LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
ANTONIO CRUZ ROMERO. LA CONJURA DE LAS TABERNAS (IEA, Almería, 2025) por MIGUEL VEGA El Instituto de Estudios Almerienses ha publicado en el inicio de este 2025 una nueva entrega de la prosa del escritor y traductor Antonio Cruz Romero (María, Almería, 1978). Se trata de la novela La conjura de las tabernas, un extraordinario ejercicio de creatividad lingüística para poner en pie un universo ficticio tan original como fascinante. El texto de la contraportada nos apunta algunas de las claves: «Esta es una novela negra y un thriller político, una historia-ficción insertada en una novela que presenta datos históricos fehacientes; es una novela coral, surrealista y también realista; un wéstern moderno y una novela costumbrista que bebe del tremendismo y es, al mismo tiempo, posmodernista; un roman à clef y una novela experimental que, como no podía ser de otra forma, busca experimentar con el lenguaje». Lo que nos relata esta novela es la historia del pueblo imaginario de Terra Nivis en una hipotética III República española, feroz y represiva, y de los personajes que allí habitan. Como los brazos de tierra de un delta que se extienden hacia el mar, la trama de la novela avanza desarrollándose en varias vertientes. Podríamos comenzar hablando de la dualidad historia-ficción. Los períodos visitados por el narrador son, fundamentalmente, la II República y la Guerra Civil. Emplea para ello brochazos rigurosos, al margen de tópicos y de consignas repetidas casi por inercia, pero se desmarcan del mero tratado histórico porque casi todos los nombres de los protagonistas implicados en aquellos acontecimientos están utilizados en clave: Corto Mulero, Cabezón Neckguards, The General, José Flavia, etc. Se entreveran con estas recapitulaciones de nuestro pasado las notas costumbristas de la vida en Terra Nivis, esta sí materia absolutamente ficticia con personajes debidos a la imaginación del autor. Las estampas del discurrir diario en Terra Nivis son detalladas y de un exigente realismo: los aromas de los paisajes rurales, los sonidos de los afiladores ambulantes, el colorido de las fiestas navideñas, los particulares ambientes de las tabernas (Taberna Moby Dick. Atardecer de invierno, truenos y relámpagos y partidas de giley y brisca al filo del afilado anochecer). Otro elemento omnipresente en la novela es el culturalismo: quiero referirme con ello a las continuas y jugosas referencias a distintas artes como la música, la literatura o el cine, que aderezan aquí y allá las páginas de esta narración. Sin obviar, por supuesto, otros campos culturales como la gastronomía y los alcoholes, o breves guiños a la tauromaquia y al boxeo. Veremos desfilar, de manera imprevisible, nombres como los de Agustín de Foxá, Ortega y Gasset, Billie Holiday, Agustín Lara, George Orwell, Arthur Cravan o actores del Hollywood clásico representados en las figuras de Humphrey Bogart, Edward G. Robinson o James Cagney. Mención aparte merece el homenaje personal, en la página 204, al malogrado poeta neerlandés Menno Wigman, bien conocido del autor, que por obra y gracia de la literatura aparece en una taberna de Terra Nivis escribiendo un poema. Y es que, junto al costumbrismo más sabroso, también tienen cabida en estas páginas lo fantástico y lo experimental, en la más pura línea del Torrente Ballester de La saga/fuga de J.B. La parte III se abre con una obertura un tanto misteriosa escrita con la ausencia deliberada de los signos de puntuación, pero se trata de un recurso literario más de los muchos y variados de los que se sirve Antonio Cruz en esta novela; la escena en cuestión quedará perfectamente aclarada en el discurrir posterior de la trama. Otro recurso empleado en esta parte III, la más audaz en cuanto a innovaciones, es la inclusión de un fragmento formalmente concebido como un texto dramático, incluso con un curioso listado de los dramatis personae. Hay, además, varios elementos que resquebrajan el realismo costumbrista de la vida cotidiana de Terra Nivis, como esos filósofos fantasmales que aparecen y desaparecen del modo más arbitrario o, por añadir un segundo ejemplo, la figura de Julio César haciendo acto de presencia justo antes de la primera reunión de los conjurados (de ahí el título de La conjura de las tabernas). Por cierto, estos singulares personajes muestran un cierto aire de familia con esas hermandades etílicas que deambulan por La fuente de la edad, la novela cumbre de Luis Mateo Díez. Se aprecia