LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
VICTORIA LOMASKO. LA ÚLTIMA ARTISTA SOVIÉTICA (Godall, Barcelona, 2022) por JOSÉ ÓSCAR LÓPEZ «Se suponía que los autores del segundo mundo hacían arte político sobre la injusticia social y que crear sus propios mundos era un privilegio de los artistas de países prósperos», escribe Victoria Lomasko en el último capítulo de este libro, titulado significativamente “La última artista soviética se convierte en persona”. Acerca de uno de los creadores residentes en Moscú como ella a quienes entrevista en este tramo, la autora escribe: «Era obvio que a este artista solitario realmente le gustaba la energía oscura de ese lugar, le gustaba el drama. Y a mí, ¿qué me gustaba? Estaba segura de que ya no quería ser la última artista soviética. Terminaré este libro y basta». El agotamiento de la autora es artístico y existencial: la Rusia actual es invivible. Dos semanas antes de la invasión rusa en Ucrania, Lomasko dio por concluido su trabajo como “última artista soviética”. Poco después voló a Bruselas para no regresar a su país. Hoy vive como refugiada en Berlín. Varios años antes de hacerlo, exactamente desde 2008, empieza con su labor a pie de calle, recogiendo las conversaciones con la gente que se encuentra o a la que ella busca y dibujándola en muy diversos espacios y actitudes. Es así como la autora da inicio a una gran crónica escrita y dibujada sobre su propio país, con la complejidad que en su caso supone el mismo término. Este ciclo será recogido primero en Otras Rusias y después, con la contundencia final que ya hemos comprobado, en el libro que ahora reseñamos, La última artista soviética. En su día, de hecho, el padre de la autora trabajó como artista soviético. Mediante un estilo de dibujo con aires de muralismo soviético mezclados con cierta espontaneidad punk en el trazo, la viva expresividad que su ejecución “en directo” le confiere, Lomasko prolonga esa cadena familiar y pone su arte al servicio de una muy plural e históricamente castigada colectividad post-soviética que ya solo quiere librarse de la actual tiranía del poder oficial, con Putin y la Iglesia ortodoxa rusa a la cabeza. Su trabajo emparenta con el de las crónicas en forma de novela gráfica de Joe Sacco en Notas al pie de Gaza y Gorazde, zona segura o el de Guy Delisle en Pyonyang o Shenzen, aunque Lomasko se apoya en textos más amplios —texto e ilustración se reparten a la mitad el espacio de las páginas del libro, en una proporción aproximada— y no recurre al lenguaje secuencial entre las ilustraciones, que han sido realizadas in situ y conservan la espontaneidad y la urgencia de un arte tan testigo y descriptivo como social, reivindicador, político. En Otras Rusias, Lomasko retrató lo que ella denominaba allí “los invisibles”: «La vida de los adolescentes reclusos en los reformatorios, de los maestros y alumnos de las escuelas rurales, de los inmigrantes, de los ancianos entregados en cuerpo y alma a la iglesia ortodoxa, de las trabajadoras sexuales, de las mujeres solteras de la Rusia de provincias». Y escribe después: «Para mí, los “invisibles” no son personajes particularmente marginados, ya que en Rusia la mayoría de la población es invisible: los distintos grupos sociales están aislados unos de otros, no tienen acceso al ascensor social ni al espacio público». De la minuciosidad del trabajo de Lomasko, y también de su voluntad de reflejar el instante de manera veraz, pueden dar idea estas palabras de su autora en el inicio de este libro, como explicación de los ocho “Retratos negros” con los que inaugura su futuro gran fresco: «Cada retrato está dibujado a partir del encuentro casual con alguien, hasta entonces desconocido, que por una razón u otra quiso hablarme de su vida. Este tipo de situaciones no se pueden forzar, con lo cual esta serie de ocho láminas tardó tres años en tomar forma».
En 2012 da comienzo a la serie de crónicas de “Los airados”, con las manifestaciones multitudinarias y el activismo insólito que afloraron entonces. Y finalmente, en este La última artista soviética Lomasko viaja por diversos rincones de la antigua URSS —Kirguistán, Armenia, Daguestán, Georgia, Ingusetia y Bielorrusia— para retratar la vida diaria entre los cascotes del extinto monstruo soviético, una temática que comparten tantos y tan diferentes autores y creadores, desde la bielorrusa Svetlana Aleksiévich, también cronista, al novelista húngaro László Krasznahorka. La convivencia descrita y dibujada por Lomasko se halla marcada por tensiones étnicas y culturales de todo tipo. La autora prestará especial atención a la situación especialmente precarizada e invisibilizada de mujeres y personas pertenecientes al colectivo LGTBI, en el seno de muchas de estas comunidades, y al igual que hizo en Rusia, terminará de componer un valioso, detallado y muy intenso mosaico con las experiencias, las ilusiones, las reivindicaciones y los sueños de futuro de tanta y tanta gente allí. «No es asunto de un artista correr con su álbum en las manos para escapar de la policía; el trabajo de un artista es dibujar las formas del futuro deseado», escribe Victoria Lomasko al final de este libro, agotada. No es para menos. La intensidad de su trabajo habla por ella. El lector solo desea, al acabar este libro, que todas esas Rusias invisibles y airadas encuentren la forma de vivir por fin con dignidad y en libertad, en ese futuro deseado.
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JOSÉ ÓSCAR LÓPEZ. ANIMAL FABULOSO (Chamán, Albacete, 2018) por ALBERTO CHESSA FRAGMENTOS DE UN ANIMAL FABULOSAMENTE POCO ACELERADO Venía José Óscar López de una búsqueda asfixiante del yo, de un yo. Una búsqueda dantesca por un infierno dividido no «en círculos sino en rotondas», hasta acaso ser «al fin nadie». Vigilia del asesino, lo llamó. Ahora, para este Animal fabuloso, no abandona sino que expande un tipo de composición arborescente, muy suya, muy él, capaz de dejar sitio en sí misma para lo uno y lo contrario, el sí y el no, la afirmación categórica seguida del verso que viene a refutarla, la lidia incluso a veces en el mismo verso. Hay un eco whitmaniano en esa red abarcadora que lanza el poeta para atraparlo todo, todos. Animal fabuloso amplía, como digo, ese universo rítmico, imaginativo, en absoluto amilanado, con arrestos para plantarle cara a cualquier motivo o cualquier urdimbre, al que José Óscar López lleva años invitándonos a reformular con él, hasta el punto de que él mismo lo reformula sin parar, empezando por ese salto sin pértiga que da continuamente de la prosa al verso y del verso a la prosa. Fragmentos de un mundo acelerado, ha llamado a lo último de esto último. Si hay un polvo de estrellas que pone perdidas ambas galaxias (perdidas para bien), es esa capacidad suya para perturbar, desconcertar, irritar a veces al lector. También para hacerlo sonreír, pues no deja de haber un humor sardónico bien llevado y mejor traído. Y más cosas, claro: la casa, el cuerpo (¿no son lo mismo?), de nuevo la identidad. Y oriente, y la fantasía, y las leyendas, y los mitos («partidario de todas las mitologías», se confiesa), la heroicidad desencantada, el desencanto heroico, las distopías, la siesta, la música, la cacofonía, el ritmo de una respiración atonal, serial, dodecafónica (pase usted, señor Ashbery). Así las cosas, a mí desde luego no me extraña reencontrarme en estos 49 poemas de Animal fabuloso con esa simbología personalísima de José Óscar López, que parece parirse a sí misma en tanto que se persigue a sí misma, como el «germen de todo movimiento», como esas «bestias pavorosas» que asoman ya en el primer poema del conjunto (y el animalario no dejará de engordar). Vuelve a haber una revisitación del sujeto (el yo) romántico, como también vuelve a haber una voz mistérica, oscura, afecta a la revelación de un secreto no decible: José Óscar tiene algo de hierofante, de mistagogo, «con la sintaxis loca de los poseídos», esa sintaxis que le impone un tempo sincopado, una tensión verbal de jadeo constante, sin exhalación final. Los poemas más oceánicos se componen, piensa uno, de sentencias truncas, de pensamientos de vuelo largo, pero sesgados a la fuerza, sojuzgados en la medida en que todo al cabo se pone o está puesto en entredicho.
