LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
LOLA LÓPEZ MONDEJAR. INVULNERABLES E INVERTEBRADOS (Anagrama, Barcelona, 2022) por CARLOS GIL GANDÍA Se puede hallar una verdad en la lectura si nos dejamos atormentar y agredir, amar y arropar por el texto, si dejamos de lado al cínico o incrédulo o entusiasta que encontramos en el interior, si buscamos en la lectura adquirir más conocimientos que aseverarnos. Particularmente, en lo que a los paradigmas sociales y modelos económicos hegemónicos se refiere. El libro de Lola López Mondejar hace un análisis del espíritu de los tiempos presentes, diseccionando el volksgeist no de una nación, pero sí (si me permiten extrapolar el término) del sistema cultural-sociológico-neoliberal actual hegemónico imperante en la mayoría de los estados, naciones y culturales del mundo. El ensayo se divide en tres partes que a su vez se dividen en capítulos. De una forma didáctica, reflexiva y empírica, la escritora ofrece un ensayo para entendernos, desde la perspectiva del psicoanálisis, aunque también como lectura política (defensa del Estado del Bienestar, de los proyectos políticos comunes, y en la eliminación del sistema patriarcal, etc.), y con un estilo de Oliver Sacks —también de Freud— por elaborar un ensayo a través de historias clínicas y apoyarse en ellas para recapacitar sobre la cuestión que acontece en el libro, que es la configuración el sujeto e individuo actuales, o al menos, insisto, los hegemónicos, pues hay culturas donde solamente existe el colectivo, no tanto el individuo, como, por ejemplo, los pueblos indígenas: en este caso, los invulnerables e invertebrados de la escritora posiblemente no existen, ya que viven en un sistema alejado de los cánones materiales y psíquicos neoliberales. La autora se apoya en la literatura, el cine, la mitología, en pensadores como Foucault, Freud, Butler y Lacan, y trabajos académicos (la bibliografía utilizada es ingente y muy sugestiva), para desgranarnos las nociones principales que vertebran todo el libro: sujeto, individuo, invertebrados e invulnerables, es decir, un «sujeto sin sujeto que caracteriza la posmodernidad, o modernidad tardía», p. 12. Una reflexión del “yo” posmoderno que quizá ha eliminado el “nosotros” moderno; y para demostrar ese cambio debe hacerse con un análisis, por así decirlo, histórico del “yo”. Para el caso en cuestión, observará el lector la comparativa histórica que López Mondejar expone v.g. con el siglo XIX («fue el siglo de la historia, como expresión de rebeldía de las mujeres», p. 29) y el siglo XXI («las enfermedades de nuestro tiempo son la depresión y el trastorno bipolar», p. 29). El individuo actual, carente de fragilidad y de moral y, por ende, de culpa, torna a la fantasía de invulnerable y de invertebrado, desapareciendo el rasgo de humanidad que consigue la vulnerabilidad y la fragilidad, a favor de un individuo irreflexivo convertido en propio consumidor (ya sea de sexo —modelo Tinder: usar y tirar, denomina Lola López Mondejar—, exceso de comida —la desmesura de la comida, dedica un capítulo en hablar del movimiento en defensa de la obesidad, estimulante y controvertido, siendo de ello consciente la escritora—, o la masculinización sexual-amorosa de las mujeres asumiendo los roles patriarcales quizá sin ser consecuentes de ello). Consiguientemente, la autora constata que el individuo narcisista actual es hijo del propio sistema neoliberal y de la sociedad de consumo (recordemos aquí a Baudrillard), donde confunde deseo por derecho, y el consumo no solamente como ocio sino también como modo de vida, incrementado en este caso la libido del estamento empresarial, para aprovechar ese capital humano que dice convertirse en “empresario de sí mismo” o mettre en valeur.
El individuo que analiza la autora del ensayo ya no ejerce una función social al colectivo, sino una función económica al servicio de sí mismo, al servicio de los individuos producidos por el sistema hegemónico, que evidentemente forman parte de la sociedad, pero no como sujetos-ciudadanos sino como consumidores. Un individuo hueco, en alusión al hombre hueco de T. S. Eliot, en cuyos versos se apoya López Mondéjar para hilar casi todo el ensayo con el sujeto que ella disecciona, y constatando que ha transmutado y transformado por medio de una arqueología alejada de las razones humanistas y social-colectivas, eliminadas por el tribunal del liberal-capitalismo en el orden de la práctica universalización antropológica de sus categorías, entre ellas, la nueva concepción ontológica del ser humano: invulnerables e invertebrados. Al igual que Robert Mangabeira Unger en su libro El despertar del individuo: imaginación y esperanza, la escritora finaliza con un alegato colectivo de modificar nuestro sistema y poniendo de relieve la fragilidad y vulnerabilidad de nuestro ser y estar; sin embargo, al contrario del pensador brasileño, ella no encuentra «demasiados motivos en el pasado para la esperanza». En suma, Invulnerables e invertebrados. Mutaciones antropológicos del sujeto contemporáneo es un apreciable ensayo, magníficamente estructurado y bien escrito, que desgrana reflexivamente la sociedad y su “yo” posmoderno.
