LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
MANUEL MADRID. FONDO DE ARMARIO (Balduque, Colección Sudeste, Cartagena, 2022) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Al abrir Fondo de armario podríamos pensar que quizás fuera una versión poética de Carne de caimán, el anterior libro de Manuel Madrid (una suerte de coda, dice Francisco Torres Monreal), que conocimos y que recibió el premio de diseño en el Creamurcia 2019 (Estudio María y José Luis). La dedicatoria que el autor nos hace a los que leímos ese libro “por dejarse herir” nos relaciona íntimamente con él. Sabe Manuel Madrid de la relación de este libro con el anterior y demanda al lector afortunado de ambas obras que la tenga presente y además hace coincidir el número de poemas, 26, en uno y otro; pero a pesar de la evidente relación, no es ni una continuación, ni una versión en verso. No solo el paso al poema, que es evidente, sino otras ideas, hacen de Fondo de armario un libro distinto y especial. Dos citas dan claves de qué se propone Manuel Madrid: la primera presenta el poemario y es de Julian Barnes en la que se plantea la existencia de momentos que podrían pasar por cotidianos, algunos banales y que sin embargo se convierten en cruciales («el primer cigarrillo, la nieve sobre un árbol en flor, Venecia, el placer de comprar...»). Son todas esas cosas y acontecimientos las que componen la vida y dan sentido, aunque algunas queden colgadas: «Colgué lo que puede que hoy no sea... / Ahí en el fondo de un armario en Barcelona». Los que tenemos la suerte de conocer a Manuel sabemos de su método reflexivo en torno a su trabajo periodístico, conversador sin agobios, como si no hiciera una entrevista, no interrogativo, diálogos en los que tanto habla tanto él como tú, sin miedo a la sinceridad, para extraer después lo esencial, lo que nos demuestra su alto nivel de atención y sobre todo de observación, de asombro ante las cosas que ve tanto en los territorios más alejados por sus viajes, en las personas conocidas o buscadas en esos nuevos caminos, como en los más cercanos, con un gran dominio del lenguaje que le permite jugar con la manera de contar. Pero para contar bien hay que saber captar la esencia. En este trabajo tan personal en el que se convierte su poesía, intuyo que el proceso es el mismo, pero mayoritariamente sobre él en sus relaciones con los demás. Asume lo esencial del poema en su carácter dialógico con otros, pero esencialmente consigo mismo, en esa forma reflexiva y de mensaje que tiene la poesía que, de alguna manera, podrá llegar a un destino. Tiene que ver con los viajes como hizo en anteriores libros, pero no en la parte de descubrimiento de los nuevos espacios, sino en la parte del encuentro. Solo en unos pocos poemas se acerca a un lugar determinado dando el nombre (Génova, Jerusalén, Barcelona, una calle de Murcia), aunque eso no quiere decir que no haya un paisaje en todos, sino que la prioridad está esta vez en él y el otro. Es lo humano lo más visible, esta vez liberado del lugar, o mejor, convertido él y sus encuentros en el “lugar” del acontecimiento. El Eros, el amor, la búsqueda del contacto, en definitiva los afectos deseados y no siempre conseguidos, porque en muchos queda un regusto de decepción, la desazón ante lo que se quería y no se alcanza, que es personal pero también crítica de la sociedad en el actual sistema de relaciones. No quiero ver lo autorreferencial, sino lo que queda. Partir del acontecimiento puede llevarnos a narrarlo, pensando que aquello fue de tal manera y nos iluminó tanto que con un estilo descriptivo bastaría. Pero Manuel Madrid parte de aquello, las vivencias, para ir posteriormente construyendo el poema, podando hasta limpiar la prosa original (que ya era poética siempre en su estilo), dar forma, también visual, al lenguaje y los versos, crear imágenes poéticas y dejar lo importante, lo que puede ser luz, “realidad invocable” que decía Celan. Y para Manuel Madrid esa realidad estará en la belleza que queda en el poema, marcado por un ritmo vital, una cadencia casi respiratoria, una concisión a la que yo no llamaría sencillez pero sí adaptación al habla cotidiana. No hay vibración del tiempo, todo son escenas extraídas, pequeños momentos recordados, verdaderos en su construcción a partir de la memoria y del proceso de aparición. El tiempo está, lo sobrevuela todo, pero asumiendo su levedad. Todo ocurre en un tiempo, todo es tiempo recobrado, nunca nada es intemporal, pero Madrid sabe escapar del érase una vez para instalarse en la suma de todos los tiempos que es el presente donde no hay tiempo detenido.
Adquiere importancia lo no dicho. Las cosas ocurrieron en un entorno del que solo queda ese recuerdo en el poema, al menos para el lector. Lo demás ya está, porque cada poema queda sin contornos, abierto hacia todo aquello que no se dice. Igual que en las fotografías queda siempre el fuera de campo, a veces tan importante o más por conocimiento o ignorancia. Lejos de la imagen, del poema descriptivo, Manuel Madrid está más cerca de la poesía como pensamiento y reflexión. Es cierto que en ocasiones se acerca al aforismo o la sentencia, pero sin ese afán de tener razón que en ocasiones acabas teniendo de los libros de aforismos. En el mundo de la poesía o se es valiente o no habrá nada que perviva. Y en eso, en este libro y en los anteriores, y en su trabajo periodístico, Manuel Madrid tiene claras las cosas y lo que es verdad. Los temas no son siempre celebrativos, y un principio más elegíaco nos sitúa en este bellísimo poema que es ‘Otoño sin soldadura’ y que comienza: Hoy te habría besado. Quería contarte que volvió el otoño. Que sentí, de nuevo, la tristeza del frío. Pasaremos por la decepción («Ni aprecio, ni atracción ni aliciente / los asientos del tiovivo / estaban ocupados por imposibles»; «Eliges ser nada / pudiendo ser todo»), el humor, el sexo, la busca («busco cuerpos deshabitados»), la toma de partido y la defensa de lo que se cree (‘Asilo’ o ‘Trimonios’), y sí, el acontecimiento («cuando rompiste a reír con júbilo, // habías adivinado / el paradero de Júpiter) y la obligación de buscar la felicidad. La otra cita de las dos a las que hacía referencia es de cierre y es de Carmen Laforet, extraída de Nada y de la que copio un fragmento: «Me marchaba ahora sin haber conocido nada de lo que confusamente esperaba: el amor en su plenitud, la alegría, el interés profundo, el amor». Ese cierre, esa insatisfacción final, decepción al fin, sobrevuela los poemas; y ese deseo no siempre cumplido seguirá moviéndonos en la búsqueda, el viaje, el otro, y serán momentos cruciales que volverán a ser poema. Belleza. XIX. MECÁNICA CELESTE Cayó de repente Desde el azul del mundo Y el corazón se me encogió MARI TRINI ‘Una estrella en mi jardín’ (1982) Vuelan desorbitados. Aquí, allí. Tras de sí dejan colas de polvo y gas. Torpes e ignorantes, no reconocen al astro rey. Cuerpos celestes, sí. Nada más. Un centelleo que se evapora como nube de verano.
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CRISTINA ELENA PARDO. MANO QUE ESPEJA (Balduque, Cartagena, 2018) por SARA MADRID JORDÁN Cuando llegó por primera vez a mí este poema aledaño, de la mano de su editor, José Alcaraz, deseché, ignorante, su centenar de hojas tras menos de cinco poemas leídos.
