde el primer verso (Es probable que en el nuevo lugar) al último (dentro, en la llama), Antonio traza la ruta de sus exilios personales, plenos de tránsitos y caminos sobrevenidos, no buscados, y los redirige. Todos los poemas son memorables y están impecablemente engarzados, todos encierran su poética y su actitud durante ese viaje: Nombrar las cosas correctamente / era ese día lo importante / pero no lo único; / también lo era ver arder en la pantalla / todo aquello que era tuyo (‘Mudanza/Eco’); El mundo desde el coche parecía / ir pasando por las ventanillas / respondiendo a mi dedo que dibuja / la ruta sobre un pequeño mapa / de carreteras (‘234’). Antonio es un poeta que escribe con imágenes. Él mismo ha reconocido muchas veces que piensa y escribe igual que pinta. Es un recolector de imágenes: Mi ‘tiempo’ era una imagen, / luego otra más y se apilaban todas / en capas transparentes (‘Ego’); ¿Recuerdas cuando veía imágenes / en las paredes? / Las sigo viendo / a veces les pongo nombre / y bautizadas las adopto / (...) / No se van / ni se pierden (‘Pareidolia’). Lo primero que pensamos cuando hablamos de exilio, sea éste de la índole que sea, es que se trata de un castigo, una tragedia. Todo exilio supone una imposición, un desgarro que nos borra y nos convierte en nada, en nadie, o nos sitúa en un no lugar en el que, como mínimo, nos sentimos solos y extraños. Una muerte en vida. Pero podemos sucumbir ante la pérdida, dejarnos arrastrar por el desánimo, u obligarnos estoicamente a recomenzar, a reconstruirnos. Todo depende de nuestra fortaleza, nuestro carácter personal, nuestra capacidad de ataraxia ante la turbación. Sin obviar ese castigo, Antonio Gómez, sometido desde niño a mudanzas radicales, optó siempre por ese afán de asunción y superación. «Las odiseas personales arrastran siempre un castigo y un deseo, el castigo de añorar lo perdido y el deseo de volver a crearlo», escribe en el texto de contraportada. Y ya en el primer poema (‘Prólogo’) apunta esta esperanza: Es probable que en el nuevo lugar / sigamos siendo felices / hermosos y elegantes. Al menos, que exista esa ligera posibilidad. En efecto, a lo largo de la lectura el título del libro choca de algún modo con nuestra sensación: no percibimos en este exilio castigo alguno, o éste, en todo caso, es relativo, no ha sido en absoluto catastrófico, irredimible. Dejad que cante el aedo / la historia de Odiseo, escribe Antonio en ‘Otras luces no sirvieron’. Desde el título, el espíritu homérico palpita de principio a fin. Para Odiseo, símbolo de ingenio, voluntad y resistencia, convertirse en Nadie (Outis) fue su salvación. Y también la de los suyos. La obra escrita de Antonio Gómez de las últimas décadas abunda en los mismos tres pilares sobre los que se sustenta su obra plástica: el lugar (sus lugares y sus no lugares); la casa (su casa, compendio de todas las casas en las que ha vivido); y la memoria, que puede no ser exclusivamente suya y se recrea, se reinventa ahondando en las rendijas y los rastros de su devenir a través de recuerdos, pequeños objetos, hojas, piedras, fósiles y fotografías. «Raíces de memoria» los llama él, «no solo de uno mismo, sino también de otros». En alguna ocasión yo he definido su proceso de creación como una «arqueología de la memoria». Pero estos tres pilares se sustentan en uno: el tiempo; de hecho, «tiempo» es la palabra más usada en El castigo del exiliado: «el tiempo detenido», «el tiempo de un domingo», «el tiempo recobrado en una imagen», «el tiempo fragmentado», «el tiempo abolido», «el tiempo horizontal»... Un tiempo aparte, fuera del tiempo cronológico; el tiempo sin tiempo de los griegos, convertido en clave esencial de toda su obra. Otro modo certero de percibir esos cimientos lo compartió Antonio durante la presentación del libro en el Museo Ramón Gaya, recordando las palabras de la poeta y traductora Natalia Carbajosa en la presentación que, unas semanas antes, tuvo lugar en el Museo del Teatro Romano de Cartagena. Según apuntó ella, Antonio trabaja en tres niveles: el mítico, el personal y el artístico. «El mítico es el mar, la idea del viaje homérico; el personal es la casa, las casas, lo más próximo habitado y deshabitado; y el artístico es el lenguaje, es decir, la vía para construir el pensamiento con las imágenes y las palabras». El libro, repetimos, parte de la idea de desplazamiento, de partida de un mundo al que no se habrá de volver, salvo a través de la memoria. Porque en este viaje la memoria es el mar --Querría entrar el mar hasta las aguas retenidas (‘No sé si tú recordarás’)— y también, por tanto, el lugar, el sostén del argonauta que lo surca en busca de su vellocino. Un viaje de ida y vuelta: Me gusta la luz de las tardes que descubro / tal vez como un retorno (‘Una leve equivocación’). Que sea más importante la espera que lo que suceda, / (...) antes el placer de mirar que el intento de comprender / un mar que solo responde con su enigma (‘Melancolía de Odiseo’). La palabra «lugar» es otra de las más recurrentes a lo largo de todo el poemario —y de toda la escritura de Antonio— y, para mí, la más significativa, la que más carga poética contiene (de ahí el título de este escrito y las citas introductorias): Este es el lugar donde no existe / nada y todo a la vez. / Aquí tendremos el consuelo / que renace entre lo oscuro (‘La casa isla’); Estoy en el lugar que me dijisteis, / el que existía antes de que le diéramos nombre (‘Otros sitios serán recuerdo’); Porque un lugar, su lugar, / el de esas cosas pequeñas / solo existe si estás en él (‘Armario’).
