LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
ENTRE DIQUES Y ESCLUSAS. ANTOLOGÍA DE POESÍA NEERLANDESA ACTUAL Traducción y edición: Antonio Cruz Romero (Ravenswood Books, Almería, 2022) por JOSÉ LUIS LÓPEZ BRETONES Con la reciente publicación de Entre diques y esclusas. Antología de poesía neerlandesa actual Antonio Cruz Romero (María, Almería, 1978) acaba de dar una nueva muestra de que es uno de nuestros neerlandistas mejores y más atentos a la evolución de una poesía normalmente desconocida para el lector español. Además de sus frecuentes estancias como «Translator in residence» en la Casa del Traductor de Ámsterdam, Antonio Cruz ha vertido a nuestro idioma a los neerlandeses J. J. Slauerhoff —del cual elaboró la edición crítica de la novela El reino prohibido—, Menno Wigman, Arie Visser, Ilse Starkenburg o F. Starik, así como a los flamencos Paul Snoek o Max Temmerman. No obstante, la de traductor es solamente una de sus facetas literarias, ya que Antonio Cruz es autor de una estimable obra propia que abarca tanto la poesía como la narrativa. Dentro de esta última ha dado títulos como la colección de relatos Cuentos macabros ilustrados (2014) o la novela El banquete: crónica de un ajusticiamiento (2017), además del diario Amsterdam es una ciudad maldita (2020), cuyas casi 300 páginas, escritas entre junio de 2014 y los primerísimos días de 2020, abarcan retazos muy significativos de sus numerosas estancias en la capital holandesa. El Amsterdam de Antonio Cruz aparece dibujado aquí como un universo húmedo y ambivalente donde el amor y el dolor se anudan muchas veces de una manera casi inextricable. Con todo, su vocación esencial es la de poeta, y en este género ha publicado Grecia: Guía de viaje para poetas y antipoetas (2016), En el abismo del olvido (2017) y Una habitación de hospital con vistas al mar (2018), un libro duro, lleno de elementos que nos recuerdan que somos ante todo seres para la muerte, pero donde también aparecía el presentimiento de la trascendencia, la invocación a una palabra última —la palabra de Dios— que se muestra al cabo para sanarnos del desconcierto que provoca en la conciencia el sabernos irremediablemente finitos. No en vano, Cruz fue antologado por Antonio Praena en 2019 en La luz se hizo palabra. Antología de poesía contemporánea judeocristiana en España: allí, junto a textos de Luis Alberto de Cuenca, Antonio Colinas, Enrique García-Máiquez, Julio Martínez Mesanza y otros, aparecían ocho poemas suyos no tanto de temática religiosa como existencial, poesía “desarraigada” si se me permite la expresión, un poco a la manera de Dámaso Alonso o Victoriano Crémer. La obra sobre la que ahora centramos nuestra atención, Entre diques y esclusas. Antología de poesía neerlandesa actual, tiene un precedente en otra antología que Antonio Cruz elaboró y tradujo bajo el título de Poesía experimental de los cincuenta en lengua neerlandesa (2016), que venía precedida de un breve ensayo en el cual daba cuenta de las peculiaridades de aquella generación rupturista y multidisciplinar cuyos componentes (Lucebert, Kouwenaar, Rodenko, etc.) acabarían abrazando, tiempo después, postulados estéticos menos radicales. En Entre diques y esclusas el antólogo ha reunido a veinte poetas belgas y de los Países Bajos nacidos entre 1973 y 1988 que se cuentan entre los más destacados del panorama contemporáneo: Annemarie Estor, Tsead Bruinja, Andy Fierens, Yannick Dangre, Delphine Lecompte, Lies Van Gasse, etc. En el breve prólogo que antecede a la selección Antonio Cruz hace un recorrido por la poesía en neerlandés desde la generación de “Los Ochentistas” de finales del XIX hasta la actualidad, pasando por los ya citados “Cincuentistas”, los “Tradicionalistas” de los años 70, hasta la actualidad. Quizá este texto inicial hubiese merecido un desarrollo más extenso, ya que resulta demasiado sintético y que estamos ante una tradición poética escasamente conocida entre nosotros. Una tradición de la que acaso podríamos recordar un par de nombres clásicos —por ejemplo los belgas Emile Verhaeren o Georges Rodenbach, ambos dentro de la órbita del modernismo y del simbolismo finisecular— o, ya más contemporáneamente, Hugo Claus o Cess Noteboom. Si bien el antólogo nos advierte que en el caso de los poetas contemporáneos de los que ahora se ocupa «no se puede hablar de un movimiento que guarde una coherencia formal ni un estilo claramente homogéneo», lo cierto es que es posible apreciar una serie de rasgos bastante presentes en la mayoría de ellos. Para empezar, se trata de una poética desconcertante, indagatoria y preferentemente antiemotiva, antisentimental, que transmite una cierta de sensación de extrañeza, de desubicación o de falta de acomodo con respecto a su circunstancia presente; y en cuanto al estilo, suele ser (al menos en la traducción) muy directo, con cierta tendencia al experimentalismo y al irracionalismo. Veamos al azar un poema sin título de Frank Keizer (1987): «has dejado la ficción de lo trascendental detrás / de ti y el vacío tampoco es ya beneficioso, aquel baño / de sangre, puro producto de tu comunión, te has / escondido y estás silencioso, ya no hay ninguna casa más, / ni una habitación en la historia, tan sólo / un teléfono para los afectos, una diáspora en lugar / de una internacional. no hay mucho que cantar, auténtico / para cantar. murmurar, no murmurar, tú puedes».
Por otro lado, algunos de ellos recogen de manera más o menos explícita el tópico de la puesta en cuestión de la palabra, la pesquisa en torno a lo que las palabras realmente significan o pueden llegar a significar; en definitiva, el cuestionamiento de su eficacia como herramienta de comunicación a un nivel profundo, aspecto que viene siendo un tópico desde la modernidad alumbrada por el romanticismo. Esta preocupación, que supone al mismo tiempo una indagación en cierto sentido moral, deja traslucir una sospecha hacia los límites expresivos del lenguaje poético y suele derivar en la experimentación con la sintaxis y la puntuación. Así en el poema de Anne Büdgen (1979) titulado ‘¿Qué dices?’: «Palabras / pero no es lo que digo / antes del sonido / han sido confiscadas // mira mira la palabra palabra / está sobre patas cojas / que se vende a sí misma». O, en un sentido algo más irónico, ‘¡Los poemas son peligrosos!’, de Andy Fierens (1976): «el poema da comienzo con una explosión / que mata a todos los lectores / la única superviviente es una mujer joven / que se salva sólo / porque no entiende el primer verso / (es un poema posmoderno)». Más frecuente es la indagación que muchos de estos poetas emprenden acerca de su pasado personal, sobre todo en lo concerniente al ámbito familiar. Así, la presencia (o ausencia) de los padres, los hermanos o las parejas, y también la consideración de la niñez o la primera juventud, con su caravana de traumas, malos pasos o arrepentimientos, sobrevuela por muchos de estos poemas. Todo esto, junto con la asidua reflexión en torno al amor y la muerte, indica un notable interés por la cuestión de la identidad, la pregunta por quiénes somos, por quién se es en realidad; un asunto que conecta al fin y al cabo con esa problemática de la adecuación a la propia circunstancia que hemos apuntado más arriba: «¿Quién me revertirá de mi ser más negro? (...) / Entre falsos héroes y violencia busco el otro lado, / el otro del que la escapatoria soy yo», escribe Yannick Dangre (1987) en su poema ‘Dante I’. Junto a él, poemas que tratan sobre la muerte del padre, como ‘Los roncadores’ de Andy Fierens; ‘Cinco años ahora’ de Max Temmerman (1975); ‘Sobre mi espalda cargaba el ataúd’ de Mustafa Stitou (1974), o aquellos otros estremecedores donde también la muerte de un ser querido hace saltar la espita de los recuerdos difíciles o las ensoñaciones alucinadas, como sucede en ‘El abrigo’ de Annemarie Estor (1973), o en el poema ‘Sueños llamativos’ de Vrouwkje Tuinman (1974): «En el primer sueño en el que de nuevo estás vivo, ya estoy / recogiendo tu casa porque estás muerto. Llamas por teléfono: / ¿llegaré todavía? (...) / Quieres saber dónde se ha quedado tu anillo, no el de / siempre, sino el otro. Está en tu ataúd, digo, está en tu dedo / corazón izquierdo. No entiendes lo que quiero decir, estás aquí / en la habitación, sin anillo (...) A la noche siguiente / regresas con las manos vacías. Te abrazo, tú a mí no». En suma, aunque la muestra es cuantitativamente variada, en realidad no se aprecian grandes picos de calidad en la escritura de estos veinte poetas antologados, no hay autores que destaquen ni por su excelsitud ni por su inconsistencia. Ahora bien, dados los quince años exactos que separan la fecha de nacimiento del mayor de ellos con respecto al más joven —rango cronológico que según Ortega y Gasset y Julián Marías marcaba los contornos de una generación— este libro puede ser útil para conocer el mundo de ideas de estos poetas, su propio entramado espiritual o conceptual, su característico repertorio de convicciones: lo que se suele llamar un “espíritu de época”. Y también podría resultar curioso, con vistas a un posible estudio comparatista, poner en relación a estos autores con los de esa otra generación de poetas españoles que son coetáneos de los neerlandeses: Mariano Peyrou, Abraham Gragera, Juan Carlos Abril, Rafael Espejo, Carlos Pardo, Miriam Reyes, Josep M. Rodríguez, Elena Medel, etc. Las páginas de Entre diques y esclusas. Antología de poesía neerlandesa actual incluyen también imágenes de Eva Gómez que pertenecen a la serie fotográfica Gatos, tumbas y escaparates cárnicos, tomadas en los Países Bajos a lo largo del año 2022. La antología resulta una buena excusa para adentrarse en los vericuetos poéticos y generacionales de una escritura no tan lejana pero sí bastante desatendida en nuestro país.