La literatura mantiene intacta su incuestionable existencia sin nadie que la interprete. Así, mi ejemplar descansó sobre el estante durante meses. No obstante, existen obras más independientes que otras, y Mano que espeja está en una relación tóxica con nosotros. Dudamos de ella. Sin que la dotemos, personalmente, con nuestra experiencia vital, se ve claramente reducida. Es quien no comprende el esfuerzo a realizar, esfuerzo unilateral, que, o bien abandonará su lectura tras menos de cinco poemas, o bien gastará tiempo con rostro fruncido entre palabra y palabra, midiendo espacios, como el que reflexiona frente a un lienzo en blanco de 2x3 metros. Las raíces que se entrelazan formando grafías escapan de nuestros supuestos, se extienden dentro de uno mismo. No crecen, sin embargo, por donde quieren. Mientras cooperas con ellas, proveyéndolas de libertad, estas líneas disuelven. No, no te perderás, no abandonarás lo material, de hecho, serás incluso más consciente de tu cuerpo. Te transformarás hasta ser mezcla con poema singular. Serás lo resultante de procesar a Cristina Elena Pardo. Esta primera obra de la joven nacida en Caracas se sustenta, a mi juicio, en dos bases, pese a que, repito, cada uno, con sus vivencias, la configurará de forma distinta. La primera es la defensa de la palabra sobre el silencio, aún siendo conscientes de que esta puede herir y no solo alimentar. Pardo nos insta a no dejar que el lenguaje permanezca detenido, inmóvil, inalterable. Las posibilidades se nos muestran mediante este mismo trabajo, donde una tan larga reflexión es reducida a su mínima y primaria esencia. La palabra escrita haya su representación en el yo poético, ciertamente disociado del sujeto. La segunda es la comparación. Encontramos varias, una común es la de la juventud y la vejez. Estos estudios son realizados en términos sensoriales: se explora el desgaste y la temporalidad del cuerpo físico. Dentro de ese sujeto son sus sentidos (tacto y vista, los más citados) los que le forman, le ayudan a desenvolverse. Se evoca la memoria como lugar único en el individuo y, a su vez, símbolos como la ventana, el color negro o el eco, que personalmente me gusta interpretar como el “reflejo en el espejo” del sonido. Asistimos a otras contraposiciones, como la de la rapidez y la pausa, pero todas, en última instancia, nos derivan a la rivalidad yo/yo poético planteada en cada una de las páginas. La individualidad fundamenta ese reflejo, la pregunta reside en si este nos muestra la realidad o solo nuestra realidad. MARÍA PILAR CONN. LA ALMENDRA Y EL MAÍZ (Balduque, Colección Sudeste, Cartagena, 2019) por ANABEL ÚBEDA BERNAL LAS SENDAS INUSITADAS DEL NATURALISMO AMERICANO Nos acercamos, por primera vez, a la voz lírica de la naciente María Pilar Conn, cuya incursión en el mundo editorial vino de mano de su libro Cardinal American Bakery, Pasteles, del Arte a la Creación (2015). La autora, oriunda de Indianápolis, se formó en California, aprendiendo español gracias a su madre sevillana y a su abuela, que leían en casa a Espronceda y a Rubén Darío, como ella misma apunta, y moviéndose en los equilibrios de la poesía hispana y la americana, pues al otro lado, debido a sus raíces paternas, centró sus lecturas poéticas en Robert Frost o Walt Whitman, como bien atestiguará su estilo poético.
La almendra y el maíz es un poemario para transitarlo con botas camperas y, probablemente, con algún tipo de protección para el alma, pues va rescatando imágenes que conforman un todo, un paisaje cambiante, una interpelación de la propia voz poética que nos inserta en planos que se identifican con nuestro imaginario cinematográfico americano y, un día, parece que nos reconocemos al otro lado del charco. Así es, de forma breve, como esa voz mantiene la tensión hasta el final, no ocultando que el maíz se identifica con ella misma, pero cuyo referente es la almendra. Cada poema es un núcleo fundamental que perfila un pequeño relato que queda relacionado mediante los recuerdos e imágenes propiamente castizas: el alce, los rifles, el estiércol, frente a un Mediterráneo que se conforma dentro de la misma poeta cuando no conoce aún su futuro hogar. Por ello, hay un evidente choque entre las raíces paternas americanas y las españolas de la madre que prevalecen en la musicalidad y ritmo de algunos poemas, como en ‘La espera’: vengo de la escarcha, en la nieve nací. / Vagué por los bosques buscando frutos, me perdí. / Vivo una vida lejos de los campos de maíz, / de los árboles inmensos bajo los que me ponían a dormir. Con un lenguaje directo y claro, nos traslada a Indiana, allí se entremezclan las sensaciones olfativas que emanan de la presencia de los cerdos, identificándose con el desprecio de alguno de sus familiares, o con el dolor que produce a su madre no sentirse en el hogar, como en ‘Barro en los zapatos’: He pensado en tu mirada triste al bajar del autobús / y ver que todo era mentira. / He recordado tu lucha por que fuésemos distintas del maíz que crecía, / en esa Indiana que tanto te estremecía. A la vez, las imágenes nos remiten a pequeñas ensoñaciones, momentos familiares llenos de amor o de violencia, como la primera caza, que se ven cubiertos del halo de la tristeza, como en ‘Ojos muertos’: Dejé muerte a mi espalda en el bosque pero el olor de la sangre / me quiso acompañar. Todo nos lleva a una infancia donde la autora busca el lugar seguro, como en ‘El alce y el camisón viejo’, aún desde la edad adulta: En invierno, saco el camisón que dejó / una triste tarde antes de su adiós. Mucho más allá de Indiana, se cruza con una patria que parece confundirse al recorrer los paisajes de ‘Suecia’, en que se encuentra con el amor del animal: El galgo llevaba rato mirándome. / Vi en sus ojos entendimiento. / Pues ¿no era ella una extranjera también? Pero ella ya sabe dónde está en parte la suya y atraviesa los ventanales de una Murcia entre la montaña y el mar, donde nos descubre que la almendra es el hallazgo del amor que cura, en versos como los de ‘La niña salvaje’: pero siempre estás ahí, esperando con paciencia en tu silla de playa. / Sacas al verme el alcohol y el algodón para curar mis heridas […]. Es La almendra y el maíz, un poemario personal donde transita el dolor de la identidad mestiza y también el feliz encuentro con la paz interior que se mueve entre coordenadas opuestas culturalmente, pero siempre conectadas por los sabores del cereal más norteamericano y del fruto seco que llena de nieve nuestros campos. ELENA TRINIDAD GÓMEZ. AFECTOS DE LEJANO ALCANCE (Balduque, Cartagena, 2019) por ANABEL ÚBEDA BERNAL Elena Trinidad Gómez (1997) era para nosotros la “poeta-breve” desde aquel día que presentamos la antología Siete menos veinticinco, ya que la condensación de sus imágenes nos obligaba a abrir aún más los oídos y el corazón. Hoy, con Afectos de lejano alcance, Elena da el pistoletazo de salida a su poética, dándonos su voz en papel, y conquistando la cima de La Montaña Mágica, en esta tercera edición de su concurso. Su primera obra ha sido publicada en la editorial Balduque y desde la portada se muestra un árbol casi infinito, que simboliza la vida. Más allá de la poeta está ella como lectora y como “bibliotecaria” de sus amigos, pues siempre sabe dar la bocanada exacta de ensayo o poesía cuando no sabes qué elegir. Esto también se muestra en las citas que abren el poemario, de parte de Albert Camus y Manuel Machado, mojan nuestros pies advirtiéndonos de lo que se nos viene encima, en ellas ya la vida no parece pertenecernos y el dolor de la partida de uno mismo o de los otros, nos deja el poso amargo que trae consigo la vida adulta. El poema que abre