LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
CORMAC MCCARTHY. EL PASAJERO / STELLA MARIS (Literatura Random House, Barcelona, 2022) por ALEJANDRO SÁNCHEZ ROMERO Lo contrario al trabajo no es el entretenimiento sino la calma, la reflexión, la experiencia consciente frente a la extenuación mecánica; la exégesis de los acontecimientos vividos —directa o indirectamente— que nos permite armarnos para la elaboración del Dibujo —que bien puede ser un poema, un cuadro o una ecuación matemática...—, ese dibujo cuya finalidad será la de rescatar una mínima partícula del vasto océano al que van a parar sueños y recuerdos —vecinos pared con pared de lo que Jung convino en denominar «Inconsciente Colectivo»—, y que nos servirá para tirar puentes —dotar de cierta argamasa, esencia— a la sucesión constante y escurridiza de hechos disímiles que la sociedad ha convenido en denominar «Vida Real». No solo no tenemos idea de lo que pasará sino que ignoramos por completo el significado de lo sucedido. Nuestra situación, más que intermedia, es mareante. Fijado el culo a este infinito carrusel, ¿qué somos?, ¿heraldos de la divinidad o ridículas cabezas de turco? Cormac McCarthy, en el final de su Trilogía de la Frontera —páginas finales de Ciudades de la llanura—, escribió: «Los acontecimientos del mundo de vigilia [...] nos son impuestos y la narración es el eje insospechado a lo largo del cual se extienden. Nos compete a nosotros sopesar y clasificar y ordenar estos acontecimientos. Somos nosotros quienes los reunimos en la historia que es nosotros. Cada hombre es el bardo de su propia existencia». Por tanto, así como el mundo nos imagina es labor nuestra imaginarlo. Al igual que proyectar nuestro lugar en él. Convengamos entonces en este tiempo pautado —durante lo que dura la lectura de estas páginas— en vernos como algo más que seres sacrificables cuyo valor no es más que el de aplacar la sed de sangre de la tierra hostil que nos sustenta, pues estamos de celebración: ¡ha vuelto Cormac McCarthy después de dieciséis años! El pasajero y Stella Maris —un díptico, un doble espejo a imagen de Atala y René, de Chateaubriand— son sus dos nuevas novelas. Esto que van a ver ahora es solo un dibujo: mi dibujo de ellas. Cada uno tendrá el suyo —¡claro!—, por lo que disfruten y no me lo tengan demasiado en cuenta; nada cae en saco roto y todo es susceptible de arrastrarnos a las profundidades: «Lo que intenta la física es trazar un dibujo numérico del mundo [...] No se puede ilustrar lo desconocido. Signifique eso lo que signifique». 1) Son nueve pero ¿y el décimo pasajero? La acción de El pasajero comienza con su protagonista, Bobby Western, sumergiéndose de madrugada en las aguas del golfo de México, a la altura de la ruta Noventa camino de Pass Christian, Biloxi, Mobile —el adjetivo batipelágico es pronunciado—; suena el segundo concierto para violín de Mozart. El desconcierto campa entre los buzos de rescate; un avión de pasajeros se ha estrellado y se encuentra en lo profundo: «Los pasajeros en sus asientos respectivos, los cabellos flotando. La boca abierta, todos ellos, y en los ojos ni rastro de especulación». Ante tal concatenación de hechos extraños Bobby da en el clavo tras volver a la zodiac y quitarse la máscara: «Yo diría que ya estaban muertos cuando el avión se hundió». Lo que hasta entonces parecía una pena suspendida, aletargada y marcada por una desesperada pero queda fuga mundi --eremita procede del vocablo griego ἔρημος, que significa «desierto» o «del desierto»— se ve alterada; Bobby había conseguido ahogarla frecuentando esa clase de bares de la Estados Unidos profunda donde se rememora la guerra de Vietnam, se bebe Budweiser y se canta voz en grito ‘Can’t take my eyes off you’ de Frankie Valli, mientras se juega al billar; pero en una noche fantasmal —«A veces la ciudad parecía más oscura que Nínive»— dos hombres con placa aparecen en la puerta de su casa preguntándole por ese misterioso décimo pasajero; sospechan que Bobby, como uno de los buzos que participó en el rescate, pudo verse inmiscuido en la desaparición del cadáver o... ¿Acaso este pasajero estaba vivo