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RAFAEL CHIRBES. DIARIOS. A RATOS PERDIDOS 3 y 4 (Anagrama, Barcelona, 2022) por PEDRO GARCÍA CUETO LA MIRADA DE CHIRBES A LA VIDA La tercera y cuarta parte de estos Diarios son un testimonio feroz de la vida de un hombre que se bebió la vida a tragos amargos y a veces dulces. Hay en todo el libro el pensamiento de un hombre que sabía que escribir también era una forma de renunciar al mundo, de adentrarse en el vacío de los seres inanimados, que nunca existieron. Creamos una vida con volutas de humo y queremos trasmitir, a trompicones, la sensación de veracidad que la nuestra tiene. Pero el problema es de fondo, escribir también es soledad, desvelar nuestras obsesiones, abrigar el aire triste de una mañana, cuando nadie nos abraza. Hay en Chirbes comentarios a viajes y a lances sexuales, todo ello atravesado de la melancolía del que no vive su vida realmente, del que se ve vivir a través de lo que hace, como si fuera un impostor el que ocupara su lugar. La clave de todo, y creo que es meter el dedo en la llaga, es la fantasmagoría de la vida, porque se entrecruzan sus pasiones literarias: todo Galdós, el Quijote, La Regenta, con sus odios: Bryce Echenique, Ricardo Piglia. El escritor va tejiendo el tapiz de unos diarios que nos atraviesan, porque cada mañana es un amanecer gris ante un mundo que no te llama, ante un teléfono que no suena, ante un universo que, en realidad, ya te ha olvidado. También los Diarios son el escalpelo de la escritura, la dificultad de acabar una novela, la impotencia de decir el lenguaje exacto, como buscaba Juan Ramón: «Cavar en la retórica, en la masa informe o deforme de las frases hechas, para encontrar palabras verdaderas que nombren y no envuelvan. Ese es el trabajo del escritor, limpiar la roña que se le pega al lenguaje». Como un amanuense descifra el sentido de las palabras, para desechar todo lo que sobra, para corregir incesantemente, para abandonar novelas, bocetos, borrones de unas vidas que solo existen para él. Por ello, estos Diarios arrancan con la descripción de Nueva York, como si Lorca resucitase y esa ciudad que es todo luz y sombra volviese a él. Ciudad de mendigos, de opulencia, de asesinatos, de hombres enloquecidos por la soledad, para Chirbes es la urbe de donde sale un Travis Bickle (recordando al taxista en brumas de Taxi Driver) en cada rincón. Califica a Barcelona con crueldad: «Una vieja puta que vende hasta el último centímetro de su cuerpo» y solo encuentra el sosiego en París, ciudad que ama como ninguna: «ninguna ciudad del mundo me transmite la sensación de que el hombre es un animal civilizado». La lucidez de un hombre que ve a las ciudades como personajes, como paisajes que respiran y ofrecen su mercancía, que ve en las aceras rastros de tristeza, congoja y miseria, pero que también encuentra en los amaneceres el esplendor que irá apagando el día. Como la vida humana, la ciudad envejece a lo largo de las horas. Así es Rafael Chirbes, entregado a la literatura como al sexo salvaje con otro hombre, abandonado de las palabras que le traicionan, quemado por la inmensa soledad de la propia vida.