No hay lugar (no ha lugar) para las grandes verdades que, precisamente por su rotundidad, devienen prementiras. Es decir: Animal fabuloso es un libro de estos tiempos, de esta vida de hoy que «descree de los milagros». De ahí también el sincretismo que maneja el poeta y la propia condición fragmentaria de esta poética que se desliza «entre los hielos no quebrados, los fragmentos». No sorprende que todo lo anterior desagüe en un juego de contrarios, de espejos, de contrariedades (en esto López es barroco «por voluntad y por destino», que decía Villamediana). Un juego este que se viene a quintaesenciar en esa cita traída de Lu Ji: «Llamando a la puerta del silencio para que responda el sonido». Estamos, pues, ante una poesía de indagación, de conocimiento, de reconocimiento, pero sin regodeo en sí misma, sin gustarse demasiado, sin miedo a parecer discípula, no maestra; lo que no obsta para que desgrane no poca sabiduría, sobre todo en esas estancias orientalizantes que tienen el inmenso buen gusto de ahorrarnos el pastiche del haiku. Estamos, pues, también, ante un libro plural, polifónico, libérrimo; escrito, claro está, desde la postvanguardia, y no es que haga méritos para ser así considerado: es que José Óscar López ha asimilado muy bien unos cuantos ismos, que articula con una naturalidad pasmosa, abracadabrante (apenas eso). De hecho, tengo para mí que la belleza que invoca el poeta está «muy enfadada» porque es la misma que otro sentó antes en sus rodillas y, tras hallarla amarga, la injurió. Animal fabuloso, sí. Lo es. Este libro lo es. Ambas cosas. Y hasta aquí por hoy. MANUEL PUJANTE. LA ZARZA Y LA CENIZA (Balduque, Cartagena, 2018) por JOSÉ ÓSCAR LÓPEZ Donde todo es un desastre y todo es milagroso, ahí sucede la poesía de Manuel Pujante. En el lugar de una bestia condenada a vagar entre los árboles silenciosos del bosque, para encontrar su camino sobre la ceniza a la que está abocado todo bosque, todas esas alturas. Con el desastre que nos acompaña allí donde vayamos. Es un camino que se nos describe una y otra vez con una voz poética que ya desembarcaba madura y poderosa, hace muy pocos años, en poemas sueltos en fanzines y en algún certamen del Creajoven de Murcia, así como en una plaquette publicada por ad minimum, Los afluentes del frío (2014). Una voz que se confirma ahora original y a la vez clásica, y fascinante, en La zarza y la ceniza, su primer libro. ¿Qué hay en este libro? Hay bosques de ciervos, hay la simetría y lo lejano, el invierno y el frío. Que lo que ata al “nosotros”, dice el autor, sea un viejo potro de tortura. Así dispara esta poesía, en todas direcciones. No hay mapa, solo esta diabólica simetría que acaso los árboles conozcan, y cerca de la ceniza donde nosotros temblamos disímiles de nosotros mismos. Llevamos nuestra imposible simetría a cuesta con nosotros, no hay otro remedio. El simétrico y terrible tigre de William Blake que hace tiempo nos devoró ha crecido y ya no lo buscamos entre la brillante espesura que también ardió. Es el destino de la ceniza, pero ¿acaso los árboles no proceden también de la altura que alguna vez alcanzaron? Nos fascinan los bosques y los ciervos acaso porque en sus alturas, en las simetrías de sus cornamentas, no hay espacio para la culpa. Y el ser humano, desde la tradición que nos funda, se halla constituido sobre todo por la culpa. Nos funda nuestro desasosiego. Nos funda nuestra culpa. Entre la altura y lo podrido, rodeados de las polillas del bosque y sus metamorfosis. Y todos esos ciclos, esa repetición se encuentra en todas partes. Crecer, crecer en medio de todas esas repeticiones. El crecimiento de los ciervos, la embestida de los ciervos. Uno piensa en la belleza de los ciervos, en su delicadeza. Pero Manuel Pujante destaca su dureza en ellos. Y lo hace con una voz, con el caminar de una voz que mientras habla hace lucidez la grieta vertical del camino del bosque que atraviesa, la herida incesante, siempre a punto de ocurrir, de la ceniza. Un camino de lucidez y una ceguera, la incógnita perpetua. Fuerza y enigma son los aliados requeridos. Círculos de luz en la mañana, como nudos. Lo enredado y lo desenredado, las propias palabras del poeta mezcladas con la interpretación que uno trata de haceros ahora de ellas, a golpe de insuficiente paráfrasis, para señalar en todo caso las sombras de una luz, la luz que reside en la poesía de Manuel Pujante, que es verdadera y es explosiva. Como toda buena poesía, no puede reducirse a comentario: hay que experimentarla. Allí donde residen la quiebra y el alojamiento del nosotros, perpetuo mientras vivamos porque ellos, ese alejamiento y esa quiebra, lo fundan, nos fundan. Todo abrazo es una fundición. Las luces, las personas. Los nombres y los prismas. El barro del origen y el diluvio. Y entonces Manuel ciega al ciervo y hace ceniza el bosque, en sus poemas. Después del bosque solo hay un camino de ceniza y de zarzas ancianas.
Es la memoria del tiempo, es la medida del tiempo. No sé hablar de este libro sin usar sus propias palabras, reducirlas como hacía el terrible Brainiac con las ciudades que coleccionaba, antes de meterlas en una botella. Manuel es dueño de una ciudad dolorosa y fascinante. La gente se ahoga en ellas, como en la realidad. Las cortinas y los muertos. Arder a oscuras, y después buscar el mar, los pájaros. Todo ello se dice aquí, en este libro. Y yo ahora no llevo dicho ni un cinco por ciento de este libro. A la hora de afrontar una lectura razonada de un libro de poemas, para ponerla por escrito, uno se enfrenta a la dicotomía de dejarse llevar por las emociones que el texto le provoca mientras, al mismo tiempo, trata de construir su propio texto, uno que dé cuenta del texto previo, del texto a comentar, para hacerle justicia a la vez que le sirva de suerte de espejo. Y así uno anota todos los cabos susceptibles de ser desarrollados, un desarrollo que explique tanto sus propias impresiones como lo que el poeta ha tratado de decir, o uno cree que el poeta ha tratado de decir. Y dar cuenta, por ejemplo, de la red de símbolos que el autor ha ido tejiendo en sus poemas. Los ciervos y los bosques, la ceniza y la zarza, el padre y el dolor, el aislamiento y el tiempo, la luz y lo podrido, lo fúnebre y la oscuridad, la lluvia y la herida, la culpa y la fatiga, la bestia que volveremos a ser. Y la imparable sucesión de versos memorables: «El sótano del sótano del sótano», «El olor a muerte del jabón en los ancianos». Y este poema, por ejemplo: Así se extiende lento, difuso en sus contornos, con calma de vapor en sus ascensión tranquila, así se extiende y crece este cansancio claro: igual que un charco al sol se dirige a un océano. O esto otro, el penúltimo del libro. Que la poesía de Manuel Pujante hable por sí misma: Dichosos los que enfrentan la noche con los ojos cerrados pues es suya y no de afuera la oscuridad que abrazan. JOSÉ ÓSCAR LÓPEZ. FRAGMENTOS DE UN MUNDO ACELERADO (Balduque, Cartagena, 2017) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Fragmentos de un mundo acelerado es el último libro de relatos del lorquino José Óscar López, después de Los monos insomnes y, en mi opinión, lo confirma como uno de los más importantes cuentistas del momento. En este caso, a diferencia de Los monos insomnes, que estaba compuesto por relatos de generosa extensión, José Óscar López ha optado por el relato breve e hiperbreve. El libro consta de 107 relatos repartidos en 200 páginas. A su vez, organiza las piezas en diez apartados de carácter temático con títulos tan sugerentes e irónicos como “Historia de las grandes ideas”, “Principios de astronomía”, “Así me quedé sin conversación”, “Catálogo de patologías” o “Reyes cansados”, por poner solamente algunos ejemplos. Como en su poesía, y como en su narrativa anterior, lo que define a José Óscar López es la imaginación. Creo que hay en España pocos autores que tengan una imaginación tan desbordante, tan disparatada, tan divertida y, al mismo tiempo, tan inteligente. Podríamos decir que lo que es acelerado no es el mundo, sino la cabeza del autor, en la que las historias imposibles, las paradojas, los mundos posibles, los personajes geniales y las situaciones cotidianas llevadas a un absurdo divertido y significativo, bullen