LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
JOSÉ BOCANEGRA. ZIHUATANEJO (La Marca Negra, Murcia, 2022) por FRAN BÉJAR ZIHUATANEJO Y LAS PERSONAS DEL VERBO Existe una forma de leer novelas particularmente empobrecedora: la indagación biográfica. ¿Está inspirada esta novela en la vida del autor?, pregunta siempre el cotilla que todos llevamos dentro. Pero si alguien ha decidido escribir una novela, y no una autobiografía, es precisamente para escapar del cotilleo, es decir, de todo lo anecdótico que puede haber en un relato para quedarse con lo esencial.
El arte no es una representación de la realidad. Una novela no se escribe para reproducir la realidad. Para eso ¡ya está la realidad, ante la que cualquier reflejo palidece! ¿Qué sentido tendría? Una novela es un artefacto que se escribe para ver más y mejor. No es un espejo sino una lente. Dicho todo eso, podría parecer que las novelas de Pepe Bocanegra parecen escritas para socavar este principio fundamental de la estética. Él mismo en la solapa de Vacas sostiene que: «su literatura surge de la observación y la escucha, por lo que a menudo se define como un simple descriptor o transcriptor». En efecto, la prosa de Bocanegra se instala en esa tradición literaria que se propone la tarea de describir las cosas de forma clara y directa. Busca el lenguaje más transparente posible. Pero lo hace no para convertirse en un fiel reflejo de la realidad sino, muy al contrario, para pulir al máximo su lente. Un lenguaje lo más afinado posible que busca hacernos ver lo que antes de su lectura no se veía. En Zihuatanejo, además, Bocanegra pone en juego ese afinado uso del lenguaje al servicio de un sugestivo recurso formal; la narración usa indistintamente la primera, la segunda y la tercera persona. Sobre ese baile entre las personas del verbo, la narración ya no se limita a describir experiencias exteriores, como hacía en su primera novela (Corralejo, 2015), ni interiores, como en su segunda novela (Vacas, 2020). Aquí Bocanegra da un paso más; incluye al lector en la lógica de un nosotros, y nos ofrece el tratamiento de unos personajes mucho más complejos, más comprehensivos, más generosos y llenos de matices y aristas. Como toda propuesta estética, Zihuatanejo es también una propuesta ética. El baile entre las personas del verbo nos sugiere en cada frase que el yo necesita siempre tomar distancia autorreflexiva respecto a sí mismo, con un él; nos susurra al oído que debe completarse con el otro, en este caso con la otra, con un tú; y nos muestra así cómo la única forma de vivir realmente algo es integrar la experiencia de los demás en un nosotros. Por eso creo que Zihuatanejo es una novela de amor. No una novela de amor romántico, que no lo es en absoluto. Es una novela de amor a las relaciones de pareja, con lo jodidas que pueden llegar a ser. Es una novela de amor a los demás, con todo lo que nos dan y lo que nos quitan. Es una novela de amor a la vida, con lo extraña y maravillosa e imposible que a menudo resulta. Zihuatanejo es, en definitiva, una novela de amor fati. Así reseñada, la última novela de José Bocanegra puede parecer un experimento literario denso e impenetrable. Nada más lejos de la realidad. Si Zihuatanejo es una buena novela es, entre otras cosas, porque hace todo eso sin que se vea. El relato fluye como el agua transparente de un río que nos permite ver el fondo, las páginas vuelan, la acción conmueve y los personajes acaban formando al final de la narración parte de tu propio paisaje sentimental. Verbigracia: En un momento de la novela, el protagonista está haciendo surf, y nos dice: «Cómo se podría explicar con palabras la sensación que se experimenta cuando el océano te levanta por encima de la superficie sin ninguna delicadeza, con potencia, espuma y ruido, y de repente te mueves con él y durante unos segundos que se expanden hacia la eternidad, hacia la plenitud, sientes su descomunal fuerza como si fuera propia». Algo así creo yo que es la literatura. Decir con palabras lo que no se podía decir con palabras. Eso es lo que consigue Bocanegra en Zihuatanejo. Por eso he disfrutado y he aprendido tanto con su lectura. Y por todo esto la recomiendo.
