LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
ALMUDENA TARANCÓN. CAMINO DE PIEDRA AZUL (Ediciones en Huida, Sevilla, 2018) por JESÚS CÁRDENAS DE DENTRO AFUERA La mirada y el olfato cobran sentido cuando la sensación de lo capturado o lo curioseado fluye de fuera adentro o viceversa. Almudena Tarancón debuta con Camino de piedra azul, reivindicando la palabra como fluido presente en la naturaleza y que encuentra respuesta, volcándose, en el interior, y como si fuese un claro, se propaga hacia afuera. Durante su presentación en el Ateneo de Sevilla, Pedro Luis Ibáñez Lérida dijo de Camino de piedra azul, [que era] atisbo de futura y fecunda palabra poética, nos encamina a ese lugar sin nombre donde renacemos si osamos despojar lo banal de nuestras vidas. Su título es literal, es decir, tiene base real, existe en Carmona (convirtiéndose la ciudad en influencia y remitente al mismo tiempo), y también, simbólica, pues nos conduce a mirar atrás pero también a seguir mirando adelante. Como seres en el camino del fluir, como pequeños puntos que transitan en una línea infinita. Por eso, ya de entrada, les digo, es fácil no ya aproximarse a este libro, sino coger de la mano a la autora y andar por los mismos caminos, identificarse, en resumidas cuentas, con lo escrito. Este es el verdadero sentido de la poesía que nos cala hondo en este poemario nada más empezar: ser en el tránsito. El libro se abre con la cita de la venezolana Gabriela Kizer, donde habla del modo en que las palabras, al interiorizarse, se vuelven extranjeras. Cabría preguntarse por qué nos empeñamos en escribir poesía, por qué nos empeñamos en escrutar con nuestros sentidos (mirada, oído, tacto) el mundo que está ahí, al alcance de todos. Acaso el poeta cuando contempla persigue una verdad con el lenguaje. Una verdad en un horizonte azulado sin límites, en convertir que la memoria sea líquida, atraerla hacia nuestro interior y, luego, expulsarla, conformada, revitalizada. Porque, quizá, esa es nuestra respuesta ante el mundo. Y tal vez por eso la poesía siga resultando necesaria. Porque necesitamos seguir viendo, oyendo. Este libro se parece, en la forma en que se dispone, a un diario (y aunque no muestre el dato espacio-temporal, casi lo intuimos) por el modo en que el sujeto se detiene y nos detiene en cada poema haciéndonos partícipes de su contemplación. Camino de visión contemplativa, desde un punto de vista exterior, donde puede verse al sujeto divisando los alcores, como dirá en el poema de título homónimo al rótulo del libro: Este viento indómito se bate sobre las formas alcoreñas y colores de la vega Además, el camino conlleva sobrecogimiento, una visión mística, un punto de vista emocional, como dirá la autora en el mismo poema: penetra por las ventanas de mi casa y mis sentimientos Almudena va combinando palabras según el dictado de su pensamiento a lo largo de una cuarentena de textos junto a una tercera parte, que funciona como apéndice, compuesta por veintitrés textos, cuya extensión es breve, de hecho son escasos los poemas que van más allá de una página, acompañados, en algunos casos, por citas de diferentes poetas, que completan y refrendan el sentido que la autora quiere ofrecer en un determinado poema. El amor, el ser, la propia identidad (en relación consigo misma, con el otro y en relación con el lenguaje poético) y la escritura misma son las vías —y las claves— por las cuales la autora transcurre imprimiendo una singular fuerza emocional, así la poeta no tarda en dar su definición de las cosas, como lo hacen los escritores, se apropian de la realidad para dar una nueva versión de ella, para crear ese otro mundo, el establecimiento de mundos paralelos, cuya materia ha resultado ser un filón para la narrativa de ciencia ficción. Afirmaba Paz que la poesía «no es una actividad mágica ni religiosa»; no obstante, el espíritu que la expresa, los medios de que se vale, su origen y su fin, muy bien pueden ser mágicos o religiosos. Mientras que en la religión lo sagrado cristaliza en el ruego, en la oración, en el éxtasis místico, en un diálogo o relación amorosa con el creador, el poeta lírico entabla un diálogo con el mundo a través de dos situaciones extremas: la soledad y la comunión. A pesar de que el sujeto halle en el camino piedras u obstáculos, el primer obstáculo que tenemos los seres es el tiempo, el paso fugaz de las horas («resbalan minutos huidizos» o, en otro poema, «Si solo soy un soplo en el tiempo»), aunque no es empleado con un tono elegíaco o pesimista sino, más bien, consentido, pues el día dio para mucho («cuando el horizonte huye / mi sombra se consume/ serena y confiada/ al atardecer»); aunque los caminos sean serpenteantes; ahí estará, susurrando su voz hasta nosotros. Una poeta que busca la luz del tiempo («Ayer / aprendí sola a mantener el equilibrio […] // Hoy / funambulista sobre un pensamiento», escribe en el poema ‘Acróbata’). En el camino el sujeto se va encontrando hitos, siempre resuelto con vocablos legibles, de fácil comprensión. La autora sabe transmitir con sus lectores el dictado de lo telúrico, de lo misterioso que se esconde bajo lo sublime del lenguaje poético. Las palabras se muestran pero no revelan el significado completo, el sujeto no acierta a encontrarlas aunque las persiga a conciencia («Yo busco palabras errantes donde mueren los sueños, / donde no hay falsos atardeceres ni auroras inventadas»). Y persigue, también, un modo para plasmar lo corriente de la manera más elocuente posible sin retóricas ni un lenguaje impostado, sino de una forma natural, como debería fluir la propia vida («Somos el pulso equilibrado de nuestras manos / y cada acto fluye con ternura entre / materia, relación y tiempo», en ‘Desnúdate’); camino de una búsqueda para llegar, al fin, al otro, a vosotros lectores («Escribe hoy poemas para mí, / dice una voz», se dice el propio sujeto a sí mismo). El lenguaje se aparta de lo común para trascender en la anécdota. Ya desde el título donde las imágenes visuales y metáforas revelan lo no conocido, en lo que como buen peregrino ha de descubrir, como la flor entre la maleza («Amor / estrella polar / destino seguro», leemos en el poema ‘Significados’). Hay versos que fulguran, que son destellos en el cielo mientras el caminante mira hacia dentro («Todo busca su propia naturaleza»). Por ello, y habiendo considerado el libro como diario, el sujeto necesita dar sus coordenadas, referente de que su base es real, localizable, incluso necesita volver, después de haber caminado, contemplado, pensado, vivido, en ‘Almizcle y sándalo’:
Vuelvo sedienta a beber de ti, surtidor, origen, a bajar a aquel monte donde el fluir de tu ser hace brotar almizcle y sándalo. La poesía de Almudena Tarancón es personal, intimista, con vocación de propagarnos el fluido de la existencia: de dentro afuera. Y lo logra en su primer poemario, Camino de piedra azul, donde cada poema se refleja en el claro horizonte de sus expectativas, donde consigue pellizcar: «Silueta de sal diluida, / lágrima a lágrima, / en los recuerdos».