también la experimentación en el uso del lenguaje, principalmente en la creación de neologismos con palabras compuestas: suegríbora (fusión de suegra y víbora) o naranjanaranjado, pueden servir como ejemplos ilustrativos de estos neologismos que florecen por toda la novela. En general, el gusto por un rico manejo del idioma, acudiendo a los registros cultos y populares (a veces incluyendo también el registro manifiestamente vulgar), es uno de los alicientes de esta obra: el autor ha huido en todo momento del estilo plano o neutro en el lenguaje empleado. Destacan otros aspectos de La conjura que merecen ser mencionados. Por un lado, está la indudable maestría que se precisa para manejar a los numerosísimos personajes que comparecen en las páginas de este texto narrativo (el novelista malagueño Antonio Soler ya comentaba esta circunstancia a propósito de su novela Sur). La mayoría de ellos estupendamente caracterizados; algunos de manera brillante, como es el caso de Damacio el Cura, Dick el del Puerto Nogalte o el exquisito Giroux, probablemente mis tres personajes favoritos. Por otro lado, también descuella el uso de los diálogos a lo largo de toda la novela, verdaderos catalizadores de la vida en Terra Nivis y que fluyen con una frescura digna de encomio: humorísticos y filosóficos, culturalistas y rurales, rítmicos y sincopados; la paleta es riquísima. Antonio Cruz es, como todos sabemos, un cultivador constante del género poético, por lo tanto, en un ejercicio de coherencia literaria nos deja buenas muestras de ello en esta novela. Poemas y canciones adornan toda la obra: cantinelas de la infancia, himnos patrióticos, zarzuelas, corridos mexicanos, la balada de Finnegan’s Wake, versos de Francois Villon..., hasta cantares sefardíes. Pero el lirismo de mayor belleza podría encontrarse en las descripciones paisajísticas; son maravillosos los cambios de estación en Terra Nivis:
(...) el verano secó la yerba, la plaza se llenó de carcajadas de niños, de sonatas de ranas y el agua continuó cayendo con su eterna melodía; pero la plaza se vació y desparecieron los gritos, y el cielo se pobló de nubes carbonizadas; llovió y el otoño se instaló de nuevo en Terra Nivis y en el alma de sus moradores. El final de la novela lo titula el autor ‘Epílogo: Lázaro’, un final construido en base a una carga sentimental que cierra la historia de manera ejemplar y que no tengo reparos en considerarlo como uno de los más valiosos aciertos de este texto tan complejo. Tal vez porque en la actualidad no se prodigan en las obras narrativas esos finales que resulten satisfactorios para el lector. Pues bien, teniendo en cuenta toda la calidad literaria exhibida en estas páginas, a quién no le apetecería mezclarse con estos habitantes ficticios de Terra Nivis y beber con ellos en alguna de sus tabernas, la de Moby Dick, por ejemplo: Dick el del Puerto Nogalte era rubio, espigado y de origen británico, y bautizó así al garito por su amor a la novela de Herman Melville, y hasta se tatuó a lo largo del brazo una ballena blanca (blanca decía él, pero en su caso era negra) y debajo la inscripción “Call me Ishmael”, “Llamadme Ismael”, que era como daba comienzo el libro que Melville escribió y como a Dick le hubiese gustado que su santa anglomadre lo hubiese bautizado: Ishmael. Dick mezclaba su lengua inglesa con el cristiano, alterando la pronunciación como le salía del alma, y decía “farmero” en lugar de granjero, “plombero” en vez de decir fontanero, “hamon” cuando lo que quería ofrecer era jamón, “marciano” si era murciano o “champiñón” para referirse a campeón. La decoración de Mobydick era marinera, con dibujos y pinturas de gigantescos animales marinos sobre las paredes: yubartas, ballenas azules y de Groenlandia; del techo colgaban unas barbas de ballena y varios arpones, y en las paredes varios timones. Pero la alegría de la taberna era la mujer del inglés, Lola la Pelirroja, natural de Puerto Gádir, de anchas caderas y exuberantes pechos, pelos en las axilas, gracejo andaluz y excelente cocinera. En Mobydick la variedad de vinos era escasa, y sólo se bebía tinto o vino blanco, pero la particularidad es que se podía degustar cerveza directamente ordeñada de un barril o, si se prefería, cerveza en botellín: «Las meadas de cerveza son especiales y diferentes a las del vino, y el chorro produce una espuma única e inconfundible, casi onírica», detallaba Dick el de la taberna Mobydick, aunque esta no es sino la traducción del galimatías que suponía su forma de hablar.