y Bobby ayudó a llevarlo a la superficie?, ¿alguien lo avisó de que bajara en la parada correcta del autobús? Yo, personalmente, dudo que exista una parada correcta. Y menos aún que puedas elegirla. Llegado el momento siempre es ella la que te elige a ti. 2) Un trauma marcado por el número nueve. El consuetudinario hostigamiento al que se ve sometido a partir de ese momento por los hombres con placa comienza a agitar las aguas del trauma que asola su alma. Aunque llamar trauma a lo que sufre Bobby Western sería un eufemismo. Más acertado sería afirmar que vive por y para revisitar una y otra vez ese trauma, acunarlo, abrazarlo, zambullirse en él adoptando posturas de lo más peregrinas; las dos huellas negras en el extremo azul del trampolín. Ese trauma es la razón de que viva, aun si su cerebro está o no conectado a una cubeta de agua y sus sueños y recuerdos son fruto de impulsos electromagnéticos. Y qué más da, si ambos —y los de todos— reposan en el fondo de esa no cartografiable nada: «Se miró en el moteado espejo amarillento. El ligero alabeo del azogue convertía su rostro perfecto en un retrato prerrafaelita alargado y ligeramente torcido». Pero ¿qué tiene que ver todo esto con el número nueve? El maestro Fulcanelli, en su icónico El misterio de las catedrales, se preguntó: «¿Acaso nuestra alma no es la araña que teje nuestro propio cuerpo?», para luego más adelante añadir: «Lo mismo que el alma humana tiene sus pliegues secretos, así la catedral tiene sus pasadizos ocultos. Su conjunto, que se extiende bajo el suelo de la iglesia, constituye la cripta», y luego: «Sentada en un trono, lleva un cetro —símbolo de soberanía— en la mano izquierda, mientras sostiene dos libros con la derecha, uno cerrado (esoterismo) y el otro abierto (exoterismo). Entre sus rodillas y apoyada sobre su pecho, yérguese la escala de nueve peldaños --scala philosophorum—, jeroglífico de la paciencia que deben tener sus fieles en el curso de las nueve operaciones sucesivas de la labor hermética». Según diversas teorías matemáticas actuales englobadas en ese cajón de sastre que hemos convenido en denominar «Matemáticas Vorticiales», el número divino a través de lo que todo gira es el nueve; el nueve es el Todo y la Nada, y el tres —del cual es múltiplo— simboliza el espacio, y el seis —también múltiplo del tres— simboliza el tiempo; en palabras de Alicia Western a su psiquiatra —¡hermana de Bobby!—: «En un espejo las tres y las nueve intercambian posiciones, pero las seis y las doce no. Es una pregunta de niños, pero algunos adultos tienen problemas para entenderlo. Si lanzas un puñado de palitos al aire y les haces una foto habrá muchos más orientados hacia el plano horizontal que hacia el vertical». 3) El mito de Géminis. En un universo —¡el nuestro!— regido por los opuestos, el nueve, por tanto, simboliza la conjunción de estos: el nueve es el guión del espacio-tiempo y —cómo decirlo— Bobby está profundamente enamorado de su hermana Alicia. Y Alicia —¡faltaría más!— está profundamente enamorada de él: «Debería haber sido tu sendero de la sombra, la guardiana de esa casa que es el único lugar donde tu alma permanece a salvo». Vaya coniunctio oppositorum, ¿verdad?: «A veces soñaba con la primera vez que estuviéramos juntos. Todavía ahora. Quería que me veneran. Que entraran a mí como en una catedral». Pero ¿cuál es el significado esotérico de esta irrefrenable pulsión incestuosa? Veamos qué dice sobre Géminis Juan Eduardo Cirlot en su Diccionario de símbolos: «Por el carácter dinámico de todas las contradicciones (lo blanco tiende hacia lo negro, la noche quiere transformarse en día, el malo aspira a la bondad, la vida va hacia la muerte), el mundo fenoménico está constituido por un sistema de perpetuas inversiones, figurado por el reloj de arena que gira sobre sí mismo para poder mantener su movimiento interior gracias al paso de la arena por el agujerito central o “foco” de la inversion [...] Géminis es el lugar de inversión, el monte de la muerte y de la resurrección». 