En resumen: la vida es mudanza. Nuestra odisea es la vida. Todos somos de algún modo exiliados. Carne de pérdida, desposesión y desarraigo. Todos hemos sido desterrados de la infancia y nos alejamos irremisiblemente de lo vivido (de su memoria, por tanto). ¿Qué podemos hacer? Antonio Gómez nos propone buscarnos en la pérdida. «La poesía es pensamiento, memoria personal y colectiva, realidad construida tanto a través de las búsquedas como de las pérdidas desde la esfera del tiempo» (son también palabras suyas durante la presentación del libro en Murcia); «ésa es la base: la búsqueda de la pérdida, de la manera en que hemos construido nuestra forma de ser y nuestros pensamientos a través de las pérdidas, del exilio que conlleva toda pérdida». Mediante la pintura y la poesía, Antonio ha trocado su exilio en su ‘locus amoenus’. Ver las cosas desde la frontera, dice en el poema ‘Las afueras’. Yo escribí hace tiempo —perdón por la auto cita— un verso aforístico muy próximo al espíritu de este libro: «Hacer nuestro el lugar que no elegimos». Hacerlo lugar de Nadie. De todos y ninguno. [Murcia, mayo de 2024] LUIS G. ADALID. CARTOGRAFÍA (Zambucho y AdB, Madrid, 2023) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Durante estos días en los que a veces llueve, con la mente en el libro Cartografía de Luis G. Adalid, me he encontrado con algunos textos que me han llevado a relacionarlos con él. Uno de ellos ha sido un pequeño relato de Rafael Argullol en su último libro. Habla de cómo por accidente, un accidente literal, conoció a un hombre al que sólo le preocupaba poder caminar. Había caminado por todo el mundo, durante años, pero lo que más me llamó la atención es que el caminante, al que bautiza al final como Walker Walker, es que después de caminar por medio mundo, no pone nombres a los sitios, a los hitos importantes, apenas unos cuantos le sitúan en el mapa, y lo demás es sólo la tierra que pisa, el contacto con la tierra bajo sus pies. No hay lugar. No es lo mismo un caminante que un paseante, el que recorre caminos conocidos o cercanos en los que se busca lo nuevo, lo cambiante de su territorio emocional, para volver luego al refugio de la sombra protectora; ése que usa la mirada y adecua su pensamiento a la velocidad de su caminar. Naturalmente, recuerdo a los filósofos y a Thoreau o a Sergio Chejfec en el mundo literario, que narraba el mundo paseando con la mirada; y a Robert Smithson y sus nuevos monumentos de Passaic, por el paseo por el espacio periurbano, en busca de esas ruinas nacidas ya como ruinas. Tal vez es más cercana la labor artística de Hamish Fulton, o de otros artistas del caminar, pero su obsesión por la peregrinación y las fotos como registro lo alejan. También Luis practica la fotografía, como pudimos ver en Calblanque o Celebración, este último muy próximo en el tiempo y relacionado con lo que leemos hoy, pero de otra manera, más ligada a sí mismo. Y es que Luis G. Adalid es un paseante que pone nombres cuando pone la mirada. Mirar es crear la realidad y a la vez es una manera de pensar en modo poeta, viendo otra cara de las cosas, o la cara principal, que se vuelve tan evidente que nadie más la ve. Esta ha sido otra referencia, esta vez de Agustín Fernández Mallo, otro paseante: «La realidad no está ahí fuera esperándonos, la realidad se crea y se crea con el lenguaje». Los artistas somos todavía como Adán poniendo nombres a las cosas, a los lugares, a los hitos de nuestra infancia y nuestra vida, creando realidades. Los artistas todavía mapeamos el mundo, nuestras casas, anotamos los lugares, bautizamos huecos, pero siempre en modo poeta, donde la metáfora y el pensamiento en imágenes ilumina la cara emocional de las cosas. Así que esa manera de mirar, que se parece tanto al dibujo, es nuestra manera de mirar el mundo. Luis el paseante mira, nombra, piensa y crea con el lenguaje. «Pintar es nombrar las cosas con exactitud» decía Barceló. De una manera u otra nos lo dicen él o John Berger, que además defendía cómo el dibujo, además de poder sustituir al nombre, requiere de una manera propia de mirar: «Miraba para encontrar sólo lo que quería encontrar». Proyectarse y buscar en el paisaje, el pequeño paisaje del pequeño país. Porque el camino más íntimo y creador es aquel que recorremos por los lugares, físicos y mentales, que ya vivimos y consideramos nuestros y que permiten su actualización en el recuerdo y el papel que tuvieron. La posible alteración de estos recuerdos en el tiempo y su reconstrucción no impide su verdad ni que nuestra mente siga creando a esos 4 km por hora de velocidad. «El paseo es un instrumento de memorización» (Solnit). No olvidemos que los recuerdos requieren también su espacio y las líneas que dibujamos en los mapas serán nuevas, tal vez irregulares, o antiguas y regulares. Todas ellas serán de nuevo realidad, siempre una nueva realidad: El destino ese lugar que creíamos a salvo, es finalmente el propio mapa. Caminar y lenguaje tienen coincidencias en su concepción o utilización del tiempo o en el tiempo: los dos se desarrollan en él y lo precisan y aunque no lo parezca, como en la pintura, todo el tiempo necesario para la realización de la obra queda contenido en su final. La obra contiene en sí misma el tiempo necesario para su elaboración material e intelectual. Y es importante hablar de la pintura, del dibujo, del dibujante convencido, de la poesía de un artista que precisa manejar los lenguajes conteniendo en ellos los recuerdos, en el disparo del paseo la memorización del lugar, la verbalización del pensamiento que nos fluye en imágenes hacia la escritura y la pintura. Todos los procesos se relacionan y necesitan, y cuando uno no da lo necesario, ahí está el otro para crear lo posible.