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GINÉS ANIORTE. EL BARCO DE TESEO (Renacimiento, Sevilla, 2022) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES La vida está llena de momentos intrascendentes, de trivialidades que inundan todo de manera tal que no tenemos más remedio que intentar obviarlas para ser capaces de construir la historia basándonos en los hitos constituyentes de nuestra cronología. Y esos hitos nos llenan de acontecimientos que algunas veces son felices, pero que en su mayoría nos han marcado, nos han llenado de heridas que no son solo las que el tiempo pone en nuestro camino y nos arrollan, sino también las formas de enfrentarlas, deconstruirlas o contarlas. Contar su historia cambia a quien la cuenta, y nuestra identidad estará inevitablemente unida a la manera de contar, de poner nombres a las cosas para darles existencia, pero también a los cambios que practicamos en nuestras emociones al ser recordadas, reconstruidas, revividas. «Cada uno padece de su propio lado de la vereda y entiende el mundo de acuerdo a lo que se llega a ver por entre los visillos de su ventana» (Federico Falco). Vemos las cosas a través de una ventana, le ponemos visillos o no, nos pegamos a ella o nos alejamos, pero lo que es inevitable es que todo nos cambie, incluso las trivialidades que, por repetidas, crean un entorno de calidez que lo envuelve todo. El distanciamiento de los acontecimientos genera la verdad, la que resulta de sustituir unas piezas por otras, la que sustituye lo que fue real por una nueva realidad, lo que nos hace avanzar en el tiempo y en la sinceridad. Son diez años los que llevaba Ginés Aniorte sin escribir poesía, no solo sin publicar, sino sin escribir. Sí ha escrito y publicado narrativa, novela, pero es ahora cuando edita Renacimiento El barco de Teseo, que coincide en momento y editorial con Angelina, un enfrentamiento epistolar con el dolor y el trauma que marcaron la juventud y la vida de Ginés tras la enfermedad y muerte de su hermana mayor. Cuarenta años han sido necesarios para poder poner por escrito el acontecimiento que marcó su vida. Pero la brillante vuelta a la poesía que es este barco se enfrenta también con dos cosas: la primera es obvia, y es precisamente la poesía y su necesidad o su porqué, que queda clara en la lectura del libro, pero también, de manera irónica, en el poema ‘A modo de prólogo’, que abre el poemario y que se burla de la vanidad inherente a los artistas y que nos da en su final la esperanza de que este retorno no sea puntual. Tal vez lo esencial de abandonar la actividad poética no está lejana a nadie que se dedique al arte, donde hay una entrega que no es correspondida, y que en ocasiones es superior a lo que nos podemos permitir. Pero también están los retornos, y la cita de Lucrecio tras el prólogo: «Entonces, por fin, las palabras sinceras salen del corazón, cae la cáscara y queda el hombre», dan explicación a la necesidad de la poesía. Lo segundo es la forma de construirse en el tiempo. La edad nos acompaña inexorablemente, pero Ginés Aniorte no ha escrito un libro crepuscular, porque no toca, pero sobre todo porque lo que más desea es un autorreconocimiento íntimo, y abierto a todos, de todo lo que fue recogido en el camino, ese río, y aquello que también hemos ido dejando en los demás, pero sobre todo en nosotros mismos. La cita de Montaigne que inicia el libro nos da la línea en la cual debemos leer el libro, no como un repaso por la memoria de lo que fue la vida, la familia, los traumas, sino cómo resurgir con ellos, superando lo superable, conviviendo con todo lo demás: «Puesto que el espíritu tiene el privilegio de escapar de la vejez, le aconsejo con todas mis fuerzas que verdee, que florezca mientras pueda, como el muérdago en un árbol seco». La paradoja filosófica clásica del barco de Teseo plantea la duda de si después de cambiar todas las piezas de la embarcación, después de los viajes y las reparaciones necesarias, o del paso del tiempo mientras se conservó en el puerto (siglos, según el mito), sigue siendo el mismo barco o ya no. Es una paradoja y como tal no nos da más que una oportunidad de reflexión que puede ampliar el campo a niveles insospechados. Ginés Aniorte no necesita ahora pensar en si