El alcohol, el insomnio, la lectura compulsiva, todo vive en él como el ladrón que arrebata cuerpos del depósito de cadáveres para rejuvenecer su cuerpo herido y que se consume. De hecho, es consciente del maltrato que ejerce sobre sí mismo, porque vivir es también herirse, detestarse y olvidarse. Para Chirbes la vida consiste entonces en beber, hacer sexo, escribir, mirarse al espejo y olvidar quién es realmente. Un espejo que le ofrece su rostro cansado, abatido, desolado. Nos encontramos con unos diarios que no dejarán indiferente a nadie, porque solo el que sufre puede escribir con rasgos geniales, solo el que ha dejado su vida en la página puede ofrecer destellos de luz y vida. Sentimos que ha agotado su vida deprisa, como un Fassbinder que no dormía y que un día un amigo le dijo, cuando el cineasta llamó a su puerta de madrugada, que por qué no dormía, aquel le comentó que había demasiado que crear para perder el tiempo durmiendo. Consumió su vida con el alcohol, las drogas, el cine, el sexo y un día se suicidó. Hay en Chirbes algo canalla, la de un ser humano que lucha por ser entendido, mientras se enfrenta a la indómita creación, sabiendo que, al final, la muerte lo iguala todo y nada queda de lo que aspiramos, solo humo y ceniza. Cuando leemos el libro, ya sabemos nuestro destino y que todo es un entretenimiento para dejar de ser, para que un día casi nadie se acuerde de nosotros. RAFAEL CHIRBES. DIARIOS (Anagrama, Barcelona, 2021) por PEDRO GARCÍA CUETO Rafael Chirbes fue un gran novelista, un hombre que supo mirar a su tiempo con la luz de aquellos que saben que todo es derrota, al fin y al cabo. Su crítica al capitalismo en Crematorio ha quedado para la historia de la literatura. Ahora llegan sus Diarios, editados por Anagrama, con un prólogo luminoso de Marta Sanz, que expresa muy bien el universo Chirbes, porque logra hallar en las claves de su obra la importancia del proceso, el ir creando, porque todo libro nace de un paisaje previo que lo alumbra: «A Chirbes claramente le interesa más el proceso que el resultado, la búsqueda que la concreción sucia, el miedo a no poder más que los logros y el acomodamiento». Era Chirbes un hombre que se fustigaba en el proceso literario, que sufría la demonización de su creación. Era también un buscador de sensaciones, un hombre cuyo espejo estaba siempre manchado por la duda y por las sombras que deja la alegría en el interior. En sus diarios escuchamos la respiración de Chirbes, oímos su lirismo, sentimos su penar. Nos habla de los amores clandestinos, no escatima ninguna descripción de lo sexual, de las escenas de coito o de felaciones, todo está permitido en este sincero paisaje de un hombre melancólico que quiso trazar su luz en la ventana, fulgurante quizá, pero resplandeciente a veces, efímero transeúnte de un mundo en el que no creía. Todo es literatura en los Diarios, porque él, en la línea de Genet, derrocha belleza desde su mundo, su pensamiento, sus estados de ánimo: «El tiempo perdido. Se escaparon los días sin dejar apenas huella (parece más triste así, en indefinido, ya solo narración: tiempo de cosas concluidas, de tiempos cerrados). Melancolía que, en algunos momentos, se vuelve angustia: como cuando el actor descubre que, por mucho que se esfuerce, el público que asiste a la representación permanece frío, indiferente a su empeño». El escritor va pulsando el tiempo, encuentra en su afán de escribir una forma de estar vivo, pero atraviesan los diarios muchas lecturas, muchas impresiones. La canallesca de la vida nocturna, de los garitos de noche donde los amantes furtivos se buscan va encontrando un paisaje de dolor y éxtasis, de huellas que quedan para siempre en los labios cansados de besar a desconocidos. Hay mucha historia de amor en estos diarios: el amor por François, que morirá de sida, o la pérdida de los amigos, en un universo de alcohol y drogas. Pero también el amor por los libros, que va abriendo un nuevo diario, el que se piensa y el que se escribe, obra en marcha en definitiva siempre. Rafael Chirbes habla mucho del cuerpo, de sus dolores, de todo lo que nos hace humanos, pero luego se enreda en lo ficticio para huir de la vida y ver en los libros ese remanso, ese refugio que lo devuelva a la niñez asombrada y feliz. Su amistad por Carmen Martín Gaite, el deterioro físico de su madre, sus impresiones sobre cine, todo cabe en este testimonio sincero, donde no hay artificio alguno. Creo que Chirbes amaba escribir al igual que la vivencia de una noche eterna de amor. Creía en lo fugaz, en la chispa que enciende la palabra, como si el mundo terminase y acabase en otro cuerpo o en una página escrita.
Y París, que está siempre presente, ciudad amada que va dejando una huella en cada página. Cuando Chirbes describe París parece besar el labio de una amante. Hay mucha ternura y luz ahí: «En la ventanilla vuelve a aparecer el Sena entre los árboles y bajo la lluvia, gris, tristón. Como si París descansara de representarse, apagara las luces de las candilejas y fuera ella misma viviendo en una casa modesta». Hallamos poesía en estas páginas, mucha verdad, que irradia en una prosa limpia y exenta de formalismos. Respira el narrador en ese viaje interior, donde conocemos mejor a un hombre que vivía por y para la literatura. Como he dicho, el proceso de creación es más importante que lo creado. Así fue en este novelista que, después de recibir las buenas críticas por algunos de sus libros, creía que todo era realmente fracaso. Ardía en él el hombre pensativo, cuya literatura verdadera es la que no está escrita, cuyo verdadero rostro es el que no aparecía en ninguna parte. El afán de ser otro le llevó a vivir intensamente. Leyéndolo le conocemos, le seguimos y le comprendemos. Nos colamos en su intimidad y sufrimos con él, porque vivir es siempre volver a empezar. Un libro necesario para conocer a un escritor irrepetible. MARTIN DAVIDSON. EL NAZI PERFECTO (Anagrama, Barcelona, 2012) por ANTONIO MEROÑO Martin Davidson hace un ejercicio de exorcismo personal a la hora de bucear en la peripecia de su abuelo materno, Bruno, un dentista alemán que perteneció desde primera hora al NSDP, a las SA y más tarde a la SD. Uno, que está escribiendo también sobre su abuelo materno, que luchó quizá a su pesar en la guerra civil, en el bando republicano, eso no a su pesar, agradece este testimonio sincero, valiente y alejado del tremendismo y el sensacionalismo barato.