El hecho de que sea la mirada y la imagen lo que origina el pensamiento es algo propio de artistas, y surge de considerarnos ante todo pintores aunque también seamos poetas o fotógrafos, y Luis, esencialmente pintor y gran conversador, me dijo una vez «hagamos lo que hagamos siempre lo hacemos con ojos de pintor». La realidad y el pensamiento se construyen entonces a partir de la imagen. Respiro hondamente y me diluyo en el entorno y soy probablemente mirada únicamente mirada. Pero también son las palabras las que construyen el mundo y escriben las sombras y escribe la luz. Son las palabras el poder de las palabras las que dan sentido y construyen mundos Un tal Juan Ramón Jiménez nos dio una consigna «Basta lo suficiente» válida como poética, como norma de limpieza en la escritura y contra el exceso y el barroquismo. En Luis esta opinión persiste y se hace modo de vida y se explicita en el poema porque Parece suficiente este momento, esta brisa, este olor, esta luz y esta hora. Aprendemos con el tiempo cuantas de todas esas cosas eran esenciales y cuantas de ellas se volvieron innecesarias, y el daño que provoca lo innecesario. El paseo es pensamiento y es crítica, es tomar conciencia de lo que fue, de lo que se nos anunciaba que iba a ocurrir y que después no pasó, de la degradación del entorno y de que podemos dar sentido a lo pequeño, a los lugares que habitan los límites, al retorno. Éramos gregarios y acabamos buscando sólo lo suficiente, la felicidad del jardinero. Tal vez pensamos demasiado, la decepción nos habita y nos alejamos al ámbito de soledad necesario donde surgen las palabras que también caben en los cuadros pero que precisan desarrollarse en el tiempo, igual que surgen las hierbas y crecen en el descampado. Cada día es un descampado nuevo que vive en el cambio continuo, que se vuelve jardín si lo dejas, paisaje sólo para los benditos. Coinciden las piedras: unas marcan dirección, otras quedan enterradas, todas marcan lugares y todas llevan nombres escritos, a veces sólo piedra, otras, hermano; lo suficiente, que ya es mucho. Y siempre origen. Todo está en todo y yo lo vivo y lo construyo y soy piedra, y soy nube. Y todo conforma una cartografía de imágenes, miradas, pintadas y nombradas mil veces; ahora, escritas, serán poemas, el inventario de lugares donde fuimos felices, de objetos que acompañaron nuestro vagar, un mapa que solo sirve si se hace a mano, con ese hábito de paseante que lleva el dibujo, que solo le sirve a quien lo hace y puede que solo por un tiempo, que el poema, el mapa y el cuadro serán solo una huella, cenizas de arte en los papeles y los lienzos, pero huella inevitable, como los caminos de Walker que son recuerdos de quien pisó antes y seña para el que viene. ÁNGELA SEGOVIA. JARA MORTA (La Uña Rota, Segovia, 2023) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Abro el libro después de admirar la portada de Laura Ríos. En las primeras páginas, después de la dedicatoria, lo primero que podemos leer de Ángela Segovia es la siguiente frase: «Todo lo que aquí se cuenta es verdad. Juro». La creación se resuelve en esta afirmación, toda una teoría del arte se engloba en ella, una declaración de intenciones y una poética. Sabemos qué es la realidad, qué la ficción, tal vez qué sea verdad o mentira en lo cotidiano, y que mentir es un acto creativo. El famoso «Yo no miento nunca. Yo cuando digo una cosa se convierte en verdad. Y Amén» de Carmina, me parece una definición perfecta de la creación y su verdad si la llevamos a nuestro terreno. Como artista, convencido del valor de la mentira como acto creativo, esta frase me interpela y me hace reflexionar de nuevo sobre cómo construimos los relatos, las obras y su verdad. Todo lo que escribimos es lo real, desde el mismo momento que lo hacemos, y debemos asumirlo más allá de disquisiciones filosóficas sobre realidad y ficción, lo real y la verdad. Coincide mi lectura de Jara Morta, (así, con dos mayúsculas, como nombre y apellido) con mi relectura de Las sombras errantes de Quignard, y me encuentro con esta sentencia: «El lenguaje es mentir», además de que «el novelista no calla el hecho de que él miente». Frente a otros libros que anuncian la mentira en contraportadas, la ficción reconocida, la afirmación de Ángela Segovia, bajo juramento, es, como dije, una toma de postura que obliga al lector a cambiar de actitud, es una forma de sujetarlo a la narración, anclarlo a una manera de leer y estar ante lo que la autora va a contar, para luego superar las páginas y hacerlo suyo. Tal vez esto no fuera necesario en un libro de poemas, donde el yo lírico se tiende a leer como confesional, o muchos lo entienden así y así se sienten cómodos. Pero encontrarnos con esta narración donde realidad y ficción se