4) Oppenheimer A.K.A. el juez Holden. Alicia y Bobby son vástagos de uno de los más brillantes físicos de su generación, el cual trabajó mano a mano junto a Oppenheimer —estamos hablando del Proyecto Manhattan— para dar a luz la bomba atómica. Ergo, su padre no solo los parió a ellos: «La finalidad de toda familia en sus vidas y sus muertes es crear al traidor que borrará por fin su historia para siempre. ¿Algún comentario por ahí?». Hermanos bastardos de la Muerte —¡con mayúsculas!—, de esa terrible muerte atómica de centenares de miles de seres humanos cuyo dolor y sufrimiento —¡sus últimos estertores!— sirven de inagotable combustible para la llama de su amor, la misma que los atormenta e ilumina en la noche oscura: «En algunas calles había armazones quemados de tranvías. El cristal había saltado de sus marcos, derretido por el fuego, y encharcaba los ladrillos. Sentados sobre los muelles renegridos los esqueletos carbonizados de los pasajeros ahora sin ropa ni pelo y negras tiras de carne colgando de los huesos. [...] Llevaban su propia piel en brazos como si fuera la colada [...] los que veían no más afortunados que los ciegos». Las primeras palabras de Oppenheimer —inspiradas en el Bhagavad-Gita— cuando fue testigo del poder destructivo de la bomba fueron: «Ahora me he convertido en la muerte, el destructor de mundos». Pero no es la primera vez que McCarthy liga el destino de sus personajes al destructor de mundos. O a la energía atómica. Recordemos estas líneas de Meridiano de sangre en las que se narra cómo el juez Holden se une al grupo liderado por Glanton —por si quieren jugar a ser Oppenheimer en casa—: «Fue hacia el meridiano de aquel día cuando nos topamos con el juez subido a su roca [...] tenía al lado ese mismo rifle que usa ahora, todo engastado en plata alemana y el nombre que le había puesto incrustado en hilo de plata debajo de la quijera, en latín: “Et in Arcadia ego”», y luego: «Dos hombres habían desertado aquella noche y por tanto solo quedábamos doce y el juez trece», y luego: «Pero en esos dos días el juez lixivió el guano de la cueva con agua de arroyo y ceniza de leña y lo hizo precipitar y luego construyó un horno de arcilla donde quemó carbón; de día apagaba el fuego y al caer la noche lo volvía a encender», y luego: «Se levantó al vernos llegar y fue hasta los sauces y volvió con un par de alforjas y en una había como ocho libras de cristales puros de salitre y en la otra unas tres libras de buen carbón aliso», y luego: «La luna estaba tres cuartos llena y creciendo», y luego: «El juez [...] se sentó y empezó a descamar la roca con su cuchillo [...]. Era azufre vivo [...] Nos pusimos a rascar las rocas [...] y fue hasta un hueco en las rocas y derramó el carbón y el nitro y lo mezcló todo con la mano y luego echó encima el azufre», y luego: «El juez [...] se había sacado la picha y estaba meando sobre la mezcla, meando con aires de desquite, y entonces nos exhortó a que hiciéramos otro tanto [...] convirtiendo aquella masa en un asqueroso mazacote negro», y luego: «Entonces el juez cerró su cuaderno y cogió su camisa y la extendió sobre el hueco en la roca y nos dijo que le subiéramos la cosa aquella. Todos sacamos los cuchillos y nos pusimos a raspar y él nos previno de que no sacáramos chispas a aquellos pedernales. Los amontonamos encima de su camisa y él se puso a cortarla y desmenuzarla con su cuchillo», y luego: «El juez [...] siguió moliendo la masa y luego nos gritó a todos que llenásemos los cebadores y las cofias», y luego: «Todos los tiros fueron certeros, ni un solo error con aquella pólvora misteriosa». 5) Alicia en el país de los Sombrereros Locos. Y es que cómo no va a estar loca Alicia Western, si está enamorada de su hermano, es hija de un destructor de mundos, es una brillante matemática que con catorce ya estaba siendo promocionada a la universidad y es capaz de leerse cuatro o cinco libros al día... Pero ¿qué es la locura —parece reflexionar de manera consciente McCarthy— sino una especie de enteógeno que nos hace vibrar y conectar con la divinidad, localizar las costuras de la Creación, acceder al poder de la sinestesia, ver los huesos de nuestra mano con los ojos cerrados o curvar ligeramente el mástil de un violín para hacer de