y salen disparados en todas direcciones. Si la OMS estableciera una CDR (Cantidad Diaria Recomendada) de ficción, como hace con los alimentos, este libro debería llevar una leyenda que indicara que este libro cubre dichas necesidades ficcionales durante al menos un año completo. Fragmentos de un mundo acelerado se convierte en una especie de enciclopedia borgeana de mundos (im)posibles, en los que la imaginación desplegada, pese al disfrute que proporciona, no cumple una función evasiva. Los mundos acelerados que se van acumulando en el lector, según avanza por estas extrañas y maravillosas páginas, nos recuerdan que la realidad es solamente una posibilidad, una interpretación. Como decía Juarroz: lo posible es solo una provincia de lo imposible. Cuando hablamos de la imaginación desbordante de José Óscar López estamos hablando de esa esencial capacidad humana para dar sentido al mundo a través de historias, de relatos, de teorías. Y en estas páginas, precisamente, encontraremos inventores, científicos, escritores, personajes cuya visión del mundo es siempre otra. Se plantean teorías, mitos, reinos, universos, se cumple esa función primaria que une la ciencia, la filosofía, la religión y la literatura: explicar el mundo, es decir, crear el mundo, crear el sentido del mundo para hacerlo inteligible, para explicar una relación entre el hombre y todo aquello que no es el hombre. Los mundos que crea el autor impugnan el sentido de la realidad tal y como lo conocemos, y nos dejan siempre ante un espacio de conflicto, de imposibilidad, de paradoja, como ocurre en el magnífico relato que abre el libro (‘La máquina’) o en el llamado ‘Ambición’ que, por su brevedad, me permito reproducir íntegramente. La paradoja, la ironía, el humor están muy presentes en estos relatos: toda interpretación del mundo a través del lenguaje y de la imaginación está siempre condenada a ser incompleta, refutada, engullida por un silencio final o por otra teoría igual o más disparatada que la anterior. Hay ecos de Borges, claro, pero también, muchos, de Kafka, de Manganelli. En otros casos es la ciencia ficción quien domina, y podemos pensar en novelas condensadas de Philip K. Dick, y también hay espacio para relatos de corte más poético y surrealista en los que el lenguaje mismo es la ficción, en los que la imagen va creando mundos imposibles llevada por su propia fuerza rítmica y visionaria. Este libro es una maravilla. Creo que es lo más importante que puedo decir. Es un libro que te hace disfrutar, con una prosa maravillosa, cuidadísima, rítmica y precisa. Es un libro que pide ser leído en pequeñas dosis, porque cada página está tan cargada de ideas, de imágenes, de paradojas, que hay que levantar la mirada de la página para mirar el mundo de fuera, sonreír, ver cómo todo se desmorona al más puro estilo Matrix, volver a sonreír y dar las gracias a José Óscar por este libro, por este exceso de imaginación con el que otros autores habrían escrito veinte o treinta libros. Termino con un relato hiperbreve que explica mucho más de todo lo que yo pueda escribir. BIG BANG ¿Fue con un estallido, que comenzó el universo, o terminó con él y nosotros tan solo somos su demorado eco? AMBICIÓN
—Todos nuestros esfuerzos son inútiles —dijo a su ayudante, y ambos dejaron de pedalear a lomos del nuevo ingenio que habían terminado de construir esa misma tarde; efectivamente, el Sol y la Tierra continuaban su marcha sin apartarse un ápice de sus senderos prefijados: el astro se escabullía bajo una de las lindes del planeta, y él y su ayudante contemplaron impotentes cómo retornaban alrededor de ellos las sombras. BASILIO PUJANTE. RECETAS PARA ASTRONAUTAS (Balduque, Cartagena, 2016) por JOSÉ ÓSCAR LÓPEZ En Murcia es bien conocida la labor incansable y generosa de Colectivo Iletrados, dando cauces y espacios a voces nuevas y menos nuevas mediante recitales o la publicación de plaquettes y fanzines ya longevos, como Mursiya poética y Manifiesto azul. Ahora, uno de los motores del Colectivo, Basilio Pujante, debuta con un libro de relatos. No es extraño que lo dedique a sus compañeros Iletrados, ese admirable combo dinamizador que tanto ha hecho por la literatura y la vida cultural en la ciudad, y que de un tiempo a esta parte —Alberto Caride con sus dos libros de poesía, por ejemplo— prolonga su actividad, ya de manera individual, en los libros de sus integrantes. Este Recetas para astronautas anuncia desde su primer relato, titulado ‘Historia universal en un telegrama’, la voluntad de Basilio Pujante de ir a lo esencial tanto en el estilo como en sus temas: es una historia universal y consiste en cuatro palabras, todas onomatopeyas. A partir de aquí, los relatos se suceden en estricto orden de extensión. Un primer tercio del libro lo componen microrrelatos, género en el que Pujante demuestra ser no solo un experto teórico —se doctoró con una tesis sobre el relato hiperbreve—, sino también un consumado autor. Sin embargo, el interés del volumen todavía crece conforme avanzamos en su lectura y los relatos aumentan su extensión —el último, ‘La teoría del doble’ tiene ya cuarenta páginas—, componiendo un variado muestrario del buen hacer de este autor debutante donde domina siempre un estilo claro y preciso, así como un humor conseguido con gran economía, con el giro sutil de una palabra o situación; más allá del primer microrrelato mencionado, solo se permite sostener con otro juego de palabras otra historia, ya de dos páginas y de título ‘Follar, verbo transitivo’, para ofrecernos conclusiones no solo hilarantes, sino también lapidarias, filosóficas y rabiosamente vitales. El despertar amoroso, tanto sentimental como físico, y lo que tiene en ambos casos de fascinante o de espantoso, articula muchos de los relatos; también la identidad —«Lo que de verdad me preocupaba era quién era yo», termina uno de los relatos— y la memoria personal, incluso generacional, con una suma de inocencia y crueldad que se vierte con elegancia en el corazón de casi todo el libro. Hay un contraste acusado, y muy atractivo, entre la elegancia narrativa que demuestra el autor en todo momento con el desencanto constante de sus historias —‘El hombre de arena’, por ejemplo—; pero es que este contraste se dispara cuando dicha elegancia sirve de vehículo para narrarnos historias rebosantes de crueldad y de una cierta violencia sorprendente: así ocurre en ‘Verdadero amor’, ‘Aislado’, ‘Cuestión de confianza’ o ‘Señor juez’. Uno, además, conoce al autor y sabe de su bonhomía, su generosidad y la tranquilidad de su carácter, por lo que es aún más sorprendente y divertido descubrir el gusto de sus narradores por lo deforme y lo grotesco —así en ‘Vellas’, título que alude a mujeres barbudas; y también en ‘Cuestión de confianza’ o en ‘Cadáveres sociales’, otro de esos relatos que aborda la memoria generacional y que colinda con la expresión poética, una poesía cruel en todo caso: «Pudriéndose al sol de su propia adolescencia», escribe en algún momento de esta narración. La tranquilidad de la que acabo de hablar con respecto a Basilio aparece triunfante, como sueño de —o aspiración a— una norma, en ‘Verano del 99’; pero se irá resquebrajando a continuación, en relatos posteriores donde los elementos de esa norma y esa tranquilidad van desapareciendo, como ‘El hombre de arena’ o ‘El bebé del 3ºA’. Lo anodino deviene humorístico en ‘Un cartel con su nombre’ o en ‘Tortilla de patatas’, pero el camino inverso también es recorrido en ‘Siempre saludaba’, ‘Miss Pedanía’ o ‘15 de agosto’, porque en ellos se parte de lo extraño para acabar, humor mediante —el arma más importante de la que se sirve Pujante en este libro—, en otra normalidad tan anodina como “tranquilizadora”. El humor, como digo, aflora una y otra vez, así como lo deforme y lo grotesco, llevando sin embargo en ocasiones el relato hasta el terreno de la poesía; cuando los relatos alcanzan más extensión el mismo humor demostrado hasta ahora aborda lo filosófico, incluso lo metafísico, sin olvidar nunca que de lo que se trata es de ofrecer al lector piezas narrativas; así sucede en el cuento que constituye, a mi juicio, una de las cimas de Recetas para astronautas, ‘Dios (Una historia de amor)’, y del que no me resisto a transcribir