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ENTRE DIQUES Y ESCLUSAS. ANTOLOGÍA DE POESÍA NEERLANDESA ACTUAL Traducción y edición: Antonio Cruz Romero (Ravenswood Books, Almería, 2022) por JOSÉ LUIS LÓPEZ BRETONES Con la reciente publicación de Entre diques y esclusas. Antología de poesía neerlandesa actual Antonio Cruz Romero (María, Almería, 1978) acaba de dar una nueva muestra de que es uno de nuestros neerlandistas mejores y más atentos a la evolución de una poesía normalmente desconocida para el lector español. Además de sus frecuentes estancias como «Translator in residence» en la Casa del Traductor de Ámsterdam, Antonio Cruz ha vertido a nuestro idioma a los neerlandeses J. J. Slauerhoff —del cual elaboró la edición crítica de la novela El reino prohibido—, Menno Wigman, Arie Visser, Ilse Starkenburg o F. Starik, así como a los flamencos Paul Snoek o Max Temmerman. No obstante, la de traductor es solamente una de sus facetas literarias, ya que Antonio Cruz es autor de una estimable obra propia que abarca tanto la poesía como la narrativa. Dentro de esta última ha dado títulos como la colección de relatos Cuentos macabros ilustrados (2014) o la novela El banquete: crónica de un ajusticiamiento (2017), además del diario Amsterdam es una ciudad maldita (2020), cuyas casi 300 páginas, escritas entre junio de 2014 y los primerísimos días de 2020, abarcan retazos muy significativos de sus numerosas estancias en la capital holandesa. El Amsterdam de Antonio Cruz aparece dibujado aquí como un universo húmedo y ambivalente donde el amor y el dolor se anudan muchas veces de una manera casi inextricable. Con todo, su vocación esencial es la de poeta, y en este género ha publicado Grecia: Guía de viaje para poetas y antipoetas (2016), En el abismo del olvido (2017) y Una habitación de hospital con vistas al mar (2018), un libro duro, lleno de elementos que nos recuerdan que somos ante todo seres para la muerte, pero donde también aparecía el presentimiento de la trascendencia, la invocación a una palabra última —la palabra de Dios— que se muestra al cabo para sanarnos del desconcierto que provoca en la conciencia el sabernos irremediablemente finitos. No en vano, Cruz fue antologado por Antonio Praena en 2019 en La luz se hizo palabra. Antología de poesía contemporánea judeocristiana en España: allí, junto a textos de Luis Alberto de Cuenca, Antonio Colinas, Enrique García-Máiquez, Julio Martínez Mesanza y otros, aparecían ocho poemas suyos no tanto de temática religiosa como existencial, poesía “desarraigada” si se me permite la expresión, un poco a la manera de Dámaso Alonso o Victoriano Crémer. La obra sobre la que ahora centramos nuestra atención, Entre diques y esclusas. Antología de poesía neerlandesa actual, tiene un precedente en otra antología que Antonio Cruz elaboró y tradujo bajo el título de Poesía experimental de los cincuenta en lengua neerlandesa (2016), que venía precedida de un breve ensayo en el cual daba cuenta de las peculiaridades de aquella generación rupturista y multidisciplinar cuyos componentes (Lucebert, Kouwenaar, Rodenko, etc.) acabarían abrazando, tiempo después, postulados estéticos menos radicales. En Entre diques y esclusas el antólogo ha reunido a veinte poetas belgas y de los Países Bajos nacidos entre 1973 y 1988 que se cuentan entre los más destacados del panorama contemporáneo: Annemarie Estor, Tsead Bruinja, Andy Fierens, Yannick Dangre, Delphine Lecompte, Lies Van Gasse, etc. En el breve prólogo que antecede a la selección Antonio Cruz hace un recorrido por la poesía en neerlandés desde la generación de “Los Ochentistas” de finales del XIX hasta la actualidad, pasando por los ya citados “Cincuentistas”, los “Tradicionalistas” de los años 70, hasta la actualidad. Quizá este texto