somos después del paso de la vida y sus acciones los mismos u otros. Él lo tiene claro: es el poema ‘El barco de Teseo’, el que da título al libro, el que nos explica con contundencia su resolución de la paradoja filosófica, que es vital: «Soy la suma de todas mis acciones» y también «a los míos y a otros debo yo / al menos la mitad de cuanto tengo. / ... / Porque soy sobre todo la memoria / que maneja los hilos del presente». Es decir, que no resuelve la paradoja clásica, pero da solución a su propia personificación en ese barco, que contiene heridas cosidas, traumas, vergüenzas y sombras que nos hacen distintos de cómo seríamos de no haberlas vivido, pero que se recomponen en esperanza en este cuerpo. Y la tesis que tantos compartimos: somos memoria, seguimos mirando en ella y con ella todo se altera y vuelve realidad. Empieza el libro con el ya citado prólogo y con un brindis a modo de invocación a las musas. Canta, oh musa, aunque me hayas abandonado un tiempo: «Ha vuelto la poesía con sus lutos / y su sombra me auxilia y me redime. // Bienvenido sea el don que me descubre / brindando por las lágrimas del tiempo» (‘Brindis’). Es la memoria la que tiñe todo el libro y, estamos de acuerdo, somos memoria. De acuerdo, paseamos por las líneas del pasado, esas que nos acompañan pero de las que también dudamos, como si la memoria nos traicionara y fuese una memoria-ficción: «¿Y si al fin la memoria fuera también ficción / y no existió aquel día / que te trae su luz cuando cierras los ojos?» (‘Entelequia’). Pero el poeta puede intentar que aquellas cosas vuelvan, «piensa que quizás pueda escribir un poema / y traerla consigo esta mañana / e insuflarle la vida con sus versos», enfrentarse a la tristeza «¿Por qué no ha de enfrentarse a la tristeza / que pretende arrasar el alma toda / si está a su alcance el modo de abatirla?» (‘Primer domingo de mayo’). Es así como el poeta se afronta a su vuelta a la poesía, en la creencia renovada del poder que tiene el poema, el verso, para hacer renacer los espacios en los que habitó y habita todavía: «La sed de eternidad que anida en los poetas / consigue que regrese a aquella casa /... / en el espacio exacto que muestran estos versos», a pesar de que la duda aceche «porque acaso no sea lo bastante poeta / para obrar el milagro». De todas formas llega al acuerdo entre poesía, recuerdo, realidad, y muestra en el poema ‘Centro de día’ el mecanismo práctico de la memoria construida a través del personaje de la anciana en la residencia:
El uso constante de la memoria como guía es a veces un lamento por las cosas perdidas, como en ‘Augurio cumplido’, donde ya nada es lo mismo, una reflexión sobre la juventud y sus profecías que se han constatado vanas, «el tiempo ha desmentido tu pronóstico» (‘Bécquer’), «Dónde está aquella edad», y siempre constantes la presencia de la madre, del padre, de la hermana desaparecida hace tanto tiempo y la homosexualidad. Pero el uso del tiempo pasado lo hace venir al presente. Ya he dicho que Ginés Aniorte no escribe un libro de finales, de crepúsculo, sino que todo lo que aparece está usado como una renovación (es el barco de Teseo), sin dejar de lado el reconocimiento de que todo pasa a nuestro lado y deja huella, como cuenta en ese bellísimo poema que es ‘Quimera’ y que termina: «Al cabo todo pasa. / Menos yo, que persisto». El libro está construido como un río. Los poemas fluyen en un paralelismo con la vida pasando por el paisaje, con una métrica que es muy cómoda para el poeta, el endecasílabo y heptasílabo que te llevan de una manera clásica, limpia y sin ahogos por el repaso de todo aquello que te pasó factura. En esto cumple con el curso del pensamiento, donde las ideas se enlazan al fin con limpieza. Pero también el libro es cómodo para el lector que Aniorte espera: «Desde aquí yo os acecho y os convoco, / y espero que vengáis a visitarme, pero sin artificios ni aspavientos, / con la docilidad que lo prudente y sobrio nos dispensa». Miramos atrás en la memoria, pasamos por la intimidad y la experiencia y llegamos a lo real del poema. En el proceso de reconocimiento de uno mismo y de las posibles culpas, aunque no sean ciertas, o no del todo, Ginés está acompañado de certidumbres, esas que da la reflexión y el tiempo