rozan nos sitúa de nuevo en la misma lógica que en la poesía, y es uno de los aciertos del libro, convertir cada fragmento en un poema, donde los yoes lírico y autobiográfico se mezclan y la verdad se alumbra. En la solapa, a modo de biografía: Ángela Segovia (Las Navas del Marqués, 1987) todavía escribe. Como si la escritura fuera algo que en cualquier momento se pudiera perder, como una entrega que no siempre se produce, y que tarde o temprano puede dejar de suceder. Y solo será mientras haya cosas que decir y una manera de decirlas. Las dos frases citadas, a modo de mandamientos que encierran en dos todo, explican la postura de Ángela Segovia ante la escritura: todo lo que está escrito es verdad y escribiré mientras lo sea. Este libro es evidentemente narrativo, que se acerca a la novela en su estructura, aunque dividida en fragmentos, capítulos, que se acercan en muchos casos, y lo son en otros, evidentes poemas. Ángela Segovia usa los géneros de manera indefinible, híbrida, yo diría que más que géneros los altera con absoluta libertad como modos de escritura, como voces necesarias. Las prosas de Jara morta son tan poéticas como prosas podrían ser a veces sus poemas, estos o los de Mi paese salvaje. La elección en cada momento de una u otra no nos importa ni lo necesitamos, porque el lenguaje fluye con tal suavidad que prosa y poesía conforman un lenguaje propio en el que las palabras en dialecto, los giros extraños y los encabalgamientos en los escasos poemas acompañan el ritmo y el sonido de las palabras. Basta con oírla leer algún poema para saber que todo lo que ocurre en la escritura de Ángela Segovia es necesario en ritmo, en música y en imágenes. Todo parte de un retorno, podríamos decir que a la infancia o a la casa, y a la reconstrucción somera de una cabaña en ruinas en un cementerio de jaras muertas, con las que se construye la techumbre. Guarida llama a este refugio. Salir de la casa, dejar lo querido, recorrer un camino y atravesar un bosque hasta llegar al cementerio de las jaras y a la guarida, relacionarse con lo que allí ha muerto, y crear el lugar donde estar dentro. Allí encuentra la soledad necesaria y el silencio como origen de toda creación, allí la capacidad de absorber la naturaleza y su relación con ella, la vida marcada por la muerte, sueños, apariciones y desapariciones, todo dentro («Igual que se construye una cabaña en el bosque para estar protegidos, / así se prepara el alma para rezar»). Hay mucha influencia de la mística en la forma de hablar con la naturaleza, con “dieu”, de mostrar una fe construida en su interior y desde el interior, silencio y soledad. Y amor por los que le rodean y los que estuvieron.
Y para contar todo esto, porque hay relato, hace uso de la mirada, una mirada que proyecta hacia el interior todo lo que aparece, sean las jaras, el paisaje o lo desaparecido. Todo baila entre sus pestañas, palabras visualizadas. La postura de esa mirada nos lleva de nuevo al dentro donde nace la escritura y el secreto indescifrable o inconfesable, ese que nos acompaña a todos o que (de nuevo Quignard) todos deberíamos tener. Pero también la creación de imágenes personifica la guarida con un rostro pintado que mira, así como los nombres bautizan objetos. Es bellísima la manera de narrar con las imágenes la experiencia de la reconstrucción de la guarida y su reflexión ante la muerte, la muerte que nos hace vivos. De hecho, La Bella Morte es la serie de la que forman parte Mi paese salvaje y Jara morta. Habrá un tercer libro que parece cerrará el tríptico de esta serie. Ángela Segovia utiliza, como ya hizo en Mi paese salvaje, un Mi posesivo y a la vez íntimo; no pretende que sus textos y poemas sean de nadie más o extrapolables a una universalidad o alcanzarte por la ética. Leer los libros de Ángela Segovia es asistir a una especie de espectáculo teatral único, en el que tú sólo estás ante alguien y ese alguien habla para sí y tú le escuchas embelesado. Es un mundo tan personal que no puedes identificarte más que como acompañante, acompañante en un mundo que precisa la soledad y en el que a veces querrías esconderte como ella. Retraerse al mundo interior, volver a la soledad primigenia y volver a la fuente de los sentimientos, construir una guarida donde esperar a que aparezca de nuevo el día antes de haber nacido: Toco la vieja cara de musgo con las manos. La toco con las manos abiertas. Tal vez mañana estaré viva y la habré olvidado. Y luego, algún día volveré a recordarla. ¿Verdad? Sí, verdad. La originalidad de Ángela Segovia, su compromiso con el lenguaje, su conciencia clara de la escritura y de dónde nace, la belleza y hondura de su poesía, la convierten en una autora que va a ser de referencia. El recorrido y los premios de sus libros publicados