esta primera obra es un canto a la infancia, a un recuerdo que nos devuelve la imagen de una niña escalando las rocas de la playa y con imágenes tales como «uso mis brazos como pilares / en las rocas» o «recorro perfilando / los vientres de los / cangrejos» que se unen a un concepto de patria muy personal donde no existe la bandera, sino simplemente el yo de la experiencia. Frente a esta primera patria, la de una misma antes de todo, llegamos al poema XI, donde la patria real de la voz poética se convierte en uno de sus dolores, recordándonos, en cierto modo, a la Generación del 98. A continuación, entramos en un segundo bloque que se mueve entre lo directo y lo velado, como el del amor en forma de admiración, aunque también se muestran otros que destacan por la presencia del desgarro. El ejemplo más claro es ‘Cartografía de silencios’, donde nos remite a otra voz que la acompaña o, en la imagen de la madre en ‘XVI’, donde en una escena muy clara nos muestra tanto el apoyo incondicional de la misma como el miedo a la pérdida en sus ojos. Si continuamos poniendo pilares a estos afectos, encontramos también la cara de la cotidianidad, presente en autores coetáneos como Álvaro Bellido o en los comienzos de Luis García Montero, que se hace presente en un poema de estética contemporánea como ‘Lentejas con verduras para cenar pasadas las doce y media’, en el que la poeta nos sitúa en el momento de la deglución mientras visualiza un libro y remite su pensamiento a esos “poetas” que parecen más áureos que pedestres; o poemas similares, como ‘Cúpula’, donde el repetitivo ritual de fin de año, trae una muerte en el calendario para darnos nuestra resurrección. Como no podía ser de otra manera, dentro del poemario de Elena hay citas pretextuales extraídas de autores como José María Álvarez y, por contra, del mundo de la música como las de Christina Rosenvinge o Rosalía, que nos muestran la simbiosis de la tradición y la modernidad dentro de la misma voz poética. Además, si hay dos leitmotiv que surcan todo el poemario son la presencia de la mujer, desde el primer verso hasta el final, y la sombra del final o de la muerte.
Afectos de lejano alcance es un poemario feminista, desde las palabras de la propia autora en su presentación, y por poemas como ‘Grumo’, donde se reivindica el papel de la mujer rural siempre desplazada en las luchas pero que fue sostén por mucho tiempo de la propia sociedad, o en poemas dedicados al amor como ‘XVII’, donde la voz poética interpela a una joven llamada Dasha, que parece olvidarse de sí misma en una constante búsqueda de afecto; o en ‘Diálogo’, donde las metáforas del siglo XXI se entremezclan con la imagen destruida de la mujer tras una violación, así como en la propia presencia del yo en ‘XIX’, en el que se descubre con la confusión propia de no saber ya la importancia de un te quiero. Para mantenerme clavadísima al suelo sin verte, preciso de dos palabras alumbrando el camino. Aunque, si te soy sincera, olvidé su significado. Y desde la misma perspectiva femenina, se nos muestra una fobia a la sangre y una aceptación de la pérdida que coinciden con el presenciar o presentir la muerte de los otros, remitiéndonos a las palabras de Camus, Elena nos enseña que hay muchas formas de morir más allá de lo físico, a pesar de su importante presencia, en versos como «Nadie dice nada al verme / bajo la cabeza huyendo del dolor / desangrándome», o en otros como ‘Txulo (dialéctica del vacío)’, donde un hombre deja flores en la tumba de su amada y la visión se centra en el bastón. Frente a la muerte se alza la juventud y la revalorización de la misma, en poemas como ‘Manhattan’, en el que nuestra piel no ha hecho más que rozar el paso de los años —parafraseando a la autora— y sabemos que nos queda mucho por conseguir. Por todo ello, y lo que aquí no se muestra, Afectos de lejano alcance es un canto al proceso de madurez, al paso de las estaciones y de las experiencias que nos mueven a aprender casi por obligación lo que es el dolor y las diferentes formas de amar a la vida y a los otros. Es una poesía ya depurada desde su primer vagido y que se mueve en lo urbano, llevándonos a ciudades como Salamanca o Manhattan, sin sacarnos de las páginas de un libro cuidado por el editor y por la poeta para darnos el hálito que nos impulsa a seguir caminando. MANUEL PUJANTE. LA ZARZA Y LA CENIZA (Balduque, Cartagena, 2018) por JOSÉ ÓSCAR LÓPEZ Donde todo es un desastre y todo es milagroso, ahí sucede la poesía de Manuel Pujante. En el lugar de una bestia condenada a vagar entre los árboles silenciosos del bosque, para encontrar su camino sobre la ceniza a la que está abocado todo bosque, todas esas alturas. Con el desastre que nos acompaña allí donde vayamos. Es un camino que se nos describe una y otra vez con una voz poética que ya desembarcaba madura y poderosa, hace muy pocos años, en poemas sueltos en fanzines y en algún certamen del Creajoven de Murcia, así como en una plaquette publicada por ad minimum, Los afluentes del frío (2014). Una voz que se confirma ahora original y a la vez clásica, y fascinante, en La zarza y la ceniza, su primer libro. ¿Qué hay en este libro? Hay bosques de ciervos, hay la simetría y lo lejano, el invierno y el frío. Que lo que ata al “nosotros”, dice el autor, sea un viejo potro de tortura. Así dispara esta poesía, en todas direcciones. No hay mapa, solo esta diabólica simetría que acaso los árboles conozcan, y cerca de la ceniza donde nosotros temblamos disímiles de nosotros mismos. Llevamos nuestra imposible simetría a cuesta con nosotros, no hay otro remedio. El simétrico y terrible tigre de William Blake que hace tiempo nos devoró ha crecido y ya no lo buscamos entre la brillante espesura que también ardió. Es el destino de la ceniza, pero ¿acaso los árboles no proceden también de la altura que alguna vez alcanzaron? Nos fascinan los bosques y los ciervos acaso porque en sus alturas, en las simetrías de sus cornamentas, no hay espacio para la culpa. Y el ser humano, desde la tradición que nos funda, se halla constituido sobre todo por la culpa. Nos funda nuestro desasosiego. Nos funda nuestra culpa. Entre la altura y lo podrido, rodeados de las polillas del bosque y sus metamorfosis. Y todos esos ciclos, esa repetición se encuentra en todas partes. Crecer, crecer en medio de todas esas repeticiones. El crecimiento de los ciervos, la embestida de los ciervos. Uno piensa en la belleza de los ciervos, en su delicadeza. Pero Manuel Pujante destaca su dureza en ellos. Y lo hace con una voz, con el caminar de una voz que mientras habla hace lucidez la grieta vertical del camino del bosque que atraviesa, la herida incesante, siempre a punto de ocurrir, de la ceniza. Un camino de lucidez y una ceguera, la incógnita perpetua. Fuerza y enigma son los aliados requeridos. Círculos de luz en la mañana, como nudos. Lo enredado y lo desenredado, las propias palabras del poeta mezcladas con la interpretación que uno trata de haceros ahora de ellas, a golpe de insuficiente paráfrasis, para señalar en todo caso las sombras de una luz, la luz que reside en la poesía de Manuel Pujante, que es verdadera y es explosiva. Como toda buena poesía, no puede reducirse a comentario: hay que experimentarla. Allí donde residen la quiebra y el alojamiento del nosotros, perpetuo mientras vivamos porque ellos, ese alejamiento y esa quiebra, lo fundan, nos fundan. Todo abrazo es una fundición. Las luces, las personas. Los nombres y los prismas. El barro del origen y el diluvio. Y entonces Manuel ciega al ciervo y hace ceniza el bosque, en sus poemas. Después del bosque solo hay un camino de ceniza y de zarzas ancianas.