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ENTRE DIQUES Y ESCLUSAS. ANTOLOGÍA DE POESÍA NEERLANDESA ACTUAL Traducción y edición: Antonio Cruz Romero (Ravenswood Books, Almería, 2022) por JOSÉ LUIS LÓPEZ BRETONES Con la reciente publicación de Entre diques y esclusas. Antología de poesía neerlandesa actual Antonio Cruz Romero (María, Almería, 1978) acaba de dar una nueva muestra de que es uno de nuestros neerlandistas mejores y más atentos a la evolución de una poesía normalmente desconocida para el lector español. Además de sus frecuentes estancias como «Translator in residence» en la Casa del Traductor de Ámsterdam, Antonio Cruz ha vertido a nuestro idioma a los neerlandeses J. J. Slauerhoff —del cual elaboró la edición crítica de la novela El reino prohibido—, Menno Wigman, Arie Visser, Ilse Starkenburg o F. Starik, así como a los flamencos Paul Snoek o Max Temmerman. No obstante, la de traductor es solamente una de sus facetas literarias, ya que Antonio Cruz es autor de una estimable obra propia que abarca tanto la poesía como la narrativa. Dentro de esta última ha dado títulos como la colección de relatos Cuentos macabros ilustrados (2014) o la novela El banquete: crónica de un ajusticiamiento (2017), además del diario Amsterdam es una ciudad maldita (2020), cuyas casi 300 páginas, escritas entre junio de 2014 y los primerísimos días de 2020, abarcan retazos muy significativos de sus numerosas estancias en la capital holandesa. El Amsterdam de Antonio Cruz aparece dibujado aquí como un universo húmedo y ambivalente donde el amor y el dolor se anudan muchas veces de una manera casi inextricable. Con todo, su vocación esencial es la de poeta, y en este género ha publicado Grecia: Guía de viaje para poetas y antipoetas (2016), En el abismo del olvido (2017) y Una habitación de hospital con vistas al mar (2018), un libro duro, lleno de elementos que nos recuerdan que somos ante todo seres para la muerte, pero donde también aparecía el presentimiento de la trascendencia, la invocación a una palabra última —la palabra de Dios— que se muestra al cabo para sanarnos del desconcierto que provoca en la conciencia el sabernos irremediablemente finitos. No en vano, Cruz fue antologado por Antonio Praena en 2019 en La luz se hizo palabra. Antología de poesía contemporánea judeocristiana en España: allí, junto a textos de Luis Alberto de Cuenca, Antonio Colinas, Enrique García-Máiquez, Julio Martínez Mesanza y otros, aparecían ocho poemas suyos no tanto de temática religiosa como existencial, poesía “desarraigada” si se me permite la expresión, un poco a la manera de Dámaso Alonso o Victoriano Crémer. La obra sobre la que ahora centramos nuestra atención, Entre diques y esclusas. Antología de poesía neerlandesa actual, tiene un precedente en otra antología que Antonio Cruz elaboró y tradujo bajo el título de Poesía experimental de los cincuenta en lengua neerlandesa (2016), que venía precedida de un breve ensayo en el cual daba cuenta de las peculiaridades de aquella generación rupturista y multidisciplinar cuyos componentes (Lucebert, Kouwenaar, Rodenko, etc.) acabarían abrazando, tiempo después, postulados estéticos menos radicales. En Entre diques y esclusas el antólogo ha reunido a veinte poetas belgas y de los Países Bajos nacidos entre 1973 y 1988 que se cuentan entre los más destacados del panorama contemporáneo: Annemarie Estor, Tsead Bruinja, Andy Fierens, Yannick Dangre, Delphine Lecompte, Lies Van Gasse, etc. En el breve prólogo que antecede a la selección Antonio Cruz hace un recorrido por la poesía en neerlandés desde la generación de “Los Ochentistas” de finales del XIX hasta la actualidad, pasando por los ya citados “Cincuentistas”, los “Tradicionalistas” de los años 70, hasta la actualidad. Quizá este texto inicial hubiese merecido un desarrollo más extenso, ya que resulta demasiado sintético y que estamos ante una tradición poética escasamente conocida entre nosotros. Una tradición de la que acaso podríamos recordar un par de nombres clásicos —por ejemplo los belgas Emile Verhaeren o Georges Rodenbach, ambos dentro de la órbita del modernismo y del simbolismo finisecular— o, ya más contemporáneamente, Hugo Claus o Cess Noteboom. Si bien el antólogo nos advierte que en el caso de los poetas contemporáneos de los que ahora se ocupa «no se puede hablar de un movimiento que guarde una coherencia formal ni un estilo claramente homogéneo», lo cierto es que es posible apreciar una serie de rasgos bastante presentes en la mayoría de ellos. Para empezar, se trata de una poética desconcertante, indagatoria y preferentemente antiemotiva, antisentimental, que transmite una cierta de sensación de extrañeza, de desubicación o de falta de acomodo con respecto a su circunstancia presente; y en cuanto al estilo, suele ser (al menos en la traducción) muy directo, con cierta tendencia al experimentalismo y al irracionalismo. Veamos al azar un poema sin título de Frank Keizer (1987): «has dejado la ficción de lo trascendental detrás / de ti y el vacío tampoco es ya beneficioso, aquel baño / de sangre, puro producto de tu comunión, te has / escondido y estás silencioso, ya no hay ninguna casa más, / ni una habitación en la historia, tan sólo / un teléfono para los afectos, una diáspora en lugar / de una internacional. no hay mucho que cantar, auténtico / para cantar. murmurar, no murmurar, tú puedes».
Por otro lado, algunos de ellos recogen de manera más o menos explícita el tópico de la puesta en cuestión de la palabra, la pesquisa en torno a lo que las palabras realmente significan o pueden llegar a significar; en definitiva, el cuestionamiento de su eficacia como herramienta de comunicación a un nivel profundo, aspecto que viene siendo un tópico desde la modernidad alumbrada por el romanticismo. Esta preocupación, que supone al mismo tiempo una indagación en cierto sentido moral, deja traslucir una sospecha hacia los límites expresivos del lenguaje poético y suele derivar en la experimentación con la sintaxis y la puntuación. Así en el poema de Anne Büdgen (1979) titulado ‘¿Qué dices?’: «Palabras / pero no es lo que digo / antes del sonido / han sido confiscadas // mira mira la palabra palabra / está sobre patas cojas / que se vende a sí misma». O, en un sentido algo más irónico, ‘¡Los poemas son peligrosos!’, de Andy Fierens (1976): «el poema da comienzo con una explosión / que mata a todos los lectores / la única superviviente es una mujer joven / que se salva sólo / porque no entiende el primer verso / (es un poema posmoderno)». Más frecuente es la indagación que muchos de estos poetas emprenden acerca de su pasado personal, sobre todo en lo concerniente al ámbito familiar. Así, la presencia (o ausencia) de los padres, los hermanos o las parejas, y también la consideración de la niñez o la primera juventud, con su caravana de traumas, malos pasos o arrepentimientos, sobrevuela por muchos de estos poemas. Todo esto, junto con la asidua reflexión en torno al amor y la muerte, indica un notable interés por la cuestión de la identidad, la pregunta por quiénes somos, por quién se es en realidad; un asunto que conecta al fin y al cabo con esa problemática de la adecuación a la propia circunstancia que hemos apuntado más arriba: «¿Quién me revertirá de mi ser más negro? (...) / Entre falsos héroes y violencia busco el otro lado, / el otro del que la escapatoria soy yo», escribe Yannick Dangre (1987) en su poema ‘Dante I’. Junto a él, poemas que tratan sobre la muerte del padre, como ‘Los roncadores’ de Andy Fierens; ‘Cinco años ahora’ de Max Temmerman (1975); ‘Sobre mi espalda cargaba el ataúd’ de Mustafa Stitou (1974), o aquellos otros estremecedores donde también la muerte de un ser querido hace saltar la espita de los recuerdos difíciles o las ensoñaciones alucinadas, como sucede en ‘El abrigo’ de Annemarie Estor (1973), o en el poema ‘Sueños llamativos’ de Vrouwkje Tuinman (1974): «En el primer sueño en el que de nuevo estás vivo, ya estoy / recogiendo tu casa porque estás muerto. Llamas por teléfono: / ¿llegaré todavía? (...) / Quieres saber dónde se ha quedado tu anillo, no el de / siempre, sino el otro. Está en tu ataúd, digo, está en tu dedo / corazón izquierdo. No entiendes lo que quiero decir, estás aquí / en la habitación, sin anillo (...) A la noche siguiente / regresas con las manos vacías. Te abrazo, tú a mí no». En suma, aunque la muestra es cuantitativamente variada, en realidad no se aprecian grandes picos de calidad en la escritura de estos veinte poetas antologados, no hay autores que destaquen ni por su excelsitud ni por su inconsistencia. Ahora bien, dados los quince años exactos que separan la fecha de nacimiento del mayor de ellos con respecto al más joven —rango cronológico que según Ortega y Gasset y Julián Marías marcaba los contornos de una generación— este libro puede ser útil para conocer el mundo de ideas de estos poetas, su propio entramado espiritual o conceptual, su característico repertorio de convicciones: lo que se suele llamar un “espíritu de época”. Y también podría