lo demuestra. Y ya. Esto es el fin. IURY LECH. LA DIVINA PROBABILIDAD DE LOS RECUERDOS EXTINTOS (Jekyll & Jill, Zaragoza, 2022) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Reconozco mi debilidad por los libros que establecen su relato como un viaje que se convierte en existencial, en la búsqueda de un sentido y la posibilidad de no encontrar ninguno que puede tener enfrentarse a territorios que ya paseamos en otro tiempo con la idea del retorno o por otros por los que nunca se pudo navegar y ahora funcionan como descubrimiento, aunque de ellos ya se espere algo. Sus escritores y protagonistas son seres literarios, escriban o no, que entienden el viaje como necesario, la búsqueda como recuperación de lo perdido, el hallazgo como posible, la construcción de la memoria como algo esencial. Escritores como Sebald, Chejfec, artistas como Long, Smithson, cineastas como Tarkovsky o Angelopoulos, poetas y artistas románticos como Wordswoth, por citar algunos y sin olvidar las epopeyas clásicas, se mueven en un viaje que, además, se convierte en un viaje por el lenguaje, por el léxico, los signos, los símbolos, por la temporalización de la obra en recorridos de orden musical, incluso. Y si además el autor, el ucraniano-español Iury Lech, es artista interdisciplinar, mi lectura se vuelve aún más abierta a todos los lenguajes. Enfrentarse al nuevo libro de Iury Lech se parece mucho a estar viajando en nuestra propia mente y en nuestros recuerdos o la ausencia de ellos, la memoria y el olvido, mientras tenemos de compañero a un personaje fascinante, Wolef, que supera todos los conceptos y estereotipos humanos que nosotros creemos inalterables, y que él deja a un lado mientras vuelve hacia unos recuerdos que en algún momento de su larga vida, que le convirtió en una especie de ser posthumano, le dejaron con una historia llena de agujeros y grietas que él quisiera reconstruir, como un arqueólogo que apenas encuentra los restos de algo que pudo ser posible, de algo que tal vez pueda hacer posible un retorno. Y a su vez, tan importante como él, el narrador le acompaña en sus desplazamientos en la búsqueda del pasado perdido para avanzar hacia el futuro o el presente posible. Nos faltan claves para saber quién es Wolef y quién el narrador-acompañante; pero de la misma manera que nunca conocemos la totalidad de lo que nos llega, como tampoco recordamos la totalidad de nuestra vida. La memoria crea y ocupa, y el olvido actúa y filtra lo que en su momento no creímos necesario. Y además reconstruimos la memoria con su uso. Funes el memorioso lo recordaba todo y sufría por ello, y otros necesitan escribir todo aquello que se olvida para volver al pasado necesario (Memento). Así que esa falta de claves nos vuelve activos, nos lleva al movimiento y la creación, lo que no se cuenta adquiere valor; y ante los misterios, los huecos de la existencia, la respuesta es poética: Wolef construye lo real sobre lo desconocido por extinto pero que debió ser conocido. Junto con el narrador, el uso de la memoria y el olvido serán generadores de lo real. Y en lo real queremos estar nosotros. Wolef es una presencia que pertenece a un mundo (ética y estética) que, aunque le contiene, no es el que busca. A pesar de ir hacia delante, siempre siente la necesidad de sus recuerdos, esos que en algún momento de su creación le fueron extirpados y que ahora han quedado convertidos en ruinas. Mientras leía me he acordado de la mirada asombrada del Ulises de Angelopoulos, o del Stalker de Tarkovsky, rostros que se vuelven hacia dentro, en una ciencia ficción que más que buscar en el futuro miran siempre hacia atrás como un arqueólogo asombrado y atormentado porque lo que encuentra le sirve, tras el esfuerzo del viaje y la excavación entre los distintos niveles de escombros, para hallar tan solo unos pequeños fragmentos de recuerdos sin hilvanar que, ante la necesidad del pasado, le resultan insuficientes. De un artista como Iury Lech, transdisciplinar, músico, artista visual, escritor, no se puede buscar una clasificación, aunque no creo que un buen lector deba querer clasificar nada. Domina lo visual en un artista visual. Domina la sucesión de imágenes en un artista audiovisual. Se mantiene el ritmo en los capítulos como movimientos de una composición musical, propio del lenguaje de un músico. Y tenemos entre manos una epopeya lírica y épica, un largo poema sobre la búsqueda de lo que quedó. Iury Lech mantiene también como escritor, de todas formas, la imagen como raíz y foco de lo que se irradia. En muchos momentos aparece esa querencia, como en que Wolef mantenga, de todos, el sentido de la vista, en la aparición de algunas fotografías antiguas de la familia, las descripciones a veces cinematográficas y el propio cine.