Bruno, el abuelo del autor, nació en Berlín en 1907, por lo que su vida estaba predestinada desde el principio a sufrir los rigores, de una u otra manera, de los peores hechos de la Historia. Derechista y anhelante de un gran Imperio Alemán, se afilió al partido nazi a las primeras de cambio y eso, junto con sus estudios de dentista, le sirvió para escalar puestos, llegando a ser presidente de la asociación de dentistas de Berlín, así como un destacado miembro de las SA de Röhm, destacadas fuerzas de choque y represión desde los comienzos del movimiento ultraderechista alemán. Davidson (británico, su madre fue muy joven a Escocia huyendo de su tiránico padre y conoció al padre de Martin), es muy duro con su abuelo, que murió cuando él ya tenía bien cumplidos los treinta y realizaba documentales sobre la Alemania nazi para la BBC. Bruno murió unos días después de la caída de la URSS de un cáncer, poco después de que su nieto lo visitase por última vez. Davidson narra su vida tras la guerra, cuando supo aprovecharse de las ventajas de la democracia y el milagro económico alemán, progresando en su trabajo de dentista hasta su jubilación, pese a que se empeñó en vivir, con su nueva compañera tras el divorcio de su abuela, en un modesto piso de una barriada multicultural, con su colección de sellos y relojes, su coñac y sus cigarrillos. Pero la vida de Bruno, su mujer y sus tres hijas pequeñas no fue nada sencilla tras la derrota del Tercer Reich. Él fue a parar a prisión unos meses, y ellas a un campo de trabajo, donde en condiciones durísimas conservaron la vida de milagro. Una vez reunidos los tres en casa de la madre de Bruno, éste cambia su identidad ante el miedo a los procesos de desnazificación de los aliados y todos se refugian con esa identidad cambiada en un pequeño pueblo hasta el año 1951, cuando el avance de la guerra fría y el temor a los soviéticos lleva a los aliados a bajar de intensidad el castigo para los nazis prominentes. Al final de su apasionante obra nuestro autor quiere llegar a la conclusión de que su abuelo no fue exactamente un alto mando ni un criminal de guerra, sino tan sólo un obediente cargo pequeño, oportunista y seguramente mal tipo, con el que durante todo el libro es duro pero sin llegar, como decimos, a plantear un lacrimógeno ajuste de cuentas. Esta obra puede interesar a toda persona que no quiera olvidar que también en España tenemos un pasado muy disruptivo que, al contrario que Alemania, no hemos terminado de enterrar. ANDRÁS FORGÁCH. EL EXPEDIENTE DE MI MADRE (Anagrama, Barcelona, 2019) por ANTONIO MEROÑO La autoficción está de moda, qué le vamos a hacer. Pero si no escribimos sobre nuestro pasado, nuestros traumas, nuestra familia, ¿sobre qué lo vamos a hacer, sobre la posverdad, las fake news? No, gracias. Forgách es un escritor y video-artista húngaro que formó parte de la vanguardia de su país en los setenta y ochenta, años de plomo y a la vez de apertura. Parece raro, ¿verdad? Recuerdo haber visto durante mi adolescencia una tarde de verano en un telediario una noticia sobre la bolsa de Budapest cuando Hungría todavía era comunista, lo cual llamó mi atención, aunque no lo entendí, y sigo sin entenderlo, pues esas empresas podían ser estatales o mixtas o paraestatales o incluso privadas, no sé.