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MARIBEL ANDRÉS LLAMERO. LA LENTITUD DEL LIBERTO (Maclein y Parker, Sevilla, 2018) por JESÚS CÁRDENAS FRENTE AL TERRITORIO En nombre de la seguridad el capitalismo ha ejercido más poder sobre los individuos, tanto que se ha hecho con el completo control. El miedo ha sido nuestra arma de destrucción masiva. Miedo a la falta de posesiones y a la falta de tiempo. El individuo que ha luchado en mantener ambas se ha visto excluido. El hecho de que los días no se hayan visto incrementados con más horas ha provocado que la urgencia se haya impuesto en la producción sin dar tiempo a que los frutos maduren. Así, se ha acelerado el orden natural de las cosas, especialmente, el de los propios campos. Frente a este poder, al sujeto sólo le queda volver a lo que era primeramente, antes de que las grandes ciudades se convirtieran en territorio inhóspito. De esta tesis de resistencia nos habla Maribel Andrés Llamero en su debut. En la entrevista publicada en el medio digital Palabra de Gatsby, la propia autora ha declarado que «Para mí, la poesía, escribirla pero también leerla, me ayuda a pensar, a comprender cosas que de otra manera no comprendo o no comprendo con la misma claridad», lo que, a priori, podría enmarcarla dentro de una línea de poesía de conocimiento. Sin embargo, esta lección de humanidad que es La lentitud del liberto ubicaría su poesía dentro un discurso más ético, del que concibe la poesía como medio de concienciación de la sociedad. Al conjunto le preceden unas páginas de Antonio Colinas, donde se indica algunos de los valores que a su entender ofrece este libro. Y no va desencaminado: contiene «un lenguaje y un contenido nuevos». El contenido se configura en dos partes y, de acuerdo con Bertal Castany Prado, nos recuerda a la Utopía de Tomás Moro, pues en la primera parte describe la decadencia de nuestra sociedad moderna; y, en la segunda, propone abrazar una vida que responda al ritmo natural de las cosas. Antes de mostrar las partes, llama poderosamente la atención la cantidad de citas en las que la autora salmantina se ha apoyado. Si reparamos en la página que antecede a la primera parte, son significativas las correspondientes a dos poetas de los cincuenta: Ángel González y Jaime Gil de Biedma —y en uno de los poemas José Ángel Valente—, y la del original poeta chileno Nicanor Parra, quien nos dejó a comienzos de este mismo año, junto con las citas de dos narradores, Mark Twain y Milan Kundera. Ellas nos evocan ambientes urbanos más rurales, sucesos y lugares particulares, presentados en un lenguaje directo. Uno a uno, los diecisiete poemas que configuran la primera parte van cayendo sobre su propio peso, mostrando críticamente una realidad que ha devorado al individuo por la creencia en el sistema poscapitalista. En ‘La soledad de la carcoma’ nos sitúa ante lo que parece las ruinas de un templo, no para enaltecerlo, de hecho, se nos dice que ha sido abandonado («la humanidad huida»), sino, tal vez, como el principio de la decadencia, como leemos en ‘Manifiesto’ («lo sagrado ya no merecía / respeto») y se refiere a que los seculares no entendieron lo que «sucede en el mundo». El sujeto se mueve dentro de un eje temporal para criticar la sociedad capitalista de consumo (y todos sus símbolos: aviones, televisores, anuncios, multinacionales, escaparates, cámaras, deseo de comprar y vender, pastilla contra la vejez) que fue invadiendo la ciudad astutamente. Se trata del «siglo de las naturalezas muertas». Es sombrío ese mundo, tanto que le lleva al título del famoso grabado de Goya El sueño de la razón produce monstruos —con otra cita, significativamente, de Ángel González—, que sólo le lleva a la producción mimética: «En la era industrial se fabricaban al por mayor / los rasgos de aquella temporada» y a las creaciones inertes. Habiendo picado del anzuelo publicitario, nuestro intento por parecer un Dorian («Fuimos disonantes sin remedio / entre tanta pastilla contra la vejez»), sólo deviene en frustración y en dolor (a creernos ganadores). Nos han mentido no somos perfectos ni somos máquinas. Al contravenir el ritmo natural de las cosas viajando en avión, surgen los versos cáusticos de los poemas ‘Territorio y fragilidad’ (con el verso en letanía que reproduce de la megafonía, «Pasajeros en tránsito») y ‘Descrédito del vértigo’ («aborrezco la ligereza contra natura de los aviones / el mundo impaciente, líquido y veloz»), pues si los seres somos tiempo, formamos parte del tiempo, no deberíamos evitarlo como lo hace el desacerbado productivismo («para que madure el fruto / son necesarios la flor y la hoja»). El «no ser» ocupa en este «no lugar» su mirada extraviada o acelerada («sería mejor aceptar la vida, / y su natural vaivén y sus ciclos»). Su propuesta es contemplativa: «pararse» y «aguardar».