Es la memoria del tiempo, es la medida del tiempo. No sé hablar de este libro sin usar sus propias palabras, reducirlas como hacía el terrible Brainiac con las ciudades que coleccionaba, antes de meterlas en una botella. Manuel es dueño de una ciudad dolorosa y fascinante. La gente se ahoga en ellas, como en la realidad. Las cortinas y los muertos. Arder a oscuras, y después buscar el mar, los pájaros. Todo ello se dice aquí, en este libro. Y yo ahora no llevo dicho ni un cinco por ciento de este libro. A la hora de afrontar una lectura razonada de un libro de poemas, para ponerla por escrito, uno se enfrenta a la dicotomía de dejarse llevar por las emociones que el texto le provoca mientras, al mismo tiempo, trata de construir su propio texto, uno que dé cuenta del texto previo, del texto a comentar, para hacerle justicia a la vez que le sirva de suerte de espejo. Y así uno anota todos los cabos susceptibles de ser desarrollados, un desarrollo que explique tanto sus propias impresiones como lo que el poeta ha tratado de decir, o uno cree que el poeta ha tratado de decir. Y dar cuenta, por ejemplo, de la red de símbolos que el autor ha ido tejiendo en sus poemas. Los ciervos y los bosques, la ceniza y la zarza, el padre y el dolor, el aislamiento y el tiempo, la luz y lo podrido, lo fúnebre y la oscuridad, la lluvia y la herida, la culpa y la fatiga, la bestia que volveremos a ser. Y la imparable sucesión de versos memorables: «El sótano del sótano del sótano», «El olor a muerte del jabón en los ancianos». Y este poema, por ejemplo: Así se extiende lento, difuso en sus contornos, con calma de vapor en sus ascensión tranquila, así se extiende y crece este cansancio claro: igual que un charco al sol se dirige a un océano. O esto otro, el penúltimo del libro. Que la poesía de Manuel Pujante hable por sí misma: Dichosos los que enfrentan la noche con los ojos cerrados pues es suya y no de afuera la oscuridad que abrazan. JOSÉ MANUEL JIMÉNEZ. HOMBRE SIN FIN (Balduque, Cartagena, 2017) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR La novela comienza con un acto objetivo, inapelable: «El impacto de la cabeza de Elena contra el asfalto, el golpe seco y definitivo, y después las réplicas sobre el cuerpo inerte que resbala y que se aleja». El título de este primer capítulo es ‘Lo que no puede ser contado’, porque sobre ese hecho “original”, es decir, sin significado, sin explicación, es sobre el que va a construirse la novela que es Hombre sin fin y que, precisamente, va a tratar sobre la necesidad que todo ser humano tiene de un relato para entender las cosas, la necesidad casi física, violenta, de reducir los hechos brutos e incomprensibles a la forma de un relato, a ser posible, con buenos y malos, en blanco y negro, sin zonas grises que puedan confundirnos. El narrador que ha elegido José Manuel Jiménez para esta novela (la primera que publica) es un narrador omnisciente que le permite entrar en los pensamientos y recuerdos de todos y cada uno de los personajes. Esta elección tiene que ver con la intención de mostrar cómo cada uno de los personajes de la novela reacciona a ese hecho original del «impacto de la cabeza de Elena sobre el asfalto». Lo que nos cuenta José Manuel, con gran habilidad narrativa, manteniendo siempre el pulso y la intensidad, es cómo cada uno de los personajes va a intentar contarse a sí mismo un relato que explique ese hecho original del «impacto de la cabeza de Elena sobre el asfalto». Usando un narrador omnisciente, el autor nos muestra cómo cada personaje va montando un relato que encaje con su propia vida, su psicología, su historia, sus necesidades. La verdad no va a importar nada a estos “buscadores de la verdad”. La tesis que parece sostener el autor (1) es algo que está de plena actualidad, como muestra el éxito de ensayos como Arden las redes de Juan Soto Ivars: a veces, quienes dicen buscar la verdad olvidan lo más importante, es decir, que no hay verdad sencilla, que la verdad está hecha de muchas cosas y, sobre todo, que la verdad está hecha de hombres y que, si olvidamos lo humano, la comprensión, entonces la verdad se convierte en un dios peligroso, ajeno, voraz. Y ese dios voraz nos lleva a la siguiente clave de esta novela: su sentido de tragedia. En un sentido totalmente etimológico, asistimos al sacrificio del chivo expiatorio. Parece que José Manuel Jiménez se ha planteado esta obra con ese objetivo tan elemental y primario de la literatura, de los orígenes de la literatura como elemento social, como espacio de ficción que interpela al lector sobre cuestiones sociales y éticas. Y este planteamiento implica directamente al estilo de esta obra: todo en la novela está al servicio de una historia que avanza hacia un desenlace inevitable, hacia el sacrificio trágico que se adivina desde el primer capítulo. El propio narrador omnisciente se viste en algún momento de “coro” para advertir a los lectores, al público, sobre el avance de los acontecimientos y el peligro en que está sumido el protagonista: «Pero no es ese el camino que Miguel ha decidido emprender. Y si no es ese, ¿cuál diría él que es? Sea cual sea la decisión que haya de tomar, ya puede darse prisa en hacerlo y volver a escena cuanto antes, porque los de afuera no parecen dispuestos a permitir que sea él quien marque los tiempos». Es, por lo tanto, una obra deliberadamente no original, sencilla, directa. Se abre con una cita de Coetzee, y puede que ahí resida la clave estilística y, en cierto modo, también temática de la novela: sinceridad, estudio de lo humano, de lo mejor y lo peor, sin miedo a mancharse, con una actitud ética y humanista siempre por delante, para hacer que el lector se mire a sí mismo ante la pregunta eterna: ¿cómo actuar?, ¿qué hacer? Como en algunas novelas de Coetzee, hay un conflicto entre un individuo que intenta ser fiel a unos principios éticos personales, más o menos discutibles (definitivamente no sociales, de ahí la decisión del protagonista de encerrarse, de no hablar, de no explicarse) y un grupo social que se ha formado sumando una serie de individualidades parciales. El grupo, la masa social, es solamente la coincidencia de determinadas circunstancias que coyunturalmente han unido a una serie de personas que solamente tienen en común ese hecho, esa idea, esa circunstancia. Pero, nos parece decir José Manuel Jiménez, he ahí el peligro de las redes sociales, de los linchamientos virtuales y los juicios sumarísimos de esos tribunales improvisados de Twitter (2): su lógica no es la del ser humano, es otra cosa, una bola de nieve de trayectoria errática e imprevisible incluso para las personas que la forman. ————--