inicial hubiese merecido un desarrollo más extenso, ya que resulta demasiado sintético y que estamos ante una tradición poética escasamente conocida entre nosotros. Una tradición de la que acaso podríamos recordar un par de nombres clásicos —por ejemplo los belgas Emile Verhaeren o Georges Rodenbach, ambos dentro de la órbita del modernismo y del simbolismo finisecular— o, ya más contemporáneamente, Hugo Claus o Cess Noteboom. Si bien el antólogo nos advierte que en el caso de los poetas contemporáneos de los que ahora se ocupa «no se puede hablar de un movimiento que guarde una coherencia formal ni un estilo claramente homogéneo», lo cierto es que es posible apreciar una serie de rasgos bastante presentes en la mayoría de ellos. Para empezar, se trata de una poética desconcertante, indagatoria y preferentemente antiemotiva, antisentimental, que transmite una cierta de sensación de extrañeza, de desubicación o de falta de acomodo con respecto a su circunstancia presente; y en cuanto al estilo, suele ser (al menos en la traducción) muy directo, con cierta tendencia al experimentalismo y al irracionalismo. Veamos al azar un poema sin título de Frank Keizer (1987): «has dejado la ficción de lo trascendental detrás / de ti y el vacío tampoco es ya beneficioso, aquel baño / de sangre, puro producto de tu comunión, te has / escondido y estás silencioso, ya no hay ninguna casa más, / ni una habitación en la historia, tan sólo / un teléfono para los afectos, una diáspora en lugar / de una internacional. no hay mucho que cantar, auténtico / para cantar. murmurar, no murmurar, tú puedes».
Por otro lado, algunos de ellos recogen de manera más o menos explícita el tópico de la puesta en cuestión de la palabra, la pesquisa en torno a lo que las palabras realmente significan o pueden llegar a significar; en definitiva, el cuestionamiento de su eficacia como herramienta de comunicación a un nivel profundo, aspecto que viene siendo un tópico desde la modernidad alumbrada por el romanticismo. Esta preocupación, que supone al mismo tiempo una indagación en cierto sentido moral, deja traslucir una sospecha hacia los límites expresivos del lenguaje poético y suele derivar en la experimentación con la sintaxis y la puntuación. Así en el poema de Anne Büdgen (1979) titulado ‘¿Qué dices?’: «Palabras / pero no es lo que digo / antes del sonido / han sido confiscadas // mira mira la palabra palabra / está sobre patas cojas / que se vende a sí misma». O, en un sentido algo más irónico, ‘¡Los poemas son peligrosos!’, de Andy Fierens (1976): «el poema da comienzo con una explosión / que mata a todos los lectores / la única superviviente es una mujer joven / que se salva sólo / porque no entiende el primer verso / (es un poema posmoderno)». Más frecuente es la indagación que muchos de estos poetas emprenden acerca de su pasado personal, sobre todo en lo concerniente al ámbito familiar. Así, la presencia (o ausencia) de los padres, los hermanos o las parejas, y también la consideración de la niñez o la primera juventud, con su caravana de traumas, malos pasos o arrepentimientos, sobrevuela por muchos de estos poemas. Todo esto, junto con la asidua reflexión en torno al amor y la muerte, indica un notable interés por la cuestión de la identidad, la pregunta por quiénes somos, por quién se es en realidad; un asunto que conecta al fin y al cabo con esa problemática de la adecuación a la propia circunstancia que hemos apuntado más arriba: «¿Quién me revertirá de mi ser más negro? (...) / Entre falsos héroes y violencia busco el otro lado, / el otro del que la escapatoria soy yo», escribe Yannick Dangre (1987) en su poema ‘Dante I’. Junto a él, poemas que tratan sobre la muerte del padre, como ‘Los roncadores’ de Andy Fierens; ‘Cinco años ahora’ de Max