Hemos llegado a las señales evidentes de las ruinas de nuestro tiempo. Muchas veces se han leído críticas en contra del proyecto urbanístico del “Gran París”. Un territorio frente al ser, un espacio carente de medios naturales y espacios abiertos. La autora repasa el subsuelo parisino (y su metro) y reproduce el desalentador «París no existe». La Ciudad de la Luz representa en sus calles la miseria al abandonar al individuo, al que ha abandonado el sistema, a dejarlos solos (como aparece en el poema ‘Extensión de la carestía’). El ser ha sido engullido, debido a la alienación que ejerce el sistema. El resultado no puede ser más pesimista: tendremos generaciones posteriores («esterilizados, de sonrisa aséptica, alérgicos todos») sin conciencia crítica («un grandísimo mercado para rebaños»; «un maniquí más»). Antes de concluir con la primera parte, se ubica el poema de cien versos de gran aliento lírico ‘Qué mal hicimos’, con versos rotundos que vienen a sacudirnos, pues se critica que nos hayamos descargado de toda culpa cuando nos consagramos a «la Gran Empresa», que genera la desigualdad, levantando una ciudad «de hormigón armado», antinatural, en todo caso; la solución es liberarse de todo ese proceso degradante. La salida o solución al grito de la primera parte viene dada en la segunda. Una sección organizada como una sucesión de cinco cuadros. En el primero se encuentra las claves para comprender el resto bajo el complemento de una nueva cita de Parra. Tras el desastre y la desolación, los que no saben de religión ni de jardines, sino de bosques o medios naturales salvajes, allí se encuentran los «cimarrones» o «libertos», los seres que no han sido absorbidos por el sistema, seres que carecen del miedo, liberados del conocimiento inútil; saben mirarse y amarse («no conocen, pueblo salvaje, más gloria / que la caridad de otro cuerpo desnudo, / así / se hacen humanos») y, en distintas analogías, son igualados a un árbol o una planta, porque su ritmo natural no ha sido desviado. Todo ese desvío se solventa con un abrazo; eso sí, verdaderamente sagrado. Más allá de esta información, entre líneas, el lector podrá descubrir el sustrato cultural y filosófico (Moro, Rimbaud, Pessoa, Max, Jean Baudrillard, entre otros). Posee unas connotaciones religiosas antagónicas, pues la religión y sus símbolos de poder condenaron al ser, recluido en el sacrificio frente al placer y la libertad de ser. En definitiva, La lentiud del liberto es un libro valiente, con una palabra arriesgada, con un lenguaje directo, afilado y mordaz; reflexivo y liberador para el que lo lee. Su autora, Maribel Andrés Llamero, escribe sobre algunos de los problemas más trascendentes que nos asolan, por mucho que a veces no queramos verlo. JUAN FRANCISCO QUEVEDO. EL SEDAL DEL OLVIDO (Septentrión, Santa Cruz de Bezana, 2017) por JESÚS CÁRDENAS ESENCIA DEL SER La esencia del ser humano es vivir y, después, las palabras sirven para rescatar lo vivido. Compartir los sentimientos por los diferentes caminos de la memoria es la propuesta poética del escritor de Veracruz afincado en Bielva (Santander) Juan Francisco Quevedo. Tras dos novelas, Ana en el mes de julio (2014) y Querida princesa (2016) este es su primer libro de poemas. El título despierta un gran interés, pues, como si de un pescador se tratase, el autor pretende recoger con su hilo de caña los recuerdos más valiosos. Para ello, indaga en su interior persiguiendo lo más significativo, y, una vez capturado, deja su ancla, para que jamás se olvide. El juego textual que el autor nos plantea obedece al empleo del mismo título en un poema y en el verso último. La poesía actúa así como salvavidas y anclaje. Esta indagación en el terreno poético de Quevedo es nueva para él, aunque es un lector ávido de poesía y ejerce la crítica literaria. Por ello va poco a poco recorriendo con palabras luminosas hasta construir, desde el respeto a la poesía, un discurso humanístico cuyos ejes centrales son el amor, la muerte o a la infancia, como una parte más de la identidad del autor; motivos que, por otro lado, conforman la verdadera esencia del ser humano, como ya hiciera en prosa en su segunda novela, Querida princesa. La estructura del libro es impecable: se compone de una introducción en prosa al que le siguen sesenta y ocho poemas distribuidos en siete capítulos más un epílogo. Cada uno de los apartados se abre con un dibujo del propio autor. Y el círculo, perfecto: comienza por un «antiguo colchón de lana» y, a falta del mismo, termina con el sujeto insomne, doblegado en la noche, aunque en paz, pues sabe que las huellas de sus antepasados «reposan junto al sedal del olvido». Ya en la primera parte, “La mirada empañada”, al recorrer los parajes de la memoria, el poeta halla un doble efecto: el refugio de la alegría y la ciénaga del dolor. El recuerdo que infunde alegría radica en la captura de instantes pasados que devuelven al sujeto al edén de la niñez, como sucede en cuatro breves y deliciosos poemas: ‘Sobre las ruinas del tiempo’, ‘La higuera’, ‘Mañanas de colegio’ o ‘Canicas de barro’, en cuya lectura se escuchan los ecos de Machado, Cernuda o Luis Antonio de Villena, en esa forma de traer los recuerdos de la infancia. Sin embargo, ese feliz recuerdo se va empañando dando paso a la nostalgia, al recuerdo de lo pasado, y lo que ha pasado es nada menos que la juventud, envuelta en la música del primer amor (en ‘Éramos tan jóvenes’ y en ‘Elogio de la nimiedad’); recuerdos de otro tiempo, de un pasado donde el sujeto era otro. De ahí que necesite volver a ellos, tal vez para reencontrarse consigo mismo. Ahora bien, el paso del tiempo no sólo