(1) No es una novela de tesis, ¿vale? Por otro lado, creo que ya está bien de ese miedo a hablar de “tesis” o de “mensaje” o de “ideología” en la narrativa contemporánea. Hay temas de los que hay que hablar, y la novela es un medio excelente para pensar el mundo, para plantear problemas y analizarlos a través de unos personajes creíbles. De eso va José Manuel Jiménez. De eso va Coetzee, de eso iba Baroja, no sé, por citar autores que considero grandes y que no tuvieron el temor a enfrentar los problemas de manera directa, sin el rodeo o la vacuna de la ironía y la distancia. (2) Hay también una comparación implícita entre las nuevas formas de socialización a través de internet y la opresión de los pequeños pueblos, del mundo rural. Es como si de la expresión “aldea global”, el autor hubiera querido destacar (a través de uno de los personajes que vive en la ciudad huyendo de un pueblo cerrado y violento) cómo las redes sociales pueden resucitar ese ambiente cerrado, opresivo, que en los pueblos pueden ejercer los vecinos, las murmuraciones, la moral tradicional que juzga y condena entre susurros y reuniones siempre a las espaldas de la persona condenada de antemano. La Justicia del Pueblo, o peopleyastizz.org, convierte, en esta novela, a la ciudad en una pequeña aldea de murmuración y condena de la que no se puede escapar. JOSÉ ÓSCAR LÓPEZ. FRAGMENTOS DE UN MUNDO ACELERADO (Balduque, Cartagena, 2017) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Fragmentos de un mundo acelerado es el último libro de relatos del lorquino José Óscar López, después de Los monos insomnes y, en mi opinión, lo confirma como uno de los más importantes cuentistas del momento. En este caso, a diferencia de Los monos insomnes, que estaba compuesto por relatos de generosa extensión, José Óscar López ha optado por el relato breve e hiperbreve. El libro consta de 107 relatos repartidos en 200 páginas. A su vez, organiza las piezas en diez apartados de carácter temático con títulos tan sugerentes e irónicos como “Historia de las grandes ideas”, “Principios de astronomía”, “Así me quedé sin conversación”, “Catálogo de patologías” o “Reyes cansados”, por poner solamente algunos ejemplos. Como en su poesía, y como en su narrativa anterior, lo que define a José Óscar López es la imaginación. Creo que hay en España pocos autores que tengan una imaginación tan desbordante, tan disparatada, tan divertida y, al mismo tiempo, tan inteligente. Podríamos decir que lo que es acelerado no es el mundo, sino la cabeza del autor, en la que las historias imposibles, las paradojas, los mundos posibles, los personajes geniales y las situaciones cotidianas llevadas a un absurdo divertido y significativo, bullen y salen disparados en todas direcciones. Si la OMS estableciera una CDR (Cantidad Diaria Recomendada) de ficción, como hace con los alimentos, este libro debería llevar una leyenda que indicara que este libro cubre dichas necesidades ficcionales durante al menos un año completo. Fragmentos de un mundo acelerado se convierte en una especie de enciclopedia borgeana de mundos (im)posibles, en los que la imaginación desplegada, pese al disfrute que proporciona, no cumple una función evasiva. Los mundos acelerados que se van acumulando en el lector, según avanza por estas extrañas y maravillosas páginas, nos recuerdan que la realidad es solamente una posibilidad, una interpretación. Como decía Juarroz: lo posible es solo una provincia de lo imposible. Cuando hablamos de la imaginación desbordante de José Óscar López estamos hablando de esa esencial capacidad humana para dar sentido al mundo a través de historias, de relatos, de teorías. Y en estas páginas, precisamente, encontraremos inventores, científicos, escritores, personajes cuya visión del mundo es siempre otra. Se plantean teorías, mitos, reinos, universos, se cumple esa función primaria que une la ciencia, la filosofía, la religión y la literatura: explicar el mundo, es decir, crear el mundo, crear el sentido del mundo para hacerlo inteligible, para explicar una relación entre el hombre y todo aquello que no es el hombre. Los mundos que crea el autor impugnan el sentido de la realidad tal y como lo conocemos, y nos dejan siempre ante un espacio de conflicto, de imposibilidad, de paradoja, como ocurre en el magnífico relato que abre el libro (‘La máquina’) o en el llamado ‘Ambición’ que, por su brevedad, me permito reproducir íntegramente. La paradoja, la ironía, el humor están muy presentes en estos relatos: toda interpretación del mundo a través del lenguaje y de la imaginación está siempre condenada a ser incompleta, refutada, engullida por un silencio final o por otra teoría igual o más disparatada que la anterior. Hay ecos de Borges, claro, pero también, muchos, de Kafka, de Manganelli. En otros casos es la ciencia ficción quien domina, y podemos pensar en novelas condensadas de Philip K. Dick, y también hay espacio para relatos de corte más poético y surrealista en los que el lenguaje mismo es la ficción, en los que la imagen va creando mundos imposibles llevada por su propia fuerza rítmica y visionaria. Este libro es una maravilla. Creo que es lo más importante que puedo decir. Es un libro que te hace disfrutar, con una prosa maravillosa, cuidadísima, rítmica y precisa. Es un libro que pide ser leído en pequeñas dosis, porque cada página está tan cargada de ideas, de imágenes, de paradojas, que hay que levantar la mirada de la página para mirar el mundo de fuera, sonreír, ver cómo todo se desmorona al más puro estilo Matrix, volver a sonreír y dar las gracias a José Óscar por este libro, por este exceso de imaginación con el que otros autores habrían escrito veinte o treinta libros. Termino con un relato hiperbreve que explica mucho más de todo lo que yo pueda escribir. BIG BANG ¿Fue con un estallido, que comenzó el universo, o terminó con él y nosotros tan solo somos su demorado eco? AMBICIÓN
—Todos nuestros esfuerzos son inútiles —dijo a su ayudante, y ambos dejaron de pedalear a lomos del nuevo ingenio que habían terminado de construir esa misma tarde; efectivamente, el Sol y la Tierra continuaban su marcha sin apartarse un ápice de sus senderos prefijados: el astro se escabullía bajo una de las lindes del planeta, y él y su ayudante contemplaron impotentes cómo retornaban alrededor de ellos las sombras. DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR: NUEVAS TEORÍAS SOBRE EL ORGASMO FEMENINO (Balduque, Cartagena, 2016) por ANDRÉS NORTES MARTÍNEZ-ARTERO PROPIEDAD TRANSITIVA Compré Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino en el mes de noviembre con una sensación dual en mi cabeza: el título, pseudoacadémico y pseudorrijoso, me parecía una humorada fenomenal, pero el pequeño grabado que ilustraba su portada bajo el nombre de la obra y del autor, me daba un poco de vergüenza. Sí, vergüenza. Me sentí un poco ridículo de ser un hombre de cuarenta años sonrojándome por esto y la primera de las impresiones fue la que triunfó. Además, Alfonso, el librero, es un viejo amigo de años. Como para andarnos con tonterías... Pasaron unas semanas antes de abrir sus tapas. Esto ya era una sorpresa, porque a quien le guste leer (y tenga tiempo para ello) se reconocerá en la figura de un acumulador (almacenista, me llaman los amigos) de mercancías culturales que a veces saca trabajo adelante. Que un libro se empiece a leer con solo quince días de envejecimiento en estantería no es lo habitual. Pero Nuevas teorías... tenía un dibujo de un índice a punto de introducirse en la oquedad formada por las respectivas primeras falanges de otro índice y su correspondiente pulgar, y tenía las palabras “orgasmo femenino” en la portada. Y tenía premios y aparecía con mucha frecuencia en mi muro de Facebook. Y había escuchado a su autor en unas jornadas sobre series de televisión celebradas en Alguazas. Y había charlado con él en la cerveza posterior. Así que empecé lo que otros habían disfrutado antes. Y descubrí la rueda. Por eso esta reseña es tardía. Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino es un libro de cuentos con siete relatos ligeramente más extensos de lo que vengo leyendo últimamente. (Veo que el microrrelato e internet han bajado un par de tallas al tradicional cuento literario). Cuentos que toman como tema —aunque generalmente no principal— el sexo. Pero si el sexo es parte de la vida, entonces los cuentos tratan sobre la vida. Y si los cuentos tratan sobre la vida burguesa, más convencional (‘Comida de empresa’, ‘Cuba’) o más bohemia (‘El perfume’) pero burguesa a fin de cuentas, entonces los cuentos de Sánchez Aguilar son cuentos sobre la vida burguesa. Cuando he encendido el ordenador, se me ha ocurrido escribir un par de párrafos sobre los personajes de Galdós quitándose a toda prisa —o más bien, con escasa prisa y escasa ansiedad— las enaguas o desmadejándose los compuestos bigotes al meterlos en los lugares donde los bigotes se desmadejan. Pero me ha parecido que no era apropiado y lo he descartado. Los siete cuentos de esta colección me han encantado. Intento demorar y dilatar el momento de mi opinión, pero hoy la cosa ha ido rápido, valgan las contaminaciones. Me han encantado. Voy ahora a decir por qué, al menos. Cuando uno lee ‘Comida de empresa’ sabe desde la segunda página cómo va a acabar, pero eso no causa desazón ni desilusión, sino todo lo contrario. Cada descripción es necesaria y es bella y no solo porque tenga que ver con objetos de deseo —al contrario, muchos de los personajes, pensamientos o espacios descritos no son nada atractivos—, ni tampoco porque introduzca elementos de un mundo reconocible de nuestro presente llamados quizá a morir dentro de cien años —si bien para leer a Cervantes hay que usar edición, no jodamos con exquisiteces—. Resulta un todo coherente en su incoherencia, como veremos más adelante. Quiero profundizar un poco en esas ideas. Los objetos de deseo, realmente son deseables. Cristina en ‘Comida de empresa’ es deseable por cercana pero lejana. Gema en ‘Gemidos’ —simpática paronomasia ahí— es deseable por incorpórea. Cristina, Amelia y Aurora en ‘Cuba’ tal vez sean la excepción, por las razones de que este es posiblemente el cuento más material de todos en mi opinión y de que en él la perspectiva ha cambiado en tanto a la idea del consumo (de sexo, de experiencias, de mojitos, de colonia). Contrastando con el anterior, en ‘Vecinos’ el objeto de deseo está desdoblado en el aquí y el allí más cercano aunque de manera diferente a ‘Comida de empresa’, con alcance social, el nosotros y el ellos, la alteridad; debo decir que es un cuento con mayúsculas que pugna por ser mi favorito de la colección y que me encanta, a pesar de que la crueldad de su realismo de entre bambalinas hace daño de veras. ‘Injusticia’ resulta terriblemente evocador de la vida de pareja y en él es el egocentrismo más absoluto el auténtico protagonista, espoleado por la soledad en multitud; y ante ese panorama, nada más deseable que la juventud, la propia juventud. ‘Anunciación de María’ también toma como objeto de deseo el yo más egoísta y es un cuento brutal que no sé por qué mi imaginación dice que podría haber escrito Dostoievski. Por último, en ‘El perfume’ Sánchez Aguilar se reserva como grand finale el gran objeto de deseo de nuestro mundo contemporáneo: la publicidad. ¿Y los sujetos de deseo quiénes son? Los cuentos de esta colección están protagonizados por hombres y mujeres españoles de la clase media de la generación de los cuarenta años, caldo de cultivo de profundas insatisfacciones y desilusiones. No son los únicos insatisfechos de esta sociedad, está claro, pero yo observo una decidida búsqueda de objetivo por un narrador que con la mercancía que tiene a su disposición se frota las manos y se dispone a disfrutar de su omnisciencia como pocos otros. ¿Para qué excusarse? Y continúo —mis disculpas— glosándome: sobre la coetaneidad o contemporaneidad. Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino es un libro escrito para leer hoy, y menos mal que no me lo dejé para dentro de dos años: no porque no lo disfrutase, sino porque cada vez que tus ojos encuentran la palabra “Spotify” o “Lexatín” te puedes reconocer a ti aquí y ahora, siete de enero de dos mil diecisiete. ¿Un placer culpable? Puede ser. Cada sustantivo está o especificado o explicado, con agudeza, con ironía, con mordacidad, pero sin llegar al sarcasmo, en una elección de escritura que al principio me resultó excesiva pero que al final vi natural, porque lo que Diego Sánchez Aguilar cuenta no es una singular historia sino un mundo, todo un mundo de dudosos triunfadores. Hay mucho que decir. Y secundariamente, en este mismo sentido, quiero reseñar también las notas. En el libro hay numerosas —más al principio que al final— notas a pie de página, como las que Francisco Rico pondría a Cervantes pero que Sánchez Aguilar se pone a sí mismo para ir ahorrando trabajo... La nota a pie de página es un mal a veces necesario, una ironía en la que una aclaración distrae la lectura para mejorar la lectura. Las notas a pie de página de Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino son fenomenales: historias paralelas geniales. Cada vez que me encontraba con un numerito de superíndice, he disfrutado como un enano y me he reído en todas ellas. Para el final he reservado qué es lo que más me ha gustado de Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino. Me voy a remontar unos cuantos años a la mitad de mi vida, cuando asistía a clases en la Facultad de Letras. Hace pocos años escuché por primera vez la palabra spoiler, relacionada, claro, con series de televisión, Perdidos, Prison break. Y como conocí al autor de este libro en unas charlas sobre series, me ha parecido pertinente traerlo a colación. Spoiler... Y un día pensé: “Madre mía, Filología para mí ha sido la madre de todos los spoilers”. En las clases de la Facultad, mientras se nos contaban todos los finales de todas las grandes novelas, se nos bombardeaba con ideas como que “el final no es importante”, “lo único importante es el lenguaje literario”, “la anécdota es trivial”, “la avidez de los finales es pequeñoburguesa” (sic) o que “el texto es inmanente”. Cuando uno pensaba que el final de El rojo y el negro era emocionante y los profesores le decían estas cosas desde la tarima, uno salía de allí peor que cuando le decían en catequesis que masturbarse era el peor de los pecados que se podía cometer porque se ejecutaba un genocidio, micro, pero no menos genocidio. La culpa, de nuevo la culpa. Mientras que, con moderación, suscribo algunas de las anteriores ideas, la elevación a dogma de opiniones político-estéticas no me ha parecido nunca bien y, la verdad, me siguen gustando los buenos finales. ¿Por qué me gusta tanto entonces el final de los cuentos de Nuevas teorías...? ¿Dejo caer con esta pregunta que los finales de los relatos de este libro de cuentos no son buenos? No, por supuesto que son fenomenales. Pero, bien, quiero explicar esta paradoja tirando de clásicos. Juan de Mairena, AKA Antonio Machado, desdeñaba en El arte poética de Juan de Mairena a Calderón, llamando a sus versos sobre el paso del tiempo «escolástica razonada». Bueno, pero la narrativa es el arte del tiempo. La crono-lógica de la que nos cuesta tanto despegar la lógica: los seres humanos queremos ver lógica en nuestros actos, nuestras actividades, nuestras ideas, y también en las de los demás. Leemos relatos, temporales, y no somos unos enfermos al querer encontrar lógicas: vínculos aceptables entre premisas, argumentos y tesis. Sí, a veces (muchas veces) somos silogísticos y no tenemos que avergonzarnos de ello. Los cuentos que tanto baquetean nuestra imaginación normalmente tienen finales sorprendentes, pero los de Sánchez Aguilar (quizá salvo ‘Anunciación de María’, pero tampoco mucho) no tienen finales sorprendentes. Y claro, la misma palabra “conclusión” se refiere tanto a resultado de un proceso lógico como a final de un segmento temporal. Estamos culturalmente entrenados para leer cuentos, y cuentos de finales sorprendentes como dije. ¿Qué estamos leyendo entonces en Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino? Cuentos igualmente: si un cuento de Poe, por ejemplo (joder, Poe, ni más ni menos), comienza con la premisa de que la vida es plana y en ella irrumpe un argumento difícil —maravilloso o simplemente sórdido—, la onda sacude a una conclusión también sorprendente. Mi idea, sin ínfulas de teoría, es que para Sánchez Aguilar es la vida la que prepara premisas extravagantes, puntos de partida incomprensibles, encrucijadas nunca cartografiadas, y sus argumentos por especiales que sean, no van a cambiar nada. Eso para mí ha sido el mayor acierto de la colección.