él una pieza única? ¿O no fue para volvernos locos que decidimos morder la manzana? ¿Disfrutó Cristo siendo crucificado? Alicia, epígono de ínclitos genios locos como Kurt Gödel o el mismísimo Wittgenstein, comparte con ellos no solo su capacidad asombrosa para desmenuzar las hebras de la realidad sino también sus monstruos —monstruo proviene del verbo latino monstrare—, sin importar peculiaridades, pues dichas peculiaridades responden al tipo y tamaño de nuestra grieta y son solo una ilusión, ya que el tronco es el mismo y las raíces profundas. En el caso de Alicia se trata del Chico Talidomida —la Talidomida fue un fármaco muy popular a finales de los sesenta que provocó una gran cantidad de abortos y todo tipo de aberrantes e inverosímiles malformaciones en los bebés que fueron a nacer; acá una muestra—, un engendro de menos de un metro de altura, aletas en lugar de manos y un cráneo repleto de cisuras y remaches como si después de haber sido deformado a base de martillazos alguien hubiera tratado de hacer un burdo apaño. A lo largo de sus apariciones el Chico Talidomida ejercerá de contrapeso de la malograda psique de Alicia Western alzándose como una especie de guardián psicopompo de la barrera —siempre una de cal y otra de arena— generando en el lector una sensación cercana al desprecio sin paliativos y a la infinita pena, como si de un feto recién abortado se tratase. En una de las cumbres de la(s) novela(s) el Chico Talidomida salta de la psique de Alicia para salir al paso de la huida laberíntica en la que se encuentra inmerso su hermano Bobby y decirle lo siguiente: «Hay muchos pecios por ahí. Muchos agarravergas. Pero no pueden pasarse la vida agarrados. Hay gente que piensa que sería estupendo descubrir la verdadera naturaleza de la oscuridad. La colmena de la oscuridad y la guarida de la misma. Se los ve por ahí con sus farolillos». 6) «Siempre hay un barco que arriba en la españolidad perdida». Ese fue el mensaje que le mandé a mi buen amigo y pintor Adrián Mena Paredes cuando llegué al momento en que Bobby Western decide culminar su singladura fantasmal en la isla de Formentera: «Siempre hay un barco que arriba en la españolidad perdida». Esta fue su respuesta: Una tela de siete metros de ancho por cuatro de alto cuyo nombre es Ismael o el soñador. Una vez más McCarthy retornando hacia su españolidad. 7) «We shall live again». Suenan las últimas notas de la canción ‘We shall live again’ del disco From dreams to dust de The Felice Brothers: This world is ours and all the stars / It’s like the icing on the cake of death / And the only word that rhymes is breath / We shall live again, y John Sheddan a la luz fantasma de un cine vacío le confiesa lo siguiente a Bobby Western: «Cuando la sustancia de algo es un asunto poco claro, la forma de este algo difícilmente puede reclamar más terreno. Toda realidad es pérdida y toda pérdida es eterna. No la hay de otra clase. Y esa realidad a la que interpelamos debe en primer lugar contenernos a nosotros. ¿Y qué somos nosotros? Diez por ciento biología y noventa por ciento rumor nocturno». We shall live again. 8) Scire, Potere, Audere, Tacere. McCarthy, con El pasajero y Stella Maris, culmina en la cúspide una carrera sin parangón, donde la literatura se ha visto ungida y redimida frente a una maquinaria que no ha cejado un segundo de arrastrarla y politizarla hasta el punto de convencer a la morralla cretinoide de la necesidad de antes de loar una novela —si acaso esta lo mereciera— averiguar con lupa inquisidora las intimidades del que la escribió —si votó al PSOE en el ochenta y dos, si está o no vacunado, si le gusta que le den por el culo...