es pleno de certezas, también está lleno de incógnitas, incertidumbres que el sujeto perplejo recoge en la segunda parte, “Filosofía inexacta”. La poesía indaga en la expresión de la realidad donde el poeta paseante rescata rincones, instantáneas vividas. Ante el sujeto, el fluir inexorable del tiempo: «febrero de sesenta y nueve», «el crudo invierno», «el ochenta», «el verano» y vuelta al «otoño». Así, se muestran, aparentemente, reales, pero, a menudo, parecen borrosas, casi fantasmales, la calle, el café o el amor (como sucede en ‘El otoño es…’. Lo mismo que la calle (en el poema ‘Dulce pensamiento’) es todas las calles; el amor se convierte en todos los amores. Cada poema se convierte en una imagen que el lector vive identificado como propia experiencia. De este modo, la poesía de Quevedo deja de ser cotidiana y suya para ser de todos. Así, puede leerse en el poema ‘La barra del bar’: La soledad se instala en la barra de un bar vacío como un estilete en la noche rasgando las tinieblas. La más floja y breve de las partes corresponde a la tercera, que lleva por título “Pasos en la madrugada” y tiene por objeto ocuparse de los dos hijos, a los que, por otra parte, se les dedica el libro entero. Así, la entrada en escena de estas dos vidas provoca el cambio en la vida del sujeto, como no podía ser de otra manera. Y, claro, el tiempo pasado es refugio. Se dice en el poema que cierra ‘Claudia y Juan’: «os colabais entre nuestras sábanas / como inermes fantasmas inocentes». Son varios los lugares recordados a fuego en la cuarta parte, titulada “Paisajes precisos”. Son capturadas imágenes y hechos recordados de Córdoba-Veracruz, de su México natal, de sus años de estudio en Santiago de Compostela y Madrid, pero su mirada queda enclavada como su vida en La Cavada, en Santander (en su bahía y en el valle de Herrerías), en Avilés y en Pontevedra, es decir, en el norte. Esos versos traen recuerdos gratos. Gracias a Quevedo pervivirá para siempre La Cavada. Aun así, resulta descorazonador, porque fue un tiempo dichoso que ya no está. Así, se lee en la conclusión del poema dedicado al núcleo urbano de Riotuerto: Se acabaron los juegos de palabras; ya sólo permanece el mismo pueblo con los ruidos de otros niños felices cediendo vida a las desiertas calles de una mente que nos lleva al olvido. Y poema tras poema, llegamos a la parte más extensa de todo el conjunto y más lírica, donde el arsenal de poemas muestra a un poeta que experimenta con diversas composiciones estróficas de versos de arte mayor (en cuartetos y tercetos) y no estróficas de arte menor (en coplas y romances), además de otras en verso libre. Más interesante aún nos parece el desdoblamiento de la voz en el poema ‘Quevedo insomne en la madrugada, con la referencia textual de Calderón de la Barca’ y las tres interrogaciones retóricas finales. El tiempo ejerce su furia y arrasa en distintos poemas, tanto es así que deja la ciudad apenas reconocible porque se ha llevado multitud de recuerdos: «Ya no vemos las luces de la infancia / brillar en la oscuridad de sus muelles» (en ‘La ciudad dormida’). Vale la pena reproducir la primera estrofa del penúltimo poema de este capítulo, ‘Posteridad’, en cuyos versos el sujeto parece sucumbir al hastío de vivir hasta dejarlo todo en esa huida final: En ocasiones, quisiera escaparme a un perdido motel de carretera, de Kansas o Colorado, tanto da, y tomar la puerta que lleva al cielo. Los recuerdos van doliendo más hasta el punto de decir basta. El poeta ha llegado a un subterfugio interior del que es difícil salir. En esta tesitura encuentran cabida poemas como ‘Mas allá de tu nombre —In memoriam—’, ‘Hija de un Lázaro resucitado’ o ‘Nada fue igual’. Las llagas del sujeto son perceptibles: a la ausencia manifiesta en los poemas ‘Tristeza’ o ‘Exhalación’ se le une la derrota y el desvelamiento de la única verdad concluyente: la cercanía de la muerte, porque
Solo puedo hacer eso, transmitir esa quietud, proporcionar esa paz, banal y cotidiana, que precede y anticipa la derrota absoluta. Antes de finalizar, Quevedo se mira en el doble de otros, porque en otros encuentra la queja «de nuestro tiempo»; homenajes cuyos versos hace suyos. Pasan por la séptima parte: César Vallejo, Blas de Otero y Miguel Hernández. Poetas que tienen en común, además de ser grandes sonetistas, su mirada a la sociedad. En esta parte predomina el léxico oscuro y su poética deviene en pesimista y elegíaca, como puede leerse al final del poema ‘Sombras’: «Habito sobre las columnas / de unos hombros que se derrumban / bajo el peso del desengaño». Y, por momentos, el discurso se vuelve bastante crítico, como sucede en ‘Hija de un Lázaro resucitado’, al experimentar un caso de escasa empatía entre un sanitario y unos familiares que sufren a corazón abierto. En los tres versos finales, recogidos en estilo directo, se lee: «—“Oigan, oigan. Esto no es un mercado”. / No. Es el servicio de Oncología / del hospital de una ciudad cualquiera». El universo propio de este libro se cierra con el ‘Epílogo’, cuyo complemento perfecto resulta la cita del poeta catalán, bien conocido por Quevedo, Joan Margarit: «Necesito el dolor contra el olvido». Se observa entonces la fidelidad a sí mismo como poeta. Una vez hechos los recuentos, toca prepararse ante la muerte («y me preparé para morir en paz»), ciclo de vida; esencia del ser humano. Aunque el poso meditativo es eje unitario de la obra, no resulta menos atrayente el uso del lenguaje y, como el propio autor advierte en la ‘Introducción’, lo que oculta. Mediante versos hondos que llegan al epicentro de la emoción. Así, muerte y vida son dos caras de la misma