el principio: Partamos de la omnipresencia de Dios. Según las religiones monoteístas Dios puede estar en una piedra. O ser una mariposa. Dos mil años de cristianismo nos han hecho creer que Dios es también omnipotente, una especie de Supermán con una kriptonita llamada Ateísmo. Dios, por lo tanto, lo puede todo y está en todas partes. En este relato, sin embargo, Dios no será ese ser inabarcable y etéreo, sino una de sus múltiples encarnaciones. Tomará la imagen de una camarera de veinte años que atiende las mesas de una cafetería de la ciudad suiza de Berna. Porque Dios está en todas partes y lo puede todo, incluso hacer capuchinos y limpiar la barra en el invierno centroeuropeo. Dios se acuesta todas las noches muy temprano para poder ir a trabajar sin sueño al día siguiente. Dios suena lo justo, ya creó una vez un mundo y considera innecesario volver a hacerlo noche tras noche en su imaginación. Dios se levanta, también muy temprano, porque la mayoría de los días le toca abrir la cafetería suiza en la que trabaja cuando el sol aún es una ilusión lejana en el cielo. El final es aún mejor, pero lo reservaré para el lector. Creo que este relato y el titulado ‘Comunión’ podrían figurar con todo derecho en cualquier antología del cuento contemporáneo.
La última narración del libro, que llega las cuarenta páginas, constituye por su estructura y por su ritmo una novela corta; el tema del país extranjero y la experiencia común, generacional, de los estudios y el trabajo fuera de España, se suma al de la identidad —parecen confluir en la historia, además, la doble vertiente biográfica del autor como estudioso de la literatura y escritor— y se aproxima al tema del doble pero sustituyendo el carácter fantástico del mismo por el realismo y, de nuevo, el humor, esta vez a costa del tópico —tan común en la realidad— del escritor maldito; la tensión entre todos estos elementos se resuelve dando al elemento en principio perturbador, el doble que encarna el protagonista en su impostura, un papel irresistiblemente paródico para esta pequeña comedia de campus —otro género que añadir a la mixtura— que tiene ya un pie en la novela breve. Todas estas son, en definitiva, las posibilidades del firme y atractivo pulso narrativo que Basilio Pujante demuestra en su primer libro. AGUSTÍN MARTÍNEZ. MONTEPERDIDO (Plaza & Janés, Barcelona, 2015) por JOSÉ ÓSCAR LÓPEZ Conozco a Agustín Martínez hace ya unos veinticinco años y es para mí como un hermano. Durante nuestra adolescencia ambos pergeñábamos cómics y fanzines, que luego nunca publicábamos, en el bajo de su casa de Lorca y escuchando a The Cure, y poco después él ya empezaba rodar sus primeros y muy locos cortometrajes. Han sido muchos años, desde entonces, de conversaciones y de intercambio de manuscritos, de largas borracheras veraniegas discutiendo de cine y de novelas, de proyectos infinitos. Es, pues, como decía, un hermano para mí, y lo digo con emoción y con orgullo después de leer su primera novela publicada, Monteperdido. Así que quizás esto no pueda ser una reseña al uso, pero es que si algo no va a necesitar esta novela es la reseña cómplice de un compinche. ¿Por qué? Bueno, creo que respondiendo a esta pregunta acabaré haciendo, finalmente, una reseña. Pero también adelanto que, antes de salir a la venta, la novela ya ha vendido sus traducciones al alemán y al francés. Y que, una vez ha desembarcado en las librerías, lo ha hecho con una gran tirada: los editores saben que manejan, con esta obra, uno de esos raros casos en los que se conjugan calidad y comercialidad. Definitivamente, Agustín Martínez no va a necesitar para su novela de una reseña cómplice, y ahora que creo haber dejado claro el porqué, voy a tratar de explicar por qué me ha gustado mucho Monteperdido. “Pueblo pequeño, infierno grande”, dicen. Es la idea que subyace en historias ya clásicas del cine o la televisión como Fargo o Twin Peaks, y es también uno de los motores de Monteperdido. Solo que en esta novela no cabe el humor negro de Fargo ni el delirio constante de Twin Peaks, por lo delicado del caso narrado en el libro: dos niñas son secuestradas en un pueblo de montaña y cinco años después reaparece una de ellas, ya adolescente, entre los restos de un coche estrellado y junto al cadáver de un hombre; se reinicia la investigación y un amplio elenco de personajes comienza a desfilar ante los nuevos encargados del caso, pertenecientes al SAF o Servicio de Atención a la Familia, de la Policía Nacional, en cuanto se desplazan al apartado núcleo urbano de Monteperdido: el inspector Santiago Baín y la joven subinspectora Sara Campos. Esta última, Sara Campos, se revela pronto como la protagonista de la obra, y en su personalidad se conjugan la fortaleza y la fragilidad, una mezcla perfecta para enfrentarse al delicado y terrible caso, el del secuestro de niños y la pederastia. Tenemos, por lo tanto, la resolución de un crimen en un pueblo fronterizo de montaña, como en Twin Peaks —allí cerca de la frontera entre EEUU y Canadá, aquí cerca de la frontera entre España y Francia—, pero sin la deliberada extrañeza entre posmoderna y psicótica de David Lynch; lo que sí vamos a tener, como en las citadas obras magnas de Lynch y los hermanos Cohen, es atmósfera, mucha atmósfera. Agustín Martínez se mueve en la frontera entre el género negro y ese otro género, tan discutible y discutido como reconocible, del best-seller: un tipo de prosa que pudiera entenderse como la traducción de una historia para el cine o la televisión a formato de novela, sin que ello devenga en algunos casos, como este, en merma de su calidad. Y es que en Monteperdido tenemos también género negro no solo por la historia, sino también por la forma en que se nos cuenta, por la cualidad de una prosa que avanza muchas veces con una sucesión de puntos y aparte orquestada de manera tan resolutiva como vibrante, con la fuerza de un latigazo. Aunque debute ahora como novelista, Agustín Martínez trabaja desde hace quince años como guionista de series de televisión y conoce, por lo tanto, todos los resortes para que una historia de ficción te mantenga atrapado. Dichos resortes funcionan aquí, en Monteperdido, como los engranajes de un reloj infalible para hacer avanzar la historia, a lo largo de sus casi quinientas páginas, y uno simplemente no puede dejar de leer en ningún momento. Y la máquina perfectamente engrasada de la trama nos conducirá a un final a la altura, no solo por lo que supone de resolución y clímax del argumento, sino también por lo que tiene de clímax de su forma, de un estilo que hasta el momento permanecía prácticamente supeditado a lo narrado y nunca por encima: será en esta resolución final cuando el autor se permita tomar todo lo que ha conducido hasta allí, y a nosotros con ello, para suspenderlo —y suspendernos— en un poderoso ejercicio de narración en el que el tiempo se ralentiza y casi se detiene, imagen perfecta del vilo en el que la historia nos ha mantenido todo el tiempo. Entrar, así, en esta novela, es encender un dispositivo que no se detiene hasta al final, y que precisamente justo antes del final sucederá a cámara lenta, lo hará durante un largo instante detenido para que admiremos todo lo que ha sucedido para que lleguemos hasta allí, para que hagamos recuento del camino, de toda esa narración dispuesta de una forma tan inteligente como implacable para mantenernos expectantes, enganchados a ella en cada página, y hacernos reflexionar cuando cerramos el libro sobre una de las peores lacras de la sociedad humana, uno de los crímenes más horrendos imaginables, a través de los ojos de la inocencia de los personajes, y de su crueldad, y su fragilidad. Y también de su aislamiento: el de las víctimas directas, pero también el de un pueblo presa de su propio infierno. Faulkner afirmaba que ser local era la mejor forma de resultar universal, y el infierno de este pequeño pueblo de montaña, encerrado en sí mismo, en sus propios demonios y fantasmas, queda metaforizado en la imagen de uno de sus personajes, el novelista local, que afirma estar siempre escribiendo narraciones que nadie ha leído, porque después jamás termina, y que además se supone las escribe en patués, el dialecto local, es decir para casi nadie.