Y eso es lo que quería decir, algo tarde, algo atropelladamente, sobre estos cuentos. Si se encuentra una portada así (a->b) con un contenido así (b->c), entonces la próxima vez que vea algo similar, no dejaré que pase tanto tiempo entre tenerlo delante de mis ojos y arrojarme a ello (a->c). ÁNGEL CERVIÑO. ¿SALPICA DIOS COMO UN EXPRESIONISTA ABSTRACTO? (Balduque, Cartagena, 2016) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Tal vez sea inevitable citar Niebla, de Unamuno, a la hora de realizar una reseña o un comentario sobre la última novela de Ángel Cerviño. En ambas encontramos el llamativo recurso metanarrativo de la búsqueda del autor. Niebla se publicó en 1914, ¿Salpica Dios como un expresionista abstracto? un siglo después. Y ese siglo es, al mismo tiempo, un punto de unión y un abismo. El abismo reside en la intención del recurso metaficcional. Aquel hacía que el protagonista de Niebla encontrara a su autor y hablara con él sobre su destino de personaje, para exponer así las obsesiones religiosas del propio Unamuno: la existencia de Dios y el libre albedrío (más cerca, pues, de Calderón que de Beckett). En cambio, Ángel Cerviño descarta la pareja personaje/autor, para poner el foco sobre el narrador omnisciente. Es un desplazamiento esencial: ya no es hombre/Dios, sino el Lenguaje, el Discurso y el Relato en primer término. Así, Cerviño nos muestra a un narrador omnisciente desorientado, anticuado (unamunesco, casi, en su lenguaje, en su actitud de anciano indignado ante el mundo absurdo que le rodea) buscando a un autor que da órdenes aparentemente azarosas y que nunca se deja ver. Aquí hay cien años de distancia con Unamuno. Ya no es poner en duda la libertad del hombre frente a su Creador, sino que se desplaza el conflicto hacia el sentido, hacia la voz que ordena y da sentido al mundo: ni Dios, ni el ser humano. Cerviño nos muestra con este juego metaficcional que es ¿Salpica Dios como un expresionista abstracto?, una crisis de la identidad, entendida la identidad como relato. Esa diferencia es el abismo de los cien años del que hablaba antes. Pero también he dicho que había un punto que hacía que esas dos fechas (1914/2016) parecieran cercanas. Y aquí hablo de vanguardia. Unamuno no era, desde luego, un vanguardista. Pero publica su atrevida e innovadora novela (nivola, la llamó, consciente de su alejamiento de la narrativa realista que, todavía, sigue el siendo el arquetipo del género) en la fecha clave de las vanguardias. Cerviño recupera, con esta novela, un espíritu vanguardista que ha estado muchos años desaparecido de la narrativa y ahora parece resurgir de nuevo. Hemos asistido durante décadas a una renuncia a toda experimentación y a todo cuestionamiento sobre el género mismo, a un retorno a la pura narración. Pero en los últimos años estamos viendo aparecer una tendencia que vuelve a cuestionar el género, el hecho mismo de la narración, del pacto narrativo, o que convierte la novela en experimento, en algo así como una acción artística, un gesto que pretende ser acto, liberación y cuestionamiento, más que relato de hechos representados (pónganse aquí los nombres que cada uno prefiera de esta tendencia; a mí, ahora, se me vienen a la cabeza Bellatin, Tom MacCarthy o Rubén Martín Giráldez). Todo en esta novela es crisis, cambio, ruptura. Los materiales narrativos no se aceptan nunca como hechos ciertos y estables. La novela se compone de diferentes historias y personajes, de distintos subgéneros narrativos que emergen para volver a sumergirse en ese espacio original donde la narración todavía no existe y puede ser cualquier cosa, o no ser nada. En esa exhibición de la tramoya, en ese intento de contar no lo que se cuenta, sino dónde se cuenta, Cerviño introduce también unas iluminadoras reflexiones teóricas sobre el mismo significado de la novela, sobre la intención o posible interpretación de estos juegos metaficcionales. De este modo, también la reflexión sobre la obra se convierte en material narrativo, algo muy habitual en las artes plásticas, pero que siempre, todavía, sorprende o ha de justificarse, cuando se lleva al terreno de la literatura: «La obra se nos ofrece inacabada y exhibe sin rubor sus carencias. El supuesto narrativo se revisa en cada nuevo movimiento, el narrador se quita por un momento la máscara para enjugarse el sudor de la frente, muestra entonces su verdadero rostro… o quizá un nuevo disfraz. El pacto de lectura, con sus constantes decepciones e incumplimientos, sus fintas y quiebros, con sus, a cada paso, traicionadas negociaciones, sus autodescalificaciones, sus juegos de manos y sus fuegos de espejo, se convierte en el rutilante e indiscutible protagonista de la narración». Un relato estable, con un pacto narrativo sólido, por el cual el lector confía en un invisible narrador omnisciente que le ofrece un mundo cerrado, perfectamente relatado, es un mecanismo que se corresponde, parece querer decirnos Cerviño, con una idea de la identidad esencialista. Pero la identidad no es esencia, es relato. Y es un relato múltiple, lleno de voces, propias y ajenas (si es que tiene sentido esa distinción entre dentro y fuera, entre propio y ajeno). Esta idea se explica también en esas reflexiones teóricas que forman parte de los materiales novelísticos de esta obra que «se puso en marcha como proyecto que perseguía la puesta en abismo de los mecanismos de la ficción, y terminará convertido en un proyecto que naufraga en la puesta en abismo de los mecanismos de la identidad. Una rara síntesis que podría enunciarse así: la puesta en abismo del relato de la identidad». Por lo tanto, hay una unión simbólica entre relato e identidad. Y si esta novela está hecha con fragmentos heterogéneos, con personajes que parecen consolidarse para desaparecer luego en la libreta de un desorientado narrador omnisciente, es porque la identidad, según Cerviño, se construye de la misma caótica y fragmentaria manera: «El yo como construcción, como autoconstrucción, tarea de montaje (bricolaje) a partir de restos encontrados aquí y allí, restos de lenguaje que recolectamos para armar las obras, para componernos a nosotros mismos. (…) El yo como ready made: rastrear hasta qué punto lo que llamamos intimidad se construye con retales servidos por la industria de la conciencia, puro trabajo de patchwork. El sujeto adelgaza hasta el umbral de la desaparición cuando retiramos, capa tras capa… (sigue un texto tachado, ilegible)». También he pensado en Mallarmé, en su Igitur, al leer