moneda, lo que recordaría a uno de los poemas de Borges incluido en Cuaderno San Martín. Quevedo se vale de toda una serie de recursos expresivos que dotan al lenguaje de gran musicalidad, así paralelismos, anáforas y repeticiones léxicas; y, para cuando las palabras empleadas resultan polisémicas dejando una carga considerable de abstracción, el poeta las hace bajar al suelo, a la concreción, a través de personificaciones de abstracciones (la edad, la vida, la soledad, la pérdida…). El sedal del olvido trae otros recuerdos y otras vivencias, incluso otras canciones, donde palpitan la palabra, la música y la vida, como, por ejemplo, aquella estrofa que abría la famosa canción ‘Time and love’, del sesenta y nueve, de la compositora norteamericana Laura Nyro, cuya escritura también reflejaba la esencia del ser: Winter froze the river And Winter birds don’t sing So Winter makes you shiver So time is gonna bring you spring SONIA SAN ROMÁN. LA BARRERA DEL FRÍO (Suburbia, Gijón, 2017) por JESÚS CÁRDENAS CONSTRUIR LA IDENTIDAD Trazar el camino entre la razón y la memoria y esforzarse por alcanzar la propia identidad es la tarea a la que se enfrenta Sonia San Román en una entrega donde veintiún textos conviven en alianza con veinte fotografías en blanco y negro. La autora logroñesa no se resiste a realizarse continuamente. Su andadura poética transita por varias editoriales independientes de nuestro país. Así, iniciaba su trayectoria poética con el cuadernillo De tripas, corazón (Ediciones del 4 de agosto), al que le siguieron los libros Planeta de poliuretano (Crecida, 2005), Punto de fuga (Eclipsados, 2008), Anillos de Saturno (Baile de sol, 2014), Nosotros, los pájaros (Gabriel Viñals) y ahora La barrera del frío. A pesar de ello, su voz aparece en multitud de antologías poéticas. Además de creadora, San Román es profesora, editora y correctora para Ediciones del 4 de agosto. Mientras algunos sueñan, Sonia se dedica a recoger toda la tensión e intensidad que le propone la vida. Mirar la vida no como acopio o mera constatación sino como un modo de tensión, como un mecanismo que nos remueve, por eso necesitamos comunicarnos con el mayor brío posible. La forma de mirarse adentro y mostrarse a los demás es su forma de concebir el discurso poético desde la moral, la solidaridad y la ternura. El título de este libro se origina, realmente, fruto de un juego textual rico, a base de fragmentar la realidad y desdoblarse en pos de descubrir su yo, en el poema ‘Sonja’: Mi padre las llama la barrera del frío. Y son también frontera entre él y yo. Son frontera entre Sonja y yo. Son frontera entre ellos y nosotras. El discurso poético de San Román reside en la contemplación perpleja de mirar la realidad. Ella no es solo ella sino el compendio de muchas otras mujeres, como se deja entrever: «Maestra constructora de murallas internas que mira al suelo y excava precipicios. […] Como cualquier mujer. / Como tú, por ejemplo». Antes de que el lector se lleve a engaños, la poeta logroñesa declara su poética: «La poesía es un deporte extremo para una mujer que se atreve a recorrer el alambre de los funambulistas con niños en los brazos y años en la melena». De este modo, y con motivo del desfase del trato que se incurrió en nuestro país, Sonia cruza la línea, esa barrera orgánica, al dar cuenta del trato dispensado a la mujer, siempre laboriosa y siempre tachada de culpable ante la daga herrumbrosa de los usos y costumbres de una época anterior. Con el deseo de formular su yo, nos adentramos sin tapujos a través de varios títulos a reivindicar la perspectiva femenina (‘Mujer ante el espejo’, ‘Las brujas duendinas’ o ‘La bebedora de absenta’) y en el interior de una madre, que se niega a dejar de sentir, como puede leerse en varios poemas, ‘La autómata’ o ‘El paseo en barca’, entre otros. La distancia entre la infancia y el tiempo presente que vive «separa a la mujer de los chiquillos» (en ‘Hallowen’) y «me alejo de la que fui / o de la que esperaba ser» (en ‘El paseo en barca’). Temor tras temor los humanos construimos capas que, en ocasiones, sirven para distanciarnos de la realidad más chapucera; pero, en ocasiones, nos pone un límite invisible que cuesta atravesar donde los miedos no se fingen («Nadie dijo que crecer no dolería», en el poema ‘Mujer marcada’). Horadar cada capa hasta destruirla no es tarea fácil, no sin temblor, no sin dudar… La primera es la interior («Dentro: un soplo que cruje, zozobra y espectros», en el poema «Halloween»), la más reveladora, la que se conecta en secreto con lo natural. Pero todo tiene un coste: la ruptura con la inocencia, la resistencia de la culpa, el dolor, como se deduce del poema ‘Las niñas de las lunas encendidas’: Con catorce años una niña no distingue un bote repleto de pastillas de caramelos balsámicos, pero ya sabe de dolores e intuye en la muerte una puerta abierta a la anestesia. Nunca dolería tanto el desamor. El lenguaje está enriquecido por imágenes y metáforas, pero eso no supone ninguna complicación en su entendimiento, incluso cuando toma el tema bíblico de Judit, en el poema ‘Judit decapitando a Holofernes’. Cuando más lirismo percibimos y mayor consecución del ritmo apreciamos es en ‘Las estaciones’, mediante versos largos nominales consigue imágenes visuales que nos conmueven, como ocurre al nombrar la primavera: «la receta de las torrijas entre las notas de un poema». También la poeta se permite la ironía, los juegos de palabras, la crítica moral: un modo de provocar al lector como el que entra en la dialéctica de los argumentos y refutaciones. Escribía Charles Simic en Una mosca en la sopa:
hay una verdad que se percibe con los ojos abiertos, y otros a la que se accede con los ojos cerrados, y a veces estas dos verdades no se reconocen cuando se cruzan por la calle. De ahí que enfrentarse a lo que tenemos delante e imaginar otro mundo sean momentos paralelos, espacios que se bifurcan en los que resulta complicado transitar. Despertar y hacerse un hueco no es para gente que contempla, sino que hace porque suceda por numerosas zonas de sombra que puedan existir. Ese es el desafío: mirar cara a cara sin salir huyendo. En suma, la poesía de Sonia San Román hace de La barrera del frío uno de esos libros que no puede pasar por alto, porque nos ofrece un espacio para encontrar y encontrarnos; un poemario de la intuición y del asombro ante el que cabe construir una identidad para, después, desvelarla. En cada poema el lector hallará una clave, una señal, alguna explicación acerca del pasado y de su destino. JESÚS CÁRDENAS. SUCESIÓN DE LUNAS (Anantes, Sevilla, 2015) por JOSÉ ANTONIO OLMEDO LÓPEZ-AMOR Jesús Cárdenas (Sevilla, 1973) es uno de los poetas de esa más que probable «Generación de principios de siglo», ya que desde que comenzara su andadura poética en 2006 con su poemario Algunos arraigos me vienen hasta el presente, ha forjado una trayectoria vital y literaria que ha ido aquilatándose en lirismo y madurez, pero también se ha constituido como un valor seguro en la poética humanista de nuestro tiempo. Y debo subrayar ese acomodo temporal o actualización de modo que tiene lugar en la poesía de Cárdenas, ya que después de haber reseñado sus dos anteriores poemarios, encuentro en su estilema una evolución plausible en la morfología de sus versos. A decir verdad, Jesús Cárdenas nunca ha sido de esos poetas postmodernistas entregados a ese versolibrismo del «todo vale». Para el poeta de Alcalá de Guadaira, es tan importante el fondo como la forma del poema; por ello, aunque renuncie a la musicalidad de la rima, conserva esa armonía interior mediante la alternancia de metros. Así, eneasílabos, alejandrinos y octosílabos se funden en un axis heteropolar que equilibra sus fuerzas también en la alternancia de acentos: trocaico, yámbico, extrarrítmico, conformando un discurso poético de métrica atractiva con primacía endecasílaba. El escritor y crítico literario Manuel Rico subraya en el prólogo que antecede a los poemas el cariz profético de las tres citas que encabezan la obra: Pizarnik, Cernuda y Valente son los tres —únicos— autores escogidos por Jesús Cárdenas para estigmatizar al lector en su antesala, a través de citas sobre la luna, la lluvia y lo efímero, respectivamente; autores que vivieron la misma obsesión del poeta sevillano por ahondar en las profundidades del amor y su fenomenología en nuestra conciencia. Así mismo, el crítico madrileño se pronuncia ante la variedad de registros del poeta inmerso en lo que él denomina, poesía amorosa. El libro está dividido en dos bloques titulados Un prodigio en la palabra y Promesas de espejo, ambos tienen en común gráficamente la ausencia de títulos, los poemas son enunciados en cada página con números romanos y en el índice, con sus primeros versos. El libro comienza con poemas narrativos en los que el yo lírico describe paisajes naturales que se entrelazan con la memoria y melancolía de un ser inmerso en reflexión y pesar: en el tejido amargo de la tarde / las hebras anodinas de la melancolía, / trazadas sobre el lienzo a carboncillo, / morían bajo el prisma de los ojos. El poeta mezcla su mensaje emocional al lector en primera o tercera persona, con estrofas dialogísticas dirigidas a la persona amada. De esta forma, la gramática también aspira a esa dinámica de alternancia utilizada en el metro: dime, por qué con tanto ahínco / volvías a llamar con otros nombres / su fuente transparente, / si venías de aquí, / si era la tierra de la que un buen día partiste. En esa prospección de la memoria que un día la melancolía nos brinda, el tiempo es algo fluctuante, adaptativo, por eso el tiempo, en los poemas de Jesús Cárdenas, también se dinamiza y alterna entre los versos. Ningún poema sobrepasa la página de extensión, y como buen hijo de su tiempo, el poeta utiliza dos recursos o formatos que están muy de moda en la producción poética contemporánea: el verso roto y la prosa poética. Entre los versos rotos encontramos eneasílabos, heptasílabos, pero mayoritariamente endecasílabos, cuyo segundo hemistiquio suele escribirse alineado a la derecha, de forma que rompe un poco la estructura visual del poema. Y en cuanto a la prosa poética, decir que este formato inventado por Aloysius Bertrand y popularizado por Baudelaire, está presente en el primer bloque del libro pero en desventaja numérica frente al poema clásico. Justo lo contrario que ocurre en el segundo bloque, donde la prosa poética es predominante y el «poema lírico» por así llamarlo, reduce su presencia a ocho piezas entre treinta y seis. Este eclecticismo de formas, modos y densidades no es más que la traslación lingüística de una subyugante emoción, una vivencia que todavía consterna y preocupa al autor y de alguna manera lo obliga a compartirla —al tiempo que a intentar explicarla— para tratar así de sobrellevar con mayor entereza su dolor. En la primera parte del libro existe una aspiración metalingüística que vincula lo emocional y vivido con el lenguaje: “la imponente retórica de tus cálidos muslos”, “quise buscarte en cada palabra”, “es posible que las palabras / fertilicen y, más tarde se engarcen / en terrenos en blanco / con la lluvia en tus versos, / al compás de su abrazo desplegado”. Pero es esta lluvia en los versos citada la total protagonista del