resultar curioso, con vistas a un posible estudio comparatista, poner en relación a estos autores con los de esa otra generación de poetas españoles que son coetáneos de los neerlandeses: Mariano Peyrou, Abraham Gragera, Juan Carlos Abril, Rafael Espejo, Carlos Pardo, Miriam Reyes, Josep M. Rodríguez, Elena Medel, etc. Las páginas de Entre diques y esclusas. Antología de poesía neerlandesa actual incluyen también imágenes de Eva Gómez que pertenecen a la serie fotográfica Gatos, tumbas y escaparates cárnicos, tomadas en los Países Bajos a lo largo del año 2022. La antología resulta una buena excusa para adentrarse en los vericuetos poéticos y generacionales de una escritura no tan lejana pero sí bastante desatendida en nuestro país. T. S. ELIOT. LA TIERRA BALDÍA (Cátedra, Madrid, 2022) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Esto no es una reseña de La tierra baldía de T. S. Eliot porque ahora, más de cien años después de su publicación, sería un acto ridículo y extemporáneo. Esto no puede ser una reseña sobre ese libro fundamental de la poesía del siglo XX porque hay miles de estudios de personas que han dedicado muchas más horas que yo a ese texto que todavía sigue apelándonos, como lectores y como escritores, desde esa difusa barrera de los cien años, que no son nada y lo son todo; porque, ¿quién lee hoy a Eliot?, ¿qué lugar ocupa Eliot en la poesía contemporánea española?, ¿cómo se lee a Eliot hoy, año 2023, en un momento estético dominado de forma casi absoluta por el confesionalismo y la sentimentalidad? Lo que aleja a este texto de una reseña convencional es que, puesto que no tiene sentido que yo me dedique ahora a valorar o interpretar La tierra baldía, centraré estas líneas en dos direcciones. Una sí coincide exactamente con lo que se espera de una reseña, ese género de crítica literaria que da noticia de la aparición de una nueva publicación y orienta a los potenciales lectores sobre su contenido. La otra tarea a la que me dedicaré en este texto no tiene nada que ver con el género reseña, y tratará de dar respuesta a las preguntas formuladas arriba desde una subjetividad absoluta y poco recomendable en el desempeño crítico. La novedad editorial que me han encargado dar a conocer es la reciente edición bilingüe de La tierra baldía de T. S. Eliot en la editorial Cátedra, dentro de su colección “Letras universales”. La persona encargada de la edición es Viorica Patea, y la traducción corre a cargo de la traductora y poeta Natalia Carbajosa, con la colaboración de María Teresa Gibert y la propia Viorica Patea. Respecto a la traducción, solo puedo decir que me ha parecido impecable: la versión en castellano respeta el texto inglés (en una edición bilingüe siempre está ahí el original, y tal vez eso sea un freno a las posibles tentaciones más creativas de la traducción) y, al mismo tiempo, suena fluido y natural en todos los variados tonos y registros lingüísticos que componen el poema. En cuanto a los textos críticos que acompañan a la obra, su calidad y exhaustividad convierten, en mi opinión, esta edición de Cátedra en canónica: contiene tanta información, y tan bien organizada y explicada, que cumple con todas las funciones que se esperan de una edición crítica: es una base perfecta o una estimulante puerta de entrada para aquellos que quieran indagar más en La tierra baldía, mientras que, para lectores simplemente interesados o curiosos que no tengan intenciones de realizar una investigación académica, se aporta un material más que suficiente para que su lectura de este clásico de la poesía ¿contemporánea? sea una experiencia enriquecedora y clarificadora. A pesar de la exhaustividad de estos materiales, la prosa académica de Viorica Patea no es oscura ni inescrutablemente teórica. Toda la información que aporta es relevante y está encaminada a dilucidar las oscuridades y la complejidad del texto original de Eliot, y no para el lucimiento personal de la investigadora. El prólogo, de más de 200 páginas, se compone de varias partes. La primera de ellas es una “Biografía literaria”, que se aleja de los elementos biográficos anecdóticos y se centra exclusivamente en aquellos aspectos de la vida de Eliot que tienen relevancia para la creación o la interpretación de La tierra baldía. Especialmente interesante es el recorrido biográfico a través de las influencias literarias directas: el simbolismo francés (en palabras del propio Eliot, de Baudelaire aprendió «los recursos no explorados de lo no-poético»; y de Laforgue aprendió a superar el sentimentalismo romántico a través del nuevo lenguaje del verso libre y el monólogo interior), la Divina Comedia de Dante, su formación filosófica y su posición en los debates filosóficos del momento, su interés por el budismo, la importancia de las vanguardias y de Ezra Pound y, por supuesto, su abandono definitivo de la sentimentalidad poética, sustituida por el famoso “correlato objetivo”. Todas estas influencias están documentadas biográficamente con documentos epistolares o académicos del propio Eliot. Tras ese recorrido biográfico, la introducción continúa analizando “La estética de LTB”. En este apartado se ofrecen detalles sobre la composición y publicación de la obra que, en una versión previa, se titulaba He Do the Police in Different Voices. El lector también descubrirá, gracias al análisis de ese manuscrito inicial, que la intención mítica del libro, su esquema basado en la búsqueda del Grial y en el budismo, son posteriores a las primeras redacciones. La importancia del Ulises de James Joyce, del cual Eliot admitió explícitamente que “robaba” su “método mítico” es también analizada, y puesta luego en relación con aquellos textos míticos que Eliot usó para estructurar su poema: La rama dorada de James Frazer y From Ritual to Romance de Jessi Weston, que le aportan los mitos cristianos del Rey Pescador y la leyenda del Santo Grial. La interpretación de La tierra baldía que nos ofrece Viorica Patea está basada en la relación que Eliot encontraba entre las estructuras profundas del inconsciente junguiano y el uso de los mitos analizados por Frazer y Weston, y podría resumirse en esta cita: «La experiencia central de La tierra baldía gira en torno a ese deseo de muerte y resurrección que describe el proceso simbólico de regeneración interior (...). Los protagonistas están inmersos en un mundo de fragmentos y ruinas. Poco a poco, sus impresiones asumen significados inconscientes que les incitan a emprender la búsqueda. Subrepticiamente reviven guiones míticos, realidades arquetípicas y muertes simbólicas. El modelo de exploración es el del buscador del grial». El siguiente apartado del prólogo, titulado “Análisis de LTB”, está guiado por esa lectura mítico-junguiana, y consiste en una explicación detallada de cada una de las partes del poema, poniendo en juego todas las fuentes textuales, tanto las explicitadas por Eliot como las reveladas por la crítica, para ofrecer al lector una interpretación del sentido del poemario. Por supuesto, como sucede siempre que se ofrece una interpretación más o menos estable y unívoca de un texto tan complejo y oscuro como LTB, el lector podrá estar más o menos de acuerdo (1), pero la exhaustividad del análisis, y la cantidad de referencias con las que la autora apoya sus conclusiones, harán que, aunque se pueda discrepar de ellas, la lectura de los versos quede enriquecida, y cualquier diálogo o matización en relación con sus conclusiones habrá de ser, por ello, un ejercicio enriquecedor y exigente. El prólogo termina con dos apartados más breves y de interés sobre todo filológico (“La recepción de la crítica” y “Eliot en España”) antes de dar paso ya al texto bilingüe de La tierra baldía y las notas originales con las que Eliot acompañó su edición. Para terminar esta edición crítica, se añaden dos apartados más: las notas de la editora al texto, que son tan minuciosas y completas como el resto de materiales; y, por último, un pequeño lujo o exceso en forma de “Apéndice”, y que consiste en los textos originales de las referencias explicitadas por Eliot en las notas con que acompañó la edición de La tierra baldía de 1922. Este apéndice es una muestra más de la seriedad y exhaustividad de esta edición, y de esa generosa intención totalizadora que pretende facilitar el trabajo al lector para que no tenga que recurrir a fuentes externas. Así, si el lector se encuentra con los versos «Dulce Támesis, fluye despacio hasta que acabe mi canción», y luego lee la nota de Eliot que simplemente dice «V. Spenser, Prothalamion» y piensa “estaría bien leer ese poema”, el “Apéndice” se adelanta a esa curiosidad y nos entrega la versión íntegra del Prothalamion de Spenser en versión bilingüe. Como creo que ha quedado claro, he disfrutado enormemente con la relectura de La tierra baldía. Y no solo por las bondades de esta edición, sino por reencontrarme con un texto que, 101 años después de su publicación, sigue estando increíblemente vivo, que es capaz de adelantarse a teorías posteriores como la postmodernidad y la