Se dice que la infancia fue un invento de los novelistas británicos del siglo XIX, con Charles Dickens a la cabeza y su denuncia de los abusos que contra ella cometió la Revolución Industrial. Y es que también en el XIX inventan los novelistas la denuncia, a través de la ficción, de los peores aspectos de la sociedad. Agustín Martínez, definitivamente, ha urdido una novela que ningún lector podrá dejar de leer, una vez empiece a hacerlo, ni podrá quedar indemne ni sentirse ajeno, al terminarla, de todos los monteperdidos de la realidad. MANUEL PUJANTE. LOS AFLUENTES DEL FRÍO (ad minimum, Murcia, 2014) por JOSÉ ÓSCAR LÓPEZ ![]() De Manuel Pujante es conocida su pasada actividad fanzinera en Seconal, y sabemos que ahora es uno de los cuatro autores al frente de la recién nacida revista de poesía La Galla Ciencia. También que Luna Miguel lo incluyó en la web de Tenían veinte años y estaban locos. Y en su día pudimos descubrir los tres poemas con los que fue accésit del Creajoven 2012. Si además se tiene la suerte de oírlo recitar, y conocer así poemas inéditos en los que uno escucha cosas como “conozco bien el sótano del sótano del sótano” o "y tu adolescencia encendida en sus manos / como una sierra eléctrica", Manuel Pujante se convierte, decididamente, en alguien a quien seguir sí o sí. Ya en aquellos poemas del Creajoven desarrollaba Manuel Pujante uno de los temas que más se repiten en su poesía, el del dolor de vivir, en versos tan fulgurantes, por ejemplo, como “Al nacer / me dieron un azote / que aún me duele”, o en el breve e incontestable poema “Análisis morfológico”: Primera persona del singular del presente de indicativo del verbo ser: yo sangro. Ahora el autor vuelve a tal tema en los cinco poemas, de extensión algo mayor, de Los afluentes del frío, título que inaugura, además, una iniciativa editorial independiente y muy prometedora, ad minimum (entregas pequeñas en formato, que no en calidad: un pliego de original diseño e ilustrado, en esta ocasión por Violeta Palomo). Pero si en los tres poemas que comentábamos antes el narrador poemático hablaba desde una estricta soledad, desde esa sangrante primera persona, Manuel Pujante abre ahora esta plaquette con la segunda persona y escribe desde un nosotros del que no saldrán indemnes los protagonistas de los poemas, es decir ni quien habla ni quien escucha, ni por tanto el lector. Si en sus poemas de 2012 había un “cúmulo de miedos” que “pregunta mi nombre” y era “como si la conciencia fuera un niño apaleado y loco / que no recuerda su nombre”, ahora insiste el miedo todavía “acurrucado como un niño muerto de hipotermia”, con ese peculiar “cóctel suyo de fragilidad y contundencia” del que habla en el prólogo Ángel Paniagua. En el nosotros que maneja Manuel Pujante ha habido una experiencia de conocimiento, fracasada y que nos constituye: ![]() la subida habrá merecido el sudor cuando las sombras grises mojadas de miedo de las personas que fuimos antes de ascender juntos se mueran (tú y yo seremos aire) respirándonos. Manuel Pujante escribe ahora desde imágenes que pueden traer a la mente los lugares propios del Romanticismo, como esa ascensión hacia cumbres heladas del citado primer poema, o como el espacio de la noche que se visita en dos poemas - uno de ellos se desarrolla en la noche en un bosque, el otro en una noche llena de símbolos, como “la raíz del ciervo y su esquema oscuro”; es una noche que “llegará […] vestida con su nombre inmaculado y negro / a destrozarnos”-. Son, en fin, las “cicatrices en el cuerpo de un cadáver” o la lluvia en la ciudad “como una muerte lenta”, los espacios que recorre el narrador de estos poemas, más que viajero frente al mar de niebla, como quería Friedrich, devenido invierno mismo, porque como él mismo dice: Añoro la ubicación exacta de tus sombras, sus coordenadas. Soy el invierno y no me sirve cualquier otro calor para romper el silencio del agua en el espejo. “Falta ya muy poco para que me convenzas / de que no vale la pena / seguir mirando el cielo esta mañana”, afirma el protagonista de otro de estos poemas cuando la noche va llegando a su fin. La fuerza con que escribe un autor joven como Manuel Pujante nos convence a sus lectores de que, definitivamente, esa extraña revelación que se da en la palabra sucede aquí abajo, entre nosotros, con la mejor poesía. Y nos atañe y nos arrastra, porque nos dice. José Óscar López. Vigilia del Asesino (Celesta, Madrid, 2014) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR ![]() ¿Se puede escribir un canto épico sobre nuestra sociedad occidental contemporánea, postcapitalista, postindustrial, post-postmoderna? ¿Se puede crear un héroe que a lo largo de las noventa páginas del poemario, conduciendo a 250 por hora, escuchando a Primal Scream, va viendo todas las cosas que nos definen, sin entender nada, en un estado de fascinación esquizofrénica, como si sobre su parabrisas pasara en scroll toda la realidad que somos o fingimos ser? ¿Puede hacerse que este héroe épico sea un asesino, un viajero insomne, Caín, y todos nosotros cuando no podemos dormir? ¿Y, además, se puede poner al lector al filo de un acantilado con los pies sobre el ser de nuestra identidad y nuestra época y, al mismo tiempo, los ojos en el abismo donde desaparecerá y sobre el que ha sido creado? (Advertencia: no lo intenten en casa. Este poemario ha sido escrito por un especialista, José Óscar López, en circuito cerrado. Abróchense los cinturones, disfruten el viaje.) Vigilia del asesino, el último poemario de José Óscar López, es una aventura lírica monumental, arriesgada, excesiva y grandiosa. La contraportada define el libro como «letanía insomne, road movie en verso, largo poema épico y alucinado». De estas tres definiciones es la última, la relativa a la épica, la que más me interesa y en la que creo que reside la esencia y el valor de esta obra. Todo poema épico refleja, a través de su héroe, de su protagonista, los valores de su tiempo, su cultura, su sociedad. José Óscar López, se ha atrevido, nada menos, que a cantar el ser de nuestra época, de nuestra sociedad occidental postindustrial del siglo XXI. ¿Quién es el héroe, entonces, de esta epopeya postmoderna? Todo el libro se sostiene por una voz, por un yo que se va (des)dibujando de forma acelerada y esquizoide a lo largo de los versos. No es un personaje definido, estable. No tiene una personalidad, un trabajo, una nacionalidad, no tiene siquiera un nombre. Es una voz que viaja en coche, en avión, que se mueve a toda velocidad, que no duerme, que no deja de ver cosas. Es un visionario, en el sentido etimológico del término: ve, es atravesado, saturado, bombardeado y emborrachado por imágenes. Así empieza el poema I: Estuve en Singapur, ciudad de rascacielos futuristas / y ganchos carniceros. // Vi mis mascotas preferidas / colgar, en mis paseos. // Vi atardeceres radiactivos. // Y vi a los hombres caminando como zombis / hacia lugares más allá de donde yo podía ver, / con sus costumbres más allá / de toda comprensión. // Demasiado borracho / para sacar ninguna conclusión, / he regresado al dormitorio. // Aviones, dormitorios. Así conocemos a este héroe, así conocemos la esencia de nuestro habitar este mundo. Visionario que no deja de ver cosas y que no es capaz de entender ninguna, siempre toda imagen más allá de toda comprensión. Ebriedad y movimiento perpetuo, desaparición del pensamiento estructurado, de las conclusiones estables para entendernos como sociedad; presente continuo de la fascinación y la imagen sin historia, sin