—; una maquinaria, decía, abyecta, censora y supeditada a lo material, es decir, corrupta y desalmada, donde periodicuchos sufragados por un Estado orwelliano se arrogan el derecho a decidir —«Tú sí, tú no»— y donde sus no menos vomitivos suplementos culturales —sufragados estos por la calderilla sobrante del bolsillo de funcionarios de toda la laya, los mismos que pretieren a diario el genocidio moral y cultural del que son parte fundamental pero no así su mensualidad, por la que, llegado el caso, serían capaces de asesinar— tratan de afianzar un mercadeo ad infinitum de favores y aplausos fatuos con que asegurarse el derecho de pernada. Aun no teniendo dinero para calcetines o pasta de dientes no se rebajó a conceder entrevistas —es cierto que luego alguna de repercusión llegaría, pero ya con el pescado vendido—; hasta que sus libros no fueron suficiente divisa, Cormac McCarthy no dio un paso al frente para decir: «He sido yo». Jung, Papini, Eliade o Cirlot clamaron durante toda su vida por un nuevo héroe solar. Hoy —con casi noventa años— podemos decir bien alto que el gran héroe solar de la literatura mundial es Cormac McCarthy. Lestrigones, cíclopes, el salvaje Poseidón... A todos ha vencido. Sus libros son una bofetada en la cara de esta narcisista sociedad, un ejemplo de que con humildad, trabajo, valentía y silencio se puede. Y tal vez sea esa la única manera. Para finalizar, veo a mis amigos realmente preocupados, temerosos del sentimiento de orfandad que habrá de atenazarnos cuando llegue la muerte del Escritor. A ellos van dirigidas estas últimas palabras: «Cormac McCarthy solo responde ante Dios, la Hispanidad y Gilgamesh, así que no os preocupéis, sea lo que sea lo que haya al otro lado, volverá para contárnoslo». 9) Cójame la mano.
I will be your child to hold And you be me when I am old The word grows cold The heathen rage The story’s told Turn the page.
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CRISTINA RIVERA GARZA. EL INVENCIBLE VERANO DE LILIANA (Literatura Random House, Barcelona, 2021) por JIMENA GONZÁLEZ LEBRERO «Mujeres siempre a punto de morir. Mujeres muriendo y, sin embargo, vivas. [...] Somos otras y somos las mismas de siempre. Mujeres en busca de justicia. Mujeres exhaustas, y juntas. Hartas ya, pero con la paciencia que sólo marcan los siglos. Ya para siempre enrabiadas».
«En México se cometen diez femicidios cada día»; en la Argentina, uno cada 28 horas. El término femicidio se homologó recién el 14 de junio de 2012; antes la violencia de género (una de las violaciones de los derechos humanos más tolerada en el mundo) que terminaba en asesinato se consideraba un crimen pasional como consecuencia generalmente de algún comportamiento llamado inapropiado por parte de la mujer: ropa demasiado sugerente, padres descuidados, malas decisiones, falta de fortaleza y decisión para abandonar al agresor. La bien conocida frase, algo habrá hecho. La madrugada del 16 de julio de 1990, Liliana Rivera Garza fue víctima de femicidio. Su ex novio, Ángel González Ramos, la asfixió con una almohada. Liliana tenía 20 años. El femicida sigue libre e impune. Liliana, libriana con ascendente en capricornio, era una chica especial. Estudiaba arquitectura en la UAM (Universidad Autónoma Metropolitana) y vivía en la colonia Pasteros en Ciudad de México. Según sus amigos, era nerd, simpática, amiguera y protectora de ellos, inteligente y fuerte; era curiosa y enfrentaba todo sin quejarse. Leía el diario de izquierda todos los días, era honesta, no usaba maquillaje y elegía ropa suelta y siempre llevaba unos lentes redonditos muy al estilo John Lennon. Le gustaba ir al cine y reía mucho. Liliana era luminosa y luchaba por ser libre. Ángel González Ramos, dos años mayor que ella y su novio durante la secundaria, decidió que dejara de existir y terminar con ella. «Mi privacidad está siendo bombardeada, mi individualidad. Me siento vigilada, observada. La soledad que me protegía sufre resquebrajos, esa capa que tanto cuidé está siendo agujereada». A 30 años de su muerte y con el caso todavía sin resolver, Cristina Rivera Garza decide solicitar el expediente de su hermana menor y abrir por primera vez las cajas con las pertenencias de Lili que siempre «estuvieron ahí, a la vista, pero no al alcance». Allí encontró cuadernos con anotaciones personales, cartas a sus amigas que nunca envió, poemas, casetes, agendas, citas de diferentes autores... Allí encontró la vida de su hermana, una joven que hablaba del amor y de la libertad. Gracias a sus notas y cartas, la autora pudo entrar en lo más íntimo de los últimos años de vida de