deconstrucción, que ahonda en el nihilismo y en sus límites, que revela la textualidad que limita y enriquece al mismo tiempo al ser humano frente a sus aspiraciones de trascendencia o de sentido. Ha sido un placer nostálgico, también, en cierto modo, el que me ha proporcionado esta relectura en pleno 2023, cuando parece que el género lírico apenas pone en duda esa definición que lo asocia inevitablemente con la expresión sentimental de una subjetividad; cuando parece que cualquier propuesta que incorpore lo épico y abogue por la huida de la sentimentalidad y el biografismo en poesía queda inmediatamente etiquetada como “experimental” o “rara” y relegada a la marginalidad. Se están cumpliendo ahora cien años de casi todos los textos que fueron fundamentales para mi formación lectora y literaria, y el devenir de los vaivenes en la recepción estética parece (de ahí la nostalgia, de ahí el lamentable cascarrabismo de estas líneas de conclusión) haberlos condenado al terrible territorio de lo rancio, de la curiosidad erudita sin importancia vital. Este es un fenómeno personal, que no sé hasta qué punto puede interesar a quien lea este artículo, y que me ha sucedido con La tierra baldía del mismo modo que me ocurre cuando releo otros clásicos de vanguardia: esa sensación de continuo descubrimiento, esa admiración por el rigor, la ambición y la complejidad de un poema que tiene un efecto perverso: tras leer La tierra baldía, gran parte de las lecturas de mis contemporáneos quedan empequeñecidas, rodeadas de un aura de previsibilidad, de aburrimiento, de irrelevancia. Podrá decirse que esta asimetría comparativa sucede ante cualquier obra maestra, pertenezca al periodo literario que sea; sin embargo, me ocurre especialmente con obras de ese periodo, con las vanguardias históricas, con la forma en que me siguen pareciendo no solo actuales, sino necesarias, como si, pese a su carácter arqueológico, hubiera en ellas todavía una fuente de potencial renovación para la literatura actual. La cantidad de comentarios despectivos que, a raíz del centenario del Ulises de Joyce aparecieron en redes, en boca de no pocos novelistas de éxito, puede servir como ejemplo de esa importancia que hoy reclamo para la relectura de La tierra baldía. Es evidente que hoy la estética literaria dominante se basa en la claridad, la subjetividad, el confesionalismo y la sentimentalidad. Esto (como cualquier categoría estética) no es, en sí mismo, bueno ni malo; esas características fueron, en contextos estéticos, sinónimos de falta de calidad. Es un hecho. El desprecio mostrado por los novelistas de éxito hacia el Ulises se enuncia desde la centralidad del triunfador, desde la certeza de estar en el lugar adecuado en el momento adecuado, cuando se sabe que la estética que uno practica coincide con la que el momento histórico considera correcta. Por eso se puede decir hoy que Joyce no sabe contar una historia, porque hoy, en narrativa, lo que más importa es contar una historia, mientras que los intentos por ejercer tensión sobre el lenguaje, el género y demás elementos son considerados errores narrativos. Por eso, el centenario de Trilce de Vallejo pasó completamente desapercibido en el mundo literario español, como lo ha hecho (con excepción de esta magnífica edición) el de La tierra baldía. Estos textos que alguna vez fueron fundacionales e imprescindibles para cualquier lector y, sobre todo, para cualquiera que quisiera escribir poesía, hoy ya no se consideran referentes. Cada generación busca a sus padres en la tradición, y la mirada de los poetas españoles contemporáneos, en general, ignora estos títulos porque no encuentra en ellos la expresión de la sentimentalidad y la subjetividad en la que puedan reconocerse y afianzarse. Espero que esta nueva edición pueda ayudar a que más jóvenes poetas se acerquen al viejo maestro y encuentren en él algo interesante y, tal vez, se genere una pequeña ola de “eliotismo”. No quiero terminar sin una última reflexión, irrelevante, por supuesto. El hecho de que me hayan encargado a mí esta reseña es importante para leer este artículo; el hecho de que la persona que me pidió que escribiera sobre La tierra baldía hubiera leído mis libros de poesía, todos ellos encuadrables en una línea de poesía épica que huye de la sentimentalidad y del yo. Todo eso es importante porque, cuando el crítico también es autor, siempre está la sospecha de que barre para casa. Ese deseo final de una ola de elitismo solo puede leerse de esa manera, por supuesto. Se acepte o se mate al padre Eliot, en cualquier caso, creo que siempre será necesario, para cualquiera que escriba, leerlo, confrontarlo, entenderlo; y, para eso, esta edición es perfecta. (1) En mi caso, por ejemplo, la discrepancia tiene que ver con la (escasa) importancia otorgada a La divina comedia en dicha interpretación. A mí me parece que, en varios aspectos, y no solo por las citas textuales explícitas, hay muchos elementos en la composición y sentido general (largo poema épico que refleja una experiencia espiritual y, al mismo tiempo, está basado en la intertextualidad, en la aparición de voces y relatos de personajes de otros mundos textuales), que ayudarían a una interpretación de LTB más allá de esa lectura mítico-junguiana.
ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA. EN EL CUERPO DEL MUNDO (Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2023) por PEDRO GARCÍA CUETO Andrés Sánchez Robayna, es un escritor cuyo pulso emocional palpita en cada página, en el espacio en blanco que llena la luminosidad del lenguaje, su trascendencia. En el cuerpo del mundo abarca su obra lírica completa porque el vate ya tiene una carrera sólida, una arquitectura del lenguaje centrada en la creación como leit motiv. Del libro Día de aire (1970), surge el poema homónimo cuando dice: «Naces, y es un presentimiento, / como el presentimiento de la luz / cuando sales del sueño. La mañana / sobre los médanos te llama / a la busca del aire, al domino del sol». Y es el mar un lienzo donde Robayna esculpe el idioma como el que crea figuras de arena que no se borran al estallar el agua en la orilla. Desde su Canarias natal, nace un poeta que respira luz por los poros. De su siguiente libro, Clima (1972-1976), dirá en ‘Escena’: «Cerca del mar / visible, divisado, / el intenso ramaje que corta / la luz en delgados sentidos; / allí, / brillante y negro, / cae mi ropaje. / En lo alto, el toque / de hojas en el vacío / del aire / suena / sobre el silencio». Porque lo oscuro penetra en el silencio de la Naturaleza, la belleza transgrede los espacios, les da cuerpo y alumbran el mundo. Mientras tanto, el ser humano perece en un sinsentido que continúa y el poeta lo contempla en su extensión inabarcable. Llamean entonces los perfiles del mar que se convierten en olas que se rizan. De Clima y en la línea ascendente de su peregrinar natural, el poeta escribe que el sol se calca en nosotros, nos ilumina, abriéndonos así al hombre creador, que ve más, porque todo lo convierte en poema; así en los versos de ‘Arena espejo fuego’: «Al arenal descienden faldas llameantes. / Si el sol es la medida de esa huella / humana / (pasos que descendieron lentamente / trozos harapos vestiduras / en llamas) / también el hombre es luz. / Las rocas huyen hasta el sol ya ciego». Y es el sol quien nos alumbra, hasta las rocas cobran vida y se personifican a la llegada del astro. El poeta canario sabe que el paisaje rasga el tiempo, es una honda huella en la mirada, cincela la palabra hasta convertirla en una estatua de sal. Del libro Tinta (1978-1979) escribe minuciosos poemas en prosa, donde moldea la lengua cenital. Dice en ‘El vaso de agua’: «El vaso no es una medida. El vaso en pleno mediodía. El vaso es de un cristal ligero, muy delgado, delicadeza medida, estancia bajo el sol. El vaso de agua es un ensayo de quietud». El líquido elemento es la vida que respira por los cuatro costados del ser, la necesidad de la paz en un mundo de ruidos, el encuentro con la Naturaleza para vivir al fin, sin que la existencia sea simulacro nada más. En La roca (1980-1981) el bardo afortunado canta: «negro tranquilo de la forma: / las lisas aristas fluyeron / calma fluida lisa negra / soledad entera de la forma». La roca, como nos dijo Darío, ya no siente, pero para Robayna la roca fluye en su horizonte oscuro, porque se enfrenta al mar y resiste, como el ser humano en su azarosa vida hacia ninguna parte. Y en ‘Palmas’, sobre la losa fría, canta a Fuerteventura, porque las Canarias son el cielo abierto, la quietud de la tarde, el lienzo pintado de un mar sereno. El poema detalla, como si el amanuense descifrase un texto, cabalgase por las palabras, tradujese un idioma recién nacido, nos devolviera al origen del ser: «El sol recorre el muro derruido, / la tarde gira sobre el silencio. / La luz envuelve el oleaje / y rueda con pereza en la colina». Sánchez Robayna pinta el verso, le da colorido, lo entrega a la marea para que sea devorado por las aguas, se da al líquido elemento, como ofrenda hacia la nada.