y la edad, incluso en los momentos de duda aparente; y también melancolía, a la que se enfrenta con el convencimiento que dan la vida, las reparaciones necesarias, y el deseo de huir «como única manera de encontrarme». No nos dejan detenernos en casi nada y el poema sí nos deja. En él tomamos conciencia de la vida y de lo que nos rodea, lo fijamos, y también aquello que pasó y nos dejará la gloria de los días, en ese toque Wordsworth que asoma en ‘La casa familiar’: «Se esfumarán la casa y el recuerdo, mas quedará la gloria, aunque perdida, / con que el azar nos quiso distinguir / y por la que hoy / —si bien me sabe a poco— / me muestro agradecido». Ginés Aniorte ha escrito un gran libro, pensado y valiente, muy bien trabado, con una sucesión de poemas que te lleva en una narración sincera y envolvente, acompañada por su saber en el verso y en la palabra que ya conocíamos. Para terminar os dejo con este poema que creo que condensa bien las ideas del libro. CANTAR DE CIEGO
Con el tiempo no ves sino dentro de ti. Para aquello que siempre te mostraron los ojos eres ahora ciego e insensible. Y palpas en lo oscuro y te deslumbra el tacto de cuanto hoy se niega a la mirada. Bendita sea la luz que solo se descubre cuando el mundo se eclipsa. SANTIAGO A. LÓPEZ NAVIA. 25-33 (Visor, Madrid, 2022) por LUIS LLORENTE El nuevo libro de Santiago A. López Navia es un breve conjunto de poemas dedicado a la memoria de sus padres. Se trata de poemas muy cohesionados temática y estéticamente. El lector encontrará un libro que no se vende al peso, sino que da esa pátina de realidad y sinceridad; lo necesario y conciso, y sin la ortodoxa división en apartados. Las palabras necesarias, la criba, la lumbre de lo breve. Una constante en su obra es el ritmo impecable de los poemas. Una combinación de metros impares (endecasílabos, heptasílabos o pentasílabos) subraya el dominio formal, instalado en la tradición hispánica, que tan a fondo conoce. Sin ir más lejos, el libro se abre con una cita del gran César Vallejo, y son precisamente del libro cuya publicación cumple una centuria, el vanguardista Trilce: «Tahona estuosa de aquellos mis bizcochos pura yema infantil innumerable, madre». Una hermosísima imagen del genial poeta peruano sirve así como antesala a estos poemas que tanto indagan en la infancia. Ganador del premio Emilio Alarcos, debe ser un honor para un cervantista que se dedica a la investigación filológica estar asociado al nombre de un filólogo tan señero como Alarcos, introductor del estructuralismo y del funcionalismo en el campo de la lingüística europea. Un rasgo central del libro es que son poemas de ambientación urbana. Todos ellos tratan de algún asunto relacionado con la ciudad. He recordado, por cierto, su poema ‘Visión del solar’, de uno de sus libros anteriores: Ensueño y mediodía (Devenir, 2011). Así como hay poetas que prefieren no mencionar la ciudad evocada (estoy pensando en el Claudio Rodríguez de Conjuros, donde Zamora aparece con frecuencia, pero nunca es mencionada) Santiago A. López Navia no tiene reparos en mencionar su Madrid natal (ese Madrid de la segunda posguerra, esos barrios periféricos, esas calles portadoras de misterio y de una belleza cotidiana y natural que es la conquista íntima del poeta, reflejo de su mirada a la infancia desde la óptica de la madurez y la sabiduría. Esos ángulos se plasman en el poema, y forja las metáforas a partir de ese topos. Y esto es así no porque no exista una proyección universal, sino porque la ciudad vivida y evocada debe ser explícitamente mencionada como punto de referencia de la imagen, y también, quizá, para conectar con la memoria colectiva: en Madrid hay muchas ciudades, y el poeta presenta la suya, su geografía personal, la ciudad interior, mas también con elementos que sirven para más de uno. Así pues, el despliegue de topónimos cincela esa memoria y vertebra el discurso sin por ello ahuyentar lo universal, que en otros casos parece que se esconde en lo inconcreto. La calle Embajadores, la Plaza Elíptica, los barrios del suroeste, la calle Lesaca; o el centro de la ciudad (Sol, Gran Vía o Tribunal) en el poema en que evoca el camino a casa de su abuela («y esa visión / arrebatada al sueño / de la estación fantasma (Chamberí)»).