El autor se enteró hace unos años de que sus padres, judíos que pasaron los años de la guerra en Palestina, por lo que él llegó a nacer, espiaron para el régimen comunista. Y eso le llama la atención y le parece censurable, al igual que ahora abomina del régimen de su país, al que califica de dictadura pura y dura, y estoy/estamos, creo, de acuerdo. Toma la pluma para reconstruir, con trazos irregulares, la vida de sus padres, deteniéndose sobre todo en la figura de su madre. Bruria, una enfermera y fanática comunista y antisionista que hizo chapuzas durante el régimen de Kadar para sacarse un sobresueldo, pues eran familia numerosa. Pero el autor no profundiza en exceso, dejando la parte que debería ser investigación periodística a la inserción a pie de página de documentos de los servicios secretos que parece ser incriminan a su madre, y digo parece pues confieso que no los he leído, me parecía fatigoso. El propósito del libro puede parecer interesante, pero pese a sus buenas intenciones se queda en la superficie, se presenta deslavazado, poco clarificador. Hace cuentas con su pasado, narra episodios de su infancia y juventud en Budapest, deteniéndose en los problemas mentales de su padre y las peripecias con los servicios secretos de su madre, las visitas a una pastelería de lujo, el vecindario de su modesto piso, pero debería haber ahondado en la personalidad, sin duda interesante y contradictoria de Bruria, llamado en los informes señora Papái. De todos modos es un buen testimonio y un libro que se lee con agrado, incluso con una mueca de complicidad. ROGER MATEOS. CASO CIPRIANO MARTOS (Anagrama, Barcelona, 2018) por ANTONIO MEROÑO La larga noche del franquismo es, sin duda, lo peor que le ha pasado a este país, pese a que vuelvan por sus fueros renovados cantos de sirena a negar tal evidencia. Durante treinta y seis años se instaló un general con su cuadrilla con ánimo vengador a matar, reprimir y arruinar todo lo que se puso a su tiro. Prácticamente nadie conoce el caso de Cipriano Martos, un jornalero andaluz que murió en un hospital de Reus a causa de los malos tratos que le infligieron las sacrosantas fuerzas del orden en fecha tan cercana como 1973, en lo que muchos siguen empeñados de manera falaz e hipócrita en llamar “dictablanda”. Nacido nada más terminar la guerra civil en un mísero pueblo de Granada, comenzó de muy niño a trabajar en el campo para intentar paliar su hambre y la de su familia. Introvertido y con ansias de superación, emigró pronto a Cataluña en busca de mejor fortuna. Allí encadenó lo que hoy conocemos como trabajos basura y adquirió conciencia política, engrosando las filas del PCE marxista leninista, rama política del FRAP, una de las organizaciones más radicales de la clandestinidad. Pese a que dicha organización era violenta y practicaba la acción directa, la actividad de Cipriano no pasó de arengar a algunos obreros de cinturones industriales y repartir pasquines. Pero el infortunio se cebó en este hijo del sur y fue detenido cuando la dictadura ya languidecía, pese a que no cesó en su actividad represiva, como casi todos sabemos. Los militantes del PCE (ml) eran duros de pelar y tenían la consigna de no cantar por duras que fueran las torturas, y Cipriano aguantó lo indecible en ese verano de 1973. No queda claro, pese a los esfuerzos del magnífico reportaje de Roger Mateos, si lo mataron o lo empujaron a suicidarse, pero el caso es que ingirió un fuerte tóxico que acabó con su vida en apenas tres semanas. El autor hace una exhaustiva reconstrucción de su detención, torturas y últimos momentos, enlazando testimonios de su hermano y de camaradas del partido, pero no puede asegurar si ese ácido que lo mató fue introducido en su boca a la fuerza o lo ingirió motu propio desesperado. Para el caso es lo mismo, se trata de otra víctima mortal más de las 150.000 de un régimen totalitario sin sentido. Ahora que se cumplen cuarenta años de la aprobación de nuestra Constitución, no debemos caer en la tentación de relativizar el esfuerzo que nos ha costado nuestro sistema de libertades, la sangre que se ha derramado, las vidas que han quedado por el camino. Cipriano Martos fue otro de los que cayó por nosotros.
PHILIPPE SANDS. CALLE ESTE-OESTE (Anagrama, Barcelona, 2018) por ANTONIO MEROÑO No recuerdo dónde leí una reseña muy elogiosa de este libro y, como cada vez que veo u oigo algo sobre el Tercer Reich mis ojos y oídos se ponen alerta, me dispuse a leerlo. A las pocas páginas estaba literalmente subyugado por las peripecias de esos hombres y mujeres polacos que resistieron contra viento y marea a esos carniceros nazis. Pudieron muchos escapar y hacer su labor reparadora y de memoria contra la barbarie. Temo que mucha gente ignora el verdadero alcance de todo el mal que hicieron Hitler y sus secuaces y lo mucho que costó derrotarles. Animo, a pesar de la saturación, a seguir leyendo y documentándose sobre este asunto, que es apasionante.
Philippe Sands es un jurista británico que trabaja en asuntos de genocidios y delitos de odio en tribunales como el de La Haya. Sus abuelos eran judíos polacos y pudieron escapar a tiempo de Viena y refugiarse en París, muriendo ya de viejos. El autor comienza reconstruyendo la vida de su abuelo, Leon, judío de Lev, electricista, hombre de bien que tuvo la enorme suerte de poder salir a tiempo de Viena poco después del Anchluss, pero quedó tocado y apenas pudo el resto de su vida (vivió casi cien años) trabajar ni descansar ni tener un mínimo de paz. Tanto Leon como los dos juristas sobrevivieron, pero perdieron a casi todos los miembros de su familia en los campos. Estas páginas dedicadas a su familia me parecen lo más destacable de esta obra, bien hilvanada y documentada. Dedica páginas a la peripecia de su abuela, que no salió de Viena hasta ya entrado 1941, al parecer debido al romance extramarital que mantuvo con un hombre de allí, del que Sands sospecha que pudo ser su verdadero abuelo biológico. Pero la segunda mitad del libro, más técnica y algo farragosa, reconstruye las peripecias de dos juristas judíos del mismo pueblo de sus abuelo, Lemkin y Lauterpacht, que huyeron con desigual suerte, uno a USA, el otro a Inglaterra, y colaboraron luego en los famosos juicios de Núremberg intentando que se tipificaran contra esos carniceros los delitos de genocidio y crímenes contra la humanidad. Se detiene bastante en términos jurídicos, pero sin aburrir con exceso de tecnicismos, lo que permite a cualquier lego (con un mínimo de formación, claro está) seguir su apasionante narración. Este libro, a medio camino entre la novela histórica y el ensayo ha supuesto para mí toda una lección de vida y rigor. DIEGO TRELLES PAZ: LA PROCESIÓN INFINITA (Anagrama, Barcelona, 2017) por MIGUEL ÁNGEL REAL ENTRE EL FUEGO Y LA MUERTE He aquí una novela sobre las sombras, el olvido y la culpa. Sobre la soledad de aquellos que se vieron obligados a abandonar su país natal y que, parafraseando a Gabriel García Márquez, no gozarán ni en cien años de una segunda oportunidad sobre la tierra.