lenguaje: aquí, siempre en el hoy: un presente continuo (…) Viajo, vivo en el movimiento, / en mi flamante coche nuevo, un automóvil / mental. // Si me detengo, moriré. Este personaje-voz-conciencia que ha creado José Óscar. Este asesino insomne y viajero, es el héroe que, dentro de toda su extrañeza lírica, refleja las transformaciones más profundas que se han operado en nuestra identidad dentro de las sociedades capitalistas occidentales. En cierto modo, el héroe épico de esta obra, al menos una de sus máscaras, que son muchas, responde perfectamente (incluso en el uso imaginario del lenguaje) al análisis que César Rendueles hizo sobre esta cuestión en Sociofobia: La modernidad líquida es un entorno extremadamente hostil para quienes aspiran a desarrollar una identidad sólida, una subjetividad continua basada en una narrativa teleológica. El triunfador del turbocapitalismo es profundamente adaptativo: tiene distintos yoes, diversas personalidades familiares, ideológicas o laborales. (…) se ha producido una transformación radical de la identidad personal, es decir, del modo en que nos entendemos a nosotros mismos. Se supone que ya no nos pensamos como un continuo coherente vinculado a un entorno físico y social más o menos permanente. Nos vemos como una concatenación incoherente de vivencias heterogéneas, relaciones sentimentales esporádicas, trabajos incongruentes, lugares de residencia cambiantes, valores en conflicto… El héroe no deja de mutar, de ver, de reflejarse para que nos veamos en él. Hago referencia al título del libro de Rendueles: Sociofobia. Y al único “oficio” conocido del héroe épico de este canto: asesino. Una característica esencial del personaje es la soledad, que tan bien define nuestra esencia (a)social hoy día: soledad, indiferencia, intercambiabilidad de las personas, las amantes, objetualización del otro, que es ignorado o consumido: Porque ya no soy nadie, me avergüenzo / de lo que fui, lo que seré, / de la falta de amor con la que desdeñé / ser alguien, ser cualquiera. // Al fin soy nadie, no te amo y destruiré / a aquellos que amenacen / mi sagrada carencia de emoción, / mi impasibilidad sangrienta y mística. Entonces, a la pregunta inicial, ¿quién es el héroe?, la respuesta ha sido ya dada, vía negativa. El héroe no es nadie, porque no es posible la identidad tradicional que nos define. Ser nadie o ser todos. La indiferencia como tesoro sagrado, aquel que permite seguir viajando, que no frena la velocidad del viaje y las visiones. Esa es nuestra épica, este es nuestro héroe: Porque he logrado ser todos, /cualquier hombre, con la llegada / de una sagrada indiferencia: // otra forma de amor, /más vasta y duradera ![]() Pero no solo hemos de preguntarnos por el héroe para entender y disfrutar de este glorioso canto épico. Otra cuestión fundamental es la espacial, histórica, nacional. Es decir, la épica nace siempre ligada a un país, a una nación, generalmente a mayor gloria de la misma. Ya hemos visto que los primeros versos sitúan al héroe en Singapur; pero dos versos después está en Bangkok; diez versos más tarde, en Australia; en otro poema encontramos una ambientación plenamente norteamericana, propia del cine negro, atraído al poema por el tema del asesino; también hay un poema dedicado a La Manga; y veremos bloques de edificios, ciudades sin nombre, muchas ciudades, centros comerciales, muchos centros comerciales, a veces, épicamente convertidos en titanes, en verdaderos dioses en los que reposa lo más sagrado de nuestra civilización (Soñé con un titán y era un sueño magnífico, / su cuerpo era diez centros comerciales: / tendido sobre un vasto páramo, dormía.). Tenemos, en definitiva, una paradoja respecto a la épica, cuya explicación nos ofrece también otra clave de ese ser de nuestra realidad que José Óscar revela a la perfección. Si no hay identidad, tampoco hay Nación, ni hay Estado. Las nacionalidades ya no significan nada, como no lo hace la Historia ni los héroes a ellas asociadas, que contribuyeron a su forja. El viaje de un ser fantasmal e indiferente no acepta un país al que pertenecer, más allá de su propia mirada transparente. Nuestro mundo globalizado aparece en estos versos poetizado de una manera entre indiferente, fascinada, apocalíptica y visionaria. El no-lugar es la nación del asesino. La Manga del Mar Menor, Venecia del futuro. El centro comercial. Sitios de paso, en los que no se reside, rodeados por el mar, acechados por el mar, edificios abandonados por la crisis, también fantasmales, deshabitados, sin alma o sin identidad como el héroe. José Daniel Espejo escribía hace poco un artículo, en el que citaba el libro de relatos de José Óscar López, Los monos insomnes, como otro ejemplo más de la descentralización de las ficciones contemporáneas que abandonan los escenarios centralizados, las grandes capitales, para ubicarse en la periferia: En algún sentido, somos como Atila, donde pisamos, lo que brota es el no-lugar. El escenario intercambiable. El sitio sin atributos. Así es también el espacio que recorre nuestro héroe: hecho de grandes periferias geográficas como el sudeste asiático o de pequeñas y cotidianas periferias urbanas: La Manga, las urbanizaciones abandonadas a las afueras de las ciudades, las promociones en ruinas sin venderse… Un héroe sin identidad recorre un espacio sin nombre, al que uno no puede vincularse, un no-lugar, un centro comercial, una autopista. El sitio sin atributos. Es inevitable comparar, en este, y en otros muchos sentidos, la épica de Vigila del asesino con ese otro canto épico de la poesía moderna como es el Canto a mí mismo de Walt Whitman. No solo arroja luz sobre el género de una épica lírica, no narrativa, que cultiva aquí José Óscar López, sino que nos hace comprender, por oposición, el mundo épico de este libro. Es un viaje no tan largo en el tiempo, pero sí en el ser de una y otra época. En Canto a mí mismo tenemos una épica basada en la afirmación de identidad, en el amor casi místico a la naturaleza, al trabajo, y al hermano trabajador. Tenemos, en definitiva, un yo, un héroe que se define desde el amor, el socialismo o la solidaridad, la ecología, la fraternidad y, por supuesto, la nación, América. Ciento cincuenta años después tenemos a este héroe que también se canta a sí mismo, pero lo hace desde la ausencia de identidad, desde la indiferencia, desde la ciudad intercambiable, el centro comercial. ¿Qué ha pasado en este intervalo para que pueda escribirse hoy una épica como la de Vigilia del asesino? No será nuestro héroe, desde luego, quien responda a esa pregunta: demasiadas visiones, demasiada velocidad y demasiado presente se lo impedirán. Es esta que canta José Óscar López una sociedad líquida, como definió Bauman a las sociedades occidentales capitalistas en las que el Estado desaparece ante el Capital y la Multinacional triunfa sobre la nación y el individuo debe ser adaptable, rápido, indiferente y sin arraigos éticos, políticos, afectivos. Una sociedad de sujetos líquidos y de objetos plásticos: Mi pensamiento es líquido, / dibuja círculos, /evita los pantanos. Pienso en bolsas de plástico. / Recuerdo a mis amantes Pienso en el plástico y mi fácil convivencia / con su entidad flexible Porque amo el plástico, el vinilo, / la vida que reside, con su complejidad, /brillante e inservible, en ese tiempo opaco / que brilla cuando quiere el usuario. ![]() Una sociedad en que la velocidad, el movimiento y el cambio, la indefinición de la identidad, privilegian la juventud como el ser supremo