Y de sus últimos libros, porque hay mucha huella en cada uno de ellos y en este magnífico tomo, quiero destacar el libro Por el gran mar, cuando dice: «La casa familiar bajo las nubes, / la mañana de agosto, el emparrado, / las uvas que colgaban de la luz, / yo era una posesión de la presencia, / el aire traspasaba el cuarto blanco / y la cama guardaba aún la huella / del cuerpo que nacía al alba clara». Este poeta vibra y amanece en cada página. Todo es un renacer en la escritura de Robayna: abre en canal el verso como ofrenda enamorada a un lector que aún cree en la belleza del mundo. Por ello, el título, En el cuerpo del mundo, porque toda la Naturaleza es un cuerpo, que se recorre para hacer el amor apasionadamente con el lenguaje, siempre edénico. JULIO HARDISSON GUIMERÀ. COSTA DEL SILENCIO (Tercero Incluido, Barcelona, 2023) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR La primera novela de Julio Hardisson Guimerà revela a un autor consciente y maduro, que nos ofrece una obra original, en la que la forma en que se presentan los materiales que la componen se convierte al mismo tiempo en filosofía, en expresión del núcleo ideológico de la misma. En los primeros capítulos, la novela parece respetar la tradicional estructura y sentido de la novela convencional: vemos a un hombre (sin nombre, siempre llamado así, “el hombre”) que llega a una isla del archipiélago canario (no se especifica cuál, aunque se intuye Tenerife) acompañado de su hija adolescente. Viene, además, como en la novela tradicional, con una misión: realizar un informe sobre la urbanización turística en la que se hospeda. Ese lugar, ya decadente y semiabandonado, no es extraño para él, pues está lleno de recuerdos de los años de infancia que vivió allí; su padre, además, fue uno de los que idearon y construyeron la urbanización, como un lugar de recreo y descanso para los trabajadores de la empresa finlandesa que financió su construcción. Pero, ya desde ese “convencional” comienzo, advertimos ciertas disonancias o desvíos. Muy pronto, el lector adivina que esta no es una de esas novelas “que te llevan” con el anzuelo de una intriga impostada y un planteamiento, un nudo y un desenlace. Tal vez, la primera extrañeza provenga de la voz narrativa. Es un narrador omnisciente que no renuncia a dar información (escasa) sobre pensamientos y sentimientos de este personaje, pero en el que predomina la objetividad y la distancia: no se implica con él, no hace que el lector se identifique emocionalmente con el protagonista. Y esta distancia será importante para el sentido de la novela: en esa distancia con la que el lector y el narrador observan las evoluciones del personaje sobre la isla queda un espacio silencioso. Por él, como por las grietas y ventanas de las casas abandonadas de la “agrupación”, se cuela el viento, se filtra la arena volcánica, se escucha el mar, se impone el paisaje. Y, en esa distancia entra, sobre todo, el inmenso silencio que domina esta novela. Entonces recordamos el título Costa del silencio. El silencio es un personaje más de la novela, me atrevería a decir que su verdadero protagonista. Esto es importante. Ese protagonismo del silencio también es una declaración, la propuesta que subyace a este texto: porque el silencio es aquello ajeno a lo humano, si entendemos lo humano como el pensamiento y el lenguaje. Creo que el sentido último de la novela es fundir o yuxtaponer al hombre sobre el paisaje, dejar que este se manifieste, no ocultarlo, no convertirlo en un fondo o decorado sobre el que brille el hombre, el héroe, el protagonista. Por eso, también, muy pronto nos damos cuenta de que predomina lo descriptivo sobre lo narrativo. Más que sentimental o intelectual, más que detenerse en las intenciones, deseos o temores del héroe, Julio Hardisson construye un narrador muy sensorial, que utiliza al protagonista como una sonda enviada al planeta Costa del silencio a través de la que el lector recibe imágenes, olores y sonidos. “El hombre” es, sobre todo, unos ojos y unos oídos, más que un sujeto emocional o una máquina de pensar e interpretar lo que ve. La siguiente extrañeza tiene que ver con el resto de personajes que van apareciendo en ese espacio. Su presencia inconsistente es la de los fantasmas. Y entonces surge la tercera extrañeza; porque esos espectros revelan un desorden temporal. Los hombres, los personajes, son fantasmas que transcurren en un tiempo irreal, en el que se superponen pasados y presentes, en el cual nunca sabemos si quien aparece entre las rocas, en los barrancos y en las cuevas, es alguien que habita el presente de la narración o es un espectro que habita ese tiempo indeciso y poroso de la novela. Los personajes son fantasmas y voces, lenguajes, textos, diálogos dialectales que han quedado flotando en el omnipresente viento que es la voz más reconocible del silencio. Los personajes, como los edificios, son ruinas también: la huella frágil de lo humano y temporal que se posa sobre el espacio y se deja absorber por él, es decir, por la tierra, por el volcán, por la costa, los barrancos, el “lapilli”, la arena negra, las dunas que invaden y engullen toda construcción humana. El espacio, la tierra, adquiere una dimensión más allá del significado; irreductible, es una presencia pura y absoluta que no admite palabra ni relato. Es un significante material que se resiste a dejarse unir a un significado conceptual que involucre futuro, proyecto, tiempo humano; es un significante que deja que los significados, los relatos, las intenciones con las que el hombre la interpreta, usa y maquilla a su imagen y semejanza, se posen sobre ella, con total indiferencia, sabiendo que el viento y las dunas pasarán y lo borrarán todo para que todo vuelva a empezar. Lo narrativo se subordina a lo descriptivo, lo temporal se diluye en lo espacial, lo humano se funde en el paisaje. Pedro Páramo, por supuesto, hace un inevitable cameo para reforzar ese desierto, para que también el viento y los fantasmas de la literatura se cuelen entre las líneas de la novela. Pero tampoco se consolida la obra en ese modelo narrativo. Esta no es una versión isleña de Rulfo. Lo ensayístico, a través de la excusa narrativa de la “investigación” histórica del protagonista, empieza muy pronto a adquirir peso. Los dos temas principales que involucra la dimensión ensayística de Costa del silencio son la arquitectura y la utopía. Por supuesto, están relacionados. Y, por supuesto, como he anunciado al principio, el sentido o la propuesta que se desprende de las reflexiones ensayísticas de la novela es el que justifican su peculiar composición técnica (es decir, en las elecciones del cronotopo, estructura, personajes y voz narrativa). La arquitectura es la actividad que relaciona al hombre con el espacio, a la persona con el paisaje, con la naturaleza. Por eso, en una novela tan determinada por lo espacial, por el conflicto entre el hombre y el entorno, se plantea como tema central y recurrente el de la arquitectura: es el motivo inicial de la novela (la investigación sobre ese complejo vacacional de reposo para trabajadores de una empresa finlandesa) y, desde ahí, se extiende a casi cualquier construcción que aparece, tanto del pasado, como de proyectos diseñados o pensados para el futuro. Hay una reflexión recurrente sobre la forma en que el hombre ocupa el espacio, la tierra, tanto en un sentido concreto e inmobiliario, como en su dimensión ecológica y filosófica. El protagonismo espacial de la isla y sus volcanes, el carácter secundario (y fantasmal) de los hombres que brevemente pasan sobre ese espacio, impone una visión de respeto por la tierra de la que parece desprenderse una llamada a la humildad, a abandonar las concepciones “conquistadoras”, idealistas y subjetivistas de la arquitectura y la explotación económica del espacio en las que se ignora por completo el elemento material. Así se habla, por ejemplo, del concepto arquitectónico de “espacios equilibrantes”: «Tenía una visión de la construcción muy ligada al territorio y, sobre todo, enfocada al bienestar y la calidad de vida de las personas que utilizaban los edificios (...), tras décadas de turismo extractivo, insostenible tanto para la naturaleza como para las personas que residían, trabajaban o veraneaban en la zona». (171) Para la dimensión más ensayística de Costa del silencio, además de los informes arquitectónicos, es esencial el personaje de la hija adolescente de “el hombre”. Ella incorpora la reflexión sobre la ecología y la utopía que, por supuesto, está relacionada también con la arquitectura y con la relación hombre-espacio, hombre-naturaleza. Por su edad, la hija representa, en sí misma, el futuro, la nueva generación, una nueva forma de pensar, y de actuar, que dialoga con la de la generación del padre. La dimensión teórica de esa visión “utópica” se expresa, principalmente, a través de los diálogos con Sabine Scholl, una artista alemana que está en la isla para participar en un congreso ecologista en el que la hija se interesa. Hay un capítulo esencialmente ensayístico, en forma de diálogo entre el protagonista y Sabine, en el que se debate la interesante cuestión de la utopía, de la posibilidad o la imposibilidad de pensar el futuro. Sabine defiende la posibilidad de una utopía “realista”, que tenga en cuenta las condiciones materiales y no trabaje solo desde el idealismo abstracto. Esa “utopía de lo inmediato” y ese rechazo a vivir en un mundo de ideas introduce también otra variante utópica, de más urgente actualidad: las redes sociales y su efecto sobre la psicología (sobre todo, pero no solo) de los jóvenes. Sabine Scholl y el grupo de jóvenes con el que la hija del protagonista se relaciona se adscriben a la corriente alemana de la “ecología gris” de Robert Habeck, un líder ecologista alemán que propone la desconexión de las redes sociales y “el retorno a la realidad”, para huir de esa ansiedad continua, la aceleración del tiempo, la polarización política y el narcisismo al que el diseño de las redes sociales (con sus premios psicológicos paulovianos del like y la recompensa emocional) nos empujan.