Temmerman (1975); ‘Sobre mi espalda cargaba el ataúd’ de Mustafa Stitou (1974), o aquellos otros estremecedores donde también la muerte de un ser querido hace saltar la espita de los recuerdos difíciles o las ensoñaciones alucinadas, como sucede en ‘El abrigo’ de Annemarie Estor (1973), o en el poema ‘Sueños llamativos’ de Vrouwkje Tuinman (1974): «En el primer sueño en el que de nuevo estás vivo, ya estoy / recogiendo tu casa porque estás muerto. Llamas por teléfono: / ¿llegaré todavía? (...) / Quieres saber dónde se ha quedado tu anillo, no el de / siempre, sino el otro. Está en tu ataúd, digo, está en tu dedo / corazón izquierdo. No entiendes lo que quiero decir, estás aquí / en la habitación, sin anillo (...) A la noche siguiente / regresas con las manos vacías. Te abrazo, tú a mí no». En suma, aunque la muestra es cuantitativamente variada, en realidad no se aprecian grandes picos de calidad en la escritura de estos veinte poetas antologados, no hay autores que destaquen ni por su excelsitud ni por su inconsistencia. Ahora bien, dados los quince años exactos que separan la fecha de nacimiento del mayor de ellos con respecto al más joven —rango cronológico que según Ortega y Gasset y Julián Marías marcaba los contornos de una generación— este libro puede ser útil para conocer el mundo de ideas de estos poetas, su propio entramado espiritual o conceptual, su característico repertorio de convicciones: lo que se suele llamar un “espíritu de época”. Y también podría resultar curioso, con vistas a un posible estudio comparatista, poner en relación a estos autores con los de esa otra generación de poetas españoles que son coetáneos de los neerlandeses: Mariano Peyrou, Abraham Gragera, Juan Carlos Abril, Rafael Espejo, Carlos Pardo, Miriam Reyes, Josep M. Rodríguez, Elena Medel, etc. Las páginas de Entre diques y esclusas. Antología de poesía neerlandesa actual incluyen también imágenes de Eva Gómez que pertenecen a la serie fotográfica Gatos, tumbas y escaparates cárnicos, tomadas en los Países Bajos a lo largo del año 2022. La antología resulta una buena excusa para adentrarse en los vericuetos poéticos y generacionales de una escritura no tan lejana pero sí bastante desatendida en nuestro país. ENTRE DIQUES Y ESCLUSAS. ANTOLOGÍA DE POESÍA NEERLANDESA ACTUAL Traducción y edición: Antonio Cruz Romero (Ravenswood Books, Almería, 2022) por JOSÉ LUIS LÓPEZ BRETONES Con la reciente publicación de Entre diques y esclusas. Antología de poesía neerlandesa actual Antonio Cruz Romero (María, Almería, 1978) acaba de dar una nueva muestra de que es uno de nuestros neerlandistas mejores y más atentos a la evolución de una poesía normalmente desconocida para el lector español. Además de sus frecuentes estancias como «Translator in residence» en la Casa del Traductor de Ámsterdam, Antonio Cruz ha vertido a nuestro idioma a los neerlandeses J. J. Slauerhoff —del cual elaboró la edición crítica de la novela El reino prohibido—, Menno Wigman, Arie Visser, Ilse Starkenburg o F. Starik, así como a los flamencos Paul Snoek o Max Temmerman. No obstante, la de traductor es solamente una de sus facetas literarias, ya que Antonio Cruz es autor de una estimable obra propia que abarca tanto la poesía como la narrativa. Dentro de esta última ha dado títulos como la colección de relatos Cuentos macabros ilustrados (2014) o la novela El banquete: crónica de un ajusticiamiento (2017), además del diario Amsterdam es una ciudad maldita (2020), cuyas casi 300 páginas, escritas entre junio de 2014 y los primerísimos días de 2020, abarcan retazos muy significativos de sus numerosas estancias en la capital holandesa. El Amsterdam de Antonio Cruz aparece dibujado aquí como un universo húmedo y ambivalente donde el amor y el dolor se anudan muchas veces de una