del sujeto-usuario-consumidor. La juventud como única identidad significativa en el escaparate del centro comercial, como decía Debord, en su Sociedad del espectáculo. La juventud manda y tiraniza nuestra manera de vernos: madurar es petrificarse en una identidad, un trabajo, una pareja, una vivienda. Hay que ser joven, es decir, líquido, ligero, rápido, cambiante, con movilidad laboral y sentimental total: Borrachos de nosotros mismos, / de nuestra juventud; / sumidos en visiones camino del lavabo, / en visiones magníficas / donde somos nosotros los primeros / en arder. Envejecer es el gran pecado, lo que te convierte en ridículo, en fuera de lugar. No hay viejos en los centros comerciales. Son una extrañeza, una incongruencia: Envejezco, eso es todo, y los colores y las luces / de burgers y avenidas, de ferias y de centros comerciales / se ríen cuando paso, me señalan y dicen: / Míralo, / es otro idiota más, y como todos /envejece. Pero hay mucho más que sociología en Vigilia del asesino. Todo lo anterior sirve para entender solamente una parte de este enorme poemario. Esa voz épico-lírica que nos lleva en su ritmo frenético y alucinado no es un solo un retrato del ser de nuestro tiempo y nuestra civilización. José Óscar también se atreve, como todo gran poeta, a seguir bajando, a poner todo ese aparato sociológico frente al negro espejo de lo que no es, de lo que puede ser, de ese enorme abismo del que entran y salen las civilizaciones, las formas de ser y entender la realidad, las palabras. Como ocurre en La Manga, en Bangkok, en Singapur, hay una precaria solidez (urbanística, identitaria, periférica) que tiene que lidiar con El Gran Líquido. No ya ese pensamiento líquido que nos define ahora mismo, sino el Mar entrando en las ciudades: ciudades de canales, como Bangkok; ciudades ganadas al mar con toneladas de dinero imaginario y arena real, como Singapur; ciudades que perecerán anegadas por el Mediterráneo como La Manga, Venecia del futuro. El Mar, la Oscuridad. Siempre bordea el héroe esos dos abismos. Sus débiles, indiferentes y fragmentarias afirmaciones identitarias bordean un espacio del no-ser que parece (deseablemente) inevitable en la poesía desde, al menos, Mallarmé. Así, el héroe se debate entre esa disyuntiva que Heidegger explicó con su hoy detestada jerga. Decía el filósofo que la esencia de nuestra civilización técnica y tecnológica se basaba en varios elementos, algunos de ellos muy presentes en esta odisea criminal en la que nos embarca José Óscar López. (Atención filósofos, a continuación encontrarán mutiladores, jiferos y groseros resúmenes/simplificaciones de Heidegger a los que me veo obligado por cuestiones de espacio). Uno de ellos era que, según el alemán, habíamos confundido el ser con el ente, por medio de un olvido del ser (es decir, el olvido del origen misterioso que reside en cada manifestación de la realidad tal y como la conocemos y que reside en la capacidad del lenguaje de significar todo). De esta manera, la esencia de la sociedad industrial y de cumplimiento total de la metafísica, era la ausencia de misterio, la transparencia absoluta en nuestra manera de conocer-confundir las cosas con el ser de las cosas. Nuestro héroe se mueve entre el olvido y el no-olvido de ese ser. Como buen héroe épico que representa su sociedad, puede afirmar cosas como la siguiente: Asumo esta total ausencia de misterio / en mi interior —soy transparente como un cielo /rabioso y líquido, dispuesto a derrumbarse. Además, esa comprensión de la realidad en la que estamos inmersos por nuestro lenguaje, llevaba también a una negación de la otredad del objeto, a considerar el ser de las cosas como el uso que hacemos de ellas, negando así todo misterio y reduciendo la otredad de los objetos al dominio aplastante, negador, asesino, del sujeto-usuario. Nuestro héroe también cumple con esa definición del ser de nuestra época heideggeriano: mundo de objetos de plástico, mundo de sujetos-usuarios, canto épico en el que el héroe es un asesino (Recordemos cómo Baudrillard llamó a este proceso de dominación y anulación del misterio y otredad de las cosas a través del sujeto-usuario: El crimen perfecto) que niega toda otredad, que la consume, la usa. Incluso la Gran Otredad, la muerte, es una incongruencia para un sujeto que lo domina todo y no acepta nada fuera de sí mismo, de su voluntad y su poder sobre el mundo. José Óscar hace que el héroe torne la velocidad de su viaje en suicidio, en decisión de dominar también la muerte, negar el poder de esa otredad máxima que es la muerte a través del suicidio: Acelero despacio pero firme, / furioso, muy seguro / de mi propia teoría, / la relativa condición / de mi ley, más allá / de los doscientos veinte / kilómetros por hora. // Atrás quedan los días y las horas / -minuto tras minuto, segundo tras segundo-/ en que la muerte conspiraba lenta / contra mí, sin contar conmigo, ajena / a la furiosa voluntad con la que piso / el acelerador. ![]() Pero como poeta (y era en la poesía donde, según Heidegger, ese olvido no sucedía, de ahí su predilección por el lenguaje poético), como voz que se mueve en un no-espacio poético, las imágenes de la Oscuridad, de la posibilidad infinita, aparecen también una y otra vez negando la estabilidad de esta manera de ser. Se asoma nuestro héroe con frecuencia a ese espacio misterioso y límite total del hombre, en el cual se quiere una comprensión de las cosas sin sujeto, sin subjetividad, manteniéndose en el paradójico e inhóspito lugar (el bosque del poema III) donde no se da ese olvido del ser: Mi cuerpo es una casa y no me pertenece. / Un hogar transitorio / para citarnos con la noche / tú y yo / de forma duradera. // Hoguera de la mente, estoy quemando mis recuerdos / y vivo en esa luz que produce la combustión / de mis recuerdos. Es un fuego / que nunca va a agotarse. En ese espacio místico de oscuridad, sombra y bosque, donde la luz lo llama y es él al mismo tiempo, la sombra aparece como primigenia; el no ser aparece como origen del ser: Sólo sé que la sombra / es dueña de la sombra y de la luz. Pero la conclusión es la imposibilidad de la conciencia de objetivarse. El sujeto ha de ser luz, conciencia que ilumina el mundo, pero no puede conocerse a sí mismo como sujeto: esa es la paradoja de la luz y del ángel. La luz que lo llama pero que no puede conocer porque la luz es él mismo, es el reflejo que él emite, el sujeto ilumina toda la realidad con su luz, pero no puede conocer el origen de esa luz porque siempre ha sido ya: No puedo ver la luz, y me limito / a ser la luz / servil que te ilumina. // Tu luz. Al final del libro, al final del insomnio, el tema del Apocalipsis va dominando el tono épico. La desaparición de La Manga, engullida por el mar sin significado, el deseo de suicidio del héroe, todo va empujando a un deseo de escapar de la realidad que se nos ha dado a comprender y a habitar, un deseo de detener esa velocidad de los objetos y del sujeto que los mira y que no puede pararse, un deseo de dormir y hacer que cese el insomnio. Un deseo de Apocalipsis y de Resurrección; de aparición (desde la oscuridad y la destrucción sin nombre, natural, no plástica, misteriosa) de un una nueva realidad. Así, una de las últimas definiciones del yo, del héroe, se carga de esos significados oscuros que quieren escapar de todas las formas anteriores, de las formas plásticas y definidas. Las imágenes de misterio y final, de lo que hay detrás, del viento, de furia, de lo que no ha empezado todavía y, sobre todo, ese