Culpa de recordar. Culpa de olvidar. Culpa de escribir. Originarios de “un país descompuesto donde todo es odio”, los personajes están envueltos en una violencia cuyo posible atavismo es una interrogación sobre la esencia o no de lo peruano. Todos son perseguidos de algún modo por la muerte, que se convierte en una segunda piel de la que es imposible deshacerse. En el fuego cruzado de la represión institucional y de la ceguera senderista, la población (excepto si es blanca y pudiente) vive en un desgarro permanente. Ya lo reflejó Alfredo Pita en El rincón de los muertos. Diego Trelles Paz habla ahora de la culpa de ser un superviviente entre los estragos causados por la dictadura fujimorista, y va más allá, puesto que sus personajes fracasan en la búsqueda de hipotéticos paraísos substitutorios: la droga, el sexo, el exilio en un París que nada tiene que ver con la bohemia vivida por tantos escritores sudamericanos y que a su vez se halla sumergido en una etapa convulsa de atentados y exasperación social. Culpa de no saber escapar. De no poder hacerlo. Porque Diego “el Chato”, personaje de inspiración claramente autobiográfica, sabrá, a pesar suyo, que la fuga es imposible; aún peor, rebuscar en el pasado para hallar respuestas es inútil. E incluso, tal vez, sería más conveniente hallar el modo de olvidar un Perú que es solamente una inmensa llaga. Pero ¿cómo, con todos esos fantasmas que uno encuentra donde menos se espera? La virtuosa técnica de Diego Trelles Paz descompone el relato y forma una novela exigente, en la que la variedad de registros y los saltos temporales constantes consiguen transmitirnos un desasosiego voraz. Este traumatismo del que el escritor no puede escapar ilustra también una reflexión sobre el sentido de la escritura; “Para escribir hay que matar”, dirá el enigmático Pocho. ¿Es esa, entonces, la única salida que le queda a un autor para darle sentido a su obra? ¿De qué manera puede el personaje de Diego hacer que sus primeras novelas sean algo más que un lastre en su introspección sobre el problema peruano? Las alusiones a los primeros libros del verdadero Trelles Paz (El círculo de los escritores asesinos y Bioy) provocan una mise en abîme vertiginosa y llenan algunas páginas de una ironía mordaz: la última se transforma en Borges y el escritor es acusado en general de ser tan sólo un edulcorado Vargas Llosa, de cuya sombra es necesario alejarse. ¿Cómo comprender el camino a seguir para pasar del legendario “la literatura es fuego” del premio Nobel al categórico “para escribir hay que matar” que atraviesa la novela como un escalofrío? ¿Qué le queda al autor de la novela, a Diego “el Chato”, sino contemplarse en esa procesión infinita como un simple penitente que deberá pasear su culpa por el mundo, a sabiendas de que nunca podrá reflejar la verdad de lo ocurrido?, «¿De qué sirve el escritor que desconfía de sus palabras?». Culpa de estar vivo en la vorágine peruana. Y, eternamente, dar cuenta de la muerte que acecha. SARA MESA. MALA LETRA (Anagrama, Madrid, 2016) por MIGUEL ÁNGEL CARMONA DEL BARCO Ahora entiendo la verdadera importancia de la literatura como instrumento para iluminar algunas parcelas del funcionamiento del Universo sobre las que la ciencia, por mucho que se empeñe, sólo arroja sombras. Ha sido gracias a una frase que Sara Mesa (Madrid, 1976), le presta al narrador del primer cuento de Mala letra (Anagrama, 2016): “Actuaba sin prisa, como si el tiempo también estuviera obligado a amoldarse a su ritmo”. Miles de horas de esfuerzo de comunicadores científicos, periodistas y portavoces de prestigiosos institutos para intentar explicarnos en qué consisten las tan famosas ondas gravitacionales, y era tan sencillo como leer El cárabo (que así se titula el cuento). La materia deforma el tiempo y genera ondas que a su vez deforman el espacio: así pretendían hacérnoslo entender los científicos. El eje temporal, su fluir, sufre modificaciones a medida que vamos acercándonos al personaje: así se manifiesta en la literatura. Por eso, las cuatro dimensiones no sólo son perfectamente aprehensibles en literatura —varias subtramas, sincrónicas o diacrónicas, pueden avanzar a la vez en el libro y en nuestra mente—, sino que son la base de la geometría con la que trabaja el escritor. Las ondas gravitacionales son esas vibraciones que recorren las páginas de los buenos textos, como los que componen Mala letra, y que atraviesan al lector sin que éste tenga necesidad de preguntarse sobre su naturaleza. Esta reseña no pretende destripar el argumento de los cuentos, uno por uno, como si ello pudiera ayudar al lector a hacerse una idea del todo, o como si los argumentos de los