La dimensión práctica de esa reflexión sobre “nuevas utopías” también se representa en el personaje de la hija. Ella, junto con otros jóvenes, tanto lugareños como de extranjeros que asisten al congreso ecologista, habitan las ruinas (el minigolf, la pista de kart...) como materialización de esa nueva, humilde y modesta, pero realista, forma de utopía: aprovechan arquitectura decadente, juegan con ella, la resignifican, extraen nuevas posibilidades, y la ocupan con una inocente naturalidad y alegría cuyo carácter de utopía parece resistirse a esa definición, pues estamos demasiado acostumbrados a asociar “utopía” con “futuro”, con “perfección”. En el excelente prólogo, Bernat Castany dice que el autor «inaugura con esta obra una literatura de 360 grados. Y no solo porque invoca todo tipo de géneros escriturales, como el diálogo, la transcripción de entrevista, el diario, el informe o el programa de congreso, sino, sobre todo, porque multiplica las perspectivas narrativas con el objetivo de desplazar al ser humano del centro». Creo que ese es uno de los grandes aciertos de la novela. A pesar de todo lo que se plantea y propone, nunca hay una voz ni una intención abierta y molestamente pedagógica en la obra. La hábil yuxtaposición de todos esos heterogéneos elementos discursivos no solo aleja del protagonista y del narrador la defensa de una “tesis” impuesta para dejar que sea el lector quien “escuche” y reflexione; sobre todo, consigue materializar de forma técnica y compositiva esa propuesta utópica en la que el hombre se desplaza del centro, en la que “el hombre” no es protagonista que domina la naturaleza, el paisaje, negándolo en su extrema subjetividad, sino que es un elemento más, protagonista, pero fantasmal, temporal, que transcurre sobre un paisaje que permanece silencioso. VICTORIA LOMASKO. LA ÚLTIMA ARTISTA SOVIÉTICA (Godall, Barcelona, 2022) por JOSÉ ÓSCAR LÓPEZ «Se suponía que los autores del segundo mundo hacían arte político sobre la injusticia social y que crear sus propios mundos era un privilegio de los artistas de países prósperos», escribe Victoria Lomasko en el último capítulo de este libro, titulado significativamente “La última artista soviética se convierte en persona”. Acerca de uno de los creadores residentes en Moscú como ella a quienes entrevista en este tramo, la autora escribe: «Era obvio que a este artista solitario realmente le gustaba la energía oscura de ese lugar, le gustaba el drama. Y a mí, ¿qué me gustaba? Estaba segura de que ya no quería ser la última artista soviética. Terminaré este libro y basta». El agotamiento de la autora es artístico y existencial: la Rusia actual es invivible. Dos semanas antes de la invasión rusa en Ucrania, Lomasko dio por concluido su trabajo como “última artista soviética”. Poco después voló a Bruselas para no regresar a su país. Hoy vive como refugiada en Berlín. Varios años antes de hacerlo, exactamente desde 2008, empieza con su labor a pie de calle, recogiendo las conversaciones con la gente que se encuentra o a la que ella busca y dibujándola en muy diversos espacios y actitudes. Es así como la autora da inicio a una gran crónica escrita y dibujada sobre su propio país, con la complejidad que en su caso supone el mismo término. Este ciclo será recogido primero en Otras Rusias y después, con la contundencia final que ya hemos comprobado, en el libro que ahora reseñamos, La última artista soviética. En su día, de hecho, el padre de la autora trabajó como artista soviético. Mediante un estilo de dibujo con aires de muralismo soviético mezclados con cierta espontaneidad punk en el trazo, la viva expresividad que su ejecución “en directo” le confiere, Lomasko prolonga esa cadena familiar y pone su arte al servicio de una muy plural e históricamente castigada colectividad post-soviética que ya solo quiere librarse de la actual tiranía del poder oficial, con Putin y la Iglesia ortodoxa rusa a la cabeza. Su trabajo emparenta con el de las crónicas en forma de novela gráfica de Joe Sacco en Notas al pie de Gaza y Gorazde, zona segura o el de Guy Delisle en Pyonyang o Shenzen, aunque Lomasko se apoya en textos más amplios —texto e ilustración se reparten a la mitad el espacio de las páginas del libro, en una proporción aproximada— y no recurre al lenguaje secuencial entre las ilustraciones, que han sido realizadas in situ y conservan la espontaneidad y la urgencia de un arte tan testigo y descriptivo como social, reivindicador, político. En Otras Rusias, Lomasko retrató lo que ella denominaba allí “los invisibles”: «La vida de los adolescentes reclusos en los reformatorios, de los maestros y alumnos de las escuelas rurales, de los inmigrantes, de los ancianos entregados en cuerpo y alma a la iglesia ortodoxa, de las trabajadoras sexuales, de las mujeres solteras de la Rusia de provincias». Y escribe después: «Para mí, los “invisibles” no son personajes particularmente marginados, ya que en Rusia la mayoría de la población es invisible: los distintos grupos sociales están aislados unos de otros, no tienen acceso al ascensor social ni al espacio público». De la minuciosidad del trabajo de Lomasko, y también de su voluntad de reflejar el instante de manera veraz, pueden dar idea estas palabras de su autora en el inicio de este libro, como explicación de los ocho “Retratos negros” con los que inaugura su futuro gran fresco: «Cada retrato está dibujado a partir del encuentro casual con alguien, hasta entonces desconocido, que por una razón u otra quiso hablarme de su vida. Este tipo de situaciones no se pueden forzar, con lo cual esta serie de ocho láminas tardó tres años en tomar forma».
En 2012 da comienzo a la serie de crónicas de “Los airados”, con las manifestaciones multitudinarias y el activismo insólito que afloraron entonces. Y finalmente, en este La última artista soviética Lomasko viaja por diversos rincones de la antigua URSS —Kirguistán, Armenia, Daguestán, Georgia, Ingusetia y Bielorrusia— para retratar la vida diaria entre los cascotes del extinto monstruo soviético, una temática que comparten tantos y tan diferentes autores y creadores, desde la bielorrusa Svetlana Aleksiévich, también cronista, al novelista húngaro László Krasznahorka. La convivencia descrita y dibujada por Lomasko se halla marcada por tensiones étnicas y culturales de todo tipo. La autora prestará especial atención a la situación especialmente precarizada e invisibilizada de mujeres y personas pertenecientes al colectivo LGTBI, en el seno de muchas de estas comunidades, y al igual que hizo en Rusia, terminará de componer un valioso, detallado y muy intenso mosaico con las experiencias, las ilusiones, las reivindicaciones y los sueños de futuro de tanta y tanta gente allí. «No es asunto de un artista correr con su álbum en las manos para escapar de la policía; el trabajo de un artista es dibujar las formas del futuro deseado», escribe Victoria Lomasko al final de este libro, agotada. No es para menos. La intensidad de su trabajo habla por ella. El lector solo desea, al acabar este libro, que todas esas Rusias invisibles y airadas encuentren la forma de vivir por fin con dignidad y en libertad, en ese futuro deseado. GUILLEVIC. DEL DOMINIO (Cántico, Córdoba, 2022) Edición bilingüe por ELENA ROMÁN Guillevic (Carnac, 1907 - París 1997), quien firmaba así, con su apellido, certificaba: «Carnac es mi paisaje interior». Es probable que aquel alrededor marino y rocoso, poblado de megalitos, estuviera tan presente en la infancia de Guillevic como en su forma de afrontar la vida y la literatura, campos ambos en los que fue profundo y único. Deambuló por tres planos: su trabajo como funcionario, la política desde su militancia comunista, y la poesía desde la concisión y la lucidez; si en algún momento no estaba en uno de esos tres planos sería porque estaba en los tres. Si bien en nuestro país no ha sido excesivamente conocido (su única obra publicada en España con anterioridad a este momento fue Arte poética, a cargo de Ediciones y Talleres de Escritura Creativa Fuentetaja en 2011 y traducida por Pilar González España), Guillevic es considerado como uno de los mejores poetas en lengua francesa de su generación. Distinguido con los premios literarios franceses más importantes (Gran Premio de la Academia Francesa, Gran Premio Nacional de Poesía, Premio Goncourt), su estilo destaca por una sobriedad y laconismo que, lejos de provocar frío, consigue todo lo contrario: se acerca tanto y con tan poco que, como piedra contra piedra, quema. Du domaine fue publicada en Éditions Gallimard en 1977 y traducida al español en otros países hipanoamericanos, pero no aquí ni hasta ahora, momento en que la editorial Cántico pone a nuestro alcance Del dominio en una impoluta edición de cuya traducción y prólogo se han encargado Rafael Antúnez y Juan Antonio Bernier. El dominio, del latín dominium, y este de domĭnus (amo, dueño) tiene, entre muchas acepciones (hola, RAE), las siguientes: m. Poder que alguien tiene de usar y disponer de lo suyo. m. Territorio donde se habla una lengua o dialecto. m. Ámbito real o imaginario de una actividad. m. Buen conocimiento de una ciencia, arte, idioma, etc. m. Biol. Rango superior de la clasificación biológica, por encima del nivel de reino. m. Der. Derecho de propiedad. Había más connotaciones, pero no se aplicaban tanto a la obra de Guillevic como las citadas. El dominio en este libro descrito no es geográfico sino personal. Es una estancia silenciosa, ordenada, minimalista, muy natural. Si Del dominio fuera una película, el viento sería la voz en off. ¿Por qué la lechuza no puede aspirar a ser consejera del Rey?: ¿por sus horarios, por su certeza, por su medio aullido? ¿Por qué el dominio en una página sí, en la otra no, aparenta ser intermitente? Haría falta, tal vez, la siguiente acepción:
m. Art. Continuo preguntarse de un autor que se vale del “nosotros” para implicar al lector/espectador en su disyuntiva. Guillevic nos habla de (y desde) un dominio como algo de/para muchos (no todos), así como algo que es condición y es origen, es decir, algo que ya estaba. Con Del dominio, el autor ha trazado un libro para un poema través de una serie de versos cortos escritos en voz baja: Guillevic fue economista en la vida real y así llega a manifestarse en su poética: cada partida tiene su contrapartida, hay que evitar gastos innecesarios, todo debe cuadrar en el balance final. Versos cortos, decía, dotados de un solo sentido como las rayas que esbozan la intermitencia, de nuevo, en la autopista que nos lleva; como telegramas que proporcionan lo necesario frente a las inclemencias; como una llovizna un lunes de madrugada, sin que cambie el curso de las cosas. Porque en la poesía de Guillevic realmente no pasa nada, simplemente constata que amanece, que es mucho: «Hay tanto / que decir / que no es necesario / empezar». Estamos ante un libro impecable, juicioso, que evoca, como es habitual en el autor, influencias y/o reminiscencias de un pensamiento oriental en cuanto al tono y el misterio del que se rodea pero occidental en cuanto a su insistencia en lo racional, en lo que puede y debe controlarse. El dominio es donde nacen las tormentas; es la celebración de la naturaleza, su lago. Todos somos extranjeros en lo ajeno, o, mejor lo dijo él: «Todos somos de aquí. / Pero todos parecemos / venidos de otra parte». La curiosidad, la desnudez confortable, la repetición de ciertos elementos que, como raíces cuadradas, se multiplican hasta completar el número hipnótico en el que nos sumimos... Están colocados de manera que pudiera pensarse que la serena mano de Guillevic los ha dejado caer; en absoluto: todo lo que aquí visualizamos está en el lugar que le corresponde y no es casual. Bajo el cielo vegetal y tranquillo que nos describe Guillevic, nos desapegamos de nuestros pasos y después oscurece. «Escribo para saber lo que soy, lo que es el mundo exterior, en la medida que uno se puede distinguir del mundo exterior», decía. Pero el mundo exterior también es el dominio. MARIO PÉREZ ANTOLÍN. VIDA DE ERMITAÑO (Páramo, Valladolid, 2023) por ESTER BUENO PALACIOS CÓMO VOLVER A LOS ORÍGENES Cuando tienes entre las manos Vida de ermitaño, se te antoja la idea de que, al adentrarte en sus páginas, volverás al pasado romántico de unos seres casi mitológicos que, de manera voluntaria y absolutamente filosófica, buscaban en el sentido cartesiano un conjunto de saberes para establecer, de forma racional, los principios más generales que organizan y orientan el conocimiento de la realidad, así como el sentido del obrar humano. Y todo ello, abordado desde un punto de vista apreciablemente evocador y pretérito. Pero nada más lejos de lo que realmente sugiere la lectura de esta ópera prima novelística del afamado poeta y aforista de raíces castellanas y alma de mar. El ermitaño, que se embarca en situaciones y aventuras comparables con las de los antiguos libros de caballerías, podría situarse en cualquier época de la historia, en cualquier rincón de cualquier ciudad de cualquier país. Podría ser blanco o negro, o indio, o chino, e incluso practicar cualquier religión, porque la atemporalidad de sus vivencias y la universalidad de sus pensamientos y de sus sentimientos son de imposible encasillamiento o catalogación en una circunscripción concreta. Mario Pérez Antolín tiene la habilidad de extraer, para imbuir después a su personaje, las entrañas de lo que nos mueve como personas, a todos y cada uno de nosotros: la envidia, la curiosidad, el amor, la atracción, la codicia, el ser lo que no quieres ser, el traspasar los límites. Así, con una mezcla de dolor y de satisfacción que se va reflejando en el carácter de este eremita posmoderno, se da un debate entre el deseo de soledad y la imposibilidad de concebirla, sumido irremediablemente en las alegrías y adversidades que se va encontrando en el tortuoso camino por el que le lleva la pluma del escritor. La reflexión mayor a la que llama la lectura de Vida de ermitaño poco tiene que ver con la soledad y mucho con los encontronazos constantes que nos depara la imprevisibilidad de lo llamado vida. La alegoría al sentimiento permanente de pérdida y de constante búsqueda se reúnen en un punto intermedio, en el que el protagonista trata de mantener el equilibrio, siempre pivotando alrededor del bien y del mal, de lo correcto y lo deseado, de lo que debería ser y lo que realmente se manifiesta como realidad. Una evocación de la naturaleza como madre protectora y modelo de la perfección, de la necesidad de silencio y meditación, se entremezclan con la imposibilidad de ser ajeno a lo que acontece alrededor, a las pequeñas cuitas de los que se encuentra en el camino, y también a los propios deseos y pulsiones, difíciles de controlar en una personalidad fundamentalmente intuitiva como la de el ermitaño de la novela. Esa dicotomía entre la realidad y lo onírico se explicita a lo largo del libro en distintos pasajes que, por su brevedad, concisión y cierre, podrían leerse casi como piezas separadas, como microrrelatos que marcan enseñanzas puntuales según van sucediéndose los acontecimientos en la vida de ese hombre al que Pérez Antolín no pone nombre propio, como si se tratara de cualquiera, de cada uno de los lectores. Los diálogos que el ermitaño va entablando a lo largo de la novela marcan también los tempos que se alternan entre asuntos cotidianos, pero también más íntimos y esotéricos. ¿Es posible hablar con los pájaros? Las palabras se confunden con la intangibilidad del tiempo aéreo de las aves. ¿Se puede conversar con los muertos? Todos hemos evocado a los que ya no están con nosotros y los rememoramos en una suerte de diálogos íntimos que nos acercan a ellos, a los que se fueron y pueden hacerse presentes sin estarlo. ¿Es posible la introspección de contestarse por dentro sin que nadie a tu alrededor sepa de los pensamientos que te invaden y te desasosiegan o que te piden una respuesta a algo que está sucediendo? Efectivamente, cada uno lleva consigo una voz interior como la de este ermitaño, cuyo error primero es escucharse a veces y el segundo no hacer caso de lo que le sugiere su otro yo interno.
No falta tampoco lo cómico, lo que invita a la risa, siempre desde una perspectiva satírica que en ocasiones recuerda a las aventuras del Lazarillo, porque ese toque de personaje pícaro también lo tiene este ermitaño, deseoso de pasar por la vida sin ser visto y sin embargo obligado, contra su voluntad, a estar presente en asuntos del todo infortunados, como es un fallido intento de seducción, por ejemplo, del que, como de casi todo sale perdiendo, pero indemne. Esto es así porque en esa picaresca reconcentrada se establece también el sentimiento de que lo que ha de pasar va a ocurrir, esa certeza de pensamiento inexorable que cada creencia tiene en su ideario, da igual de dónde venga o a qué dios rinda pleitesía. Y si está presente esta vis divertida y presta a hacer sonreír al lector, también hallamos la otra cara de la moneda. Crudeza y desaliento cuando lo que ocurre a nuestro alrededor se nos escapa de la racionalidad. Ese punto de no poder manejar cada parcela de nuestra vida y percibir que son otros los que llevan las riendas. La lucha íntima de querer ser uno mismo por encima de cualquier influencia y la imposibilidad de serlo en el choque inevitable con nosotros, o con los demás, lo que otros piensan y deciden, lo que nos afecta sin haberlo decidido porque es la colectividad la que toma la iniciativa y no el individuo, la contraposición entre el “yo” y el “nosotros”. Vida de ermitaño es un paseo consciente, en la mayoría de los casos divertido y siempre evocador, de lo que nos podría suceder a cualquiera de nosotros si un día decidimos apartarnos del mundo y quisiéramos intentar evadirnos de lo que somos en realidad. Un ejercicio de introspección a la vez que un divertido transitar por lugares imaginarios e imposibles. Esa dicotomía que es vivir. JUAN GÓMEZ-JURADO. CICATRIZ (Ediciones B, Barcelona, 2015) por JAVIER ÚBEDA IBÁÑEZ En mi opinión, su mejor novela. Comenzaré mi juicio con esta contundencia porque Jurado merece su momento de gloria. Siendo el autor de thriller español más leído en todo el mundo, a pesar de lo corriente de sus tramas, ha alcanzado con esta obra su culmen literario. Salto y bajo en un instante en ambas sentencias porque la realidad de Jurado es así. Lo corriente de sus tramas, como signo identificativo, vinculado al divertidísimo ritmo de las mismas, a una acción adictiva protagonizada por los personajes más normales y complejos a partes iguales. Su obra como deleite para el placer de leer sin sobrecargas, sin orgullos, con los nervios a flor de piel, pero la cabeza relajada. Así es este autor, un personaje real en un mundo normal que disfruta escribiendo, y disfruta de unos lectores que disfrutan, sin mayores pretensiones; que ofrece sobre el papel una película de acción taquillera, puede que demasiado comercial y sometida al cliché, puede que simplemente sencilla. Pero ojo y que no nos pierda la ausencia de una descriptiva más poética, del detalle de una complejidad emocional o la historia de alguna vida, porque el autor compensa el ahorro de la belleza narrativa con esa carga eléctrica de la acción bien llevada, del movimiento. Juan Gómez Jurado, hoy por hoy conocido como novelista, se formó en periodismo, lo cual podría explicar el frenetismo tan estudiado de sus tramas. A pesar de su éxito desde su primera novela y sobre todo con La dama roja, el libro más leído de España durante dos años consecutivos, continúa vinculado a su profesión inicial participando en los podcasts Todopoderosos y Aquí hay dragones, además de otra serie de colaboraciones puntuales que le dan esa vida tan plasmada en sus novelas. Estas últimas han sido diez en total, comenzando en 2006 con Espía de Dios y terminando en 2020 con Rey blanco. Ha trabajado con distintas editoriales, pero las últimas cuatro han sido de Ediciones B. Cicatriz es una novela de amor y engaños donde un joven protagonista, Simon Sax, habilidoso en lo suyo, pero social y comercialmente torpe, podría hacerse multimillonario vendiendo su invento, y conoce a una enigmática Irina que cargará nuestras páginas de secretos. Comienza con una escena rebosante de energía que no voy a desvelar, para lanzarnos enseguida al inicio que nos invitará a descubrir los errores de Simon, el primero de ellos, no preguntar por la cicatriz. Es una novela terriblemente actual en la cual rebosan los guiños a la realidad, donde la ficción se abre su sutil camino a través de la tecnología, que en esta obra supera a la propia historia. Una novela que, a pesar de su carencia artística, nos mantendrá en vela hasta devorarla por completo. Cuenta con dos introducciones, una para cada personaje, Irina y Simon, se divide en dos partes, Antes con treinta y dos capítulos y Ahora con Ocho, y se desarrolla sobre dos escenarios diferentes, Chicago, puede que llamando al americanismo que igual pudiera hacer tambalear la originalidad de la obra, y otros lugares que no son Chicago, pero no se dotan de una importancia propia de forma individualizada. Esa carencia artística, ese ahorro en la belleza narrativa, esa falta de descriptiva poética que comentamos, ponen a Jurado en una interrogativa constante en el mundo literario, en el eterno debate de si es un escritor que vende por ser un escritor vendido, o, si verdaderamente es un buen escritor, uno que baila con las palabras como estas lo merecen. En mi opinión, como cualquier cosa verdaderamente buena en esta vida tan exigente, no es ni una cosa ni la otra. Como ya anticipaba unas líneas más arriba, el autor tiene una facilidad pasmosa para romper los moldes con una trama y personajes asombrosamente corrientes, indudablemente inspirados en la realidad, lo cual es sin duda un don que solo un buen escritor sabría manejar, y aunque no es el deleite del gran fanático del arte, tampoco es una pretensión con nombre y apellidos sino un hombre tan corriente y complejo como sus personajes, que no pretende demostrar nada, que solo disfruta de la vida que infunde a sus libros.