heideggeriano olvido del fin cuando termina todo nos lleva hacia esa interpretación liberadora: abrir la puerta, abrir la posibilidad de una nueva vida, un nuevo ser para las cosas, una Resurrección. Con estos versos, y con la recomendación entusiasta de la lectura de Vigilia del asesino, me gustaría terminar: Soy el viento que azota los paseos marítimos, / el monstruo que se agita en alta mar; / rehén en todas las ventanas abiertas al océano / porque soy furia, la marea que se eleva / en la consciencia trágica de un siglo / que acaba de empezar / cuando el siglo anterior aún no está saldado. / Soy la continuidad de un tiempo / que no ha empezado todavía, / el animal que sobrevive en todos los naufragios, / el olvido del fin cuando termina todo aquello / que ves a cada instante. // Soy tu sangre y también ese veneno / que devora tu sangre. // Soy tu padre, tu madre, tu hermano y tu asesino, / tu custodio. // Soy el fin de tus días y quien te abre la puerta, / quien te franquea los senderos de la resurrección. JOSÉ ÓSCAR LÓPEZ. Los monos insomnes. (Chiado, Salamanca, 2013) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO «Enfrentar la escritura de una historia como quien sube a un escenario a librar un combate contra su propia capacidad de combatir. Y que los golpes los reciba, en todo caso, el espectador» (p. 45). José Óscar López, ávido lector de tebeos, nos presenta desde la portada, con dos figuras recortadas en una viñeta, doce cuentos emparentados con el discurso del cómic inesperado, caótico, confuso, siempre rico en matices, que origina aquí una poética cercana, extremadamente sugerente e ingeniosa, que el lector deberá descubrir entre la cantidad ingente de reflexiones que se proponen (recibiendo, en algún caso, el golpe literal de la prosa). Porque, además, todas las historias se van concatenando suavemente al recuperar elementos de los relatos anteriores, que transmuta la obra en un todo integrado. Las historias se vertebran en términos de oposición: dos líneas paralelas que circulan autónomas por la narración acaban, sin embargo, chocando en un punto determinado («Análogos a los secretos mecanismos que rigen el fluir del universo: caos y orden, luces, sombras; amos y esclavos, atracción y repulsión se suceden por todo lo creado», p. 84). Esto produce en muchas ocasiones una explosión que desequilibra todo el relato, pero también un amplio abanico de perspectivas, un pluralismo fuertemente presente a lo largo de todo el libro («Una nueva canción se suma a la infinidad de canciones que suenan en la radio del coche de forma simultánea», p. 13). Un rango de posibilidades en el que siempre se encuentran presente dos elementos: la música, generalmente rock, ya sea en forma de canción o de modo de expresión («Ahora usted proyecta en mí una música que ya no sé bailar», p. 57), contiene, en cierto modo, el eco lejano del paso de la experiencia utópica propia de los sesenta hacia los oscuros años posteriores, con un punto significativo en The White Album (1968) de The Beatles; mientras que lo sexual, unido o no al discurso amoroso, se encuentra dentro de todos los personajes: intimidad, violencia, deseos inalcanzables, etc., todo se da cita aquí dentro de una imaginación contingente, valiente, que no respeta nada («Si no hecho a nuestra imagen y semejanza, hecho al menos a la medida de todo lo que nos atrevemos a imaginar», p. 10). Las moralejas, por otro lado, sin situarse al final, se destilan a lo largo de la historia para que sea el lector quien las descubra y destaque: «Aunque, se recordó con humildad, nunca se deja de vivir en la ignorancia» (p. 86), o «Los callejones sin salida de esta vida tan extraña, casi siempre» (p. 160), ya que, si hay algo que también queda claro, es el constante canto a la vida que se produce: «Leer, volar. La vida es demasiado breve como para alegar quietud, quedarse detenido en un lugar, una idea, un argumento» (p. 25), como también el humor constante en cada uno de los giros argumentales: «Son dos tipos de la condicional, los reconozco porque los vi algunas veces acompañando a algún amigo condenado a los límites del tiempo subjuntivo» (p. 63), ya que divertir es un gesto necesario hoy en día: entretener al lector dentro de un abismo profundo, a veces trágico, en ocasiones inesperado, siempre alegre, al final siempre hay una catarsis que no deja indiferente. Los protagonistas, a su vez, sufren una inversión: la naturaleza canta y los animales, que bailan, hablan, leen mentes y recitan a Platón, conforman una doble vía: por un lado, se erigen como un contrapunto en la historia, desestabilizándola por completo en un absoluto delirio (como las apariciones de Howard el Pato en los cómics Marvel); mientras que por otro se erigen como seres más sabios que los humanos («que ser humano no consiste más que en estas incesantes transformaciones. Estas metamorfosis. Una animalidad constante, que no cesa», p. 100), mientras que éstos se conforman como meras bestias presas de sus deseos más voraces. Todo se altera y tergiversa: ‘El club de la siesta’ se opone a El club de la lucha como una organización que experimenta el tiempo íntimo del cuerpo, aunque en esta sociedad envidiosa, pueda convertirse en objeto de conspiraciones; el actor porno John Holmes, inspirado en un personaje real, se muestra en su autopista hacia el cielo más puro de lo que podría aparecer (que inevitablemente recuerda a ‘El duro adiós’ (1991-1992), del Sin City de Frank Miller). Y las propias historias dialogan entre sí: la apuesta por la vida en ‘El universo es un jardín a nuestro paso’ con el ritual de fecundación descrito en voz baja, y ‘Los monos insomnes’, que juega con el concepto de trauma y obstáculo amoroso para dejar un travelling sangriento, sin miramientos, que produce, todo hay que reconocerlo, bastante mal cuerpo. ![]() Diálogos desconcertantes contenidos en ‘El mal, la brevedad’, un inteligente juego de metaficción (que recuerda a la última película de Hector Mann en El libro de las ilusiones de Paul Auster) sobre el propio proceso de escritura, constante, doloroso, obsesivo, que siempre es, desde la transmisión de las emociones, un fracaso continuado («Y esa decepción tornándose en desesperación, ya no con cada relectura obsesiva sino desde la maldita primera vez que empecé a pasar sus páginas», p. 24), desatado, desgarrador, pero necesario para la vida; y en la peculiar relación, considerablemente tóxica, en ‘El oso y la estrella’, donde pelean hasta el final el desprecio sadomasoquista con el amor platónico. Confrontaciones, en definitiva, por todos lados, como bien demuestra ‘Un sabio lee en las nubes’, donde el protagonista argumenta contra los ‘Oídos/Ojos/Lenguas del emperador’, que remite obligatoriamente a los agentes del Estado de la distópica sociedad descrita en V de Vendetta (1982-1983), de Alan Moore. Al final, todos los cuentos están relaciones por hilos imperceptibles, que, no obstante, dan cuenta de la vida, del fracaso, de la desesperación, pero también de la necesidad de pasarlo bien, de reír, de mirar hacia el cielo para buscar nuestra estrella: «un mapa donde uno pueda guiarse, y desplazarse dentro del propio mapa. Hágalo grande, gigantesco; porque se trata de perderse en él» (p. 47). Los animales, como reza el último cuento, se han silenciado: es tarea del lector descubrir la última razón en el panorama que ha delineado sutilmente Óscar López, que es de obligada visita: visiten y piérdanse, el viaje merece la pena. |
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