cuentos, en sí, importaran algo en realidad. En mi opinión, los argumentos no son más que excusas, más o menos brillantes, para hablar de lo que realmente queremos, a veces a nuestro pesar. Esos, que son los temas del escritor y que normalmente le acompañan a lo largo de toda su vida, son como el aeropuerto en el que el piloto no es capaz de aterrizar, a veces por el viento, otras por la mucha altura, otras porque la niebla no deja ver la pista. El piloto, no obstante, no deja de intentar aproximarse desde mil ángulos distintos, con distintas velocidades, y envejece a los mandos del avión hasta que un día, probablemente, se da cuenta de que jamás ha despegado, que siempre ha estado sentado frente al cuaderno en el que escribe el cuento del piloto que no es capaz de aterrizar. El tema de la Sara Mesa que yo he leído es la culpa. No hay cuento que no trate de ella: la culpa de la profesora a la que aterra su sentimiento de superioridad sobre el alumno tetrapléjico; de los conductores implicados en un accidente; de la adolescente criada por quién usa la culpa para oprimirla, para hacerla sentirse sucia; la culpa de la niña que es víctima de un robo y un abuso y que es, en realidad, la culpa del humillado; la ausencia de culpa del monstruo. Ya lo fue en Cicatriz, con su constante reflexión sobre la ética del robo, del mantenimiento de una relación clandestina, de la índole de esa relación teniendo en cuenta que no era física; la culpa, siempre como trampa, como ladrón emboscado que solo asalta a quién teme ser asaltado mientras el resto de la Humanidad pasea tranquila en aparente paz con su conciencia. Pero esa Humanidad en paz no le interesa a Sara Mesa, como a Flannery O’Connor no le interesaban los personajes que no tuvieran su propia concepción de bien y el mal y estuvieran dispuestos a actuar en consecuencia. A ellos nos recuerdan algunos de los de Mala letra: el viejo de Nada nuevo, al viejo Dudley de El geranio o, más bien, quizá, al viejo Tartwater, por lo de alcohólico y ermitaño. La hermana pequeña de Nosotros, los blancos, que ya en el título evoca otro de los temas de Flannery, tiene trazas de Nelson, el niño que acompaña al abuelo a la ciudad en Un negro artificial. Y es que los personajes de Mala letra se sienten extraños en la urbe, como los de Flannery, porque proceden de la periferia —como la propia autora ha dicho en alguna entrevista— y no casan con el arquetipo de provinciano que desea emigrar a la ciudad para convertirse en alguien y, de paso, ponérselo fácil al escritor con una historia de superación y crecimiento. No. Ellos quieren seguir viviendo en el pueblo, pero viajan a la ciudad porque no les queda otra. Pero tampoco son utilizados como extraterrestres que sirven para reflexionar sobre la vida en la ciudad desde una perspectiva no contaminada. Tampoco cae en ese tópico. La ciudad no es más que la jungla cuya atmósfera sirve para que los personajes se definan en relación a su entorno y no sólo en relación a la opinión que ellos tienen de sí mismos: una especie de viaje interior a su pesar. En el plano formal, hay dos relatos que destacan: Nada nuevo, no sólo por el hecho de que alterne un narrador omnisciente, con el diálogo de dos personajes, uno de los cuales es el propio narrador omnisciente, sino porque el diálogo influye en el discurso del narrador generando una de esas ondas gravitacionales que permiten viajar en el tiempo. Y también Papá es de goma, en el que un narrador de focalización múltiple (vecina-niño pequeño) nos ofrece una visión ciertamente objetiva de una situación familiar terrible, manteniendo, en virtud de la equisciencia de ambos focos, la tensión hasta el último momento. Quizá demasiado, porque en ambos relatos las razones que llevan a sus protagonistas a actuar como lo hacen no dejan de ser un misterio en ningún momento, una decisión tomada probablemente para no cruzar la barrera de la omnisciencia pero que afecta a la capacidad del lector para empatizar con ellos. Son, no obstante, acciones dramáticas completas que no dejan la sensación de no acabado, sino más bien de vacío, oscuro y atrayente. El resto: Mármol, El cárabo, Apenas unos milímetros, etc, y sobre todo Creamy milk and crunchy chocolate y Picabueyes, son cuentos perfectos protagonizados por personas normales, pero extraordinarias que, al terminar el texto, continúan con su vida de la misma manera que hicieron antes de él. Y lamento no poder describirlos de una manera más sesuda, pero es que son eso: fracciones de realidad captadas por una mano que quizá siga teniendo mala letra, pero que tiene un pulso de francotirador para trazar con carboncillo y difumino la conciencia de sus personajes.