manera casi inextricable. Con todo, su vocación esencial es la de poeta, y en este género ha publicado Grecia: Guía de viaje para poetas y antipoetas (2016), En el abismo del olvido (2017) y Una habitación de hospital con vistas al mar (2018), un libro duro, lleno de elementos que nos recuerdan que somos ante todo seres para la muerte, pero donde también aparecía el presentimiento de la trascendencia, la invocación a una palabra última —la palabra de Dios— que se muestra al cabo para sanarnos del desconcierto que provoca en la conciencia el sabernos irremediablemente finitos. No en vano, Cruz fue antologado por Antonio Praena en 2019 en La luz se hizo palabra. Antología de poesía contemporánea judeocristiana en España: allí, junto a textos de Luis Alberto de Cuenca, Antonio Colinas, Enrique García-Máiquez, Julio Martínez Mesanza y otros, aparecían ocho poemas suyos no tanto de temática religiosa como existencial, poesía “desarraigada” si se me permite la expresión, un poco a la manera de Dámaso Alonso o Victoriano Crémer. La obra sobre la que ahora centramos nuestra atención, Entre diques y esclusas. Antología de poesía neerlandesa actual, tiene un precedente en otra antología que Antonio Cruz elaboró y tradujo bajo el título de Poesía experimental de los cincuenta en lengua neerlandesa (2016), que venía precedida de un breve ensayo en el cual daba cuenta de las peculiaridades de aquella generación rupturista y multidisciplinar cuyos componentes (Lucebert, Kouwenaar, Rodenko, etc.) acabarían abrazando, tiempo después, postulados estéticos menos radicales. En Entre diques y esclusas el antólogo ha reunido a veinte poetas belgas y de los Países Bajos nacidos entre 1973 y 1988 que se cuentan entre los más destacados del panorama contemporáneo: Annemarie Estor, Tsead Bruinja, Andy Fierens, Yannick Dangre, Delphine Lecompte, Lies Van Gasse, etc. En el breve prólogo que antecede a la selección Antonio Cruz hace un recorrido por la poesía en neerlandés desde la generación de “Los Ochentistas” de finales del XIX hasta la actualidad, pasando por los ya citados “Cincuentistas”, los “Tradicionalistas” de los años 70, hasta la actualidad. Quizá este texto inicial hubiese merecido un desarrollo más extenso, ya que resulta demasiado sintético y que estamos ante una tradición poética escasamente conocida entre nosotros. Una tradición de la que acaso podríamos recordar un par de nombres clásicos —por ejemplo los belgas Emile Verhaeren o Georges Rodenbach, ambos dentro de la órbita del modernismo y del simbolismo finisecular— o, ya más contemporáneamente, Hugo Claus o Cess Noteboom. Si bien el antólogo nos advierte que en el caso de los poetas contemporáneos de los que ahora se ocupa «no se puede hablar de un movimiento que guarde una coherencia formal ni un estilo claramente homogéneo», lo cierto es que es posible apreciar una serie de rasgos bastante presentes en la mayoría de ellos. Para empezar, se trata de una poética desconcertante, indagatoria y preferentemente antiemotiva, antisentimental, que transmite una cierta de sensación de extrañeza, de desubicación o de falta de acomodo con respecto a su circunstancia presente; y en cuanto al estilo, suele ser (al menos en la traducción) muy directo, con cierta tendencia al experimentalismo y al irracionalismo. Veamos al azar un poema sin título de Frank Keizer (1987): «has dejado la ficción de lo trascendental detrás / de ti y el vacío tampoco es ya beneficioso, aquel baño / de sangre, puro producto de tu comunión, te has / escondido y estás silencioso, ya no hay ninguna casa más, / ni una habitación en la historia, tan sólo / un teléfono para los afectos, una diáspora en lugar / de una internacional. no hay mucho que cantar, auténtico / para cantar. murmurar, no murmurar, tú puedes».