Pero además hay inteligencia narrativa; el texto te arrastra, utilizando personajes, acciones, imágenes, personajes que influyen en la personalidad de Wolef sin antecedentes, sin explicar en primer término (Algunos pertenecen a otros libros de Lech, con lo que el sentido de continuidad de la obra se sobreentiende). Eso crea la intriga y le necesidad de seguir leyendo. Son preguntas. El mundo narrado nos atrae y nos intriga, nos lleva de lo extraño a lo fascinante, pero sin caer en el exceso, un texto no muy largo con la extensión necesaria, y que nos llevará a seguir en él después de su lectura. A pesar de hablar de cientos de años en la vida de Wolef, a pesar de entrar en un posible tiempo futuro o sin tiempo, un post-tiempo, conceptos y temas del presente siguen apareciendo en las reflexiones: el amor, la inadaptación, la inmortalidad y la muerte latente, la filosofía, la divinidad, la inteligencia artificial, la desaparición, la crítica del sistema cultural, la lectura y las bibliotecas, el mundo humano y el posthumano. Y la identificación posible con el propio autor o con nosotros, lectores. Magnífico este libro de Iury Lech en la editorial Jekyll & Jill. Para seguir. JULIA NAVAS MORENO. ZAPATOS SIN CORDONES (Chamán, Albacete, 2021) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Todo empieza con un cristal, y tú mirando a través de él. Puede ser que estés a un lado o a otro, (Entonces el infortunio siempre era / la historia de otros) o no saber cómo has pasado de uno a otro y tus creencias acerca de a quién le ocurre el daño se alteran por completo y te sumerges en una nueva verdad. EL CRISTAL Todo lo que ansío está tras el cristal. Si me miras desde el otro lado quizás creas que estoy atrapada, insatisfecha y difusa, pero es a ti a quien veo moverse en círculos concéntricos, caminar sobre campos trillados con tu sombra pegada a los zapatos. Todo empieza en una sala de urgencias: Nadie nos predijo /… / que las sillas de las salas de urgencias / fueran potros de tortura. Lo que se escribe, lo que queda escrito en los poemas es siempre verdad. Puede responder o no a la realidad, ser la elaboración de esa realidad a partir de las imágenes inmediatas que se nos quedan grabadas, o las imágenes mentales que genera el pensamiento y el trauma; o ser las imágenes que generan las palabras, palabras que van a seguir su proceso difícil hasta el verso. Pero una vez trasladadas unas y otras al poema, todo queda convertido en lo real, en lo que será real a partir de ese momento para todos los lectores del libro; y es más, será lo real en el tiempo, siempre en el mismo tiempo. Es el tópico, no por ser tópico menos cierto, de ver siempre el presente del pasado, ese presente que queda anclado a los versos del poemario. Hay una poesía doliente, hay una poesía elegíaca, hay libros sobre el duelo violeta de las pérdidas, y todos contribuyen a la superación del dolor. La poesía doliente ante la enfermedad mental y sus ramificaciones sirven porque quien lo escribe tiene el deber y la obligación moral para sí mismo y su entorno de contarlo, no solo como la narración del proceso, que sería más propio del ensayo o la narración, sino como la reconstrucción mental de todo lo que ocurre en uno mismo y en los demás usando la potencia de la mirada, la capacidad de sorprenderse que tiene el poeta, en este caso la poeta Julia Navas, que teniendo experiencia como novelista necesita usar la poesía y el valor de sus imágenes, de las palabras y sus quiebros para transferirnos todo el sufrimiento que hay en su experiencia y su manera de dominarlo por medio de la esperanza y el amor como entrega (El amor nada tiene que ver con las mariposas...). Porque de lo que trata este libro es de la experiencia, su única experiencia. Nadie sufre las mismas cosas, ni de la misma manera, nadie tendrá las mismas emociones ni sufrirá el mismo dolor, porque la experiencia es intransferible, y nadie es capaz de sufrir por ti, ni contigo, aunque estemos a tu lado. La poesía tiene ese valor legal de ser el acta de nuestras angustias y nuestros amores, de las tristezas melancólicas o de la celebración. En este caso, Zapatos sin cordones, nos toca ir del lado más oscuro, pero con ánimo de contar y superar. Y para ello hay que convocar la imagen de lo oscuro, mirar hacia dentro, y desde dentro volver a mirar hacia afuera y hacerlo con limpieza. No hay símbolos posibles en este recorrido, en todo caso solo pueden ser marcas de vuelo, imágenes que son testigos de todo aquello, lo que pasó y lo que queda. Es notable el uso de infinitivos en varios poemas, como expresión de lo que acontece y su respuesta. No siempre se puede con todo, no siempre funciona el infinitivo como definición de la acción, sino de estar inmerso en ella. El infinitivo da la idea de presente permanente (No ensuciarte, conservarte en la asepsia, / despreciar la rugosidad de las sábanas. / Desconfigurar los circuitos de la demencia, / abrazar la perfección / y ser esfinge hierática). Enfrentarse a la enfermedad mental no es algo que corra solo a cuenta del enfermo. Parece que se extiende por rizomas deleuzianos para transmitir no el conocimiento, la empatía o las relaciones, sino a manera de contagio. Esto lo saben bien quienes han sufrido y sufren el hachazo que provoca el daño y el estallido que parece extenderse a todos los rincones de la casa. (Estás. // A miles de kilómetros / en la habitación de al lado). Si una mujer que llega a un nuevo lugar donde habitar (decía Pilar Adón) lo primero que hace es medirlo, Julia Navas no puede hacerlo porque se ve inmersa en unas medidas inabarcables, y parece que la manera de salir fuera acotar, aproximar los límites de tanto espacio de sufrimiento, y es eso lo que deja en el libro.