MILENA BUSQUETS. TAMBIÉN ESTO PASARÁ (Anagrama, Barcelona, 2015) por PEDRO GARCÍA CUETO Con este libro Milena Busquets se adentra en una novela intimista, donde todo comienza con la muerte de la madre, la famosa editora Ester Tusquets, fallecida en el año 2012. Con los mimbres de la voz interior y el monólogo, la hija expresa a la madre su dolor, el desgarro vital que queda tras la pérdida de un ser querido, de una persona que ha cimentado su vida, donde late un profundo desarraigo por la incomunicación entre dos seres que vivieron entre dos roles que se deshicieron con el tiempo. El de la madre era el de la cultura, donde esa absorbente vocación deja a la hija lastrada por la ausencia; también el de la independencia de la que esta goza, sin el arrullo de esa madre que siempre ha vivido ocupada, dejando que los hilos del corazón se deshagan como si de un tapiz se tratase, roto el lienzo para siempre. La madre condiciona el presente de esta mujer que dialoga con ella, la hija que ha penetrado en el don del lenguaje desde la infancia, en la prosa rica de su madre, donde los escritores convivían entre sí, en largas reuniones, un mundo estético y refinado, pero también impostado, el de la alta cultura burguesa catalana. En esa lucha entre un mundo seductor y el escaparate que presenta, Milena Busquets se desnuda interiormente, afronta, a través de una prosa lírica, sin caer en el excesivo sentimentalismo, lo que ha lastrado su vida, esa herida donde su piel ha quedado despojada de la caricia de la madre, del tacto suave del afecto, convirtiendo su vida en un paisaje que se colma en el amor y el sexo, donde la infidelidad ya no es una sombra, sino una reafirmación vital, por ello, Blanca, el personaje, el alter ego de Milena Busquets dice, en uno de las reflexiones del libro, como si la necesidad de ser ligero explicase la felicidad y toda cultura, toda complejidad, su reverso: La ligereza es una forma de elegancia. Vivir con alegría y ligereza es dificilísimo. La escritora parece rendir cuentas con la madre por esa libertad que es deuda. El sexo es entonces un paraíso donde se puede eludir al fantasma de la muerte, la joven que, lejos de intelectualizar su vida, la aborda desde los sentidos, como si fuese una respuesta a la madre que la llenó de una cultura que queda devastada ante la presencia de su cuerpo yacente.
Con una clara implicación por la vida, desde el amor y el sexo, en oposición al mundo utópico de los libros, la autora sabe que la muerte es una vuelta al inicio de todo, una conversación sorda con el ser que se va y una despedida a un paisaje amado, el cual ha quedado sin explorar, borrando sus contornos para siempre. Si Ester Tusquets, además de su importante labor editorial, también escribió Carta a la madre y otras novelas, su hija prolonga el vacío que queda entre dos espacios del tiempo, donde vivió la creación. Son laberintos donde alienta la tristeza y el adiós definitivo, pesimista, pero anclado en el deseo de lo físico para salvar la banalidad de todo lo vital. Nos hallamos ante una novela nada pretenciosa, sino exploradora de lo esencial de la vida, los afectos, donde lo no dicho cobra tanta importancia como aquello que se dijo, donde el desencanto vital no excluye un compromiso con la vida, para perpetuar así la ausencia de su madre, escribiendo acerca de lo que no se dijo en vida, aquello que el lenguaje, en su afán de recipiente para entender el mundo, negó. La comunicación post mortem es dolorosa, nos llega al corazón y se nos hace nuestra. Nos invita, sin duda, a replantearnos aquello que debemos decir o hacer ante los que aún viven y queremos, antes de que sea demasiado tarde. Hay un desgarro, una sombra poderosa al leer la novela, es la mirada de una hija ante la madre muerta, donde lo que queda es el paisaje vivido, sencillo como el nacer, tan simple como el morir. Lo que queda de tanta cultura que cimentó su vida desteje el lienzo, porque toda vida es un proyecto y todo resultado su acabamiento, recordando a Kundera cuando nos decía que la vida es un boceto que solo hace el cuadro cuando dejamos de existir. Gran lección de humildad esta novela que debemos leer, porque no esconde imposturas, sino verdades, las que explican lo que somos en realidad. |
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