su hermana y, especialmente, reconstruir los últimos seis meses. Ángel está ahí presente, desde 1984. Las risas y la diversión devenidas en enojo y en hartazgo; los engaños, el maltrato, la luna de miel con sus bombones y flores e idas al cine. En los diarios de Liliana se puede ver que «hay una forma de querer que le choca, de la que huye, y ante la que se resiste». ¿Cómo nadie se dio cuenta del peligro mortal que la acechaba? El tema es, «¿estaba capacitada una chica de dieciséis años para reconocer las señas tempranas del depredador?». No. Menos sin el lenguaje para poder identificar esas señales de peligro inminente. Es lo que la escritora llama «una ceguera social». Lili lo intentó todo; tener un círculo de amigos que la contenga, enamorarse de otros chicos de forma libre, dedicarse con pasión a la arquitectura y prepararse para la vida. Y ese último verano, ese de 1990, Liliana había decidido que sería invencible; se iría a Inglaterra a estudiar y dejaría atrás de una vez por todas lo que tanto daño le hacía: el enojo, la envidia, la bronca «que se expresaba en celos, golpes, acoso constante, amenazas de suicidio y (...) amenazas contra otros seres queridos». Sin embargo, «su contexto la maniataba» porque un comportamiento así es natural en una sociedad machista y patriarcal, y entonces «las mandíbulas poderosas del machismo» no la dejaron. Treinta años después puede Cristina Rivera Garza enfrentar el hecho más doloroso de su vida y pedir justicia. Leerá todo lo que Lili escribió y entrevistará a amigos, vecinos, familiares para no solo tratar de entender qué fue lo que pasó y por qué nadie pudo prever su asesinato, sino también para que se sepa. Si no hablamos, si no luchamos, no hay justicia y no hay cambio. La única diferencia entre Cristina y su hermana, entre Lili y yo, y vos, es que Lili se cruzó con un asesino. NO ES CULPA NUESTRA. NO TIENE QUE VER CON CÓMO NOS VESTIMOS, NI SI ANDAMOS SOLAS. NO DEPENDE DE QUE NOS SEPAMOS DEFENDER. ES ODIO DE GÉNERO. «Al patriarcado lo vamos a tirar». Leamos sobre Lili, en el nombre de todas. Aunque nos rompa el corazón. FERNANDA MELCHOR. PÁRADAIS (Random House, Barcelona, 2021) por JAVIER PÉREZ La novela de Fernanda Melchor expone con intensidad la violenta frustración de dos jóvenes insatisfechos, pero elude tras su narración los crímenes perpetrados por la impunidad lograda desde las estancias de poder. El narrador corre por la conciencia del protagonista, que enlaza pensamientos de inconformidad con su infortunio. Esa cadencia, sin muchas pausas e hilvanada con rapidez, infunde nihilismo e indolencia. A la resuelta dinámica de una historia inquietante se une la jerga local, que dota de fuerza y autenticidad al relato. Este toma un tono coloquial convincente y consigue la risa con alguna irreverencia. Con todo, la historia de insatisfacción de los deseos de los personajes y el conflicto entre ellos rehuye la violencia estructural que tiene sus causas en las mismas instituciones del Estado mejicano. El argumento se reduce a la miserable vida del joven Polo, quien, hundido en un pobre y humillante destino, interviene en un crimen fatal. El muchacho adolescente, jardinero explotado al servicio de una ciudadela lujosa de Veracruz (Sur de México), busca evadirse de su mala fortuna. Desea escapar de Progreso, barriada pobre donde vive y sufre: la constante reprimenda de su madre; la falta de su abuelo fallecido; el cambio de carácter de su primo tras salvar el pellejo en una banda; o la amenaza que supone su prima embarazada, quien puede atribuirle la paternidad. Las aspiraciones de escapar del joven se centran en alcanzar una oportunidad para entrar en una banda de narcotraficantes. Mientras pasan sus días hastiado por su fracaso, evade sus miedos y situación a base de tabaco y aguardiente de caña en compañía de un vecino de la residencia, Franco. “El gordo”, como le llama Polo, es un niño consentido por sus abuelos que invita a fumar y a beber al protagonista. Este, de clase inferior, se presta a escuchar las obsesiones de “el gordo”, que se masturba y fantasea con la vecina hasta desear violarla. Los conflictos y deseos de