esta novela. No se parecen en nada, narrativa ni estilísticamente, pero creo que en ambas narraciones está el intento imposible de instalar la palabra y el relato en el instante del origen, en la grieta o abismo donde el significado (o el ser, o la identidad, o como queramos nombrar al sentido) se presiente como posibilidad absoluta que, al mismo tiempo, ha de negar toda forma y todo significado estable para poder volver a ese absoluto (in)significante. También Cerviño nos ofrece esa reflexión sobre el espacio donde quiere situar la narración, explicando que la manera en que los relatos aparecen y desaparecen continuamente en la obra son un intento de mantener abierta esa grieta: «la obra no quiere seguir funcionando como una máquina generadora de sentido. Su mecanismo desea seguir produciendo, sin pausa, conflictos de recepción. Lo que llamamos conflictos de recepción no son sino las artimañas de la novela para ganar tiempo y evitar la paralización de la máquina (la fijación del sentido): sembrar dudas, abrir fisuras en la interpretación, sugerir nuevos caminos y posibilidades de lectura; tareas compartidas en las que el autor y el espectador pueden colaborar e intercambiar, por puro deleite, las posiciones». Este tipo de pensamiento recuerda inevitablemente a las teorías de la Deconstrucción y a Derrida, claro. La identidad, la novela, todo relato como sistema inestable en cuyas grietas se profundiza para buscar un sustento u origen que no puede ser sino vacío o ausencia, nos lleva siempre a las reflexiones de Derrida sobre la palabra, sobre la ausencia como elemento original del signo lingüístico y su capacidad representadora de realidades ausentes. Esa filiación parece estar también reconocida por el autor, cuando en las reflexiones sobre el sentido de la propia obra incluye unas líneas como estas: «La sospecha, o más bien la franca convicción, de que cualquier palabra puede significar cualquier cosa en según qué contexto, ese es el pecado original que empuja al texto a su infatigable errancia, la falta por cuya imposible exculpación prosigue su merodeo sin descanso. Así la escena originaria (Urszene), aquella que nos sitúa frente al turbio y gimiente acto que nos dio la vida, se equipara al no menos desasosegante descubrimiento de la insaciable concupiscencia de las palabras y los jadeos descontrolados del significante». Desde un punto de vista simbólico, esa ausencia previa entendida como origen de la representación se manifiesta de diversas formas en la obra. Una de las más interesantes puede ser la constante referencia a lo teatral. Veremos, en muchas ocasiones, a los personajes que tienen que entrar a formar parte de “la novela” como actores. Actores que están en un escenario con su tramoya, siempre antes o después de empezar la representación. Actores que pueden representar cualquier papel, porque siempre nos los muestra Cerviño en la evidencia de su dualidad, de su potencialidad, nunca como personajes cerrados y estables: siempre como actores que descansan, que ya no son o todavía no son un relato (1). Actores en un escenario que representa un oasis en medio de un desierto: el oasis de la identidad y del sentido, en medio del desierto original, lo que carece de forma y de sentido.
También puede advertirse la simbología deconstruccionista del origen ausente como motor de todo relato y todo sentido en el último de los materiales narrativos que componen la novela: la historia epistolar de Hansel y Gretel, ya adultos, ancianos que recuerdan, sin nombrarlo nunca, aquel episodio trascendental de sus vidas en casa de la bruja. La clave de todo lo que son, de toda su identidad estaba allí, en aquel origen. Hansel recuerda que ha soñado, o ha soñado que recuerda que enterró algo allí, enterró en aquella casa de caramelo algo esencial que hay que recuperar y que explicaría todo lo que pasó en aquellos años perdidos. Ese objeto enterrado, que puede existir o no, es lo que mueve toda la narración, lo que da sentido a sus vidas. Estamos, por lo tanto, ante una obra ambiciosa y audaz, que aúna lo barroco con lo vanguardista. Antes he mencionado a Calderón, como autor al que Unamuno se acercaba en su metanarrativa búsqueda de Dios y el albedrío, pero es cierto que hay también mucho Barroco en Cerviño. No solo el tópico del mundo como teatro, que también está presente en esa imaginería de lo teatral que antes hemos comentado. También está la inevitable hermandad cervantina, como ocurre siempre que se habla de metanarración. De hecho, el comienzo del capítulo 17 parece un homenaje directo al Quijote, y más concretamente al episodio del vizcaíno, donde Cervantes juega con la narración, dejando detenida la acción para intercalar una larga digresión. En este capítulo, como en aquel de Cervantes, el narrador detiene la acción justo antes de una posible pelea o enfrentamiento físico para introducir una digresión sobre sí mismo, sobre su doble y paradójico papel de narrador omnisciente y a la vez personaje de la narración. Deconstrucción, Barroco y Vanguardia, tres claves estéticas y filosóficas que se unen en Cerviño y que también se pueden encontrar en otra reciente obra metanarrativa como Magistral de Rubén Martín Giráldez. ¿Estará teniendo la crisis económica una consecuencia estética barroca?, ¿estamos asistiendo a una estética del desengaño como efecto colateral del estallido de la burbuja financiera? Son preguntas al aire, algo gratuitas, claro, cuando estamos hablando de un corpus tan limitado de obras, pero creo que puede ser una línea interesante de investigación o de observación. ¿Salpica Dios como un expresionista abstracto? es, por lo tanto, una novela muy recomendable para aquellos lectores que entiendan el acto de la lectura como una aventura en la que se van a ver necesariamente implicados. Ese narrador omnisciente anticuado, perdido, continuamente enfadado con un autor invisible y caprichoso nos sitúa a nosotros, el otro extremo del pacto narrativo, ante un abismo por el que debe pasearse continuamente. Y los abismos son espacios siempre recomendables, porque su cercanía nunca nos deja indiferentes. ————-- (1) Esta relación entre el espacio teatral y el cuestionamiento crítico de la representación, llevada también a un cuestionamiento del género literario al que supuestamente se adscribe la obra, así como a la misma identidad, es algo que me ha recordado al uso de la escena teatral que Alejandro Céspedes hace en su última obra Voces en off.
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