segundo bloque, una lluvia significada en todas sus acepciones o interpretaciones que es personaje, lontananza, caudal y cauce de un espíritu en lances de melancolía. Pero si el valor polisémico de la lluvia potencia lo sensorial y lírico de los versos, no los condena a ser —únicamente— tristes, sino que les confiere una elegante pátina de celebración. La desambiguación de la lluvia en manos de Jesús Cárdenas no refiere a acepciones, sino a contextos, y las texturas que sugiere evocan a una amada idealizada, carnal u onírica. Ir hasta ti y decirte lo que sabes, lo que tendría que haberte dicho, acercarte los labios y decírtelo al oído (como quien fondea en el paraíso, porque sabes que no hay miedos sin dudas). El temor, la inseguridad, la duda, están muy presentes en los versos, su factor desequilibrante hace más humano este discurso, hipotiposis de un mundo interior donde al amor es la viga maestra, causa y efecto de estas deflagraciones líricas: todo termina cayendo. La calma no tiene nada que decir. Muere la flor muda en el jardín. Como ya ocurriera en su anterior poemario, encuentro interesante recomendar la lectura del índice de primeros versos que contiene esta obra, pero darle lectura como si se tratara de un poema más; el arte literario tiene estas cosas, al igual que en la vida podemos ser responsables de cosas que ni sospechamos —por la relación efecto-causa de nuestros actos—, Jesús Cárdenas es autor de un poema, también sin título, del que desconocía su autoría, un poema al que podríamos calificar de «poesía abstracta» con momentos como este: en su hendidura el ritmo de la luz, / en el tejido amargo de la tarde, / por las ranuras de estos ventanales / hojas, bolsas y arena revolcándose.
Jesús Cárdenas nos enseña que lo importante es la medida del ser, somos seres primarios, nuestras carencias de primera necesidad son pocas y muy básicas, y el amor es el eje principal en la vida de cualquier persona. Para el dibujante, la preocupación de amar es una serie de trazos o esbozos; para el músico, un encadenamiento de notas; para el poeta, una sucesión de lunas. JESÚS CÁRDENAS. DESPUÉS DE LA MÚSICA (Cuadernos del Laberinto, Madrid, 2014) por JOSÉ ANTONIO OLMEDO LÓPEZ-AMOR La palabra es la vida y la poesía el lenguaje de Jesús Cárdenas (Sevilla, 1973), un autor cuya carrera literaria es de una valía y autenticidad ya incuestionable. La luz entre los cipreses (Ediciones en huída, 2012) y Mudanzas de lo azul (Vitruvio, 2013), son algunos de sus anteriores trabajos poéticos, unas obras que dan buena cuenta tanto de su densidad como poeta como de su gran compromiso con la poesía; Cárdenas es un trabajador incansable, cualidad que lo obliga a expandir su talento y cultivar otros géneros, como el artículo periodístico o el ensayo. Con Después de la música el autor ofrece un desgarrado viaje interior y, como si de la consecución de un sueño se tratase, los poemas van desnudando las aspiraciones no confesadas, las preocupaciones, los gozos y los daños de un cantor que sin prejuicios y en carne viva, expone sus entrañas sin truco ni coraza; un ejercicio, cuando menos, valiente. Por ese motivo, el escritor Enrique Gracia Trinidad —a quien va dedicado el libro—, es el encargado de elaborar el prólogo, un texto en el que expone con rotundidad que las páginas de este libro, además de constituir una partitura tan icástica como un diario, tiene la cualidad de ser un espejo en el que el lector podrá encontrar sus propios fantasmas y heridas; una poesía que invita a la semblanza, al reconocimiento, y cuya fuerza evocadora se convierte en inesquivable si su lectura es abordada con la cómplice entrega de alguien que —sin reparos— pretenda arder en el fuego de las emociones. El poemario está estructurado —del mismo modo que su anterior libro, Mudanzas de lo azul—, en cinco bloques, y comienza con tres citas de personajes tan dispares como: un poeta, un politólogo y un músico; José Hierro, Samuel P. Huntington y Bruce Springsteen respectivamente. Tras las citas, uno puede vislumbrar que aquello que sucede Después de la música, no es otra cosa que el silencio, su germen y metáfora. Ese silencio es trasunto del olvido, la muerte o el tiempo, al igual que la música es símil de memoria, vida o tiempo detenido. En el primer bloque titulado 'El rescate en otras palabras', el poema titulado ‘Nadie nos dice’, revela el palpable dolor que nos espera tras los versos —y la misma obstinación en buscar la palabra precisa, en captar la sustancia poética—: He depurado el cielo con palabras / a base de desgarros, / de morder los sentidos. A partir de ahí, el silencio impregna los poemas de su angustia y misticismo: Muy próximos se rozan / los hilos del silencio. Es todo cuanto queda. Habrán de caer por su propio peso: / los silencios que impactan con alusiones vagas / como caen el vino, los años o las lágrimas. Los versos imploran un rescate en otras palabras, o más bien en otros lenguajes; el poeta, consciente de que la palabra no pronunciada y la que se pronuncia o la palabra escrita pueden verse afectadas por la mentira, por dobles lecturas, pueden verse vinculadas por pasadizos invisibles; consciente de que el silencio es impuro, de que convivimos con el dolor, sabiendo que la nieve en tu mano cálida es un imposible; transmite toda esa desazón pero también la consecuencia de su influencia y su contundente rechazo. El segundo bloque se titula 'Vías de escape', en él, la mirada y la nostalgia implantan la textura de los versos. La contemplación de una fotografía nos evoca pasajes del pasado, los recuerdos que vivían imbuidos en los ángulos muertos de la memoria aquí recobran