PRESENCIA Hay un olor en cada objeto que tocas. Puedo decirte que te haces eterna, que sellas tu presencia en todos los rincones de mi vida y se hacen imprescindibles tus pensamientos. Estás. A miles de kilómetros en la habitación de al lado, en el cisco que alimenta la brasa, en las sombras de los puentes y en las delicadas fibras que arropan mis miedos. El “yo” de este libro claramente anotado por la autobiografía, es un lugar compartido. Julia Navas nos hace leer los poemas viendo un yo, un tú, ella, él, compartido, pero que no llega a ser un nosotros en cada poema, como si la medida del dolor y la enfermedad fuera en cada caso propiedad privada. No hay mucho que compartir en los picos, pero hay mucho que esperar y compartir en la manera de salir. La entrega de la familia en el acompañamiento, el amor de los otros y hacia los otros son el camino hacia la puerta de salida. Hay esperanza, muy serena (Y seguimos cumpliendo la promesa / de socorrernos mutuamente / y guardamos en los bolsillos / tisanas de hierbabuena y jengibre), pero la esperanza queda para siempre tocada por lo conocido, lo que ahora sabemos y a lo cual ponemos nombre (porque en la penumbra siempre anidan los miedos. / Ahora tienen nombres y dueños). Los últimos poemas del libro dejan un poso duro, como la toma de conciencia de que a pesar de que se supera, siempre quedará el desconsuelo o la inseguridad ante la anomalía: ‘Contra las cuerdas’, ‘Supervivencia’, ‘Catatonia’, ‘La sábana’ (Y anhelamos, impacientes, la normalidad anómala de nuestra existencia), son estos últimos poemas que dejan escrita la duda y la prevención, el pasado en el presente. GINÉS CRUZ. PALABRAS DE PIEDRA (Hércules de Ediciones, La Coruña, 2022) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Palabras de piedra, casi todas huecas, aunque duras, que el tiempo llenará de contenido y de uso. Este es mi oficio, ser escritor de palabras de piedra. Ginés Cruz Cojo piedras de los sitios que visito y me las llevo. Me atrae su color, su forma. A veces las busco a conciencia y otras saltan a la vista. Todas ellas se trasforman en algo más que una simple piedra, de alguna manera son capaces de guardar en ellas cosas que yo les otorgo y colocadas en una estantería irradian todo ello de vuelta. Puestas en un sitio propio, incluso los demás entienden que hay algo especial en ellas. Este verano he estado observando como las piedras se modelan por el agua y las presiones, por el viento y los hielos, y siempre recordaba el reciente libro de Ginés Cruz Palabras de piedra y su poema inicial, del que cito en el encabezamiento unos versos. Recuerdo tener en mi mano una, observarla, estudiar sus formas exteriores y pensar en las interiores, esas que soy yo quien le aporta y que a partir de ahora siempre estará irradiando desde su lugar algo de Ginés y de su libro. Más ahora que lo dejo por escrito en esta reseña. El contexto de esas palabras de piedra hacen referencia al difícil aprendizaje de las palabras y sus sentidos por parte de las personas que sufren Trastorno del Espectro Autista (TEA). Es conocido que uno de los más usuales signos de este trastorno es la incapacidad o dificultad para reconocer los dobles sentidos de las palabras y las frases, quedarse en la literalidad del lenguaje verbal, lo que profundiza en los problemas de relaciones de quienes sufren TEA. Se ha tratado o utilizado el tema del autismo en libros, cine y TV: ahí están El curioso incidente del perro a medianoche, El rastro brillante del caracol, por citar alguna novela, o Rain man, El faro de las orcas, en el cine, y The Good Doctor o Big Bang en televisión. Pero la novela de Ginés Cruz lleva el caso del autismo a lo más cotidiano, al enfrentamiento diario y ordenado del protagonista, autista él mismo pero con gran autonomía e independencia, al trabajo, el dinero, la cocina, la casa y, sobre todo a su hijo, autista también pero con una mayor afectación. La organización de un viaje y sus dificultades inherentes se pueden convertir para el protagonista en una prueba insalvable, o en una demostración de que las capacidades desarrolladas en su evolución como afectado de TEA y su aprendizaje con los demás y con los especialistas le han llevado a una superación de las trabas que una sociedad como la nuestra pone a todo lo que se sale de la norma. Puede ser la realización de un gran logro. Es esta la clave del libro, mostrar que la realidad impuesta por unas sociedades tendentes a la “normalización” que solo de vez en cuando establece requisitos para la accesibilidad a la ciudad y sus servicios, sin embargo mira con indiferencia cuando menos y con desapego y temor lo que es diferente. Me cuesta utilizar las palabras normal, diferente, afectado, autista, sin pensar inmediatamente si estoy incurriendo en el mismo error de siempre, y que las palabras son efectivamente de piedra; aprendemos su uso y debe pasar el tiempo hasta que soy capaz de modelarlas para adecuarlas a una utilidad real desprovista de tópicos y de generalizaciones peligrosas. Nadie es normal, cada uno muestra, y así debe ser, una personalidad formaba por herencia, por deseos y por educación y experiencias. Pero