Por otro lado, algunos de ellos recogen de manera más o menos explícita el tópico de la puesta en cuestión de la palabra, la pesquisa en torno a lo que las palabras realmente significan o pueden llegar a significar; en definitiva, el cuestionamiento de su eficacia como herramienta de comunicación a un nivel profundo, aspecto que viene siendo un tópico desde la modernidad alumbrada por el romanticismo. Esta preocupación, que supone al mismo tiempo una indagación en cierto sentido moral, deja traslucir una sospecha hacia los límites expresivos del lenguaje poético y suele derivar en la experimentación con la sintaxis y la puntuación. Así en el poema de Anne Büdgen (1979) titulado ‘¿Qué dices?’: «Palabras / pero no es lo que digo / antes del sonido / han sido confiscadas // mira mira la palabra palabra / está sobre patas cojas / que se vende a sí misma». O, en un sentido algo más irónico, ‘¡Los poemas son peligrosos!’, de Andy Fierens (1976): «el poema da comienzo con una explosión / que mata a todos los lectores / la única superviviente es una mujer joven / que se salva sólo / porque no entiende el primer verso / (es un poema posmoderno)». Más frecuente es la indagación que muchos de estos poetas emprenden acerca de su pasado personal, sobre todo en lo concerniente al ámbito familiar. Así, la presencia (o ausencia) de los padres, los hermanos o las parejas, y también la consideración de la niñez o la primera juventud, con su caravana de traumas, malos pasos o arrepentimientos, sobrevuela por muchos de estos poemas. Todo esto, junto con la asidua reflexión en torno al amor y la muerte, indica un notable interés por la cuestión de la identidad, la pregunta por quiénes somos, por quién se es en realidad; un asunto que conecta al fin y al cabo con esa problemática de la adecuación a la propia circunstancia que hemos apuntado más arriba: «¿Quién me revertirá de mi ser más negro? (...) / Entre falsos héroes y violencia busco el otro lado, / el otro del que la escapatoria soy yo», escribe Yannick Dangre (1987) en su poema ‘Dante I’. Junto a él, poemas que tratan sobre la muerte del padre, como ‘Los roncadores’ de Andy Fierens; ‘Cinco años ahora’ de Max Temmerman (1975); ‘Sobre mi espalda cargaba el ataúd’ de Mustafa Stitou (1974), o aquellos otros estremecedores donde también la muerte de un ser querido hace saltar la espita de los recuerdos difíciles o las ensoñaciones alucinadas, como sucede en ‘El abrigo’ de Annemarie Estor (1973), o en el poema ‘Sueños llamativos’ de Vrouwkje Tuinman (1974): «En el primer sueño en el que de nuevo estás vivo, ya estoy / recogiendo tu casa porque estás muerto. Llamas por teléfono: / ¿llegaré todavía? (...) / Quieres saber dónde se ha quedado tu anillo, no el de / siempre, sino el otro. Está en tu ataúd, digo, está en tu dedo / corazón izquierdo. No entiendes lo que quiero decir, estás aquí / en la habitación, sin anillo (...) A la noche siguiente / regresas con las manos vacías. Te abrazo, tú a mí no». En suma, aunque la muestra es cuantitativamente variada, en realidad no se aprecian grandes picos de calidad en la escritura de estos veinte poetas antologados, no hay autores que destaquen ni por su excelsitud ni por su inconsistencia. Ahora bien, dados los quince años exactos que separan la fecha de nacimiento del mayor de ellos con respecto al más joven —rango cronológico que según Ortega y Gasset y Julián Marías marcaba los contornos de una generación— este libro puede ser útil para conocer el mundo de ideas de estos poetas, su propio entramado espiritual o conceptual, su característico repertorio de convicciones: lo que se suele llamar un “espíritu de época”. Y también podría resultar curioso, con vistas a un posible estudio comparatista, poner en relación a estos autores con los de esa otra generación de poetas españoles que son coetáneos de los neerlandeses: Mariano Peyrou, Abraham Gragera, Juan Carlos Abril, Rafael Espejo, Carlos Pardo, Miriam Reyes, Josep M. Rodríguez, Elena Medel, etc. Las páginas de Entre diques y esclusas. Antología de poesía neerlandesa actual incluyen también imágenes de Eva Gómez que pertenecen a la serie fotográfica Gatos, tumbas y escaparates cárnicos, tomadas en los Países Bajos a lo largo del año 2022. La antología resulta una buena excusa para adentrarse en los vericuetos poéticos y generacionales de una escritura no tan lejana pero sí bastante desatendida en nuestro país. |
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