El realismo de lo urbano aparece en varios poemas: «Después el barrio / iba trazando el mapa de sus voces / al comenzar el día: el chatarrero, / el persianero, / el colchonero y el afilador / con su flauta de Pan, su bicicleta»). El recuerdo imborrable de la madre, con un afecto potentísimo, aparece de forma expresa en el poema ‘X’, que habla de la terra incognita que en la infancia representa la sorpresa: «Recuerdo aquella víspera / del primer día (invierno, nueve años, / Madrid, diciembre, quinto de Primaria), que fui, solo, a buscar / a mi madre al salir de su trabajo. // Yo la escuchaba, atento, / y retenía / los secretos de aquel itinerario: / las líneas, los transbordos, / las estaciones / que me esperaban al día siguiente / como una selva ignota, remotísima». Si afirmamos, quizá atrevidamente, que en la poesía contemporánea el yo no importa, aquí lo verdaderamente contemporáneo es esa suplantación del yo para llegar al otro, a todos, a ese ser que pasa a nuestro lado, como pensaría Leopoldo de Luis. Así, lo particular se torna en un banquete con la experiencia universal. Poesía de la memoria. De la individual, pero también de la colectiva. Fulgor de lo breve. Acierto de las huellas imborrables. CRISTINA GUIRAO. CRÓNICAS A CONTRAPELO (Newcastle, Murcia, 2022) por ANABEL ÚBEDA BERNAL VIAJES A TRAVÉS DEL TIEMPO Hace tiempo leía sin mucho interés La isla inaudita de Eduardo Mendoza, una novela narrada de forma excesivamente completa y pesada con un único propósito: más allá de contar la huida del protagonista, en 1989, pretendía mostrarnos los efectos del turismo masivo sobre la ciudad flotante de Venecia y la degradación a través del espacio de sus gentes, recurriendo a mecanismos narrativos basados en la ralentización deliberada del ritmo mediante descripciones extensas y un protagonista abúlico, incapaz de ilusionarse, ni de afrontar su propia realidad, típicamente posmoderna.
El aparato de la novela y sus personajes como sostén de una crítica hace ya tiempo que dejaron de ser necesarios; ahora es preciso ser más directos, recurrir a las formas ensayísticas y eso es lo que hace Crónicas a contrapelo, otra vuelta de tuerca del concepto de posmodernidad, que va más allá de la hibridación de estilos y géneros, donde los límites entre la crónica periodística, el ensayo, lo poético, la literatura de viajes y el diario se entremezclan unas veces desde un tono más objetivo, otras veces más confesional, para mostrarnos como en el pasado de los espacios y monumentos, también reside su presente y su futuro, mediante una mirada transversal y panóptica. En la observación de las ruinas o de lo que resiste hallamos la mejor lección del tempus fugit, siempre desde la sensibilidad de una autora que sabe que la lectura del espacio la lleva a su propia biblioteca, a repensar una sociedad capitalista y un modelo neoliberal que está casi en el colapso. Repensar el pasado hubiera sido útil para no acudir a un ahora que se presenta apocalíptico. En los viajes y los paseos de Guirao conocemos o recordamos referentes del pensamiento, la cultura y la literatura: Calvino, Platón, Walter Benjamin, Susan Sontag, Marx... Y también paseamos por lugares emblemáticos, que es posible que muchos conozcamos solo de oídas: Siracusa, barrio de Recoleta, Nápoles... Si algo caracteriza a estas crónicas, a estas disecciones, es llevarnos, al menos a mí, a una única conclusión: el sistema, los avances tecnológicos, nos han hecho olvidar que vivimos en comunidad, que no somos eternos, para llevarnos a una soledad y una individualidad que nos hace difícil o incómodo actuar por y para otros, como observamos en este fragmento de ‘La arquitectura de los pasajes: los primeros espacios del consumo’, capítulo donde parte de la galería Colbert en París en 1823, primer espacio de consumo multitudinario, para llegar a la construcción de la Torre Eiffel o a reflexiones sobre el cine: «Y así es, estamos a un paso de perder el espacio público como lugar tradicional del ejercicio de la ciudadanía y la participación política, en la reproducción del espacio de consumo. Los grandes almacenes, las galerías comerciales, los locales de ocio y grandes superficies invadirán el espacio de las ciudades...». El sistema de pensamiento que desarrolla Guirao es extenso, en tanto que toca todos los temas vertebradores que afectan a nuestro mundo e incluso al desarrollo personal de los seres humanos cuando olvidan el sentido de comunidad y, en consecuencia, la vida gregaria, como recoge en el capítulo ‘Pensar las catástrofes II’, en que la mayor catástrofe ha sido esa, olvidarnos de que no estamos solos, que escuchando y ayudando se construye una sociedad más fuerte y cohesionada: «Muchas veces me he preguntado qué sería de la humanidad si no hubiésemos encerrado a las emociones en la jaula-cuarto-oscuro-de-lo-irracional, si no hubiésemos podido desarrollar libremente nuestras emociones, expresar nuestros miedos... Darles carta de ciudadanía y situarlas al mismo nivel que la racionalidad, la autonomía moral...». |
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