ambos jóvenes resultan indignos y obscenos. De ellos subyace el envilecimiento de la sociedad y la corrupción moral de los herederos de tanta violencia; una realidad extrapolable, probablemente, a otras latitudes latinoamericanas. La verdad poética y emocional, es decir, la verdad condesada en su forma e historia, se reduce al lenguaje coloquial lleno de desprecios y a los turbadores horizontes de ambos adolescentes. Ahora bien, las soluciones violentas que los personajes encuentran para resolver sus dilemas no desentrañan las causas estructurales de esa realidad extremamente violenta. A veces, en ficción importa más cómo se organiza un todo coherente que el qué se cuenta. Ahora bien, cuando una ficción es verosímil las reglas de la historia están construidas de acuerdo al mundo real objetivo. Toda ficción puede ofrecer claves que desentrañen parte del espíritu del ser humano y, si cuenta con ese componente de verosimilitud, sus representaciones del mundo real, presumiblemente, apuntan a revelar una problemática de lo social. En Páradais no se ve mucho de lo que hay debajo, pese a que una de las pretensiones de la escritora sea mostrar las causas estructurales de la violencia (1). Si el tema principal es la violencia, la violencia contra la mujer y el desprecio por la vida, en definitiva, la violencia en general tomada como respuesta a la carencia afectiva y la disconformidad personal, la novela olvida las causas de esa violencia estructural que reina en México por décadas y se prolonga por la impunidad. El deseo de ambos protagonistas sí trasluce un punto esencial de su conciencia, que no es otro que dominar por medio de la fuerza, la coacción o el abuso, lo que ellos justifican conforme a sus esperanzas. Tal ánimo refleja la perversión de parte de una generación que ha depravado las costumbres siguiendo el modelo de poder. Seguramente esa conciencia inspire multitud de crímenes, pero los crímenes de la novela son inducidos con un punto de irreflexión a sabiendas de que no gozarán de impunidad. En cambio, los crímenes de poder que se viven a diario en decenas de ciudades mexicanas tienen su móvil en la misma impunidad. Los crímenes impunes son fundamentalmente concebidos desde una condición social que los protege, porque los culpables, desde su atalaya de poder, ejercen una violencia que ellos mismos se encargan en indultar. No habrá impunidad para esos muchachos depravados, a diferencia de lo que pasa con la minoría responsable de la violencia en el día a día en decenas de ciudades de México, pues tanto poder acumulan que son intocables. Sucede así con el narcotráfico, que ejerce ese poder de facto porque lo tiene y se organiza con otros poderes igualmente responsables. El término ‘crimen organizado’ se emplea con cierto disimulo, lo que tal vez oculte quién compra o vende la impunidad. Solo quien paga cuenta con la licencia para matar sin penalidad, o para elaborar coartadas de gran difusión. El amparo nace de las instituciones estatales: las policiales, judiciales, políticas... En connivencia con medios de comunicación. Otro libro, El minotauro en Alcasser. Crimen sádico, voluntad de poder y feminismo de Estado de Antonio Hidalgo, trata esa violencia estructural, los crímenes con sadismo y contra la mujer. En su primer acto, escena novena, “La ciudad de los Horrores”, expone la sistemática relación entre una minoría que comete los horribles crímenes y el aparato de Estado encargado en encubrir a sus responsables y fabricar falsos culpables. Para mayor vergüenza, las víctimas sirven a los intereses estratégicos del Estado que pide aumentar la cuenta de policías, jueces y políticos. En la ficción de Páradais esos muchachos son los victimarios por una conciencia extremadamente violenta y una falta de educación en valores. En la realidad esos crímenes son castigados por las autoridades. En cambio, los crímenes seriales con señas de sadismo quedan impunes precisamente porque el Estado está implicado. La novela de Fernanda Melchor emociona con su poética, pero omite las causas de la violencia sádica y sistemática. |
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