El objetivo de Jurado con esta magnífica creación es empujar al lector a un viaje ligero pero acompasado donde dejarse llevar sería la clave para un disfrute máximo. A través de una puesta en situación de personajes maravillosa y sorprendente donde nada es lo que parece y todo va cobrando sentido con su justa pausa, hasta que el lector sabe más que los mismos, cargando dicho viaje de una apasionante tensión, saltando en infinidad de afanes, de la superación a la venganza, del éxito al amor... Y enganchándose a sus protagonistas en una red de emociones tan tangible que generan un doloroso vacío cuando el libro termina, porque parece que forman parte de esta vida y despiertan todo nuestro cariño, como poco. Mención especial aquí a Arthur, el hermano mayor de Simon, a quien este cuida y protege más que a nada en el mundo por tener Síndrome de Down y que nos arrastra inevitablemente a la angustia de descubrir si será víctima de alguna de las cargantes situaciones que se van sucediendo. Podríamos, de todas formas, una vez todo acaba, mantener la ilusión sobre las tres historias que plantea la novela y abren la posibilidad a otras tantas en un futuro, como sugerencia personal, porque, aunque esta obra tiene un final, no sorprendente, por cierto, y quizá uno de sus puntos débiles, pero bastante digno del vilo hasta sus últimas letras, parece que deja la puerta ligeramente abierta a una continuación. Cicatriz, además, sobre una base de recursos literarios interesantes y ágiles, como los flashbacks, propone un nuevo estilo de thriller que no perdona una masacre de uñas, pero que también plantea su tan merecida acción en el plano de una novela contemporánea, que además alardea de humor, ironía, romanticismo y, por qué no, cierta negrura, demostrando una vez más por qué, Jurado, aunque no se luce como poeta, lo hace de otras mil maneras. Por último, añadir que, en cualquier caso, la narración directa de Jurado no perdona la reflexión, lo cual es, también, digno de mención en un estilo tan escueto, atrapando la atención del lector y sumiéndole en las dobleces de unos personajes perfectamente construidos, con sus brillos y grietas, a través de la soledad, la comodidad de la mentira, la necesidad de ser amado, el valor para afrontar los errores, la desesperanza, el miedo, la desconfianza, la amistad y el instinto de supervivencia. JOAQUÍN PÉREZ AZAÚSTRE. LA LARGA NOCHE (Almuzara, Córdoba, 2022) por PEDRO GARCÍA CUETO Joaquín Pérez Azaústre es un gran poeta, novelista, impresionante su Atocha, 55 cuando iba detallando el proceso de aquel atentado a los abogados laboralistas en la calle Atocha en 1977 por las fuerzas de Cristo Rey. Su bisturí es fino, ya que en su prosa oímos su respiración, el ritmo de cada palabra, su forma de contar la historia es progresiva y nos atrapa. Hay una capacidad de envolvernos en la trama, como ocurre en esta nueva novela, La larga noche, que acaba de ganar el XXXVIII Premio Jaén de Novela, y que ha publicado una de las editoriales que más peso ha alcanzado en la literatura, con libros sobre historia, deporte, cine o novelas: Almuzara de Córdoba. En la cubierta podemos ver una flor roja, que es ya metáfora de la sangre de Manolete: se cuenta detenida y detalladamente la cogida del torero en la plaza de Linares, aquel infausto agosto de 1947. Pero la novela no es solo un registro de un acontecimiento que paralizó a España, en aquellos años muy aficionada al mundo del toro, sino también, como un entomólogo, va entrando en las entrañas de la noche, ya convertida en pesadilla, donde el torero se va desangrando. La cogida viene ya descrita con la precisión del que sabe mirar adentro. En el capítulo con el que comienza el libro dice: «El sabor de la tierra se le prende en los labios mientras gira la luz hasta cegarlo. No gira su cuerpo, no se eleva un palmo de la arena: durante un segundo que transcurre desde que el pitón entra en el muslo y lo levanta, hasta que su propio peso lo empuja hacia abajo y cae de cabeza en el albero, lo que gira es la luz». Es un ámbito lorquiano, que nos recuerda la poesía de Federico, al evocar en el ‘Llanto por Ignacio Sánchez Mejías’ el deseo de no ver la sangre de Ignacio sobre la arena. Palabras que ya envuelven y que invitan a la lectura, andalucismo en la mirada, esa quemazón en la ingle, porque el toro le ha reventado la pierna. El destrozo es tal que esa larga noche, donde los personajes pasean como en un teatro, en esa enfermería, son fantasmas que Azaústre va dibujando, perfilando; son seres ya en pena, que llevan la derrota en la mirada, sin saber todavía que la muerte futura está esperando, la guadaña los observa, presente desde un fondo oscuro. La novela parece un cuadro, porque los personajes, pese al ritmo que impone el autor en prosa rica y esmerada, se detienen, parecen ya el cortejo fúnebre que velará esa noche al muerto en vida, que se agota y se desgarra por la herida.
Desfilan en la novela José Flores Cámara, su apoderado, casi un padre para él, que pensaba ya retirarse; Guillermo González; Álvaro Domecq; Luis Miguel Dominguín, ese joven torero que empezaba en los ruedos y que esa tarde toreaba también... Son espectros que dibuja el novelista, sobre todo, el doctor Garrido, buscando parar esa sangre que salpica las sábanas, que no para de brotar. Las transfusiones, el deseo de evitar la muerte, se convierten en un espectáculo macabro, mientras la guadaña espera su turno. Cada palabra de La larga noche es una respiración, en cada página parece que escuchemos al moribundo, en ese espacio donde la condena está fijada. El pulso narrativo de Azaústre es firme y nos colma de detalles, fruto de una investigación pulcra y verdadera sobre aquellas horas negras. Como sombra aparece Lupe Sino, que no está presente, pero vive en cada instante su belleza; nos imaginamos que Manolete, en su agonía, piensa continuamente en ella y en su madre, cerramos los ojos y sentimos que el dolor es el nuestro, nos acompaña. En el capítulo 34, titulado ‘1959’, Lupe es protagonista, porque es el recuerdo. Cuando Arturo Fernández, el galán de la época, la conoce, Azaústre la describe, porque sabe que su hermosura, sus momentos de amor con Manolete, cuando no salían del hotel en varios días, sigue presente, porque es Lupe la otra protagonista de esta novela prodigiosa, hilando fino en cada párrafo: «Todo en ella es cálido. Tiene un cuerpo seguro, acogedor y experto. No es para él, ni de lejos, una mujer joven: pero comprende que sus 42 años aún pueden turbar a muchos hombres». Estamos ante una novela que, dividida en tres partes, la última vuelve al día anterior a la corrida fatal, cuando Manolete tiene la incertidumbre en la mirada, cuando ya no es feliz en el ruedo, cuando hay bronca, porque no ha hecho una buena faena. En el fondo Joaquín Pérez Azaústre es el demiurgo que pide que el tiempo se pare, que no hubiera ocurrido aquello y que ambos, Manolete y Lupe, hubieran envejecido juntos. Es una lectura, pero lo presiento: ¿qué hubiera pasado de haberse retirado y no haber toreado a Islero? Todo son preguntas, pero el azar está en nuestra vida y nos persigue, como le ocurrió a Sánchez Mejías, al Yiyo o a Paquirri. La parca no tiene prisa, sabe cuál es su momento y nos espera en la sombra del tiempo. Una gran novela, sin duda, que duele y que nos hace ver el universo de un torero irrepetible. |
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