nadie pone pegas a los que entramos dentro de unas características generalmente aceptadas. Ahora bien, en cuanto hablamos de TEA, todo cae en el otro lado, otras normalidades nos asustan, alteran nuestra realidad percibida e interfieren en un mundo que no está diseñado para ellos. Sin embargo, lo real es lo que construimos cada uno y esto es lo que nos muestra Ginés Cruz, la manera en que las personas con TEA, cada uno diferente de los otros, como lo son los neurotípicos, son capaces de construir lo real, partiendo de ellos mismos, sin perder su implicación en una sociedad en la que deben saber estar, pero sabiendo que habrá límites a su mundo personal. El tema central del libro es la realización de un sueño, la organización de un viaje y poder llevarlo a cabo solo con su hijo, rompiendo todas las cuerdas de seguridad que la familia ha tendido siempre, y las dudas que le plantean acerca de su capacidad. La primera persona del narrador era necesaria para que nos sintamos exactamente en su mente, en sus miedos, en su manera de organizarse tan estricta, en cómo se puede caer en el desastre cuando algo se sale de lo establecido. Conocer al protagonista es conocer un mundo muy limitado, sencillo en las cosas que son necesarias, pero muy complejo en el sistema que las relaciona y en los pensamientos que le rondan en la comparación con los demás. El lenguaje utilizado es sencillo porque es el que necesita un autista, en una sencillez que no esconde la complejidad de un pensamiento necesitado del control absoluto. El torrente de cosas que deben ser controladas, las obsesiones constantes que no son creativas, la organización de un viaje medido al máximo y con horarios fijos, las dudas propias, nos transmiten ese mundo complejo y obsesivo. La narración va y viene entre el recuerdo y el presente, porque todo es necesario para entender la evolución del personaje y los pocos que le rodean. La narración, que no es anárquica, sí es desordenada, dentro de la sabiduría de Cruz para ponernos delante a cada paso lo que es necesario en la novela, que persigue también identificar el relato con un pensamiento autista de alto rendimiento. Además, los flash back sirven para hacer un homenaje y reivindicación tanto de las familias que rodean o tienen a su cargo a las personas con TEA, de las asociaciones y de los profesionales dedicados al autismo y a ayudar en la formación de las personas con este trastorno.
Vuelvo a las palabras, y me doy cuenta de que la mente del hijo del protagonista y sus percepciones se guían más por las imágenes, y para él aprender palabras y su significado se convierte en algo lento y duro («Conoce las palabras, sí, aunque sé que esas palabras, para él, no significan nada ahora»), tal y como le ocurrió a él mismo («conocía casi todas las palabras pero no entendía que significaban en su conjunto»), mientras que las imágenes podrían ser lo natural en un sistema perceptivo y de aprendizaje. «Para Guille, las palabras también son como pequeñas trampas, como enigmas a los que debe habituarse. Para él resultan más cómodas las imágenes». Palabra e imagen vuelven a competir en la construcción del pensamiento, y esto lo acerca al de los artistas y su capacidad creadora. Incluso introduce Ginés Cruz el posible paralelismo entre los autistas y la manera de ver el mundo de los poetas, poniéndolo en el razonamiento del protagonista, porque el poeta «no puede evitar interpretar las cosas desde su óptica exclusiva, trascendiendo los lugares comunes y las respuestas generalizadas, fruto de una educación monocromática y obscenamente utilitarista». Es más: «Que un poeta pueda ver el mundo de otra forma, es porque puede mirar en su interior muy profundamente, aislarse de lo que le rodea, incluyendo las formas de pensar generales inculcadas por la cultura y mirar de una forma más personal, más íntima, menos influida». «Es como si tuviera autismo», sentencia el protagonista. Se cuida mucho en el libro la aparición de las imágenes y la mirada, de los sonidos, incluso de las palabras, de la música y la poesía, además del enfrentamiento con las matemáticas y el mundo práctico, con sus horarios, sus tiempos, el control de los cambios y la capacidad de adaptación. Las pequeñas historias que quedan desapercibidas ganan en este caso la calidad de no solo ser percibidas sino interiorizadas. La ausencia de nombre para el protagonista, el uso de la primera persona y el hecho de que no aparezca nada que no esté directamente ligado a lo que perciben él o su hijo, el lenguaje utilizado y su literalidad, la estructura de pasado, presente y el posible futuro, nos hace vernos dentro de él, compartiendo una forma distinta de percibir realidad y construir lo real, y que eso sea ser independiente durante una semana y llevar a su hijo a la playa. A todo esto sumamos como es la vida y actuación de un padre o madre (precioso el homenaje que hace a los padres) cuando está a cargo de un menor con mucha más afectación. Estamos dentro del trastorno y la identificación está perfectamente conseguida, sin agobios, con un carácter optimista y de autoconocimiento. |
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