todo su esplendor al abrir una caja de bombones llena de fotografías o durante en el cruce de miradas de dos viajeros. En cada imagen derramo el fondo azul / convirtiendo las sombras / en azules entregas de nostalgia… Esa vía de escape a la que alude el título del bloque, parece encontrarse en la memoria, en la rémora quemada de esos amores, de esos momentos de luz y éxtasis que recordamos hasta en los peores momentos y que son el bálsamo idóneo para cualquier herida. Así, el poeta estatuario compone los poemas ‘Existencia’ y ‘Noche en las arenas’, que destacan sobremanera en el conjunto del bloque, tanto por su hondura, como por la barroca belleza de su discurso: Si la sangre se adensa, torna en rojo cárdeno, / si ya la vida mata en sus formas más frágiles, / que has cambiado de orilla, / que tus senos alumbran otras playas del tiempo. El tercer bloque lleva por título 'Otro infierno puede ser posible', aquí todos los poemas desprenden el aroma unívoco de un fulgor que se repite irremediablemente y nos causa quemaduras en los ojos, el desencuentro de un amor. Jesús Cárdenas refleja nítidamente en estos poemas toda la nostalgia, todo el rencor, toda la piedad que siente aquel que ha visto a su historia de amor fracasar, una amalgama de sentimientos encontrados que componen nuestro humano y contradictorio perfil de emociones: Afuera volverá con otro cuerpo, / se detendrá a mirar la primavera: / el idioma querido de los pájaros, / surtidores alegres entre flores. El poema titulado ‘Rutina de amor’, termina y comienza con puntos suspensivos; así como el poema titulado ‘El planeta olvido’, comienza con letra minúscula y termina sin punto final, rasgos característicos que determinan que el hecho que inspiró el poema siempre estuvo ahí y probablemente siempre lo estará. Una historia de amor no puede borrarse recortando fotografías o quemando unos regalos, por ello la ironía del título del bloque, aludiendo a otro posible infierno venidero representado en una futura historia de amor. El cuarto bloque lleva por título ‘Demasiado espacio’ y comienza con un poema titulado ‘Humo interno’, preciosa metáfora, la del título, para representar ese inveterado dolor que no se extingue; la bituminosa niebla de la ausencia, la terebrante fumarola de la culpa: Pierdes los nervios y te vas quedando / solo, definitivamente solo. / El humo entonces va desapareciendo. // Ya sin fuerzas, el humo te absorbe. El hablante lírico, circunspecto en su dolor, canta a la soledad y la memoria, ilapso de un presente escarnecido que lleva tatuado la añorada impronta del pasado: En mi cuerpo / solo quedan esquirlas de miel, llagas / en escombros, heridas de metralla… Visiones impactantes de un tiempo en fuga, demeritan el presente en pos de una muerte paulatina, pero el poeta lucha contra sí mismo, se rebela e intenta desterrar a sus propios demonios esquivando esa jaculatoria que en su mente se repite: Castigo a mi memoria, por ello, / a dormir a cielo raso, / a vencer la climatología y el hambre. / Y sé bien que estoy girando sobre / mi propia condena. Ya en el quinto bloque, titulado 'Un cielo cegador', la tormenta emocional que propone Jesús Cárdenas es impetuosa y delirante; desposeído de la justicia y la alegría, conforma un diorama pasional de sentimientos que se yuxtaponen hasta la culminación de una hipotética muerte ungida de esperanza. La nostalgia: Esos días se fueron, nada te dicen hoy. / Bajo lo iluminado vibra una canción triste: / es la vibración del aire azul de un cielo huérfano… El miedo: …Pierdo el equilibrio ante la sombra. / Me acojo a la exigua luz. Mi vida. / Pero la sombra no se aparta / y la vela parece apagarse. La esperanza: …sembraremos esperanzas / entre dunas y piedras, / antes de que emerja la maleza / y se apodere del espacio. El hastío: Qué más da si ese hombre sueña despierto. / Él así es muy feliz. Y da asco. La mujer, el Sueño, el Tiempo, la desafortunada Fortuna; relatos de vidas ajenas que reflejan su dolor en nuestra vida, el azote en cántico angustioso y lírico de una errática vida que aspira a renacer en la inocencia. Así, el poema titulado ‘Despedida’, supone el último portazo previo al silencio: Es hora de partir sin equipaje. […] Me habréis oído decir / que cuando lo haga será definitivo. // Quizás oiréis cerrar la puerta, / los pasos en el umbral. Un broche perfecto para clausurar un poemario armonizado por el predominio de la rima blanca y el ceremonioso ritmo de un axis homeopolar muy trabajado.
Es justo elogiar la sugerente ilustración que esplende en la cubierta del poemario, una mujer desnuda casi levitando y de cuya extensa melena pelirroja emergen pájaros y sombras indefinidas. Como también —y como curiosidad—, merece la pena incitar a los lectores a leer el índice de primeros versos ubicado en las últimas páginas del libro como si fuese un poema más; comprobarán -si lo hacen-, que de la unión de esos dispares versos ordenados alfabéticamente, surge otro bello poema, con momentos brillantes, de belleza salvaje, concebido al estilo de un poema de escritura automática. En definitiva, Después de la música es un poemario vital, catártico, que hará sentir al lector pero también reflexionar, acerca del amor, de la muerte, el tiempo; acerca de la propia condición de estar vivo. Los poemas de Jesús Cárdenas dibujan con total precisión en este libro, el idiolecto emocional de una condenada y atribulada especie, la nuestra. Por ello invito a los lectores a descubrir esta brillante herida que supura; la cumbre de la humana decepción y efervescencia de un autor en la apostasía de sus credos. |
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